Walk into Anoosh’s bookshop and you will ask the same question, “Why on earth do you have all these copies of Adolf Hitler’s biography next to The Holy Koran?” The idea of displaying a religious text that teaches peace and love next to a biographical one meant to humanize the most inhuman is baffling. Yet, it is in this world, “a most terrifying scene of holiness and blood,” that Bolivar finds himself held hostage.
Marlon Fick’s novel, Rhapsody in a Circle, is a continuation of Bolivar Collin’s misadventures which began in The Nowhere Man. Bolivar is a global citizen currently registered as a resident in Mexico with his beautiful wife Teodesia and their two children, Karlita and Paco. But he has been missing for five years. He is living, against his will, under an assumed name and working as kingpin Aguilar’s courier. Through a series of flashbacks, we learn how the internationally famous author came to exist in a world where he is unrecognizable and suspicious.
Bolivar’s autistic tinge makes him valuable to his captors as “something like a savant.” His talent for deciphering messages, to “cycle through the alphabet starting with A, skipping two letters each time” and working “backwards to lift out the message from the typographical errors” leaves Bolivar trapped in a reiterative and tedious existence among strangers. His sustaining hope is to return to a reiterative and tedious existence with those he loves — “oatmeal and juice” for breakfast, Karlita practicing scales on the piano, and political arguments with Paco.
Sometimes this tediousness seems unrelenting. Fick tends to rhapsodize through his characters about literary history, notions of God, and politics. Conversations frequently return to Bolivar’s unflinching personal beliefs. He finds friendship in like-minded individuals who share a “theology pretty much the same” as his. Bolivar is Fick’s ticking time bomb, ready at a moment’s notice to go off on some diatribe. The main character’s strong personality leads him to actively try to change his environment and those around him. A strongly centered individual might rub a few dinner guests the wrong way, but in a world slowly stripping Bolivar of his identity, it is the only thing keeping him alive.
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Ironically, in a setting of religious intolerance and bloodshed, Bolivar finds inner peace through music and writing. His favorite piece of music, Gershwin’s Rhapsody in Blue, is described as “a bird rising and widening its circles … the farther we are from a thing, the more it grays.” Life is expressed, like music, through “waxing and waning … augmenting and diminishing.” No matter how high the bird flies, it maintains a sense of direction by maintaining a circular course relative to its center takeoff point. Like the piece, Bolivar does not stray far from his true identity, despite being planted in the midst of cartels, trafficking, and terrorism.
Leonard Bernstein believed that it did not matter how one cuts, copies, and pastes Rhapsody in Blue; it would remain the Rhapsody in Blue. The same can happen in our lives. We may change locations, jobs, and even our names; yet, with some luck, we retain something of our true selves. Like Bolivar, we will always seek out our center and find solace in our true identities.
Bolivar’s best course of action is to “remember that Mr. Aguilar would regret any harm that might be done to [Bolivar’s] family.” Despite having a particular “set of skills that could be useful” to the cartel, Bolivar is not Bryan Mills, and the novel is not a thriller. Violence, very much present in the novel, is not the point of the novel. Fick does not glamorize this profane mix of “holiness and blood.” He writes it out matter-of-factly, which will be unnerving for some readers.
Surrounded by violence, Bolivar remains a poet in his heart. And the same could be said about Fick. Rhapsody in a Circle might just be a ruse for penning a poem, a love letter to his wife. It is a poem that matures through hardship, “a poem about dying / Only when we have lived, and about / Circles,” built from a “personal memory [that] was shards of shrapnel and broken glass.” It is a beautiful piece, that rises from the carnage of “holiness and blood,” where the character and author blend into one.
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Isaac Calles is a graduate student at the University of Texas Permian Basin. He returned to college as an adult to complete his bachelor’s degree in English after receiving encouragement from his wife and three children.
Había varias decenas de personas en la calle alrededor de Coral. Ella se deleitaba tocando con su violín sus hermosas melodías a todos aquellos que la rodeaban. Era una mujer hermosa de pelo oscuro y ojos color azabache. Ella atraía las miradas de todos quienes pasaban frente a ella por su belleza sublime y su cuerpo realmente espectacular y su tatuaje de rosas en el brazo. Sabía mucho de música, pues de niña fue autodidacta y con el tiempo había estudiado en las escuelas más prestigiadas de Estados Unidos. En ese momento tocaba la Quinta de Beethoven porque sabía que todos conocían la sinfonía y gustaba siempre a la audiencia.
Coral tenía un gran amor por la música, la vida y las emociones extremas. Era adicta a la adrenalina, pero el violín la sosegaba, como la mota a su Pepe, con quien vivía en amasiato y a quien amaba intensamente, aunque él no le brindará mucho. Coral era un poco ecléctica, pues había vivido a salto de mata después de haberse aventado un tiro con una pandillera de su barrio. La había dejado mal herida, peleas de faldas por su vato, pero razón suficiente para desterrarse e irse a la frontera. Era buena para los chingadazos y no se dejaba de nadie. Su ilusión era encontrar alguien quien la quisiera como ella solía amar; locamente. Su Pepe era un criminal, pero le había mitigado el dolor de su amor fallido en el pasado. Él estuvo allí cuando ella más lo necesitaba y Coral era agradecida.
Ella se había involucrado en acciones ilícitas por su adicción a las emociones fuertes y a las malas compañías. Conoció al Zorro, siempre prófugo de la justicia, igual que el Julián, dandi de colonia y novio de la Lola. Ambos delincuentes eran compas de su vato. Habían hecho un plan entre ellos de robar la Joyería Camacho, una de las más prestigiadas., Sería un buen elenco de malandros para el asalto, pues el Zorro era fuerte y bueno para tirar guante, pues había sido boxeador, mientras el Julián era rápido para brincar mostradores, quebrar ventanas y amagar a la gente. El Pepe era el líder porque merodeaba a los guardias, cuidaba al público y finalmente hacía las señas en el momento correcto.
Eran aproximadamente las 3:00 de la tarde, hora de la siesta. Estaba la resolana a todo lo que daba en la famosa Avenida Juárez. Coral era parte del plan y ella coordinaba las guaridas después de los asaltos, nadie sospechaba de ella y cuando pedía un favor, nadie le decía que no por su hermosura. Conocía todas las guaridas posibles entre restaurantes, bares y recovecos ilícitos del área, ella sabía como proteger a su clica.
Estaban los transeúntes escuchando aquella hermosa melodía que Coral tocaba, cuando de repente pasaron corriendo el Pepe y el Julián. Ella les hizo una seña con sus hermosos ojos, pues ya sabían la decodificación y eso significaba que la puerta trasera del restaurante del Don Rulis estaba abierta. La Quinta de Beethoven era el indicador cuando el Rulis estaba dispuesto a cooperar. Ella sabía que se había llevado al cabo el robo. El Pepe nunca fallaba y él repartiría el botín. Coral esperaba ver al Zorro corriendo detrás, pues era el más pesado, un tipo alto y fornido, pero no hizo acto de aparición.
La multitud se sorprendió cuando pasaron corriendo los dos sujetos, porque detrás de ellos venían corriendo los policías; chaparros, panzones y lentos. Claro que era mucho esfuerzo para ellos poder alcanzar a dos tenaces y rápidos rateros. Entre el tumulto desconcertado, se perdió la calma de la audiencia y se amontonaron por un segundo. En esa confusión, era el momento de la obstrucción premeditada de Coral para hacer tropezar a uno de los policías. Era el estilo sutil de ella y la experiencia para ayudar a su Pepe.
Preguntó el policía medio emputado en el piso, —¿A dónde se fueron esos cabrones? —
Entonces Coral encogió los hombros, mientras mantenía su violín con la mano izquierda y el arco en la derecha, — “Ni cuenta oficial”—, le dijo ella inocentemente.
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El chota le dijo, — “Tan bonita y tan pendeja, pon atención mi reina, un día de estos te van a violar estos criminales”
Después de un rato los policías pasaron de regreso frente a Coral sin haber tenido éxito de encontrar a los ladrones.
— “Si sabes algo preciosa nos lo dices, tú sabes mucho, tú siempre estás aquí”— Dijo el chota con un raspón en la rodilla y el pantalón roto.
– “Claro oficial”— Ella le contestó con una leve sonrisa.
Después de haber estado media hora tocando su violín, recogió las dádivas de la gente y se fue. Siempre le iba bien, ella sabía que el violín daba para comer y su cuerpo para buen pistear en donaciones. Se dirigió al bar El trébol, guarida de malhechores. Ella sabía que allá iban a estar el Pepe y el Julián, para repartir el botín. Efectivamente ahí estaban sentados en una mesa, medio asustados pero contentos.
Pero faltaba el Zorro, aunque sabían que llegaría porque el vato necesitaba una lana para pelarse a Veracruz de donde era, porque ya debía muchas en Ciudad Juárez.
Cuando llegó la Coral le dio un abrazo a su Pepe y este le agarró sus hermosos glúteos mientras la besaba.
— “Gracias chiquitita, nos tiraste paro, pero a cachondear a tu covacha’— Le dijo el Julián.
Pepe agregó, — “qué chingón que salió todo como lo habíamos planeado”—
Coral se sentó y pidió su chela bien fría, era lo que le gustaba, chelas bien frías.
Pepe le dijo. —“Mira mi’ja, no fue mucho lo que robamos, pero si valioso, era el área donde estaban las joyas caras y creo que le pegamos al gordo, fueron doce piezas con diamantes y aquí nos tocan tres por piocha, guarda las del Zorro, las tuyas y las mías, el Julián ya amacizó con las suyas”—
Coral las vio detenidamente y miró que había un hermoso anillo de compromiso con un hermoso diamante, debía de haber sido el más caro de todos.
Ella le dijo, – “guárdate ese anillo de compromiso en tu bolsa y me lo das mañana en el bar, para que me prometas que sí te vas a casar conmigo “-
— “Órale— “le dijo el Pepe
Coral nunca se había casado, porque el amor de su vida se le había pelado con otra, pero tenía la esperanza de que el amor le llegaría, ella amaba a la buena a su Pepe. Una mujer leal y querendona que no rajaba leña.
“Yo te guardo las ocho piezas. Cuando venga el Zorro, se las mostramos para que escoja”— Dijo Coral
Ella les preguntó dónde estaba el Zorro y no supieron qué contestar.
—“Toni, tráenos otra ronda para festejar”—, le gritó el Julián al cantinero
Toni sabía quiénes eran todos los del hampa de esa área y él sabía que la tira iba a venir a preguntar, por eso tenía el bar con un guarura afuera de la puerta, por si acaso.
— “Dónde está el Zorro? — también preguntó Toni.
— “Ya vendrá”— le dijo Pepe ya medio afinado.
Siguió la peda con la rocola por una horas, cuando de repente se oyeron los gritos del Zorro, — “¿Dónde están esos culeros?”—
Al escucharlo el Julián, le dijo, — “eh, bájale dos rayitas puto, el objetivo se logró”—
Entonces el Zorro pateó la silla medio encabronado, pues se veía que le habían puesto una chinga los chotas, pero como el vato estaba bien mamado, como si fuera el doble del Blue Demon, se había aventado un buen tiro con los chotas a quien se les peló.
Entonces el Zorro le dijo al Pepe, —“eh ojete, no me esperaste, me dejaste ahí con los pinches chotas para que me putearan—”.
Pepe le dijo, -—“ya sabes como zafarte, para eso te di una mila para que se las dieras y te soltaran si eso pasaba. No te hagas pendejo Zorro, no traías el botín y los chotas, si no traes nada, te sueltan”—
El Zorro se sintió aludido doblemente y le dijo, — “te pasas de lanza puto, tuve que darme un tiro con dos weyes y pelármeles, pero sí me dieron mis macanazos, mira el pinche chipote que me hicieron”—
–“ No te alebrestes Zorro, ya la logramos”— le reiteró el Julián.
—“Ni madres, a mí me toca más, porque yo fui el que me la partí quebrando la vitrina, fregándome al guardia y aventarme el tiro con los pinches chotas”— Reclamaba el Zorro.
— “Agarraste todo y saliste a madres, no te importó si me cogían”—, le dijo el Zorro dirigiéndole una mirada diabólica al Pepe.
Coral quiso intervenir diciéndole, — “estas acalambrado Zorro, ya estamos a salvo, no la hagas de pedo”—
— “Tú cállate pendeja, no estás aquí para opinar, te crees muy chicha y lo único que sabes hace es tocar tu pinche violín que suena como lloriqueos de gato”— le gritó el Zorro a la Coral.
Ahí saltó el Pepe ya caliente y le dijo, —“no te pases de lanza puto, a la Coralito no le digas ni madres, es mi ruca, pero también baila al son que le toquen. Si quieres nos aventamos un pinche tiro para que le bajes de huevos”—. Le dijo ya encabronado el Pepe
— “Órale ojete, ya dijiste”—, y le tiró un chingadazo el Zorro al Pepe, pero logró esquivarlo.
Toni intervino y los separó diciéndoles, — “a la verga, sálganse al callejón y allí se la parten, no sean culeros, porque si viene la chota me cierran el changarro”—
Le gritó el Pepe, — “Ganémosle para fuera pinche Zorro, para terminar de dejarte como Santo Cristo y que te lleves otro chipote cabrón”—
Salieron y empezaron a tirar chingazos, el Pepe no traía mucho con su lánguido y frágil cuerpo de borrachín, le tiraba un puñetazo y el Zorro le asestaba dos o tres. Ya se había juntado una buena ronda de gente que pasaba por el callejón para ver aquella pelea sin límite de tiempo y sin referí. El Zorro traía al Pepe asoleado con toda la jeta rota, pero el Pepe no se rajaba, hasta que el Zorro le atizó un patadón que lo dejó en el suelo y ahí le empezó a surtir puñetazos con ganas de matarlo, la ira era más grande que el entendimiento en ese momento. Ya traía como Santo Cristo al Pepe, se le habían volteado sus palabras. El Julián se iba a meter cuando la Coral le puso el brazo para que no lo hiciera, ella ya había premeditado lo que iba a hacer. Cuando le detenía el Pepe los brazos al Zorro para que no le pegara, llegó Coral por atrás y le asestó un chingadazo con el violín. No supo Coral si le dolió más al Zorro el putazo, o más a ella al ver partido en dos su violín. Pero un buen chipote sí se lo habrá llevado el Zorro.
De repente se escucharon las sirenas de las patrullas. Entonces todos salieron corriendo a madres de la trifulca y el único que se quedó en el piso fue el Pepe y la Coral llorando. Pepe quedó medio desmayado de la putiza y sin las fuerzas para levantarse. Uno de los chotas lo reconoció, lo levantó a jalones y antes de meterlo a la patrulla lo esculcó, encontrándole el anillo de diamante.
— “No que no cabrón, ahora sí tenemos la prueba para que te echen una soletita en chirona, ya nos dirás donde quedó lo otro”, le dijo el chota al Pepe mientras lo esposaba.
Lo subió a la patrulla todo sangrando, mientras que los otros chotas trataron de indagar que había pasado. Coral había logrado meter las joyas en el violín por las efes.
Cuando vino el chota para preguntarle si sabía algo, ella sólo contestó, — “uno de esos hampones me quebró mi violín”—
El chota no le creyó y le dijo con sorna, — “te voy a dar una esculcadita morenita, a ver si no te guardas nada en tu morralito y en esos pantaloncitos tan apretados”—
Ella alzó los brazos sosteniendo la caja armónica de violín en la mano derecha y el bastión desquebrajado en la izquierda. El chota se agasajó manoseándola y le dijo a su compañero, — “está limpia, en su bolsita trae solamente las monedas que arrejunta con sus rolas, a ver si le alcanza para comprar otro violín”—
Coral no dijo nada, se quedó en silencio y vio que se llevaban a su Pepe. Se fue caminando con las joyas lentamente, bamboleándose con ese salero que tenía al caminar. Tres por uno, aguantaba el botín para ella sola. El Pepe se echaría una soletita en el bote a causa del robo del anillo de diamantes, además de las calentaditas que le darían para que soltara la sopa. El Julián ya se había cuajado con lo que le correspondía y se casaría con la Lola. El Zorro no volvería, huiría a Veracruz y no molestaría a Coral, quien volvería a los Estados Unidos a seguir en busca de su sueños. A fin de cuentas, nadie sabe para quien trabaja, ahora ella tenía algo para empezar y buscar lo que tanto ansiaba, el amor a la buena.
Nota: esta crónica forma parte del libro Crónicas de un taxista fronterizo (Xlibris, 2021).
Héctor Enríquez impartió clases durante más de tres décadas en la Universidad de Texas en El Paso. Se ha desempeñado también en otros trabajos como piloto de avión, negociante y vendedor de autos.
I.El rescate de la memoria, una visión perturbadora
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Esta crónica que narro aquí constituye una serie de peripecias, manipulaciones y denuncias que ocurrieron hace algunos años. Las circunstancias, los hechos, los detalles y los efectos siguen aún latientes en mi memoria, como si hubiesen ocurrido ayer mismo. Nunca he dudado en anteponer el afecto de un lugar al cariño de una persona. Pero he sentido un sentimiento cruzado hacia Ciudad Juárez y mi hermandad y profunda admiración hacia Otto Campbell, maestro y muralista mexicano. La ciudad y Otto Campbell se complementan de cierta manera. La urbe fronteriza, asociada con los peores estereotipos que surgen del hampa, la mala vida y el exceso nocturno, posee la fuerza de un caballo indómito que empataba con las emociones del artista.
Ambos, ciudad y persona, tutelaron en mí valores y sensibilidades como la amistad, la solidaridad, la resistencia y la capacidad de asombro que aún sigo ejercitando. Esta crónica la escribí en tres tiempos. El de 2010 es fundamental porque albergué la esperanza de enviarla a las revistas, suplementos culturales o antologías que trataran de ofrecer visiones críticas y de denuncia sobre la frontera. En el 2014 añadí algunos aspectos que consideré relevantes y le imprimí a la crónica el tono de la oralidad para ser leída, hace una década exactamente, en un homenaje que la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez organizó para conmemorar el natalicio del pintor, fallecido en 1998. Con el de 2024, la crónica sigue siendo fiel a los hechos y he tratado de evitar diferentes versiones y la dispersión de un tema delicado que tiene que ver con la intolerancia y la censura. Aquí se narra entonces, para que nadie olvide este suceso lamentable ocurrido en 1994, la movilización y manifestación de un grupo de profesores universitarios y ciudadanos ofendidos por la desaparición del extenso mural titulado La catrina, de Otto Francisco Campbell Gutiérrez, ubicado en la calle Francisco Villa y avenida 16 de septiembre.
Andando sobre mis pasos, reconstuyo las emociones que atravesaron entonces mi corazón. Descubro y me sorprendo que la tienda de deportes de mi tío Arnulfo, referencia obligada de la avenida Lerdo y calle Abraham González, es ahora una especie de consultorio esotérico, cueva de videntes y adivinadores, embaucadores y brujos profesionales. Los espacios urbanos que dieron sentido a los sucesos que narro se han transfigurado radicalmente. Bagdad, Kabul, Puerto Príncipe y Ciudad Juárez, son ciudades con enormes diferencias, sin embargo, ofrecen en su aspecto exterior, desquiciantes similitudes. Si las comparo visualmente me resultaría sumamente difícil distinguir unas de las otras. Ciudad Juárez ha sido definida, según una famosa activista social mexicana, de origen judío, como una catástrofe humana.
La ciudad vivió una crisis profunda y tocó fondo hace más de una década en medio de una espiral de violencia demencial. Empezando por las estadísticas: miles de ejecutados, huérfanos, familiares de víctimas, desaparecidos y quizás, seguramente, de cuerpos sepultados en fosas clandestinas. Todas las víctimas multiplicadas por el horror. Este afán por narrar el pasado es pretender frenar la fugacidad del tiempo o intentar detener, con un acto de magia, la descomposición de un cadáver. Quizás debamos recordar que los fantasmas de nuestros muertos y sus familiares no descansarán jamás y que, para exorcizarlos o conjurarlos, haga falta contratar los servicios de alguna extraña sacerdotisa o, tal vez, de un hechicero.
En este doloroso trance o intento de memoria se me van sucediendo las imágenes de la devastación. Intento describir algunas que, demasiado tristes para mí, dan cuenta de esta visión apocalíptica. Por ejemplo, aspectos que uno difícilmente podría imaginar que ocurrirían. Estos sucesos representan para mí, en el ámbito emocional, la forma de una caída.
Ya entrado en el camino de mi andanza, por la calle Abraham González, me resulta sorprendente, y hasta revelador, la aparición de una señal: la colindancia inimaginable de la sobria y solitaria casona de la masonería juarense, con un muy concurrido centro evangélico; el otrora elegante Casino Juárez, símbolo de orgullo de la pujanza social fronteriza, hundido en sus ruinas; la antigua Cruz Roja Internacional, albergando una maltrecha y desfalleciente escuela de enfermería; unos pasos más adelante, observo que el tradicional y muy visitado restaurante La Sevillana, es ahora un pequeño hotelucho donde trabajan prostitutas de condición miserable, -¡pásale, pásale mi güerito, de aquí vas a salir bien relajado!-, me ruega una de esas trabajadoras; la siempre atractiva dulcería de la avenida Juárez y Callejón Unión, ahora convertida en un local de estrambóticos tatuajes; en la misma avenida, y enseguida del Templo Bautista, conviviendo el mismo espacio, está la casa de adoración de la Santa Muerte; la portentosa y monumental tienda departamental de Woolworth, convertida ahora en un decrépito galpón, abandonado, habitado en silencio por entes espectrales, malvivientes, drogadictos, prostitutas, perros sarnosos buscando algún desecho entre montañas de basura; y, a los pies del enorme almacén, ocupando la banqueta, numerosas familias de indigentes disputándose la limosna de los peatones” -¡eh, padrinito, por lo que más quieras, regálanos una monedita, por el amor de Dios!-.
Más adelante, por la misma avenida Juárez, el lujoso restaurante Florida,de la calle Mejía, es ahora, en medio de la miseria, una ostentosa casa de apuestas; da pena y tristeza ver el estado en que se encuentran las antiguamente prósperas, alegres y bulliciosas tiendas de artesanías mexicanas, oscuras y abandonadas. Dueler ser testigo de la desesperanza que se refleja en el rostro de esos hombres, vendiendo viejos y apolillados chalecos de piel por unos cuantos pesos, cintos descoloridos de exóticas pieles y resecas botas vaqueras, más tiesas que una momia, quebradas por el paso del tiempo, a cambio de obtener un billete verde de baja denominación. El único negocio vivo que pude ver en esa avenida y que sigue en pie viendo impávido el pasar los días, es el conocido y visitado Kentucky Bar.
Las visiones aquí narradas tienen una profunda y estrecha relación con la realidad que hoy nos circunda. Me atrevo a pensar que esta crónica, bien podría ser patrocinada generosamente por el corporativo embotellador de la frontera Coca Cola, ya que desde entonces ha presumido, públicamente, su incondicional apoyo a la cultura de esta ciudad. Por lo menos así lo dejaron plasmado con toda desfachatez en la parte más alta del ignominioso muro de marras.
Pude leer recientemente, para mi sorpresa, que se le entregó un reconocimiento internacional a una “valerosa” periodista extranjera por haber elaborado un blog que hablaba de la situación actual de la ciudad. En él registraban, entre otras joyas, entrevistas a “hombres notables” de la frontera. En una de ellas, resaltaba el perfil de un importante empresario refresquero, quien, a decir de la periodista, se encuentra retirado del ámbito empresarial. Aunque seguía dirigiendo planes estratégicos para la ciudad (sic). Y declaraba con firmeza que la inseguridad era consecuencia de lo que no hacíamos y que le daba mucho coraje la injusticia, la pobreza y, sobre todo, el cinismo de los políticos.
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II.Los hechos a los que quiero referirme
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Una mañana sabatina del invierno de 1994, de las que uno quiere saborear desde temprana hora, caminando por el centro de la ciudad, me percaté con asombro e indigación que el gigantesco, bello y colorido mural, titulado “La Catrina”, había sido removido de la pared gigantesca. Especialmente, después de haber asistido, como era mi costumbre, a los cursos libres de filosofía que impartía Federico Ferro Gay en el tercer piso de la torre de rectoría, amante de la poesía de Giacomo Leopardi y quien, además, ponía en lo más alto del espíritu humano a Dante. Mientras me dirigía al restaurante La sevillana, pude percatarme de que el mural había sido borrado por completo. Pues justo al llegar al cruce de las avenidas 16 de septiembre y Francisco Villa, pude constatar, con profunda indignación, que el histórico y bello mural había sido borrado de un brochazo, y su vista sustituida por un enorme muro café, coronado por un vano y ridículo anuncio rojo con letras blancas que decía Coca Cola, que tenía al pie del mismo una advertencia, más bien una amenaza en letras mayúsculas, con la sentencia de ¡PROHIBIDO ANUNCIAR! Cuánta prepotencia y cinismo había allí en esa sola acción.
Ese mural, enorme, bello, colorido, bien logrado, único en su grandeza evocativa y de una factura artística incuestionable, que medía aproximadamente ocho metros de altura por veinte de longitud, de dimensiones elogiosas en una ciudad como la nuestra y que era resultado de un esfuerzo colectivo importante, había sido borrado bajo la complicidad de la noche. El mural había desaparecido. Creo que esta fue una de las primeras y más impactantes desapariciones forzadas que en esta frontera se han registrado, sin saber, como siempre ocurre en estos casos, qué criminal o criminales asestaron tamaño crimen a la cultura juarense.
Por la noche asistí, un tanto desconsolado, al bar Palmiras de la avenida Juárez, a tomar unos tragos y rumiar un poco el coraje que me produjo la afrenta. Era este un barecito reluciente, pegado al puente internacional Santa Fe, al que asistían regularmente personajes del mundo de la “cultura”, a saber: escritores trasnochados, poetas trashumantes, pintores rocambolescos, periodistas de pacotilla, catedráticos del afán y artistas de medio pelo. Fui a ese lugar, entre otras cosas, para convencer a algunos de mis amigos de lo necesario que resultaría hacer algo al respecto. Por lo menos, creí necesario levantar la voz por el atentado que contra la cultura de la ciudad se había ejecutado. Me pareció que era obligada una acción por lo menos ruidosa y que se enterara la comunidad y no quedarnos allí de brazos cruzados.
Se me ocurrió con el coraje encima, proponerles a mis camaradas que debíamos salir a la calle esa misma noche y realizar un placazo al estilo cholo, es decir, hacer una pinta de protesta sobre el propio muro. Convencí sólo a algunos, a los entusiastas de siempre, a Jaime, a Antonio, a Roque y a uno sobre el que tenía yo algunas dudas, a Hugo. Otros, sin más, prefirieron refugiarse en la comodidad de su cobardía, aunque hablaran apasionadamente de las revoluciones internacionales proletarias.
El plan era sencillo: salir del bar, caminar unas cuantas cuadras al cruce de las calles donde se encontraba el muro, hacer las pintas y ser detenidos por la policía. Al día siguiente, ser entrevistados desde la cárcel municipal y denunciar en todos los medios el agravio. Hacer un escándalo periodístico parecía ser una buena estrategia. De esta manera todos conocerían la causa de nuestra legítima indignación.
Salimos del bar envalentonados, como si nos hubiésemos propuesto tomar el poder. Parecíamos gallardos pistoleros del viejo oeste, con nuestros botes de pintura spray como armas en las bolsas de las chamarras. Caminábamos poseídos por el delirio de la épica nocturna, enardecidos. Contagiados por la certeza de hacer pública nuestra protesta, nos lanzamos decididos; después, sabríamos que contábamos con más voluntad que inteligencia. Nos enfilamos por la avenida Juárez; doblamos en la 16 de Septiembre, hacia oriente, ligeramente hacia la izquierda, justo donde se encuentra el Museo de la Ex Aduana Fronteriza. Unos pasos más, y, finalmente, habíamos llegado a la avenida Francisco Villa. Nos colocarnos delante del muro. En ese punto, justo a la media noche, comenzó nuestra divertida aventura.
Fue un reto excitante encontramos ante el enorme muro de color café, parecía como que si nos venía encima, pero también nos invitaba a mancillar su ofensiva pulcritud con toda nuestra indignación. Allí, donde hoy, en medio de tanta miseria y desempleo, la desesperación y el hambre, se erigen coronando su burla: el Centro Joyero de Ciudad Juárez.
En ese momento, deslicé mi mano derecha con una agilidad desconocida para mí. Pude pintar el signo de un gran moño negro, seguido de la leyenda “Luto Cultural” y rematar en el extremo inferior derecho, a manera de pie de foto, la famosa frase del mural de Diego Rivera Dios no existe. Al cabo y qué, me dije, sintiéndome más tranquilo, nos acompañaba el hijo mayor de quien presidía en ese momento el Movimiento Familiar Cristiano de la ciudad.
Habiendo realizado la pinta, corrimos hacia el Monumento a Juárez. Fuimos rápidamente detectados y alcanzados por las patrullas municipales y de inmediato subidos a ellas por la fuerza. Primero fue Antonio y Roque; después, Hugo y yo. Jaime, como habíamos acordado, con su cámara fotográfica y su compañera Graciela, jugaron un papel importante en el improvisado plan, pues impidieron con su presencia que fuéramos maltratados por los municipales tomando algunas fotografías de nuestra detención.
Terminamos, por fin, aquella aventura como queríamos: encerrados en una pequeña y húmeda celda municipal. Teníamos buen ánimo, sonrientes y emocionados, detrás de las frías rejas, sacrificando con desvelo el cuerpo, por la nota periodística que saldría al día siguiente en los principales medios impresos de la ciudad. Saboreaba yo anticipadamente la gloriosa victoria. Antonio y Roque jugaron toda la noche a la rayuela con unas monedas que sacaron de sus bolsillos; Hugo, como era ya su costumbre, recostado sobre la plancha de concreto que hacía de camastro, se envolvió en su gabán y comenzó a roncar como un oso pardo; yo, brincando, aterido, caminando de pared a pared, como animal de circo, encerrado, con un frio de los mil demonios que calaba los huesos, frotando mis manos, pensando obsesivamente, como habíamos planeado, las respuestas de la entrevista que haría nuestro amigo Willivaldo a la mañana siguiente. Era, desde luego, grande nuestra expectativa y también era grande nuestra emoción. Estábamos allí, sin lugar a duda, en el camino de la gloria.
Otto Francisco Campbell Gutiérrez, nuestro gran amigo, muralista mexicano, nacido en Cuchillo Parado, Chihuahua, el día 2 de abril de 1929 y muerto en Ciudad Juárez el 1º de abril de 1998. Maestro fundador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y creador de su escudo y lema, alimentó siempre con mucho entusiasmo y pasión, la búsqueda del espíritu a través del arte y el conocimiento por sobre todas las cosas. Pugnó todos los días, con firmeza, por alcanzar ese estadio del desarrollo humano.
Después de muchos años e intentos, Otto Campbell logró concretar una unión en la hechura de un mural de dimensiones monumentales. Su propósito, llevar a los cholos de los barrios marginales de la página roja a la página editorial. En una alianza que se antojaba imposible, los jóvenes líderes de las pandillas del Barrio Sixteen, “el Ronco”, “el Diablo” y otros, a través de la agrupación de la Sociedad de la Esquina y el programa Brigadas por la Paz, con el apoyo del municipio y el patrocinio de la embotelladora de la frontera, pudieron concretar esa noble y anhelada aspiración. Todos ellos en conjunto fueron coautores materiales de la enorme pieza de arte del pueblo y para el pueblo.
La representación artística y temática de la obra, su equilibrado contenido social, confrontó a los personajes de la historia, a los ciudadanos de a pie de esta devastada ciudad fronteriza, a sus aspiraciones de ser y de estar representados, con el poder económico, con el poder político y con el poder del clero. Poderes que emanan de la misma fuente. Que tienen el mismo origen y la misma vocación. No soportaron estos mandarines de la ciudad, caciques de todo, acomplejados, las representaciones pictóricas de indígenas tarahumaras famélicos con sus hijos muertos de hambre en sus brazos y detrás de ellos, tan sólo imaginémoslo, asomándose socarronamente un sumo sacerdote sonriente, de gafas negras, con su mitra de obispo coronada por el signo de pesos bordada en oro. Ese fue para ellos el terrible agravio, el oprobioso signo del mural.
Desde la perspectiva de sus infamias, la historia no puede, ni debe permitir que se difunda una verdad tan poco conveniente para el ejercicio de su control. Podrán los poderosos perfectamente convivir con la prostitución eterna de su iglesia y de sus corruptos poderes terrenales, pero no toleran que nadie, de ninguna manera, lo mencione y mucho menos que lo denuncie o lo represente a través de una monumental obra de arte público.
El mural era, en todos sus órdenes, excepcional. Un objeto artístico de gran valor referencial: del lado izquierdo de la hermosa Catrina que coronaba el centro del mural, se representaban los personajes de la historia mexicana. Del lado derecho, con respecto de quien veía la obra, asistían los jóvenes cholos de los barrios con sus morras, sus atuendos y su dramática realidad cotidiana. El mural, su factura estética, su contenido crítico y sus dimensiones, no tenían precedentes en la historia de esta ciudad fronteriza.
Recuerdo que la gente le gustaba bastante. Uno podía fácilmente confirmar in situ que les producía emoción y alegría. Que se sentían identificados con su contenido, sus personajes, su policromía, incluso su mensaje. Pero, claro, como sospechamos siempre en el norte, todo esto resultaba demasiado bueno para ser verdad y mantenerse vivo. Llegó, entonces, ese mal día en que los poderes se confabularon para decidir su desaparición. En el nombre de sabrá qué perverso Dios, los poderes de la iglesia y el dinero, por medio de un simple gesto del representante del cielo en esta árida tierra, bastaron para embarrarnos en la cara su horrenda uniformidad monocromática y sus mensajes de idolatría comercial.
—Eso—habría dicho don Manuel, el obispo de la Sodoma mexicana, el de los lentes negros en el mural—, es una ofensa imperdonable al espíritu de Cristo. No podemos permitirlo—.
—No te preocupes, Manuel, contestaría seguramente don Miguelito—, enseguida lo mando desaparecer, para eso es el poder, para ejercerse—.
Amos y señores de lo que debe y no decirse, de lo que debe y no expresarse, de lo que debe y no públicamente representarse, decidieron, al amparo de la noche, como vulgares delincuentes, porque lo son, la desaparición del mural. Dueños de todo, imponen a los demás, por medio de una mentalidad inquisitorial, su atroz intolerancia, como si fuesen portentosos dioses.
De un brochazo pudieron acabar con la alegría de un pueblo y una ciudad. Y, créanme, no exagero, nos arrojaron en la cara su enorme desprecio. Son ellos quienes en su testarudez y obstinación han pretendido uniformar los criterios valorativos en todos los órdenes del vivir y, además, advertirle al pueblo, con su infinita arrogancia, con sus soberana prepotencia, cuáles son los signos que deben prevalecer.
—Es una ofensa al espíritu de Cristo, Miguel, el edificio es tuyo. — No lo permitas, por el amor de Dios—.
Me pregunto, casi intrigado, pero también con mucho morbo, ¿cómo habrá sido la orden? ¿En qué sentido? ¿En qué tono? ¿Desde qué altura? Pufff…
—¡Bórralo, ya! ¡Desaparécelo!—, habría sentenciado don Manuel.
Los tiempos vienen y van. La memoria se agota de tanto recordar. Asidero de algo que ya se fue. El mural ya no está allí. Crónicas del porvenir. Todo transcurre en una aparente normalidad. Algunas veces los pueblos olvidan las ideas que los hombres comprometidos les regalan. Apenas ayer nos regocijábamos con la colorida estampa en el muro y hoy nadie la recuerda, ni siquiera los meseros del restaurante de enfrente que fueron testigos de su elaboración. ¿Qué significaba, entonces, nuestra celebrada muerte catrina? Esa muerte elegante, cachonda, con sus exuberantes piernas encarnecidas y sus plumíferos atuendos, abrazando a los personajes de la historia, a los cholos de los barrios, a la comunidad.
Hoy, los personajes en disputa, don Manuel y Otto estarán sentenciados por sus excesos en el infinito dolor del infierno o sentados quizás a la mesa de Dios, disputándose a codazos y arañazos los pocos espacios disponibles, bebiendo ojalá el repugnante refresco de cola. Y, como telón de fondo, personajes inmóviles contemplando la escena: Benito Juárez, algún revolucionario villista, un chinaco, los obispos malhadados, los indígenas famélicos, engarrotados en su proverbial sufrimiento. Ejércitos de tierra inmemorial abrazados por la ecuménica muerte catrina, vestidos, desvestidos, travestidos, disfrazados todos.
La muerte de José Guadalupe Posada, el Muralismo Mexicano, la Historia, los personajes, el arte, la calle, el pueblo, el torrente robusto de la vida, las estampas que se suceden, lo que acontece, lo que se olvida, los empeños del ayer, las preguntas, la idea de que todo lo perdido vuelve en diferentes y extrañas representaciones. Me pregunto si dolerá tanto que nos recuerden el pasado. La vida para morir, el arte para resucitar. Crónicas, desde las tumbas, tal vez.
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III. El colofón
Con el frío calándome los huesos, la desesperación del encierro, la impaciente llegada del amanecer, el tintineo de la monedas taladrándome el oído, el apacible pero aborrecible ronquido del niño Dios que dormía a mi lado y la espera del periodista, hacían que no recordara que era domingo, y que ese día, lamentablemente, ni Dios trabaja.
Nuestro glorioso plan sucumbía en su último tramo. Nuestro amigo, el periodista, no llegaría jamás a la cita pactada y la entrevista nunca se concretó. Salimos esa mañana algo aturdidos, cansados, hambrientos, sin ningún cargo penal, riéndonos unos
de otros, burlándonos de la proeza. Y como establece el viejo, pero no menos sabio refrán popular, allí se rompió una taza y cada quien debió caminar hacia su casa. Posteriormente, intentamos fundar un comité cultural denominado “La Catrina”, pero el empeño tampoco cuajó. Todo se fue deslizando en el recuerdo intenso de ese peculiar día.
El improvisado plan, alimentado por el entusiasmo espontáneo de la denuncia pública, de la protesta social, de la acción encaminada al logro de lo anhelado, de la experiencia del encierro, de la profunda indignación que nos laceraba, de la ira contenida en el alma, de la risa desbordada, de la intensa emoción, sucumbió en el olvido colectivo.
Recuerdo que uno experimentaba frente al mural una especie de catarsis, la profunda sensación de que había allí ocurrido algo auténtico, profundo y revelador. Ver y experimentar ese mural era como recibir gozosamente una especie de alimento espiritual necesario para seguir adelante en este árido transcurrir de la vida fronteriza.
Tuvimos la seguridad de que nuestra acción de denuncia
era absolutamente necesaria, por salud emocional, para recreación o, por lo menos, para alimentar nuestro entusiasmo. Creímos que encarnábamos la indignación de muchos. El plan no era malo, tampoco nuestra denuncia, que estuvo bien articulada, con un propósito bastante claro. Nuestras acciones, muy concretas. Pero, ¿qué pasó, entonces?
Como todo en esta muy olvidada y seca ciudad de la frontera, los poderes fácticos decidieron encubrir, trastocar y borrar el rostro de la verdad popular, la voz del pueblo, la representación de un trozo de la historia y de la vida en nuestra frontera. Sigo creyendo que es válido exhibir a los que decidieron desaparecer el enorme y colorido mural. ¿Ilusionistas magistrales? No, qué va ser, más bien burdos y vulgares criminales, abusivos e intolerantes censores religiosos. Farsantes que sustituyen y trochan la voluntad popular. Que se asumen como si fuesen amos y señores.
Y es que para mí, y lo digo sin afán de controvertir, está todo muy claro. Por todos lados por donde lo mire: Dios no existe.
José Luis Chávez Viguera nació en la Ciudad de México. Es profesor jubilado de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Impartió clases en el área de Ciencias Sociales durante más de 35 años en las asignaturas de Sociología de la Cultura, Sociología del Cine, Investigación Documental, Teoría del Conocimiento, Historia de América Latina, entre otras. Caminante afecto de la ciudad y empedernido soñador de un mundo justo e incluyente.
Hace algún tiempo, cuando aún gozaba de las bondades del sueño y el descanso, podía sentir que mis oídos lloraban; no es que me llovieran sus lágrimas, o que percibiera los espasmos que suele causar el llanto, no; sé que mis oídos lloraban porque mi corazón sentía el quebranto y la congoja que hacían evidente dicho llorar. Tomé conciencia de esta profunda tristeza de mis oídos gracias a una pesadilla que me atacaba todas las noches; pesadilla que desencadenó una serie de acontecimientos que voy a relatar, para que en el análisis sobre mi estado mental los tengan en cuenta.
Una oreja muy nítida y de vivo color de más o menos mi estatura en medio de la oscuridad. Cierta luz, que no sé decir de dónde vendría, iluminaba todo el lóbulo hasta la cima del antitrago, delineaba con sutileza el antehélix y sus dos ramas, superior e inferior, y hacía notar, apenas, la parte superior del hélix. Todo lo demás era penumbra, y más aún el orificio auditivo externo que era negro, negro, negro. Yo adelantaba mi cabeza a ese agujero de espanto, y cuánto más me acercaba mi tormento era mayor, por cuanto tenía la certeza de que ese pozo contenía en su fondo todo el sufrimiento del universo. En ese momento sentía la poderosa fuerza de atracción que aquel agujero ejercía sobre mí. No, no una atracción en el sentido de que algo me gusta y me atrae, sino más bien la atracción que ejerce un imán sobre un clavo; era tan fuerte, que por más que echara el cuerpo hacia atrás, por más que me resistiera apoyando una mano en la concha y en el trago la otra, terminaba siendo absorbido. Aquel agujero pues, me tragaba, y yo caía irremisiblemente en él, muerto de congoja; pero nunca llegaba al fondo, porque en el instante que mi cabeza traspasaba lo negro, abría los ojos y me encontraba de espaldas mirando al techo de mi habitación.
Tiene que haber una razón, pensaba yo, para que mis oídos lloren así. Y estaba en lo cierto. Una noche, cansado de acongojarme por ellos sin culpa que lo mereciera, opté por quedarme despierto y dejar que descansara mi corazón. No tengo memoria de la hora, pero eran pasadas las doce sin duda cuando escuché sobrecogido una extraña melodía; era el sonido lejano y débil de una flauta, dulce, muy dulce, extremadamente dulce; las notas melodiosas y alargadas oprimían mi corazón a la vez que lo deleitaban, le daban gozo en extremo y lo comprimían en la misma medida; parecía el himno de un demonio ejecutado magistralmente por un ángel. Era insoportable, esta pieza no ha sido hecha para los oídos humanos, me decía en medio de un insufrible deleite; al borde de la locura, a punto de perder el sentido, me arrojé contra la ventana para ver de dónde provenía aquel sonido desquiciante; la mortecina luz de los faroles a lo largo de la vereda acrecentó mis angustias, el viento barría la calle llevando las hojas al sur, las deliciosas y lacerantes notas vendrían pues del norte. Hacia allá miré desesperado hasta donde pude, y perdí el conocimiento.
A partir de entonces decidí no eludir más las pastillas que tomaba para dormir, no las arrojaría más por el inodoro. De sólo pensar en oír de nuevo aquella flauta entraba en pánico. Sin embargo, ese sonido, esto es lo esencial, era la explicación que estaba buscando: Mis oídos escuchaban aquel delicioso martirio y lloraban, sufrían, y yo percibía ese sufrimiento. Bueno, es preferible, pensaba, sentir… digamos… de carambola antes que directamente aquellas siniestras notas. Esta mezcla de martirio y placer, de contento y pesar, esta integración musical perfecta del bien y del mal, llegaba a mi corazón atenuada por el sufrir de mis oídos mientras dormía, a través de la pesadilla. Era pues, soportable.
Pero, ¿No tendría que acabarse esta tortura?, ¿No habría más desdichados por culpa de aquellas notas? Por otro lado, ¿Quién hacía esto?, ¿Quién era aquel ejecutante sin alma capaz de soportar tan lacerante placer si el oyente no alcanzaba consiente siquiera unos minutos? Me propuse averiguarlo y acabar con este peligro. Un alma más sensible que la mía, que las hay miles en el mundo, sucumbiría sin más. Alguien podría morir… si acaso no habría muertos ya. No sería complicado evadirme, mi ventana dista dos metros del suelo.
Durante tres días guardé las píldoras que me daban para estabilizar mis emociones, las iba a necesitar para apaciguar la congoja cuando me acercara a la fuente de aquella música; y en las noches de esos días tomé obediente las pastillas para dormir, no hubiese podido soportar despierto una noche más. Aguardé impaciente a que dieran las doce, tragué de golpe las tres píldoras y me descolgué sin dificultad por la ventana hacia la calle. Permanecí pegado a la pared unos minutos hasta que comenzó la melodía.
¿Qué puede haber inspirado está mordaz ambrosía?, me preguntaba sobrecogido mientras trataba de orientarme por el musical martirio a través de las calles desiertas; las ráfagas de viento me desorientaban por momentos, pero mi progreso era siempre hacia el norte. A cada metro recorrido, a cada cuadra superada, a cada esquina conquistada subía el volumen de la maldita tonada; estaba entonces en el rumbo correcto. Resiste, repetía en mi cabeza luchando contra el deseo de volverme. No sé por cuanto tiempo estuve andando por calles y avenidas, atravesando parques y jardines, hasta que lo sentí tan fuerte que consideré que estaba casi en el lugar, era cuestión de unos metros más. Arribé doliente a la puerta de un edificio que abarcaba casi una cuadra entera, la flauta silbaba del otro lado, di la vuelta a la gran fachada y me encontré de golpe frente a las rejas que circundaban un cementerio. Esta era pues la fuente de aquella compunción que estaba a punto de aniquilarme. Demasiado alto, gemí poniendo mis manos y apoyando mi cabeza en los gruesos fierros; caminé como un ebrio tambaleante a todo lo largo hasta la reja que hacía de entrada, estaba asegurada con una gruesa cadena y un enorme candado, no había nada que hacer. Me tapé los oídos con las manos y desanduve el camino casi sin conciencia de lo que hacía. Ya en mi habitación, acurrucado en el rincón más alejado de la ventana, aguardé, sumido en un gozoso quebranto, la salida del sol que apagó la flauta y me devolvió la paz.
El cementerio está cerrado en las noches por supuesto, pero durante el día cualquier cristiano puede ingresar libremente, como es natural. Esto en primer lugar. En segundo, y más importante aún, aquella delicia espeluznante no daba señales de vida en horas vespertinas, estaría pues protegido y tendría todas las facilidades, sería sencillo.
No tenía idea en realidad, debo ser sincero, de qué era lo que sería sencillo, pero algo había ahí dentro y yo lo encontraría, tenía esa certeza. Tendría que tener mucho cuidado para salir de aquí a la luz del día.
Temprano, ejercicio; luego baño, desayuno y limpieza. Durante la mañana conversación con un grupo de tontos, y finalmente hablar y hablar mientras uno de blanco escucha, con cara de conocerte por dentro ni más ni menos. A medio día almuerzo, lavado del servicio, pastillas, y la siesta de tres a cinco quieras o no quieras. Ese era el momento, mientras todos, excepto los de gris, dormían la siesta.
Era una tarde encapotada, deprimente y de mucho viento cuando volví a deslizarme hacia la calle, los de gris estaban adormitados por la reciente comida, es el único momento que tienen para descansar, así que no me sintieron siquiera. Hice casi el mismo camino de aquella noche pero está vez pidiendo orientación a la gente; no había martirio, gracias a Dios, que pudiera guiarme y no conozco realmente la ciudad. Ingresé al cementerio con la adrenalina al tope.
Por el camino había trazado una estrategia, era simple: Preguntaría al enterrador por algún profesor de flauta; si yo escuchaba a tanta distancia, tanto más él, que estaba ahí mismo, en la fuente misma de “aquello”. Debo reconocer, y en esto pongo como atenuante el estado en que me encontraba, que esa estrategia no era del todo inteligente porque, ¿Cómo no premunir que quien habitara en aquel recinto, y pernoctara, sobre todo, tendría que estar necesariamente sordo? Afortunadamente no hizo falta estratagema alguna, ya que los acontecimientos devinieron, como se verá, de manera muy distinta de la que yo esperaba.
Caminando entre las tumbas vi una que me llamó la atención por lo triste y abandonada que se veía: El pasto que la rodeaba, amarillo y polvoriento, suplicaba riego; las vasijas para las flores estaban sucias y cubiertas por el moho; tenía delante una figura que me daba la espalda, era un ángel representado por un niño regordete cubierto en sus partes pudendas por un pañal. Rodee la tumba para verla por delante, esa figura me intrigaba sobremanera. Un escalofrío remeció todo mi cuerpo cuando vi que tenía entre las manos una flauta que aplicaba, dulcemente, sobre sus labios que soplaban inflando los cachetes. Tenía los ojos inexpresivos, lisos, ni iris ni pupila, como los ojos blancos de algunos ciegos. Eres tú, le dije, demonio malvado. Alargando el brazo tomé la flauta y tiré, estaba pegada a sus manos, no cedía, logré moverla un poco, empecé a forcejear gritando, dámela, se soltó más y se me ocurrió hacerla rotar, al hacerlo el moho y la herrumbre se hicieron polvo y aflojó; estaba dispuesto a dejar mi vida en el intento, pero el infame se resistía. ¡Dámela!, grité repetidas veces con furia llamando la atención de algunos transeúntes que se fueron acercando alarmados y con clara intención de cogerme. En ese momento hubo un instante de luz, por una fracción de segundo las nubes dejaron pasar un rayo de sol que fue suficiente para iluminar aquellos ojos tornándolos terribles, siniestros, diabólicos. Con un último esfuerzo tire con toda mi alma profiriendo un grito desesperado, las manos del diablo saltaron en pedazos por los aires y yo caí de espaldas contra el suelo con la flauta entre mis dedos, la estreche contra mi pecho, me puse de pie como pude, corrí tan veloz como nunca en mi vida y me alejé triunfante y aterrado de aquel lugar.
Cuando llegué al pie de mi ventana me estaban esperando los de gris, en realidad me andaban buscando desde que salí. Me aprehendieron con violencia, me llevaron a las duchas y me tuvieron bajo el agua helada durante horas, me golpearon, me jalonearon, me acostaron, me levantaron y me volvieron a golpear, pero no pudieron separar mis dedos para quitarme la flauta; no la solté, y no la soltaré jamás. Por fin se cansaron y me dejaron en mi habitación. Colocaron unos barrotes en mi ventana; me da igual, ya no necesito salir, tengo la flauta y es lo que importa.
Ni la pesadilla ni la melodía maldita han vuelto más, mis oídos ya no lloran. Pero ha surgido un nuevo problema: El diablo quiere la flauta, ya no puedo darme el lujo de dormir; porque a la hora del sueño, cuando las luces se apagan en este lugar, aquellos diabólicos ojos se encienden y se quedan suspendidos en medio de mi habitación, mirándome fijamente.
.
Jorge Manuel Ramírez Cabrera nació en el encantador pueblo de Abancay, Apurímac, Perú. Es el tercero de seis hermanos. Creció en un hogar donde la literatura estaba presente gracias al impulso de sus padres, convirtiendo a todos en apasionados lectores desde jóvenes. Además, realizó sus estudios secundarios en Arequipa y posteriormente obtuvo su licenciatura en Contabilidad en una renombrada universidad de la ciudad. Aunque se formó profesionalmente en finanzas, su verdadera pasión siempre fue la literatura. Fue profundamente influenciado por las obras de maestros como Quiroga, Chéjov y Borges, que moldearon su enfoque y estilo en la escritura. Actualmente prepara su primer libro de cuentos..
movedizas [Steiner hablaría de las diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento]
con la incertidumbre aún
mayor sobre la fragilidad
la ida hace que
apueste por
palabras para hacer visible
la pregunta
las preguntas
esquirlas
.
—-
Pensé en las esquirlas cuando, al bajar en Cuatro Caminos, para ir luego hacia Nentón, después de haber estado en Los Huista, le pregunté a quien me había llevado por esa región si podíamos ir hacia el oeste, en otro viaje. No, me respondió. Con los ojos hizo una seña: “Ahí están los halcones”.
.
—
Se desprende
pasa por acá
por estos lugares
ando
pensé
minucias
el tachilgüil en la casa donde estaba
alerta nada de “palabras
tóxicas y eunucas”
Extraer
lo residual habla
conduce
algo embrionario Luego
¿Quién habla? ¿Para quién habla?
Ojos
y las modalidades según
se habla
situarme
reconocerme frente a
la joven estudiante interesada
observa
practica
interroga
cursa
esta tesitura atrayente
fragmentos
Y la movilidad del
“insustituible oficio de pensar”
la libertad
maravilla
El anillo de Clarisse
no un solo sitio
todos los posibles
figuras las palabras
desparpajo la novedad
de la interrogante
la alumna por los trayectos
captura era
casi
la noche
—
Son mis días de descanso. Sí, mi familia está en Tuxtla. Yo trabajo en Chicomuselo, en la zona militar. Uno se compromete con lo que hace. Agarramos a uno de los buenos. Llamamos por teléfono para avisar. Y la orden fue que se soltara. Todos están metidos. Un día quisimos poner un retén por este lado. Acá, en esta parte. Vino el agente municipal a decirnos que nos fuéramos. Que no estuviéramos ahí. Si nos quedábamos, que nos atuviéramos a lo que pudiera pasar. Nos fuimos.
.
—
Alerta
oír
el horizonte
diciendo
. “un lugar que no te obligue a matarte a ti mismo”
Estar
un sitio
ofrecer lo que se sabe
decir
la masa
el chicharrón
el frijol molido
Ella
quien los mezcla
mueve las manos
pide
utensilios
piensa
momento suyo
que le pertenece. Ese momento es suyo
Le pertenece
Su origen
en el presente importa
lo que hace
entregará
la alegría en sus ojos
su labor
Ella
la de la comida
en las tardes
costura
Hace años
la máquina de coser eléctrica con ella
su hija llegará
a visitarla En las paredes de la casa
las fotos de su hija
muerta hace cuatro años
Reza por ella
Reza por ella
Luego al dentista
cinco mil pesos
que sí tiene
por sus ahorros Luego
con su nieto hijo de su hija muerta
la angustia por él
por lo que será de él
Luego
La pregunta
Carlos Gutiérrez Alfonzo es poeta y ensayista. De su autoría son los siguientes volúmenes de poemas: Cirene (1994), Vitral el alba (2000), Mudanza de las sílabas (2012), Poniente (2012), Que se halla por ventura (2015) y Si quien leyera fuera otro (2018). Ha publicado los libros Ascenso y precisión. Tres poemas de autores chiapanecos (2016) y Minucias. Maneras de decir cómo se vive la frontera (2021). Se desempeña como Investigador del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur, de la Universidad Nacional Autónoma de México (CIMSUR-UNAM).
pero es junio y no hay ollas, ni marchas, ni libros,
tampoco llueve y somos estos.
.
Si la vida fuera un correr, un dejar, un espacio
de pausa. Si los ojos fueran nuestros, pero están
en cada cuerpo. No se miran, no hay sombra.
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No hablaré de lo que dejamos
ahí, donde el mar
se hizo curva, cuando todavía
la luz
había sido siempre luz.
.
Si la vida fuera una tarde y contarnos
canciones que nadie escribió, si la vida
fuera otro trago, otro viaje, otra vez
tocar tu pierna. La luna mengua y el mar
moviéndose. Recuerda que todo fue:
agua, viento, hogar. Nada más.
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Un grano de sal sobre la mesa.
Una luciérnaga volando el día.
En algún sitio el mar
redondea el tiempo en una piedra;
un chocar de memoria
contra memoria.
En la orilla de un sueño
un solo silencio basta para invocarte.
Tu cuerpo no cuerpo, se acerca
y un aroma, inventado, existe.
Mis no brazos, miedosos y quietos
quieren responder, palpar.
Es la esquina de un deseo.
No es mi cuerpo el que te llama.
Alguna noche el mar es sólo sonido
un sitio al que nunca llegamos,
se mueve.
Cuerpo que no es ola
ni tempestad.
Algunas noches, el mar
es sólo sonido tejiendo arena.
Mi abuela tenía las caderas anchas.
Pudo haber dado a luz un ejército numeroso
pero tuvo sólo dos partos: una cuadrilla reducida,
suficiente para llenarle la vida de incendios.
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Mi madre tenía las caderas altas y discretas.
Se abrieron una vez y otra vez no. Decidió la ciencia
que fuéramos par, aunque la estadística tendía a una y muerto.
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Mi tía tiene las caderas más bien bajas.
A ella se le estiró la piel ya estirada, apenas en cicatriz;
tres salieron de su vientre.
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A mi madre y mi tía
se les ha ensanchado
el modo de andar.
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Dos mujeres han parido sangre de mi sangre.
Mi prima abrió sus propias caderas para traer otra niña.
Somos un matriarcado sin disimulo.
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Bisabuela mi abuela, tía mi madre, abuela mi tía.
Yo: tía que baila y cuenta, que cuenta y anda.
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Mis caderas fueron siempre más bien escuálidas.
Las distancias y las muertes las redondearon.
Quizá se me abrieron
por dentro
para darme a luz
cada vez que nada me estaba naciendo.
Mercedes Alvarado Author of Nombres propios (Elefanta, 2023), awarded as Book of the Year 2023 by the National Editorial Chamber in Mexico, Días de luz larga (Elefanta, 2020) and Apuntes de algún tiempo (Verso Destierro, 2013). She produced Y hasta la muerte amar (2017), a collection of poetry with ilustration and two poetry-shortfilms. Some of her poetry has been published in México, USA, Spain, Portugal and Colombia. Her creative work has been performed in several venues in Norway, Sweden, Indonesia and México.
Tiempo nostálgico y tiempo anhelado. De la anacronía a la referencia reflexiva
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El tiempo es un tema concerniente a lo fantástico, advierte Julio Cortázar (43-56) durante sus clases en Berkeley y lo sostiene con tres ejemplos: el primero de ellos es el cuento “El milagro secreto”, de Jorge Luis Borges: un dramaturgo judío es apresado por los nazis y condenado a muerte por fusilamiento. La ejecución está programada para el 29 de marzo de 1939 a las nueve de la mañana. Jaromir Hladik tiene un drama inconcluso, Los enemigos, y anhela finalizarlo. El Creador concede al dramaturgo un año en el que el universo físico se detiene para completar su obra. Así sucede, él finaliza su drama momentos antes de que las balas lo derriben.
El segundo ejemplo es parecido al anterior, se trata del cuento “Incidente en el Arroyo del Búho”, de Ambrose Bierce: durante la Guerra de Secesión, Peyton Farquhar, un civil simpatizante del ejército confederado, es capturado por el enemigo y condenado a la horca sobre el puente del Arroyo del Búho. Al momento de caer el cuerpo, la cuerda se rompe y, con muchas dificultades, logra escapar. Peyton esquiva las balas y camina todo el día y toda la noche hasta que llega a su hogar y se presenta con su esposa. Lamentablemente, la fuga sucede nada más en su imaginación. Su cuerpo cae rompiéndosele la nuca.
El tercer ejemplo es un cuento del mismo Cortázar, “La isla a mediodía”: un sobrecargo, cansado de su rutina laboral, decide pedir una larga licencia para conocer la isla griega que continuamente observa durante los vuelos del avión en el que trabaja. Llega a la isla, la explora, es aceptado por los pescadores que en ella habitan, le dan una cabaña, siente que es el lugar donde pasará el resto de su vida. Al mediodía, el hombre escucha el avión que cruza los cielos de la isla, pero ahora se desploma sobre el mar. El sobrecargo nada intentado rescatar a algún sobreviviente; sólo logra sacar el cuerpo sin vida de él mismo. Este tercer ejemplo tiene la particularidad de mostrar explícitamente la duplicidad del personaje que en un tiempo va volando en el avión y al mismo tiempo está habitando en la isla. ¿Cómo sucede esta aberración? Cortázar explica:
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Escribí el cuento […] con la sensación de que en algún momento hay un desdoblamiento del tiempo, lo cual significa un desdoblamiento del personaje. […] Aquí el personaje se desdobla también: el hombre viejo, el que no puede cambiar, que está atado por el tiempo nuestro, sigue en el avión. Pero ese hombre nuevo, que quiere acabar con todo lo que parece trivial, estúpido y artificial, que abandona todo […] y se embarca para ir a vivir primitivamente en esa islita que se ha convertido en el centro de su propia vida, ése también es él pero en un desdoblamiento que sólo dura el tiempo que le es dado vivir esa felicidad. (56).
Se puede hablar de un tiempo del anhelo y un tiempo de la nostalgia. El tiempo del anhelo se instala en el querer ser del personaje, en lo que quisiera que ocurriera, pero no ha sucedido en el presente continuo (en el estar siendo) y sólo es posible como una proyección hacia un futuro paralelo. El tiempo de la nostalgia se instala en la memoria del personaje, en lo que ya ocurrió y quisiera seguir en ese estado, pero tampoco es posible desde su estar siendo y sólo puede suceder como una proyección hacia el pasado paralelo. Esta segunda forma del tiempo, que he llamado tiempo nostálgico, se observa en el cuento “El decurión”, de Abelardo Castillo: Moraes desaparece abandonando a su esposa e hijos. El narrador testigo cuenta (con efecto realista) que los vecinos suponen una fuga de Moraes con otra mujer, pero que la verdad (conjetura el narrador) es que Moraes se fue a buscar en qué momento le habían cambiado de vida. Mientras en el cuento de Cortázar, el protagonista se divide entre su querer ser y su ser; en el de Castillo, Moraes, ya adulto, se entera mediante la conversación con su anciana tía que él vivió una infancia en dos lugares diferentes al mismo tiempo. Así, en el tiempo diegético e imitativo de la realidad, Moraes fue dos personas en circunstancias diferentes que luego, en algún momento, se juntan en su estar siendo del aquí y ahora. Lo trágico, tiernamente trágico, está en esa sensación que mantiene el personaje de que le hayan robado su otra posibilidad de vida. Así se percibe cuando Moraes le enseña una vieja fotografía al narrador:
—Supones —dijo Moraes—. Lo sabés perfectamente; éramos muy amigos en ese tiempo. Sabés que debo ser ése, pero no podés concebir que ése haya llegado a ser yo. Porque, decime: ¿cómo se llega a esto? ¿Cómo llegué a pesar 120 kilos? ¿Cuándo dejé de quererla a Elisa? ¿Cómo hice para estudiar abogacía y cuándo empezó a gustarme, si yo detestaba hasta Instrucción Cívica? Escuchame, ¿te acordás de la Sinfonía en gris mayor? El mar como un vasto cristal azogado, y todo lo demás. Miré los muros de la patria mía. Serán ceniza, mas tendrán sentido. Aljaba, almena, almohada, esas palabras vienen del árabe. En todo el idioma castellano hay una sola vocal larga. La «i» de pie. Pie del verbo piar. Ésas eran las cosas en las que me gustaba pensar. ¿Te acordás o no te acordás? Eras mi amigo, eras mi amigo justamente porque a los dos nos gustaba. Silencio sonoro, Dios mío. Silencio sonoro. Hablábamos noches enteras hasta la madrugada, hablabas vos, porque yo ni siquiera tenía facilidad de palabra. Polvo enamorado, a la caza le di alcance, oh y esta noche el viento no sé qué ritmo tiene. Yo era así. Contéstame, carajo. (204).
Abelardo Castillo explica que “El decurión” es un cuento fantástico que simula ser realista (191). Tal vez, por lo mismo, el lector queda en el limbo entre lo maravilloso y lo extraño (condición esencial de lo fantástico), lo que implica tratar de decidir entre dos opciones: na, Moraes efectivamente tuvo una infancia en dos lugares al mismo tiempo; o dos, sólo fue el delirio senil de la tía Teresa que mesclaba realidad con fantasía.
Moraes no logra ver a ese otro Moraes que obtuvo tres medallas y fue decurión en el colegio salesiano Wilfrid Barón de los Santos Ángeles (aunque en su última aparición en el relato está sonriente y un poco más flaco), pero está convencido porque comienza a recordar que estudió en el colegio salesiano. Añora ese pasado y está dispuesto a recobrarlo. La nostalgia es la tristeza originada por la dicha perdida, pero ¿qué sucede cuando nunca existió ese motivo de dicha? A Durán, el personaje de “Final de una lucha”, de Amparo Dávila, se le presenta su doble acompañado de Lilia, su amor de juventud. En este cuento, el mecanismo de la nostalgia se intensifica por el rencor hasta la proyección del personaje en la duplicidad de realidades ficcionales: En la primera realidad, la del estar siendo, Durán está casado con la tierna y comprensiva Flora; en la segunda, es pareja de la bella y fría Lilia: “Aquella noche no pudo acercarse a su mujer, cuando ella se acostó a su lado, ni las siguientes. No podía engañarla. Sentía remordimientos, disgusto de sí mismo. Quizás a esa misma hora él estaba poseyendo a la hermosa rubia”. (46).
Sin embargo, la nostalgia en este cuento es una nostalgia falsa, una anti-nostalgia, pues no surge de lo sucedido, sino de lo que habría podido suceder, es decir de un pasado hipotético (antítesis del futuro hipotético que se desprende del anhelo en el cuento de Cortázar), un pasado hipotético en el que Durán consigue que Lilia lo acepte y, como consecuencia lógica, ahora viva con él. El problema se presenta en el choque de planos temporales: el pasado real que se incrusta en el presente resultado del pasado hipotético. Amparo Dávila representa este encuentro entre tiempos apelando al recuerdo motivado por la asociación de ideas. Durán reconoce el perfume que lleva puesto Lilia y evoca el recuerdo transferido por el narrador omnisciente que suspende la acción del presente y narra la del pasado remoto mediante el uso de letras cursivas, dejando a los personajes intervenir en estilo directo:
Aquel perfume que Lilia usaba siempre y que un día él le había regalado haciendo un gran esfuerzo al comprarlo. Lilia le había reprochado que nunca le regalaba nada. La había amado durante varios años, cuando era un pobre estudiante que se moría de hambre y de amor por ella. Ella lo despreciaba porque no podía darle las cosas que le gustaban. Amaba el lujo, los sitios caros, los obsequios. Salía con varios hombres, con él casi nunca… Había llegado con gran timidez a la tienda, contando el dinero para ver si era suficiente. “Sortilège es un bello aroma —dijo la muchachita del mostrador—; le gustará sin duda a su novia.” (46).
El cuento de Dávila va a utilizar la analepsis como recurso, alternando los tiempos presente y pasado por medio del uso de cursivas como procedimiento de composición hasta que, en el desenlace del cuento, Durán, el que viene del pasado hipotético, mata a Lilia, motivo de la anti-nostalgia, y a su vez es asesinado por Durán, del presente que está siendo con Flora o viceversa. Al quedar sólo un personaje Durán, la realidad regresa a su estado normal en el plano del único tiempo posible: el presente continuo.
El transcurso del tiempo discursivo en una ficción, incluso puede comenzar con la anacronía y darle paso inmediatamente después al tiempo diegético, dejando dividido al personaje en diferentes planos temporales que, sin llegar a la inmediatez de sobreponer fragmentos de la historia pasada en la presente, como en la propuesta de Dávila, lo hacen confundirse entre el “yo” presente y el “él” pasado, recurso manifiesto en el cambio del uso de los pronombres en un juego desconcertante, como hace el narrador de “Érika de los pájaros”, también de Abelardo Castillo: “Él grita, me duele la garganta de gritar, él grita y camina por el cuarto con piso de madera, duelen los pies deshechos. Grita”. (46)
En el cuento, el narrador recuerda haber sido perseguido para que lo mataran. Luego se sitúa en el presente donde está por asesinar a Érika, pero no se atreve. A continuación, se presenta el salto en el tiempo hacia atrás. La analepsis no se da mediante el recuerdo, sino sucede por cambio de espacio: “Ella, en otro sitio, dice”. (45)
La duplicidad del personaje no ocurre como una imagen visible sino desde la oralidad. Castillo emplea la repetición de frases que sólo pueden suceder en la mente obsesionada del personaje extraviado entre el pasado irremediable y el futuro imposible: “Erika, porque ella entonces se llamaba Erika”. Luego: “Ella tenía ahora los ojos cansados y se llamaba Erika”. O bien: “Creo que era triste, llena de una tristeza profunda e inexpresiva, como la tristeza”. Uno más: “vendrán con sus largos rifles y me matarán a mí, a los dos, pero también a mí”. Y otro: “su rostro, bello rostro moreno es moreno”.
Lo que podría ser un error estilístico para cualquiera, Abelardo lo eleva a técnica de repetición para crear el efecto de duplicidad. Este recurso lo aplica como guiño también en “El decurión” al iniciar la historia de la siguiente manera: “La vida es doble. O por lo menos doble” (201).
Poco antes del desenlace, es decir donde realmente comienza el tiempo diegético, el narrador aventura una prolepsis que naturalmente fracasa en alcanzar el futuro imposible y es evidente que fracasará por la manera en que se presenta en contradicción temporal: “Despertaremos, sí, despertaremos hace mucho” (46), palabras mágicas, que de cumplirse los regresarían a ser niños.
Los sucesos continúan acumulándose hasta llegar al presente del tiempo diegético: el narrador no se atreve a matar a Érika y ella lo ayuda a matarla. Al final, el decide no huir y se entrega una muerte segura, saliendo del tiempo helicoidal en el que se encontraba atrapado.
Ahora bien, la dificultad de hacer saltos temporales en la narración radica en la condición de progresividad intrínseca del lenguaje. Joseph Frank, con base en lo expuesto por Lessing en Laocoonte o de los límites de la pintura y de la poesía, explica que la literatura hace uso del lenguaje compuesto de una sucesión de palabras que avanzan en el tiempo y, por lo mismo, las palabras que se suceden unas a otras no pueden detener las acciones que implican una imagen fijada en el tiempo (9). Amparo Dávila pretende crear el efecto de regresar en el tiempo a través de los fragmentos intercalados de las historias pasadas y presentes. Castillo, por su parte, recurre a los juegos gramaticales y a la repetición de las expresiones en la oralidad del narrador para crear el efecto de duplicidad.
En otras latitudes y sí, en otros tiempos, T. S. Eliot llegó a una posible solución para evitar la progresividad del tiempo: frustrar al lector en su perspectiva normal de sucesión; forzarle a percibir los elementos del poema como yuxtapuestos en el espacio en vez de desarrollados en el tiempo (10). Con base en esta propuesta, Joseph Frank concibe la idea de “la forma espacial de la literatura moderna”. Para explicarlo, Frank recurre a tres ejemplos: Madame Bovary, de Gustave Flaubert (13-14), Ulises, de James Joyce (16), y En busca del tiempo perdido, de Ezra Pound (20). Flaubert, en carta escrita a su amiga Louise Collet, manifiesta la intención de crear una técnica narrativa en la que “todo el conjunto aúlle, que se oigan al mismo tiempo los mugidos de los toros, suspiros de amor y frases de administradores” (168). Frank explica que Flaubert recurre a un montaje en el cual se entrecruzan los hilos de diversas intrigas y donde se van persiguiendo acontecimientos que pertenecen a series diferentes. El estallido del relato en líneas distintas es el resultado del ingenio del autor (13-14).
Por su parte, en el Ulises, Joyce exige que su lector realice un trabajo tan complejo como las relaciones referenciales de su obra: recrear la vista y los sonidos, las gentes y los sitios de un día típico de Dublín en un cuadro. Para que se logre el efecto, el lector debe relacionar todas las referencias que de manera alternada –no secuencial— ha ido recolectando a través de la lectura a fin de que al cerrar el último capítulo se devele el cuadro irlandés (16).
Finalmente, Ezra Pound afirma que para percatarse del desplazamiento temporal basta con comparar dos cuadros de una persona en diferentes momentos. La técnica se observa en El tiempo perdido cuando el personaje en un momento dado desaparece de la novela y después de un intervalo de tiempo, marcado por la sucesión de páginas, aparece de nuevo cambiado de una manera decisiva (20).
Salvador Elizondo –para concluir con uno de los mejores ejemplos que las letras mexicanas tienen al respecto—recupera la forma espacial de la literatura moderna y la aplica como técnica narrativa en Farabeuf, donde la novela: está construida a base de fragmentos de la narración, cada uno de los cuales corresponde a una toma que maneja un plano distinto de la acción. La disposición de estos fragmentos no obedece a reglas temporales ni causales, esto es, que presente y pasado se confunden y se mezclan, al mismo tiempo que se proporcionan fragmentados, diferentes ángulos de visión y distintas versiones de una misma escena (Adriana de Teresa 84).
El efecto en un principio crea confusión en el lector, que en ocasiones no logra, incluso, reconocer cuántos personajes están interviniendo en la escena, sobre el supuesto que los personajes se encuentran sobrepuestos en planos diferentes. Sin embargo, además de la técnica citada, Elizondo emplea la ambigüedad –al contrario de la repetición de Castillo—en la construcción del recuerdo, entendido este como una imagen inacabada que se va completando en el esfuerzo de recordar. De este modo: “Esa mujer no es ni rubia ni morena; es esa mujer […] ¿Reconocería usted a Mélaine Dessaignes en tales circunstancias? Sus ojos no son negros ni claros; esa boca no es de nadie. Mire usted esa fotografía con gran cuidado: ¿no reconoce a Mélaine Dessaignes?” (122).
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Líneas finales.
El arte, en principio, fue imitación de la realidad, pero nunca ha sido la realidad. En la escritura, el tiempo se congela por innumerables páginas en las que una mosca sigue estrellándose en la misma ventana o transcurrir 20 años en un cambio de párrafo; también puede ser más bondadoso y permite a los personajes recuperar oportunidades perdidas, crear nuevos pasados que eludan el desenlace fatal. O no. El narrador, un tanto perverso, tal vez no quiera salvar a los personajes y sólo en un acto de cruel misericordia los avienta a vivir lo que pudo o podría ser sin lograr más que esa sensación de suerte echada en el actante y catarsis en el lector. En fin, literatura, y la literatura –afirma Enrique Anderson Imbert –es un arte del tiempo, no del espacio, pero también del tiempo.
Teresa, Adriana de. Farabeuf. Escritura e imagen. UNAM, 1996
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Sergio Iván Garzón Clemente es mexicano, doctor en Letras con Mención Honorífica por la Universidad Nacional Autónoma de México, además de narrador y ensayista. Ha publicado minificciones en diversas revistas literarias. Entre su obra destacan “Error Victoriano”, microrrelato seleccionado en la antología Más allá de la medida. I Premio Internacional de Microrrelatos Museo de la Palabra (2010) y “El Estorbo”, cuento con el que obtuvo Mención Honorífica en el Primer Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila y que fue publicado en la antología Andan sueltos como locos (2016). Asimismo, es autor de “La moral entre el goce estético y el arte útil: reflexiones sobre un cuadro de El Greco en Los días terrenales de José Revueltas”, (Crates, 2002), y “El lector imposible: una lectura sobre las ‘lecturas ideales’ de Farabeuf”, (Crates, 2009).
Reseña sobre Las abuelas en la literatura mexicana escrita por mujeres. Un estudio a sus cuerpos, sexualidades y subjetividades desde una perspectiva de género
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¿Qué papel juegan las abuelas en la sociedad mexicana actualmente?, ¿cómo se concibe el ser abuela en este mundo híperconectado?, ¿qué se espera de ellas o qué se demanda de su presencia en la familia? Estas son algunas interrogantes que se tratan en el libro Las abuelas en la literatura mexicana escrita por mujeres. Un estudio a sus cuerpos, sexualidades y subjetividades desde una perspectiva de género, publicado por ediciones Eón en su colección Ensayo en 2021.
Dividido en cuatro capítulos y una conclusión, el texto aborda la problemática de llegar a ser anciana o anciano en una sociedad llena de desigualdades de género como lo es México. Asociadas nuevamente a su doble papel de madres, las abuelas tienen que lidiar con ciertas expectativas que el discurso postmoderno les impone en tanto que pareciera que las mujeres no tienen derecho a envejecer, sino que deben conservar siempre una apariencia y actitud juvenil. Y, sobre todo, se les exige seguir disponibles para el cuidado de nietas y nietos. En medio de este contexto, se produce el etarismo o la discriminación por edad que invisibiliza la presencia de las abuelas en todos los ámbitos y medios, incluyendo la representación en la literatura.
De esta forma, en el último capítulo del libro se analizan las distintas representaciones de las abuelas en textos escritos por Elena Garro (Un traje rojo para un duelo), Carmen Boullosa (Antes), Myriam Moscona (Tela de sevoya), Adriana González Mateos (El lenguaje de las orquídeas), Norma Lazo (El mecanismo del miedo), Susana Pagano (Y si yo fuera Susana San Juan), Guadalupe Nettel (El cuerpo en que nací) y Socorro Venegas (La noche será negra y blanca).
El análisis crítico que se lleva a cabo de cada una de las obras, tomando en cuenta la teoría literaria feminista y los estudios de género, evidencia una manera distinta de abordar el tema, pues las abuelas son representadas en facetas tan disímiles y complejas que van desde la abuela como depositaria de un saber milenario y misterioso hasta la que asume un rol despiadado y cruel contra la nieta. Así las cosas, las abuelas representadas en los textos hablan de una transformación en el imaginario colectivo en tanto que han pasado de ser consideradas cariñosas, pasivas y de carácter dulce aunque firme, a ser personajes complejos que llegan incluso a imponerse a la fuerza con el fin de mantener su autoridad dentro del núcleo familiar.
Los resultados que arroja el análisis puntual de cada uno de los textos nos da entonces nuevas luces que ayudan a comprender mejor el papel activo que han tenido las mujeres en la sociedad mexicana desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días. Sin maquillajes, pero sobre todo sin afanes de idealización, las abuelas representadas en este corpus reclaman para sí un lugar en la historia de las comunidades de las que forman parte, por lo que su presencia en ellas resulta tan relevante como necesario.
Las abuelas, todas ellas con capacidad de agencia, convergen en un entramado de acciones y circunstancias que las retratan como sujetos activos, lúcidas al extremo en la mayoría de los casos y ávidas por continuar viviendo una sexualidad plena. ¿Estamos ante un cambio permanente en torno al deber-ser y deber-hacer de las abuelas mexicanas? Si bien no podemos afirmar aún que dichas transformaciones son definitivas, sí podemos sostener que los roles que asumen actualmente las abuelas son otros, distintos a los que hace cincuenta o sesenta años asumían las mujeres en la vejez. Y de ello, de esta evolución social, dan cuenta los textos analizados. Sigamos, pues, de cerca las nuevas rutas que tracen las abuelas en México y el mundo.
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Cándida Elizabeth Vivero Marín (Guadalajara, Jalisco).
Es Dra. en Letras por la Universidad de Guadalajara. Realizó su Maestría en Teoría Literaria (Humanidades) en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa y la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Guadalajara. Ha participado en diversos congresos nacionales e internacionales. Ha publicado artículos de investigación en revistas nacionales e internacionales, así como capítulos de libros. Ha coordinado diversos libros entre ellos: Cuerpo y erotismo (2015) y En torno a la maternidad. Aproximaciones socio-históricas y literarias (2015). Entre sus libros de investigación publicados destacan: Sobre cuestiones de escritura. Un acercamiento desde los estudios de género (2014); Literatura, cine y maternidades. La representación materna en México (2014); Cecilia Eudave: lo fantástico de una escritura (2016); Teoría Ish-ah (2019); Narradoras millennials (2021); Las abuelas en la literatura mexicana escrita por mujeres. Un estudio a sus cuerpos, sexualidades y subjetividades desde una perspectiva de género (2021). Es autora también de libros de poesía, de cuentos y de novelas. Actualmente es profesora titular B de la Universidad de Guadalajara; es miembro de distintas Asociaciones Internacionales, cuenta con el reconocimiento a Perfil deseable de la SEP y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (Nivel I).
sí tienen la capacidad de transformar a las personas,
que son quienes tienen la capacidad,
la fuerza y la potencia para lograrlo.
Jorge Riechmann
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Esta cita, del poeta, ensayista y filósofo Jorge Riechmann, guarda una estrecha relación con Todos los días son pájaros, creación poética de Enrique Contreras, recién publicada por Editorial Olé Libros (España. 2023).
El poemario, subtitulado “Itinerario sentimental”, es el resultado de un trabajo creativo, profundo, honesto y reflexivo, reflejo de la extensa e intensa travesía vivencial del escritor. Está compuesto por tres libros, Madrugada del poeta, Intemperie -de sueños y quimeras- y El destierro. En una entrevista publicada, en el Diario Sur de Málaga, el pasado 27 de octubre, Contreras precisa que cada una de las partes responde a una etapa de su vida: La primera, que abarca los poemas más antiguos, fue escrita por el autor cuando era muy joven, apenas adolescente, intentando comprender dónde se encuentra, qué es lo que le rodea, y, según confiesa, constituye la parte más ingenua y fresca del libro. La segunda, se centra en las dificultades a las que nos enfrentamos cuando tratamos de entender el mundo, lo que sucede. La tercera, contiene composiciones que pertenecen a la última etapa del autor, coincidiendo con su estancia en Estados Unidos. El poemario, amplio, intenso (y extenso), despliega una panoplia de reflexiones y situaciones, en las que cabe la infancia, la adolescencia y la juventud, el enfrentamiento y la reconciliación.
A pesar de las diferentes épocas, en todo el conjunto siempre están presentes los constantes temas del autor: el sueño, el amor, el extrañamiento, la muerte, la rabia, el desgarro interior, el silencio, el erotismo… todo, sublimado por un humor no exento de ironía y por un léxico que, más allá de significaciones básicas, inmediatas, nos remiten a un estado de ánimo, a una vibración, a una emoción concreta. Veamos algunos ejemplos.
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De “El árbol de la vida”: “En mi sueño/ el Árbol de la vida brotaba robusto/ y a su fragancia irresistible acudíamos todos”.
De “Amar”: “Amar es todo lo que nos falta/ y el conocimiento de la muerte/ frente al conocimiento de la vida”.
De “Despedida”: “No hay más adiós que el de la muerte. / Mañana es polvo en el espejo del olvido”.
De “Prisionero”: “Pues el silencio es, / al cabo y con frecuencia, / el grito más profundo / de los amores / imposibles”.
De “Premonición”: […] “Y tú serás, / oh, silencio, / mi mortaja y mi responso, / la palabra impronunciada”.
De “Libre”: “Libre significa ser / ingenuo, imperfecto, autosuficiente y egoísta. / Hay que pagar un precio muy alto para ser libre / y nunca lo serás si no lo son cuantos te rodean. / Inténtalo y acabarás solo y crucificado / por la jauría”.
De “Esperanza”: “Todavía / creo en muchas cosas. / Creo que estamos capados, / por ejemplo.” …
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Vamos a encontrar en el poemario aquí reseñado odas bellísimas como “Quienes me aman”, modelo de sencilla composición, con muy pocas palabras, reflejo de sinceridad, de profundo agradecimiento y de permanente deuda hacia todas aquellas personas que nos han prestado ayuda y afecto.
Podemos hacernos ya una idea, con los fragmentos expuestos, de que estamos ante un autor poco convencional. Más bien todo lo contrario. En su interesante prólogo, Antonio Moreno menciona “que el uso del lenguaje poético es una combinación de sensaciones terrenales y cósmicas…” Esta acertada observación puede servirnos para definir uno de los aspectos fundamentales de la obra de nuestro autor: la potencia creativa, esa fuerza capaz de elaborar un universo propio, una poética personal que conjuga el mundo de las ideas y el mundo de las sensaciones, el mundo de lo sensorial y de lo intelectual.
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“Podemos hacernos ya una idea, con los fragmentos expuestos, de que estamos ante un autor poco convencional. Más bien todo lo contrario. En su interesante prólogo, Antonio Moreno menciona “que el uso del lenguaje poético es una combinación de sensaciones terrenales y cósmicas…” Esta acertada observación puede servirnos para definir uno de los aspectos fundamentales de la obra de nuestro autor: la potencia creativa, esa fuerza capaz de elaborar un universo propio, una poética personal que conjuga el mundo de las ideas y el mundo de las sensaciones, el mundo de lo sensorial y de lo intelectual.”
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Nos hallamos, sin duda, frente a una creación nada complaciente que nos interpela constantemente, no con intención de provocar, ni adoctrinamiento alguno, sino con el propósito de cuestionar la realidad: “Siento mucha disconformidad con el mundo en que vivimos”, afirmaba el autor en la entrevista antes mencionada en referencia a las complejas relaciones con el entorno y las personas que lo habitan. Martín Gijón, escritor, poeta y crítico, dice: “La escritura poética es la única vía de escape para intentar expresar y reconciliar momentáneamente las contradicciones de nuestros sentimientos.” Contreras, va más allá y en la misma entrevista matiza: “Ojalá el poemario sea, como decía Machado, la honda palpitación del espíritu al contacto con el mundo” … Y más adelante, entre otras muchas interrogantes de difícil de respuesta, concluye: “La poesía es una expresión de sentimientos universales, pero tienen que partir necesariamente de elementos de la vida diaria. Si esos elementos se convierten en expresión universal inteligible, entonces tendrá sentido y posiblemente llegará a los demás”. En esta misma línea de reivindicar una poesía accesible a cualquier ciudadano, necesaria y útil para la colectividad, ha incidido recientemente Jordi Gol, redactor de la Revista Quimera: “Poesía viva, que huye de la Academia para integrarse en la vida corriente de las personas de a pie, ofreciéndonos formas diferentes de ver el mundo y haciéndose cuerpo para revestirse de una utilidad necesaria en los tiempos que corren”.
Mucho habría que decir acerca del aspecto formal, estilístico, de nuestro poeta. Por ejemplo, su natural fluidez, el ágil ritmo de los versos arropados por la muy elaborada y brillante utilización del léxico; el uso de las impresionantes y bellas metáforas que exigen un gran esfuerzo del lector para captar el verdadero sentido de la imagen simbolizada; el ingenioso juego polisémico, inventado a partir de los distintos significados de las palabras, gracias al rico y extraordinario vocabulario de nuestra querida lengua… Todo ello forma parte de un titánico esfuerzo para lograr encontrar el sello distintivo, el inconfundible estilo y lenguaje que requiere la verdadera creación poética.
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“Loca por demasiada razón, lúcida en su delirio, la poesía hace del lenguaje su lugar “, manifiesta María Zambrano. El mismo lugar al que se alude en el poema “La palabra”: “La palabra es un arma poderosa, / mueve montañas, rinde corazones, traspasa imperios, destrona reyes y pone cerco a la verdad. El artificio más hermoso”. “Un arma cargada de futuro”, ponderaba Gabriel Celaya de quien no cabe olvidar la contundente exhortación… “Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”.
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Pero, sobre todo, lo que distingue a la poesía de los demás géneros literarios, y en concreto a nuestro autor, es la cercanía, la estrecha vinculación y el interés por cuanto atañe a la condición humana: “Soy hombre; y por tanto / nada que sea humano me resulta extraño”, proclamó Terencio. “Escribir es siempre un acto de amor. Escribir es reafirmar nuestra humanidad”, ha sostenido el dramaturgo Julio Fernández. “Aquel que ha aprendido a comprender el ser humano en sí mismo, lo comprende en todos los demás”, sentenció el excelente escritor, ensayista y gran humanista Stefan Zweig.
Sabemos que quienes deciden dedicar su vida a cualquier manifestación artística encuentran dificultades difíciles de superar. Pocos sistemas políticos, si alguno, consideran el arte como un importante abono para la inteligencia, transmisor y fiel defensor de valores humanitarios, sobre todo si este incumple las normas de entretenimiento, adocenamiento y vulgaridad según el modelo del orden establecido. La poesía, como se ha dicho, es un arma poderosa pero también muy peligrosa. En pocas ocasiones ha sido amiga del gobernante de turno que ve reflejada en ella su mala conciencia y la revelación de cuantas injusticias, corrupciones y falsedades afianzan su poderío. Consecuentemente, el bardo, hostigado por un entorno dominado por los prejuicios, la intolerancia y el rechazo, será estigmatizado como asocial y encontrará puertas cerradas y, lo más grave, reducida, cuando no suprimida, la propia libertad.
Frente a todo ello, las voces de poetas pretéritos y actuales, que siguen y seguirán vigentes pese a todo tipo de circunstancias. Rescatemos algunos de sus testimonios.
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“El dolor llega siempre, a nadie deja huérfano. Cuando el dolor ha pasado, se produce en quien lo supo soportar una especie de renacimiento; una nueva vida más intensa” … (María Zambrano).
“Perder cosas puede hacerte ganar un espacio en el que vivir” (Edmund de Waal).
“Es en el fracaso mismo, en lo voluble, en la mudanza, en la blanda carne amenazada, donde el hombre halla el firme suelo de sus sueños” (Nicolás Gómez Dávila).
“Crear equivale a matar la muerte” (Romain Rolland).
Reitero mi extrañamiento/ por si de algo sirviera” (David Eloy).
“La extrañeza es una condición insuperable de la existencia” (Joan Carles).
“Crecer y madurar es vaciar. Ir podando las ramas que nos sobran” (Constantino Molina).
“Ingenuidad, persistencia, amor, nutren los sueños y las visiones del poeta” (Bruno Montané).
“Hasta en la oscuridad lucen brillantes imágenes… Yo era como una nubecilla matinal: efímera e inútil. Y, a mi alrededor, dormía el mundo, mientras yo florecía en mi soledad” (Hölderlin).
“Los placeres del poeta, tal como he ido anotando, resulta que son la luz, la soledad, la naturaleza, el tiempo y el proceso creativo” … (Mary Sarton).
“Cuando pienso en mi vocación, no le temo a la vida” (Anton Chéjov).
“Sólo permanece lo verdadero en medio de la nada” (Mónica Fernández-Aceytuno).
“Hemos de participar hoy en la producción de la esperanza…” (Enrique Falcón).
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Nada más lejos de mi intención que exhibir una antología de frases y autores escogidos al azar, que bien pudiera confundir. La selección anterior, lejos de ser caprichosa, pretende servir, por medio de términos tales como dolor, fracaso, mudanza, muerte, luz, esperanza… para que intuyamos que hay una clave que nos permite acceder al ideario poético de cada uno de los autores citados, clave que está también presente en la obra de nuestro autor, pues comparte los mismos ideales y compromiso ético que sus compañeros de viaje. Esa y no otra es la razón de que su poesía haya conseguido encontrar una identidad propia y de que pueda, con todo derecho, formar parte de la familiar y prodigiosa constelación poética que tiende a expandirse cada vez más, y en la que sus componentes, fieles a una causa común, ofrecen belleza, luz y sensibilidad. Antídoto y contrapartida a la fealdad, sordidez y chabacanería que nos invade.
Por fortuna, como podemos comprobar, la poesía dispone de muy buena salud y promete larga vida. Tenemos suerte de gozar de su compañía, como indica la lúcida frase de Luis Alberto de Cuenca: “La poesía está en todas partes. Todo puede ser objeto de un poema. No es más poético un crepúsculo con la luna rielando en el océano que un garito lleno de crápulas que venderían a su madre a cambio de “caballo”. “La poesía es como Dios. Vive, como Él, hasta en los pucheros”, decía Santa Teresa de Jesús.
Quiero finalizar resaltando la tenacidad y valentía con que la poética de nuestro autor afronta sombras pretéritas, mensajeras de evocaciones funestas que intentan perturbar nuestro interior. Felizmente, el pasado, desvanecido con sus luces y sus sombras, dejó de estar presente en un imaginario, ajeno a batallas obsoletas y experiencias dolorosas, ya superadas. El tiempo y el olvido bien se encargan de exorcizar los propios demonios y también los ajenos. La memoria, se quiera o no, suele ser muy selectiva y, si además es auxiliada por la buena voluntad, sólo permitirá navegar a través de imágenes donde aún permanece viva la sensación de aquellos momentos colmados de belleza, ternura, paz y amor. ¿Qué otra cosa es la felicidad sino la intensa emoción de esos instantes sublimes acariciados por las alas de la eternidad? Emoción, permanente e irremplazable nexo entre los humanos, porque todos tenemos un corazón y cualquier fruto sanador que brote de ahí, también calará en lo más hondo y auténtico de nuestro ser.
La honesta desnudez, la rabia, el desgarro, el lúcido magisterio poético que nos ofrece el autor, en constante búsqueda y evolución, aportan luz a nuestra oscura andadura. El lúcido magisterio poético encerrado en la estrofa de Stefan Zweig … “un solo hombre grande / que permanece humano / salva siempre y para todos / la fe en la humanidad”, bien puede aplicarse a una labor creativa que demanda tolerancia y unidad, como nuestro autor deja patente en la frase con que cierra la entrevista antes mencionada: “Aunque muchas veces nos vamos por el túnel equivocado, creo que tenemos que llegar a un entendimiento unos con otros y, todos juntos, enderezar el barco en buena dirección”.
Rescatamos los versos del mismo Jorge Riechmann con quien iniciamos esta reseña: […] Darnos la mano en la oscuridad / no derrota al monstruo / pero nos salva del miedo” … y hacemos votos para que Enrique Contreras siga creando esa poesía humana y necesaria, que constantemente nos recuerda el ineludible compromiso que tenemos con nosotros mismos y con quienes nos rodean: construir un mundo más habitable y fraternal, única razón que justifica la presencia del ser humano en este planeta.
Antonio Velasco Sánchez (Murcia, 1949).
Es Licenciado en Psicología y Doctor en Filología Española por la Universidad de Granada. Profesor de Secundaria, y responsable del Taller de Teatro del Aula Permanente de Formación Abierta de la Universidad de Granada. Aunque la mayor parte de su producción literaria permanece inédita, destacamos entre sus trabajos y publicaciones las siguientes: “El dulce letargo” (Premio Ángel Ganivet de Novela, 1974), “Narcisín” (Premio García Lorca de Teatro, 1975), “La grieta” (Premio Ángel Ganivet de Novela, 1976), “Paroxismo” (Premio de Novela Ciudad de Marbella, 1979), “El viaje de Alicia” (Premio de Teatro Ciudad de Alcorcón, 1981), “Blancanieves estrena un vestido blanco” (Premio de Novela Ciudad de Alcorcón, 1981), “La incierta luz de las sombras” (Premio Castilla la Mancha de Teatro, 1989), “La tienda” (Accésit Premio Calderón de la Barca, 1990). “Una poética de la dirección e interpretación teatral: El Sistema de Stanislavski” (1999). Como autor y director teatral ha dirigido y puesto en escena numerosas obras, entre las que destacamos “Nuestros paseos” (2006), “Historias de mi ciudad (2008), “En el museo” (2010), “Variaciones sobre el mismo tema” (2018), o “Chejov entre nosotros” (2018).