ISSN 2692-3912

El deseo es una lámpara que no alumbra

 
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El deseo es una lámpara que no alumbra

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A juzgar por su trayectoria como poeta, podemos afirmar, de entrada, que Ignacio Ruiz-Pérez (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1976) ha mostrado constancia en la escritura y publicación de sus poemas. En los últimos 20 años ha publicado, por lo menos, ocho cuadernos de poesía, si incluimos sus “Poemas” –aparecidos en la separata de la revista La Colmena. Pliego de poesía (enero-marzo de 2007, núm. 53, 16 pp.) Desde su Canción del desterrado (2004), ha sido un poeta que ha experimentado en la forma y en los temas. Su obra ha obedecido a muchas búsquedas y diversos caminos, diría, de perfección. Su trayectoria ha incluido los poemarios Navegaciones (2006), Papeles robados al fuego y Notas manuscritas llenas de incógnitas (ambos libros de 2014); Islas de tierra firme (2015) y Libro de la ceniza (2016). El libro El deseo es una lámpara que no alumbra (2022), que hoy presentamos, obtuvo el Premio Nacional de Poesía 2021, otorgado por la Universidad Autónoma de Sinaloa, y fue escogido por el jurado que integraron los poetas María Baranda, Javier Acosta y José Javier Villarreal.[1]*

El deseo es una lámpara que no alumbra se ha distribuido en tres apartados, muy diferentes temáticamente hablando pero complementarios en la idea del conjunto en la unidad del mensaje: I. Parábola del frío, II. Materia indiferente y III. Torvo es el deseo. El primer apartado pasa por ser una elegía a la madre:

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yo querría hablar, elegir los días que no vuelven,

trazar la parábola que niega la mano, la mano que niega la sombra,

la sombra que niega los ojos, los ojos que niegan las larvas,

las larvas que niegan la curva que niega la sombra

y los días que me niegan

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pero decir es una forma de volver (p. 13).

Se trata, entre otros asuntos, de la negación de la muerte y, al mismo tiempo, de la elaboración del duelo por la ausencia irreparable de su madre. Esa voz que reclama se consuela al recordar su infancia, al recrear su vida y repasar, en suma, “las pesadillas el espanto los gritos / el olvidado peso de estar solo” (p. 29).

Los poemas iniciales de este apartado parecen preparar al lector para captar en su ingente situación los procesos de la pérdida y la aparición del »miedo» como condición inevitable de la enfermedad y la muerte. La parte medular del apartado comienza cuando se explicita la parte definitiva del planteamiento: “Este es el origen del cáncer” (p. 31).

Después añade: “El cáncer se sitúa unos centímetros arriba” (p. 32). Y de inmediato sigue en su desarrollo poemático: “El tumor está ahí resistiendo al olvido / y al amor a la prueba de veneno / murmullos y música de alas // el tumor es la dulce masa de células pardas”. Y remata así el poema: “es la tumescencia, / la profunda raíz del miedo que crece / como una colina que se puebla de casas / y nubes presagiando la lluvia // el tumor, el tumor, / esa materia pálida y necia, tenuemente necia, / que cuando crece me recuerda los pasos en la calle / que me asustaban de niño” (p. 33).

El apartado concluye con una ironía harto dolorosa y una confesión contundente:

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Dije tumor pero quise decir amor,

agujero en el estómago, grito en racimos

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dije tumor pero debí decir mirada,

caricia, espanto, terrón de azúcar, vida mía

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dije tumor pero quizá fue bazo, endometrio,

útero, árboles cayendo

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dije tumor pero no pude decir nada, madre,

no pude decir nada (p. 36).

 

En el apartado II. Materia indiferente, hay una suerte de construcción lírica con base en las premisas del dolor y la noche. Tiene la función de ser »un paso» entre el apartado precedente y la parte lírica del III. Torvo es el deseo.

Se trata de una serie de reflexiones sobre el hacer y el acontecer. Y se trata, también, de las »exploraciones» íntimas, y lo que le “dicta la noche” al poeta:

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algún botepronto de la infancia que jamás resolví pero que persiste

y es un eco todavía en el corazón:

un amor no correspondido,

un par de versos que escribí y tiré a la basura,

mis amigos muertos cantando a mis amigos vivos,

el vacío mineral de la noche oscura del cuerpo

afuera […] (p. 41).

 

Los poemas ahora se han tornado catárticos. Allí reaparece el »frío» con valencia de soledad y sus aristas como el amor y su ruptura (o “El amor y su metáfora”; o su “silencio” [p. 45]), los conflictos del deseo y la “ardiente memoria” (p. 44). Cae y recae siempre en el amor: “De noche es cuando más consuela” (p. 46). Y luego reafirma: “Todo pasa por mí”: dolores, coches, moscas “encandiladas por la luna radiante”; todo “justo a la hora del deseo, en mitad del deseo, y yo no puedo ser / más que la sombra de mi sombra, mi reflejo perdido” (p. 47).

Reaparece el dolor: de “cuello / la inflamación y la artrosis en los cartílagos y las vértebras / que con los años se han curvado más”, etcétera:

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y yo quiero salir de mí mismo por la puerta del cuerpo

y decir amor  espanto   tristeza  olvido,

todas esas palabras, en fin, que vertebran mi dolor

y no me dejan dormir, cerrar los ojos,

imaginar el paraíso perdido (p. 52).

El “dolor / y la noche” (p. 54). Y concluye con una parodia del “dolor” como “padre”: »dolor mío» como un padre múltiple.

Cierra el libro el apartado III. Torvo es el deseo, cuyo tema es el acto reflexivo de la creación poética, pues, como dice ya entrado en materia: “se trata de hacer torvo el deseo, de sacarlo de quicio, / de decirlo para jamás nombrarlo de nuevo” (p. 64).

Es el reflejo del acto de la creación artística y, en particular, poética. Dice el poeta: “todo sale de mis manos”: las aves, los adjetivos, “los artículos ya proferidos, los sustantivos saltando en mis labios”:

los pronombres diciendo yo tú él nosotros invocando acaso los neutros

los clíticos los cacharros de cocina las carcasas

y las herramientas para no caer en el pozo del verbo

o los adjetivos incendiando llanos calles edificios

hinchados ya de tanta realidad que resbalan de la lengua enfangada

y adormecida después del amor,

todo, hasta mi sentir metafísico, los agujeros de mis ojos,

el pelo tan escaso como las palabras que me faltan

cuando siento que me ahogo y bulle la tristeza en mis oídos (p. 65).

 

Este ejercicio de poética había comenzado con un orden formativo y constructivo: “En este cuaderno hablo con frecuencia / de ángeles gaviotas moscas”; es decir de los diversos vuelos creativos, y comienza por “las alas de los ángeles” que le “susurran aviones edificios // puentes entre la palabra y el frío / entre el movimiento y el acto, // ángeles de vuelo sincopado / cayendo para siempre en la baba del verso” (p. 61).

Viene enseguida una reflexión sobre sus temas de escritura y una primera conjetura creativa: “Me cansa escribir las palabras hiel, memoria, polvo” (p. 62). Luego trabajará el juego cultural entre el acto de la creación y el vuelo de las aves (o de las moscas, esos objetos volátiles tan caros a Monterroso, Bonifaz Nuño, Lizalde o Francisco Hernández, entre muchos otros). La consigna, nos lo dice el estro poético, es porque “se trata de volver torvo el deseo, de sacarlo de quicio, / de decirlo para jamás nombrarlo de nuevo: / he aquí la inutilidad de esta frase / que me olvida en comas, en puntos y aparte, / en signos de interrogación que vuelven a mis labios, / al vacío que nada dice salvo un agujero” (p. 64).

Habrá, pues, vuelos naturales y metafísicos. Y vendrá otra reflexión sobre el acto creativo, donde surge el espacio conjetural de la creación y el desarrollo de su poética: “Me repito sin remedio al anochecer” (p. 65). Se cuestionará a continuación: “Repito este hábito de sentir como aguacero…” (p. 66). Vendrá después el “vuelo metafísico de una mosca”, que invade el primer plano del acto de la escritura, frente a la computadora; la mosca dará vueltas e invadirá el ambiente. Dice el poeta frente a la dinámica de la mosca invasora: “mover planetas o escribir los versos más tristes esta noche” (p. 67).

El poeta, dice el poeta en su acto conjetural, escribe “los guarismos que me dicta la mosca / cuando se posa en el teclado” y se derrama la hipótesis del poema que se vierte sobre el cuaderno.

Terminará el apartado y el poemario con una disquisición sobre la noche. Lo primero es negarla, “por pudor / para no decir muerte socavón caja”; para evitar la melancolía; y se niega a “verla”. ¿Verla?: “ni pensarlo”. Y prefiere la fuga: “evito escribirla leerla / hacerla sonar profunda inmanente taza de café para escribir versos” (p. 69).

Tras de hablar de ángeles y moscas, tratará, en el final del libro, sobre las gaviotas, esos objetos voladores “que trazan el cielo y las nubes”. Las observa, viaja con ellas; pero el vuelo del poeta será –de nuevo– metafísico: “¿es su trazo la palabra que me falta y me separa de mí mismo, / de la sombra que soy, de la noche que me habita?” (p. 70).

Termina el libro con un acto de contemplación. Frente a los árboles, retrasa “el vuelo de las aves, / las hago caer o regresar al punto de partida que es mi mano”. Aquí comienza el acto de la creación poética. Dice el poeta: “esta es la hora y el sitio” (verso que nos recuerda un poema y un libro de Guillermo Fernández); y allí es “el lugar de las apariciones, / el hábito de encender la luz para que las aves se posen / en los árboles de una tarde que no existe” (p. 71).

En los poemas de El deseo es una lámpara que no alumbra, Ignacio Ruiz-Pérez ha ocupado, por lo regular, el verso largo (y a veces el versículo). Son productos de una búsqueda formal, en donde ha dejado al margen la escritura de los versos canónicos. Prefiere el verso denotativo y lo utiliza para la exposición de sus motivos y temáticas. Su estilo, a despecho de ser complejo y tratar asuntos igualmente complejos, trata de acercar al lector su verdad llana y casi sin adornos retóricos. Es una poesía narrativa, que prefiere la exactitud al adorno.

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  1. * Ignacio Ruiz-Pérez: El deseo es una lámpara que no alumbra, Culiacán de Rosales, Universidad Autónoma de Sinaloa, 2022, 78 pp.


Ángel José Fernández Arriola. Es Doctor en Historia e investigador del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la UV. Ha publicado, entre otras, la edición de Poesía lírica de Manuel Eduardo de Gorostiza (El Colegio de San Luis, 2014), El perro del hortelano y Fuente Ovejuna de Lope de Vega (UV, Biblioteca del Universitario, 2018), Poesía de José de Jesús Díaz (H. Ayuntamiento de Xalapa, 2019), los volúmenes colectivos en colaboración con Estela Castillo Hernández Los raros. La literatura excluida en México y Estridentópolis y la vanguardia (UV, Biblioteca, 2020) y Poemas escogidos de Josefina Pérez de García Torres (IVEC, Escritoras Veracruzanas, 2022). Tiene en preparación las ediciones críticas de Poesía de Laura Méndez de Cuenca y Josefa Murillo. Fue director del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias en el periodo 2015-2019. Es investigador nacional del SNI nivel II, cuenta con el perfil del Programa de Mejoramiento al Profesorado de la SEP y en mayo de 2022 recibió el Premio al Decano de la UV.