Este poema son las sábanas que tendía mamá los sábados con los Terrícolas
de soundtrack
Este poema ondea como la cola de un perro y esa es mi bandera.
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Eric Roacho Saldívar nació en Ciudad Juárez, México, en 1988. Forma parte del taller literario BISONTE. Vato es su primer poemario publicado en 2016, bajo el sello de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, por haber obtenido el primer lugar de la convocatoria Voces al sol. Escribe actualmente su segundo poemario, el más desafiante, titulado Cactus, en el que recopila escenas familiares punzocortantes.
where a nurse with a pin light like the star of Bethlehem
makes rounds for the last suicide check of the night,
the moon on her face like a search light
going over and over a life made of blame
like headlights widening and accusing with silence.
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We talked till late about the poetry of Hell,
how poets lie and burn,
and smoke rises
like an animal twisting in its shell
who knows its shape by the walls
like 7th grade geometry of windows and planes—
first letters we hung on the corners of nothing.
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I will escape
on the back wings of the hospital,
ascending merely by belief in you,
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and we will meet at a quiet café
that is pleasant and gloomy,
and drink according to the wind…
and the wind is always strong.
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Softly she comes, the nurse, on tiptoes.
Look away!
Close these eyes, the coffin lids!
Our gowns hang loose…
The night is… resolute—
wet and lovely, our mouths.
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And pacing, pacing
circles, spirited away
to islands of soft grass
and the air full of the child’s hosannahs, the child
in circles runs.
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Then night will fall, and rain
and into each other we fall—
into the effigies of wind in dreams of the body in abandon
in the blue blue flames beyond.
Marlon L. Fick divide su tiempo entre Ciudad de México y Odessa, Texas, donde es profesor de literatura inglesa en la Universidad de Texas—Permian Basin. Además de traductor, es poeta con varios títulos publicados. Ha recibido el premio National Endowment for the Arts de escritura creativa. Editó y tradujo la antología The River is Wide/El río es ancho. Twenty Mexican Poets. Antología bilingüe, traducción de 20 poetas mexicanos.
1666, de Enrique Escalona: Un viaje a los orígenes del pueblo mexicano
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Resumen: En el siglo XXI la novela histórica ha evolucionado en sus formas para convertirse en un instrumento de análisis de la problemática socioeconómica y política contemporánea de México. En esta revisión, pocos autores se han enfocado en situar sus ficciones en los tres siglos de virreinato de la Nueva España. En su novela 1666, Enrique Escalona sitúa en dicho momento histórico un relato en el que la novela de aventuras y la ficción histórica se entrelazan con la fantasía y los mitos prehispánicos para dar voz a aquellos pueblos originarios que han sido olvidados en la historia de la colonización del norte del virreinato, como la nación wixárika o wixaritari, dejando de lado el geocentrismo histórico, para mostrar el complejo y largo proceso de formación de la nación mexicana y al mismo tiempo visibilizar a los pueblos nativos olvidados por la historia, que en la actualidad luchan por conservar su identidad.
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El nacimiento de una nación: el Virreinato de la Nueva España.
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Hernán Cortés bautizó con el nombre de Nueva España al territorio en el que se iba a adentrar para enfrentarse al imperio mexica; tal apelativo aparece por primera vez en la segunda carta de relación que el conquistador escribe a Carlos V, aproximadamente un año antes de la caída de Tenochtitlán. Para Camba, Cortés basó su justificación en que:
…el clima era parecido, tanto en las regiones frías como en las más cálidas, y se asemejaba al paisaje del país ibérico. Esto se sumó a que la extensión, la riqueza del suelo y la densidad de población también eran similares… se trataba de equipararla a la “vieja” España y también era un intento por resaltar el carácter extraordinario del sitio que se sumaría a otros reinos pertenecientes a la monarquía hispánica. (Camba, 2022, p. 19)
En su origen, Nueva España no tenía límites territoriales claros: era una inmensidad de tierra con fronteras difusas, poblaciones en distintos grados de civilización y regiones que estaban por descubrirse, algunas de las cuales nunca llegaron a poblarse por los españoles. El proceso de formación de la Nueva España fue lento y la conquista militar de las vastas tierras se dio de la mano con la conquista espiritual. En trescientos años la Nueva España comprendía, además del actual territorio mexicano, el sur de los actuales Estados Unidos (California, Arizona, Nuevo México y Texas) y de ella dependía Centroamérica. Más del doble del territorio nacional actual.
La conquista y colonización de dicha superficie fue, innegablemente, una gesta heroica. Cuando se contempla la Misión Jesuita de San Javier, al sur de la ciudad de Tucson, Arizona, resplandeciente de blancura en medio del desolado desierto, no puede dejar de admirarse la hazaña de estos religiosos, de los hombres y mujeres que desafiaron todos los obstáculos, poniendo en riesgo sus vidas, para poblar unas tierras inhóspitas en las que crearon una nueva forma de vida. Son muchas las historias anónimas, muchos los personajes, conquistadores, religiosos, mujeres, que contribuyeron a la formación y desarrollo de la Nueva España y que han sido que han sido olvidados por la historia.
Al mismo tiempo, fuera de los círculos académicos, poco se conoce sobre la vida, la sociedad, las costumbres del país en esos años. Así lo dice Camba:
Del período que duró trescientos años, de 1521 a 1821, sabemos poco y mal o de plano nada. Nomás nos decían que México antes se llamaba Nueva España. Y acaso había alguna vaga mención a Sor Juana Inés de la Cruz. Un brevísimo relato salpicado de estereotipos y prejuicios visto desde la lente de la experiencia anglosajona de la dominación en América. (Camba, 2022, p. 15)
Dada la importancia que revisten estos tres siglos en la formación del pueblo mexicano, de su cultura y sus instituciones, en las dos primeras décadas del siglo XXI la novela histórica se ha aproximado a estos años de Virreinato o Colonia (Martínez Barac) para intentar explorar, conocer y entender este período novohispano. Esto se relaciona profundamente con una de las tendencias actuales en la narrativa en lengua española, la que busca expresar el todo desde sus partes, como señala Sabogal:
Los mundos totalizadores que explicaban grandes problemas o temas han sido reemplazados por micromundos más personales que contienen el universo. Ese es el no lugar al que ha llegado la novela hispanohablante del siglo XXI, poblado de voces polifónicas nacidas del mestizaje genético, cultural y literario de todos los tiempos y lugares con vocación global y sin prejuicios ni miedos de ninguna naturaleza.
La conquista española ha sido explicada como un todo, olvidando que fueron muchos los mundos que se encontraron cuando los españoles acometieron la empresa de conquistar y colonizar el vasto territorio de lo que sería la Nueva España. Tomando en cuenta tal premisa, Enrique Escalona crea una narración que presenta dos de esos mundos, dos de los muchos grupos humanos que poblaban lo que se denominaría como Aridoamérica, para darles voz y hacer patente su participación en la historia del país.
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1666, de Enrique Escalona: el viaje a los orígenes.
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Si pocas son las novelas publicadas en el siglo XXI que han intentado descifrar el misterio de la época Virreinal de la Nueva España, más pocas son aquellas que se han atrevido a abandonar la visión geocéntrica, esa que, desde el proceso de conquista llevado a cabo por los españoles, sitúa a la ciudad de México, capital del país también desde entonces, como el eje sobre el que ha girado la historia de este vasto territorio que hoy llamamos México. Tanto historiadores como novelistas muchas veces parecen olvidar que el proceso de colonización fue arduo, duró siglos y que tanto en el norte como en el sur del virreinato se desarrollaron eventos fundamentales para la cimentación y formación del pueblo mexicano.
Enrique Escalona narra esas historias de los territorios lejanos del norte del país. Lo hace en su novela 1666, texto que se hizo acreedor al premio Ignacio Solares de Novela Histórica 2022 por sus notables aciertos al retratar una época poco conocida y, sobre todo, porque se aleja del entorno de la ciudad de México para enfocarse en una historia regional, presentando al lector el universo de pueblos originarios tradicionalmente retratados en nuestro imaginario cultural con sus rasgos más superficiales: los grupos llamados chichimecas y los wixárika o wixaritari, más conocidos como el pueblo huichol.
Es esta una historia de aventuras, pues eso fue la colonización de la Nueva España. Dos son sus protagonistas, quienes a la vez son los narradores del texto: Nakawé, una joven wixaritari y Mercurio Tunales un joven mestizo. En su odisea, ambos conocerán a una serie de personajes y vivirán aventuras que retratarán la realidad de la sociedad en el Virreinato de la Nueva España. Las miserias, los prejuicios, la violencia y la crueldad de un mundo que se está formando no impide que los dos protagonistas sueñen con alcanzar una vida mejor, libres, en armonía con la naturaleza.
A través de una trama ágil, que se expresa en un lenguaje sencillo, lleno de colorido costumbrista, Escalona no sólo recrea la vida de la gente del pueblo en el siglo XVII, así como los peligros que implicaba desplazarse de un lugar a otro, sino que además les da voz a dos de los numerosos pueblos que los españoles simplemente designaron con la palabra “chichimecas”. Su novela nos habla de un grupo de hombres y mujeres nómadas que defendieron sus tierras y su derecho a vivir como ellos querían. Por ello, a manera de prefacio de la trama novelesca, introduce un relato: la relación del ataque al pueblo minero de Real de San José, en el actual estado de Guanajuato, el 24 de diciembre de 1555.
Cientos de guerreros se desparramaron desde los cerros con hachas, cuchillos, palos, resorteras, macanas y gritos, sobre todo gritos, alaridos infernales que estremecían y contaban como arma … Venían de varias tribus: guachichiles, guamares, zacatecos, caxcanes, tepecanos, tecuexes, los últimos acaxees y hasta pames, que solían ser pacíficos. Juntos eran los temidos chichimecas. Así les apodaron los mexicas y así les siguieron llamando los españoles. (Escalona 13)
De esta manera queda señalado que fueron muchas las tribus que conformaron lo que se designaba como chichimecas. Pueblos que habitaron las zonas desde la Sierra Gorda hasta Zacatecas. Más al norte, en esos años, aún no se conocía quiénes vivían en las sierras y montañas. Pueblos que, defendiendo su forma de vida, se enfrentaron a los colonizadores, ganándose la fama de salvajes, crueles y asesinos.
Tras el relato introductorio, narrado por una pluma española, inicia la trama, que Escalona estructura en tres partes, jugando con la imagen de un biombo de tres hojas en el que están pintados por una cara la ciudad de México y por la otra, paisajes del territorio novohispanos. Cada capítulo del libro será una hoja de la pintura del biombo y se moverá de la capital hacia las tierras aún poco exploradas en 1666. Nakawé y Mercurio, los protagonistas de esta trama viajera, iniciarán su recorrido desde sus lugares de origen: la travesía de cada uno tiene un sentido, que se relaciona con su identidad, con la sociedad en la que viven y con lo que aspiran a ser.
Ella, parte de la sierra del Nayar en una peregrinación hacia Wirikuta, el espacio sagrado en donde se encuentra el “Cerro Quemado”, lugar en el que salió por vez primera el sol (Tamatsima Wa haa). Su viaje, le explica su abuela, tiene un cometido:
Tu peregrinación servirá para afianzar el universo con un hilo invisible. Es verdad que nosotros, los wixaritari, tenemos una presencia modesta en este mundo, pero servimos para darle certeza. No queremos conquistar, ni destruir los lugares por donde andamos: nosotros nomás admiramos los paisajes y los recorremos para asegurarnos de que ahí siguen. Eso es poco o mucho, según quien lo vea. (Escalona, 24).
Con este diálogo entre dos mujeres, una vieja y otra joven, Escalona nos plantea, desde el primer capítulo de su narración, la dualidad que encierra su trama, igual que el biombo que utiliza como recurso. Por una cara, mostrará las creencias religiosas y la forma de vida de un pueblo que, alejado del centro civilizador mesoamericano y del proceso de aculturación emprendida por los conquistadores, lucha por conservar su esencia, su religión, su relación con la naturaleza que es esencial para su supervivencia. Por la otra cara, la narración nos confronta a los mexicanos del siglo XXI para que reflexionemos sobre lo que nuestra civilización ha hecho con el medio ambiente, una reflexión que hoy más que nunca es actual e indispensable. La profunda relación entre los wixaritari y la naturaleza ha permanecido a través de los siglos, así como su esfuerzo por preservar su cultura; una de las manifestaciones de esta lucha es el grupo Tamatsima Wa haa, conformado por el pueblo Wixárika, apoyado por organizaciones y ciudadanos interesados en sumar esfuerzos en favor de la preservación del sitio sagrado de Wirikuta, la Sierra de Catorce y sus habitantes. Ellos señalan que:
Las rutas de peregrinación que transitan desde tiempos inmemoriales se extienden hacia los cuatro puntos cardinales por otras regiones, llegando por ejemplo, hasta Wirikuta, en el altiplano ubicado en San Luis Potosí y Zacatecas. En el canto ceremonial que los Wixaritari mantienen vivo desde tiempos remotos se nombra y se dialoga con los lugares y energías de los sitios sagrados que visitan y honran con ofrendas, reconociendo la importancia de todos los elementos para la continuidad de la vida.
El capítulo segundo introduce a Mercurio, joven mestizo que quiere abrirse camino en una sociedad cerrada y clasista. Por ello se alista como servidor de un rico aristócrata español, quien busca la riqueza de las regiones aún no colonizadas: su objetivo es encontrar tierras ricas en minerales para explotarlas. Desde su primera aparición, el personaje de Mercurio permite esbozar la realidad de las clases más bajas del virreinato, así como también dar un vistazo a las más encumbradas. Queda claro un sistema de castas que si bien es cierto no funcionaba como una fatalidad, si obstaculizaba la movilidad social, en una sociedad en la que la riqueza era la única forma de cambiar de clase: cuando el conde de Viveros le pinta a Mercurio el panorama del empleo al que aspira, mozo en las cárceles de la Inquisición, éste le espeta: “Ni modo, Yo no tengo la pureza de sangre o el oro para acceder a cargos más nobles y menos desagradables”, a lo que el conde le responde: “Pero tienes la voluntad y lo primero se compra con lo segundo” (Escalona 29).
De esta manera, se establecen los fines que llevan a los protagonistas a emprender su viaje. Ambos atravesarán tierras aún no dominadas por los conquistadores y enfrentarán peligros que, en la trama, llevarán a que los dos jóvenes se encuentren y que mostrarán las múltiples caras que tuvo el proceso de conquista y colonización de los territorios chichimecas. En este juego de dualidades es importante que uno de los narradores y protagonistas sea una mujer. Sin importar la exactitud histórica, la participación de una joven wixárica en la trama no solo permite una relación romántica verosímil para la época, sino que empodera a la mujer, convirtiéndola en protagonista de la acción.
La segunda hoja del biombo, como lo señala la virreina, su propietaria, retrata la esclavitud disfrazada que sufrieron los nativos de esas tierras bajo el sistema de la encomienda. La justificación de tal maltrato se sostenía en la premisa de que los indios eran salvajes a los que se debía someter por la fuerza. Para refutar tal argumento, Escalona hace que el camino de Mercurio se cruce con el de un distinguido sabio de la época: en un mesón un jesuita alegaba que las pirámides encontradas por la zona eran obra de egipcios o sumerios; un joven desconocido, que se hace llamar “el mexicano”, rebate esa declaración: “Padre Arriaga, se equivoca. Las pirámides de Teotihuacán fueron obra de los antepasados de los naturales de estas tierras” (Escalona 76). Para corroborar su argumento, el desconocido joven, que resulta ser el científico y literato criollo Carlos de Sigüenza y Góngora declara: “Digo verdad y voy a demostrarlo. Ahora mismo viajo a tierras chichimecas para aprender más sobre ellos. Demostraré que son un reino nómada con una larga historia…” (Escalona 76). A partir de ese momento, los caminos de Mercurio y Sigüenza se unirán, lo que cambiará el destino del primero.
Nakawé, que ha caído en manos de cazadores de indios que la venden como esclava en Durango, se enfrenta a una triste verdad: la religión católica dice que los indígenas cristianizados no pueden ser hechos esclavos, pero españoles y criollos, aunque son católicos, no atienden esta ordenanza. Así que debe buscar la forma de liberarse para continuar con su peregrinación. Mercurio, mientras tanto, gracias a su relación con Sigüenza y su hermana, aprende que los chichimecas no son como se les ha pintado. El erudito le hace conocer la grandeza de los pueblos prehispánicos cuando le lleva a Tula y admira las gigantescas esculturas que adornan las ruinas. Gracias a los hermanos, conoce a una tribu de nativos que viajan por la Sierra Gorda de Querétaro y descubre su origen:
Dice el jefe Jonás que le recuerdas a alguien –me dice Carlos-. Cuando le dije tu nombre y escuchó tu apellido se emocionó, dice que tú también eres chichimeca. Quiere hablar contigo y que portes el tocado de jefe de la tribu. (Escalona 138)
La tercera hoja de este biombo, que presenta a los personajes de la novela como si fuera un teatro de marionetas manejadas por el destino, cierra las dos historias y vaticina el final de ese mundo que había comenzado hacía 144 años y que 144 años después morirá. El encuentro entre Nawaké y Mercurio culmina en una última aventura, antes de que entiendan que fuerzas superiores están en movimiento decidiendo el destino de esas tierras y nada pueden hacer para detenerlas. Después de terminar juntos la peregrinación a Wirikuta y de hablar con el chamán del Cerro Quemado, ambos emprenden un camino nuevo, un camino propio, que les llevará a tierras lejanas en donde podrán iniciar su nueva vida:
En el camino Mercurio me enseña a leer y yo le doy sus primeras lecciones para lanzar flechas. Cuando pasamos por pueblos de la Nueva España decimos que somos cristianos que van a poblar el norte. Cuando pasamos por los territorios de las tribus Mercurio viste su penacho de Gran Jefe y lo respetan. Así es como sobrevivimos, con dos identidades. A veces en castellano, a veces en mi lengua, a veces santiguándonos frente a los santos y otras suplicando ayuda a los dioses de estas tierras. Avanzamos y cada vez aparece más inmensidad. Cielos vastos, cañones profundísimos, valles sin fin y largos días de fatiga antes de llegar a Nuevo México. (Escalona 200)
Así, en la dualidad identitaria de sus personajes, Escalona refleja la realidad de México: un país que nace de una conquista y que conserva sus hondas raíces nativas, un pueblo que camina en el siglo XXI tratando de entender su pasado, la dualidad de su génesis, para pisar con firmeza en el camino de su futuro.
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Novela histórica y cultura posmoderna en México: 1666 y el respeto a las culturas originarias.
La narrativa histórica en el siglo XXI no ha perdido su esencia, pero ha evolucionado en sus formas. Ya desde las últimas décadas del siglo pasado se habla de una ficción de la historia posmoderna, en la que los moldes tradicionales se rompen y se utilizan estructuras narrativas novedosas y poco usuales en el género. Como explica Ignacio Corona:
El gran potencial experimental de la novela histórica actual y sus alrededores discursivos ha sido explotado con prolijidad e imaginación. Se le ha tratado como a un objeto dúctil, en la mediación epistemológica de los modos de conocimiento y representación, así como de la documentación y organización de las evidencias del pasado.
En dicha evolución, el sentido final de esta narrativa, también ha cambiado: el pasado histórico se encuentra contaminado y condicionado por el presente del autor-narrador, con la clara intención de que la ficción invite a una reflexión sobre las problemáticas del presente. Es en ese sentido que la novela de Escalona se sitúa, como señala Francisco Abad, citado por Corona, en el límite borroso entre dos mundos no diferenciables formalmente: el mundo de lo real acontecido o lo histórico y el de lo posible o literario (Corona), para que en su visión del pasado colonial mexicano se pueda leer un alegato a favor de los valores esenciales del mundo contemporáneo.
Por ello, esta novela histórica que desarrolla su trama como una ficción de aventuras, utilizando la parodia y la ironía como elementos estructurales, nos involucra en la odisea de sus protagonistas, en un periplo que les lleva desde sus lugares de origen a recorrer las tierras de la Gran Chichimeca, esa región olvidada en los libros de historia. Gracias a este recurso, Escalona no solo recrea un momento en la vida de los territorios que los españoles apenas empezaban a colonizar en el siglo XVII, sino que también nos muestra la complejidad de la sociedad que dio origen a la Nueva España y por consiguiente a la nación mexicana. Su trama, llena de peripecias, anagnórisis y giros inesperados, convierte a sus personajes en figuras simbólicas que exponen el choque entre las dos concepciones de la vida que finalmente sustentaron la cultura y la identidad de México. Al mismo tiempo, la denuncia de la crueldad de la esclavitud, de la rígida división en castas, de la violenta explotación del hombre por el hombre, de la visión de la naturaleza que tienen tanto los pueblos nativos como los colonizadores europeos, dialoga con el lector haciéndole patente que el pasado es parte de nuestro presente.
El texto de Enrique Escalona es una reflexión sobre nuestra identidad como mexicanos, una invitación a conocer más sobre las distintas culturas que formaron la compleja esencia de lo mexicano. Porque el respeto a los pueblos originarios de lo que hoy es México, es un valor que en el siglo XXI es imperante incorporar a nuestra conciencia ciudadana. Con tal objetivo, la visión que presenta de la cultura wixárika en relación con la necesaria peregrinación a Wirikuta es fundamental para entender la importancia de una población que ha conservado su cosmogonía, sus tradiciones y sus costumbres a través de los siglos:
La peregrinación huichola que cada año se realiza al Desierto de San Luis Potosí es muy conocida gracias a los estudios etnográficos que versan sobre dicho grupo indígena. Sin embargo los estudiosos del pasado y del presente de San Luis Potosí y, en general, de la Mesa del Norte, no se han ocupado de esta tradición como parte de la herencia cultural de la entidad federativa y de esa región topográfica. (Olguín 369)
La aportación de la cultura wixárika a la herencia cultural regional es uno de los temas esenciales de la ficción de Escalona. Nawaké, protagonista y narradora de su peregrinar, va siguiendo la ruta sagrada, porque eso es lo que debe hacerse, todo debe guiarse por la costumbre, que es la ley de los ancestros, los dioses, como señala Villegas:
La geografía ritual de los huicholes tiene como coordenadas los cinco lugares más importantes resaltados en sus mitos, es decir, en su vida religiosa. Son los siguientes: 1) Haramaratsie: mar de Nayarit, 2) Te’akata: grutas sagradas ubicadas en la sierra huichol, 3) Wirikuta: desierto de Real de Catorce, 4) Hauxamanaka: Cerro Gordo, ubicado en la sierra de Durango, 5) Xapawiyemeta: Isla de los Alacranes, en el lago de Chapala. (12)
Por eso la ruta de la joven wixárika le lleva por una senda sagrada:
Los cuatro lugares por los que debes peregrinar. ¿Ya conoces el camino?
–Lo conozco abuela. Caminaré hacia donde se oculta el sol para dar con el mar, luego seguiré por el sendero que lleva a la gruta que penetra en la tierra, después subiré por las montañas para conocer el punto donde se forma el aire y desde ahí caminaré hacia donde sale el sol para llegar a Wirikuta, el desierto de fuego.
–Y en cada sitio encontrarás al mara’akame, el chamán que resguarda los lugares sagrados y se comunica con los dioses creadores. (Escalona 23)
La cosmogonía del pueblo wixárika, misma que hasta la fecha pervive, está profundamente ligada con la naturaleza, con el espacio que habitan, que les protege y les da los medios para sobrevivir. Sus coordenadas rituales, hasta la fecha, delimitan su mundo, al que pertenecen y les pertenece. En dicho espacio:
… habitan los dioses en forma de cerros, ojos de agua, piedras, charcas, plantas y animales. Los dioses son, de igual modo, concebidos como personas de gran edad; representan a los elementos de la naturaleza: el mar, la tierra, el fuego, el sol, la lluvia. Los huicholes se asumen como sus hijos, por tanto, tienen que obedecer lo que sus mayores les dicen, las enseñanzas que les han transmitido. Esa es la razón de que, al formularle preguntas a la gente huichol del tipo ¿por qué ustedes hacen esto de esta manera, por qué bailan alrededor del fuego o matan animales en sacrificio?, la respuesta es, por lo general: “porque así lo quieren nuestros dioses, nuestros ‘antigüeños’. Así nos lo enseñaron. Es nuestra costumbre. (Villegas 12)
Nativos y conquistadores, historia y fantasía, religión y naturaleza, cultura y tradiciones, permanencia y cambio, el biombo de la novela de Escalona, con sus dos caras, señala la dualidad en que, desde sus orígenes, se debate el pueblo mexicano.
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La revisión del pasado, un necesario viaje a los orígenes de México.
Enrique Escalona en 1666 tiene el acierto de crear una novela histórica que borra los límites formales del género y se transforma en relato de aventuras, en la narración de un viaje de descubrimientos para sus protagonistas. Al mismo tiempo, logra que, en sus peripecias, Nawaké y Mercurio evoquen un período histórico fundamental para México, el momento cuando el proceso de colonización, siguiendo la ruta de los metales, explora el inmenso territorio de la Gran Chichimeca, esa tierra de grandes tunales, vastos desiertos y montañas. Sus encuentros con españoles, mestizos y población nativa ponen de manifiesto los conflictos socioculturales que surgieron del choque de dos mundos opuestos: el sedentario urbano y el nómada, libre de ataduras, que vaga por las tierras como forma de vida. De esta manera, las aventuras que la joven pareja vive forjan un cuadro de la historia de la nación mexicana, como en el biombo que sirve de alegoría a la trama: el paisaje de una tierra inhóspita, cuyos pueblos nativos se resisten a perder su identidad. Y ese bosquejo histórico es también un viaje a los orígenes que confronta nuestra escala de valores para que podamos entender que, en este siglo XXI, cuando la sociedad está cambiando aceleradamente, desencantada de las promesas de la modernidad, los mexicanos tenemos el deber de respetar las culturas de los pueblos originarios. Tal vez así aprenderíamos de ellas y lograríamos entender que debemos cambiar nuestra relación con la naturaleza que nos sustenta.
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Obras citadas
Camba Ludlow, U. (2022). Ecos de Nueva España. Los siglos perdidos en la historia de
México. Grijalbo.
Corona, I. (2000). Mercado, posmodernismo y literatura: Aproximaciones a la novela
Villegas, L. (Enero-junio 2016). Dioses, mitos, templos, símbolos: El universo religioso de
los huicholes. Americania. Revista de Estudios Latinoamericanos de la Universidad
Pablo de Olavide de Sevilla. No. 3.
César Antonio Sotelo Gutiérrez es doctor en Filología Hispánica (Universitat de Barcelona), Master of Arts (University of Texas at El Paso) y Licenciado en Letras Españolas (Universidad Autónoma de Chihuahua). Trabajo crítico publicado en: Teatro Mexicano Reciente, Nueve poetas malogrados del Romanticismo Español, Gregorio Torres Quintero. Enseñanza e Historia, Nada es lo que parece. Estudios sobre la novela mexicana, 2000-2009, La sonrisa afilada. Enrique Serna ante la crítica y en artículos en revistas como Plural, Los Universitarios, La Palabra y el Hombre, Revista de la México y Revista de Literatura Mexicana Contemporánea entre otras. Autor de los textos dramáticos: La voz del corazón, El son del corazón, El palpitar de una canción, Réquiem a Federico Chopin, La feria y Van pasando mujeres, Mujeres al alba, Sinatra…la voz y Lucas Lucatero. Fundador y director de la Compañía Teatral Escena Seis 14. Académico Titular en la Licenciatura en Letras Españolas y en la Maestría en Investigación Humanística de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Miembro del Consejo Editorial de la RLMC y de la Revista Metamorfósis y Miembro del Consejo Asesor de Agradecidas Señas. A Journal of Literature, Culture & Critical Essays.
Walk into Anoosh’s bookshop and you will ask the same question, “Why on earth do you have all these copies of Adolf Hitler’s biography next to The Holy Koran?” The idea of displaying a religious text that teaches peace and love next to a biographical one meant to humanize the most inhuman is baffling. Yet, it is in this world, “a most terrifying scene of holiness and blood,” that Bolivar finds himself held hostage.
Marlon Fick’s novel, Rhapsody in a Circle, is a continuation of Bolivar Collin’s misadventures which began in The Nowhere Man. Bolivar is a global citizen currently registered as a resident in Mexico with his beautiful wife Teodesia and their two children, Karlita and Paco. But he has been missing for five years. He is living, against his will, under an assumed name and working as kingpin Aguilar’s courier. Through a series of flashbacks, we learn how the internationally famous author came to exist in a world where he is unrecognizable and suspicious.
Bolivar’s autistic tinge makes him valuable to his captors as “something like a savant.” His talent for deciphering messages, to “cycle through the alphabet starting with A, skipping two letters each time” and working “backwards to lift out the message from the typographical errors” leaves Bolivar trapped in a reiterative and tedious existence among strangers. His sustaining hope is to return to a reiterative and tedious existence with those he loves — “oatmeal and juice” for breakfast, Karlita practicing scales on the piano, and political arguments with Paco.
Sometimes this tediousness seems unrelenting. Fick tends to rhapsodize through his characters about literary history, notions of God, and politics. Conversations frequently return to Bolivar’s unflinching personal beliefs. He finds friendship in like-minded individuals who share a “theology pretty much the same” as his. Bolivar is Fick’s ticking time bomb, ready at a moment’s notice to go off on some diatribe. The main character’s strong personality leads him to actively try to change his environment and those around him. A strongly centered individual might rub a few dinner guests the wrong way, but in a world slowly stripping Bolivar of his identity, it is the only thing keeping him alive.
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@Francisca Esteve Barranca
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Ironically, in a setting of religious intolerance and bloodshed, Bolivar finds inner peace through music and writing. His favorite piece of music, Gershwin’s Rhapsody in Blue, is described as “a bird rising and widening its circles … the farther we are from a thing, the more it grays.” Life is expressed, like music, through “waxing and waning … augmenting and diminishing.” No matter how high the bird flies, it maintains a sense of direction by maintaining a circular course relative to its center takeoff point. Like the piece, Bolivar does not stray far from his true identity, despite being planted in the midst of cartels, trafficking, and terrorism.
Leonard Bernstein believed that it did not matter how one cuts, copies, and pastes Rhapsody in Blue; it would remain the Rhapsody in Blue. The same can happen in our lives. We may change locations, jobs, and even our names; yet, with some luck, we retain something of our true selves. Like Bolivar, we will always seek out our center and find solace in our true identities.
Bolivar’s best course of action is to “remember that Mr. Aguilar would regret any harm that might be done to [Bolivar’s] family.” Despite having a particular “set of skills that could be useful” to the cartel, Bolivar is not Bryan Mills, and the novel is not a thriller. Violence, very much present in the novel, is not the point of the novel. Fick does not glamorize this profane mix of “holiness and blood.” He writes it out matter-of-factly, which will be unnerving for some readers.
Surrounded by violence, Bolivar remains a poet in his heart. And the same could be said about Fick. Rhapsody in a Circle might just be a ruse for penning a poem, a love letter to his wife. It is a poem that matures through hardship, “a poem about dying / Only when we have lived, and about / Circles,” built from a “personal memory [that] was shards of shrapnel and broken glass.” It is a beautiful piece, that rises from the carnage of “holiness and blood,” where the character and author blend into one.
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Isaac Calles is a graduate student at the University of Texas Permian Basin. He returned to college as an adult to complete his bachelor’s degree in English after receiving encouragement from his wife and three children.
Había varias decenas de personas en la calle alrededor de Coral. Ella se deleitaba tocando con su violín sus hermosas melodías a todos aquellos que la rodeaban. Era una mujer hermosa de pelo oscuro y ojos color azabache. Ella atraía las miradas de todos quienes pasaban frente a ella por su belleza sublime y su cuerpo realmente espectacular y su tatuaje de rosas en el brazo. Sabía mucho de música, pues de niña fue autodidacta y con el tiempo había estudiado en las escuelas más prestigiadas de Estados Unidos. En ese momento tocaba la Quinta de Beethoven porque sabía que todos conocían la sinfonía y gustaba siempre a la audiencia.
Coral tenía un gran amor por la música, la vida y las emociones extremas. Era adicta a la adrenalina, pero el violín la sosegaba, como la mota a su Pepe, con quien vivía en amasiato y a quien amaba intensamente, aunque él no le brindará mucho. Coral era un poco ecléctica, pues había vivido a salto de mata después de haberse aventado un tiro con una pandillera de su barrio. La había dejado mal herida, peleas de faldas por su vato, pero razón suficiente para desterrarse e irse a la frontera. Era buena para los chingadazos y no se dejaba de nadie. Su ilusión era encontrar alguien quien la quisiera como ella solía amar; locamente. Su Pepe era un criminal, pero le había mitigado el dolor de su amor fallido en el pasado. Él estuvo allí cuando ella más lo necesitaba y Coral era agradecida.
Ella se había involucrado en acciones ilícitas por su adicción a las emociones fuertes y a las malas compañías. Conoció al Zorro, siempre prófugo de la justicia, igual que el Julián, dandi de colonia y novio de la Lola. Ambos delincuentes eran compas de su vato. Habían hecho un plan entre ellos de robar la Joyería Camacho, una de las más prestigiadas., Sería un buen elenco de malandros para el asalto, pues el Zorro era fuerte y bueno para tirar guante, pues había sido boxeador, mientras el Julián era rápido para brincar mostradores, quebrar ventanas y amagar a la gente. El Pepe era el líder porque merodeaba a los guardias, cuidaba al público y finalmente hacía las señas en el momento correcto.
Eran aproximadamente las 3:00 de la tarde, hora de la siesta. Estaba la resolana a todo lo que daba en la famosa Avenida Juárez. Coral era parte del plan y ella coordinaba las guaridas después de los asaltos, nadie sospechaba de ella y cuando pedía un favor, nadie le decía que no por su hermosura. Conocía todas las guaridas posibles entre restaurantes, bares y recovecos ilícitos del área, ella sabía como proteger a su clica.
Estaban los transeúntes escuchando aquella hermosa melodía que Coral tocaba, cuando de repente pasaron corriendo el Pepe y el Julián. Ella les hizo una seña con sus hermosos ojos, pues ya sabían la decodificación y eso significaba que la puerta trasera del restaurante del Don Rulis estaba abierta. La Quinta de Beethoven era el indicador cuando el Rulis estaba dispuesto a cooperar. Ella sabía que se había llevado al cabo el robo. El Pepe nunca fallaba y él repartiría el botín. Coral esperaba ver al Zorro corriendo detrás, pues era el más pesado, un tipo alto y fornido, pero no hizo acto de aparición.
La multitud se sorprendió cuando pasaron corriendo los dos sujetos, porque detrás de ellos venían corriendo los policías; chaparros, panzones y lentos. Claro que era mucho esfuerzo para ellos poder alcanzar a dos tenaces y rápidos rateros. Entre el tumulto desconcertado, se perdió la calma de la audiencia y se amontonaron por un segundo. En esa confusión, era el momento de la obstrucción premeditada de Coral para hacer tropezar a uno de los policías. Era el estilo sutil de ella y la experiencia para ayudar a su Pepe.
Preguntó el policía medio emputado en el piso, —¿A dónde se fueron esos cabrones? —
Entonces Coral encogió los hombros, mientras mantenía su violín con la mano izquierda y el arco en la derecha, — “Ni cuenta oficial”—, le dijo ella inocentemente.
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El chota le dijo, — “Tan bonita y tan pendeja, pon atención mi reina, un día de estos te van a violar estos criminales”
Después de un rato los policías pasaron de regreso frente a Coral sin haber tenido éxito de encontrar a los ladrones.
— “Si sabes algo preciosa nos lo dices, tú sabes mucho, tú siempre estás aquí”— Dijo el chota con un raspón en la rodilla y el pantalón roto.
– “Claro oficial”— Ella le contestó con una leve sonrisa.
Después de haber estado media hora tocando su violín, recogió las dádivas de la gente y se fue. Siempre le iba bien, ella sabía que el violín daba para comer y su cuerpo para buen pistear en donaciones. Se dirigió al bar El trébol, guarida de malhechores. Ella sabía que allá iban a estar el Pepe y el Julián, para repartir el botín. Efectivamente ahí estaban sentados en una mesa, medio asustados pero contentos.
Pero faltaba el Zorro, aunque sabían que llegaría porque el vato necesitaba una lana para pelarse a Veracruz de donde era, porque ya debía muchas en Ciudad Juárez.
Cuando llegó la Coral le dio un abrazo a su Pepe y este le agarró sus hermosos glúteos mientras la besaba.
— “Gracias chiquitita, nos tiraste paro, pero a cachondear a tu covacha’— Le dijo el Julián.
Pepe agregó, — “qué chingón que salió todo como lo habíamos planeado”—
Coral se sentó y pidió su chela bien fría, era lo que le gustaba, chelas bien frías.
Pepe le dijo. —“Mira mi’ja, no fue mucho lo que robamos, pero si valioso, era el área donde estaban las joyas caras y creo que le pegamos al gordo, fueron doce piezas con diamantes y aquí nos tocan tres por piocha, guarda las del Zorro, las tuyas y las mías, el Julián ya amacizó con las suyas”—
Coral las vio detenidamente y miró que había un hermoso anillo de compromiso con un hermoso diamante, debía de haber sido el más caro de todos.
Ella le dijo, – “guárdate ese anillo de compromiso en tu bolsa y me lo das mañana en el bar, para que me prometas que sí te vas a casar conmigo “-
— “Órale— “le dijo el Pepe
Coral nunca se había casado, porque el amor de su vida se le había pelado con otra, pero tenía la esperanza de que el amor le llegaría, ella amaba a la buena a su Pepe. Una mujer leal y querendona que no rajaba leña.
“Yo te guardo las ocho piezas. Cuando venga el Zorro, se las mostramos para que escoja”— Dijo Coral
Ella les preguntó dónde estaba el Zorro y no supieron qué contestar.
—“Toni, tráenos otra ronda para festejar”—, le gritó el Julián al cantinero
Toni sabía quiénes eran todos los del hampa de esa área y él sabía que la tira iba a venir a preguntar, por eso tenía el bar con un guarura afuera de la puerta, por si acaso.
— “Dónde está el Zorro? — también preguntó Toni.
— “Ya vendrá”— le dijo Pepe ya medio afinado.
Siguió la peda con la rocola por una horas, cuando de repente se oyeron los gritos del Zorro, — “¿Dónde están esos culeros?”—
Al escucharlo el Julián, le dijo, — “eh, bájale dos rayitas puto, el objetivo se logró”—
Entonces el Zorro pateó la silla medio encabronado, pues se veía que le habían puesto una chinga los chotas, pero como el vato estaba bien mamado, como si fuera el doble del Blue Demon, se había aventado un buen tiro con los chotas a quien se les peló.
Entonces el Zorro le dijo al Pepe, —“eh ojete, no me esperaste, me dejaste ahí con los pinches chotas para que me putearan—”.
Pepe le dijo, -—“ya sabes como zafarte, para eso te di una mila para que se las dieras y te soltaran si eso pasaba. No te hagas pendejo Zorro, no traías el botín y los chotas, si no traes nada, te sueltan”—
El Zorro se sintió aludido doblemente y le dijo, — “te pasas de lanza puto, tuve que darme un tiro con dos weyes y pelármeles, pero sí me dieron mis macanazos, mira el pinche chipote que me hicieron”—
–“ No te alebrestes Zorro, ya la logramos”— le reiteró el Julián.
—“Ni madres, a mí me toca más, porque yo fui el que me la partí quebrando la vitrina, fregándome al guardia y aventarme el tiro con los pinches chotas”— Reclamaba el Zorro.
— “Agarraste todo y saliste a madres, no te importó si me cogían”—, le dijo el Zorro dirigiéndole una mirada diabólica al Pepe.
Coral quiso intervenir diciéndole, — “estas acalambrado Zorro, ya estamos a salvo, no la hagas de pedo”—
— “Tú cállate pendeja, no estás aquí para opinar, te crees muy chicha y lo único que sabes hace es tocar tu pinche violín que suena como lloriqueos de gato”— le gritó el Zorro a la Coral.
Ahí saltó el Pepe ya caliente y le dijo, —“no te pases de lanza puto, a la Coralito no le digas ni madres, es mi ruca, pero también baila al son que le toquen. Si quieres nos aventamos un pinche tiro para que le bajes de huevos”—. Le dijo ya encabronado el Pepe
— “Órale ojete, ya dijiste”—, y le tiró un chingadazo el Zorro al Pepe, pero logró esquivarlo.
Toni intervino y los separó diciéndoles, — “a la verga, sálganse al callejón y allí se la parten, no sean culeros, porque si viene la chota me cierran el changarro”—
Le gritó el Pepe, — “Ganémosle para fuera pinche Zorro, para terminar de dejarte como Santo Cristo y que te lleves otro chipote cabrón”—
Salieron y empezaron a tirar chingazos, el Pepe no traía mucho con su lánguido y frágil cuerpo de borrachín, le tiraba un puñetazo y el Zorro le asestaba dos o tres. Ya se había juntado una buena ronda de gente que pasaba por el callejón para ver aquella pelea sin límite de tiempo y sin referí. El Zorro traía al Pepe asoleado con toda la jeta rota, pero el Pepe no se rajaba, hasta que el Zorro le atizó un patadón que lo dejó en el suelo y ahí le empezó a surtir puñetazos con ganas de matarlo, la ira era más grande que el entendimiento en ese momento. Ya traía como Santo Cristo al Pepe, se le habían volteado sus palabras. El Julián se iba a meter cuando la Coral le puso el brazo para que no lo hiciera, ella ya había premeditado lo que iba a hacer. Cuando le detenía el Pepe los brazos al Zorro para que no le pegara, llegó Coral por atrás y le asestó un chingadazo con el violín. No supo Coral si le dolió más al Zorro el putazo, o más a ella al ver partido en dos su violín. Pero un buen chipote sí se lo habrá llevado el Zorro.
De repente se escucharon las sirenas de las patrullas. Entonces todos salieron corriendo a madres de la trifulca y el único que se quedó en el piso fue el Pepe y la Coral llorando. Pepe quedó medio desmayado de la putiza y sin las fuerzas para levantarse. Uno de los chotas lo reconoció, lo levantó a jalones y antes de meterlo a la patrulla lo esculcó, encontrándole el anillo de diamante.
— “No que no cabrón, ahora sí tenemos la prueba para que te echen una soletita en chirona, ya nos dirás donde quedó lo otro”, le dijo el chota al Pepe mientras lo esposaba.
Lo subió a la patrulla todo sangrando, mientras que los otros chotas trataron de indagar que había pasado. Coral había logrado meter las joyas en el violín por las efes.
Cuando vino el chota para preguntarle si sabía algo, ella sólo contestó, — “uno de esos hampones me quebró mi violín”—
El chota no le creyó y le dijo con sorna, — “te voy a dar una esculcadita morenita, a ver si no te guardas nada en tu morralito y en esos pantaloncitos tan apretados”—
Ella alzó los brazos sosteniendo la caja armónica de violín en la mano derecha y el bastión desquebrajado en la izquierda. El chota se agasajó manoseándola y le dijo a su compañero, — “está limpia, en su bolsita trae solamente las monedas que arrejunta con sus rolas, a ver si le alcanza para comprar otro violín”—
Coral no dijo nada, se quedó en silencio y vio que se llevaban a su Pepe. Se fue caminando con las joyas lentamente, bamboleándose con ese salero que tenía al caminar. Tres por uno, aguantaba el botín para ella sola. El Pepe se echaría una soletita en el bote a causa del robo del anillo de diamantes, además de las calentaditas que le darían para que soltara la sopa. El Julián ya se había cuajado con lo que le correspondía y se casaría con la Lola. El Zorro no volvería, huiría a Veracruz y no molestaría a Coral, quien volvería a los Estados Unidos a seguir en busca de su sueños. A fin de cuentas, nadie sabe para quien trabaja, ahora ella tenía algo para empezar y buscar lo que tanto ansiaba, el amor a la buena.
Nota: esta crónica forma parte del libro Crónicas de un taxista fronterizo (Xlibris, 2021).
Héctor Enríquez impartió clases durante más de tres décadas en la Universidad de Texas en El Paso. Se ha desempeñado también en otros trabajos como piloto de avión, negociante y vendedor de autos.
I.El rescate de la memoria, una visión perturbadora
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Esta crónica que narro aquí constituye una serie de peripecias, manipulaciones y denuncias que ocurrieron hace algunos años. Las circunstancias, los hechos, los detalles y los efectos siguen aún latientes en mi memoria, como si hubiesen ocurrido ayer mismo. Nunca he dudado en anteponer el afecto de un lugar al cariño de una persona. Pero he sentido un sentimiento cruzado hacia Ciudad Juárez y mi hermandad y profunda admiración hacia Otto Campbell, maestro y muralista mexicano. La ciudad y Otto Campbell se complementan de cierta manera. La urbe fronteriza, asociada con los peores estereotipos que surgen del hampa, la mala vida y el exceso nocturno, posee la fuerza de un caballo indómito que empataba con las emociones del artista.
Otto Campbell
Ambos, ciudad y persona, tutelaron en mí valores y sensibilidades como la amistad, la solidaridad, la resistencia y la capacidad de asombro que aún sigo ejercitando. Esta crónica la escribí en tres tiempos. El de 2010 es fundamental porque albergué la esperanza de enviarla a las revistas, suplementos culturales o antologías que trataran de ofrecer visiones críticas y de denuncia sobre la frontera. En el 2014 añadí algunos aspectos que consideré relevantes y le imprimí a la crónica el tono de la oralidad para ser leída, hace una década exactamente, en un homenaje que la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez organizó para conmemorar el natalicio del pintor, fallecido en 1998. Con el de 2024, la crónica sigue siendo fiel a los hechos y he tratado de evitar diferentes versiones y la dispersión de un tema delicado que tiene que ver con la intolerancia y la censura. Aquí se narra entonces, para que nadie olvide este suceso lamentable ocurrido en 1994, la movilización y manifestación de un grupo de profesores universitarios y ciudadanos ofendidos por la desaparición del extenso mural titulado La catrina, de Otto Francisco Campbell Gutiérrez, ubicado en la calle Francisco Villa y avenida 16 de septiembre.
Andando sobre mis pasos, reconstuyo las emociones que atravesaron entonces mi corazón. Descubro y me sorprendo que la tienda de deportes de mi tío Arnulfo, referencia obligada de la avenida Lerdo y calle Abraham González, es ahora una especie de consultorio esotérico, cueva de videntes y adivinadores, embaucadores y brujos profesionales. Los espacios urbanos que dieron sentido a los sucesos que narro se han transfigurado radicalmente. Bagdad, Kabul, Puerto Príncipe y Ciudad Juárez, son ciudades con enormes diferencias, sin embargo, ofrecen en su aspecto exterior, desquiciantes similitudes. Si las comparo visualmente me resultaría sumamente difícil distinguir unas de las otras. Ciudad Juárez ha sido definida, según una famosa activista social mexicana, de origen judío, como una catástrofe humana.
La ciudad vivió una crisis profunda y tocó fondo hace más de una década en medio de una espiral de violencia demencial. Empezando por las estadísticas: miles de ejecutados, huérfanos, familiares de víctimas, desaparecidos y quizás, seguramente, de cuerpos sepultados en fosas clandestinas. Todas las víctimas multiplicadas por el horror. Este afán por narrar el pasado es pretender frenar la fugacidad del tiempo o intentar detener, con un acto de magia, la descomposición de un cadáver. Quizás debamos recordar que los fantasmas de nuestros muertos y sus familiares no descansarán jamás y que, para exorcizarlos o conjurarlos, haga falta contratar los servicios de alguna extraña sacerdotisa o, tal vez, de un hechicero.
En este doloroso trance o intento de memoria se me van sucediendo las imágenes de la devastación. Intento describir algunas que, demasiado tristes para mí, dan cuenta de esta visión apocalíptica. Por ejemplo, aspectos que uno difícilmente podría imaginar que ocurrirían. Estos sucesos representan para mí, en el ámbito emocional, la forma de una caída.
El mural de La catrina (detalle)
Ya entrado en el camino de mi andanza, por la calle Abraham González, me resulta sorprendente, y hasta revelador, la aparición de una señal: la colindancia inimaginable de la sobria y solitaria casona de la masonería juarense, con un muy concurrido centro evangélico; el otrora elegante Casino Juárez, símbolo de orgullo de la pujanza social fronteriza, hundido en sus ruinas; la antigua Cruz Roja Internacional, albergando una maltrecha y desfalleciente escuela de enfermería; unos pasos más adelante, observo que el tradicional y muy visitado restaurante La Sevillana, es ahora un pequeño hotelucho donde trabajan prostitutas de condición miserable, -¡pásale, pásale mi güerito, de aquí vas a salir bien relajado!-, me ruega una de esas trabajadoras; la siempre atractiva dulcería de la avenida Juárez y Callejón Unión, ahora convertida en un local de estrambóticos tatuajes; en la misma avenida, y enseguida del Templo Bautista, conviviendo el mismo espacio, está la casa de adoración de la Santa Muerte; la portentosa y monumental tienda departamental de Woolworth, convertida ahora en un decrépito galpón, abandonado, habitado en silencio por entes espectrales, malvivientes, drogadictos, prostitutas, perros sarnosos buscando algún desecho entre montañas de basura; y, a los pies del enorme almacén, ocupando la banqueta, numerosas familias de indigentes disputándose la limosna de los peatones” -¡eh, padrinito, por lo que más quieras, regálanos una monedita, por el amor de Dios!-.
Más adelante, por la misma avenida Juárez, el lujoso restaurante Florida,de la calle Mejía, es ahora, en medio de la miseria, una ostentosa casa de apuestas; da pena y tristeza ver el estado en que se encuentran las antiguamente prósperas, alegres y bulliciosas tiendas de artesanías mexicanas, oscuras y abandonadas. Dueler ser testigo de la desesperanza que se refleja en el rostro de esos hombres, vendiendo viejos y apolillados chalecos de piel por unos cuantos pesos, cintos descoloridos de exóticas pieles y resecas botas vaqueras, más tiesas que una momia, quebradas por el paso del tiempo, a cambio de obtener un billete verde de baja denominación. El único negocio vivo que pude ver en esa avenida y que sigue en pie viendo impávido el pasar los días, es el conocido y visitado Kentucky Bar.
Las visiones aquí narradas tienen una profunda y estrecha relación con la realidad que hoy nos circunda. Me atrevo a pensar que esta crónica, bien podría ser patrocinada generosamente por el corporativo embotellador de la frontera Coca Cola, ya que desde entonces ha presumido, públicamente, su incondicional apoyo a la cultura de esta ciudad. Por lo menos así lo dejaron plasmado con toda desfachatez en la parte más alta del ignominioso muro de marras.
Pude leer recientemente, para mi sorpresa, que se le entregó un reconocimiento internacional a una “valerosa” periodista extranjera por haber elaborado un blog que hablaba de la situación actual de la ciudad. En él registraban, entre otras joyas, entrevistas a “hombres notables” de la frontera. En una de ellas, resaltaba el perfil de un importante empresario refresquero, quien, a decir de la periodista, se encuentra retirado del ámbito empresarial. Aunque seguía dirigiendo planes estratégicos para la ciudad (sic). Y declaraba con firmeza que la inseguridad era consecuencia de lo que no hacíamos y que le daba mucho coraje la injusticia, la pobreza y, sobre todo, el cinismo de los políticos.
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II.Los hechos a los que quiero referirme
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Una mañana sabatina del invierno de 1994, de las que uno quiere saborear desde temprana hora, caminando por el centro de la ciudad, me percaté con asombro e indigación que el gigantesco, bello y colorido mural, titulado “La Catrina”, había sido removido de la pared gigantesca. Especialmente, después de haber asistido, como era mi costumbre, a los cursos libres de filosofía que impartía Federico Ferro Gay en el tercer piso de la torre de rectoría, amante de la poesía de Giacomo Leopardi y quien, además, ponía en lo más alto del espíritu humano a Dante. Mientras me dirigía al restaurante La sevillana, pude percatarme de que el mural había sido borrado por completo. Pues justo al llegar al cruce de las avenidas 16 de septiembre y Francisco Villa, pude constatar, con profunda indignación, que el histórico y bello mural había sido borrado de un brochazo, y su vista sustituida por un enorme muro café, coronado por un vano y ridículo anuncio rojo con letras blancas que decía Coca Cola, que tenía al pie del mismo una advertencia, más bien una amenaza en letras mayúsculas, con la sentencia de ¡PROHIBIDO ANUNCIAR! Cuánta prepotencia y cinismo había allí en esa sola acción.
Ese mural, enorme, bello, colorido, bien logrado, único en su grandeza evocativa y de una factura artística incuestionable, que medía aproximadamente ocho metros de altura por veinte de longitud, de dimensiones elogiosas en una ciudad como la nuestra y que era resultado de un esfuerzo colectivo importante, había sido borrado bajo la complicidad de la noche. El mural había desaparecido. Creo que esta fue una de las primeras y más impactantes desapariciones forzadas que en esta frontera se han registrado, sin saber, como siempre ocurre en estos casos, qué criminal o criminales asestaron tamaño crimen a la cultura juarense.
Por la noche asistí, un tanto desconsolado, al bar Palmiras de la avenida Juárez, a tomar unos tragos y rumiar un poco el coraje que me produjo la afrenta. Era este un barecito reluciente, pegado al puente internacional Santa Fe, al que asistían regularmente personajes del mundo de la “cultura”, a saber: escritores trasnochados, poetas trashumantes, pintores rocambolescos, periodistas de pacotilla, catedráticos del afán y artistas de medio pelo. Fui a ese lugar, entre otras cosas, para convencer a algunos de mis amigos de lo necesario que resultaría hacer algo al respecto. Por lo menos, creí necesario levantar la voz por el atentado que contra la cultura de la ciudad se había ejecutado. Me pareció que era obligada una acción por lo menos ruidosa y que se enterara la comunidad y no quedarnos allí de brazos cruzados.
Se me ocurrió con el coraje encima, proponerles a mis camaradas que debíamos salir a la calle esa misma noche y realizar un placazo al estilo cholo, es decir, hacer una pinta de protesta sobre el propio muro. Convencí sólo a algunos, a los entusiastas de siempre, a Jaime, a Antonio, a Roque y a uno sobre el que tenía yo algunas dudas, a Hugo. Otros, sin más, prefirieron refugiarse en la comodidad de su cobardía, aunque hablaran apasionadamente de las revoluciones internacionales proletarias.
El plan era sencillo: salir del bar, caminar unas cuantas cuadras al cruce de las calles donde se encontraba el muro, hacer las pintas y ser detenidos por la policía. Al día siguiente, ser entrevistados desde la cárcel municipal y denunciar en todos los medios el agravio. Hacer un escándalo periodístico parecía ser una buena estrategia. De esta manera todos conocerían la causa de nuestra legítima indignación.
Salimos del bar envalentonados, como si nos hubiésemos propuesto tomar el poder. Parecíamos gallardos pistoleros del viejo oeste, con nuestros botes de pintura spray como armas en las bolsas de las chamarras. Caminábamos poseídos por el delirio de la épica nocturna, enardecidos. Contagiados por la certeza de hacer pública nuestra protesta, nos lanzamos decididos; después, sabríamos que contábamos con más voluntad que inteligencia. Nos enfilamos por la avenida Juárez; doblamos en la 16 de Septiembre, hacia oriente, ligeramente hacia la izquierda, justo donde se encuentra el Museo de la Ex Aduana Fronteriza. Unos pasos más, y, finalmente, habíamos llegado a la avenida Francisco Villa. Nos colocarnos delante del muro. En ese punto, justo a la media noche, comenzó nuestra divertida aventura.
El mural de La catrina (en obra)
Fue un reto excitante encontramos ante el enorme muro de color café, parecía como que si nos venía encima, pero también nos invitaba a mancillar su ofensiva pulcritud con toda nuestra indignación. Allí, donde hoy, en medio de tanta miseria y desempleo, la desesperación y el hambre, se erigen coronando su burla: el Centro Joyero de Ciudad Juárez.
En ese momento, deslicé mi mano derecha con una agilidad desconocida para mí. Pude pintar el signo de un gran moño negro, seguido de la leyenda “Luto Cultural” y rematar en el extremo inferior derecho, a manera de pie de foto, la famosa frase del mural de Diego Rivera Dios no existe. Al cabo y qué, me dije, sintiéndome más tranquilo, nos acompañaba el hijo mayor de quien presidía en ese momento el Movimiento Familiar Cristiano de la ciudad.
Habiendo realizado la pinta, corrimos hacia el Monumento a Juárez. Fuimos rápidamente detectados y alcanzados por las patrullas municipales y de inmediato subidos a ellas por la fuerza. Primero fue Antonio y Roque; después, Hugo y yo. Jaime, como habíamos acordado, con su cámara fotográfica y su compañera Graciela, jugaron un papel importante en el improvisado plan, pues impidieron con su presencia que fuéramos maltratados por los municipales tomando algunas fotografías de nuestra detención.
Terminamos, por fin, aquella aventura como queríamos: encerrados en una pequeña y húmeda celda municipal. Teníamos buen ánimo, sonrientes y emocionados, detrás de las frías rejas, sacrificando con desvelo el cuerpo, por la nota periodística que saldría al día siguiente en los principales medios impresos de la ciudad. Saboreaba yo anticipadamente la gloriosa victoria. Antonio y Roque jugaron toda la noche a la rayuela con unas monedas que sacaron de sus bolsillos; Hugo, como era ya su costumbre, recostado sobre la plancha de concreto que hacía de camastro, se envolvió en su gabán y comenzó a roncar como un oso pardo; yo, brincando, aterido, caminando de pared a pared, como animal de circo, encerrado, con un frio de los mil demonios que calaba los huesos, frotando mis manos, pensando obsesivamente, como habíamos planeado, las respuestas de la entrevista que haría nuestro amigo Willivaldo a la mañana siguiente. Era, desde luego, grande nuestra expectativa y también era grande nuestra emoción. Estábamos allí, sin lugar a duda, en el camino de la gloria.
Otto Francisco Campbell Gutiérrez, nuestro gran amigo, muralista mexicano, nacido en Cuchillo Parado, Chihuahua, el día 2 de abril de 1929 y muerto en Ciudad Juárez el 1º de abril de 1998. Maestro fundador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y creador de su escudo y lema, alimentó siempre con mucho entusiasmo y pasión, la búsqueda del espíritu a través del arte y el conocimiento por sobre todas las cosas. Pugnó todos los días, con firmeza, por alcanzar ese estadio del desarrollo humano.
Después de muchos años e intentos, Otto Campbell logró concretar una unión en la hechura de un mural de dimensiones monumentales. Su propósito, llevar a los cholos de los barrios marginales de la página roja a la página editorial. En una alianza que se antojaba imposible, los jóvenes líderes de las pandillas del Barrio Sixteen, “el Ronco”, “el Diablo” y otros, a través de la agrupación de la Sociedad de la Esquina y el programa Brigadas por la Paz, con el apoyo del municipio y el patrocinio de la embotelladora de la frontera, pudieron concretar esa noble y anhelada aspiración. Todos ellos en conjunto fueron coautores materiales de la enorme pieza de arte del pueblo y para el pueblo.
La representación artística y temática de la obra, su equilibrado contenido social, confrontó a los personajes de la historia, a los ciudadanos de a pie de esta devastada ciudad fronteriza, a sus aspiraciones de ser y de estar representados, con el poder económico, con el poder político y con el poder del clero. Poderes que emanan de la misma fuente. Que tienen el mismo origen y la misma vocación. No soportaron estos mandarines de la ciudad, caciques de todo, acomplejados, las representaciones pictóricas de indígenas tarahumaras famélicos con sus hijos muertos de hambre en sus brazos y detrás de ellos, tan sólo imaginémoslo, asomándose socarronamente un sumo sacerdote sonriente, de gafas negras, con su mitra de obispo coronada por el signo de pesos bordada en oro. Ese fue para ellos el terrible agravio, el oprobioso signo del mural.
Desde la perspectiva de sus infamias, la historia no puede, ni debe permitir que se difunda una verdad tan poco conveniente para el ejercicio de su control. Podrán los poderosos perfectamente convivir con la prostitución eterna de su iglesia y de sus corruptos poderes terrenales, pero no toleran que nadie, de ninguna manera, lo mencione y mucho menos que lo denuncie o lo represente a través de una monumental obra de arte público.
El mural era, en todos sus órdenes, excepcional. Un objeto artístico de gran valor referencial: del lado izquierdo de la hermosa Catrina que coronaba el centro del mural, se representaban los personajes de la historia mexicana. Del lado derecho, con respecto de quien veía la obra, asistían los jóvenes cholos de los barrios con sus morras, sus atuendos y su dramática realidad cotidiana. El mural, su factura estética, su contenido crítico y sus dimensiones, no tenían precedentes en la historia de esta ciudad fronteriza.
Recuerdo que la gente le gustaba bastante. Uno podía fácilmente confirmar in situ que les producía emoción y alegría. Que se sentían identificados con su contenido, sus personajes, su policromía, incluso su mensaje. Pero, claro, como sospechamos siempre en el norte, todo esto resultaba demasiado bueno para ser verdad y mantenerse vivo. Llegó, entonces, ese mal día en que los poderes se confabularon para decidir su desaparición. En el nombre de sabrá qué perverso Dios, los poderes de la iglesia y el dinero, por medio de un simple gesto del representante del cielo en esta árida tierra, bastaron para embarrarnos en la cara su horrenda uniformidad monocromática y sus mensajes de idolatría comercial.
—Eso—habría dicho don Manuel, el obispo de la Sodoma mexicana, el de los lentes negros en el mural—, es una ofensa imperdonable al espíritu de Cristo. No podemos permitirlo—.
—No te preocupes, Manuel, contestaría seguramente don Miguelito—, enseguida lo mando desaparecer, para eso es el poder, para ejercerse—.
Amos y señores de lo que debe y no decirse, de lo que debe y no expresarse, de lo que debe y no públicamente representarse, decidieron, al amparo de la noche, como vulgares delincuentes, porque lo son, la desaparición del mural. Dueños de todo, imponen a los demás, por medio de una mentalidad inquisitorial, su atroz intolerancia, como si fuesen portentosos dioses.
De un brochazo pudieron acabar con la alegría de un pueblo y una ciudad. Y, créanme, no exagero, nos arrojaron en la cara su enorme desprecio. Son ellos quienes en su testarudez y obstinación han pretendido uniformar los criterios valorativos en todos los órdenes del vivir y, además, advertirle al pueblo, con su infinita arrogancia, con sus soberana prepotencia, cuáles son los signos que deben prevalecer.
—Es una ofensa al espíritu de Cristo, Miguel, el edificio es tuyo. — No lo permitas, por el amor de Dios—.
Me pregunto, casi intrigado, pero también con mucho morbo, ¿cómo habrá sido la orden? ¿En qué sentido? ¿En qué tono? ¿Desde qué altura? Pufff…
—¡Bórralo, ya! ¡Desaparécelo!—, habría sentenciado don Manuel.
Los tiempos vienen y van. La memoria se agota de tanto recordar. Asidero de algo que ya se fue. El mural ya no está allí. Crónicas del porvenir. Todo transcurre en una aparente normalidad. Algunas veces los pueblos olvidan las ideas que los hombres comprometidos les regalan. Apenas ayer nos regocijábamos con la colorida estampa en el muro y hoy nadie la recuerda, ni siquiera los meseros del restaurante de enfrente que fueron testigos de su elaboración. ¿Qué significaba, entonces, nuestra celebrada muerte catrina? Esa muerte elegante, cachonda, con sus exuberantes piernas encarnecidas y sus plumíferos atuendos, abrazando a los personajes de la historia, a los cholos de los barrios, a la comunidad.
El mural de La catrina
Hoy, los personajes en disputa, don Manuel y Otto estarán sentenciados por sus excesos en el infinito dolor del infierno o sentados quizás a la mesa de Dios, disputándose a codazos y arañazos los pocos espacios disponibles, bebiendo ojalá el repugnante refresco de cola. Y, como telón de fondo, personajes inmóviles contemplando la escena: Benito Juárez, algún revolucionario villista, un chinaco, los obispos malhadados, los indígenas famélicos, engarrotados en su proverbial sufrimiento. Ejércitos de tierra inmemorial abrazados por la ecuménica muerte catrina, vestidos, desvestidos, travestidos, disfrazados todos.
La muerte de José Guadalupe Posada, el Muralismo Mexicano, la Historia, los personajes, el arte, la calle, el pueblo, el torrente robusto de la vida, las estampas que se suceden, lo que acontece, lo que se olvida, los empeños del ayer, las preguntas, la idea de que todo lo perdido vuelve en diferentes y extrañas representaciones. Me pregunto si dolerá tanto que nos recuerden el pasado. La vida para morir, el arte para resucitar. Crónicas, desde las tumbas, tal vez.
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III. El colofón
Con el frío calándome los huesos, la desesperación del encierro, la impaciente llegada del amanecer, el tintineo de la monedas taladrándome el oído, el apacible pero aborrecible ronquido del niño Dios que dormía a mi lado y la espera del periodista, hacían que no recordara que era domingo, y que ese día, lamentablemente, ni Dios trabaja.
Nuestro glorioso plan sucumbía en su último tramo. Nuestro amigo, el periodista, no llegaría jamás a la cita pactada y la entrevista nunca se concretó. Salimos esa mañana algo aturdidos, cansados, hambrientos, sin ningún cargo penal, riéndonos unos
de otros, burlándonos de la proeza. Y como establece el viejo, pero no menos sabio refrán popular, allí se rompió una taza y cada quien debió caminar hacia su casa. Posteriormente, intentamos fundar un comité cultural denominado “La Catrina”, pero el empeño tampoco cuajó. Todo se fue deslizando en el recuerdo intenso de ese peculiar día.
El improvisado plan, alimentado por el entusiasmo espontáneo de la denuncia pública, de la protesta social, de la acción encaminada al logro de lo anhelado, de la experiencia del encierro, de la profunda indignación que nos laceraba, de la ira contenida en el alma, de la risa desbordada, de la intensa emoción, sucumbió en el olvido colectivo.
Recuerdo que uno experimentaba frente al mural una especie de catarsis, la profunda sensación de que había allí ocurrido algo auténtico, profundo y revelador. Ver y experimentar ese mural era como recibir gozosamente una especie de alimento espiritual necesario para seguir adelante en este árido transcurrir de la vida fronteriza.
Tuvimos la seguridad de que nuestra acción de denuncia
era absolutamente necesaria, por salud emocional, para recreación o, por lo menos, para alimentar nuestro entusiasmo. Creímos que encarnábamos la indignación de muchos. El plan no era malo, tampoco nuestra denuncia, que estuvo bien articulada, con un propósito bastante claro. Nuestras acciones, muy concretas. Pero, ¿qué pasó, entonces?
Como todo en esta muy olvidada y seca ciudad de la frontera, los poderes fácticos decidieron encubrir, trastocar y borrar el rostro de la verdad popular, la voz del pueblo, la representación de un trozo de la historia y de la vida en nuestra frontera. Sigo creyendo que es válido exhibir a los que decidieron desaparecer el enorme y colorido mural. ¿Ilusionistas magistrales? No, qué va ser, más bien burdos y vulgares criminales, abusivos e intolerantes censores religiosos. Farsantes que sustituyen y trochan la voluntad popular. Que se asumen como si fuesen amos y señores.
Y es que para mí, y lo digo sin afán de controvertir, está todo muy claro. Por todos lados por donde lo mire: Dios no existe.
José Luis Chávez Viguera nació en la Ciudad de México. Es profesor jubilado de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Impartió clases en el área de Ciencias Sociales durante más de 35 años en las asignaturas de Sociología de la Cultura, Sociología del Cine, Investigación Documental, Teoría del Conocimiento, Historia de América Latina, entre otras. Caminante afecto de la ciudad y empedernido soñador de un mundo justo e incluyente.
Hace algún tiempo, cuando aún gozaba de las bondades del sueño y el descanso, podía sentir que mis oídos lloraban; no es que me llovieran sus lágrimas, o que percibiera los espasmos que suele causar el llanto, no; sé que mis oídos lloraban porque mi corazón sentía el quebranto y la congoja que hacían evidente dicho llorar. Tomé conciencia de esta profunda tristeza de mis oídos gracias a una pesadilla que me atacaba todas las noches; pesadilla que desencadenó una serie de acontecimientos que voy a relatar, para que en el análisis sobre mi estado mental los tengan en cuenta.
Una oreja muy nítida y de vivo color de más o menos mi estatura en medio de la oscuridad. Cierta luz, que no sé decir de dónde vendría, iluminaba todo el lóbulo hasta la cima del antitrago, delineaba con sutileza el antehélix y sus dos ramas, superior e inferior, y hacía notar, apenas, la parte superior del hélix. Todo lo demás era penumbra, y más aún el orificio auditivo externo que era negro, negro, negro. Yo adelantaba mi cabeza a ese agujero de espanto, y cuánto más me acercaba mi tormento era mayor, por cuanto tenía la certeza de que ese pozo contenía en su fondo todo el sufrimiento del universo. En ese momento sentía la poderosa fuerza de atracción que aquel agujero ejercía sobre mí. No, no una atracción en el sentido de que algo me gusta y me atrae, sino más bien la atracción que ejerce un imán sobre un clavo; era tan fuerte, que por más que echara el cuerpo hacia atrás, por más que me resistiera apoyando una mano en la concha y en el trago la otra, terminaba siendo absorbido. Aquel agujero pues, me tragaba, y yo caía irremisiblemente en él, muerto de congoja; pero nunca llegaba al fondo, porque en el instante que mi cabeza traspasaba lo negro, abría los ojos y me encontraba de espaldas mirando al techo de mi habitación.
Tiene que haber una razón, pensaba yo, para que mis oídos lloren así. Y estaba en lo cierto. Una noche, cansado de acongojarme por ellos sin culpa que lo mereciera, opté por quedarme despierto y dejar que descansara mi corazón. No tengo memoria de la hora, pero eran pasadas las doce sin duda cuando escuché sobrecogido una extraña melodía; era el sonido lejano y débil de una flauta, dulce, muy dulce, extremadamente dulce; las notas melodiosas y alargadas oprimían mi corazón a la vez que lo deleitaban, le daban gozo en extremo y lo comprimían en la misma medida; parecía el himno de un demonio ejecutado magistralmente por un ángel. Era insoportable, esta pieza no ha sido hecha para los oídos humanos, me decía en medio de un insufrible deleite; al borde de la locura, a punto de perder el sentido, me arrojé contra la ventana para ver de dónde provenía aquel sonido desquiciante; la mortecina luz de los faroles a lo largo de la vereda acrecentó mis angustias, el viento barría la calle llevando las hojas al sur, las deliciosas y lacerantes notas vendrían pues del norte. Hacia allá miré desesperado hasta donde pude, y perdí el conocimiento.
A partir de entonces decidí no eludir más las pastillas que tomaba para dormir, no las arrojaría más por el inodoro. De sólo pensar en oír de nuevo aquella flauta entraba en pánico. Sin embargo, ese sonido, esto es lo esencial, era la explicación que estaba buscando: Mis oídos escuchaban aquel delicioso martirio y lloraban, sufrían, y yo percibía ese sufrimiento. Bueno, es preferible, pensaba, sentir… digamos… de carambola antes que directamente aquellas siniestras notas. Esta mezcla de martirio y placer, de contento y pesar, esta integración musical perfecta del bien y del mal, llegaba a mi corazón atenuada por el sufrir de mis oídos mientras dormía, a través de la pesadilla. Era pues, soportable.
Pero, ¿No tendría que acabarse esta tortura?, ¿No habría más desdichados por culpa de aquellas notas? Por otro lado, ¿Quién hacía esto?, ¿Quién era aquel ejecutante sin alma capaz de soportar tan lacerante placer si el oyente no alcanzaba consiente siquiera unos minutos? Me propuse averiguarlo y acabar con este peligro. Un alma más sensible que la mía, que las hay miles en el mundo, sucumbiría sin más. Alguien podría morir… si acaso no habría muertos ya. No sería complicado evadirme, mi ventana dista dos metros del suelo.
Durante tres días guardé las píldoras que me daban para estabilizar mis emociones, las iba a necesitar para apaciguar la congoja cuando me acercara a la fuente de aquella música; y en las noches de esos días tomé obediente las pastillas para dormir, no hubiese podido soportar despierto una noche más. Aguardé impaciente a que dieran las doce, tragué de golpe las tres píldoras y me descolgué sin dificultad por la ventana hacia la calle. Permanecí pegado a la pared unos minutos hasta que comenzó la melodía.
¿Qué puede haber inspirado está mordaz ambrosía?, me preguntaba sobrecogido mientras trataba de orientarme por el musical martirio a través de las calles desiertas; las ráfagas de viento me desorientaban por momentos, pero mi progreso era siempre hacia el norte. A cada metro recorrido, a cada cuadra superada, a cada esquina conquistada subía el volumen de la maldita tonada; estaba entonces en el rumbo correcto. Resiste, repetía en mi cabeza luchando contra el deseo de volverme. No sé por cuanto tiempo estuve andando por calles y avenidas, atravesando parques y jardines, hasta que lo sentí tan fuerte que consideré que estaba casi en el lugar, era cuestión de unos metros más. Arribé doliente a la puerta de un edificio que abarcaba casi una cuadra entera, la flauta silbaba del otro lado, di la vuelta a la gran fachada y me encontré de golpe frente a las rejas que circundaban un cementerio. Esta era pues la fuente de aquella compunción que estaba a punto de aniquilarme. Demasiado alto, gemí poniendo mis manos y apoyando mi cabeza en los gruesos fierros; caminé como un ebrio tambaleante a todo lo largo hasta la reja que hacía de entrada, estaba asegurada con una gruesa cadena y un enorme candado, no había nada que hacer. Me tapé los oídos con las manos y desanduve el camino casi sin conciencia de lo que hacía. Ya en mi habitación, acurrucado en el rincón más alejado de la ventana, aguardé, sumido en un gozoso quebranto, la salida del sol que apagó la flauta y me devolvió la paz.
El cementerio está cerrado en las noches por supuesto, pero durante el día cualquier cristiano puede ingresar libremente, como es natural. Esto en primer lugar. En segundo, y más importante aún, aquella delicia espeluznante no daba señales de vida en horas vespertinas, estaría pues protegido y tendría todas las facilidades, sería sencillo.
No tenía idea en realidad, debo ser sincero, de qué era lo que sería sencillo, pero algo había ahí dentro y yo lo encontraría, tenía esa certeza. Tendría que tener mucho cuidado para salir de aquí a la luz del día.
Temprano, ejercicio; luego baño, desayuno y limpieza. Durante la mañana conversación con un grupo de tontos, y finalmente hablar y hablar mientras uno de blanco escucha, con cara de conocerte por dentro ni más ni menos. A medio día almuerzo, lavado del servicio, pastillas, y la siesta de tres a cinco quieras o no quieras. Ese era el momento, mientras todos, excepto los de gris, dormían la siesta.
Era una tarde encapotada, deprimente y de mucho viento cuando volví a deslizarme hacia la calle, los de gris estaban adormitados por la reciente comida, es el único momento que tienen para descansar, así que no me sintieron siquiera. Hice casi el mismo camino de aquella noche pero está vez pidiendo orientación a la gente; no había martirio, gracias a Dios, que pudiera guiarme y no conozco realmente la ciudad. Ingresé al cementerio con la adrenalina al tope.
Por el camino había trazado una estrategia, era simple: Preguntaría al enterrador por algún profesor de flauta; si yo escuchaba a tanta distancia, tanto más él, que estaba ahí mismo, en la fuente misma de “aquello”. Debo reconocer, y en esto pongo como atenuante el estado en que me encontraba, que esa estrategia no era del todo inteligente porque, ¿Cómo no premunir que quien habitara en aquel recinto, y pernoctara, sobre todo, tendría que estar necesariamente sordo? Afortunadamente no hizo falta estratagema alguna, ya que los acontecimientos devinieron, como se verá, de manera muy distinta de la que yo esperaba.
Caminando entre las tumbas vi una que me llamó la atención por lo triste y abandonada que se veía: El pasto que la rodeaba, amarillo y polvoriento, suplicaba riego; las vasijas para las flores estaban sucias y cubiertas por el moho; tenía delante una figura que me daba la espalda, era un ángel representado por un niño regordete cubierto en sus partes pudendas por un pañal. Rodee la tumba para verla por delante, esa figura me intrigaba sobremanera. Un escalofrío remeció todo mi cuerpo cuando vi que tenía entre las manos una flauta que aplicaba, dulcemente, sobre sus labios que soplaban inflando los cachetes. Tenía los ojos inexpresivos, lisos, ni iris ni pupila, como los ojos blancos de algunos ciegos. Eres tú, le dije, demonio malvado. Alargando el brazo tomé la flauta y tiré, estaba pegada a sus manos, no cedía, logré moverla un poco, empecé a forcejear gritando, dámela, se soltó más y se me ocurrió hacerla rotar, al hacerlo el moho y la herrumbre se hicieron polvo y aflojó; estaba dispuesto a dejar mi vida en el intento, pero el infame se resistía. ¡Dámela!, grité repetidas veces con furia llamando la atención de algunos transeúntes que se fueron acercando alarmados y con clara intención de cogerme. En ese momento hubo un instante de luz, por una fracción de segundo las nubes dejaron pasar un rayo de sol que fue suficiente para iluminar aquellos ojos tornándolos terribles, siniestros, diabólicos. Con un último esfuerzo tire con toda mi alma profiriendo un grito desesperado, las manos del diablo saltaron en pedazos por los aires y yo caí de espaldas contra el suelo con la flauta entre mis dedos, la estreche contra mi pecho, me puse de pie como pude, corrí tan veloz como nunca en mi vida y me alejé triunfante y aterrado de aquel lugar.
Cuando llegué al pie de mi ventana me estaban esperando los de gris, en realidad me andaban buscando desde que salí. Me aprehendieron con violencia, me llevaron a las duchas y me tuvieron bajo el agua helada durante horas, me golpearon, me jalonearon, me acostaron, me levantaron y me volvieron a golpear, pero no pudieron separar mis dedos para quitarme la flauta; no la solté, y no la soltaré jamás. Por fin se cansaron y me dejaron en mi habitación. Colocaron unos barrotes en mi ventana; me da igual, ya no necesito salir, tengo la flauta y es lo que importa.
Ni la pesadilla ni la melodía maldita han vuelto más, mis oídos ya no lloran. Pero ha surgido un nuevo problema: El diablo quiere la flauta, ya no puedo darme el lujo de dormir; porque a la hora del sueño, cuando las luces se apagan en este lugar, aquellos diabólicos ojos se encienden y se quedan suspendidos en medio de mi habitación, mirándome fijamente.
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Jorge Manuel Ramírez Cabrera nació en el encantador pueblo de Abancay, Apurímac, Perú. Es el tercero de seis hermanos. Creció en un hogar donde la literatura estaba presente gracias al impulso de sus padres, convirtiendo a todos en apasionados lectores desde jóvenes. Además, realizó sus estudios secundarios en Arequipa y posteriormente obtuvo su licenciatura en Contabilidad en una renombrada universidad de la ciudad. Aunque se formó profesionalmente en finanzas, su verdadera pasión siempre fue la literatura. Fue profundamente influenciado por las obras de maestros como Quiroga, Chéjov y Borges, que moldearon su enfoque y estilo en la escritura. Actualmente prepara su primer libro de cuentos..
movedizas [Steiner hablaría de las diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento]
con la incertidumbre aún
mayor sobre la fragilidad
la ida hace que
apueste por
palabras para hacer visible
la pregunta
las preguntas
esquirlas
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—-
Pensé en las esquirlas cuando, al bajar en Cuatro Caminos, para ir luego hacia Nentón, después de haber estado en Los Huista, le pregunté a quien me había llevado por esa región si podíamos ir hacia el oeste, en otro viaje. No, me respondió. Con los ojos hizo una seña: “Ahí están los halcones”.
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—
Se desprende
pasa por acá
por estos lugares
ando
pensé
minucias
el tachilgüil en la casa donde estaba
alerta nada de “palabras
tóxicas y eunucas”
Extraer
lo residual habla
conduce
algo embrionario Luego
¿Quién habla? ¿Para quién habla?
Ojos
y las modalidades según
se habla
situarme
reconocerme frente a
la joven estudiante interesada
observa
practica
interroga
cursa
esta tesitura atrayente
fragmentos
Y la movilidad del
“insustituible oficio de pensar”
la libertad
maravilla
El anillo de Clarisse
no un solo sitio
todos los posibles
figuras las palabras
desparpajo la novedad
de la interrogante
la alumna por los trayectos
captura era
casi
la noche
—
Son mis días de descanso. Sí, mi familia está en Tuxtla. Yo trabajo en Chicomuselo, en la zona militar. Uno se compromete con lo que hace. Agarramos a uno de los buenos. Llamamos por teléfono para avisar. Y la orden fue que se soltara. Todos están metidos. Un día quisimos poner un retén por este lado. Acá, en esta parte. Vino el agente municipal a decirnos que nos fuéramos. Que no estuviéramos ahí. Si nos quedábamos, que nos atuviéramos a lo que pudiera pasar. Nos fuimos.
.
—
Alerta
oír
el horizonte
diciendo
. “un lugar que no te obligue a matarte a ti mismo”
Estar
un sitio
ofrecer lo que se sabe
decir
la masa
el chicharrón
el frijol molido
Ella
quien los mezcla
mueve las manos
pide
utensilios
piensa
momento suyo
que le pertenece. Ese momento es suyo
Le pertenece
Su origen
en el presente importa
lo que hace
entregará
la alegría en sus ojos
su labor
Ella
la de la comida
en las tardes
costura
Hace años
la máquina de coser eléctrica con ella
su hija llegará
a visitarla En las paredes de la casa
las fotos de su hija
muerta hace cuatro años
Reza por ella
Reza por ella
Luego al dentista
cinco mil pesos
que sí tiene
por sus ahorros Luego
con su nieto hijo de su hija muerta
la angustia por él
por lo que será de él
Luego
La pregunta
Carlos Gutiérrez Alfonzo es poeta y ensayista. De su autoría son los siguientes volúmenes de poemas: Cirene (1994), Vitral el alba (2000), Mudanza de las sílabas (2012), Poniente (2012), Que se halla por ventura (2015) y Si quien leyera fuera otro (2018). Ha publicado los libros Ascenso y precisión. Tres poemas de autores chiapanecos (2016) y Minucias. Maneras de decir cómo se vive la frontera (2021). Se desempeña como Investigador del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur, de la Universidad Nacional Autónoma de México (CIMSUR-UNAM).