ISSN 2692-3912

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El deseo es una lámpara que no alumbra (Selección)

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El deseo es una lámpara que no alumbra (Selección)

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Juventud,

cinta de celuloide erosionado.

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Aurora Luque

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De tanto tallarlos, se me han gastado los dientes

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primero descubrí que morderme los labios me tranquilizaba en los días de lluvia

(en ese tiempo no conocía el café pero sí la tristeza,

viajaba en camión todos los días y vagaba en el centro de una ciudad

que de mucho andar terminé por perder)

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luego comencé a tallarme los dientes en la tarde,

al amanecer, a todas horas

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contra lo que esperaba,

mientras más intentaba calmar mi ansiedad menos lo conseguía

y más adelgazaba por dentro

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lo intenté todo: matar moscas, subir cuestas, fumar más, fumar menos,

amar a la gente, salir de casa, odiar a la gente, encerrarme en casa

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imaginaba que me iba lejos, que alcanzaba el nirvana,

que las plantas no crecían,

que el invierno era una sola estación intensa con un sol desolado a veces oscuro

casi siempre oscuramente desolador

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después de mucho volví a soñar grandes cuervos metálicos

hurgando el cielo, rasgándolo, trazando círculos

en las corrientes templadas de mi ansiedad que se tornaba cada día más profunda

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se me comenzó a caer el pelo, se me dobló la espalda,

se me volvió más turbia la vista

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fui a ver al odontólogo,

que llamó dermatofagia a mi manía de comerme los pellejos de la boca

y me recetó una guarda de plástico que no usé

porque ya me había acostumbrado a devorarme a mí mismo

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y aún así pensaba que era absolutamente dichoso:

hay algo placentero en el dolor permanente,

el dolor que se vuelve parte de nosotros, un fantasma nuestro,

un parásito al que necesitamos para existir

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años más tarde me fui de la ciudad

y aunque jamás regresé tampoco dejé de tallarme los dientes

quizá para recordarla cada vez que me asomo al espejo y veo mis incisivos

tan gastados como el color de esas viejas y melodramáticas películas

que todavía frecuento con una tórrida mezcla de placer y rechazo.

 

***

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De noche también me visitan el dolor de cuello,

la inflamación y la artrosis en los cartílagos y las vértebras

que con los años se me han curvado más,

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articulaciones del vacío, planetas en colisión,

supernovas enanas blancas soles que irradian dolor

hacia la cabeza ojos la espalda

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la cadera anquilosada cuerpo roto

vencido expuesto

a torbellinos huracanes tormentas de fuego

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o la mano de dios iluminando el cielo, anunciando la lluvia,

el relámpago en el hemisferio derecho

a punto de explotar pájaros mariposas nocturnas

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y yo quiero salir de mí mismo por la puerta del cuerpo

y decir amor espanto tristeza olvido,

todas esas palabras en fin que vertebran mi dolor

y no me dejan dormir, cerrar los ojos,

imaginar el paraíso perdido.

 

***

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El dolor es una estrella en expansión

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juega a salir de sí mismo todos los días,

casi siempre por la noche, en la cama,

cuando recuerdo a la gente que me visita en la oficina

pero también los trabajos aplazados,

las gráficas que debo revisar

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el dolor entonces tiene vida propia,

se estira liga infinita estallido que da lugar

a un sistema lleno de planetas

que recorren mi cuello y mi espalda sin cesar dando vueltas

en el espacio exterior de mi cabeza

a menudo llena de asteroides cometas polvo

en medio de la cefalea cervicogénica

según la llama mi terapeuta siempre sonriente

o agujero negro según yo región infinita llena de universo

donde también existe una concentración [de masa]

elevada densa como para generar un campo gravitatorio capaz de suspender

piedras moscas veleros nubes incluso este poema

pero jamás el dolor que llega hasta la muela

de mi hemisferio derecho

luz del primer estallido de la infancia del mundo

—mi mundo.

 

***

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Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas.

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Augusto Monterroso

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El vuelo metafísico de una mosca y sus saltos por el escritorio:

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qué maravilla del equilibrismo,

qué verticalidad su ascenso siempre meditado hacia el techo

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la mosca da vueltas si se queda atrapada en la cortina o detrás de la ventana:

un mínimo torrente y su sistema de vuelo es capaz de cambiar el destino,

mover planetas o escribir los versos más tristes esta noche

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cuando la mosca recibe el fogonazo de la computadora

o el aire le da de lleno en los élitros transparentes,

veo de inmediato cómo se arroja a la corriente más cercana

y desafía las leyes de gravedad que me atan a la silla

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entonces se posa sobre los estantes,

frota maniáticamente sus patas llenas

de terminaciones nerviosas,

y se ríe de mí.

 

***

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Yo escribo los guarismos que me dicta la mosca

cuando se posa en el teclado:

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descubro islas litorales finas líneas en fuga saltando de dos en dos por el acantilado

de la pantalla blanca el cursor titilando la mosca hilando filigrana

en su mediovuelo a ras del estanque con lotos

caballito del diablo driblando en la superficie muerta

entre la niebla del verso impostado partido en su curva

trazando una espiral en mi oreja su música callada

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hago una pausa, escucho a la mosca que dice

no desesperes ni reniegues de tus altos vuelos

pues más fuerte es el golpe en tanto más te elevas pero más placentero

también el viaje la caída el azoro la desmemoria

el frío cuando tu cabeza rebota en el pavimento

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por último escribo cuestas ríos aldeas

versos ebrios de Li Po: la estilográfica

el puntero subiendo

bajando el pincel jardines palacios

puentes que cruzo dejando la infancia

el viento helado en el rostro: este cuaderno de tan nevado oscuro.

 

***

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Me niego a decir la palabra noche por pudor

para no decir muerte socavón caja

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no la digo para no sentirme melancólico

ni repetir lo que el invierno me revela en sus misterios,

mucho menos para evitar una letanía que me lleve a ella para siempre

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tampoco se me ocurre imaginarla para evitar los paréntesis

siempre necesarios cuando se trata de evitar las nubes que dificultan el vuelo

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verla, ni pensarlo porque la noche es como una isla

pero más grande y sin agua

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en cualquier caso, evito escribirla leerla

hacerla sonar profunda inmanente taza de café para escribir versos

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cuando la escucho,

la envío a otra noche para que no salga jamás de su agujero

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si viene en forma de lluvia, la seco

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si se me pone enfrente, la tacho

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y si se me ocurre sentirla, le recuerdo a la muy oscura

que siempre habrá más metafísica en el vuelo de una mosca.

 


Ignacio Ruiz-Pérez (1976) es autor de los ensayos Lecturas y diversiones (2008) y Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra (2009 y 2011). En 2010 coeditó Independencias, revoluciones y revelaciones: doscientos años de literatura mexicana, y en 2018 dio a conocer la Antología del ensayo moderno en Chiapas. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el IX Premio Mesoamericano de Poesía “Luis Cardoza y Aragón” por Notas manuscritas llenas de incógnitas (2014), el XIV Premio Internacional de Poesía “León Felipe” por Libro de la ceniza (2016) y el Premio Nacional de Poesía de la UAS por El deseo es una lámpara que no alumbra (2020). Su obra ha sido recientemente traducida al inglés por Deep Vellum.

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El deseo es una lámpara que no alumbra

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El deseo es una lámpara que no alumbra

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A juzgar por su trayectoria como poeta, podemos afirmar, de entrada, que Ignacio Ruiz-Pérez (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1976) ha mostrado constancia en la escritura y publicación de sus poemas. En los últimos 20 años ha publicado, por lo menos, ocho cuadernos de poesía, si incluimos sus “Poemas” –aparecidos en la separata de la revista La Colmena. Pliego de poesía (enero-marzo de 2007, núm. 53, 16 pp.) Desde su Canción del desterrado (2004), ha sido un poeta que ha experimentado en la forma y en los temas. Su obra ha obedecido a muchas búsquedas y diversos caminos, diría, de perfección. Su trayectoria ha incluido los poemarios Navegaciones (2006), Papeles robados al fuego y Notas manuscritas llenas de incógnitas (ambos libros de 2014); Islas de tierra firme (2015) y Libro de la ceniza (2016). El libro El deseo es una lámpara que no alumbra (2022), que hoy presentamos, obtuvo el Premio Nacional de Poesía 2021, otorgado por la Universidad Autónoma de Sinaloa, y fue escogido por el jurado que integraron los poetas María Baranda, Javier Acosta y José Javier Villarreal.[1]*

El deseo es una lámpara que no alumbra se ha distribuido en tres apartados, muy diferentes temáticamente hablando pero complementarios en la idea del conjunto en la unidad del mensaje: I. Parábola del frío, II. Materia indiferente y III. Torvo es el deseo. El primer apartado pasa por ser una elegía a la madre:

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yo querría hablar, elegir los días que no vuelven,

trazar la parábola que niega la mano, la mano que niega la sombra,

la sombra que niega los ojos, los ojos que niegan las larvas,

las larvas que niegan la curva que niega la sombra

y los días que me niegan

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pero decir es una forma de volver (p. 13).

Se trata, entre otros asuntos, de la negación de la muerte y, al mismo tiempo, de la elaboración del duelo por la ausencia irreparable de su madre. Esa voz que reclama se consuela al recordar su infancia, al recrear su vida y repasar, en suma, “las pesadillas el espanto los gritos / el olvidado peso de estar solo” (p. 29).

Los poemas iniciales de este apartado parecen preparar al lector para captar en su ingente situación los procesos de la pérdida y la aparición del »miedo» como condición inevitable de la enfermedad y la muerte. La parte medular del apartado comienza cuando se explicita la parte definitiva del planteamiento: “Este es el origen del cáncer” (p. 31).

Después añade: “El cáncer se sitúa unos centímetros arriba” (p. 32). Y de inmediato sigue en su desarrollo poemático: “El tumor está ahí resistiendo al olvido / y al amor a la prueba de veneno / murmullos y música de alas // el tumor es la dulce masa de células pardas”. Y remata así el poema: “es la tumescencia, / la profunda raíz del miedo que crece / como una colina que se puebla de casas / y nubes presagiando la lluvia // el tumor, el tumor, / esa materia pálida y necia, tenuemente necia, / que cuando crece me recuerda los pasos en la calle / que me asustaban de niño” (p. 33).

El apartado concluye con una ironía harto dolorosa y una confesión contundente:

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Dije tumor pero quise decir amor,

agujero en el estómago, grito en racimos

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dije tumor pero debí decir mirada,

caricia, espanto, terrón de azúcar, vida mía

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dije tumor pero quizá fue bazo, endometrio,

útero, árboles cayendo

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dije tumor pero no pude decir nada, madre,

no pude decir nada (p. 36).

 

En el apartado II. Materia indiferente, hay una suerte de construcción lírica con base en las premisas del dolor y la noche. Tiene la función de ser »un paso» entre el apartado precedente y la parte lírica del III. Torvo es el deseo.

Se trata de una serie de reflexiones sobre el hacer y el acontecer. Y se trata, también, de las »exploraciones» íntimas, y lo que le “dicta la noche” al poeta:

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algún botepronto de la infancia que jamás resolví pero que persiste

y es un eco todavía en el corazón:

un amor no correspondido,

un par de versos que escribí y tiré a la basura,

mis amigos muertos cantando a mis amigos vivos,

el vacío mineral de la noche oscura del cuerpo

afuera […] (p. 41).

 

Los poemas ahora se han tornado catárticos. Allí reaparece el »frío» con valencia de soledad y sus aristas como el amor y su ruptura (o “El amor y su metáfora”; o su “silencio” [p. 45]), los conflictos del deseo y la “ardiente memoria” (p. 44). Cae y recae siempre en el amor: “De noche es cuando más consuela” (p. 46). Y luego reafirma: “Todo pasa por mí”: dolores, coches, moscas “encandiladas por la luna radiante”; todo “justo a la hora del deseo, en mitad del deseo, y yo no puedo ser / más que la sombra de mi sombra, mi reflejo perdido” (p. 47).

Reaparece el dolor: de “cuello / la inflamación y la artrosis en los cartílagos y las vértebras / que con los años se han curvado más”, etcétera:

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y yo quiero salir de mí mismo por la puerta del cuerpo

y decir amor  espanto   tristeza  olvido,

todas esas palabras, en fin, que vertebran mi dolor

y no me dejan dormir, cerrar los ojos,

imaginar el paraíso perdido (p. 52).

El “dolor / y la noche” (p. 54). Y concluye con una parodia del “dolor” como “padre”: »dolor mío» como un padre múltiple.

Cierra el libro el apartado III. Torvo es el deseo, cuyo tema es el acto reflexivo de la creación poética, pues, como dice ya entrado en materia: “se trata de hacer torvo el deseo, de sacarlo de quicio, / de decirlo para jamás nombrarlo de nuevo” (p. 64).

Es el reflejo del acto de la creación artística y, en particular, poética. Dice el poeta: “todo sale de mis manos”: las aves, los adjetivos, “los artículos ya proferidos, los sustantivos saltando en mis labios”:

los pronombres diciendo yo tú él nosotros invocando acaso los neutros

los clíticos los cacharros de cocina las carcasas

y las herramientas para no caer en el pozo del verbo

o los adjetivos incendiando llanos calles edificios

hinchados ya de tanta realidad que resbalan de la lengua enfangada

y adormecida después del amor,

todo, hasta mi sentir metafísico, los agujeros de mis ojos,

el pelo tan escaso como las palabras que me faltan

cuando siento que me ahogo y bulle la tristeza en mis oídos (p. 65).

 

Este ejercicio de poética había comenzado con un orden formativo y constructivo: “En este cuaderno hablo con frecuencia / de ángeles gaviotas moscas”; es decir de los diversos vuelos creativos, y comienza por “las alas de los ángeles” que le “susurran aviones edificios // puentes entre la palabra y el frío / entre el movimiento y el acto, // ángeles de vuelo sincopado / cayendo para siempre en la baba del verso” (p. 61).

Viene enseguida una reflexión sobre sus temas de escritura y una primera conjetura creativa: “Me cansa escribir las palabras hiel, memoria, polvo” (p. 62). Luego trabajará el juego cultural entre el acto de la creación y el vuelo de las aves (o de las moscas, esos objetos volátiles tan caros a Monterroso, Bonifaz Nuño, Lizalde o Francisco Hernández, entre muchos otros). La consigna, nos lo dice el estro poético, es porque “se trata de volver torvo el deseo, de sacarlo de quicio, / de decirlo para jamás nombrarlo de nuevo: / he aquí la inutilidad de esta frase / que me olvida en comas, en puntos y aparte, / en signos de interrogación que vuelven a mis labios, / al vacío que nada dice salvo un agujero” (p. 64).

Habrá, pues, vuelos naturales y metafísicos. Y vendrá otra reflexión sobre el acto creativo, donde surge el espacio conjetural de la creación y el desarrollo de su poética: “Me repito sin remedio al anochecer” (p. 65). Se cuestionará a continuación: “Repito este hábito de sentir como aguacero…” (p. 66). Vendrá después el “vuelo metafísico de una mosca”, que invade el primer plano del acto de la escritura, frente a la computadora; la mosca dará vueltas e invadirá el ambiente. Dice el poeta frente a la dinámica de la mosca invasora: “mover planetas o escribir los versos más tristes esta noche” (p. 67).

El poeta, dice el poeta en su acto conjetural, escribe “los guarismos que me dicta la mosca / cuando se posa en el teclado” y se derrama la hipótesis del poema que se vierte sobre el cuaderno.

Terminará el apartado y el poemario con una disquisición sobre la noche. Lo primero es negarla, “por pudor / para no decir muerte socavón caja”; para evitar la melancolía; y se niega a “verla”. ¿Verla?: “ni pensarlo”. Y prefiere la fuga: “evito escribirla leerla / hacerla sonar profunda inmanente taza de café para escribir versos” (p. 69).

Tras de hablar de ángeles y moscas, tratará, en el final del libro, sobre las gaviotas, esos objetos voladores “que trazan el cielo y las nubes”. Las observa, viaja con ellas; pero el vuelo del poeta será –de nuevo– metafísico: “¿es su trazo la palabra que me falta y me separa de mí mismo, / de la sombra que soy, de la noche que me habita?” (p. 70).

Termina el libro con un acto de contemplación. Frente a los árboles, retrasa “el vuelo de las aves, / las hago caer o regresar al punto de partida que es mi mano”. Aquí comienza el acto de la creación poética. Dice el poeta: “esta es la hora y el sitio” (verso que nos recuerda un poema y un libro de Guillermo Fernández); y allí es “el lugar de las apariciones, / el hábito de encender la luz para que las aves se posen / en los árboles de una tarde que no existe” (p. 71).

En los poemas de El deseo es una lámpara que no alumbra, Ignacio Ruiz-Pérez ha ocupado, por lo regular, el verso largo (y a veces el versículo). Son productos de una búsqueda formal, en donde ha dejado al margen la escritura de los versos canónicos. Prefiere el verso denotativo y lo utiliza para la exposición de sus motivos y temáticas. Su estilo, a despecho de ser complejo y tratar asuntos igualmente complejos, trata de acercar al lector su verdad llana y casi sin adornos retóricos. Es una poesía narrativa, que prefiere la exactitud al adorno.

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  1. * Ignacio Ruiz-Pérez: El deseo es una lámpara que no alumbra, Culiacán de Rosales, Universidad Autónoma de Sinaloa, 2022, 78 pp.


Ángel José Fernández Arriola. Es Doctor en Historia e investigador del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la UV. Ha publicado, entre otras, la edición de Poesía lírica de Manuel Eduardo de Gorostiza (El Colegio de San Luis, 2014), El perro del hortelano y Fuente Ovejuna de Lope de Vega (UV, Biblioteca del Universitario, 2018), Poesía de José de Jesús Díaz (H. Ayuntamiento de Xalapa, 2019), los volúmenes colectivos en colaboración con Estela Castillo Hernández Los raros. La literatura excluida en México y Estridentópolis y la vanguardia (UV, Biblioteca, 2020) y Poemas escogidos de Josefina Pérez de García Torres (IVEC, Escritoras Veracruzanas, 2022). Tiene en preparación las ediciones críticas de Poesía de Laura Méndez de Cuenca y Josefa Murillo. Fue director del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias en el periodo 2015-2019. Es investigador nacional del SNI nivel II, cuenta con el perfil del Programa de Mejoramiento al Profesorado de la SEP y en mayo de 2022 recibió el Premio al Decano de la UV.

El angustioso placer de la mentira en Días de otoño (1963), de Roberto Gavaldón

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El angustioso placer de la mentira en Días de otoño (1963), de Roberto Gavaldón

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En 1919, Freud escribió un ensayo titulado Das Unheimliche, traducido al español como “Lo siniestro”, en el cual, tanto desde la perspectiva de la estética, la semántica y el psicoanálisis, nos introduce en esta experiencia psicológica o emoción afectiva que se mueve entre dos ámbitos: lo heimlich y lo unheimlich. Heimlich refiere lo doméstico, conocido, familiar, lo particular al individuo, por lo tanto, permanece oculto y secreto. Unheimlich es la contraparte, cuando ese espacio propio y personal se revela, sale a la luz y provoca en el sujeto un sentimiento de indefensión, incertidumbre, confusión, ansiedad y miedo.

En el mismo artículo, Freud considera que la estética no es solo una teoría de lo bello, sino una teoría de las cualidades de la sensibilidad (1); lo que lleva al psicoanalista a considerar el terreno de las emociones y los juicios, incluyendo los negativos y perniciosos, en el estudio de lo unheimlich. En el filme Días de otoño (1963), Luisa, la protagonista, construye una realidad paralela a raíz de una ruptura amorosa. Con la firme intención de no ser víctima del escarnio público, Luisa finge un matrimonio feliz, un embarazo, la muerte de su marido y la pérdida de un hijo.

La protagonista se adentra en el terreno de lo siniestro a medida que da continuidad a sus mentiras permitiendo un mundo de condiciones psíquicas envueltas en sensaciones de placer y angustia, o angustioso placer. Cuando esta realidad alterna está a punto de revelarse, Luisa transforma el miedo a la confesión y sus consecuencias en la esperanza de un futuro tranquilo y apacible. No sabemos si esto fue posible, la trama no lo aclara, pero resulta poco probable, puesto que se han desvelado sus alcances morales.

  Días de otoño, dirigida por Roberto Gavaldón, fue filmada en México a principios de los años sesenta. El guion está basado en el cuento “Frustration” de B. Traven y narra la historia de Luisa cuando llega a la capital mexicana recomendada por su única tía que recién falleció. Luisa es contratada como repostera en la pastelería del hijo de un viejo amigo de su tía, Don Albino, un hombre de mediana edad que acaba de quedar viudo con dos pequeños hijos. Luisa es una mujer callada, ensimismada, fantasiosa, de pocos amigos y poca vida social.

Acostumbrada a la soledad, se aísla de su jefe, quien secretamente está enamorado de ella, de sus compañeras de trabajo y de sus vecinos. Un día asegura que se casará en unos cuantos días y cuenta cómo conoció a Carlos, un chofer de un prestigioso ingeniero local. A través de flashbacks, los espectadores nos enteramos de la corta y seca relación que tiene con Carlos, quien rara vez es visto en los espacios íntimos de Luisa. El día de la boda llega y ella tiene que ir sola a la iglesia ya vestida de novia. Carlos no aparece.

El sacerdote logra comunicarse con la casa donde trabaja Carlos, Luisa se entera que el hombre está casado con una trabajadora doméstica de la misma casa. Nadie de la pastelería ha podido acompañarla a la boda puesto que Don Albino no ha dado permiso para faltar al trabajo. No se han enterado de que Luisa ha sido plantada en el altar. Luego de los 15 días, Luisa regresa a su trabajo pretendiendo que se ha casado y acaba de regresar de la luna de miel.

  Antes de que suceda el momento que cambia el destino de Luisa, podemos inferir que la protagonista es muy recelosa de su espacio íntimo y que desea mantenerlo con la menos influencia posible de los valores morales de la sociedad capitalina. Su espacio aún tiene tintes de la vida provinciana de la época: se estima la familia, el hogar, el trabajo, la decencia, el recato. Este espacio heimlich, conocido, tranquilo y apacible, le sirve a Luisa de refugio ante el caos de la gran ciudad que podría suponerle una sensación de malestar e inquietud.

Sus pequeños momentos de felicidad los tiene en la pastelería, cuando ha decorado pasteles para bodas y primeras comuniones. En ese recelo, ve a sus vecinas con desconfianza cerrando toda posibilidad de vínculos amistosos. Las vecinas hablan a sus espaldas, la vigilan, la acechan, quieren saber sobre ella. Luisa no puede controlar este asedio y se recluye en su pequeño cuarto de vecindad. Freud refiere las ideas de E. Jentsch quien resalta un posible obstáculo de lo unheimlich: que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia capacidad para experimentar las cualidades de la sensibilidad (1). Aquí, ambos estudiosos, Jentsch y Freud, hablan sobre la percepción, la capacidad de reconocer momentos o instantes dentro de nuestro espacio familiar que atentan contra ese equilibrio. Luisa tiene esa facultad, es tremendamente sensitiva. Apenas presiente que su vida íntima puede salir a la luz, más se retrae. Así es como experimenta esas primeras sensaciones de lo unheimlich. Su cuarto está siempre oscuro, con las cortinas corridas, no hay nada en él que le provoque satisfacción pues tiene que estar cuidándose de no ser observada a través de las ventanas.

De tal modo que dentro de esa familiaridad hay extrañeza y ahí se funda lo siniestro. Luisa no participa de las posadas y las fiestas navideñas, no cruza palabra con nadie y ya las vecinas la llaman “mosquita muerta”. En el habla mexicana, “mosquita muerta” es una mujer que esconde sus verdaderas intenciones, es falsa, manipuladora y ambiciosa. Hasta ese momento, no hay nada en Luisa que indique que tiene una doble moral, ella sólo quiere mantener un espacio propio que le dé estabilidad emocional.

  El aprecio que le tienen las vecinas resulta ominoso. Luisa será capaz de todo para que su espacio íntimo no sea profanado y, por tanto, juzgado. Luisa es también un gran misterio para sus compañeros de trabajo. Andrea Abalia, en su estudio sobre lo siniestro y lo femenino, dice que “una de las condiciones que determina la cualidad de siniestro es la capacidad de un elemento o situación de despertar en el sujeto un sentimiento ambivalente que entraña familiaridad y misteriosa extrañeza” (28). A pesar de que Luisa no tiene lazos familiares estrechos con sus compañeros de trabajo, ellos la quieren, la procuran y la respetan. También se ha ganado la simpatía de los hijos pequeños de Don Albino.

Los niños desean que ella esté más presente en sus vidas, pero Luisa se resiste a tener una relación cercana. Don Albino se interesa aún más en ella sabiendo que sus hijos la quieren bien. Sin embargo, no deja de sentir extrañeza cuando Luisa presenta comportamientos opuestos, a veces demasiado amable, a veces demasiado abstraída. Ambos personajes, Luisa y Albino, reprimen sentimientos; se crea así una tensión narrativa que impulsa el disimulo en Albino, pues nunca está seguro de confesar su amor, y la obstinación en Luisa, que no quiere alterar su mundo conocido. Hay entre ellos ese sentimiento ambivalente de familiaridad y misteriosa extrañeza, que Abalia refiere.

  Cuando Luisa se entera en la iglesia que Carlos no llegará y que es un hombre casado, vuelve a la vecindad donde ya sufre, en el trayecto de la calle a su habitación, la burla de los niños del barrio y las murmuraciones de las vecinas. De tanto llorar se queda dormida en la cama, aún vestida de novia. Cuando despierta se encuentra en una especie de limbo, no muestra rabia, no tiene intenciones de buscar respuestas y explicaciones. La primera decisión que toma es buscar un nuevo lugar donde vivir. Encuentra un cuarto en una azotea de un edificio de oficinas, sin vecinos, queda completamente sola. Su nueva habitación sigue oscura, apenas iluminada por las luces de neón de los anuncios de los edificios contiguos. Finalmente se atreve a volver a la pastelería pretendiendo ser una mujer casada y con muchas aventuras qué contar. Pronto se da cuenta que no puede compartir detalles de la luna de miel, pues no ha vivido esas sensaciones.

Es la angustia de no poder sostener una mentira la que lleva a la protagonista a inventar respuestas apenas se le presenta la ocasión, no tiene aún ningún plan siniestro, parece más una explicación inocente ante un evento vergonzoso. Pero a medida que la mentira crece debe encontrar nuevas soluciones para que ese mundo íntimo inventado no salga a la luz. En este proceso, Luisa siente placer, es el centro de atención. Para darle continuidad a la mentira se toma una foto con el vestido de novia y le pide al fotógrafo que haga un montaje y agregue a Carlos vestido de novio, compra el libro Matrimonio perfecto, de Th. H. Van de Velde, para poder contarle a su amiga más cercana de la pastelería, Rita, las peripecias sexuales de una recién casada.

Luisa se ha echado a todo mundo a la bolsa, es el alma de la fiesta. Don Albino se ha alejado un poco y la trata de “señora”, la familiaridad entre ellos se ha desvanecido, pero esa misteriosa extrañeza se ha incrementado. Albino pasa por una especie de incertidumbre intelectual, aún no tiene conocimiento que la vida matrimonial de Luisa es una farsa, pero hay algo en el aire que se respira artificial. Es posible que Albino se vea amenazado ante la aparente felicidad de Luisa y siente temor de que sus sentimientos hacia ella lo sobrepasen, que no pueda controlarlos y sufra una decepción amorosa. Freud lanza la idea de que lo siniestro surge del encuentro con lo reprimido, con esos sentimientos básicos, infantiles, que no se han resuelto y están siempre cerca de la superficie.

Los restos y trazas de dicho material reprimido permanecerían inamovibles bajo el umbral de la consciencia, provocando al despertarse el sentimiento de lo siniestro. De ahí la relación de lo siniestro con las dimensiones confusas de familiaridad y extrañeza, así como también de fantasía y realidad, pues es con relación a la sospecha de desrealización [alteración de la percepción del mundo exterior del individuo de forma que aquel se presenta como extraño] o de pérdida de referencias de la realidad como puede experimentarse y multiplicarse la afección siniestra. (Abalia 29)

Como había dicho al principio, para el estudio del unheimlich Freud considera la cualidad de los sentimientos, especialmente si son de índole negativa, como aquellos que se derivan de traumas o heridas psicológicas. Albino ya ha pasado por la pérdida de un ser querido, su esposa, y es apenas natural que experimente la duda y la suspicacia antes de enfrascarse en una nueva relación. Por su lado, Luisa está ya en un estado total de inconsciencia moral o alucinación, tal vez propiciado por el trauma de una terrible soledad en la infancia. Cuando llega a la capital había explicado que su tía era su único pariente. Así que ambos están reprimiendo sentimientos que pudieran resultar dañinos a su frágil estado emocional.

En cuanto a Luisa, le cuesta un poco de trabajo distinguir lo real de lo fantástico, su comportamiento es a veces infantil. Esa ingenuidad se transforma en un arma de doble filo. Dentro de ese estado de inconsciencia moral, Luisa es absolutamente racional, pues maquina nuevas mentiras sin escrúpulo alguno. Hay una delgada línea entre el temor y el deseo, lo siniestro se mantiene en esa ambivalencia, lo familiar inventado nunca llega a revelarse completamente, pero permanece latente en la sospecha. “Rebasar el umbral de dicha incertidumbre destruiría el efecto estético”, dice Abalia (61). Los espectadores ya sentimos las repercusiones de los planes siniestros de Luisa, estamos agitados, preocupados, alterados, irritados. No estamos seguros si sentir empatía por ella o tacharla de maquiavélica.

Luisa es una dualidad, es la luz y la oscuridad. Tal vez aquí resida lo femenino siniestro. Los espectadores estamos a merced del escritor quien nos sitúa, en la ficción, en una realidad común y conocida por todos. Aunque esa realidad común va a ser llevada al extremo, más allá de lo que es realmente posible y, al ver esa posible verdad reflejada en la obra, el escritor nos pondrá en una especie de limbo moral. El suspenso de cómo va a resolverse la farsa nos mantiene en complicidad. “Reaccionamos ante sus ficciones como lo haríamos frente a nuestras propias vivencias; una vez que nos damos cuenta de la mixtificación, ya es demasiado tarde, pues el poeta ha logrado su objeto, pero por mi parte afirmo que no ha obtenido un efecto puro. Nos queda un sentimiento de insatisfacción, una especie de rencor por el engaño intentado” (Freud 13). Este sentimiento de rencor del que habla Freud, que experimentamos los lectores o espectadores, va a ir acrecentándose a medida que las mentiras de Luisa tomen dimensiones insólitas.

  Ante una posible duda de embarazo, Luisa ha sentido náuseas al oler un queso rancio, Rita la lleva al médico para confirmar. Luisa aprovecha esa situación para continuar la farsa. Finge un embarazo, usando una almohadilla en el estómago. Logra engañarlos a todos. Cuando llega la hora de dar a luz, Luisa viaja a otra ciudad, pues dice que Carlos quiere estar cerca de su familia que vive en Monterrey. Don Albino otorga el permiso, ofrece un préstamo y le dice a Luisa que se tome el tiempo necesario con goce de sueldo.

Este es un momento crucial, pues Luisa ha sentido remordimiento, un sentimiento de culpa. Le pregunta a Albino por qué es tan bueno con ella y por qué se preocupa tanto por su bienestar. Albino no responde, solo sonríe y Luisa queda compungida. Abalia llama a este estado una incertidumbre enajenante: “el sujeto se siente suspendido ante aquello que desafía a su razón y contradice su sensibilidad” (28). Dentro de esa percepción de lo familiar sigue estando presente, aunque sea sutilmente, la extrañeza “que provoca la enajenación de la razón, mientras que la magnificencia y grandiosidad de lo sublime producen la enajenación de la sensibilidad” (28). Sí, a pesar del leve sentimiento de culpa, hay algo de sublime en la mentira tan bien contada. Luisa siente definitivamente una gran satisfacción cuando ha encontrado soluciones viables a las consecuencias de sus inventos. Lo sublime también se encuentra en una dualidad afectiva, causa temor ante un posible pero no inminente peligro, y a la vez placer, puesto que el objeto se observa desde una distancia segura, suficiente como para disfrutar de sus efectos, o disfrutar la angustia ante el probable peligro.

Luisa ha alcanzado ya una fuerza extraordinaria capaz de modificar a su antojo su realidad y las de todos a su alrededor. Como ha dicho Freud, la fuerza, el poder hacer, puede sobrepasar la intención y convertirse en actos. “Se sospecha, pues, una secreta intención de dañar, y basándose en ciertos indicios se admite que este propósito también dispone de suficiente poder nocivo” (10). Una vez que Luisa ha “dado a luz”, sus amigas vienen a visitarla y a conocer al bebé a su cuarto de azotea. Luisa, por supuesto, ha comprado muebles y ropa para bebé, alguna que ella misma tejió. Incluso le ha pedido a un caricaturista que le dibuje un bebé, para colgar el retrato en la pared. No espera la llegada de sus amigas, así que se esconde detrás de la puerta. Las escucha decir que nunca han visto a Carlos, que no ha sido un buen esposo, que la habitación aún tiene los mismos muebles viejos, que ha descuidado a Luisa y su papel de padre. Luisa decide que ha llegado la hora de dar respuesta a esas dudas. Llama por teléfono a Don Albino para decirle que Carlos ha sufrido un accidente de carretera, que está muy grave e irá a verlo.

Cuando termina la llamada, Luisa sale de la caseta telefónica sonriendo y secándose las lágrimas falsas. A los pocos días regresa a la pastelería vestida de luto. Se mira en un escaparate, se admira, y vuelve a sonreír maliciosamente. Todos la consuelan. Luisa sigue en estado de inconsciencia moral y alucinación. Su casa, más iluminada que antes, parece un escenario teatral: hay ropa de bebé tendida afuera, en la cocina hay una silla de bebé con un plato servido de sopa, todavía humeante. En ese momento llega Rita y le dice que la abuela del niño ha venido a buscarlo para llevárselo a Monterrey. Aquí podemos resaltar la gran habilidad performativa de Luisa. Judith Butler dice que la performatividad de género se basa en una serie de normas que actúan sobre nosotros antes de que nosotros tomemos la decisión de actuar. Según la visión de Butler, la cuestión de la performatividad implica el conjunto de expectativas sociales preexistentes al sujeto que lo moldean y rigen su existencia y actuación social. Así que es posible que este estado de inconsciencia moral sea para Luisa la única posibilidad social decretada para las mujeres en su comunidad, dadas sus circunstancias personales.

La performatividad es, pues, una construcción de sentido, dramática y contingente (139). Dentro del contexto que rige y da lugar a las posibilidades sociales, Butler propone el concepto de precariedad, que es “una condición inducida en la que una serie de personas quedan expuestas al insulto, la violencia o la exclusión, con riesgo a ser desprovistas de su condición de sujetos reconocidos” (322). Este es precisamente el espacio unheimlich que describe Freud. Butler opina que “hay una serie de normas históricas que convergen hacia el lugar de nuestra personalidad corporizada y que permite posibilidades de actuación” (334). Luisa considera que la gran mentira que ha creado es la única posibilidad de actuación social, así no quedará expuesta a la exclusión, a ese estado unheimlich. Esto le permite a Luisa caracterizarse por su propio actuar, le da independencia y albedrío, adquiere agencia dentro y fuera de ese espacio inventado.

En este delirio que para ella tiene todo el sentido, Luisa va al parque todos los domingos, recorriendo los lugares para niños. Uno de esos días, Albino pasea con sus hijos en el mismo parque y la ve de lejos, caminando sola. Al día siguiente, Luisa cuenta a sus compañeros de trabajo cómo se ha portado su hijo en el parque, Albino la escucha incrédulo. Luego le pide que la acompañe y la lleva al mismo parque, ahí le dice que la ha visto el día anterior, sola, que piensa que le han quitado al niño y no quiere decirlo, que a veces sus historias parecen fantasías e ingenuidades. Le confiesa además que está enamorado de ella y le propone matrimonio. Luisa no se atreve a revelar la mentira y sale huyendo, diciéndole que le confesará algo en otro momento. A Luisa le han dado la oportunidad de redimirse.

El inconsciente resguarda la esperanza como modo de subsistencia. La idea de resurrección o renacimiento, cuando se ha pasado por un estado inmoral, también es placentera. Luisa recupera la consciencia moral, recoge todas las cosas del hijo inventado y las deja a la puerta de un albergue infantil, en un intento por deshacerse de la mentira, de que lo que ha sido velado salga por fin a la luz para ganarse la atribución de la redención. Lo cual puede resultar tremendamente adverso y esto causa temor, incluso terror y pánico. Esta es la naturaleza de lo unheimlich, lo impredecible.

Antes gobernada por las pasiones, ahora Luisa se guía por la reflexión, y recita un verso: “Si no podemos amar, viendo que la noche avanza, celebremos una alianza con ese sueño mentido, un día acabará el olvido o acabará la esperanza” (01:31:21-01:31:39). Qué frase más freudianamente siniestra: “celebremos una alianza con ese sueño mentido”. Ahora que la mentira será revelada, no porque Luisa haya sido sorprendida, sino porque ve la posibilidad de ser una mujer socialmente aceptada como esposa de Albino, se manifiesta lo unheimlich: aquello que tiene que ser escondido, velado, mantenido en secreto, pero que debe salir a la luz por la conveniencia y beneficio que eso supondría.

Tal declaración dispone una sorpresiva e inesperada autorrevelación. Por eso se necesita la alianza entre los involucrados. Freud dice que tal suceso es una especie de trastorno donde puede suceder “un retorno a determinadas fases de la evolución del sentimiento yoico, en una regresión a la época en que el yo aún no se había demarcado netamente frente al mundo exterior y al prójimo” (9). Luisa empieza a borrar todo vestigio de su mentira, deshaciéndose primero de todo lo que tenga que ver con el supuesto hijo, en un afán de regresar a la inocente Luisa que recién llegaba de provincia. Sin embargo, Albino y los pocos amigos de Luisa a quien deliberadamente engañó, apenas comenzarán a sentir los efectos de lo siniestro, cuando la mentira se revele. La trama nos hace creer, porque el final de la película sucede antes de que Luisa se confiese, que el desenlace de la historia será a su favor, porque su frase suena esperanzadora. Pero los estragos de lo siniestro no podrán quedar ahí.

Es probable que, en algún momento, cuando la verdad se devele, todos ellos experimenten un sentimiento de vulnerabilidad e inseguridad estando alrededor de Luisa, lo cual pertenece a los estados unheimlich. Lo siniestro será evocado por el posible retorno de lo semejante, porque “la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer; un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco” (Freud 9). Si Luisa llegase a confesar la mentira, ser perdonada por Albino y la gente que la rodea, de todas maneras, se habrá roto la confianza, porque ya estarán dispuestos, afirma Freud, a ser presas de lo siniestro cada vez que perciban que Luisa puede ser susceptible de evocar el impulso de repetición (10).

Y, por otro lado, estamos los espectadores que sentimos insatisfacción y descontento, un rencor hacia el engaño. “Respondemos en una forma particular a la dirección del poeta: mediante el estado emocional en que nos coloca, merced a las expectativas que en nosotros despierta, logra apartar nuestra capacidad afectiva de un tono pasional para llevarla a otro, y muchas veces sabe obtener con un mismo tema muy distintos efectos” (13). Hemos sido llevados al terreno de lo siniestro. Somos tan siniestros como Luisa, pues ahora es posible que muchos de nosotros estemos pensando en cómo podría Luisa salir de la terrible complicación de la mentira, que sufrimos y gozamos con ella, para que no sea vista con malos ojos y pueda casarse con Albino.

Nos encantan los finales felices. Que hayamos tenido acceso al lugar íntimo de Luisa, que tuviéramos la oportunidad de haberlo invadido, juzgado y sentenciado, que hayamos conocido “la mayor tenacidad de lo siniestro” (Freud) nos sitúa en una contradicción moral. Seguramente la misma que sintió Luisa cuando fue plantada en el altar y prefirió no alterar el espacio que con tanta pasión había creado. Para Todorov, lo siniestro “ya no es un estado de duda, sino de seguridad: un fenómeno que hace un instante pareció inexplicable, fantástico, se convierte en siniestro en el momento en que resulta ser racionalmente explicable” (Todorov en Becker 22). Será racionalmente explicable, pero no socialmente aceptado y olvidado.

Lo unheimlich se desprende de situaciones normales y habituales, de nuestra capacidad de aprecio y asombro, de nuestra particular manera de protegernos y resguardarnos de los daños sociales. Si sobrepasamos la norma social, la explicación sobre ciertas mentiras o actuares inmorales puede parecernos racional y honesta, pero no deja el terreno de lo siniestro cuando permanece un estado de incertidumbre y desconfianza. Días de otoño es el ejemplo perfecto de los límites a que somos llevados los seres humanos cuando no estamos preparados para cumplir ciertos roles y expectativas sociales. Podemos ser presas de estados neuróticos y psicóticos que nos mantienen en un espacio que nos resulta familiar y cómodo. Porque la amenaza a la tranquilidad de ese espacio está siempre al acecho, hay una dosis de misteriosa extrañeza que abruma el entorno. La invención y la ficción están ahí para preservar nuestra estabilidad mental y emocional cuando hemos sobrepasado esos límites. La consciencia sobre la ofensa no nos impide el placer, el angustioso placer de la mentira.

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Obras citadas

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Abalia, Andrea. Lo siniestro femenino en la creación plástica contemporánea. Análisis y experimentación. Universidad del País Vasco, 2013.

Becker, Lena Marie. Reelaboraciones de lo siniestro. La recuperación de la saga en la literatura fantástica alemana de principios del siglo XX. Filodigital, Universidad de Buenos Aires, 2013.

Butler, Judith. “Performatividad, precariedad y políticas sexuales”, traducido por Sergio López Martínez. Revista de Antropología Iberoamericana vol. 4, no. 3, 2009, pp. 321-336.

Días de otoño. Dirigida por Roberto Gavaldón, Clasa Films Mundiales, 1963.

Freud, Sigmund. “CIX. Lo siniestro”. Librodot.com, pp. 1-14.  https://www.ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-23-Freud.LoSiniestro.pdf. Accedido el 18 de mayo de 2023.

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Perla Ábrego Quintero es profesora asociada y coordinadora del programa subgraduado de español en la University of Texas Permian Basin. Obtuvo el Doctorado en Literatura Hispana por la Vanderbilt University en 2011. Ha colaborado en diferentes publicaciones académicas en los Estados Unidos y México y ha participado en conferencias sobre literatura y cultura. Sus líneas de investigación son la presencia de la frontera México-Estados Unidos en textos literarios mexicanos, los estudios fronterizos y expresiones culturales y lingüísticas en territorios de contacto...

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El surgimiento de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey

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El surgimiento de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey

 

Introducción

Al pie del Cerro de la Silla y durante casi todo el siglo xx, la ciudad de Monterrey se movió al ritmo del silbato de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey. En este trabajo se presentarán los aspectos socioculturales que dieron pie a la creación de esta empresa. La historia y la gente regiomontanas han sido fundamentales para este estudio sin perder de vista la situación sociopolítica y la económica del país. Se analizarán las influencias de los políticos y los hombres de negocios al igual que los movimientos socioculturales de la época. Estos aspectos nutrieron la Fundidora de manera análoga al carbón proveniente de las minas del norte de México.

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Aspectos socioculturales

La Fundidora inició sus labores en los albores del nuevo siglo, el día 5 de mayo de 1900. Sin embargo, empezó como parte de un proceso de industrialización iniciado en 1854 con el establecimiento de una industria textil, La Fama, en el municipio de Santa Catarina. Decir que Monterrey se “movía” al ritmo del silbato de la Fundidora no es gratuito, puesto que las horas del cambio de turno y la terminación del día estaban marcadas por su silbido. Empero, todos los ruidos de la Fundidora callaron el 8 de mayo de 1986.

La influencia de la Fundidora no fue solo a través del sonido de su silbato. Al ocupar mano de obra de todos los niveles, su impacto se sintió en varios estados atrayendo a su población. También, surgieron muchas pequeñas empresas que prestaron sus servicios a la naciente acería. Javier Rojas Sandoval (1997) informa que el personal que laboraba en la Fundidora la bautizó “Maestranza”, es un nombre que evoca el taller de fabricación y reparación de piezas de artillería. La Real Academia Española (rae) indica que la noción de “maestranza” se vincula a los talleres donde se llevan a cabo tareas de reparación o mantenimiento. Curiosamente, el conjunto de los trabajadores dedicados a este oficio también se llamaba “Maestranza”.

El marco legal que le faltaba a la infraestructura fue proporcionado por el gobernador Lázaro Garza Ayala, al emitir en 1887 la primera Ley Protectora de la Industria. También se necesitaban concesiones para establecer fundiciones, las exenciones y las facilidades en los permisos y las tarifas de importación. Muchas fueron proporcionadas por Bernardo Reyes. Finalmente, se actualizó la Ley de vagos y maleantes en 1851. Esto proporcionó un tejido racionalizado según Nuncio (1997: 96).

  Las autoridades federales tenían el respaldo de la ley promulgada el 30 de mayo de 1893 (Ley de exención de impuestos). Respaldándose en esta, el gobierno otorgaba por cinco años franquicias y concesiones a las empresas que garantizaban una inversión de capitales en el desarrollo de la industria del país. La vigencia de las franquicias no excedía diez años y el capital de la empresa beneficiada era de 250,000 pesos mínimo. Por el capital invertido, las franquicias y las concesiones contaban con la disminución de impuestos federales directos por diez años y la importación de maquinaria, aparatos, herramientas y materiales para construcción (Contreras y Gámez, 2004: 93).

Con la expansión fabril de la ciudad de Monterrey, se adquirió la experiencia laboral por el obrero regiomontano en las plantas textiles, las fundiciones de plomo argentífero, la planta cervecera y las otras dos fundiciones. Ya se contaba con el funcionamiento de grandes empresas como la Compañía Minera Fundidora y Afinadora Monterrey, la Compañía Metalúrgica Peñoles, la Compañía de la Gran Fundidora Nacional Mexicana y, posteriormente, American Smelting and Refining Company. Los trabajadores se formaban poco a poco y empezaban a laborar en la Fundidora, donde la producción empezaba a ser masificada (Contreras y Gámez, 2004: 93).

  Para cumplir con las demandas del desarrollo industrial, se trajo también personal técnico de Europa y Estados Unidos con el fin de capacitar al personal nacional en el proceso de producción de hierro y acero. La junta directiva, por su parte, llamó a algunos de sus miembros a ocupar puestos directivos y administrativos. Al igual que los obreros, los directivos no tenían conocimiento de lo que era la fundición y refinación del hierro y el acero. Esta situación provocó serios problemas en la operación de la planta, sobre todo durante los primeros años (Contreras y Gámez, 2004: 93).

  En la Ciudad de México las cosas no fueron tan fáciles, el secretario de Hacienda (José Yves Limantour) no quiso conceder privilegios a una compañía que consideraba “minera accesoriamente”. Sin embargo, los buenos oficios y contactos de los socios de la compañía, Antonio Basagoiti y León Signoret, residentes de la capital, consiguieron una exención de impuestos por 20 años. Lo que significaba diez años adicionales a los otorgados por la Ley de Fomento Industrial de 1893. Tampoco se otorgaron exenciones y franquicias a otras compañías que hubieran competido con la Fundidora Monterrey (Contreras y Gámez, 2004: 103).

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El general Bernardo Reyes

Además de su capacidad como militar, el general Bernardo Reyes tuvo la suficiente sensibilidad política para entender que junto con el trabajo de gobernar venía la responsabilidad de elaborar y establecer una infraestructura administrativa sólida para soportar el peso de la naciente industria, dejando en manos de las empresas locales y foráneas el desarrollo científico y tecnológico. El desarrollo industrial de Monterrey no sólo requirió de apoyos fiscales, sino también de técnicos que sus gobernantes le facilitaron.

Bernardo Reyes gobernó Nuevo León en dos mandatos: el primero, de 1885 a 1887, y el segundo, de 1889 a 1909. Durante sus mandatos, la vida en la ciudad de Monterrey se trasformó: se impulsaron la industria y la educación; se inauguró una línea de tranvía de Zaragoza a Topo Chico; se construyeron el Palacio de Gobierno, la Penitenciaría y el sistema de agua y drenaje de la ciudad; se definieron los límites con los estados vecinos de Tamaulipas y Coahuila, así como los de los municipios internos del estado de Nuevo León. Estos límites representaban un problema por más de 50 años. Además, el 19 de junio de 1895, se emitió el decreto que estipulaba la aplicación en todo el territorio nacional del sistema métrico decimal en las pesas y medidas. El sistema usado hasta entonces tenía sus orígenes en el medioevo español (Ciencia uanl, 2003).

En Los orígenes de la industrialización en Monterrey (2001), Isidro Vizcaya explica que uno de los aspectos que más ayudaron a la formación de una conciencia industrial y fabril en Monterrey fueron las exposiciones industriales llevadas a cabo en la década de los ochenta del siglo xix. El autor marca algunos puntos de importancia: se pone de manifiesto el desarrollo de los talleres y las artesanías; se evidencia el contacto de los obreros regios con las artes mecánicas que fueron retomadas en el siguiente periodo por la gran industria (es importante mencionar aquí que si bien los obreros no estaban totalmente adiestrados, sí tenían cierto grado de contacto con las herramientas y diversos equipos); y por último, los fabricantes locales se vieron motivados a participar en otras exposiciones fuera del territorio mexicano, como fue el caso de Nueva Orleáns (1884-1885), la Feria internacional de París (1889) y la Feria y la exposición internacional de San Antonio (1889) (Vizcaya, 2001).

Así, poco a poco Nuevo León comenzó a distinguirse de los demás estados de la república por la mano firme de su gobernante Bernardo Reyes quien continuó con la obra de sus antecesores. Se procedía sin precipitación y se creaba un ambiente de seguridad lo cual provocó la creación de industrias. Al llegar capital de todas partes y el establecimiento de numerosas fábricas, se abrieron nuevas oportunidades laborales y empresariales en la región (Roel, 1973).

Pero el gran sinodal lo constituye sin duda la exposición de Chicago en 1893; según el historiador John Fiske, el año de 1893 sería recordado largo tiempo por la Gran Feria Universal de Chicago, en la celebración del descubrimiento de América. Esta exposición se haría notable sobre todas las anteriores (Londres 1851 y 1862, París 1867, Viena 1873, Filadelfia 1876 y París 1878 (Ciencia uanl, 2003).

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Empresarios regiomontanos y el contexto socioeconómico de la región

Un aspecto fundamental de la historia empresarial, industrial y comercial de la ciudad de Monterrey tiene que ver con su ubicación en el norte de México, particularmente por su posición centro-oriental, debajo del estado norteamericano de Texas. El norte mexicano resultó una prolongación regional del mercado estadounidense, peculiaridad estratégica que se da a mediados del siglo xix y que abre la posibilidad de un contacto directo con la economía. En 1870, Monterrey ingresaba con plenitud en la segunda revolución industrial (Cerutti, 2006).

  La posición central en un área fronteriza permitió a la ciudad de Monterrey abrirse a un capitalismo que finalmente le confirió un protagonismo en el escenario global de la periferia. La frontera cercana permitió al empresariado local un acceso a diversos mercados, del cual Monterrey y sus comerciantes saldrían especialmente beneficiados (Isidro Vizcaya, 2001).

  Las familias empresariales regiomontanas surgieron durante la segunda mitad del siglo xix, demostrando una gran capacidad de adaptación y perdurabilidad que ya en el siglo xx les confirió característica de liderazgo a escala nacional. Una de las características predominantes de esta permanencia en la burguesía regional ha sido el mantenimiento de las redes familiares. Algunos de los apellidos de aquella primera época son: Prieto, Rivero, Berardi, Belden, Armendáriz, Maiz, Mendirichaga, Milmo, Hernández, Shnaider, Shmid, Buchard, Bremer, Cram, Langstroth, Hass, Robertson, Strozzi, Ferriño, Ferrara, Brandi y Price.

Estas familias desarrollaron lazos comerciales con las empresas de los Estados Unidos. En su momento, este fenómeno se observó también en el norte de Italia y el País Vasco con respecto de las economías avanzadas del noroeste europeo (Ciencia uanl, 2003).

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Los industriales de primera y segunda generación

Como pudimos constatar en las secciones anteriores, los primeros empresarios regiomontanos importaron tecnología, mano de obra calificada y dinero. Así, iniciaron su desempeño industrial con el establecimiento de La Fama y concluyeron con la primera colada de la Fundidora en 1903. La industria regiomontana es obra de dos generaciones que se sucedieron sin que ocurriera un rompimiento, cada una aportó las modalidades propias de su entorno histórico (Fuentes, 1976: 57, 59 y 60).

En su momento, el ingeniero Fernando García Roel describe al empresario de primera generación como un individuo de mucha inteligencia, audacia y capacidad, aunque sin preparación académica. Al referirse al empresario de segunda generación, lo describe como una persona con preparación académica formal que además incluye en su quehacer diario la impronta de una serie de preocupaciones sociales. En la empresa regiomontana, no se dio el rompimiento entre la primera y segunda generación, sino que, sin ser calca de la anterior, la segunda generación actuó como una generación de relevo. Estos empresarios jóvenes vivieron en los tiempos de la Revolución mexicana y se adaptaron a ellos.

Como ejemplo de los industriales de primera generación figuran don José Calderón, don Isaac Garza, don Vicente Ferrara y don Adolfo Prieto. Un cambio generacional ocurre cuando la nueva generación adopta una jerarquía de valores distinta de la que implementó la generación anterior. Como lo indica de manera acertada Fuentes, no es extraño que cada generación adopte su propio esquema axiológico y su modo de ver el mundo (Fuentes, 1976: 62-63). En este sentido, y como dato importante, el relevo generacional regio se produce bajo la circunstancia de haber vivido en un círculo de ideas fronterizas y tiempos cambiantes (Fuentes, 1976: 58-59). Como ejemplo, podemos mencionar a don Eugenio Garza Sada y su hermano Roberto Garza Sada que además de contar con una preparación académica y técnica contaban con una sobresaliente capacidad intelectual.

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El positivismo en México

Desde el principio de su mandato, el general Porfirio Díaz fue partidario de la educación laica. Para establecerla, creó un sistema de educación oficial en el cual la base filosófica era la educación científica que se deducía del positivismo de Augusto Comte. Con esta intención, se incluyeron en los programas educativos teorías “escandalosas” para la época, como el evolucionismo de Darwin y de Herbert Spencer, teorías que lastimaron la sensibilidad de algunas personas. Sin embargo, con la anuencia del régimen, se logró establecer un sistema paralelo de educación que fue manejado principalmente por jesuitas. El objetivo primordial fue el de educar a las futuras clases dirigentes de acuerdo a los principios de la moral cristiana.

Las diferencias en cuanto a la interpretación del mundo trajeron otro problema insoluble: la diferencia entre clases sociales. Esta no sólo estaba determinada por los ingresos, el estilo de vida y las costumbres, sino también por la ideología. Esto ocasionó que las clases media y alta se convirtieran en conservadoras en términos ideológicos y políticos, pero liberales por conveniencia económica. Así, el régimen porfirista era ideológicamente liberal, pero conservador y represivo en la práctica social. El problema consistía en la falta de un proyecto de nación claro que permitiera crear un modelo educativo sólido y generalizable. Los pocos avances se dieron con la creación de las escuelas normales, lo cual consistió precisamente en establecer las normas educativas generales que permitieran la formación pedagógica de los maestros.

  Después del triunfo de la República en México, la derrota de los agresores franceses y el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, el presidente Benito Juárez llamó a Gabino Barreda a quien le encomendó la tarea de reestructurar la educación del país. Parte de esta reestructuración estuvo representada por la creación de la Escuela Nacional Preparatoria. Como respuesta a la petición presidencial, Barreda introdujo las doctrinas positivistas del filósofo francés Augusto Comte, hecho que en sí mismo representó un punto cardinal en el desarrollo de México y se convirtió en pauta educativa del Estado mexicano.

  La adaptación de la doctrina positivista en México fue un trabajo difícil y no faltaron ataques ni detractores. Desde su inicio, Gabino Barreda modificó las premisas básicas de Comte. Según el intelectual mexicano Justo Sierra, el positivismo fue un instrumento al servicio de la “burguesía mexicana” en un momento en que la situación creada por la dictadura de Porfirio Díaz conducía implacablemente al deterioro y la caducidad de doctrinas que en su momento parecían la respuesta a todos los problemas nacionales (Zea, 2002).

Todo régimen político suele fincar su legitimidad en una idea o una ideología. El porfiriato no fue la excepción. Desde los primeros meses en el poder, en 1877, Porfirio Díaz fundamentó su gobierno en una filosofía apartada del liberalismo puro, propugnado por los hombres de la Reforma liberal de 1857. Así, se proponía la abolición de los fueros e inmunidades del clero y de la milicia, la desamortización de los bienes raíces de la Iglesia católica, la destrucción del monopolio que la Iglesia ejercía en la educación y la consolidación de la igualdad política y social ante la ley de todos los ciudadanos mexicanos. En pocas palabras, una secularización del país (Krause y Zerón-Medina, 1993).

El vehículo de difusión de esta nueva propuesta ideológica, de corte positivista, fue un efímero periódico llamado, paradójicamente, La Libertad, fundado por un grupo de jóvenes entre los que se encontraban, entre otros, Justo y Santiago Sierra, Francisco G. Cosmes, Telésforo García y Jorge Hammenken. El nombre del periódico resulta paradójico ya que en realidad su objetivo limitaba la libertad: “Declaramos no comprender la libertad si no es realizada dentro del orden, y somos por eso conservadores; ni el orden si no es el impulso normal hacia el progreso, y somos por tanto liberales”. Formados en la Escuela Nacional Preparatoria (fundada en 1867 por Gabino Barreda), estos jóvenes creían aplicable a la realidad mexicana la doctrina positivista de las tres etapas de la humanidad: la teológica, la metafísica y la positiva. México, país religioso en su origen y metafísico en tiempos de la Reforma de 1857, podía tener acceso a una etapa “positiva” a costa de sacrificar el fanatismo religioso y la libertad. A la postre, la tríada de valores será la divisa de don Porfirio: orden, paz y progreso. Además del positivismo comtiano, los porfiristas utilizaron las teorías evolucionistas de Herbert Spencer y algunos elementos de darwinismo social. Así, Sierra –ideólogo del régimen– pudo sostener que México había conocido tres etapas de evolución a partir de un pasado indígena y colonial casi inerte: “la Independencia, que dio vida a nuestra personalidad nacional; la Reforma, que dio vida a nuestra personalidad social; y la paz (la paz porfiriana), que dio vida a nuestra personalidad internacional” (Krause y Zerón-Medina, 1993).

La filosofía y la espiritualidad del país han impregnado la mentalidad de los regiomontanos. En el ámbito educativo, la filosofía y el manejo de la política, el liberalismo y el conservadurismo se han enfrentado a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en la organización de la Fundidora, un régimen estricto y una jerarquía bien definida han sido características de esta gran empresa.

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Los ferrocarriles en México

El periodo comprendido entre finales del siglo xix y principios del xx se caracteriza por la construcción a gran escala de la red ferroviaria en México y este cambio ha tenido un impacto fundamental en el desarrollo de la Fundidora. En 1876 se contaba con 650 kilómetros de vía, y para 1911 la longitud de la red ferroviaria era de 24,000 kilómetros. En este periodo se consideró que la comunicación era un factor indispensable para el crecimiento del país, y los ferrocarriles fueron determinantes para lograr este objetivo, sobre todo entre las principales ciudades de México, es decir, aquellas que se veían beneficiadas por las políticas de estímulo de inversiones. Así, México se convirtió, junto con Argentina y Uruguay, en un país cuya vía férrea llegaba a las regiones más importantes del país (Vázquez, 1999).

  Entre 1880 y 1910 la red ferroviaria mexicana experimentó un crecimiento sorprendente: de 1,074 km de vías que había en el primer año, la cifra aumentó en los siguientes 20 años a 19,280 km. La construcción de estos tendidos de vías se realizó básicamente con capital extranjero, alguna aportación de empresarios nacionales y el apoyo del gobierno federal y los gobiernos estatales, a través de subvenciones y franquicias. Vale comentar que durante los primeros cinco años el tendido de vías se quintuplicó para posteriormente continuar a un ritmo menor (Cardoso, 1990: 439).

Entre 1876 y 1910 la economía mexicana se abrió a la inversión extranjera. Bajo este influjo capitalista comenzaron a cobrar vigor las inversiones, atrayendo sobre todo a inversionistas ingleses y estadounidenses, provocando un auge en la construcción y la operación de los ferrocarriles. Fue gracias a este influjo de capital que se aceleró el desarrollo de la industria. Al finiquitar las viejas deudas, se abrieron nuevamente las puertas de la Banca Europea. Por la política liberal que no ponía un límite a las concesiones del capital externo y la falta de regulación fomentaron un gran número de inversiones directas, no solo en las vías férreas, sino también en los energéticos y la industria manufacturera. En esta última, también se invirtió capital mexicano (Paz, 2000: 10).

  Los esfuerzos por atraer inversionistas para la construcción de una red ferroviaria comenzaron a tener fruto en el periodo del general Manuel González (1880-1884). Justo Sierra opinaba al respecto:

Es innegable que la inmigración de capitales, necesidad suprema de los países nuevos, tiende a acelerarse. El abastecimiento de útiles e instrumentos destinados a la producción industrial más considerable hoy; ayer era raquítico y mezquino; es de presumirse, en vista del crecimiento de nuestras necesidades, de la plétora de la industria de maquinaria entre nuestros vecinos (los Estados Unidos) y la áspera competencia que se inicia entre ella y la europea en los mercados hispanoamericanos, que ese abastecimiento superará mañana a nuestras aptitudes productoras cuyo aumento tiende a ser más lento. Asciende a algunos millones de libras esterlinas el capital extranjero en las industrias de trasporte invertido (sic). La falta de vías naturales de comunicación es causa de la importancia capital que tiene en nuestro territorio esta industria, con cuyo establecimiento soñaron cerca de medio siglo nuestros gobiernos: es el eje de todo progreso material mexicano (citado en Paz, 2000: 28).

Como los ferrocarriles se construyeron de una manera acelerada, las fallas fueron muchas. A ese respecto opina Pablo Macedo:

Los cuatro años posteriores correspondientes a la administración presidencial del señor general don Manuel González, fueron de una actividad casi febril en la materia que nos ocupa. La política de esa administración así como la de las posteriores del señor general Díaz hasta 1891, consistió en otorgar liberalmente, casi con prodigalidad, concesiones de ferrocarriles con subvención a todo el que las pedía, sin tasas ni medida, y pudiera decirse también que sin orden ni concierto […] y aunque ella no dejó de ocasionar algunas veces dificultades hacendarias de consideración […] aun los espíritus más meticulosos tienen que sentirse inclinados no solo á absolver, sino a aplaudir a estos gobernantes, que tuvieron la ciega y absoluta confianza en que el crecimiento del país recibiría, con la construcción de ferrocarriles, un impulso de tal suerte considerable, que bastaría para que el tesoro público, cuyo recursos son el obligado reflejo de las fuerzas económicas del país, pudieran soportar las pesadas cargas y los grandes compromisos que sobre él se echaban (citado en Paz, 2000: 28).

Una de las consecuencias de la construcción de las líneas férreas fue la resurrección económica del país, y con ella un auge en las finanzas públicas. Desgraciadamente, esa coyuntura no se aprovechó con un presupuesto debidamente equilibrado (Paz, 2000: 28).

  La era ferrocarrilera se caracterizó también por una racha de corrupción prematura, que contrastaba de manera dramática con la parsimonia del primer periodo del general Díaz. Escaseaban entonces las oportunidades, pero se multiplicaron rápidamente con la llegada de la locomotora, y las mejoras materiales daban amplio margen para el medro recíproco:

El soborno era un secreto a voces, la compraventa de progreso legitimaba las combinaciones de los intermediarios, y el medro alcanzó tales proporciones que el autor de un libro de escándalo titulado Manuel González y su gobierno no dudaba de lo que decía al declarar que casi no ha habido alto funcionario ni empleado superior que pudiendo robar no robase… y la opinión se admira de que el funcionario no robe. La negación del delito, que es un deber en todas partes, ha llegado a ser allí una virtud extraordinaria (Roeder, en Paz, 2000: 28).

Como ya se comentó, la operación de los ferrocarriles y el tendido de las vías férreas se encargó a empresarios extranjeros. Veamos ahora en la opinión de Pablo Macedo cómo estaba la política gubernamental:

En aquellos años, se comentaba que las concesiones de ferrocarriles, de la década comprendida entre los años de 1880 a 1890, pueden contarse por centenares; que en ellas no se cuidó que un sistema uniforme y bien definido en todas líneas, pues fueron autorizadas vías de anchuras variables desde 60 centímetros hasta un metro 49.5 centímetros, hubo concesiones sin subvención y con ella, subvenciones en dinero en efectivo, en vales de tierras nacionales, en bonos del seis por ciento, que se emitían a tipos diferentes, y en certificados admisibles en pago de los derechos de importación; a alguna empresa se otorgó, en la forma de garantía de intereses sobre un capital determinado por kilómetros de vía, el derecho de recibir una suma fija durante un cierto número de años; y así sucesivamente (citado en Paz, 2000: 51).

Cuando el daño causado ya era irreparable, en 1891, se estableció la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, que se ocupó de los correos, teléfonos, telégrafos, ferrocarriles, obras portuarias, carreteras, ríos, lagos y también de las obras de utilidad social y de los monumentos públicos, como por ejemplo el desagüe del Valle de México (Paz, 2000: 51).

  Para Macedo, “la nueva Secretaría comenzó a poner más orden y a ser menos liberal en cuanto a ferrocarriles; pudiendo decirse que hacia 1892, este espíritu que pudiera llamarse restrictivo, por contraste con el que venía dominando desde 1890, adquirió notable incremento con el sistema de severa previsión” (citado en Paz, 2000: 51).

  Es importante mencionar que en los días 8, 13 y 14 de septiembre de 1880, se otorgaron las concesiones del Ferrocarril Central Mexicano que correría entre las ciudades de México y Ciudad Juárez; del Ferrocarril Nacional Mexicano que lo haría de la Ciudad de México a Nuevo Laredo, y del Ferrocarril Internacional Mexicano que cubriría la ruta Durango-Piedras Negras, que junto con el ferrocarril de Sonora en la ruta Guaymas-Nogales, integraba las conexiones con la frontera norte. En 1908 se fusionan los ferrocarriles Central, Internacional y Nacional para formar los Ferrocarriles Nacionales de México (stfrm).

  En cuanto al desarrollo del ferrocarril en la ciudad de Monterrey, al analizar la posición geográfica de esta ciudad, nos percatamos de su ubicación privilegiada. A 200 kilómetros de la frontera con los Estados Unidos, es la ciudad norteña más próxima a este país, manteniendo también una relativa cercanía con la cuenca carbonífera del estado de Coahuila. En cuanto a líneas de comunicación, en 1890, Monterrey fue conectado con Torreón por el Ferrocarril Mexicano Internacional (la línea Piedras Negras-Torreón). En 1891, se concluyó la vía a Tampico y en 1903, la línea directa a Torreón a través de Saltillo. En 1905, Monterrey se comunicó con el puerto de Matamoros, quedando así la capital de Nuevo León como una de las ciudades mejor comunicadas de la República Mexicana (Fuentes, 1976: 46-47).

  Así, Monterrey se convirtió en la ciudad más cercana a los Estados Unidos, los habitantes de la ciudad de Saltillo tenían que pasar por ella para llegar a Laredo, o seguir la larga ruta de Piedras Negras, Coahuila. Asimismo, la ciudad de Chihuahua quedó aproximadamente a 400 km de la frontera norte y Hermosillo a 300 km (Fuentes, 1976: 48).

A principios del siglo xix, Veracruz perdió sus privilegios portuarios y el comercio marítimo fue monopolizado por los puertos de Soto la Marina y San Gregorio (Matamoros) facilitando el comercio de ultramar a Monterrey.

Durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1889), al ser bloqueados los puertos sudistas por la Armada de la Unión, las mercancías salían o entraban desde Europa a través de los puertos antes mencionados. Es decir, todo se manejaba en la ciudad neutral más próxima: Monterrey. Durante esos años, el contrabando fue una de las actividades florecientes y el dinero generado del comercio lícito o ilícito propició los medios económicos necesarios para la industrialización (Fuentes, 1976: 46-47)..

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Las minas mexicanas

En sus inicios la Fundidora se alimentaba del mineral de hierro extraído de una mina ubicada en la parte norte del estado de Nuevo León, aproximadamente a cien kilómetros de la ciudad de Monterrey, en el municipio de Lampazos de Naranjo. En algunos registros, la mina fue nombrada Piedra Imán y en otros Mina Golondrinas.

El nombre “Imán” se le dio porque su fuerte magnetismo alteraba a las brújulas, el mineral tenía aproximadamente 70% de magnetita. La mina se explotaba a través de ocho entradas o túneles, con una longitud total de 70 kilómetros. La mina se explotó por casi un siglo, tiempo en el cual el mineral se bajaba por teleférico hasta los vagones que posteriormente lo llevarían a la Fundidora de Monterrey. En la parte baja de lo que fue un pueblo de mineros, aún se encuentran los restos de un vagón de ferrocarril. Se puede apreciar que fue en su momento un espacio ejecutivo con todo lo necesario para trabajar, viajar y descansar (Ordaz, 2006).

  En el Primer Informe Anual (31 de enero de 1902) de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey también se mencionan otras minas de esta empresa. La compañía era propietaria de los grandes criaderos de fierro localizados en el Cerro del Carrizal, en las cercanías de Lampazos, Nuevo León. De acuerdo con los diferentes títulos de propiedad, estos se registraban con sus extensiones medidas en hectáreas: Anillo de Hierro con una extensión de 230 hectáreas; Piedra Imán con 100 hectáreas; La Chueca, también con 100 hectáreas; Cinco de Mayo con 50 hectáreas; Monterrey con 35 hectáreas, que en conjunto formaban una propiedad de 550 hectáreas. En el mismo documento, se mencionan los trámites de varias denuncias registradas en el Cerro del Carrizal, esperando tener en poco tiempo los títulos correspondientes (no se hace mención de los nombres de las otras minas) (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).

Como dato adicional, pero no por ello menos importante, se hace notar que las minas están conectadas al Ferrocarril Nacional Mexicano, en la estación Golondrinas, por medio de un ramal construido por la propia compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).

  En este sentido, se contemplaba que para los primeros tiempos de operación todo el mineral de hierro necesario sería extraído de las minas Anillo de Hierro y Piedra Imán que entraron en operación al quedar terminadas las instalaciones de las dos líneas de cable del sistema “Bleichart”. Estas tenían una capacidad diaria de transportar 600 toneladas del mineral de hierro a los carros del ferrocarril. En cuanto a las minas La Cueva y Cinco de Mayo, su explotación se dejó para otro tiempo ya que se encontraban alejadas de la estación de ferrocarril de la compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).

  En cuanto a otros yacimientos del mineral de hierro, en el mismo informe se menciona que la compañía adquirió otras propiedades mineras de fierro localizadas en Monclova, en el estado de Coahuila, con la ventaja de que las propiedades se encontraban cerca del Ferrocarril Internacional Mexicano. Así, el abastecimiento del mineral de hierro fue provisto por dos vías del ferrocarril: el Nacional Mexicano y el Internacional. En el informe se menciona que además de las propiedades antes mencionadas, se adquirieron posteriormente los derechos de participación en otras propiedades cercanas a la ciudad de Monclova, las cuales se encontraban conectadas con los Ferrocarriles Mineral de Monterrey y del Golfo. Estos derechos se adquirieron como otra fuente de suministro para la compañía. Se menciona también la compra de importantes yacimientos de ferro manganeso, mineral de suma importancia en el proceso de fabricación de hierro o acero (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).

  Los predios mineros iniciales de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero estaban formados por tres grupos al comenzar sus operaciones, a saber: el grupo Golondrinas, el grupo de Monclova y el grupo de Barroterán. En los dos primeros se encontraban los minerales de fierro y en el de Barroterán el carbón. También tenían propiedades mineras de fierro en el estado de Coahuila, cerca de la ciudad de Monclova, llamadas “María N° 1”, “María N° 2”, “El Cambio” y “Las Alazanas”, que proporcionaban material muy limpio. En estas propiedades y las de Carrizales, se efectuaron estudios para determinar los medios más convenientes de extracción del mineral de fierro. Concluyeron que el sistema de ferrocarril de vía angosta se podía emplear en ambos emplazamientos y que era superior al de cable. Además, se reportaron beneficios económicos (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).

  Otro elemento importante para la operación exitosa de la planta era el suministro de combustible. Se veía con temor la dependencia a las pocas compañías dedicadas a la explotación del carbón natural. Por tal motivo, se hicieron las gestiones para adquirir algunos yacimientos y de preferencia cercanos. Después de efectuar los reconocimientos y estudios pertinentes, se adquirieron las propiedades de San Enrique y la Merced, localizadas en los distritos de Colombia e Hidalgo, así como la de Barroterán en el estado de Coahuila. Se comenta que su adquisición era de casi pleno dominio y a bajo costo. De tal modo que los requerimientos de combustible quedaron resueltos por algún tiempo. También fue importante la calidad, la abundancia y las diferentes clases de carbón para la generación de gas y la fabricación de coque o coke (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).

  Posteriormente se adquirió otra propiedad en cuyos terrenos se encontraban yacimientos de fierro, la cual se localizaba en el distrito de La Ventura, en el estado de Coahuila. El fundo en cuestión tenía una extensión de diez hectáreas y se llamaba La Rabiosa. Se menciona en el reporte que el depósito de mineral era grande y de muy buena calidad (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).

En los terrenos de San Felipe, también propiedad de la compañía, se encontró un extenso manto de carbón mineral dotado de un tiro de exploración. Además de contar con toda la maquinaria requerida, fue conectado por un ramal de la vía al Ferrocarril Internacional Mexicano que llegaba a San Felipe. El carbón extraído de esa mina se empleó como combustible en las diferentes dependencias de la compañía y los remanentes fueron puestos a la venta (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).

A los finales de 1902, se formó en la ciudad de Monterrey una “Compañía Anónima” cuya finalidad era explotar las minas de carbón, de bastante importancia, ubicadas en Múzquiz, en el estado de Coahuila. La Fundidora decidió participar y comprar acciones de dicha compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).

  En los primeros años del siglo xx, la compañía también mantuvo contrato con algunas empresas que le suministraban las materias primas para su operación. Entre ellas, aparecen Río Grande Coal Company (1909), carbón; Compañía Carbonífera de Río Escondido, S. A. (1910), carbón de gas; Compañía Carbonífera Agujita y Anexas, S. A. (1911), coque; Mexican Coal & Coke Co. (1911), coque; Compañía Mexicana de Petróleo “El Águila” (1912), gas oil; Compañía Carbonífera de Sabinas, S. A. (1917), coque; Central Iron & Coal Co. (1919), coque; y Texpata Pipe Line (1926), aceite (Los Hornos Altos de Fundidora, 2003: 13).

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Conclusión

El espíritu emprendedor, el potencial financiero, la riqueza mineral de las tierras norteñas, la creatividad de la gente regiomontana y los aspectos socioculturales de la época propiciaron la creación de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey. A pesar de las dificultades, su impacto industrial y su oferta de trabajo han marcado la región de Monterrey. Los vestigios de esta industria aún permanecen en su lugar como espacios reservados para el turismo y el esparcimiento. Estos recuerdan los tiempos de innovación y emprendimiento a las nuevas generaciones que solo pueden adivinar una parte del impacto que esta industria regiomontana contribuyó al desarrollo de la región.

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Ambrosio Sánchez Albíztegui nació en Durango, Durango, el 14 de julio de 1948. Diez años después, su familia se trasladó a Jalapa, Veracruz. Allí estudió la primaria, la secundaria y el bachillerato. En 1966, llegó a Monterrey para estudiar en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey. Recibió el título de Ingeniero Mecánico Electricista en 1971. Recibió una beca para estudiar una maestría en Ingeniería Mecánica con espacialidad en Ingeniería de control y recibió el título en 1977. En 2001, recibió una beca para estudiar un doctorado en Estudios Humanísticos con especialidad en Ciencia y Cultura. Durante 30 años, impartió clases de índole científica y humanística.

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Tres poemas – Three poems

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Pronóstico del tiempo


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Algo sé de las cosas.

No se me han revelado las claves de la muerte

ni converso con ángeles o estatuas,

pero entiendo que al agua de los charcos

y al reflejo de un rostro en esas aguas

no se les llame de la misma forma.

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Las ramas del naranjo

son manecillas de un reloj de frutos.

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Aunque, a decir verdad, todo lo ignoro

tratándose de charcos y reflejos.

El tiempo es lo que pasa por delante

sin verme ni siquiera de reojo:

por delante del agua y de las piedras.

Yo apenas averiguo qué hay debajo,

qué hay detrás, qué hay adentro.

Algo sé de las cosas, como he dicho:

sé que van a perderse.

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El árbol de minutos

deja caer los más redondos

y conserva los tenues e inasibles.

Después de todo, el ángel y la estatua

conversan entre sí, miran al cielo

y pronostican, por su cuenta,

lluvias o tolvaneras o bonanzas.

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Forecast of Time


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I’ve learned a thing or two.

I haven’t had the codes of death revealed to me,

and I don’t converse with angels or statues,

but I realize that the water in a puddle

and a reflection of a face across that water

don’t share a name.

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The branches of an orange tree

are hands of a fruit-bearing clock.

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Although, in truth, I don’t know much at all

when it comes to puddles and reflections.

Time is what hurries on ahead

without a sidelong glance at me:

ahead of the water and rocks.

I’ve barely caught a glimpse of what’s below,

behind, within.

I’ve learned a thing or two, just like I said:

I know they’re destined to be lost.

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The tree of minutes

lets the roundest fruits drop down

and keeps the tentative, the unattainable.

In the end, the angel and the statue

chat between themselves, study the sky,

and forecast, on their own account,

thunderstorms,dust clouds, or fair weather.

 

El mismo día

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para Carlos Ulises

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En amaneceres repetidos

de meses, de años repetidos,

hojas repetidas

de fresnos repetidos

absorben la luz y la fragmentan

al otro lado de la calle.

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Desde la misma ventana

de la misma casa,

los mismos ojos

miran las mismas partículas de luz

de los mismos follajes.

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Mientras dura esa luz,

pájaros diferentes atraviesan el cielo

como si fueran cielos diferentes

cruzados por el mismo pájaro,

hasta que la noche oculta las hojas de los fresnos

y las ventanas aceptan apagarse.

 

The Same Day

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for Carlos Ulises

On repeated dawns

in repeated months and years,

repeated leaves

of repeated ash trees drink

the light and fragment it

across the street.

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From the same window

of the same house,

the same eyes

watch the same light particles

of the same foliage.

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While this light lasts,

different birds flit through the sky

as if they were different skies

crossed by a single bird,

until the night conceals the ash leaves

and the windows consent to be snuffed out.

Escena con dibujante y modelo

Medimos un milímetro cuadrado.
En la punta de un lápiz
cabemos mientras quepa nuestra piel,
mientras haya lugar para las uñas.
Cabemos en moléculas plateadas:
oscuros hueso adentro,
descalzos absolutamente.

Cabemos con los ojos
de los primeros que nos vieron,
con los nombres ocultos
del odio y la vergüenza,
con el color ausente de la ropa
y con los animales que vemos en las nubes.

En los compactos minerales
de la punta de un lápiz
cabemos de dos modos:
con la espalda y el pecho al mismo tiempo,
el sueño y la memoria,
tu cara en el registro de mis ojos.

 

Scene With Artist and Model

We measure one square millimeter.
We can fit on a pencil point
as long as our skin fits,
as long as there’s enough room for our nails.
We fit inside silvery molecules:

dark-boned,utterly barefoot.

We fit with the eyes
of the first who ever saw us,
with the hidden names
of hate and revenge,
with the absent color of clothing,

the animals we glimpse in clouds.

In the compact minerals
of a pencil point,
we fit in two ways:
with back and chest at once,
dream and memory,
your face in the chronicle of my eyes.

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Traducción de / Translated by Robin Myers


 Luis Vicente de Aguinaga es poeta, ensayista y traductor mexicano nacido en 1971. Es doctor en letras románicas por la Universidad Paul Valéry de Montpellier y profesor titular del Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado once libros de investigación literaria, crítica y ensayo, entre los cuales figuran De la intimidad (2016) y La luz dentro del ojo (2018). Es, además, autor de trece poemarios, el más reciente de los cuales, Qué fue de mí, apareció en 2017.

Carta suicida

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Carta suicida

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Esta no es una disculpa, tampoco una nota acusatoria. Algo así no tendría sentido cuando voluntariamente he tomado la noche por casa y la demencia como el curso lógico de una vida.

Tan solo quiero dejar constancia de lo que se siente, del lugar que ocupo y de los pasos elípticos que me han traído hasta aquí. Me gusta y no quiero cambiarlo. Aunque, no sé si realmente deseo caer. ¿Cómo me sentiré cuando comience a cerrar los ojos?

Quiero invitarte a una fiesta, una de esas de las que no se vuelve. ¿Bailarías conmigo?

Dance, dance, dance… el sonido que viene de la discoteca, eso y el viento soplando es lo único que escucho. Mi corazón y su disonancia, una supernova imperceptible. Sparagmos en cada latido.

Pienso en el arcano del Diablo que apareció en mi última lectura, en sus alas azules y en la redención ofrecida por el infierno, la continuidad de una sola naturaleza, humana y animal en el momento de la disolución, justo antes del florecimiento.

¿Cuándo lo dejé entrar? A ciencia cierta no lo sé. El peso de sus cadenas rodeando mi cuello me hizo tomar conciencia; no solo de él, sino también de una parte de mí, una que nunca será mía. Cierro los ojos y la miro, escucho su voz de otro tiempo. Al hacerlo estos miembros se deshacen en medio de una dulce viscosidad. Es bien sabido que la manzana es más roja y apetecible cuanto más alta.

Esta noche, lo que hay de natural en ella, me mira. Quieta y cariñosa. La coincidencia de opuestos, el silencio y la euforia, lo vulgar y lo sublime, el caos y el orden vibrando en el palpitar de un zumbido divino también están dentro de mí.

Esta noche se prolonga demasiado. Quizás por eso pierdo el compás. ¿Debería sentir vergüenza? No, no hay culpa. La música que escucho y su minimalismo repetitivo combinan tan bien con mi alma, resuenan tan bien allí.

A veces pienso que me odias, y por eso no eres capaz de comprender.

Quiero acariciar tu rostro.

Quiero librarme de ti.

Pero cuando me dispongo a huir clavas tus garras. La sangre brota y con ella el perfume de los afectos. Me tiras al suelo, pero no me rompo. Si esta es la manera de amar que te gusta, hagámoslo así. Sabes que es tarde para dominar a través de la palabra, de todo aquello que mucho y nada tiene que ver con el sexo, para dar forma a lo que soy.

El viento sopla y arrastra las hojas, pero no el dolor. Reposa junto a nosotros como un niño pequeño que, de vez en cuando, tiene espasmos y solloza inmerso en sus pesadillas. Mis piernas se abren. Su boca, sus ojos, sus manos traen consigo algo muy parecido al gozo.

Se podría decir que estoy a punto de ser feliz, pero solo apunto, porque echo en falta el amor, lo que sentía antes de que mostrara su poder destructivo y me enseñara a hacer lo mismo. Ya no es un dios, pero aun así lo beso con el instinto del hambre, porque está lleno de mí. Hacerlo es casi como mirar el rostro encendido de un autorretrato.

—Querida mía… eres maravillosa.

Vierte palabras como esas para salvar la distancia. Sonrío y lo beso nuevamente, esta vez de una manera más cálida, más humana. Quizás en el fondo lamenta que le haya servido de puta. Sus ojos tienen esa vaguedad de animal domesticado.

Susurra que en este combate no hay vencedor. ¿De verdad lo crees? Al cabo de unos instantes el calor de la oscuridad en mi cuerpo, y el olor de la Reina de la Noche, lo adormece. Es una planta hermosa, benéfica, pero también muy cruel. En la Antigüedad dedicaron cánticos y ofrendas al genio que baila en su interior.

Dicen que puede traer alivio, pero también la muerte y la locura.

Dicen que los muertos son más sabios. Los locos, más agudos.

Cada uno de mis sentidos recorre la escena: la humedad del aire y su sabor metálico, las luces, el parque sereno, la tierra mojada y la niebla que empieza a caer. Mis dedos se extienden para acariciar el césped, pero algo se opone, el filo de un cristal en el suelo.

Si fuera una de aquellas doncellas germanas, defendería mi honor. Lo ataría de pies y manos mientras pienso —un poco de manera hipócrita— que no quiero atravesar su pecho. Diría, tan solo para mis adentros: “Despierta”.

Sin embargo, lo miro con ojos desnudos. No estoy en contra de nada. Mi voluntad ha elegido la vida, es decir, la verdadera muerte.

 


Victoria Marín (San José, 1991) es filóloga clásica y estudiante de Filosofía y de la Maestría en Literatura Clásica. Dirige la plataforma literaria Revista Virtual Quimera. Es compiladora del libro de relatos Anábasis, antología de narrativa fantástica y ficción histórica (Nacimiento, CR, 2020). Figura como autora en Donde contamos hormigas y segundos (Poiesis Editores, 2020), Antología Nueva Poesía Costarricense (MCJ, 2020), Voices (Centro Cultural de México, 2021), Rollos de Vuelo (EUNED, 2021), 56 Altares: Filos y Espejos (Testigo Ediciones, 2022), Fin de siglo (EUNA) y Hay algo, urgente que te tengo que decir (Medusa Editores). Ganó el XIV Concurso de Escritura Creativa en Lenguas Extranjeras (Universidad de Costa Rica) en la categoría de poesía en lengua portuguesa. En 2022 publicó su primer poemario La Edad de Hierro (Medusa Editores), el cual fue presentado ese mismo año en la Feria Internacional del Libro de Chihuahua.

Ha participado en diversos eventos nacionales e internacionales como el VIII Congreso Internacional de la Cátedra UNESCO para la lectura y la escritura, el I Congreso Nacional de Estudiantes de Artes y Letras (UCR), el Festival Internacional Primavera Bonita (Fundación del Centro Cultural del México Contemporáneo et al.), el XXVI Simposio Nacional de Estudios Clásicos, el II Congreso Internacional sobre el Mundo Clásico (Universidad del Nordeste, Argentina), el I y II Encuentro Internacional de Poesía en Xochimilco y el I Coloquio Nacional de Narrativas Especulativas, de lo Insólito y del Horror (BUAP, México), entre otros.

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El reclamo desde la desnudez

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.El reclamo desde la desnudez

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Enriqueta Ochoa es una poeta que vivió en los sótanos de las palabras desde donde forjó una poesía que nos estremece en todo momento. Ha salido de ahí cantando y ha venido a la superficie como un Lázaro que reconoce nuevamente su latido y lo abraza, y se reconcilia con su condición humana, porque como Vicente Rojo dice: “La poesía es el brazo armado del amor.”

  Enriqueta Ochoa afirmó siempre que la creación poética es una semilla que debe germinar en la oscuridad y, fiel a sí misma, practicó de esta manera su intensa experiencia vital al trasvasarla a la palabra. Los ríos subterráneos en los que su poesía abreva fueron los que su lengua materna le dio al mostrarle, a lo largo de su vida, los alcances que tienen la ausencia, el anhelo, el vacío y el desasosiego al verterlos en la palabra. Debe ser por eso que, al releerla a través de los años, su poesía encuentra nuevos intersticios en nosotros para atacarlos con su belleza contundente, con sus alas de imposibilidad que tanto nos duelen y hermanan con esa oscuridad que nos arroja, una y otra vez, a la vida que hemos perdido innumerables veces.

  El poema “Los himnos del ciego” es el encargado de abrir el libro del mismo nombre. Enriqueta tenía 40 años cuando este poemario fue publicado en 1968 y se trata de un gran canto calcinado, pero también de una oración y una poética desgarradoras. Un acto de desesperación verbalizado al límite en donde la voz lírica comienza diciendo, ni más ni menos: “El que canta es un ciego”.

  Con sus “labios de raíz oscura”, con una mirada vacía, declara que los hombres son los ojos que Dios dejó escondidos y entonces se dirige a esta deidad, igualmente ciega, a quien pide fervorosamente que de no darles la vista, dé voz a los hombres que se hallan viviendo hacinados en un mismo surco de confusión y rabia. Esta voz, cuya única manera de ver es a través del llanto, asegura que si fuera advertida por esa divinidad, la noche ontológica se rompería para siempre.

  Pero al igual que la oración de Job, sentado en su trono de ceniza, sin recibir palabra de nadie y esperando que Dios retire el castigo de su cuerpo, esta plegaria dice: “Otra vez somos lo que fuimos”, y es aquí en dónde aparecen los elementos cristianos que Enriqueta Ochoa conjuga en su universo poético; en este poema son: la lengua seca de Cristo, el Monte Sinaí y la figura de Moisés, para señalar que una y otra vez podrán comenzar las eras, reiniciarse el éxodo del mundo, sin que la humanidad logre recobrarse a sí misma.

  Y de pronto el yo lírico viaja al interior e interrumpe la súplica para hablar de la pasión, “signo de destrucción” por quien “el tiempo adquiere un rojo morado de locura” y revela su condición de calcinada al decir: “Sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”. Las escarpaduras de la pasión la han trazado y destrozado: “Sólo el que ama entero desde su centro diáfano se consume; muere y vuelve a nacer en sí mismo, en su propia blancura incandescente”. La pasión: ese territorio en donde la intrapunición nos centrifuga, nos segmenta.

  Y retoma con urgencia la oración para pedir que estas palabras sean salvadas junto con todos los hombres que se hallan en el abismo de una muerte continua. La deidad es llamada “Amoroso Sastre” y ante ella se reconoce desnuda al confesar que cuando abrió los ojos al mundo escuchó su rumor, pero jamás esta figura se detuvo a vestirla, ¿por qué? Es entonces que reclama que debió recibir un traje y no jirones que jamás llegaron a alcanzarla en la tierra y deja claro que, gracias a esa desnudez, su cuerpo de leña sin vestido cada noche arde, crepita. En ningún momento esta voz monta en cólera, de hecho, sus palabras están llenas de compasión; está rezando y se muestra más bien dispuesta a tratar de entender las razones de un abandono de tales proporciones.

Dice Job, cuando decide hablar con Dios:

Mi alma está hastiada de mi vida; daré yo rienda suelta a mi queja; hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: No me condenes; hazme entender por qué contiendes conmigo. ¿Te parece bien que oprimas, que deseches la obra de tus manos y que resplandezcas sobre el consejo de los malvados? ¿Tienes tú ojos de carne? ¿Ves tú como ve el hombre? ¿Son tus días como los días del hombre, o tus años como los días del ser humano, para que indagues mi iniquidad y busques mi pecado? […].

“Otra vez somos los que fuimos”, dice Enriqueta en su poema, sobre la humanidad vestida con algo que no le corresponde. Lo dice una ciega con su visión de lágrimas que queman.

  En la actualidad este poema se redimensiona de una manera espeluznante al cotejarlo con el tiempo que atravesamos, en donde el olvido parece ser el mayor de nuestros éxitos y, esas ropas ajustadas de manera inexacta que describe la poeta, son las modas que nos dicta una globalización que nos mantiene ciegos ante la incertidumbre generada por nuestra indiferencia hacia la injusticia; una humanidad que se ha convertido en una red y no en una estructura, en donde la velocidad del progreso no nos tranquiliza y, de vez en vez, acaba por excluirnos, como lo señala el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman. Esas semillas que han caído de golpe en el surco, apretadas, sin poder ver la luz del movimiento en el poema “Los himnos del ciego”, somos los hombres que ni somos ni perecemos, pero sí erramos. La poeta tiene el poder de hablarnos de un dolor místico y de un dolor humano desde una desnudez única: la de su palabra trabajada en el subsuelo de los días, en la penumbra de las horas. Desde la profundidad de este poema filosófico, la irrepetible Enriqueta Ochoa nos describe como: un hambriento rebaño, un espantado coro de hombres que se estrella, cito: “contra los acantilados de la incomprensión y el poder”.

  La visión del poeta es lo que muere hasta el final, no así su esperanza. “La palabra: ese cuerpo hacia todo, la palabra: esos ojos abiertos”, dice Roberto Juarroz, y justamente la palabra de Ochoa en este poema es una realidad expansiva: un cuerpo hacia todo, porque la mirada del ciego no es otra cosa que esa palabra mirando el devenir de la humanidad y por ello en “Los himnos del ciego” se entienden ojos por lenguaje, mirada por incertidumbre y ausencia de dios, y ausencia de dios por condición humana. Este poema es un signo de nuestro tiempo y es un fruto de la urgencia, un reclamo desde la desnudez.

Reparemos en la ecuación de la imagen que Ochoa ejecuta, es decir, esta manera de traducir en el verso las magnitudes que interfieren en el fenómeno poético de este canto-quemadura:

 “el que canta es un ciego que se quemó de ver”
 “mirada ciega, potencia de una luz encanecida”
 “sobre la más alta roca del amor he llorado esta noche”
 “un estallido de todas las suturas del espacio”
 “toda borrasca de pasión es ala de torturas”
 “el tiempo adquiere un rojo morado de locura”
 “sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”
 “anoche, leña mi cuerpo, chisporroteaba, ardía”

Leer a Enriqueta Ochoa, además de una intensa experiencia vital, ha sido siempre una prueba irrefutable de lo que Marguerite Duras dice: “Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que uno escribe”.

 


Claudia Berrueto (Saltillo, 1978) es Licenciada en Letras españolas por la Universidad Autónoma de Coahuila. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones, en el área de poesía de Jóvenes creadores. Premio Nacional de Poesía Tijuana 2009 y Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2016. Ha publicado Polvo doméstico, Costilla flotante y Sesgo, este último, reeditado en Venezuela y Ecuador en 2021 en una coedición del Centro Editorial La Castalia y línea imaginaria Ediciones y por Cinosargo Ediciones, sello editorial chileno con sede en México, en 2022. De 2018 a 2021perteneció al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente es presidenta de la corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana en Arteaga, Coahuila.

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A mí me aceptaba

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mí me aceptaba por médico y por amigo, más lo segundo que lo primero, ambos en calidad de testigo. A Marie la aceptaba de un modo más complejo que contradictorio, como recriminándole algo y como a alguien que ha padecido algo semejante. Quizá para recriminarle justo que ha padecido, con anterioridad, algo semejante, aunque esto solo fuera una intuición suya (difícil hablar de una ‘certeza’, de una ‘corazonada’, de una ‘intuición’, en alguien en ese estado; son palabras demasiado enérgicas, vitales), y la gravedad de lo mismo, aunque fuera algo jamás compartido y, por lo mismo, imposible de medir.[1]

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Aquellos ejercicios, comentar las cartas mediante la escritura en el cuaderno, fueron previos a su verdadero desplome, ante el cual yo no era capaz de respuesta. Pasé largos ratos sentado en su recámara, en el único sillón. Él se sentaba del todo vestido en la cama. O se paraba frente a la ventana, pero me era obvio que no miraba nada, y que el solo sostenerse de pie parecía requerir un gran esfuerzo, como los caballos, que se dice duermen de pie, las articulaciones fijas en su sitio. (Locked into place.) Lo cual también describe la psique, el ánimo, el espíritu de quien padece la melancolía. Hasta en eso más insecto que hombre. Marie no lograba que comiera, pero le dejaba los alimentos sobre una charola que, ya en mis visitas, parecía colocada arbitrariamente sobre cualquier superficie, incluso sobre el piso. Creo que a veces lograba comer algo; pensar lo contrario, de que eran alimañas de un tipo u otro, las que consumían parte de los alimentos, me parecía demasiado repulsivo. Así como Marie no lograba que comiera, tampoco lograba que llorara, lo cual ella intuía sería un importante alivio y señal del inicio de una recuperación. Yo, como médico, le dije que estaba en lo cierto, que el llanto era a veces una función fisiológica tan elemental como la respiración. Era frecuente que quien llorara, recuperara después el apetito, o conciliara el sueño. ¡Sonriera! Llorar era bueno para los nervios maltrechos. Su rostro demacrado, pero con los pómulos como dos pequeños puños, más pálido que de costumbre, de tono grisáceo verde, los iris ya no del color usual sino como deslavados, los ojos abiertos, sin pestañear y extrañamente secos. Pero era su olor acre lo que me alejaba finalmente de la habitación, un tufo distinto al del sudor seco, al de la falta de aseo, de la comida fría que había comenzado su descomposición, distinto también de la ropa de cama o de la ropa del mismo Gregor que ahora era la misma de días anteriores, semanas y no, como de costumbre, solo parecida en que toda su ropa lo era, pero ahora, un olor distinto, el de la enfermedad, mezcla de lo demás, pero no reducible a ello. Marie procuraba que alguna de las sirvientas que no fuera Rosa aseara la habitación en la medida en que Gregor lo permitiera; esto se dificultaba en que él se negaba a ver a alguien que no fuera su madre o yo. Cuando dejaba pasar a la sirvienta, lo hacía parado frente a la ventana y mirando hacia afuera, inmóvil como una estatua o, mejor, como una gruesa cortina. También procuraba Marie que se bañara. El agua le haría bien. Se lo sugería cuando estaban solos en la pensión y no tenía por qué temer toparse con alguien en los pasillos. Lo visualicé debajo de la regadera, más flaco de lo usual, con el vientre distendido. Pero jamás salió al pasillo.

Marie entraba con la jofaina y le daba baños de medio cuerpo y piernas con agua tibia y toallas limpias. Sacaba la bacinica de debajo de la cama. Observé sus heces en varias ocasiones: regía poco o regía suelto. Más detalles solo son de interés médico. Llegué a pensar que nunca los había visto tan cercanos a Marie y a Gregor.

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A usted se lo digo y se lo digo brevemente porque creo que me entiende. Era un tema nuestro hablar de la literatura, compartíamos libros. En una sola ocasión de su enfermedad me dijo que se sentía como Orestes acosada por las furias. De inmediato se avergonzaba, la sangre le corría al rostro (lo cual era rarísimo en él, y más en ese tiempo de su enfermedad). Dijo que era soberbio expresarse así. Además, el arte, la misma tragedia, era para los griegos finalmente asunto de belleza y de armonía. No se contemplaba el mal. Yo en aquel momento no le iba a llevar la contraria, ni recordarle otras ocasiones en las que había hablado de modo distinto sobre los griegos y su poesía trágica. Gregor no era un esteta. Habló un poco más, yo no lo interrumpí, y todo era referente a su propia culpabilidad. Guardó silencio, exhausto. En todo ese rato no me había mirado, pero ahora lo hacía menos. Me atreví a decir, con todo y la convicción de que mis propias palabras en esas circunstancias no podían más que resultar banales, extraño exceso –es decir, haberme ido sin decir nada hubiera sido lo correcto, lo terapéutico– que él no había matado a su mamá. “Pero no la he honrado, como tampoco he honrado a mi padre”. Así me respondió. Me pareció tan cierto lo que decía, por universal, y a la vez tan absurdo (dada su propia realidad ambigua con respecto a sus padres), que salí ya sin decir nada. Obvio decir que aquí no se trataba de las perras furiosas de su madre, las Furias, acosando a Orestes por su matricidio, como tampoco de la madre, Clitemnestra, cuando aún tenía vida y urdía el triste destino a Agamenón, con mentirosa lengua y dulce sonrisa. Porque Orestes aquí, con todo y la mezcla de formación judía y germano griega de Gregor –bildung, aparte, en gran medida autodidacta y como lector; en lo primero, recibió su enseñanza a manos de Roth; en lo segundo, me acompañó a mí, en las lecturas y en las discusiones cuando yo hacía las tareas para el gymnasium y luego en la universidad… todo le interesaba, pero la literatura era su materia favorita–, no tenía sustancia, mucho menos las Erinias, mucho menos las perras. Si acaso, él se sentía Erinia, pero creo, estoy casi seguro, que de haberle planteado yo la pregunta “¿no parecen fantasmas de un sueño?”, él no habría respondido y de haberlo hecho diría que no hay sueño, no hay fantasmas, no hay apariencia. Lo cual no quita que yo salí en esa ocasión de su cuarto con una emoción que solo pude poner en palabras al releer la historia de Orestes, así como la cuenta Esquilo. La primera es cuando Casandra dice: nada se remedia con callar. La segunda es cuando Electra, refiriéndose a su propia madre, Clitemnestra, dice: me cerraba la puerta de mi propia casa, como a un perro. Si nada se remedia con callar, ¿cómo expresar algunas cosas? ¿Darles una expresión no fragmentaria y efímera? No hay modo. La única respuesta humana es la de Casandra, y no siempre. En cuanto a Gregor, no es que su madre sea una perra –quien haya sido su madre–, ni que las perras de su madre lo acosen, sino que él es como un perro sentado ante la puerta cerrada de su propia casa.

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Cuando le pregunté si no quería ver a Rosa masculló algo que no entendí pero que solo pude interpretar como culpa, vergüenza, o ambas. Laco quería que yo me lo llevara al hospital. Así me lo dijo. Lléveselo. Me habló de usted solo en esa ocasión. Cuando dije algo sobre la dificultad de diagnosticar su enfermedad, preguntó si no sería preferible el hospital psiquiátrico. Pareció darle calma la auto-reclusión de Gregor a su propia recámara, así como el hecho de que dejara de ser tema de plática entre los pensionistas o comensales. Al inicio, me preguntó seguido y de diversas maneras, sobre la posibilidad de que Gregor fuera tóxico. Quise entenderle. Volvió a plantear su inquietud: de que si lo de Gregor era contagioso. Lo consolé asegurándole todo lo contrario, aunque yo mismo no estaba seguro al respecto, y aún no lo estoy. Por momentos mis temores eran muy próximos a los del señor Samsa. A veces salía yo de la habitación de Gregor como quien huye, casi llevándome la mano a la nariz. ¿Qué le pasa? ¿Qué le ha sucedido a Gregor?, me preguntaba. ¿Cómo ubicar aquello en lo que había devenido Gregor?

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Él no era del todo responsable. Yo no lo acusaba de serlo. De hecho, no lo acusaba de nada; me era imposible formular o emitir un juicio. Posiblemente por eso aceptaba mis visitas. También, cabe pensar que él veía en mí algo que él había perdido. Algo que yo sabía que no le era ajeno hasta hacía poco. Podría decir: ¡Obvio, la cordura! Pero sería una respuesta fácil, si no cínica. Es verdad que había perdido por lo pronto la posibilidad de valerse por sí mismo, ¿y cómo saber por cuánto tiempo?

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Era una sensación rara. Él no decía nada, y no como quien se guarda los pensamientos, pero, a la vez, los dos estábamos acompañados de algo que no era propiamente ni de uno ni del otro, algo frente a lo cual no era posible estar, pero sin lo cual no nos hallaríamos en aquel silencio. ¿Incómodo? No. ¿Indiferente? Tampoco. Al menos no para mí. Sentía seguido que aquel a quien yo pretendía acompañar no estaba presente. Aquel hombre, disminuido en todos los sentidos pero, también, por lo mismo, alarmante, era una especie de sirviente, de criado (manservant) que ocupaba el sitio de su patrón, y lo hacía con la mayor economía posible aunque el beneficio no fuera evidente o, peor, lo hacía con el mínimo esfuerzo, la expresividad facial y corporal indispensable para no gastar un céntimo más de lo necesario, nada superfluo, el mayor empleo de los nutrientes y el metabolismo (para cambiar a un lenguaje más mío, médico y no financiero), pero sin aprovechamiento evidente o aparente. Era una especie de artista del hambre (vanishing act), cuyo arte es ayunar; a ese paso, el sirviente se iba a consumir del todo antes del arribo, o retorno, de su patrón (amo). La primera señal de este arribo es que platicarían entre los dos, y no sobre dónde estuvo cuando ausente sino de lo que traía de vuelta.

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Lo que parecía un repliegue era todo lo contrario a un repliegue. Sin desearlo lo visualicé sobre una de las planchas del quirófano. Estaba vivo, pero a penas. Sí pensé, aunque pareciera ilógico, que posiblemente lo que yo tenía frente a mí era una persona que hacía todo por sanarse, aunque ella misma no lo supiera. Dicho de otra manera: él estaba en lo recóndito, más que si se hubiese detenido para no moverse más, o solo lo indispensable, en alguna de las pensiones de las ciudades que frecuentaba como vendedor, ya que la Pensión Samsa le era ajena, siempre lo había sido.

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Testigo en cuanto a mi neutralidad, en cuanto a la capacidad suya de verme de modo objetivo (son suposiciones mías); no sentiría que yo lo mirara, midiera, con todo y ser médico; no sentiría que yo fuera a escandalizarme, a reclamarle algo, a exigirle… ¿no sé qué? ¿A que volviera en sí? De nueva cuenta, mi formación médica me ha acostumbrado a la posibilidad de que la gente no vuelva en sí. ¿Gregor, o lo que restaba de él, percibiría esto? Incluso decir, lo que restaba de él, ¿no es una apreciación médica, casi fisiológica? ¡Como si todo lo que no restaba de él fuera tan notable, tan valioso! Un vendedor de telas, soltero, que vive en el mismo cuarto de pensión casi desde que tiene memoria (no es lo mismo a decir en casa de sus papás), cuyos pasatiempos son alquilar un bote para remar, nadar en la escuela civil de natación sobre el Vltava, tomarse un refrigerio en el Café Arco los jueves por la tarde, casi siempre con los mismos conocidos, a menos de estar de viaje. Por otro lado, ¿en qué sentido no es notable lo anterior? ¿Pero quién soy yo para aquilatar el valor de una vida? Más si el único valor para un médico es ese, lo que conforma una vida, la salud, y no lo que acaba con ella. Aunque parezca extraño, el asunto del médico es la salud, no la enfermedad. Uno podría pensar lo contrario, habiendo sido yo su mejor amigo. ¿Pero lo era de aquel Gregor? ¿Podía acaso platicar con él sobre el viaje que realizamos él y yo a Bratislava en tren, con dos amigas mías enfermeras? ¿Sobre la discusión con los nacionalistas húngaros en el mísero Café Savoy el mes anterior? Y un largo etcétera. Así como él nunca habló de su inocencia, de su calidad de víctima, yo tampoco pretendí en ningún momento que lo fuera.

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  1. Apuntes del pasante en medicina y mejor amigo de Gregor Samsa


    Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.

Sobre el libro “Lealtad del fantasma” (2022), de Enrique Serna

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El espectro en el espejo: Lealtad del fantasma, de Enrique Serna

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Los siete cuentos de este último volumen (Alfaguara, 2022) de Enrique Serna se distinguen por los personajes, unos más estelares que otros, con psicologías complejas que caminan en el límite del quebrantamiento y algunos de ellos se sumergen sin reparos hasta lo más fondo de la piscina del crimen. Algunos personajes son redimidos en el trance tortuoso de la indecisión que mantiene en vilo al lector, imaginando a estos seres que como en todas las historias, deben tomar una decisión fundamental. Sus cuentos están afilados con la sonrisa incisiva del humor negro, poderoso pedernal para hacer cortes milimétricos como una forma sofisticada del “lingchi” o muerte por mil cortaduras de papel.

En el primer cuento, “El anillo maléfico”, un maestro de historia cae preso de las insinuaciones de una “Lolita” (Irene, 25 años más joven que él). El “profe” preparatoriano se debate entre traicionar a su mujer porque se siente preso en “la jaula de la monogamia” o estuprar a una chica donde “la voluptuosidad libraba cruentas batallas con la inocencia”. El personaje, con el apropiado nombre de “Fidel”, se ve inmiscuido en el chantaje de un alumno (David Gaxiola), que se ha dado cuenta del desliz del maestro con la alumna; posee un video para probar los escarceos. Como en una escena de la película American Beauty (1999), (esa fábula del aburrimiento en los suburbios), Fidel observa los contoneos pélvicos de la muchacha en una coreografía. Pero la historia tiene una inesperada vuelta de tuerca cuando aparece un novelista que interroga a su personaje como en aquella novela Niebla (1907), de Miguel de Unamuno; o como en Stanger than Fiction (2006), si se requiere de un ejemplo cinematográfico. El novelista le ofrece un catálogo de opciones para su personaje siempre y cuando no ponga en peligro la historia o parezca “una intriga de brocha gorda”. El narrador decide un peor infierno para el personaje y lo arroja al “décimo círculo del infierno, donde arden eternamente los arrepentidos de arrepentirse”. El narrador por medio del personaje novelista, como un titiritero mayor, le tiende un castigo mayúsculo por reprimir su deseo por Lolita. ¿Qué hubiera pasado si el personaje de Nabokov hubiera optado por el recato y la mojigatería? Este cuento se puede leer también como una poética de la cuentística serniana, dado que el autor deja entrever el cuidado psicológico que da a sus personajes para no sacrificar la verosimilitud de sus historias.

El cuento “La fe perdida” toma lugar en el “juego de la soga” racial en el contexto estadounidense. Elpidia está obsesionada con Melanie (de origen mexicano) y Sid Flannagan, dos personajes de la farándula que ella sigue enajenada por redes sociales en su celular. Elpidia reniega de su pasado mexicano, pero se indigna cuando ofenden su cultura. Elpidia, enceguecida por un insulto racial en contra de Melanie, toma una pistola para vengar a su ídolo y sigue al ofensor a un concierto donde lo ejecuta a balazos. Sin embargo, en un giro de tuerca, Melanie es acusada del crimen. Elpidia cae en cuenta que los verdaderos héroes que deberían seguir los reflectores son a su padre, que cruzó la frontera y trabajaba sin parar porque “había salido de pobre con unos huevotes de caballero águila”. Elpidia vence su enajenamiento cuando aniquila (literalmente) a su ídolo por quien existía vicariamente.

 

En “El paso de la muerte”, un amor platónico de la juventud tiene una segunda oportunidad. Elvira, la muchacha inalcanzable de la escuela ahora muestra interés en el despreciado muchacho, Samuel, hombre de fama que ella invita a una fiesta. Este cuento se concibe como la indecisión de un hombre pacato entre seguir en un matrimonio en ruinas o irse con su sueño nostálgico de la mujer ideal. Serna pone de manifiesto la tortura del personaje que se debate entre el “deber y el pecado”, agobiado por el sentimiento de culpa de abandonar a su hija Tania. Dice el personaje: “Cambié el amor seguro por el incierto, la tierra firme por el lomo de una yegua loca”. Serna es un experto en cruzar alambres del matrimonio común para cuestionar sus dogmas, el pedestal del “hombre de familia” y los barrotes invisibles de la “gran familia mexicana”. Se refiere así de su esposa Consuelo: “la carcelera que elegía sus corbatas, sus amistades, sus diversiones, al grado de impedirle cualquier decisión espontánea”. Samuel es un personaje atormentado por una moral despótica que no lo deja vivir con libertad y que arde en el fuego lento del remordimiento.

En “Paternidad responsable” destaca una pareja “prudente” de doctores en humanidades que navegan de muertito su relación y para darle resucitación artificial a su matrimonio adoptan a una mascota. Pero el perrito se convierte en la cuña de la discordia al confrontar distintas maneras de cuidar al animal, apodado Zeus. Pero la pareja decide quedarse unida por el bien de los sentimientos del perro que se estaba enfermando por las reyertas escandalosas de sus dueños. Ambos encuentran alternativas con otras personas a sus desfogues sexuales para cumplir con el adoptado perrhijo.

“El blanco advenimiento” escudriña del deterioro de Felipe, un gigoló obsesionado con su cuerpo esculpido de gimnasio que cuenta con un séquito de mujeres casadas con las que le pone el cuerno a su mujer. Pero el don Juan debe enfrentar los embates de su cuerpo en franco decaimiento y es sometido a una cistoscopía que sumó de último momento en una prostatoctomía, cuya secuela es eyaculación retrógrada y el subsecuente apaciguamiento de la líbido. Felipe se resigna al sexo conyugal con Rita, su mujer quince años menor que él y que sostiene también sus propias relaciones extramaritales. La vuelta de tuerca inesperada al final del cuento y la redención de la mujer que no resulta ser la chica resignada que pensaba Felipe recuerda a la novela de Serna El vendedor de silencio (2019), en tanto que las mujeres son de armas tomar (literalmente) y no corresponden con el estereotipo de la mujer abnegada que se muerde el rebozo ante el patriarca.

“Abuela en brama” es un cuento de largo aliento escrito desde la perspectiva de una mujer mayor que reactiva su sexualidad después de la muerte de su marido. Delfina Tamez, una mujer blanca, de clase alta, comerciante de 57 años, tiene un amor a destiempo con Efraín Pimentel, de 28, moreno y poeta. La novela es un estudio de la “lucha de clases” en su versión contemporánea de la guerra cultural mexicana de “fifís” contra “chairos” en el marco de la elección del presidente en turno. Serna lleva esa escisión político-cultural al cuadrilátero de una cama y pone a los amigos de ambos amantes a dialogar hasta los gritos sobre temas espinosos como la construcción del aeropuerto. Serna escribe: “Solo hay una aristrocracia verdadera: la de los buenos amantes”. El cuento es una válvula de escape para desazolvar las reyertas de ambos lados del espectro político e inspeccionar los modelos estereotípicos de estación. Efraín es visto como “un pandillero torvo de Ecatepec” y Delfina es vista como “abuela en brama, ruca padroteada, compradora de amor”. Sin embargo, el cuento deja a los dos personajes bien parados. Así como Delfina, al final del cuento, acude al psicólogo para drenar y entender sus sentimientos de rechazo de su clan que no le perdonan el desliz con un “chairo” el cuento sirve de catarsis para expresar en la ficción estigmas zahirientes que flotan en el pulso político actual.

“Lealtad del fantasma”, título homónimo del libro, juega con el tema borgiano del doble para explorar cómo los extremos se tocan. Jean-Marie es un drogadicto entregado a todos los placeres y tropelías que su dinero le permiten, pero su mundo se ve interferido por la aparición de un monje que atestigua su moral sentina y es el otro lado de la moneda: un monje consumido por imágenes de pecados astrosos. Jean-Marie es la pesadilla o el fantasma del monje trapense que intenta vencer los malos pensamientos. La estrategia de este cuento se puede remontar también al cuento “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar, el cruce de tiempos, la confusión de espacios. Este cuento contiene la clave que engarza los cuentos de este volumen y resumen las fuerzas que pugnan en casi todos los personajes: la lucha de un monje de clausura y un libertino a ultranza.

Serna encuentra la anécdota de sus cuentos detrás de las ventanas calmas y las puertas cerradas de la clase media y alta. Cuando empuja el picaporte de la alcoba, el lector advierte la jungla de las relaciones de pareja, los laberintos de emociones, arreglos silenciosos y extraños que sostienen el entramado psicológico que compone el enredijo de “la relación”. Serna urde cada uno de los hilos de esa maraña para presentarle al lector el universo descuadrado de las traiciones, indecisiones, arrepentimientos, enojos, sentimientos de culpa, micro-agresiones, “pactos de infelicidad”, canitas al aire, fajes pretéritos o imaginados y jadeos pasionales que enrarecen o componen las relaciones humanas. Como en el último cuento, el lector participa de esas tramas bien construidas, de personajes con psicologías congruentes con sus extrañas acciones. Esos personajes se presentan como la imagen de un espejo y cuestionan si acaso no somos nosotros el fantasma de ellos y les debemos guardar lealtad para que ambos sobrevivamos “como el hilacho de un viejo sueño cuando tu cuerpo se pudra bajo la tierra”.

Los cuentos de Serna se construyen en la impertérrita batalla del bien y el mal, una lucha moral que sucede en la arena mental de los personajes. “El anillo maléfico” (maestro seducido por la tentación), “La fé perdida” (fanática chicana desilusionada), “El paso de la muerte” (huir con el amor platónico de juventud), “Paternidad responsable” (pareja que se separa por bien del perrihijo), “El blanco advenimiento” (el deterioro de un Casanova), “Abuela en brama” (fifís vs chairos en la cama), “Lealtad del fantasma” (monje vs díscolo en el multiverso). Si el lector tuviese que visualizar los personajes de estos cuentos, sería recomendable recurrir a un cuadro del Bosco de un San Antonio agobiado por las tentaciones del mundo o como en Goethe, un Fausto visitado por Mefistófeles. Los dramas construidos por Serna están compuestos con diálogos creíbles que pueden remitir a su experiencia construyendo parlamentos para telenovelas. Cuando sus personajes salen a escena en sus cuentos (por así decirlo), se anticipa que el autor cuestionará sus mundos apacibles y los despojará de sus certezas hasta empujarlos al límite. Por ejemplo, su cuento más largo en este volumen, “Abuela en brama”, allí aparecen dos personajes opuestos que se convencen de haberse “emparejado en la cama”, pero en el laboratorio serniano se irán contrapunteando del odio al amor; al abrir el gran angular se advertirá el humor atractivo de poner a dos personajes supuestamente dispares en el espectro político y de clase, dispuestos a intercambiar fluidos y escupitajos, para dar cuenta al lector de la construcción de una división absurda y grotesca.


Martín Camps es profesor de la University of the Pacific en Stockton, California, donde es también Director de Estudios Latinoamericanos. Sus dos últimas ediciones de ensayos son La sonrisa afilada: Enrique Serna ante la crítica (UNAM, 2017) y Transpacific Literary and Cultural Connections: Latin American Influence over Asia (Palgrave, 2020). También ha publicado cinco libros de poesía, entre los que se encuentran Extinción de los atardeceres y Los días baldíos. También es autor de la novela Horas de oficina.

Don de la oblicuidad

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Don de la oblicuidad, de Julio Eutiquio Sarabia

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La última grata sorpresa que no puede ser ignorada, es el noveno libro de Julio Eutiquio Sarabia, titulado Don de la oblicuidad, publicado por Ediciones Monte Carmelo en 2022. Se trata de un poemario de cien páginas, dedicado a Raúl Dorra, con poemas de diferente índole. Una obra bien lograda que nos hace caminar en la oblicuidad de la vida, de la existencia, del día a día, de los sueños, de los temores, de todo aquello que encierra lo humano; cada poema es un texto fluido y el título muy sugerente, puede ser que la voz poética y el poeta de carne y hueso se camuflen en una sola misma voz para estar en todos lados y en ninguno.

 

En este poemario de treinta y seis poemas cada palabra es como la nota más sutil de una sinfonía. Libre de toda hojarasca. Fluido. Preciso. Su forma y composición se asemejan al más delicado aroma que verso tras verso maduran en la interioridad de aquel que esté atento a respirar los más fragantes perfumes.

Hay historias y símbolos teñidos de gris, pero muy encantadores como en Cartas desordenadas en la mesa, los versos son adecuados, despiertan diferentes emociones, sensaciones. Palabras que calman en sus inicios, pero de pronto confrontan. Como cuando alguna situación de la vida nos pone en nuestro lugar, a veces a la fuerza, a veces porque lo buscamos:

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…No se figuren un sueño en el abismo

ni conciban el descanso feliz en los sepulcros:

me reconforta Angélica Inés en el momento

que el facultativo estrecha mi mano

y confunde con haberes jugosos

para ultimar al Señor Cancer (11).

Todos los poemas de Sarabia tienen una característica, cada verso está bien elaborado. En esta propuesta se encuentran poemas extensos que, sin darnos cuenta, llegamos al final y queremos más, o dejan perplejo al lector; pero también, están los poemas cortos, delicados pero contundentes que despiertan toda cantidad de vibraciones, por ejemplo, La pregunta, un poema breve, con mucha fuerza:

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– ¿Está el barco en silencio todavía?

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Debe ser el ahogado quien pregunta

con el estupor súbito en los ojos

que ensalzan la fijeza.

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– ¿Cómo será la imagen de un barco que se hunde?

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Ya no eres el niño en la bahía

aunque después de la lluvia

aparezcas en la calle

con un barquito de papel en cada mano

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Tú sólo sigues hablando para oírte (29).

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En la oblicuidad del texto, el autor pone sobre la mesa una carta, to be, or not to be. Definitivamente, la potencia de Sarabia sitúa a todo lector exigente en su lugar. Elementos como la naturaleza, sus sutilezas requieren volver al texto más de una vez, intertextualidades elegantes, capturan el interés y atraen. También hay ironías como el título de la cuarta sección del libro, Partituras; allí hay poemas que se asemejan a una canción (lírica) como Imágenes truncadas que cuenta con las tradicionales cinco estrofas, pero el silabeo difiere con los acostumbrados: versos aconsonantados de entre nueve y catorce silabas. Sin lugar a duda, es algo muy bien pensado y bien logrado:

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Un extremo vigor en lengua mixta:
en las horas de luz, luz altiva para el caso,

un caprichoso juego de naipes y escaleras

avisa a los magos cuánta ilusión

es sólo recuerdo de la infancia;

pero en la noche de los pájaros que alteran sus sentidos,

el tren nocturno de Lisboa… (67).

Desde la primera sección hasta la quinta, cada poema se entreteje. Es un poemario revelador que sorprende, un libro ameno, una voz lírica, simbolismo y metáforas. La sorpresa de Sarabia es tan laudable que una reseña no es suficiente como tomar el libro en solitud y escuchar cada verso que el autor nos ha preparado.

 


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Luis Enrique Morales es un aforista, escritor y columnista nacido en Quetzaltenango, Guatemala, en 1989. Reside en Suecia desde el 2012. Estudió filosofía y pedagogía en la Universidad de Estocolmo, licenciándose en 2018. Ha hecho su debut con su libro: Aforismos y otras mentiras (2020) publicado por Simon Editor en Jönköping, Suecia. Seguido de Aforismos de noviembre (2021) por Editorial Rötter de Estocolmo. Actualmente es columnista en la revista gAZeta de Guatemala y está preparando algunas traducciones de la aforística clásica sueca.