ISSN 2692-3912

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Las fronteras difusas entre los espacios simbólicos en La cresta de Ilión (2002), de Cristina Rivera Garza

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Las fronteras difusas entre los espacios simbólicos en La cresta de Ilión (2002),

de Cristina Rivera Garza

The blurred frontiers between symbolic spaces in Rivera Garza’s

La cresta de Ilión (2022)

Natalie Navallez Yáñez

Universidad de Sonora

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Resumen: Siguiendo la propuesta fenomenológica de Martin Heidegger se busca dar una interpretación a la forma de conceptualizar el espacio en la novela La cresta de Ilión (2002), de la escritora tamaulipeca Cristina Rivera Garza. La aparición intradiegética de la también escritora Amparo Dávila, es un recurso creativo que invita a repensar las fronteras existentes entre el mundo real y el mundo ficcional. En este sentido, es posible hablar de la coexistencia de un espacio real y uno posible, así como del momento de su yuxtaposición: la ficcionalización del encuentro de dos escritoras dentro de un espacio simbólico.

Palabras clave: espacio simbólico, ficción y realidad, frontera de género.

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Abstract: Following the phenomenological proposal of Martin Heidegger, this article objective is to give an interpretation to the way of conceptualizing space in the novel La cresta de Ilión (2002), by Cristina Rivera Garza. The intradiegetic appearance of the also female writer Amparo Dávila, is a creative resource that invites us to rethink the frontiers between the real world and the fictional one. In this sense, is possible to explain the coexistence of reality and possibility, as well as the moment of their juxtaposition: the fictionalization of the encounter of two female writers within a symbolic space.

Keywords: symbolic space, fiction and reality, gender frontier.

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Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia.

Alejandra Pizarnik

Sabemos desde Heidegger que la psique humana percibe el espacio circundante más allá de su materialidad. En contraste con el positivismo de la modernidad, que encuentra fundamento cartesiano, y que divide el mundo en sustancias pensantes y sustancias extensas (cuerpo-objeto), Heidegger plantea que el ser-en-el mundo es habitar el espacio del mismo modo que es estar habitado por él. Esta espacialidad, radicalmente fenomenológica y deíctica (ser-en, ser-ahí) es, para el filósofo alemán, la condición a priori del existente: Es más relevante para la consciencia humana saber dónde se está que saber quién se es.

  En el breve ensayo “En el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cercanía” extraído de Esferas I, el filósofo Peter Sloterdijk aborda el problema epistemológico cartesiano que presupone un sujeto cognoscente con soberanía sobre un objeto cognoscible. Si el pensamiento es la única evidencia de la existencia, se está obviando que todo sujeto se encuentra siempre, de alguna manera, circunstanciado. Así pues, “También el conocimiento es sólo un modo originario de estancia en la amplitud del mundo, abierto mediante un prudente cuidado e inquietud por él” (310).

  Ejemplo de lo anterior es la famosa máxima aforística que reza “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida” (y otra menos amable que afirma que “los invitados, al igual que el pescado, después de tres días apestan”), evidencia de que estar implica, incluye, un fuerte sentido de pertenencia o de expulsión. La relación que los seres humanos guardamos con el espacio está siempre mediada por tensiones e inquietudes relacionadas con nuestro estar en el mundo, y con nuestro estar en el mundo con los Otros habitantes de él. En consecuencia, no solo somos contenidos por el espacio y por su gente, también somos sus contenedores.

Esta forma de comprender el espacio nos permite explorar en literatura las características intersubjetivas y ontológicas que coinciden con nuestro sentido de orientación en el mundo, así como muestran nuestra relación con los Otros en determinadas posiciones territoriales que se constituyen de límites y extensiones. Así pues, todo espacio, físico o existencial, está atravesado por fronteras, ya sean materiales o simbólicas.

Para la autora tamaulipeca Cristina Rivera Garza, por ejemplo, su relación con la frontera México-USA “es una relación larga, es una relación íntima, es una relación que marca todo lo que hago, lo que digo, lo que siento, y sobre todo lo que escribo” (Martin 96). Evidencia de lo anterior es La cresta de Ilión, novela que aquí nos ocupa, donde se puede percibir en los personajes esta relación primigenia con el espacio, aun cuando el lugar de los hechos narrados permanece indeterminado, es decir, no es ninguna ciudad conocida, sino una especie de limbo junto al mar.

En La cresta de Ilión se narra en primera persona los acontecimientos que experimenta un médico, el personaje narrador, que una noche lluviosa recibe una visita inesperada. La visitante, que dice llamarse Amparo Dávila, llegó para quedarse, inmediatamente seguida por otra mujer, que es a quien esperaba el médico y a quien llama La Traicionada, en virtud de la relación que guarda con él y de pasados acontecimientos. Él es, por supuesto, el Traidor. Las dos mujeres se instalan en casa del médico sin invitación mediante, trastornándolo todo con su fantasmagórica presencia. La Traicionada, al parecer, viene gravemente enferma a causa de una misteriosa epidemia, y Amparo Dávila se dedica inmediata y diligentemente a velar por su recuperación.

Estos eventos, que solo pueden describirse como una invasión al hábitat del médico, puesto que es así como él lo percibe, arrojan las primeras claves sobre la configuración del espacio físico-simbólico que da escenario, pero también sentido, a la interacción entre los personajes. La casa se encuentra en medio de la nada, en un territorio que a su vez es periférico y cuya única referencia con el mundo es el océano. Un espacio grisáceo, solitario, aislado, tal como el estado de alma en el que se encuentra el personaje. Observemos el siguiente paralelismo, justo al principio de la novela:

Dudé en abrir. Por un largo rato me debatí entre cerrar el libro que estaba leyendo o seguir sentado en mi sillón, frente a la chimenea encendida, con actitud de que nada pasaba. Al final, su insistencia me ganó. Abrí la puerta. La observé. Y la dejé entrar.

El clima, ciertamente, había empeorado mucho y de manera muy rápida en esos días. De repente, sin avisos, el otoño se movió por la costa como por su propia casa[1]. (Rivera Garza 13)

La llegada de Amparo, análoga a la llegada del otoño sobre la costa, su forma desproblematizada de conducirse por el espacio, suspendiendo las lógicas y los códigos sociales, así como la actitud del médico ante tales circunstancias —atrapado en la paradoja entre la perturbación y la aceptación—, asientan la atmosfera de lo insólito que predomina a lo largo de la trama. Asimismo, al sumarse la llegada de la Traicionada, el par de visitas invasoras sugieren la segunda pista del recurso literario de la intertextualidad para cualquiera que haya leído “El huésped” (siendo la primera pista el nombre Amparo Dávila). Todo lo anterior pone en marcha la acción de un conjunto de fronteras porosas, permeables, cuyos efectos se manifiestan entre los personajes, pero también —y más importante— entre el texto literario y la realidad extratextual. La casi desfachatez con la que Amparo toma posesión del espacio no solo muestra su disposición para asentarse, su sola presencia tiene el poder de transformarlo:

Sus ojos eran enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un efecto de expansión a su alrededor. Muy pronto tuve la oportunidad de confirmar esta primera intuición: los cuartos crecían bajo su mirada; los pasillos se alargaban; los closets se volvían horizontes infinitos; el vestíbulo estrecho, paradójicamente renuente a la bienvenida, se abrió por completo. Y ésa fue, quiero creer, la segunda razón por la que la dejé entrar en mi casa: el poder expansivo de su mirada. (14)

Lo que hace sumamente interesante a La cresta de Ilión es su constitución estilística. Se nos presenta con rasgos de novela negra —pistas, desapariciones y misterios— que no alcanzan nunca a tener la relevancia de la resolución. Tras esta apariencia de criptograma hay una claridad en la voluntad de estilo donde el atractivo es la construcción de las atmosferas, la aprehensión del instante y la estética del lenguaje. Tiempo, espacio y estilo. Dicha estética coincide con una dimensión filosófico-reflexiva sobre asuntos permanentemente irresolutos. Elementos todos que contribuyen a la cristalización de una poética de la incertidumbre que puede permanecer en el lector incluso después de finalizar la lectura.

Los aspectos que más llaman la atención de la crítica se centran en las posibilidades de clasificación genérica (a saber, lo insólito, lo fantástico, lo inusual, la novela corta), en la relación textual e intertextual con la escritora zacatecana Amparo Dávila, y en el universo del género (masculino y/o femenino). La crítica ha convenido, no sin sustento textual, que el personaje masculino del médico es en realidad mujer[2]; y tiene sentido, puesto que es un argumento que le da resolución a lógica ficcional. Sin embargo, encuentro que ninguna resolución posible es relevante, y que en su búsqueda se corre el riesgo de pasar por alto que el énfasis del discurso parece estar recargado en el espacio de la problematización.

La indeterminación genérica y discursiva de La cresta de Ilión (2002) también muestra en su factura la relación con la escritora zacatecana Amparo Dávila, como señala Carmen Alemany,

el fantástico de Amparo Dávila se escudó en unos parámetros que no eran los usuales en su época —al menos el que estaban escribiendo los[3] autores— y logró configurar un discurso en cierta medida nuevo, y muy actual . . . en el que primó algo tan en boga en la época actual como lo es la hibridez discursiva (fantástico, terror, extraño, lo siniestro), más que la genérica. (36)

Por otra parte, si bien es posible dar un orden y sentido lógico a los eventos indeterminados, como demostró hábilmente Gabriela Mercado en el artículo “Dialogo con Amparo Dávila y resolución de problemas de género en La cresta de Ilion, de Cristina Rivera Garza”; me parece que al insistir en dicho orden estaríamos perdiendo el espíritu reflexivo al que invita la indeterminación.

Con relación a la intertextualidad, Mercado sostiene que “Aunque el estilo de la novela es sencillo, la manera en que está construida dificulta su interpretación. No basta una lectura para aprehender todos los significados y motivos que en ella existen; es necesario conocer la obra de Dávila para dilucidar las relaciones transtextuales entre ambos textos” (46). En su planteamiento, Mercado organiza los elementos dados de tal suerte que la final la mayoría de los acontecimientos narrados se interpretan como la enfermedad mental de una interna del hospital —al parecer psiquiátrico— cuyo estado de locura es consecuencia de la disforia de género que padece. Visto así, no hay médico, ni Amparo Dávila, ni Traicionada que existan fuera de los delirios de un personaje cuyo rasgo más relevante es su sexo:

Conforme avanza la lectura, comienzan a aparecer ciertas marcas que le restan credibilidad a todo lo que afirma y que, al final, permiten una lectura en la que su problemática es el resultado de trastornos de la identidad sexual. Y no solamente porque comienza a aparecer en la historia un cierto ambiente de misterio y fantasía, sino también porque surgen contradicciones y ciertas ambigüedades recurrentes. (47)

En contraste con dicha lectura, que ciertamente el texto permite, me parece que el estilo de la novela es de una complejidad exquisita, y que la interpretación en términos de organización no es necesaria. Mi apuesta por la ambigüedad no es solamente una arbitrariedad del gusto. Debo insistir en que, en el discurrir de la trama, la anécdota no es más importante que la impronta de la divagación. Entiendo la tentación de ordenar los elementos difusos para dar claridad a un supuesto mensaje que la autora busca comunicar, sin embargo, también hay mensaje —casi siempre con sentido filosófico— en el resquemor de la duda.

Aunado a lo anterior, y en relación con la lectura de género que propone Mercado, me parece que centrarse en desenmarañar los recursos que se invierten en ocultar el género “verdadero” del personaje nos impide notar lo que está a plena vista: su masculinidad. El personaje que discurre por la trama es varón. Está construido, dimensionado, configurado a partir de su autoimagen, y esta imagen de sí mismo es masculina. Si es un delirio o no, aunque perfectamente posible, no resta relevancia al hecho de que la novela entera transcurre en ese orden de cosas.

El personaje del doctor es tanto misógino como misántropo. El repelús que le produce la idea, implantada por Amparo Dávila, de ser en realidad una mujer, tiene que ver con una postura falocéntrica de superioridad frente al que percibe como sexo débil; sin embargo, no se compara con el desprecio que le producen sus pares, ya sean sus “superiores” (como el director del hospital), o sus “inferiores” (como sus pacientes). La urdimbre narrativa incorpora siempre la aprehensión del espacio físico en términos cualitativos —términos de sus atributos ontológicos— para representar el estar en el mundo del personaje y su relación con los Otros:

Gracias a mi trabajo en el Hospital Municipal yo pasaba poco tiempo en casa. Digo gracias ahora, y esto parecería indicar que me gustaba mi trabajo. La verdad es todo lo contrario . . . Cuando cruzaba la puerta principal y me internaba poco a poco en aquel marasmo de olores nauseabundos y gritos desmesurados, no hacía otra cosa que odiarme a mí mismo. Caminaba lentamente, con la vista en la punta de los zapatos que avanzaban por el camino recto que conducía a las oficinas administrativas . . . Cuando finalmente abría la puerta del cuarto húmedo, frío y sin ventana alguna, al que pomposamente llamaba mi consultorio, mi odio era tal que sólo pensaba en recetar veneno a los pacientes. No me interesaba curarlos. Actuaba con la firme convicción de que lo mejor que podía hacer era contribuir a su muerte para así ahorrarles el duro trance de una estancia larga en este sitio. (Rivera Garza 26-27)

De entre las relaciones intersubjetivas que constituyen la trama, la más problemática es la que sostiene el doctor con las mujeres que habitan su espacio. Esto es un rasgo distintivo de la masculinidad. El trabajo, por terrible que sea, nunca es más terrible que estar en casa con esas “criaturas tan incomprensibles” y “misteriosas” como son las mujeres bajo la lógica masculina. La paranoia y la compasión —ya la una, ya la otra, ya las dos— que Amparo y la Traicionada despiertan en el personaje, solo pueden ser consecuencia de su cortedad de visión y de su nula intención de establecer un vínculo personal con ellas que no sea propulsado por su deseo sexual. Lo mismo ocurre, o más bien, esto es lo que representa la imposibilidad del personaje para entender el lenguaje con el que sus inquilinas se comunican y al que él no tiene acceso; imposibilidad que le produce la aprehensión y la angustia de la ininteligibilidad. No importa cuán hostil sea su ambiente laboral, no es peor que estar en casa. Nada de lo anterior es extraño y, aunque parezca insólito, no es ajeno a la realidad.

En su historia con la Traicionada se dejan ver los efectos de la infatuación que se transforma en abulia toda vez que se someten a la cotidianidad y a la cercanía, así como al natural transcurrir del tiempo —y demás “rarezas inexplicables” (31). La consumación de la traición consiste, claro está, en haber dejado de “imaginarla”, justo en el umbral donde la alternativa es recibirla en su espacio, integrarla a él, conocerla, hacerla tan real como tangible:

Antes de que se convirtiera en la Mujer de Todos los Días, es decir, cuando todavía era únicamente la Mujer del Jueves, yo la amaba de maneras para mí desconocidas. La imaginaba, sobre todo. La imaginaba en todo instante. La imaginaba incluso cuando estaba frente a mí. No conozco, hasta el momento, mejor definición del amor. Todo eso sufrió una radical transformación cuando su afán imperialista la llevó a dominar los otros días. Algo extraño; algo inexplicable; algo silencioso aconteció entre los dos. Y precisamente en ese paréntesis, dentro de esa rareza inexplicable, llegó el día del que me resentiría todos los demás días de mi vida. (58-59)

También a Amparo la imagina no bien llega a su casa. La mirada masculina del médico proyecta sobre sus inquilinas y sobre sus compañeras de trabajo los productos de su activa imaginación: plácidas y absurdas; contrariadas y rutinarias; sofisticadas y ordinarias; astutas, enérgicas, dedicadas y competitivas; Urracas, Falsas y Verdaderas.

Una de las primeras llamadas de atención que nos hace el texto es el de la voz masculina cuando sabemos, como lectores, que la autora es mujer. Conforme avanza la narración, la intuición primera de que este hecho es solo un recurso narrativo, se va modificando con lo que, parece, es una intencionalidad de sentido.

Repetidamente la voz narrativa se dirige a un interlocutor plural, como si hablara ante una audiencia. En casi todos los casos es posible afirmar que la voz es la del médico: “Pero me engañaría, y trataría de engañarlos a ustedes, no cabe duda, si solo menciono la tormenta cansina, larguísima, que acompaño su aparición” (Rivera Garza 14). Un poco más adelante confiesa a su público: “La deseé. Los hombres, estoy seguro, me entenderán sin necesidad de otro comentario. A las mujeres les digo que esto sucede con frecuencia y sin patrón estable. También les advierto que esto no se puede producir artificialmente: tanto ustedes como nosotros estamos desarmados cuando se lleva a cabo” (14-15).

Pero, hay ocasiones, en las que la voz parece provenir de otra instancia de enunciación, como el momento en el que se produce un cambio en el entendimiento del personaje, y se autopercibe femenina o andrógino. Observemos en las siguientes líneas el desplazamiento que ocurre en la consciencia género desde la instancia enunciativa, que queda de manifiesto por el paralelismo en la sintaxis:

Supongo que los hombres lo saben y no necesito añadir más. A las mujeres les digo que esto pasa más frecuentemente de lo que se imaginan. (16)

Supongo que las mujeres han entendido. A los hombres, básteles saber que esto ocurre más frecuentemente de lo que pensamos. (101)

Este desplazamiento ocurre en el punto más crítico de su conflicto, el momento en el que reflexiona sobre las posibles consecuencias de ser una mujer que se autopercibe como hombre, y pone de manifiesto lo que puede ser el sentido último de la reflexión de la autora sobre la condición humana frente el género asignado al nacer. Reflexión que no tiene más consecuencia que la incertidumbre producida por la mismedad (por el “todo lo Mismo”), que diluye los intentos de identidades individuales frente a lo trascendental:

Pensé ahí que, después de todo, si por alguna casualidad de la desgracia yo era en realidad una mujer, nada cambiaría. No tenía por qué volverme ni más dulce ni más cruel . . . Ni más serena ni más cercana. Ni más maternal ni más autoritaria. Nada. Todo podría seguir siendo igual. Todo era un burdo espejo de lo Mismo . . . El silencio bañó mis palabras y, con ellas, las sensaciones que las ponían de pie; tras ellas, las emociones que les daban valor. El silencio me dijo más de mi nueva condición que cualquier discurso de mi Emisaria. Y entonces, sumido en la materia viscosa de las cosas indecibles, retrocedí. Y retrocedí. (Rivera Garza 100-101)

El personaje descubre que no hay diferencia sustancial entre ser hombre o mujer. Una realidad tan cierta para unos como para otras que solo estas últimas insisten en reconocer. En presencia de la absoluta totalidad del océano el personaje masculino se encuentra de frente con la serendipia de un conocimiento fundamental ante cuya inmensidad solo es posible el retroceso y el silencio. Aquí cabe la reflexión de Paul Ricoeur sobre el hombre como el intermediario de sí mismo entre la trascendencia y la nada en los términos paradójicos dictados por la consciencia de su propia finitud: “El hombre esta tan destinado a la racionalidad ilimitada, a la totalidad y la beatitud como obcecado por una perspectiva, arrojado a la muerte y encadenado al deseo” (23).

La última frontera trascendida por el texto de Cristina Rivera Garza es una que, hasta donde me alcanza la memoria y la experiencia, no tiene precedentes en el universo literario, o tal vez es un recurso muy poco usual. Tiene que ver con las instancias discursivas y las funciones de recepción y emisión de un mensaje determinado. Hasta hoy he tenido noticia de consciencia autoral (el autor se dirige al lector); del autor implícito y del lector implícito, ambos dentro del nivel diegético ficcional; de narradores que se dirigen a una audiencia; de personajes que son conscientes de ser personajes; ciertamente, las vanguardias dejaron poca tela de donde cortar en este sentido, y la narratología lo ha desglosado con suficiencia.

Sin embargo, en La cresta de Ilión, la comunicación que se establece entre las instancias discursivas que pueden ser activas en el contexto del circuito comunicativo, es decir, portadoras de voz (autor, narrador, personajes) ocurre sin la necesidad de interpelación directa. La Amparo Dávila ficcional establece comunicación con su autora Cristina Rivera Garza, y lo hace a la vista del lector y a costa de la tranquilidad de su personaje masculino. Amparo le habla a Cristina, traspasando la frontera textual que existe entre el personaje ficcional y su autora real, revelando el secreto que se oculta detrás —acaso afuera— del personaje masculino. La autora se autoimplica sin denotarse, y se autorevela sin participar de la diégesis, todo lo cual ocurre en el momento que detona el conflicto del personaje:

—¿Sabes? —mencionó como a la distraída—. Yo sé tu secreto.

Como se había hecho una costumbre en nuestras pocas conversaciones, su comentario me obligó a soltar una carcajada breve pero rotunda. Lo hice no sólo porque la mujer decía conocer mi secreto, sino, sobre todo, y de manera por demás escandalosa, porque presumía que sólo se trataba de uno.

—¿Ah, sí? —pregunté a mi vez, seguramente con las mejillas encendidas por el calor de la chimenea, el licor y su absurdo comentario.

—Sí —aseveró. Luego se arrastró de manera gatuna sobre la alfombra, moviendo los hombros lenta, sensualmente, hasta que llegó al descansabrazos derecho de mi sillón. Una vez ahí, se montó en él, de nuevo como una gata, y me acarició la oreja. Acercó sus labios olorosos a anís a mi rostro y dijo:

—Yo sé que tú eres mujer —sonrió cuando por fin guardó silencio y, sin más, regresó a su puesto frente a la chimenea.

Me abstuve de toda reacción. La observé, totalmente estupefacto. (Rivera Garza 55-56)

La parálisis del doctor poco o nada tiene que ver con el hecho de ser un personaje que se auto-percibe masculino. Más paralizado estaría si supiera, si se enterara, de que Amparo no se dirige a él, sino a la mano que blande la pluma. El personaje, que es además el narrador de su propia historia, es despojado del protagonismo y exiliado de su propia consciencia.

Las posibles dudas sobre esta lectura se despejan cuando Cristina habla de sus intenciones, políticas y estilísticas, de implicarse a sí misma en sus obras literarias. En entrevista para Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies, sostiene:

Esto que yo he llamado auto-etnografía que es una incorporación no sólo del “yo” como parte de las narraciones sino una incorporación central del cuerpo, del cuerpo propio, . . . que puede ser muy normal para antropólogos, para etnógrafos, que es la regla para los periodistas, es realmente algo que hemos visto tomar un lugar cada vez más prominente en medios literarios. La literatura . . . Ha sido un medio bastante conservador en términos de todavía vivir con esta ilusión del escritor genial que escribe a solas. (Martin 98)

En La cresta de Ilión lo anterior cobra sentido si consideramos los motivos por los cuales la autora decidió incorporar en el universo ficcional de la novela a la escritora Amparo Dávila. En la presentación virtual del libro[4], Fernanda Ampuero le pregunta a Cristina por su proceso creativo y de escritura, en respuesta a ello, la autora menciona algunos elementos determinantes, entre los cuales estuvo un reencuentro inesperado con la escritora zacatecana. Un amigo suyo le envió algunos libros cuando estaba escribiendo justamente La cresta de Ilión (antes de saber, incluso, que se iba a titular así). Entre aquellos libros, venía uno de cuentos de Amparo Dávila. Según comenta Cristina, le da mucha relevancia a los eventos que ocurren mientras está escribiendo un libro. Para ella, si algo sucede es porque el libro lo está convidando. A Dávila “la había leído, la había olvidado, y aquí estaba de regreso”. Luego entonces, para la autora, es La cresta de Ilión quien extendió su invitación a Amparo Dávila.

Lo anterior tiene una transcripción de carácter ficcional en el texto que, más que insólita, está apelando a otro lenguaje distinto del cotidiano. Un lenguaje literario. Aparece de la nada una visitante que puede expandirse por el espacio, que viene huyendo de una epidemia de desaparición (de olvido). Una entidad que puede desdoblarse en muchas versiones de sí misma, y que tiene una mirada con la facultad de inquietar y transformar los espacios que ocupa, así como la habilidad de reconocer a otra escritora viendo a través de su masculino personaje. Una Emisaria capaz de reconocer el hueso ilión, de nombre olvidado y localizado en la pelvis, que es “el área más eficaz para determinar el sexo de un individuo” (158). Por cada libro de Amparo una Emisaria, que cada vez que se lea, las rescatará del olvido, de la desaparición.

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Obras citadas

Alemany, Carmen. “El legado de Amparo Dávila en las narradoras mexicanas actuales”. Revista de investigación sobre lo fantástico, Vol. IX, n.º 1, 2021, pp. 33-52 DOI: https://doi.org/10.5565/rev/brumal.763.

Martín, Joshua D. “Cruzando fronteras: Una entrevista con Cristina Rivera Garza”. Project Muse, Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies, Volumen 21, 2017, pp. 95-101. Disponible en https://muse.jhu.edu/article/692026/figure/fig02 Consultado 20 de julio de 2022.

Mercado, Gabriela. “Dialogo con Amparo Dávila y resolución de problemas de género en La cresta de Ilion de Cristina Rivera Garza.”, Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey, vol., no. 22, 2007, pp.45-75.

“Presentación ‘La cresta de Ilión’ con Cristina Rivera Garza y María Fernanda Ampuero”. YouTube, Editorial Tránsito, Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=BNPx0wMT-Uo&ab_channel=EditorialTr%C3%A1nsito. Consultado 20 de julio de 2022.

Ricoeur, Paul. Finitud y culpabilidad. Editorial Trotta S.A., 2004.

Rivera Garza, Cristina. La cresta de Ilión. México, Tusquets, 2014.

Sloterdijk, Peter. “En el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cercanía”. Esferas I: Burbujas, Ediciones Siruela S.A., 2017.

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  1. Las cursivas son mías.

  2. En el presente artículo se visita “El legado de Amparo Dávila en las narradoras mexicanas actuales”, de Carmen Alemany, como ejemplo de una lectura sobre la intertextualidad. En relación con la lectura que problematiza el género (masculino/femenino) del personaje principal se incluye “Dialogo con Amparo Dávila y resolución de problemas de género en La cresta de Ilion, de Cristina Rivera Garza”, de Gabriela Mercado.

  3. Cursivas en el original.

  4. Disponible en YouTube con el título “Presentación La cresta de Ilión con Cristina Rivera Garza y María Fernanda Ampuero”.


    Milenial temprana, nacida en Hermosillo, Sonora, Natalie Navallez ha dedicado gran parte de su vida profesional al estudio de la Literatura. En el año 2022 obtuvo el grado de Maestra en Literaturas Hispánicas por la UNISON y actualmente se encuentra cursando el Doctorado en Humanidades en la misma institución. Ha incursionado en la investigación y la crítica literarias, y se decanta con particular interés por la literatura de escritoras contemporáneas.

Miradas femeninas y masculinas: representación y significación de la violencia a través de Aquello que nos resta

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Miradas femeninas y masculinas: representación y significación de la violencia a través de Aquello que nos resta

Galicia García Plancarte

Universidad de Sonora

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Resumen

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Liliana Pedroza Castillo (Chihuahua, México, 1976) escritora mexicana contemporánea, cuenta con una amplia producción literaria, como narradora—Aquello que nos resta y Vida en otra parte (ambos de 2009)—, ensayista—Andamos huyendo Elena (2007)—e investigadora—Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017 (2018)—. Su más reciente compilación A golpe de linterna (2020), se ha convertido en una fuente obligada de consulta sobre narrativa breve escrita por mujeres en México. Su faceta como narradora, concretamente en los cuentos que conforman Aquello que nos resta, será lo que compete a este análisis. En esta obra la soledad, el desamparo y la violencia aparecen como ejes temáticos predominantes, y de estos, el último resulta particularmente llamativo, ya que existe una marcada diferencia en las formas de representación de la violencia en todos los relatos, por lo que el presente análisis pretende examinarlas para identificar su posible función y significación dentro de la totalidad del texto.

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Palabras clave: Violencia, Mirada femenina, Literatura del Norte de México, Escritoras mexicanas

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Femenine and masculine gazes: Representation and meaning of violence through Aquello que nos resta

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Abstract

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Liliana Pedroza Castillo (Chihuahua, Mexico, 1976), a contemporary Mexican writer, has an extensive literary production in different genres: as a narrator—Aquello que nos resta y Vida en otra parte (ambos de 2009)—, essayist—Andamos huyendo Elena (2007)—and researcher—Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017 (2018)—. Her most recent compilation A golpe de linterna (2020), has become a source of consult on short narrative written by women in Mexico. Her facet as a narrator, specifically her short stories in Aquello que nos resta, will be what this analysis concerns itself with. In this work, loneliness, helplessness, and violence appear as predominant thematic axes, and of these, the latter is particularly striking, since there is a marked difference in the forms of representation of violence in all the stories, therefore the present analysis aims to examine them to identify their possible function and meaning within the totality of the text.

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Keywords: Violence, female gaze, Northern Mexican Literature, Mexican female writers

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Liliana Pedroza Castillo (Chihuahua, 1976) es una escritora contemporánea del norte de México, que cuenta con una variada producción. Como narradora tiene en su haber con dos cuentarios propios, Aquello que nos resta y Vida en otra parte (ambos de 2009), además de varios cuentos incluidos en distintas antologías como, por ejemplo, Diáspora: narrativa breve en español de Estados Unidos (2017), Las musas perpetúan lo efímero (2017) Maneras de escribir y ser / no ser madre (2021)[1]. Es también ensayista e investigadora, con publicaciones donde destacan obras como Andamos huyendo Elena (2007), El sol sobre los ojos. Conversaciones sobre el norte literario (2014) e Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017 (2018). Su más reciente compilación, A golpe de linterna, publicada en tres volúmenes en 2020 y que agrupa cuentos de poco más de noventa escritoras mexicanas, se ha vuelto rápidamente una fuente de consulta obligada para los estudios sobre narrativa breve escrita por mujeres. Si bien la labor académica de Liliana Pedroza la ha convertido en un referente importante para la historiografía literaria mexicana actual, es su faceta como narradora la que aquí interesa, concretamente el presente estudio se centra en el análisis del cuentario Aquello que nos resta. En esta obra aparecen tres ejes temáticos dominantes a lo largo de cada uno de los relatos que la componen: la soledad, el desamparo y la violencia. De estos tres, el último resulta particularmente llamativo, puesto que existe una marcada diferencia en su representación entre los primeros y los últimos cuentos, por lo que el presente análisis examina las formas de la violencia en cada uno de ellos y su posible significación dentro del cuentario en general.

El fenómeno de la violencia, especialmente en los siglos XX y XXI, ha sido estudiado desde muchas y distintas perspectivas, en el reciente estudio Fenomenología de la violencia: una perspectiva desde México, por ejemplo, se presentan sucintamente aproximaciones a ésta que van desde lo antropológico hasta lo literario, entre otras. Ya sea antropológica, sociológica, filosófica e incluso metafísicamente, la necesidad de entender el porqué de la manifestación de la violencia en la experiencia humana es una preocupación constante en muchas disciplinas, mientras que, por su parte, el arte en los siglos ya señalados explora sus distintas causas y consecuencias de forma vivencial, tanto en lo individual como en lo colectivo, así como su posible significancia social.

A sabiendas de que son múltiples los acercamientos posibles para explicar la violencia, para cumplir con los propósitos declarados con anterioridad, se tomarán en consideración aquellas explicaciones sobre la violencia que han tenido mayor influencia en la manera en que se entiende hoy en día este fenómeno. Así pues, las teorías propuestas por Georges Bataille, Pierre Bourdieu, Judith Butler, Laura Mulvey, entre otros, servirán, para explicar la forma cambiante de la violencia a través de los seis relatos de Liliana Pedroza, desde su expresión “natural” como un fenómeno simbólico[2], apenas percibido y nunca cuestionado, hasta la representación de la violencia como un acto que va más allá del binarismo de las relaciones de poder para convertirse en la manifestación afectiva de las propias dinámicas internas de la violencia, así como la manera en que la mirada femenina moldeará la configuración de su significado.

En el caso de Aquello que nos resta, pareciera que la intención de los relatos es la de mostrar y enfrentar la violencia, especialmente aquella que por su cotidianeidad aparece casi soterrada, en la sociedad mexicana contemporánea, para, de alguna manera tratar, si no de posicionarse por sobre ella, por lo menos reconocerla y traerla a primer plano con el fin de reflexionar sobre los procesos sociales actuales que nos llevan colectivamente a pretender su inexistencia o su relación con los actos de extrema violencia, desde los cometidos por el crimen organizado hasta los feminicidios, in crescendo que suceden a lo largo y ancho del país desde hace más de dos décadas. Para esto, la autora se vale del contraste entre las miradas masculinas y femeninas (male gaze/female gaze) a través de las cuáles las distintas voces narrativas construyen sus relatos y explican su realidad.

La obra está compuesta por seis cuentos: “Visión de Laura”, “El espectador”, “Subterráneos”, “Marina”, “La herida más profunda” y “Aquello que nos resta”, siendo este último el que da título al libro. Además de los ejes temáticos, en diferentes gradaciones, que se mencionaron con anterioridad, estos relatos también comparten una estructura discursiva similar: en todos ellos se utilizan voces intradiegéticas en primera persona que narran una anécdota vivencial personal, en una especie de confesión infructuosa, puesto que si bien la mayoría reconoce y admite su actuar violento, no hay en su discurso indicativos de contrición, sincera o no, que permitan examinar los cuentos desde esta perspectiva, toda vez que tampoco hay señas de algún interlocutor directo de lo narrado.

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1.La mirada masculina como representación de la violencia simbólica.

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La distribución composicional de Aquello que nos resta, parece obedecer a un orden intencional cuyo propósito es dar cuenta de las formas en que la violencia simbólica se encuentra presente en la sociedad mexicana contemporánea. Del total de cuentos, los primeros cuatro utilizan voces narrativas masculinas, mientras que en los dos últimos son femeninas. Este aparente predominio de estas voces intradiegéticas masculinas puede explicarse con la caracterización que hace Bourdieu de las relaciones de poder y la violencia como parte de un sistema social binario construido a partir de la diferenciación sexuada de los cuerpos, y los roles de género masculinos y femeninos que las personas deben cumplir en dicho sistema, donde serán los hombres quienes dicho sistema coloque en la posición de poder (dominante) sobre mujeres e infantes (dominados):

El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya: es la división sexual del trabajo, distribución muy estricta de las actividades asignadas a cada uno de los dos sexos, de su espacio, su momento, sus instrumentos; es la estructura del espacio, con la oposición entre el lugar de reunión o el mercado, reservados a los hombres, y la casa, reservada a las mujeres, o, en el interior de ésta, entre la parte masculina, como del hogar, y la parte femenina, como el establo, el agua y los vegetales; es la estructura del tiempo, jornada, año agrario, o ciclo de vida, con los momentos de ruptura, masculinos, y los largos periodos de gestación, femeninos. (Bourdieu 22)

Es decir, si se toman los cuentos como un microcosmos de la cultura mexicana contemporánea, que sigue siendo marcadamente patriarcal y machista en pleno siglo XXI, tendría sentido que sean las voces masculinas, quienes predominen sobre de las voces femeninas, en una especie de reproducción del contexto extradiegético del libro. Sin embargo, conforme avanzan los relatos, es posible ver un trastrocamiento de esta relación de poder. Se produce una trasgresión entre dominantes-dominados que tiene como producto una insatisfacción inescapable expresada por las voces masculinas, especialmente en “Visión de Laura” y “El espectador”.

En el caso de estos dos cuentos, dicho incumplimiento ocurre en tanto que los personajes femeninos, representados en primera instancia como la parte dominada de esta dinámica, ya que “Existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto que objetos acogedores, atractivos, disponibles” (Bourdieu 86), ejercen actos volitivos que se oponen a la voluntad y deseos de los personajes masculinos, que, hasta dichos momentos álgidos, se han construido en la narración como los sujetos dominantes.

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La memoria como estrategia de control de la mirada masculina.

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Ahora bien, esta negación de la satisfacción del deseo masculino puede definirse como el único acto violento cometido por los personajes femeninos, cuya importancia puede pasar desapercibida, ya que las formas de violencia que suceden en los cuentos aludidos, apenas son reconocidas por sus narradores como actos violentos, porque ocurren en el ámbito de lo privado y son, también, expresiones de sus roles masculinos. En este sentido Elena Azaola, dice que hay un tipo de violencia:

… que continuamente se ejerce en contra de los niños, las mujeres y los ancianos, como si se tratara de una violencia natural que, por ocurrir dentro de la familia, en el espacio privado, nadie pudiera objetar. … muestra asimismo, de la violencia institucionalizada …y, también, de una especia de violencia estructural ….

Dentro de este contexto, es como si hubiese formas de violencia que serían públicamente reconocidas y sancionadas y formas de violencia que serían más o menos aceptadas, toleradas o soslayadas. Es como si sólo pudieran identificarse, reconocerse, ciertos tipos de violencia, mientras que otros permanecerían ocultos o pasaran inadvertidos, formando parte de los comportamientos que comúnmente no se sancionan ni de manera formal ni informal. (119)

Tal es el caso de la violencia representada en “Visión de Laura”. Antes de pasar a su análisis es importante mencionar su estructura: dividida en nueve partes, los números impares, hasta la séptima sección, corresponden a la adolescencia del narrador, cuando ocurre su relación con Laura, mientras que las partes pares, describirán el pasado más inmediato del narrador, un hombre entrado en sus treinta años, divorciado, estudiante de posgrado. La última sección del cuento realiza un salto temporal marcado por la transgresión de Laura cuando el narrador tenía dieciocho años al presente de la enunciación cuando este tiene treinta y cinco años y acaba de ver de nuevo a Laura.

En este cuento, el narrador a duras penas parece ser capaz de reconocer la violencia que ejerce sobre Laura y los otros personajes femeninos con los que se relaciona, justamente por su apariencia de cotidianeidad. Soterrada como está, es difícil percibir en primera instancia en qué consiste la violencia más reprensible en el cuento, que abre con la descripción del último momento en que el narrador vio a Laura: “Es preciso traer a la memoria la imagen de Laura. De la última tarde que la vi con su vestido verde vaporoso y su cabello castaño oscuro atado con una cinta rosa. Ella tenía catorce años, yo cumpliría dieciocho ese verano. La seguí de lejos hasta el Museo de Arte en una excursión obligatoria de la escuela.” (Pedroza 9) si bien la diferencia de edad entre el narrador y su objeto de deseo representa una fijación pedófila, la primera parte de la narración, que alterna entre el pasado y el presente de la enunciación[3], el narrador se construye a sí mismo como un sujeto inocente en apariencia, que se aleja de la niña:

Por las formas de su cuerpo, apenas sugeridas sobre los pliegues de su ropa, parecía una niña. Sólo parecía. Hacía un par de años que ya no lo era … Le gustaba la luz. Tanto como a mí me gustaba ella. La aceché de lejos mientras seguía mirando con los ojos entreabiertos y se dejaba llevar por los reflejos brillantes de la ventana … Cerré los ojos como el obturador de una cámara fotográfica para retener la imagen. Quería guardarla dentro de mí como se guardan las cosas que uno sabe ya no volverán. Cuando los hube abierto, Laura ya no estaba. Salí de la penumbra del museo y caminé a casa con la cabeza baja, vencido por el sol de la tarde. Ese mismo año, me marché de Puebla para iniciar mis estudios universitarios. (9-10)

La atracción que siente el narrador por Laura se convierte en un patrón en sus relaciones posteriores, específicamente en la relación amorosa que tiene con Alejandra, una mesera de veinte años a la que le lleva quince años. Aunque el personaje es capaz de tener relaciones con mujeres más cercanas a él en edad—su exmujer, las compañeras de posgrado Ana y Patricia—, en Alejandra, de quién dice “…me gustaba. Confieso que más que Ana o que Patricia con quienes entablé una relación casi simultánea. Amaba y deseaba el cuerpo blanco y delgado de Alejandra, sus pechos diminutos como de adolescente.” (10), ve la posibilidad de recrear a su gusto la relación fallida con Laura, sin embargo, al concebirse como un sujeto dominante, condenará la relación al fracaso mediante la escalada de violencia psicológica y física con la que busca someterla:

…Solía acompañarla a tomar el autobús rumbo a su trabajo y esperaba por la noche su regreso. Caminábamos varias cuadras hasta nuestro edificio. No me agradaba que hablara con las vecinas mientras yo no estaba y más de una vez tuve que prohibírselo. Era por su bien, le aclaré …Los problemas comenzaron cuando dejó de llamarme durante las tardes mientras estaba en el restaurante. Pretextó el regaño de su jefe, los clientes, no poder descuidar su puesto. Insistí. Algunas semanas me llamó cada tanto de su trabajo, nerviosa por alguna posible reprimenda, y colgaba rápido. … Luego dejó de llamar. Traté de justificarla pensando que ella no entendía, no era capaz de darse cuenta de que yo no soportaba que se fuera durante horas, que me abandonara la tarde entera y llegara a casa como si nada hubiera ocurrido. Pero yo tenía clara esa sensación punzante de rechazo y la maldecía hasta el momento de encontrarla en la parada de autobús. Entonces la insultaba al llegar a la casa, apretaba sus brazos con rabia hasta que llorara, hasta implorar que la soltara, que sintiera de alguna manera mi dolor. Noté que al poco tiempo se volvió esquiva y temerosa. Hubo ocasiones en que se ausentó por días, semanas enteras. La llamaba a casa de sus padres hasta que contestara. En esos momentos yo era capaz de suplicar. Aullaba de dolor junto al teléfono, hundía los dedos junto a mi cuello hasta lastimarme y laceraba mis antebrazos con una navaja de afeitar. Eso funcionaba para tenerla de regreso. (11-12)

La violencia que ejerce sobre Alejandra será resultado de la incapacidad del narrador para gestionar las relaciones de carácter sexual que tiene con Ana y Patricia, a quiénes le resulta imposible dominar puesto que ellas, de alguna manera, trastocan su rol de “subordinación erotizada”, como explica Bourdieu:

Si la relación sexual aparece como una relación social de dominaciones porque se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo, y lo femenino, pasivo, y ese principio crea, organiza, expresa y dirige deseo, el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erótica, y el deseo femenino como deseo de dominación masculina, como subordinación erotizada, o incluso en su límite, reconocimiento erotizado de la dominación. (35)

Son ellas las que inician la relación sexual con el narrador, actuando en primera instancia como dominantes a ojos de este, quién al describir su relación con ambas mujeres usa frases como “Me puse nervioso” (14), “noté en Ana un gusto por provocarme con sus escotes” (14), “Patricia era una mujer imprevisible” (16), ), “su juego me perturbaba y me sentía molesto” (17), dejando entrever que no le agrada ser el sujeto dominado, mientras que su relación con Alejandra la describe como una de total control, “era dócil, complaciente con mi necesidad de compañía” (10) “aceptaba cualquier cosa dicha por mí” (16). Cuando Alejandra abandona al narrador debido a la violencia doméstica que ha sufrido, este admite sin remordimiento alguno: “estallé en furia e impotencia que vertí en mi relación con Ana y Patricia. Busqué pretextos para pelear con ellas y lastimarlas. las golpeé como única forma de que sintieran mi rencor de antaño por su repetida indiferencia a lo largo de esos meses.” (18). Esta admisión casi casual del narrador es producto de esa “violencia natural” a la que se refiere Azaola, de ahí que, aunque extradiegéticamente pueda resultar chocante su admisión de culpa, en realidad no está admitiendo culpa alguna, puesto que sus actos de violencia son productos de un sistema que los aprueba, o por lo menos normaliza, mientras ocurran en la esfera de lo privado y tengan como propósito la restitución del orden dominante-dominado.

Esta violencia soterrada, que se descubre a través de la falta de conciencia sobre los propios actos en el narrador, adquiere un matiz más reprensible en las secciones dedicadas a Laura, ya que conforme la voz anónima rememora su juventud, describe cómo logró concretizar su deseo:

Una tarde nos quedamos solos en el sillón de la sala mirando la televisión…Del otro lado del sofá, extendí mi brazo y comencé a acariciar el suyo. No tuvo gesto alguno de desaprobación. Hacía como si no pasara nada o simplemente me ignoraba. Pasé hasta su hombro y su omóplato mientras registraba su actitud. Me acerqué para alcanzar su pecho en el que inicié primero con sigilo. Sentí casi imperceptible un pequeño sobresalto. Cerró los ojos, contuvo la respiración y se dejó hacer… (14-15)

Pero según reconstruye su pasado, se descubre además como una relación incestuosa, en la que el narrador, contrario a la propuesta de Bataille[4], no da señal alguna de conciencia de la prohibición ni angustia ante la trasgresión: “A partir de ese día comenzamos a buscar el momento de quedarnos a solas. De echar a la calle a los hermanos más pequeños en el momento de la tarde en que no había ninguna persona mayor. Aprendí rápido el camino para acariciarla y ser cada vez más osado. El juego consistía en hacer creer a los demás que mirábamos la televisión” (15). Laura, hermana menor y objeto del deseo sexual del narrador, solamente se niega a este con la llegada de la menstruación: “Me di cuenta de que durante esos días me rehuía, dejaba de hablarme, no le interesaba sentarse frente a la televisión, sino que salía con sus amigas o se encerraba en el cuarto a estudiar. Yo esperaba con impaciencia que regresara a nuestros juegos.” (19), situación que, sumando a la llegada de las lluvias que obliga a la familia a quedarse en casa, creará en él un impulso por poseerla sexualmente. Si bien el incesto[5] y la pedofilia son actos reconocidos socialmente como violentos, a pesar de que suelen ocurrir dentro del espacio doméstico, el narrador no los identifica como tales ni se ve a sí mismo como victimario, desde su perspectiva los únicos actos de violencia son cometidos por Laura cuando se niega a él, quien asume entonces el rol de víctima, especialmente la noche en que intentó tener relaciones sexuales con ella:

Me acerqué para sentir sus exhalaciones y levanté su bata de dormir. Ella despertó de un sobresalto y silenció su sorpresa. De entre las sombras pude distinguir sus ojos desmesurados y sentí su cuerpo tenso en alerta. Yo estaba excitado y noté en ella el anuncio húmedo de su sexo. La toqué con impaciencia. Amaba a Laura y me amaba a mí a través de Laura. Atraje hacia ella mi miembro enhiesto, separé sus muslos para entrar a esa concavidad que ya me pertenecía. Me adelanté a la sensación y traté de calmar mi respiración agitada cada vez con menos control. Laura puso su mano en su entrepierna y me dio un “no”, seco, rotundo; me empujó con su mano libre y se levantó de la cama. Advertí su temblor mientras buscaba en la oscuridad sus pantuflas. Esa noche, como las siguientes, se fue a dormir al cuarto de mis padres y no me volvió a dirigir la palabra más que lo necesario. (23)

En ese “No” de Laura se rompe la ilusión que el narrador tenía sobre ella, deja de ser objeto de deseo y consumación de placer masculino para ejercer, mediante una palabra, su propia voluntad. Al negársele como objeto de deseo y romper la dinámica establecida, Laura inicia un acto peripateico[6] que trastoca la noción del rol del sujeto dominado en las relaciones de poder, convirtiendo así al sujeto masculino en el dominado en vez del dominante.

Ante la incapacidad de aceptar el cambio en la dinámica, el narrador se aleja e intenta recuperar la posición de dominante, y la narración se convierte en la herramienta mediante la cual intenta recuperar el control; sin embargo, en la reconstrucción de los hechos a partir de la memoria, así como desde el presente de la enunciación, cuando el personaje ha regresado a Puebla a buscar a Laura porque se ha quedado solo, perdiendo incluso el departamento que rentaba con Alejandra para irse a vivir en una casa de huéspedes, se hace evidente el patetismo en el que se encuentra al expresar una emocionalidad —“Yo gritaba que me dejaran en paz. Volteaba la mesa con un empellón y me tiraba sobre la cama. no sabía cómo controlar mi histeria, el deseo de lo que no se tiene” (22)—, que según la teoría de Bourdieu, “Se entiende que, desde esa perspectiva, que vincula sexualidad y poder, la peor humillación para un hombre consista en verse convertido en mujer…, especialmente a través de la humillación sexual, las chanzas sobre su virilidad, las acusaciones de homosexualidad, etc., o, más sencillamente, la necesidad de comportarse como si fueran mujeres…” (36).

Laura no es la niña de catorce años que recuerda, ahora es una mujer adulta con hijos, cuya imagen, vista de lejos, arruina la ilusión que tiene de sí mismo el narrador: Ante la realidad, la mirada masculina no es suficiente para reestablecer la posición dominante en la que el narrador creía estar, por lo que prefiere quedarse entonces con la visión de Laura, doblemente inalcanzable, en tanto que es una visión de ella después de habérsele negado:

Cuando la recuerdo repaso su imagen con el dolor entero. … Pienso en ella y siento que un espacio dentro de mí se desintegra, como si pequeñas fisuras de vidrio me recorrieran y me hicieran daño. Retengo en la memoria la sensación húmeda del pozo de su cuerpo. El momento de sus ojos enteramente abiertos llenos de asombro. A Laura con su vestido verde vaporoso detenida frente a la ventana del museo. Laura lejana. Laura sirena recién salida del lienzo. Laura, Laura. (24)

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La búsqueda de la dominancia masculina mediante la mirada.

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La cuestión de la dominancia masculina se repite en el segundo cuento, “El espectador”, dónde de nuevo la voz narrativa masculina construye la diégesis, desde una subjetividad obviamente guiada por una intención de asertividad, en la representación de su relación con una mujer que, como Laura, no tiene voz propia en el relato. Si la violencia en “Visión de Laura” tiene como trasfondo la prohibición del incesto, así como la transgresión de la violencia privada a los espacios públicos, en el segundo relato se presentan también situaciones, aunque con diferentes matices, que quebrantan lo socialmente permitido en las relaciones de pareja.

El título del cuento alude al rol del narrador, quién asiste como espectador a una obra de teatro donde conoce a Claudia, actriz con la que iniciará una relación de amantes. La naturaleza de ésta pasará de encuentros sexuales casuales entre ambos personajes, a la inclusión de terceras personas en los mismos, a instancias del narrador anónimo quién ejercerá una violencia paulatina y metódica sobre Claudia.

Estructuralmente la narración es lineal, iniciando desde el momento que el personaje principal acude al teatro con su novia, Alicia, por primera vez—“Llegamos quince minutos antes de la función como nos había recomendado Arturo. El lugar me resultó extraño, me pareció que no era un teatro común, las butacas muy cerca del escenario formaban un semicírculo. Imaginé el espacio para los actores como una pequeña isla rodeada de tiburones, que éramos nosotros”(26)—, pasando por el desarrollo de su relación con la actriz de la obra, para cerrar con el fin de esta; sin embargo, detrás de esta sencillez se esconde un paralelismo clave entre lo narrado y la obra representada por la actriz y el propósito de la violencia como motivo último de la representación teatral: “EL ARGUMENTO ERA SENCILLO: cuatro personajes en una ciudad ocupada por la guerra, no importa cuál, ni dónde —siempre hay guerras en algún sitio y en cualquier época— en donde sólo hay dos clases de habitantes, los dominadores y los dominados. “el tema es el poder y sus formas”, me explicó Arturo. Él era actor y me había dado un par de boletos para verlo en la sala sor Juana” (25).

Esa primera ida al teatro, especialmente la reacción del público ante la escena de sexo representada, será el detonante del voyerismo del personaje principal:

Entró su amante, o al menos eso supuse por la conversación del inicio. Discutieron de algo a lo que no presté atención, luego la besó con violencia mientras le apretaba fuerte los senos y metía su mano en la entrepierna. Alicia se estremeció, pero no volteé a verla. Me sentí incómodo por haberla llevado y exponerla a ver aquello. Pensaba todo esto cuando los actores estaban a medio vestir. No sé cuándo él le quitó la ropa, mientras la frotaba inexperto o furioso, o si ella ayudó a desvestirse y luego lo ayudó a él. Estábamos tan cerca que percibí el olor de sus cuerpos, el calor acidulado que expedían a causa de los reflectores tan próximos. Alicia buscó mi mano. Me sentí con el deber de sacarla de allí, de no obligarla a ver eso que Arturo llamaba teatro… Le dije a Alicia que nos fuéramos, ella se levantó con un movimiento inseguro … Un momento después yo la seguí. Los actores ya estaban bajo una postura sexual … En ese momento desvié la mirada y advertí de reojo, entre la penumbra, a una espectadora sentada frente a nosotros que observaba atenta la obra y que inconscientemente separaba sus piernas, antes cruzadas, y las abría como si estuviera a la espera de un hombre que la poseyera como el actor lo hacía en escena. (25-26).

El sobresalto de Alicia, suscita la actitud protectora del narrador, y el supuesto rechazo del mismo hacia lo representado parecen corresponderse con la dinámica de prohibición-transgresión de Bataille, quien señala que “La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social” (69), por lo tanto, participar como observadores de una escena sexual es una acción que, desde el contexto socio-cultural de la pareja Alicia-Narrador, es inapropiado, al estar en el teatro cometen un acto transgresivo que debe solucionarse mediante el alejamiento. Sin embargo, el narrador descubre un doble goce en este acción, no solamente de ser observador de la escena sino del poder que tiene su mirada, en la oscuridad del teatro, sobre el resto de la audiencia:

Abandonamos el teatro y llevé a Alicia a su casa, el trayecto me pareció largo …. Entré al departamento sin encender las luces, me senté en el sillón junto a la ventana y encendí un cigarro. La escena de la espectadora descruzando las piernas me volvió a la mente: era una mujer robusta, echada para atrás en el asiento, con su mirada atenta y —añadí al recuerdo— lasciva. Reconstruí la escena del pie en el aire que tocaba el suelo de nuevo, las manos abiertas puestas sobre los muslos, las rodillas a la misma altura separándose con naturalidad, dejando la tela del vestido extendida, sin un pliegue. Me masturbé pensando en ella.

El viernes siguiente decidí volver a la sala sor Juana para mirar el resto de la obra… Entré ya comenzada la función, con las luces del público apagadas para no ser visto, y me senté en un rincón … Di un vistazo a la sala, las primeras filas se distinguían claramente por los reflectores del centro. No había nada interesante qué ver. Volví a la obra, él comenzaba a acariciar a la actriz con firmeza y le quitaba la falda y la blusa —las mismas de la vez anterior— hasta dejarla en ropa íntima. el tipo se había bajado los pantalones y la penetraba. Volteé como acto mecánico a la primera fila, una joven mujer tomaba a su pareja mientras él intentaba protegerla con un abrazo. Los dos tenían el rostro de asombro y angustia, pero miraban la escena hipnotizados. Vi que algún otro asistente desvió discretamente la mirada al suelo… Luego me percaté que al lado mío, dos butacas a mi izquierda, una joven solitaria tallaba con insistencia la palma de su mano en el descansabrazos. Ella miraba a la actriz y yo, acostumbrado a la oscuridad de la sala, pude percibir su respiración ligeramente agitada. Los gritos de la actriz me hicieron volver la atención al escenario, momentos después veía de reojo la mano ahora quieta de la joven espectadora y sus labios entreabiertos. (27-29).

Cuando el narrador describe la puesta en escena, su mirada pasa como fragmentada por el cuerpo de los actores, ve las piernas de la actriz, las nalgas del actor, pero es como si carecieran de significado. Donde radicará el goce voyerístico del narrador será en observar las reacciones físicas del público, eróticas o de aversión, que la oscuridad el teatro vuelve íntimas. De acuerdo con Bataille, “La prohibición nos aparece directamente, mediante el descubrimiento furtivo —parcial para empezar— del territorio vedado. Nada es al principio más misterioso. Somos admitidos al conocimiento de un placer cuya noción está entremezclada de misterio, el cual expresa la prohibición que determina el placer, al tiempo que lo condena.” (113-114), al convertirse en el espectador de la audiencia, el narrador descubre el placer que el acto de observar le produce.

A partir de este momento el protagonista abandonará a su novia, Alicia, ejemplo de mujer sumisa y virginal, para dar rienda suelta a sus deseos, entre los cuales destaca su tendencia voyeurística, ante la imposibilidad de goce que la relación con ella supone:

No es que no quisiera a Alicia, pero comenzaba a aburrirme. Sentía que era parte de un álbum familiar viviente, ella y yo sentados en el mismo lugar y diciendo las mismas cosas una semana tras otra. Alicia era feliz con eso, lo previsible le era cómodo y le daba tranquilidad. salir con ella —pensé el último domingo mientras le sonreía con ternura—, debía ser parecido a tener un perro al que había que sacar dos veces por día y que estuviera convenientemente echado a un lado del sofá para acariciarle el lomo mientras se mira la tele. (30)

El narrador regresará en repetidas ocasiones al teatro antes de entablar la relación ya mencionada con la actriz, y mediante estos momentos se descubren en el cuento otras escenas de la obra:

Habituado a la sala, me desplacé con confianza entre las butacas y elegí un lugar distinto al de las otras ocasiones. La representación me fue familiar, la mujer vestida de manera provocativa, el hombre que la veja con violencia, los jadeos, los gritos, los insultos, el llanto. Nada me era nuevo, todo se repetía con cierta exactitud que me sorprendía satisfactoriamente. Un oscuro breve daba lugar a la siguiente escena. el centro de la sala ahora desierto. el mismo actor y otro más que le acompañaba, Arturo… Discute con él, aunque en realidad es como si tuviera pensamientos en voz alta, habla sobre la guerra que padecen y de algún modo la justifica. Arturo —su personaje— da unas cuantas indicaciones y se va. El espacio da la sensación de un campo devastado y de un momento a otro es invadido por los adversarios que irrumpen en donde está el hombre de inicio. El enemigo ahora es quien violenta al actor, lo golpea, lo escupe, lo humilla, lo insulta; al final lo obliga a tomar la misma postura en la que él violentó a la mujer en la primera escena y lo penetra repetidas veces. La gente de la sala se estremece, la veo cerrar los ojos, contener el aire, apretar su puño en el pantalón, tomar de la mano al compañero, asustarse. Las reacciones son casi siempre las mismas en cada función. Luego descubrí que lo que me atraía era buscar ese gesto de quien disfruta el acto violento de poseer al otro. De la perversidad como forma auténtica de placer que en estos días en que he estado solo me ha dado por pensar. (31)

La mirada masculina crea una dinámica de dominación, involuntaria en el caso del público, entre asistentes y el narrador, sin embargo, el placer que obtiene de dicha relación pierde poco a poco su efecto, por un lado debido a la conciencia de la prohibición que se trasgrede y por otro porque conocer fuera del teatro a la actriz principal de la obra en una fiesta en casa de Arturo, lo que le permitirá trasladar el goce erótico de lo prohibido a otro plano más personal, por lo que en su relato, el espectador alternará en remorar los encuentros con la actriz así como sus idas al teatro.

Me saludó, pero en su voz no registré el tono nasal que le oí en escena. “es la voz de Ana, mi personaje”, me dijo cuando se lo comenté para iniciar conversación, pero yo no sabía distinguir entre ella y la mujer semidesnuda y jadeante de las noches anteriores… Intercambié algunas frases con ella —Claudia Rojas, recordaba— y luego la extravié entre el tumulto para más tarde verla charlar con otros invitados durante las siguientes horas de la fiesta.

Me gusta estar en la esquina de la sala, entre los asientos al final de la fila. Las butacas van en ascenso conforme se aleja del escenario y desde aquí se puede mirar con cierta omnipresencia. Veo sobre todo la cara y el tronco de los actores. Sale Claudia a escena y cuando se recuesta me detengo en el resquicio de su falda como si fuera un pasillo breve y oscuro hacia su sexo. Me demoro sobre todo en sus gestos —no me importa la historia o los diálogos que de sobra sé—, en la mano y el codo apoyados sobre la colcha, las piernas levemente separadas, la boca entreabierta a punto de decir algo y luego los movimientos de resistencia cuando él la violenta para después ceder a los deseos del otro. (31-34)

Como admite en su relato, el espectador es incapaz de distinguir entre la actriz y el personaje, de la misma manera que le resulta difícil creer que los actos sexuales en la obra sean fingidos, descubrimiento que, además, lo coloca a él como el objeto observado por los actores, sometido involuntariamente a la misma dinámica que él busca recrear cada semana como espectador de la audiencia.

Le pregunté cómo podía realizar esas escenas frente a un público. “Ernesto no me penetra”, dijo, “hacemos la ilusión de un acto sexual en escena, nada más.” “Para qué”, insistí. “Para que personas como tú se respondan por sí mismos, no importa cuántas veces tengan que asistir a la función.” la voz de Claudia, que no era nasal como la de su personaje y que me pareció frágil en un inicio, se endureció, incluso me pareció retadora. Me quedé en silencio sin hacer movimiento. Claudia entonces hizo un guiño travieso para romper la atmósfera incómoda que mediaba entre nosotros. “Antes de cada función, suelo ver al público por la pierna del teatro”, se justificó, “pero de tu presencia me percato después que salgo a escena. te he visto varias veces en la sala. He hablado de ti con mis compañeros después de la función, e incluso hemos elucubrado alguna historia siniestra para divertirnos, pero ni Arturo ni Ernesto saben que se trata de ti. Te reconocí en la función después de la fiesta”. Me quedé sin excusa o pretexto por decir… “es la primera vez que nos pasa, es decir, es la primera vez que nos percatamos de un espectador asiduo, aunque eso no debería ser extraño.” “Voy para mirar al público”, la interrumpí con voz seca. “Para mirar al espectador que le place el dolor o la lujuria. la reacción ante lo perverso como forma genuina de vida. la ternura o la perversión son los únicos extremos genuinos que existen y casi no creo en la ternura, lo demás son patéticas formas civilizadas de supervivencia” … Claudia permaneció en silencio mientras le hablaba … La deseaba, pero la hice a un lado con un ademán de desprecio. “no voy a verte a ti en el teatro”, le dije, no recuerdo si grité o sólo levanté un poco la voz. “Voy a ver lo que hay detrás de ti, tú sola no me sirves de nada.” Claudia tomó su bolsa y se fue. (35-36).

A partir de esta conversación, en la que ambos personajes se expresan como podría corresponderle socialmente debido a su género (él grita, ella calla y se aleja), Claudia trastocará dicha expectativa al tomar la iniciativa, consiguiendo su número para invitarlo a una cita, para iniciar una relación con él. En esa primera cita, será ella la que actúe como el dominante “…quise abrazarla por instinto cuando me acerqué, pero mis manos en los bolsillos del pantalón detuvieron el impulso. Ella, sin embargo, me besó en los labios al saludarme. Me tomó del brazo, subimos a un taxi y me llevó a un bar por Reforma.” (36). Sin embargo, en ese lugar, se descubre que la dominancia de Claudia es predominantemente performativa y no inherente a ella, ya que, si bien se enfrasca en una relación sexual con un desconocido frente al narrador, el fin de dicho acto es incitar a este a la acción:

“Te voy a dar un ejemplo”, logré escuchar entre el ruido de fondo, “para que notes la diferencia entre el teatro y esto que ves.” No supe reaccionar cuando Claudia ya estaba en la mesa de al lado y hablaba al oído con un tipo al que enseguida empezó a besar, primero despacio, luego con estrépito y comenzó a acariciar su miembro por encima del pantalón. Claudia abrió su abrigo, bajó la cremallera del hombre y lo montó sentado sobre su silla. Claudia fue penetrada por el tipo mientras subía y bajaba con vaivenes a veces rápidos y otros lentos. Las manos de ella sobre los hombros arrugaron la camisa del hombre que jadeaba. Claudia se levantó antes de que el hombre eyaculara. La gente cercana aplaudía. Ella regresó a mí con el cabello en desorden y el pecho agitado. La saqué inmediatamente del lugar, la jalaba del brazo mientras caminamos durante algunas cuadras y entramos a un motel. La poseí de la misma manera violenta en que la vi en escena. Sus gritos de placer eran distintos, la voz que recordaba del teatro era otra, esa voz nasal que detestaba pero que me era necesaria para volver a pensar en el personaje, la mujer que conocía. “Grita como Ana”, le dije, pero Claudia pareció no escuchar, ella se dedicaba a arañar mi espalda mientras yo empujaba mi miembro con fuerza. (38)

Es evidente, que el narrador es un voyerista cuya fantasía es reproducir la escena de la obra que originalmente despertó en él dicha parafilia. Después de esa noche en el motel, el rompimiento de la dinámica de dominación masculina termina, y el narrador admitirá abiertamente su participación como instigador en los actos violentos, sobre todo en el plano sexual, a los que someterá a Claudia con un doble propósito, por un lado, volver al orden “natural” de la dinámica dominante-dominado, y por otro cumplir su fantasía:

…la llevaba a moteles baratos de la colonia Roma con habitaciones parecidas al decorado del sor Juana… nunca se lo dije a Claudia, pero supongo que ella lo intuía porque alguna vez llevó su ropa de trabajo y se colocó sobre el colchón igual que al inicio de la obra. Nuestros encuentros en sí mismos tenían algo de violencia y cada vez introducíamos alguna variante. Claudia se dejaba golpear sin hacer ningún ruido de dolor, al contrario, la veía sonreír mientras me clavaba las uñas en el dorso de mi brazo cerca de la axila … Alguna vez en un encuentro con ella contraté a un muchacho para que le hiciera el amor enfrente de mí y comparar sus reacciones … (38-39)

En contraposición a la novia del narrador, Claudia es un personaje que representado como participante dispuesta para cumplir las perversiones sexuales el narrador, que pueden describirse así toda vez que éste índica en su discurso la intención de violentarla para lograr su satisfacción:

Un día pensé hacerla sollozar como a su personaje. Vejarla de tal manera que lloriqueara humillada, pero Claudia no era así, ella lloraba porque era una indicación de su personaje, nada más. En algunas de nuestras variaciones pagué a jóvenes estudiantes como espectadores en el cuartucho de un hotel. Escudriñaba sus caras mientras poseía a Claudia, pero no encontré en ellos ningún aspaviento que me atrajera o excitara. Entonces la conducía para poseerla en callejones oscuros semidesiertos buscando a ese otro que observara. Me provocaba placer tropezar con el rostro de algún transeúnte aterrado con la escena, pero que no podía dejar de mirarnos. Lastimaba a Claudia más de la cuenta pero ella no se quejaba. las marcas en su cuerpo las cubría con maquillaje o con una bufanda, rastros que dejé más de una vez con mis dedos sobre su cuello hasta dejarla brevemente sin respiración. Alguna vez la vi yacer semiinconsciente por la asfixia. (40)

Como voyeurista, el impulso del narrador es reproducir su rol de sujeto dominante, mediante la mirada. Su exhibicionismo no significa que quiera ser objeto de la mirada de otros, sino realizar un acto doble de dominación masculina, sobre Claudia y el otro. Como explica Laura Mulvey, “el placer de mirar se ha escindido entre activo / masculino y pasivo / femenino. La mirada determinante del varón proyecta su fantasía sobre la figura femenina, a la que talla a su medida y conveniencia. En su tradicional papel de objeto de exhibición, las mujeres son contempladas y mostradas simultáneamente con una apariencia codificada para producir un impacto visual y erótico … La mujer expuesta como objeto sexual … significa el deseo masculino, soporta su mirada y actúa para él.” (370). El problema radica en que Claudia participa de manera voluntaria en todos estos actos, por lo que el narrador empieza a aburrirse en la relación, lo que busca es recrear la escena del teatro en que Ana es sometida sexualmente. Para lograr su fantasía, en el encuentro final de los amantes, después de semanas de no verse, el narrador declara “Llegué con otra mujer que había pagado, pero no para ella, resolví dejar de ser espectador en esa ocasión” (40); en la oscuridad de la habitación de hotel, el narrador, después de acariciar a Claudia para excitarla, la rechaza y la cambia por la otra. La intencionalidad de este acto, aunado a la oscuridad que no le permite a Claudia tomar el puesto de espectadora, termina por cumplir el cometido del narrador:

oí un sollozo, Claudia en la oscuridad del rincón lloraba quedo. Sonreí, hice a un lado a la desconocida y atraje a la actriz que se resistió al principio. Me coloqué encima de ella y forcejeamos un rato hasta que finalmente se dejó hacer. Comenzó a llorar de la misma forma que en la obra mientras la golpeaba y gritó con la voz nasal de su personaje. Me di cuenta de que repetíamos el primer cuadro de la obra. Yo, el amante, la obligaba a mi solo placer… Me levanté de la cama y ordené a la mujer que había pagado que se recostara enseguida de Claudia y la acariciara. Claudia tomó una posición fetal y la mujer repasaba su mano por sus muslos con un aire al principio maternal en el que luego advertí lujuria. Me vestí y me fui. (41)

Una vez saciada su fantasía, la relación con la actriz acaba y el narrador vuelca su pulsión a su anterior objeto de deseo, Alicia, rondando por su casa, esperando verla pero sin atreverse a acercarse a las ventanas o la puerta; sin embargo, el reconocimiento que ella ya no le pertenece, lo lleva al súbito entendimiento del significado de la obra y su identificación con el personaje del hombre que violenta Ana-Claudia—conexión que ha ido develando paulatinamente en su discurso— no le permitirán encontrar el goce en observar a su antigua novia.

Una tarde la vi salir con otro hombre. Ella lo tomaba del brazo con cierta confianza. la encontré linda con su vestido de pequeñas flores rojas que suele ponerse sólo en ocasiones especiales y su cabello suelto peinado con esmero. Al verla alejarse sobre la calle Morelos, recordé el final de la obra de teatro. El protagonista, vencido, está dentro de una fosa vertical que le llega a los hombros. No importa el diálogo, ni siquiera porque son las últimas palabras antes del oscuro total. Lo que importa es su cuerpo vivo cubierto, su cuerpo inmóvil, como el mío en aquella ocasión frente a la casa de Alicia; y su cabeza, que paletada tras paletada, sepulta el enemigo. (41-42)Cabe recordar que el tema de la obra era el poder y sus formas, entre las que se incluyen la representación escénica de violencia física y sexual, así como el dominio de la obra sobre su audiencia, que les obliga a cometer una transgresión simbólica al ser espectadores de dicha violencia. Si la mirada se convierte en instrumento de violencia, la puesta en escena implica también que los objetos-sujetos dominados por quién observa, pueden a su vez convertirse en dominantes de estos, siendo la comprensión de este fenómeno la que al final de cuentas convertirá la mirada masculina del narrador, y su intención de dominancia sobre los cuerpos de otros, de nueva cuenta en una herramienta infructuosa. Tal como en “Visión de Laura” en “El espectador” la voz narrativa masculina no logra la reafirmación de la imagen propia como sujeto dominante, evidenciando de nuevo el patetismo soterrado de los protagonistas, incapaces de realizarse en su virilidad.

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La virilidad como hubris: la destrucción de la mirada masculina

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Si en los dos primeros relatos está presente de forma latente, la pérdida de la virilidad como resultado de la relación que establecen los narradores con sus objetos de deseo, por lo que se utiliza fallidamente la mirada masculina como forma de autovalidación, en “Subterráneos” se presenta un ejercicio de representación viril in extremis, que tendrá un resultado negativo, al igual que sus antecesores, en el afán reivindicativo de la voz masculina. A diferencia de los anteriores, en este cuento no existen personajes femeninos que sean objetos de deseo del narrador ni que trastoquen en algún punto la dinámica, poniendo en jaque la noción propia de sujeto dominante de los narradores.

En esta historia, solamente aparecen tres personajes masculinos en un viaje de exploración al espacio subterráneo y liminal bajo la ciudad. El viaje, que acabará en tragedia, puede entenderse como resultado de la hubris masculina que se ha venido configurando desde “Visión de Laura”, y que en “Subterráneos” llega a su apoteosis. La hubris masculina será entendida por lo tanto como una representación de virilidad, “incluso en su aspecto ético, es decir, en cuanto que esencia del vir, virtus, pundonor (nif), principio de la conservación y del aumento del honor, sigue siendo indisociable, por lo menos tácitamente, de la virilidad física, a través especialmente de las demostraciones de fuerza sexual -desfloracion de la novia, abundante progenie masculina, etc..-. que se esperan del hombre que es verdaderamente hombre.” (Bourdieu 24)

Para el narrador y su compañero, el viaje que planean es una especie de rito de paso para afirmar su virilidad, que “tiene que ser revalidada por los otros hombres en su verdad como violencia actual o potencial, y certificada por el reconocimiento de la pertenencia al grupo de los “hombres auténticos” (Bourdieu 70). Los personajes, amigos desde la adolescencia, han pasado seis meses planeando su excursión a los conductos pluviales de la ciudad[7], actividad que culminará las primeras aventuras de su juventud, en las que descubrieron “…un gusto inexplicable por los terraplenes que encontramos en nuestros recorridos en bicicleta y lo que sucedía en ellos” (45).

El propósito de la expedición se deja entrever en el recuento de la amistad entre el narrador y David: fueron amigos en la secundaria, disfrutaban de encontrar lugares abandonados para pasar largas horas, alejados de las miradas de sus compañeros, pretendiendo ser lo que quisieran ya que a esa edad no cumplían perfomativamente con los signos de masculinidad de sus pares: “Durante los años escolares que coincidimos no fuimos del grupo seleccionado de futbol. Éramos malos atletas pero, en compensación, mucho mejores estudiantes” (45). Según Pierre Bourdieu, la virilidad ya sea “entendida como capacidad reproductora, sexual y social, pero también como aptitud para el combate para ejercicio de la violencia (en la venganza sobre todo), es fundamentalmente una carga” (68), por lo que ante la falta de proeza física los jóvenes amigos buscan en estos lugares solitarios la posibilidad de escape de dicha carga. El narrador y David continuaron su amistad en la preparatoria, pero con el paso del tiempo sus expediciones se volvieron esporádicas, debido al deseo del narrador por convertirse en adulto, y por lo tanto en un hombre: “Tanto a él como a mí nos gustaban los sitios solitarios. Allí hablábamos de nuestras cosas, Era yo quien rehuía los temas pasados en afán por entrar en la vida adulta” (47). Con la entrada a la universidad, los amigos se separaron, y a pesar de la intención discursiva de convertirse en adulto, el narrador indica que pasados un par de años, sigue sintiendo el impulso que lo hizo participar en su exploraciones urbanas, por lo que es posible inferir que en cuanto a su autopercepción, sigue sin estar a la altura de sus compañeros, por lo que buscará de nuevo al posibilidad de auto realizarse mediante la expedición que la propone David: “Hacía más de un año yo divagaba con la idea de viajar al sureste del país para recorrer las aguas interiores de un río subterráneo. Después de leer en el periódico la nota del reciente descubrimiento de un nuevo río bajo tierra, probablemente el más extenso que existiera, se despertó aún más mi interés”. (47)

Para ambos personajes, acometer esta empresa significa convertirse por fin en hombres, por lo que su preparación no consistirá solamente en la planeación y reconocimiento del terreno, sino en mejorar su físico:

Por ello mejoré mi condición física sobre todo a nado. llevaba una bitácora sobre mi resistencia Comencé a nadar una hora diaria y rápidamente fui aumentando el tiempo. se aceleró de manera tal mi inquietud que al cabo de algunos meses iba a la alberca olímpica por la mañana y por la tarde. Comencé a perder horas de clase.

David por su parte hacía ejercicios de elasticidad y de largo alcance como saltos sobre el vacío o piruetas sobre muros. Era bastante ágil. intentaba enseñarme pero yo aprendía sin mucho rigor, pese a que tal habilidad podría servirme para mi propio desafío del que nada le había contado. (48)

Esta actitud concuerda con la siguiente propuesta de Bourdieu sobre lo que es ser un hombre en un contexto social de dominación masculina: “… el hombre «realmente hombre» es el que se siente obligado a estar a la altura de la posibilidad que se le ofrece de incrementar su honor buscando la gloria la distinción en la esfera pública” (68-69). Esta gloria, imaginada por lo personajes, consumirá poco a poco su vida. La fascinación de David por el recorrido se domina su vida “Una semana antes del día señalado, las conversaciones de David se construían a partir de frases como la adaptación del hombre ante la continua modificación del paisaje urbano y el estado inalterable de la fugacidad. a mí sólo me parecía que deliraba, pero presté atención cuando habló de los expedicionarios modernos en que nos habíamos convertido. en la nueva cartografía que estábamos por descubrir” (49), mientras que el narrador menciona un momento de prolepsis que no reconoce como tal:

…el día se acercaba y comencé a tener el mismo sueño durante varias noches en el que recorría un espacio vacío. Una especie de vértigo me alteraba. David intentó tranquilizarme, me sugirió acompañarlo a correr durante las noches siguientes. Al principio lo hacíamos a una velocidad normal. Poco a poco, David fue aumentando la celeridad y el tramo recorrido. “no pienses en nada más que en el movimiento de tus piernas y tus manos,” me dijo, “en cómo tus pies se posan brevemente sobre el suelo.” De manera paulatina comencé a borrar el paisaje de la ciudad universitaria, en el recorrido veloz, me concentré sólo en la agitación de mi cuerpo y percibí que el camino ni siquiera era una línea continua. No existía el camino, sólo estaba yo y el cielo oscuro, despejado; a mis lados podía sentir extenderse un territorio sin límites, igual que en mi sueño. Seguí corriendo en un estado hipnótico, como si mi cerebro estuviera sedado. David me alcanzó, tomó mi brazo y mi hombro con fuerza y me detuvo. (49)

Ninguno de los dos tiene porqué reconocer o intuir el destino que les espera, después de todo han cumplido con lo que creen necesario, como hombres, para completar su expedición con éxito y dar el paso final a la adultez. El único problema que parece preocupar al narrador es la aparición de Julián, invitado y preparado por David como un tercer integrante de la expedición. La oposición del narrador a su presencia es de poca intensidad, ya que David lo persuade rápidamente argumentando la seguridad de todos al ser tres exploradores en vez de dos.

Llegado el día de la expedición habrá más señales en la narración que anticipen la muerte de los personajes—“ese sábado desperté otra vez inquieto” (50), “revisamos el interior de la única mochila que llevaríamos, abandonamos lo que no era indispensable” (51), “el agua con barro que escurría por el suelo ni siquiera cubría nuestro calzado” (52), “a menudo topábamos con un falso camino” (53)—pero que ellos mismos decidirán ignorar hasta que sea demasiado tarde.

Hacia el final de “Subterráneos” el narrador y Julián descubren que David los ha abandonado mientras descansaban después de horas de dar tumbos en la oscuridad:

…David parecía no estar cansado. Me pidió el plano de ruta y dijo que haría una pequeña excursión a los alrededores para ubicar el trayecto. Me quedé dormido por no sé cuánto tiempo. Tuve otra vez el sueño sobre el espacio oscuro sin bordes … desperté de aquella oscuridad para pertenecer a otra. Por un momento no tuve una idea clara de si estaba aún soñando o no. Sentí el cuerpo entumido por estar en la misma posición y la humedad del ambiente me calaba en los huesos. Julián aún dormía y David no estaba cerca. Me levanté … recorrí a tientas los alrededores y dije bajo, después en alto, el nombre de David que no respondía. Julián despertó con mis llamados. Me acerqué a él y tropecé con la mochila que en el último tramo cargó David. la había dejado cerca de nosotros … decidimos esperar un poco antes de comenzar a buscarlo por los conductos…oía casi imperceptible una lluvia quizá ligera en un sector lejano de donde estábamos. No me preocupé porque en esos meses las lluvias suelen ser cortas y escasas. en un momento más dejaría de oírla. Lo que no lograba escuchar eran los pasos de David. esperamos en un lapso que me pareció largo. Nos alertó primero el chillido, luego el recorrido que nos constató la presencia de decenas de ratas corriendo de sur a norte … pudimos sentirlas pasar abrazados de nuestras rodillas, hechos ovillo. algo ocurría del otro lado. Propuse a Julián que camináramos en la misma dirección que los roedores. la precipitación del agua se oía más cercana y fuerte. Era momento de salir, no importaba por qué vertedero. (54-55)

Es apenas en este momento que el narrador admite, en el relato, más no de viva voz, su temor ante la situación: “el cambio de circunstancias me turbó un poco, me sentía desorientado … Julián empezó a desesperarse. Yo también pero no lo dije” (55). Demostrar miedo, o duda frente al otro, no es una posibilidad, lo que crea una situación paradójica, ya que, si la expedición era la demostración de su virilidad, en evidente fracaso de la misma, el narrador logra posicionarse como viril, al no externar sus preocupaciones. Como indica Bourdieu “el miedo a perder la estima o la admiración del grupo, de “perder la cara» delante de los «colegas, y de verse relegado a la categoría típicamente femenina de los «débiles», los «alfeñiques», las «mujercitas», los “mariquitas», etc.” (70) es una forma de valentía, que permite por fin a los sujetos, acceder al privilegio masculino de la virilidad. Al respecto Bourdieu señal que “El privilegio masculino no deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y la contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad” (68). Este privilegio será la perdición de Julián y el narrador (incluso también de David, que ha dejado atrás a sus compañeros en un acto de egoísmo desesperado por cumplir con su fantasía de conquistador). “Subterráneos” concluye con la crecida violenta del agua, ante cuya fuerza las ilusiones de proeza física del narrador, se desmoronan:

…La lluvia golpeaba con fuerza arriba de nosotros y se filtraba en grandes cantidades. El agua en un momento alcanzó nuestra cintura… tomé la mochila y al poco rato comencé a sentirla con más peso, la corriente había alcanzado altura hasta la mitad de mi espalda. La solté creyendo que no era indispensable. Sólo saqué de ahí la soga con la que nos sujetaríamos para ascender. Finalmente adiviné por el sonido más claro de los autos una salida. Como Julián no podía sostenerse bien en pie, fui yo quien lo cargó en hombros para que abriera la boca de metal. Hicimos varios intentos pero no lograba desprender la tapa metálica. El amigo de David estaba pesado, por lo que no pude cargarlo por mucho tiempo. Probé sin conseguirlo, yo subido a él. El agua iba en ascenso, le dije que sería mejor buscar otra salida… de pronto dejamos de caminar para ser arrastrados por la corriente. (56-57)

El narrador continuará por unos breves instantes más aferrándose a la posibilidad de escape, pero su situación pronto lo obliga a reconocer la inutilidad de sus esfuerzos. Esta revelación, que recuerda a la anagnórisis de la tragedia griega, lo llevará a cometer el único acto sobre el que puede tener control, abandonarse a la corriente:

Allí estaba, indefenso ante aquellos corredores oscuros que nos habían derrotado. Su minotauro parecía cobrar por fin su tributo en una contienda mal jugada por nosotros. El agua llegaba en oleadas, chocaba contra el muro y se devolvía buscando territorio dónde expandirse, avanzando como un animal nocturno. Yo, su presa, luchaba contra el cansancio de mi cuerpo adormecido y sólo lograba ligeros movimientos para mantenerme a flote. Traté de calmarme pensando en el río subterráneo a donde iría cuando todo esto pasara. En la línea luminosa que refractaba el color esmeralda en el fondo de las aguas donde habían estado los exploradores. Cerré los ojos para atraer con fuerza la imagen, evitar la sensación de la corriente en ascenso y la de mi cabeza que ya topaba contra el techo. Mis respiraciones se tornaron agitadas y no pude concentrarme. Afuera, la lluvia se convirtió en un sonido monocorde cada vez más lejano porque, vencido, solté la cuerda que nos ayudaría a salir a la superficie. Y relajé los músculos de mi cuerpo para abandonarme en lo profundo del lecho acuoso de aquel laberinto. (58)

El abandono final del narrador, para que lo arrastre el agua acumulada y desaparecer bajo la ciudad puede interpretarse como una metáfora de violencia en su estado puro, que contiene tanto la capacidad de destrucción como la de creación, al menos en el caso particular de este relato, el abandonarse a la corriente es un acto violento de autodestrucción consciente, que se instaura como la máxima expresión de la hubris masculina.

Este acto final del narrador hará posible la aparición de una voz masculina distinta a las que le preceden, en el cuento “Marina”, cuyo narrador no realizará los actos performativos de virilidad que se esperarían de él, enmarcado como está por la violencia simbólica de su contexto social. Si a los otros narradores los define obsesión por construirse como sujetos dominantes, y por lo tanto viriles según un “locus operativo” (Butler 296) poco estable, el sino del último protagonista masculino en Aquello que nos resta, es la soledad, ya no la pulsión de poder.

En este relato, la violencia es el fenómeno de trasfondo de la historia, pero no la motivación del personaje. Esta ocurre como un evento anterior a la enunciación y ajeno a la voz narrativa: un accidente de auto que acabará repentinamente con la vida de Marina y trastornará la vida de su madre y su hermano, Emilia y Antonio. La muerte extradiegética de la joven guiará también el devenir del narrador, quien nunca la conoció, pero por su amistad con su hermano se verá directamente afectado.

ME MUDÉ A LA CASA de la calle Colombia a finales de enero por petición de Antonio más que por necesidad, como se empeñaron en decir algunas personas en los pasillos de la escuela… Por su parte, mi amigo Antonio, a dos meses del accidente en su familia, decidió llevarse a su madre a Zacatecas, donde él radicaba, para no dejarla sola. Con la pérdida de Marina percibí alterarse, en ellos, el equilibrio de los días. la modificación de su propio orden los hacía desplazarse desorientados, casi sonámbulos. Antonio tenía ratos lúcidos, me hacía suponer que le ayudaba el ser joven, y tener proyectada su vida en otro sitio, con otra gente. La madre, en cambio, probablemente miró a su alrededor y no vio a nadie. (58)

El narrador es un personaje observador, pero su mirada masculina no funciona como un medio de dominio, sino de un atisbo de comprensión del otro, por ejemplo, cuando recibe las llaves de la casa que Antonio y su madre abandonan, la descripción de la escena se apoya fuertemente en lo visual:

…ni siquiera se ocupó de llevarme o de darme indicaciones precisas sobre el funcionamiento de su casa. Fue a buscarme al departamento de madrugada y me entregó el juego en la puerta. Apenas pude reaccionar cuando él ya había dado media vuelta. Parecía[8] estar huyendo. Supongo que lo hacía. Vi a su madre, Emilia, dentro del viejo chevrolet verde, sentada en el asiento delantero, sosteniendo un bolso grande entre sus piernas. La miré y sentí tristeza. Soñoliento y sorprendido en ropa interior, sólo pude alzar el brazo en señal de saludo detrás de la puerta mosquitera. Emilia hizo una leve inclinación con la cabeza y siguió mirando hacia el parabrisas, retraída. (60)

La mirada del narrador abre la puerta a la posibilidad el conocimiento del otro, así como de él mismo, mientras que su presencia casa magnificará su propia sensación de abandono y soledad: Procuraba pasar el menor tiempo en esa vivienda, había algo que me hacía sentir incómodo. No bienvenido. Era curioso, estaba allí para ahuyentar algún probable ladrón y yo mismo me sentía robando algo, tal vez el espacio en esa casa o el cauce cotidiano después de los acontecimientos recientes (60-61)

Conforme avanza el relato, es posible observar que la soledad del personaje es producto de su infancia, caracterizada por una errancia constante:

El recuerdo constante que tengo de mi familia son las mudanzas. En tan sólo dos años nos mudamos cinco veces. Asistí, por lo menos, a seis escuelas distintas para cursar la educación elemental. De niño aprendí a hacer maletas con sólo lo justo y a tener que desprenderme de lo que para mi madre no era indispensable. Pero para mí, todas las cosas guardaban un sitio necesario dentro del mundo de fantasía que me albergaba en ese trayecto de una casa a otra. “allá compramos otro igual, no te preocupes”, decía, y yo abandonaba algún juguete con la nostalgia de las cosas que ya no se recuperan, porque sabía de antemano que la esperanza que me daba mi madre era falsa. (62)

El desarraigo infantil, culmina con la mudanza a Chihuahua, donde el narrador y su familia llegaron diez años antes de los acontecimientos relatados; sin embargo, se descubre después que la razón por la cual el personaje acepta la oferta de Antonio, es su negativa a dejar la universidad para mudarse con su familia a Sonora. Resultado de sus circunstancias, el protagonista se describe como un ser solitario, permanentemente fuera de lugar.

La soledad que experimenta el narrador le permitirá observar a las mujeres con las que llega a convivir, en especial Emilia, fuera del binomio dominante-dominado tan patente en “Visión de Laura” y “El espectador”. La madre Antonio llegará sorpresivamente una noche a su casa, y por una semana, ambos personajes solitarios establecerán una rutina silenciosa ante la cuál el narrador se muestra ambivalente:

…sólo coincidíamos a la hora de la cena, en la que apenas intercambiábamos palabra. La casa estaba limpia y dejó de sentirse deshabitada como cuando me encontraba solo. Por las noches, poco después de que apagaba la luz de mi cuarto al terminar la tarea, escuchaba el sollozo de Emilia tras la puerta de su habitación… Emilia parecía[9] un fantasma que procuraba el orden de la casa. No sabía si sentirme huésped o intruso. La imagen más cálida que guardo de ella es mirándola regar sus plantas y el único árbol del jardín del traspatio…Cuando arreglaba sus plantas parecía que la tristeza iba a reposar a otro sitio de la casa. (64)

Cuando Emilia regresa a Zacatecas, será Julia la vecina quien se hará cargo del jardín, y aunque coinciden rara vez, es mediante ella que el narrador se entera que el jardín era de Marina. El cuento utiliza la mirada masculina de su personaje para jugar con la posibilidad de crear una conexión con la madre de Antonio, a partir de la experiencia compartida del dolor ocasionado por la pérdida y la soledad que dicha emoción produce en los personajes; no obstante, el narrador se reconoce incapaz de comprenderla:

Yo no entendía el dolor de Emilia. Comprendía tan sólo el mío, porque supongo que uno no es capaz de compartir la tristeza con nadie, aun cuando el otro se encuentre bajo las mismas circunstancias. La prueba era que Antonio se había sobrepuesto con el paso de las semanas y tomado el mando de la situación, estableciendo las cosas prácticas en un caso como la muerte de Marina … Cómo, entonces, cavilaba, se puede entender el dolor de alguien. Yo, por mi parte, había pasado por algo similar poco antes. En tan sólo seis meses cuatro miembros de mi familia materna, incluida mi abuela, habían fallecido… Primero fue el deceso de sus dos hermanos, luego la abuela; escasos meses más tarde, fallecía su hermana… Yo estaba desbordado con la reciente noticia…Arreglé mis asuntos del trabajo para viajar a Sonora y verla, pero finalmente desistí. (66)

En contraste con Antonio, que asume una actitud de mando con su madre, para hacer frente a la pérdida, el narrador se muestra debilitado por sus propias emociones, que lo llevan al extremo de la inacción. Este aspecto “negativo” de su condición de hombre emocional da oportunidad para que la figura femenina no sea configurada por el narrador a partir de su condición de objeto de placer masculino.

En “Marina” empieza a trazarse la posibilidad de una dinámica social distinta, entre hombres y mujeres heterosexuales; sin embargo, esta posibilidad no se concreta exitosamente, ya que el narrador, paralizado por el descubrimiento de su fragilidad emocional, es incapaz de enunciar lo que verdaderamente piensa: “no tenía idea de lo que haría apenas terminara la carrera. Me encontraba perdido, impreciso … Sentía no tener en realidad futuro sino un largo aquí y ahora, que podría irme a cualquier lado sin importarme demasiado el lugar” (70). Cuando la madre de Antonio regresa al hogar pasados unos meses con la intención de no regresar a Zacatecas, mediante la interacción diaria entre ella y el narrador, se evidencia el cambio de perspectiva en la mirada masculina, que no expresa deseo sexual: “Emilia tenía una suave expresión alegre pese a que sus ojos daban la impresión de estar siempre a punto del llanto. Era como si sobrellevara una situación agridulce todo el tiempo” (71).

El punto de inflexión en el relato ocurre a partir de la tormenta que arrasa el jardín, deshojando la jacaranda del patio, sembrada por Marina:

En cuestión de minutos, el árbol ya no tenía más flores. Todas habían quedado en el charco del jardín que dejaba la lluvia como rastro. La tempestad arrancó la belleza azul violácea que había nacido como milagro, de la misma manera que el accidente le había arrancado a Marina. Pude entonces imaginar a la muchacha aquella tarde de comienzos de invierno, salir por la ventana del auto accidentado. Marina con vidrios de ventana rota. Marina de piel blanca y ríos rojos de sangre en su cuerpo. Marina de cabellera encendida sobre la autopista que atraviesa el desierto. Marina sin aliento, exhalando los vapores del asfalto del sol al mediodía. Marina con sus ojos pasmadamente abiertos como dos peces verdes ahogados entre las dunas. Marina arrancada de raíz como un jazmín marchito. Marina llorando por no salvar sus plantas. Marina asistiendo al entierro de una de sus flores (72).

Emilia y el narrador, impotentes ante la tempestad no pueden hacer otra cosa que observar sus efectos destructivos. Curiosamente, como resultado de la desolación provocada por este violento fenómeno natural Emilia, volverá a ocupar su puesto de sujeto dominante dentro de su espacio doméstico, oponiéndose a los deseos de Antonio, invirtiendo el orden de poder, al desalojar al narrador, asumiendo así en ese espacio doméstico el rol dominante:

Emilia me pidió que dejara la casa. Quería vivir sola. Lo dijo sin mirarme, sosteniendo la vista en los muebles mientras atravesaba la sala rumbo a la cocina. Desde la puerta principal la vi de espaldas empequeñecida, frágil y no acerté a decir nada. No volvimos a hablar. Al día siguiente comencé a buscar un sitio dónde vivir. Tuve una sensación extraña, de acento amargo en la boca, abandonar a Emilia y su árbol sin flores. su invernadero y su mutismo. La imaginé tras su fortaleza hecha a fuerza de silencio, paredes altas donde crecerían las enredaderas y no habría lugar para desiertos ni autopistas, donde Marina giraría para siempre con sus veintitrés años. (73)

A diferencia de las formas de sumisión femenina en los otros cuentos, Emilia no utiliza el silencio como arma defensiva, ella inicia y termina las conversaciones con el protagonista, dejándolo en la incertidumbre respecto a su posición en la relación de convivencia que mantienen. La última imagen de Emilia mantiene viva la posibilidad futura de un cambio en la mirada masculina, al describirla como una fortaleza, no un objeto de goce o deseo, a la que le resulta imposible acceder, en el sentido de comprenderla, pero que por lo menos indica una opción distinta a la representadas en los primeros relatos.

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2.La mirada femenina: otra forma de hacer frente a la violencia.

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Las formas en que se representa la violencia mediante el filtro de la mirada masculina en los cuentos analizados hasta este momento pueden identificarse aspectos de la violencia simbólica, delimitada por un sistema social de dominación masculina, que atraviesa de forma transversal todo el cuentario. En mayor o menor medida los narradores en “Visión de Laura”, “El espectador” y “Subterráneos” son personajes que ejercen violencia sobre otras personas, especialmente mujeres, sin dejo de reconocimiento sobre lo reprensible de sus acciones.  En su configuración discursiva, admiten libremente su comportamiento porque la violencia, un acto de dominancia, se encuentra normalizado como símbolo de virilidad en el contexto social. 

Si la violencia simbólica es inherente a la condición humana social, como sugiere Bourdieu, ni las acciones, ni el discurso de los narradores en los cuentos mencionados—con énfasis en los tres primeros—, contravienen el orden natural de su existencia, de ahí que, en apariencia, no haya un cambio en la visión de mundo de los mismos al finalizar sus relatos; sin embargo, el desenlace de estas historias parece concordar con la perspectiva de Bataille sobre el potencial fallido del discurso para superar la violencia producto de la trasgresión y reestablecer el orden .

Ahora bien, la cuestión de la dominancia masculina y su relación con la violencia simbólica puede problematizarse en tanto que parece partir del supuesto que género y sexo son lo mismo, y que además los roles sociales, y las expresiones sexuadas estos son estáticas. Judith Butler, en este sentido, señala que,

el género no es, de ninguna manera, una identidad estable; tampoco el locus operativo de donde procederían los diferentes actos; más bien, es una identidad débilmente constituida en el tiempo; una identidad instituida por una repetición estilizada de actos. Más aún, el género, al ser instituido por la estilización del cuerpo, debe ser entendido como la manera mundana en que los gestos corporales, los movimientos y las normas de todo tipo, constituyen la ilusión de un yo generizado permanentemente. (Actos… 296-297).

Al ser una ilusión, es posible que ocurra el rompimiento con el sistema de dominancia masculina, configurado en el caso de los cuentos de Aquello que nos resta, mediante la mirada masculina. Fenómeno que ocurre en “La herida más profunda” y el último relato, cuyo título, como se ha dicho al inicio, es el que da nombre al cuentario.

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La experiencia de la violencia a través de la mirada femenina.

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La primera diferencia que salta la vista en los últimos dos cuentos es que sus voces narrativas son femeninas. Después de cuatro historias donde apenas se les concede la voz, en estos cuentos serán las narradoras quienes representen la violencia a través de su mirada, como víctimas de esta, al mismo tiempo que su discurso, especialmente en “Aquello que nos resta” será exitoso ahí donde las voces masculinas fallaron: reflexionarán sobre la violencia. La anécdota principal en “La herida más profunda” es el acompañamiento que brinda la protagonista, a su amiga Leticia a raíz del feminicidio de Rebeca, su hermana.

En el cuento se entrelazan dos tipologías de violencia, la simbólica y la sistémica, cuyos límites definitorios se vuelven borrosos hacia el final del relato. Por un lado, en el relato de Nora, aparecen cuatro dinámicas de pareja que recrean en distintos matices los conflictos de dominancia que ya se han analizado en los otros relatos. Desde la violencia sutil entre Guillermo y Leticia, así como entre ella y Mauricio, pasando por la violencia “invertida” de Gabriela y Eduardo[10], hasta llegar a las últimas consecuencias de esta, representada por Rebeca y su exesposo, en todas ellas se configuran los aspectos violentos implícitos en la relación dominante-dominado que ya se ha representado. Por otra parte, la violencia sistémica se explicita mediante los procesos jurídicos y burocráticos por los que tiene que atravesar Leticia, para poder hacerse cargo de los restos de su hermana.

Una particularidad interesante del texto, en contraste con los cuentos anteriores, es que la violencia, vista a través de la mirada femenina se presenta como un fenómeno omnipresente, ocurre tanto en la esfera íntima como en la pública, toda vez que “todo, en la génesis del hábito femenino y en las condiciones sociales de su actualización, contribuye a hacer de la experiencia femenina del cuerpo el límite de la experiencia universal del cuerpo-para-otro, incesantemente expuesta a la objetividad operada por la mirada y el discurso de los otros” (Bourdieu 83), de esta manera el cuento abre con Nora y su llegada a la escena del crimen, por petición de Leticia, en una escena que mezcla lo cotidiana con lo extraordinario:

ACTIVÉ EL PARABRISAS cuando el coche de al lado empañó el vidrio… La larga fila en la calle no avanzaba, pese al semáforo en verde. Llevaba ahí más de veinte minutos o al menos eso me pareció. … Me recargué sobre el volante y sentí el cansancio del día mientras pasaba mi mano por el cuello húmedo. Mi mano tomó el color del tinte del pelo. Lo teñía cuando Leticia llamó por teléfono, estaba a medio hacer, frente al espejo, con los guantes manchados mezclando con la escobilla. Colgué y me dirigí al baño apresurada … comencé a quitarme la pintura del cabello… Me hice una coleta y partí. En el trayecto volvía la voz de mi amiga como un eco … Di varias vueltas por la colonia antes de encontrar la dirección, paré cuando vi el número del edificio, 311 de la calle Hortensias… El portón estaba abierto, por lo que no tuve que hacer sonar el timbre … Remonté los peldaños de dos en dos, casi de puntas. En la segunda planta advertí a Leticia en el quicio de la puerta. Sus ojos debían estar enrojecidos, hinchados detrás de sus lentes oscuros. Me volteó a ver con un cabeceo lento, como en las películas cuando detienen de a poco un movimiento, pensé, o como si a ella le causara hastío cambiar de posición. No nos saludamos porque una voz la llamó desde dentro y se decidió por fin a entrar. Quise alcanzarla pero sentí un mareo y me recargué en la pared del pasillo. Una mujer mayor —una de los tantos vecinos detrás de sus puertas, supuse— salió para auxiliarme, preferí sentarme en uno de los peldaños. Al cabo de un rato tuve que moverme cuando los forenses me lo pidieron para sacar el cuerpo del inmueble. “Lo más triste es que nadie oyó nada para ayudarla”, comenzó a contarme la vieja al oído desde donde pude percibir el hedor metálico de su boca, alejé un poco el rostro de ella. (75-76)

A pesar de la brutalidad del feminicidio, en que intentaron quemar su cadáver, el cuerpo de Rebeca pasó por lo menos dos días sin ser descubierto, fue la vieja quien por el olor llamó a la policía, y Leticia se encuentra ahí para cerciorarse que las autoridades no se hayan llevado algún objeto de valor.

Guillermo me vio entrar y se interpuso[11] en el camino hacia la sala … “Al parecer quienes estuvieron aquí no se llevaron nada, sólo estamos verificando que la policía tampoco”, explicó cuando me acerqué a saludarlo. Alcancé a ver una de las paredes ahumadas, los muebles en desorden, algunos objetos en el suelo. Me llevé las manos al rostro al sobresaltarme por el ruido. Leticia, que recorría la casa, había tirado sin querer una silla del comedor deshecha en parte por el fuego… Tuve una especie de pudor, sentía que estorbaba en aquella escena. “No fue buena idea que vinieras”, profirió Guillermo casi en tono de reproche. “Es que tú no contestabas el celular. Alguien tenía que acompañarme”, se escuchó la voz de Leticia perceptiblemente alterada desde una de las habitaciones, increpándolo … “Es mejor que me retire, no quiero molestar”, comenté para justificar mi partida. “No, también te necesito”, apareció Leticia y alcanzó mi mano de la que pude percibir su cuerpo tembloroso. Sus rasgos habían envejecido en cuestión de unas horas. Se había quitado las gafas y pude ver que efectivamente tenía los ojos hinchados y la expresión del horror la había transfigurado. Nos abrazamos… Guillermo hizo una mueca de incomodidad, recogió los objetos de valor que Leticia había vaciado en una bolsa negra de plástico y nos dijo que ya era momento de irnos. (76)

La presencia de Nora molesta a Guillermo, como si esta pudiera suplantarlo en su rol de hombre protector, en la interacción de la pareja se intuye una tensión latente. Esta no es la única pareja en conflicto, la relación de la narradora, así como la de Gabriela, su compañera de trabajo, se describen en pugna partir de una desequilibro entre sus roles de género. Ahora bien, para comprender el origen de esta subversión de roles es necesario recordar que si bien, que “…there is not necessarily an essential difference between male and female. The ‘difference’ lies in the gender roles society has shaped for each. These roles are both imposed on the individual from the outside and assumed by the collective body of society” (Goddard 26), la manera en que los individuos acepten dichos roles mediante la reproducción de los atributos expresivos y performativos de sus géneros explica el por qué mientras la relación de Nora con Mauricio fracasa, la violenta relación de Gabriela y Eduardo se mantiene.

Entre Mauricio y yo se rompió la comunicación en el momento en que él comenzó a entablar su propio monólogo. “Un melodrama”, me corrigió una compañera de la oficina a quien le había contado sobre mi ruptura. A él le gustaba figurar en las historias de lágrimas y amores imposibles, pero como no había razones para lo uno ni lo otro, había que inventarlas, me explicaba experta. Yo entendía muy poco esas cosas. Aun así, reflexioné, se suponía que era yo quien debía llorar hasta el cansancio, gritar o dar un portazo en la puerta del baño por lo menos y él irme a buscar y consolarme del otro lado, regalarme flores o chocolates. Pero a mí francamente no me salían esos papeles. Además, habíamos invertido los roles. ¿Se iba para que fuera detrás de él? ¿Gritaba para que yo fuera a calmarlo? Yo sólo quedaba estática ante esas escenas. ¿Cuándo habíamos comenzado a actuar como la pareja que no éramos? ¿Dónde estaba mi guión porque creo había perdido mi parte? (80)

Cómo explica Judith Butler, “…si los atributos de género no son expresivos sino performativos, entonces estos atributos realmente determinan la identidad que se afirma que manifiestan o revelan” (El género en disputa 274). En el caso de la relación amorosa de la narradora, la inversión de roles es problemática porque una de las dos partes no entiende la performatividad que le corresponde, en cambio en la inversión de roles que podría atribuirse a la relación de Gabriela y Eduardo no es tal. A pesar de que Gabriela es la victimaria[12], sus ataques violentos, motivados por el despecho y los celos, se normalizan por los demás personajes; al siguiente día que Nora acompañó a Leticia, se entera en el trabajo de la más reciente agresión:

“Gabriela no vino a trabajar desde ayer”, comentó alguien desde otro escritorio. “La detuvieron por intentar atropellar a Eduardo”, explicó … Me imaginé a Gabriela, esperando que Eduardo saliera de casa o de cualquier bar que ambos frecuentaban, arrancar el auto sin luces y golpearlo con el cofre. “Eduardo esquivó el coche”, dijo una, “pero supo que se trataba de ella, de quién más, desde ayer por la mañana la detuvieron porque había levantado cargo contra ella”. “Pero él ni se imagina lo que le espera cuando Gabriela salga de allí”, dijo otro. Los comentarios corrían como apuestas. Esperaban ansiosos que nuestra compañera apareciera para que contara su versión de los hechos y su próximo ataque (82-83).

Ni la normalidad de esta situación laboral, logra restaurar un sentido de paz en la cotidianeidad de Nora, en la que la muerte de Rebeca se ha ido entreverando con sus experiencias diarias, especialmente en aquellas instancias que giran en torno a su relación con Mauricio:

…yo tampoco quería estar sola, llegar a casa y sentir el olor de Mauricio —indicio de que había estado allí, confundido esta vez con el hedor que retenía de Rebeca en su departamento— y mirar cómo el lugar se iba quedando sin objetos, las pertenencias de Mauricio que se iba llevando… Sin embargo siempre me tropezaba con algo de él, un rastrillo, un cepillo de dientes, varias camisas. Me había dicho casi a gritos que se iba porque quería ser libre pero posponía su mudanza definitiva. “También aquí hay demasiados cadáveres”, me dije apenas entré. Y recordé a Rebeca, que la había visto tan poco porque ella había permanecido durante muchos años en el extranjero. La imaginé sujeta a esa silla ahumada, sin vida sobre esa camilla donde la trasladaron, tapada como si la muerte no tuviera rostro (79).

La narradora convierte a Rebeca en una especie de reflejo distorsionado de sus propias experiencias, a través del cual observará la violencia a su alrededor, en especial de su expresión sistémica, que en un lapso de días logrará deshumanizar a la mujer asesinada: “llamé a Leticia que estaba en el ministerio público realizando trámites para liberar a su hermana. Como si Rebeca fuera la criminal, pensé sin decírselo a mi amiga” (80), “¿Qué decían los periódicos ahora? ‘Directora de teatro muere en escena turbulenta’, se sospecharía de su ex marido, su hijo lloraría consternado porque uno no imagina que le llegue la muerte así…” (81), “acompañé a Leticia a la funeraria. Me sorprendió ver demasiada … Habían llegado sólo para tener detalles de su deceso, que alguien les contara cómo estaba cuando la encontraron…, si tenía un amante y el ex esposo había tomado venganza o si se prostituía y uno de sus clientes enojado la había lastimado hasta matarla” (85), “La policía comenzará las investigaciones pero no pasará nada, como siempre, … Argumentaron que se había tratado de un robo, pero fueron ellos los que se llevaron los objetos de valor” (86).

Aunque no lo verbalice, el funeral de Rebeca, es el parteaguas a partir del cual Nora logra escapar de su propia relación de violencia, simbólica en este caso, a la que Mauricio la ha tenido sometida por meses. Se niega a hablar con ella para buscar una solución o terminar definitivamente, pero entra a su casa bajo el pretexto de recoger sus cosas, asegurándose de dejar algún signo de su presencia, continuando su dominio emocional de Nora mediante la incertidumbre provocada.

Comencé a ordenar un poco y volví a dar con las camisas de Mauricio. Fue cuando decidí. Junté todas sus pertenencias. Hurgué en cada sitio para que no quedara nada de él y las coloqué en un par de cajas que dejé en la sala, cerca de la puerta principal. Tomé para mí unos cuantos cambios de ropa y le pedí a mi hermana que me dejara estar con ella unos días. En una de las cajas había una nota en la que le pedía a Mauricio dejara las llaves dentro del buzón, que no volviera si no era para hablar. “Demasiados cadáveres en esta casa”, me dije. Salí pensando que en unos días el olor de Mauricio también desaparecería. (87)

El enfrentamiento con la muerte, mueve a Nora a actuar con una intencionalidad que, si bien no logra colocarla por encima de su rol performativo como cuerpo generizado para lograr la liberarse de la violencia, es un guiño en todo caso al epígrafe del cuento:

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Si el hombre no era más que la serie de sus actos,

me daba cuenta,

nunca estaría definido antes de su muerte:

uno sólo, el último de sus actos

podía aniquilar su existencia anterior,

contradecir toda su vida. (75)[13]

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A veces me pregunto si todavía existimos: De la mirada femenina a la voz violentada.

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“Aquello que nos resta”, es el último relato del libro, Como tal, en este se conjugan los tres ejes temáticos que se listaron al principio del presente estudio: la soledad, el desamparo y la violencia. Expresados todos a partir de la experiencia vivencial de Irene, aunque supeditados los dos primeros al último. Anecdóticamente, el cuento es un recorrido, más o menos asíncrono, del fracaso amoroso de la relación entre Irene y Cecilia.

El relato abre con el encuentro final de la pareja en un bar de Ciudad Juárez, Chihuahua, “… una cantina de mala muerte en el centro de la ciudad al que a Cecilia le gustaba ir con sus compañeros de trabajo” (89), la narradora y su expareja de se han citado ahí para saldar las últimas cuentas de la vivienda que solían compartir. Irene y Cecilia, se conocieron en Guanajuato, y después de un corto cortejo se fueron a vivir juntas. La primera era una estudiante universitaria, mientras que la segunda fungía como profesora adjunta en la escuela de Humanidades de la misma institución. Cuando la segunda recibió una oferta para trabajar como antropóloga física en Ciudad Juárez, y ante la posibilidad de un mejor sueldo, ambas se mudaron. Irene abandonó sus estudios y empezó a trabajar durante el día en una tienda de autoservicio, mientras que Cecilia se dedicó de lleno a su trabajo.

El trasfondo de la historia parece simple, pero, como en el resto de los cuentos ya examinados, en este también se descubre que el devenir de los personajes se encuentra marcado por la violencia, misma que forma parte del día a día de los habitantes de la urbe, tanto en la esfera privada y como la pública, permeando en todos los aspectos a la ciudad. Ya sea que ocurra en las relaciones interpersonales cotidianas—“Me insultaban o tomaban la mercancía con furia mientras yo los miraba con indiferencia” (97)—, que exista en la mente de los personajes como posibilidad—“dormía sobre el capote de su auto para que no se lo robaran” (96)—, que sea vista como una eventualidad de la vida citadina—“indigentes, borrachos que mueren en las calles o en accidentes de tráfico. Eso es rutina” (100)—, al grado incluso de normalizar, a ojos de sus habitantes, la desaparición y feminicidios en Ciudad Juárez —“quizá eran tantos carteles puestos en tantos lados que la gente ya no los miraba. La ciudad parecía coleccionar retratos de mujeres perdidas” (101)—, la violencia en “Aquello que nos resta” es de una omnipresencia apabullante.

La mirada de Irene, que estudiaba artes visuales antes de mudarse con Cecilia a Chihuahua, acerca a sus lectores al mundo violento y grotesco de Ciudad Juárez.:

…recorría el centro buscando sitios dónde filmar cuando reuniera dinero para los materiales. Quería encontrar la fragmentación visual de aquella realidad que se me presentaba. Había vendido mi cámara y mi computadora por dinero para el viaje, por eso traté de no desesperarme por aplazar lo mío, no poder registrar esa ciudad aglomerada con señales de tránsito y grandes anuncios comerciales con su publicidad en inglés, las calles grasientas con basura de días, las esquinas con marcas antiguas y nuevas de ríos de orines, prostitutas diurnas y borrachos macilentos mezclados con la gente que va al mercado a comprar fruta. Si algo me atraía de Juárez …, es que me parecía una ciudad con poco pudor que se mostraba sin escándalos ni mojigaterías. Su impudicia no me resultaba obscena, al contrario. Cada vez me acercaba más para ver a detalle el rostro ajado de mujer trasnochada que veía en Juárez, de humores fétidos como de muerte. Niveles de degradación que no me atreví a categorizar. Al final de cuentas, todos intentábamos sobrevivir nada más (91-92).

Aunque haya tenido que vender su cámara para poder subsistir, su mirada es el obturador a través el cuál se recrea la ciudad. Se produce de esta forma una distancia paradójica, aunque momentánea, entre ella, la ciudad y la mirada lectora extradiegética.

La mirada fotográfica tiene algo de paradójico que encontramos también algunas veces en la vida: el otro día, en el café, un adolescente, solo, reseguía con la vista toda la sala; a veces su mirada se posaba en mí; tenía yo entonces la certeza de que me miraba sin que por ello estuviese seguro de que me viese… Diríase que la Fotografía separa la atención de la percepción, y que sólo muestra la primera, a pesar de ser imposible sin la segunda; se trata … de una noesis sin noema, de un acto de pensamiento sin pensamiento, de un apuntar en blanco (Barthes 188-190).

Si en sus paseos, Irene mira sin ver a su alrededor, sin percibir en estas primeras excursiones por la ciudad a la violencia palpitante detrás de esa degradación que menciona, conforme habite el espacio y transcurra el relato, la violencia empezará a filtrarse en esos recorridos, acortando la distancia creada entre Irene como observadora y la ciudad como objeto observado:

Camino al trabajo, presté más atención a los anuncios en el interior del microbús con rostros de mujeres. Hojas en blanco y negro que decían más o menos lo mismo: la edad, la complexión, algún dato particular para su reconocimiento. Y las palabras Se busca o Desaparecida. quizá eran tantos carteles puestos en tantos lados que la gente ya no los miraba. la ciudad parecía coleccionar retratos de mujeres perdidas. Podía verme en ellas, nuestros rasgos generales eran parecidos. Cabello largo, oscuro, ojos castaños, boca grande, alrededor de los veinte años. (101)

La identificación de Irene con las muertas de Juárez, víctimas anónimas de la violencia sistémica, que ha permitido la recurrencia y normalización de los crímenes, así como de la simbólica a la que su condición de sujetos femeninos las somete, sucede en un momento clave del relato: Cecilia ha violentado por primera vez a Irene, quemando su ropa.

La narración confirma a lo que las pistas discursivas en este aludían—“El horario de Cecilia era diurno, pero si la solicitaban por la noche debía ir. Pasaba con frecuencia.” (91)”, “Dejaba la bolsa y los zapatos junto a la puerta de entrada y subía las escaleras directo a bañarse para disimular … el tufillo a formol penetrado en la ropa y el cuerpo” (94)—, el nuevo puesto de Cecilia es como antropóloga en el depósito de cadáveres municipal. Cecilia, cuyo comportamiento se ha ido volviendo más errático (parecer vivir en un estado semipermanente de alcoholismo y alternar entre comportarse taciturna, efusiva, atenta o lejana), habla con Irene sobre su trabajo en la morgue de la ciudad. Este lugar es dónde la violencia pierde su sentido abstracto, y se manifiesta de (en) cuerpo (s) presente (s).

Una noche Cecilia me habló por primera vez de su trabajo. De los cuerpos que recibían en el anfiteatro … “La sala en su mayoría la ocupan indigentes, borrachos que mueren en las calles o en accidentes de tráfico. Eso es rutina. La cosa es cuando llega ella”, y se refirió a ella como si yo supiera de quién se trataba, pero no me atreví a interrumpirla. “Me perturba el momento en que me llaman y me dicen que tienen otro asunto y la veo otra vez allí, quieta, tendida sobre la mesa con su piel amarilla, sus brazos y su vientre amoratados, la sangre seca en su sexo y sus muslos, la línea honda de estrangulamiento y el rostro retratado de la angustia. Con el olor fétido me llega la imagen, sin saber por qué, de una playa con cientos de muertos escupidos por el mar … es más fuerte el de su cuerpo descompuesto al abrirla y pierdo la imagen de las gaviotas atravesando el cielo de invierno al mirar sus órganos azules y comenzar a vaciarla”… se llevó el pulgar a la boca, raspaba el esmalte con los dientes. “Al principio pensé que eran varias mujeres que llegaban cada tres o cuatro noches, con diferentes marcas en el cuerpo y variantes de muerte. Asfixia, sobre todo, o estrangulamiento. Pero es la misma, Irene, es la misma mujer. Reconozco su rostro. A veces llega con parte de su cuerpo calcinado o con cortes hondos en las piernas. La han encontrando en algún vertedero o en un terreno baldío. Detallo sus marcas. Escribo la historia violenta de su cuerpo. Mientras, veo que la abren a destajo e introducen la mano para arrancarle las entrañas” (99-100).

Si hasta este momento la mirada femenina ha observado de soslayo a la violencia, en el anfiteatro municipal es imposible desviar la mirada. La violencia, palabras más, palabras menos, dice Bataille en El Erotismo, no necesita explicarse a sí misma, simplemente existe. En las muertas de Juárez, que a los ojos de Cecilia son todas una[14], son el símbolo corporizado del frenesí violento humano.

Después de la noche mencionada, las agresiones de Cecilia alcanzan un punto álgido, en un ataque verbal y físico donde Irene sobrevive a ser asfixiada, “Respiré a bocanadas para recuperar el aire. Al exhalar hacía un silbido agudo y fuerte que no reconocía como mío” (104). De acuerdo con William Pawlett“…most theories of violence fail to explore the unpredictable, volatile, internal dynamics of violence” (1), en este sentido, la pulsión violenta detrás del comportamiento de Cecilia, por ejemplo, parece a momentos tener como único fin el de la existencia de la violencia misma, ante la falta de indicadores discursivos que pudieran asentar el goce sádico del personaje.

Aunque se podría decir que este personaje reproduce los estereotipos performativos del hombre violento y abusador, en plena espiral descendente[15], la naturaleza de su relación lésbica, dificulta la descripción de esas acciones violentas como un simple trastocamiento de los roles de género, ya que la subversión de su representación radica más bien en que ni ella ni Irene reproducen performativamente los roles de género comúnmente asociados con la noción de “ser hombre/ser mujer”. Como explica Judith Butler, “Identificarse con un género bajo los regímenes contemporáneos de poder implica identificarse con una serie de normas realizables y no realizables y cuyo poder y rango precede las identificaciones mediante las cuales se intenta insistentemente aproximarse a ellas. Esto de “ser hombre” o “ser mujer” son cuestiones internamente inestables (Cuerpos, 186), de ahí que no se caracterice aquí el comportamiento de ambas partiendo de estas cuestiones, como sí se hizo en el análisis de los cuentos que anteceden a “Aquello que nos resta”.

De igual manera, a diferencia de los cuatro primeros relatos, el discurso narrativo pone de manifiesto de forma casi inmediata la violencia que experimenta Irene. En el encuentro del bar Victoria, se atisba la relación víctima-victimaria de ambas, que Irene develará en el resto del relato.

Le había pedido a Teresa que me acompañara a mi encuentro con Cecilia … Teresa aplastó mi mano para que dejara de sonar, contra la barra, el juego de llaves que traía conmigo. “no te pongas nerviosa. arreglas eso pronto y nos vamos.” una hora más tarde llegó … Me saludó artificialmente amable… pidió un trago y de inmediato sacó de su bolso los recibos de agua, luz, teléfono, alquiler, con la seriedad de una cita de negocios … disentí de pagar algunas cosas porque yo llevaba casi un mes sin vivir en casa. “Eso no importa, querida, tenías derecho a vivir allí y no lo usaste. todo se paga a la mitad.” Hizo hincapié en la última frase, pero se con tuvo de levantar la voz para no perder los estribos frente a su amigo. “Yo no sé qué te hice para que en este último tiempo me trataras así”, añadió con un cambio brusco de actitud, a punto de llorar. Osvaldo la tomó del hombro para tranquilizarla y ella recuperó la compostura casi de inmediato (89-90).

El nerviosismo de la narradora, la necesidad de compañía para sentirse más segura ante la posibilidad latente de una agresión, contrastan con la ira de Cecilia, apenas disimulada y, en especial, su actuar fingido de víctima ante Octavio, cuya compañía, dicho sea de paso, refuerza, como mirada masculina, el acto performativo de Cecilia como mujer inocente y sufriente, a la que han abandonado. Solamente Irene, por su experiencia como víctima de Cecilia, es capaz de distinguir los mecanismos de control que utiliza su expareja: “Yo la miré desconcertada, volteé a mi otro costado para cerciorarme que Teresa era testigo, pero ella lidiaba con un borracho que se le había acercado. Descubrí que Cecilia era una gran manipuladora, tan hábil que no supe cómo desenmascararla” (90). El relato de Irene, entonces, es el intento por desenmascarar a su agresora.

La palabra, es el instrumento que le permite, revelar a un tiempo la “verdadera” cara de Cecilia como agresora —“‘¿Qué haces, puta?’, me dijo gritando” (98), “Cecilia me sujetó fuerte” (99), “Me preguntó con rabia contenida” (103), “me tomó del cabello y empezó a tirar de un lado al otro” (104), “Me alcanzó con la cuerda que colocó en mi cuello y tiró de ella” (104), “Enterró sus uñas en un costado de mi espalda” (106)—, así como las formas en que Cecilia utiliza el lenguaje ya sea para justificar la violencia de sus actos —“No se disculpó pero trató de justificarse diciendo con voz suave que había tenido un día difícil en el trabajo” (99), “‘Perdóname…, perdóname, no lo vuelvo a hacer’, me suplicó Cecilia poniéndose de rodillas junto a mí y acariciándome el cabello” (104), “se disculpó por hacerme daño. ‘Me volvió loca pensar que esa mujer podía ser tu amante.’” (105)—, como para atraer y controlar de nuevo a Irene—“Con un tono dulce que no le conocía insistió, suplicó, aplicó el chantaje” (106). La narración de Irene ejemplifica a lo que Judith Butler se refiere como “el poder del lenguaje”, la capacidad de la palabra por develar y encubrir al mismo tiempo:

El poder del lenguaje para trabajar sobre los cuerpos es al mismo tiempo la causa de la opresión sexual y la vía que se abre más allá de esa opresión. El lenguaje no funciona de forma mágica e inexorable: «Hay una plasticidad de lo real respecto del lenguaje: el lenguaje tiene una acción plástica sobre lo real».” El lenguaje acepta y cambia su poder para actuar sobre lo real mediante actos locutorios que, al repetirse se transforman en prácticas afianzadas y, con el tiempo, en instituciones (El género 233).

Irene se vale de este doble filo del lenguaje, explicitar tanto su condición de víctima como para “construir”, alternando su voz con el silencio, su escape de la dinámica de dominancia en la que había estado, mas no de la violencia que la rodea. Cierra su relato volviendo al lugar de inicio, al presente de su enunciación. “Teresa y yo salimos del bar Victoria … mi tacón cedió ante el desnivel de la banqueta y se dobló mi tobillo. Me detuve en la pared agrietada de una tienda de abarrotes para reincorporarme y vi de reojo que mi mano cubría una fotocopia mal hecha de otra joven mujer desaparecida.” (107)

Si, como dice Kevin Goddard, “the gaze is determinative of social relations not only because we are necessary participants in social roles, which are essentially power relations, but more importantly because we are at heart essentialists—believing that there is a “natural” us, either masked or unmasked, with which we must face the world…” (28), tanto la mirada femenina como la masculina estarán invariablemente sujetas a la carga simbólica que su clasificación genérica conlleva, por lo que su capacidad para observar, representar y enfrentar en dado caso las distintas formas de violencia se verá opacada, por el binarismo implícito que las convierte de alguna manera en reflejo una de la otra “what determines me, at the most profound level, in the visible, is the gaze that is outside. It is through the gaze that I enter light and it is from the gaze that I receive its effects.” (Lacan 105).

Será el lenguaje, aún con su duplicidad, la herramienta con el potencial para enfrentar a la violencia, aún si dicho encuentro no resulta en la emancipación: “Eso es lo que nos resta, pensé decirle algún día a Cecilia, esta ciudad de fantasmas, con la muerte repetida delante nuestro en todas las esquinas con el rostro de alguien. No somos y no seremos más que esta inercia violenta, esta tristeza anunciada en dos idiomas, esta urbe quimérica con nostalgia de mar, náufragos milenarios, empeñada en extinguirse A veces me pregunto si todavía existimos o sólo flotamos en este territorio de nadie.” (107)

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Bibliografía

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– – – -. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Ma. Antonia Muñóz trad. Buenos Aires: Paidós, 2007.

– – -. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Alcira Bixio, trad. Buenos Aires: Paidós, 2002

Cárdenas, Gerardo, ed. Diáspora: narrativa breve en español de Estados Unidos. Monterrey: Vaso Roto, 2017.

Han, Byung-Chul. Topología de la violencia. Paula Kuffer, trad. Barcelona: Herder, 2016.

Goddard, Kevin. “‘Looks Maketh the Man’: The Female Gaze and the Construction of Masculinity”. The Journal of Men’s Studies. vol. 9, no. 1 (2000): 23-39.

Lacan, Jaques. The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis. Alan Sheridan, trad. Newy York: Routledge, 2018.

Mulvey, Laura. “El placer visual y cine narrativo”. Arte después de la Modernidad. Nuevos Planteamientos en Torno a la Representación. Brian Wallis, ed. Madrid: Akal, 2001.

Ortega, Julio. Nuevo relato mexicano. Lima: Peisa, 2017.

Pawlett, William. Violencie, society and radical theory: Bataille, Baudrillard, and contemporary society, New York: Routledge, 2013. 

Pedroza Castillo, Liliana. Andamos huyendo Elena. México: Tierra Adentro, 2007.

– – -, Aquello que nos resta. México: Tierra Adentro, 2009.

– – -, Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017. Monterrey: Universidad Autónoma de Nuevo León, 2018.

– – -, comp. Cuentistas de Tierra Adentro 2007-2017. México: Tierra Adentro, 2017.

– – -, comp. El sol sobre los ojos. Conversaciones sobre el norte literario, México: Ficticia, 2014

– – -, Vida en otra parte. México: Ficticia, 2009

Ramírez Fermín, Gloria. Las musas perpetúan lo efímero. Lima: Micrópolis, 2017.

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  1. Estos son ejemplos de antologías internacionales, los relatos de Pedroza aparecen también en antologías nacionales como Antología lados B: narrativa de alto riesgo 2014: mujeres (2014) de Nitropress o Cuentistas de Tierra Adentro 2007-2017 (2017) y Desierto en escarlata: cuentos criminales de Ciudad Juárez (2018), siendo además compiladora de estas dos últimas.

  2. “La violencia simbólica se sirve del automatismo del hábito. Se inscribe en las convicciones, en los modos de percepción y de conducta. A su vez, la violencia se naturaliza. Mantiene el orden de dominación vigente sin ningún tipo de esfuerzo físico o material.” (Han 12).

  3. La estructura del cuento se divide en nueve partes, los números impares, hasta la séptima sección, corresponden a la adolescencia del narrador, cuando ocurre su relación con Laura, mientras que las partes pares, describirán el pasado más inmediato del narrador, un hombre entrado en sus treinta años, divorciado, estudiante de posgrado. La última sección del cuento realiza un salto temporal marcado por la transgresión de Laura cuando el narrador tenía dieciocho años al presente de la enunciación cuando este tiene treinta y cinco años y acaba de ver de nuevo a Laura.

  4. La verdad de las prohibiciones es la clave de nuestra actitud humana. Debemos y podemos saber exactamente que las prohibiciones no nos vienen impuestas desde fuera. Esto nos aparece así en la angustia, en el momento en que transgredimos la prohibición, sobre todo en el momento suspendido en que esa prohibición aún surte efecto, en el momento mismo en que, sin embargo, cedemos al impulso al cual se oponía. Si observamos la prohibición, si estamos sometidos a ella, dejamos de tener conciencia de ella misma. Pero experimentamos, en el momento de la transgresión, la angustia sin la cual no existiría lo prohibido: es la experiencia del pecado.

  5. Según Bataille, verdad universal, a pesar de la dificultad de encontrar un motivo único por el cuál lo sea. Véase el “Estudio IV. El enigma del incesto” en Erotismos.

  6. Tal como lo plantea Aristóteles en la tragedia griega, con la diferencia que no será el héroe quién cometa el acto que habrá de desencadenar el acontecimiento trágico. (Bataille 42-43)

  7. “Cada fin de semana nos encontrábamos en un terreno escampado al sur de la ciudad, cerca de la antigua estación de tren ya clausurada. Hacíamos largas caminatas contabilizando las embocaduras de acero por la avenida industrial, buscando posibles ramificaciones, formas de descenso, obstáculos en el trayecto. Nos alternábamos para realizar pequeñas pruebas sobre lo que nos enfrentaríamos.” (Pedroza 43)

  8. El énfasis es propio.

  9. Énfasis propio.

  10. Gabriela, compañera de la protagonista, acaba de terminar el compromiso con Eduardo después de años de relación, solo para descubrir que este inició una relación con otra a los días, lo que desencadena una serie de ataques violentos cometidos por Gabriela.

  11. Énfasis propio.

  12. “Una tarde, después de la oficina, nos contó que fue a buscarlo a casa de sus padres y lo golpeó apenas le abrió la puerta. Eduardo llevaba marcas profundas de arañazos en su cara. Gabriela comenzó a vigilar sus horarios y sus rutas. Tocaba a su puerta de madrugada, le dejó notas, llamó desde distintos teléfonos. Sin respuesta, una noche rompió la ventana del auto de Eduardo con un bate de béisbol” (82).

  13. Cita la novela de Crímenes imperceptibles (2003) de Guillermo Martínez.

  14. Cabe destacar que es en este pasaje dónde por primera vez se menciona el nombre de la narradora, reforzando la conexión simbólica entre ella, víctima individualizada, y ella, la víctima generalizada del sistema patriarcal. Tomando en cuenta las distintas teorías con las que se ha tratado de explicar la ocurrencia repetitiva de estos feminicidios en Ciudad Juárez, podría aventurarse que al perder su individualidad adquieren una función distinta en el sistema de dominancia masculina- “Medusa and women like her—not owned by the patriarchy—are ideal victims. Destroying them does not challenge male property rights and does not damage those women who serve patriarchal society. Sacrifice of Medusa-women enables the male communal expression of anger and violence that female eros and power provoke” (Bowers 225), de ahí que en términos de violencia sistémica se perpetúen los feminicidios al tiempo que se delega su castigo.

  15. “Bebía whisky en grandes cantidades sin emborracharse” (94), “Llegaba a casa más tarde de lo habitual con aliento a alcohol y las mandíbulas rígidas por la cocaína. Compraba botellas de whisky que vaciaba a una velocidad inusitada para mí” (95), “Cecilia bebía hasta perder el control. Más de una vez extravió su bolsa con las llaves del auto dentro y amenazó a la gente de todo el lugar para recuperarlas. Armaba tal escándalo que los sitios terminaban con balacera y huíamos con la cabeza gacha.” (96)


    Dra. Galicia García Plancarte, Profesora Investigadora de Tiempo Completo desde 2017 en el Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora. Sus líneas de investigación son: Análisis del proceso literario hispanoamericano, Estudios de hermenéutica literaria, Literatura e identidad y Literaturas nacionales.  Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Los retos de la historiografía actual: el caso de la literatura hispanoamericana entre los siglos XX y XXI” publicado en Connotas. Revista de crítica y teoría literarias, n.º 25 (2022) y “La educación como leitmotiv en Simplezas de Laura Méndez de Cuenca” publicado en Siglo XIX, vol. 28 (2022).

Poesía noruega I – Jens Bjørneboe

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Jens Bjørneboe (Kristiansand, 1920 – Veierland, 1976), probablemente fue el intelectual noruego más influyente y polémico de los años 50 y 60 ‘s.

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Además de un escritor magnífico, en todos los géneros literarios que practicó, fue un intenso debatiente del status quo conservador del país de mediados del siglo XX. Se enfrentó, muchas veces polémicamente, contra el sistema moral anteponiendo la libertad individual –en todos sus sentidos– a las costumbres, modales y etiquetas de la Noruega burguesa de esos años. En su obra resuma, por ello, un existencialismo que aboga por la búsqueda de una moral auténtica, que mostrara a los marginales de la sociedad y que expusiera al hombre como lo que es: con sus veses y reveses, sin ocultar las partes no deseadas. En su novela, Historia de la bestialidad (1966-1973) dice:

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Qué hubiera sido de nuestra querida y malolientemente bella Europa sin nuestros drogadictos, borrachos, homosexuales, tuberculosos, enfermos mentales, sifilíticos, chicos que mojan sus camas, criminales y epilépticos” (mi traducción)

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Entre las reivindicaciones polémicas más conocidas de Bjørneboe están sus críticas a las escuelas y prisiones como instituciones coercitivas y destructoras de la individualidad personal. En su opinión, en lugar de integrar a un marginal, estos centros servían para mantener un sistema “de lo correcto” que no funcionaba para todos. Estas críticas están presentes en sus ensayos y en sus novelas. De estas últimas destacan sobre todo Jonas (1955), Las hordas malignas (De onde hyrde, 1960) e Historia de la bestialidad (Bestialitetens historie, 3 vols., 1966-1973). De 1966 es su novela Sin un hilo (Uten en tråd), libro censurado y requisado en Noruega, acusado de pornográfico, y que costó a Bjørneboe un proceso judicial en 1967. Su última novela Los tiburones (Haiene, 1974), mereció mucha atención como una alegoría político y social de un mundo tambaleante a mediados del siglo XX, y que representa Bjørneboe en la figura de un barco rodeado por tiburones y una tripulación conflictiva.

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Además de piezas teatrales, escribió también un gran número de ensayos. Muchos de los cuales originalmente eran parte de los debates que ocasionaba su obra en diarios y revistas. Exposición publica que, por otro lado, había causado una buena acogida de sus obras entre los lectores. Lo leían tanto los que estaban con él como los que iban contra él. De hecho, Bjørneboe fue un héroe para la generación siguiente, la del 70.

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La poesía de Bjørneboe, aunque parece alejada de los temas polémicos mencionados antes, va en realidad en paralelo, como si fuera un ejercicio de introspección, de expresión de la individualidad sujetada, del reconocimiento del otro auténtico que llevamos dentro de nosotros mismos.

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Formalmente, su poesía, se caracteriza por una finísima atención por las formas métricas. Por ello, no es gratuito el uso que hace del soneto en varias de ellas.

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En 1951 bajo el título de Poesía (Dikt) publicó varios grupos de sus poemas. De sus primeras composiciones, muy ligadas a motivos bíblicos, se pasa a un interés profundo por los aspectos existenciales e incluso políticos, como su “Canción de cuna española” contra la dictadura de Franco.

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En esta primera selección se presentan cuatro poemas de uno de sus primeros libros. La brillante utilización del Nuevo Testamento no puede explicarse como un simple motivo literario, pues en ellos se problematiza, en realidad, sobre la situación del hombre: su ambivalencia, el destino y el desarraigo. También se incluye la mencionada “Canción de cuna española”.

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Si mucha de la obra literaria de Bjørneboe, especialmente sus novela y ensayos, ha quedado anclada en los temas polémicos que discutía la moral de unas décadas concretas y ya superadas, su poesía todavía se mantiene firme, pues en ella se vuelve al dilema humano universal: la confrontación con uno mismo y la reflexión sobre el destino.

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Utilizó los poemas de la colección Poesías (Dikt, 1951), reproducidos en ¡Y yo que sería como una flecha! Antología poética. (Og jeg som skulle være som en pill! Utvalgte dikt, Oslo, Gyldendal, 1999). De este mismo volumen utilizo la versión de “Canción de cuna española” (Spansk vuggevise). Agradezco a Therese Bjørneboe, hija del poeta, la autorización para versionar y publicar estos poemas.

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Iscariote

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Me dieron treinta monedas de plata

—creía merecer algo más que eso—

las tomé y luego los llevé hacía él.

¿Sin mí, qué hubiera sido de todo esto?

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El huerto estaba oscuro. Y ellos

se lo llevaron, despierto, cansado.

Y aunque pálido, él se fue tranquilo.

Tomé el dinero y seguí mi camino.

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Fue en la primavera, y las ramas que

elegí: recias, bellas y floreadas.

Éramos los dos frutos de un árbol.

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Fue en la Pascua de casas encaladas.

Justo antes del sábat debió de ser:

todos se fueron, nosotros dos no.

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.El adolescente

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¡Y yo que sería como una flecha,

camino al centro del alto santuario
que solo la sonrisa omnisciente

e implacable del arquero conoce!

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¡Y yo que sería como una flecha,
indagando el camino del altar!

iPero hoy me deshago en mares de dudas!

Y los que saben el camino: nada.

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¡Y los que lo conocen, no dicen nada!

Ni la muerta sonrisa del arquero

de noche fría y agria de sudores.

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Pero vi, en la luz púrpura del alba

(y callé en mí, al instante al descubrirlo),
que la duda era el centro de la diana.

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El emigrante

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En cuartos de muy oscuros tapetes,

en todas las camas donde he dormido,

en las ciudades para mí prohibidas

ningún vecino sabe aun mi nombre.

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Un mensaje en los montes, el pastor

entre hombres y huertos, un sendero.

Un pobre hombre sin hogar me condujo:

Soy un niño de planetas lejanos.

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Un pobre hombre sin nombre me amparó

de rostros y países y ciudades.

Por calles y alamedas que pasé,

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por casas y árboles de paz azul.

Yo vivo en las siluetas de horizontes,

días, atardeceres, viento, noches.

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Lázaro

(desde un temprano sarcófago cristiano)

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El muerto se levantó, se irguió y habló.

Y tomó pan y vino, y comió.

Pero la mirada y los gestos que mostró

a los demás

eran diferentes ahora.

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Y todos, los que tenían escondida la muerte dentro de sí,
consiguieron ver la que él mostraba

—de oscuridad colmada— . Y fue así como él se liberó,
y ella desapareció.

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Ahora, con más vida que todos los demás,
él iba por delante.

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Canción de cuna española

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Y la luna brilla mientras la noche llega.

Duerme, mi pequeño.
En toda Castilla es primavera.
Y en primavera el invierno se acaba.

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¡Oh, el general Franco,
es nuestro único padre!

Tu propio padre ya no está,
tú no lo conociste.

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Tu padre ha estado muerto desde hace muchos años.
Duerme, mi pequeño.
Esta noche en una prisión de Franco
serán treinta presos fusilados.

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A tu propio padre nunca llegaste a ver.
Duerme, mi pequeño.

Ayer fue por Franco sentenciado.

Y esta noche treinta serán ejecutados.

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¡Oh, el general Franco,
es nuestro único padre!

Tu propio padre ya no está,
tú no lo conociste.

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Traducción de Carlos F. Cabanillas Cárdenas

UiT Universidad Ártica de Noruega (Tromsø)

 

Carlos F. Cabanillas Cárdenas es profesor de literatura hispánica en la UiT-Universidad Ártica de Noruega en Tromso. Sus campos de investigación son la literatura del Siglo de Oro, especialmente en su vertiente hispanoamericana, y las relaciones entre Noruega y la literatura en lengua española. En sucesivas entregas de esta revista presentará una serie de traducciones de poetas noruegos de los siglo XX y XXI.

Foto @Gyldendal Norsk Forlag

Desasosiego marino

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..

.Me aferro al agua

como si fuera la mano del amante

que fiel está a mi lado.

Tres libertades hay:

el canto, el pan, la mar.

Marina Tsvietáieva

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.Encrucijada

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ELLA nació en una isla minúscula

y quería conocer todos los mares.

A la sombra de manglares superlativos,

en una barra flotante que disputaba con las aves,

creció como una ondina austral de piernas firmes

y una piel que destronaba

el recio matiz de los zapotales.

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Ella cumplió mi sueño de amar a una mujer de agua,

en ella se hundieron mis sueños de arena,

mis ansias de aire

y en ella se apagaron mis temores de fuego.

Le gustaba bailar rodeando la hoguera,

ser lamida por las anfibias llamas

y flotar en el aire salado

cuando golpeábamos las palmas.

.

Nuestra bulería era una embarcación

que la llevaba mar dentro,

ella se erguía en medio de las aguas,

era ola y burbuja,

relámpago y arcoíris,

cardumen y vuelo de cetáceo.

.

Las manos se encendían con el aguardiente

que pasaba de boca en boca

y los remos golpeteaban con mayor firmeza y sincronicidad

para alimentar su danza y acelerar sus contorsiones.

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Las palmas redobladas y encontradas

alteraban la paz de los nidales

y ella era el único vuelo armonioso en la isla.

La noche era un largo jaleo quejumbroso

y su rostro una enorme herida,

una llaga lunar que nos embargaba de nostalgia,

nos embriagaba de anhelos y nos embarcaba

en un mar de incertidumbres.

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A ella le gustaba navegar en mí después de la bulla

y mi cuerpo inundando por las mareas de aguardiente

era el escenario donde evocaba al duende

que la volvía ola y burbuja, relámpago y arcoíris,

cardumen y vuelo de cetáceo.

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.

ESTABA conmigo, pero soñaba con otros navegantes.

Ella padecía el mismo mal de Marina,

la arrastraban los mismos desasosiegos.

No conoció las guerras ni el exilio,

pero decía que el mar

es la batalla más grande que libramos

y que ser insular es la peor manera

de ser un desterrado,

porque nunca hay firmeza bajo los pies

y cada día la salida del sol nos muestra

que vivimos zozobrando.

.

Tenía razón, pero yo estaba enamorado

y la llamaba Marina para aceptar sus tempestades.

.

Por su cabello siempre húmedo,

por su llaga salobre, la llamaba Marina.

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Yo no aceptaba que su piel conociera

otras escrituras y otras lenguas,

que su isla flotara en otros océanos.

Me dolía verla recorrer los muelles

propagando el mito de que era hija de gitanos,

náufragos que echaron raíces cautivados por los humedales

y que perdieron la pasión por la zozobra

cuando sintieron el dulzor de los pastizales marinos.

Su presencia era una marea roja

que acumulaba montañas de espinas.

.

Decía poder leer el destino en las manos,

en las heridas y en las grietas de escorbuto.

Yo sabía que el griterío entre las lanchas,

cuando ella caminaba en el embarcadero,

no era para alejar a las gaviotas

ni era el pregón para vender la pesca.

La veía adentrarse en tierra firme

con la agilidad del pez salta fangos.

Podía respirar en los lodazales.

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Siempre regresaba desolada de su andancia.

Volvía cabizbaja por el túnel de manglares,

sus remos de madresal entonaban adagios

que se hundían en el lecho del estero.

Y yo sabía que debíamos rehacer la hoguera

en la arena húmeda,

incendiar la noche con las palmas

para que reiniciara su danza

y recuperara su oscura fortaleza

en medio del jaleo de la isla.

.

Las mareas nocturnas la anclaban a mi piel.

En la quietud de mis brazos era una marca de agua,

un resplandor, una intensa calma;

pero cuando el sol era una garza rubia en los nidales

la llaga marina se le abría nuevamente

y emprendía los exilios hacia otros cuerpos..

...

QUISE explicarle que era diferente,

que Marina era inconstante por el mal de la palabra,

que la poesía la hacía naufragar

y buscar en otro lo que ya tenía.

Que la persecución la obligaba

a buscar refugio en otros brazos,

que su deseo andrógino la volvía isla y continente.

.

Ella me acercaba al espejo del agua,

y me obligaba a contemplar mi propia llaga.

El piélago tranquilo se tornaba vapor agresivo

y me cristalizaba la mirada.

Me enseñó a vivir en la encrucijada

entre dejarla o dejarme: amargo era saberlo.

Ella me enseñó que el enamoramiento

es sólo un estadio de la materia.

Me decía que, incluso en el espejo,

no debíamos observar nuestro rostro,

sin sólo ver lo que nos espera allá,

siempre a lo lejos.

.

Estar juntos era vivir en alta mar

y había que vivir agitando siempre los brazos.

.

ME DESPERTABA a medianoche

para preguntarme por qué Marina,

por qué la manía de bautizar al silencio,

por qué navego otras aguas cuando sueño.

Yo fingía que éramos de naturaleza líquida

y que el mismo mar nos aísla a todos.

Ella decía que mi voz terminaría por inundarnos

Yo preguntaba de memoria:

“¿Las gotas reemplazan al océano?”

Pero ella me pedía que mejor siguiera soñando,

hasta que las olas me devolvieran a tierra firme.

.

..MEDUSAS de mar nuestros corazones.

Renovamos el veneno hasta la eternidad

para que el amor y el odio nunca perezcan.

.

Marina y yo pasábamos tardes interminables

sentados en la arena tratando de comprender

la eternidad en cada ola,

en cada tumbo,

en cada arena.

Afinábamos la paciencia

para coger los granos de sal más tornasoles.

Yo aguzaba la vista tratando de ver lo perdurable.

Ella practicaba alomancia en mi escaldada piel

para encontrar el sentido de lo efímero.

.

La tarde era una gota salobre en la punta de la lengua.

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Después de no encontrar armonía

entre lo efímero y lo imperecedero,

nos recostábamos sobre la espuma de las olas

y dejábamos que las medusas se inyectaran todo su veneno.

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.YO me fui a habitar una isla por seguirla.

Ella se fue buscando el continente.

“Estoy harta de convulsiones”, dijo un día

y se fue en una lancha de motor bajo la lluvia.

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“Adiós alboradas. Adiós, suelo mío”

.

No había tratos de por medio,

no había raíces que se hundieran en el suelo,

sólo rizomas que se trenzaban en el aire.

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Yo me habitué al silencio de las lagunas costeras.

No podía devolverme a buscar lo que no tenía.

Me quedé viviendo donde rompe el tumbo.

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Hoy recojo aguamalas y lágrimas de mar

para escribir en la arena en diversos alfabetos

la única palabra que me espabila

y me hace más profunda la llaga:

Marina

.

.

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Desasosiego marino

Y la misma dicha inesperada, que se olvida en cuanto se sale de él

(del mar, del amor), que no es renovable, que no cuenta…

M. T.

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.

VENIMOS a sentarnos en la arena

para que el tumbo cauterice las llagas.

.

De ti aprendimos, Marina

que no podemos salir del mar ni del amor.

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Nos zurdimos en sus profundidades,

cargando la roca de la ansiedad,

y luchamos con todas nuestras fuerzas

contra esa furiosa mansedumbre

para que no nos reviente los pulmones.

Sus tensas aguas nos imponen miedo

pero en cuanto su rigor nos cubre

somos Uno con su furia.

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Porque el mar

es el corazón del mundo

y su ritmo

el de nuestras incontinencias.

Porque el mar es la forma del amor,

nos desdoblamos en sus brazos mortíferos.

Nuestro deseo se enfrenta siempre

a una jauría de olas:

olas de garza olas de gavilán

olas de cenizas olas de vidrio molido

olas de lata olas de úlceras

olas de alquitrán olas asfixiantes

olas de cuchillos olas que se afilan entre sí.

.

Las olas son la forma del amor,

por eso nos sumergimos para renovarnos,

para purgarnos en su furia

o para que nos desuelle sin piedad

y exponga nuestra piel a los naufragios.

.

Venimos a sentarnos en la arena,

para que el tumbo cauterice las heridas

y poder regresar a ese coliseo líquido

a que sus garras nos sigan devastando.

Si el mar es lo mismo que el amor,

seguiremos tratando de atravesar sus olas,

aunque en cada rechazo

nos drague más profunda

la llaga.

.

EL ESPEJO que dejaste bajo mi custodia, Marina,

se me resbaló del pecho

y se disgregó en granos de sal.

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Lo sostenía siempre con la mano izquierda

pegado al corazón del lado del azogue

pero un ruido atroz en mi ventana,

me obligó a levantar los brazos.

.

Ya no podré contemplar tu rostro enamorado,

en ese espejo que me entregaste, Marina.

Cuando juntaba los fragmentos para guardarlos

en el baúl donde tengo tus plumas de ánades,

tu mirada me reprimía en cada gota fracturada,

en cada grano de sal, en cada lágrima.

.

Quien rompe un espejo,

debiste advertírmelo, Marina,

sólo puede contemplar sus desasosiegos.

...

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LA VIDA es un espejo que se nos rompe

antes de revelarnos nuestra imagen.

.

Las lagunas costeras están llenas de espejos rotos

donde cada día buscamos el rostro de quien nos fractura.

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Las gotas de sal que nos astilla y nos desangra

son el reflejo de un dolor que no termina de romperse.

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La superficie del agua no nos devuelve un rostro,

sino la oscuridad de nuestras profundidades.

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En la pantalla líquida busco mi autorretrato

y sólo encuentro dunas de sal.

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Rompo la quietud del agua con mi llanto,

los espejos son cardúmenes nostálgicos.

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Marina, tu vida es un espejo donde me busco cada día

para romperme en mil pedazos..

..

.

BUSCO TUS OJOS en las fotografías

y no encuentro la confesión de tus pecados.

Busco en tus versos mis culpas,

mis azares

y todo se convierte en espejo.

.

Hurgo en tus palabras, en tus silencios

y palpo las raíces del desasosiego.

Cada verso tuyo, una vena

que se me rompe

y un mar que se desborda.

.

¿Dónde están las carabelas

que nos alejan del arrepentimiento?

¿Cómo colarse en el océano

sin inquietar las aguas?

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Busco en tus imágenes, Marina,

y sólo encuentro

hondos espejos íntimos..

..

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MI VOZ brota de tu voz

que nace de otra voz

que surge de Otra:

Vos.

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Tú eres una isla a la deriva,

yo el estero.

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En mi sueño, Marina,

alguien lee uno de tus libros,

y yo despierto en medio del mar,

sin nada.

 

 

 

Víctor García Vázquez (Escuintla, Chiapas, México, 1975) ha publicado Mujer de niebla (Premio Nacional de Ensayo, 2001); cuatro libros de poesía: Raíces de tempestad (2001), Tejidos (2003), Tajos (2011) y Vuelta del húngaro (2020).

Ha sido antologado en Espiral de los latidos: poesía joven de la zona centro del país (2002), Sirenas y otros animales fabulosos: antología poética (2006), Miscelánea erótica (2007) La luz que va dando nombre: veinte años de la poesía última en México, (2007) Cofre de cedro (2011). Universo poético de Chiapas (2017), La piedra del fuego, antología de poetas chiapanecos (2019).

Aparece en los libros de ensayos Caminata nocturna. Híkuri ante la crítica (2016), Antología del ensayo moderno en Chiapas (2018). Una tradición frente a su espejo. Estudios críticos por los 50 años del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, (2019), entre otros.

Es profesor de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

 

 

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Dossier Pascual Borzelli y René Freire

Taller al desnudo

Musa 1


 

Musa 2


Musa 3


 

Musa 4


 

Musa 5


 

Musa 6


 

Musa 7


 

Musa 8


 

Musa 9


 

Musa 10


 

Musa 11


 

Entre los lienzos de René Freire
Alejandra Solórzano (Alexa Sol)

 

Referente dentro del mundo de las artes plásticas, con una sólida trayectoria y abundantes exposiciones y presencia en grandes colecciones alrededor del mundo, René Freire es un artista plástico, pintor, grabador y dibujante mexicano, nacido en el año de 1952 y que trabaja en la CDMX. Es uno de los artistas más representativos e importantes del ¨Movimiento de los grupos¨, que surgió entre los años setenta y ochenta, posterior a la ruptura con el muralismo mexicano.

Cabe destacar que la revuelta social y estudiantil del 68, derivó en el surgimiento de diferentes movimientos sociales y culturales. En consecuencia, a los hechos ocurridos, nace el Grupo Suma que ha sido uno de los colectivos más sobresalientes en el ámbito cultural a la fecha y en el que Freire ha sido uno de los miembros más relevantes.

Es en 1976, que Freire forma parte como uno de los primeros animadores de la organización del Grupo Suma, el cual fue fundamental para la gestación del movimiento contracultural en la década de los años setenta. Algunos de sus objetivos de esta organización, fueron analizar el trabajo pictórico mexicano, la relación que había entre la calle como un contexto estético-político y la obra artística, así como resaltar aspectos técnicos, críticos y colectivos de las creaciones.

El Grupo Suma continua vigente en hasta nuestros días, ya que, en 2018, se llevó a cabo la exposición Desaparecidos; irrupción y memoria. En la que participó René Freire, como un miembro activo de dicha organización y en la que podemos ver el trabajo individual que nos muestra las huellas de SUMA, como parte del resultado de un proceso que refleja conciencia política y experimentación gráfica. El fondo documental de esta exposición fue donado para formar parte del Archivo Histórico Fondo de Documentación para la investigación de la Biblioteca Francisco Xavier Clavijero (BFXC).

En 2015, René Freire colaboró con la Fundación Andrés Vázquez Gloria para trabajar, durante dos semanas, en dos placas que conjuntaron su proyecto de grabado. Este proyecto tuvo la particularidad de entretejerse entre fragmentos de poemas seleccionados por el propio René y su obra como resultado de este período de trabajo. En 2021, se publicó y presentó el libro titulado Imágenes en colectivo: Grupo Suma (1972 -1986) de la Dra. Ana Torres, editado por la Universidad Iberoamericana, el cual documenta parte del trabajo y de la obra del artista visual René Freire.

En noviembre del 2019 Pascual Borzelli Iglesias, fotógrafo, invita al pintor René Freire al proyecto fotográfico Mujeres, que posan como en el renacimiento, en otra variante, incorpora en las crónicas a un pintor que dibuje y pinte a las mujeres participantes. El trabajo inicia de inmediato, se realizan dos sesiones en el 2020 y se suspende por la epidemia; se retoma en el 2021 con todas las precauciones y posan otras mujeres de las que se seleccionan 10 que son las que se presentan. Se unen talentos para realizarlo, interesados en materializar algunas imágenes femeninas y documentar a través de la cámara el proceso creativo. Destacan los artistas, que de la forma de la mujer surge el interés de crear una muestra en la que se exhiben las posibilidades que se dan entre las artes plásticas: la pintura y la fotografía.

La participación ha sido de mujeres de diferentes grupos sociales, profesiones, estudios, edades y sin experiencia en el modelaje, con visiones muy diferentes pero que en conjunto se complementan a la perfección, “cuyo interés es empoderar a las mujeres a atreverse a mostrar su cuerpo”. Se cree que el aspecto técnico es lo más importante, pero muchas veces es el corazón y las ganas que se ven detrás de una imagen o de capturar a alguien y el momento, en el que los artistas plásticos a través de sus lienzos logran captar la esencia del eterno femenino.

El trabajo se hace con pasión, entrega y con ganas, la técnica se vuelve secundaria y es entonces que el espectador se sorprende, reconoce el resultado y logra identificarse con el producto final que tiene a la vista. Es interesante como dos procesos convergen en el mismo tiempo-lugar a través de la misma imagen o un punto en común, pero cada artista lo expresa de forma diferente, eso es lo que le da forma a este trabajo. La fotografía y la “fine art” se convierten en la especialidad para esta muestra que se presenta. La recreación de lo femenino a través de las pinturas a color, realizadas por el artista bajo el juego de la luz y las fotografías en blanco y negro, son movimientos que logran un contraste con otras propuestas.

El misterio que ofrece una cámara representa un proceso interesante. Ese proceso de tomar la imagen, el no verla, el tener algo en mente y no cuestionarlo, el enfocar mucho más tiempo para preparar la imagen-foto y lo que al final de cuentas transmite, es algo conmovedor y admirable. Reflejo de lo que nunca se llega a ver, pero que existe y es la esencia, no es la raíz del proyecto, pero si es un motivo gigante para seguir y ofrecer, desde diversas aristas, la presencia de la mujer. Simultáneamente, el lienzo se convierte en la piel tierna de los cuerpos femeninos vistos desde la estética artística.

Es un proyecto en el que las formas femeninas se transforman en parte y alma del discurso. Utilizando un momento prolífico y muy creativo en la carrera de René, mientras se preparaba para una mirada más íntima de la femineidad o la silueta femenina vista como arte. En cada una de las piezas, se aprecia la corporalidad de la anatomía femenina desde distintos puntos de vista, a veces esculturalmente íntimos y otras audazmente. Traducidos a través de un enfoque pictórico con una paleta abstracta, en un intento de romper con paradigmas.

El proceso creativo de este proyecto tiene como trasfondo social resignificar el cuerpo femenino con la firme convicción, de que las mujeres pueden expresarse a través de sus cuerpos en plena libertad y confianza. Siendo esto último, su principal foco en los últimos años en los que ha tomado cuerpos femeninos como musas, utilizando pinceladas sueltas y un amplio espectro de colores vibrantes que dan vida a obras que atraviesan un paisaje carnoso de posturas y proporciones que iluminan su práctica de la figuración feminista expresiva. Sin duda, una oportunidad de apreciar la sensibilidad de una mujer que inmortaliza su ser y al mismo tiempo promover una cultura de respeto hacia la mujer.

Alejandra Solórzano  es Licenciada en Gestión Cultural por la Universidad de Guadalajara. Psicoterapeuta Psicoanalítica por la Universidad Sigmund Freud de México. Promotora y periodista cultural independiente. Especialista en proyectos de educación, cultura y cohesión social desde la psicología, los lenguajes escénicos y la literatura.


La desnudez de lo real
Oscar de la Borbolla

Pascual Borzelli Iglesias es un fotógrafo de toda la vida y, como goza del privilegio de la ubicuidad, se ha convertido en el testigo constante de los acontecimientos de la vida cultural y social de México. En las presentaciones, en las exposiciones, en los recitales de poesía, en las conferencias de ciencia, en las marchas callejeras que zigzaguean por el país, ahí está Pascual. Todos pueden faltar, menos él con su barba blanca, con su gorra calzada, con su maletín lleno de lentes y con un puro que enciende de tanto en tanto: lo ha retratado todo, lo ha visto todo y lo sabe todo.

Tengo el privilegio de ser su amigo hace varias décadas y me consta que, hace al menos 15 años, inició una serie de retratos de desnudos femeninos con modelos no profesionales. Su afán ha sido retratar el cuerpo femenino; no el cuerpo joven, no el cuerpo bello, no el cuerpo trucado por el maquillaje y artificial como un canon, sino el cuerpo de muy distintas complexiones y edades, el cuerpo excedido en carnes o enjuto de vigilias, el cuerpo donde la vida ha dejado su huella, su paso, su impronta imborrable: el cuerpo real de mujeres reales, no de mujeres ideales que saben posar, sino de mujeres que no posan sino pasan, que pasan por donde Pascual anda y que acceden de buen grado a ser parte del elenco de su estética de lo real.

Conozco su proyecto en el que figura un centenar de mujeres, me he familiarizado con sus ángulos, aprecio su pacto con la luz y deseo que muy pronto, recogida en un libro, aparezca su propuesta estética, ya que sin duda servirá para conocernos y reconocernos, al margen de los estereotipos que hacen que nos olvidemos de como somos efectivamente los seres humanos reales.

Un proyecto fotográfico como el de Pascual Borzelli Iglesias —que se dilata tanto en el tiempo— es lógico que se ramifique y vayan surgiéndole variantes. Hoy, una de esas variantes incluye al pintor René Freire, quien se suma para dibujar a las personas que Pascual encuentra y que han sido captadas simultáneamente por dibujos veloces y fotografías relámpago.

La lente de Pascual se abre para fijar no solo el cuerpo femenino, sino al pintor que lo dibuja y, luego, cambia el ángulo para fotografiar al pintor pintando en el instante que está siendo visto por la mujer a la que bosqueja. Cómo me habría gustado que el pintor también incluyera en sus dibujos la imagen del fotógrafo para cerrar el juego de espejos de esta multidimensional creación.

Las fotos —como salta a la vista— ocurren en el estudio del pintor, y puede notarse que, junto a la hoja donde éste dibuja, hay vino, cerveza y unos frugales bocadillos: galletas, queso y hasta un platito con aceitunas. Estos objetos, aunados al atiborramiento del estudio, subrayan el realismo que tanto gusta a Pascual, y con el que, en ocasiones, juega. Por ejemplo, cuando pone como espectador de toda la escena al Che Guevara, que es el único que parece observar a la mujer que está siendo fotografiada y dibujada.

Esta serie de espléndidas fotografías y de ágiles dibujos son una interesantísima aventura artística; dos registros que captan, desde sus respectivas técnicas, un momento singularísimo del mundo; su pretexto es el cuerpo femenino real, su horizonte es ese afán inquebrantable de Pascual Borzelli Iglesias por mostrarnos no unos desnudos femeninos, sino la desnudez de lo real. ¡Esto es lo que verdaderamente existe!, parece querernos decir, Pascual, con cada disparo de su cámara.

Óscar de la Borbolla es escritor y filósofo. Entre sus obras destaca Las vocales malditas; un libro que le ha dado reconocimiento mundial.


Pascual Borzelli Iglesias nació en Panamá y se ha dedicado durante muchos años al fotoperiodismo en diferentes  periódicos, suplementos culturales, revistas impresas y digitales en México y Perú (Universidad Nacional Autónoma de MéxicoUniversidad Autónoma MetropolitanaVuela plumaLa Razón; Laberinto, etc.) Desde 1994 labora en los campos de investigación cultural y literaria; organización de ferias y exposiciones; producción editorial y fotográfica. Ha creado con sus dos hijos Miguel Borzelli Arenas y Margarita Borzelli González, un banco fotográfico de creadores y personajes del mundo cultural.

René Freire nació en 1952. Hizo estudios de pintura en ENPEG, La Esmeralda 1973-1974, San Carlos, ENAP, actualmente FAd, Facultad de Arte y Diseño UNAM, 1974-1979. A partir de 1976, Freire expuso con regularidad de forma individual y colectiva en México y el extranjero: la X Bienal de jóvenes en Paris Francia, 1977, Museo Universitario de Ciencias y Artes UNAM, las Galerías del Auditorio Nacional INBA, y en los concursos de Arte joven de Aguascalientes y en el Palacio de Bellas Artes. Ha trabajado como profesor de pintura en distintas escuelas. Perteneció al Sistema Nacional de Creadores FONCA. Exposiciones colectivas e individuales, en los museos de Arte Moderno, Tamayo, Arte Alvar y Carmen T. de Carrillo Gil, de Historia Natural y Cultura Ambiental, entre otros. Su obra se encuentra en colecciones privadas y públicas, IAGO en Oaxaca, MUNAE, INBA, MAM, MUCA, Pompidou entre otras. Es miembro y cofundador del GRUPO SUMA, entre 1976 y 1982. Su historia se publicó en 2021, en el libro Imágenes en Colectivo Grupo Suma (1976-1982), de Ana Torres, coordinadora, editado por la Universidad Iberoamericana, el cual fue premiado y presentado en la FIL de Guadalajara 2021.

Mujer y poder en El Quijote: ¿un manifiesto?

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Fotografía: Claudia Adeath ©

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RESUMEN

El presente texto propone una mirada a la construcción de los personajes femeninos en El Quijote enfocándose en el caso de Marcela y Dorotea en la primera parte. Entendiendo el lugar que ocupan dentro de la obra cervantina a través de su vinculación con otros géneros literarios y con el ejercicio de verosimilitud de la obra, se propone que los discursos y acciones de estas mujeres constituyen un ejercicio de poder mejor entendido desde la recepción de una comunidad lectora diversa, es decir, también femenina.

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ABSTRACT

This article offers a view of the female characters in the first part of El Quijote with a focus on the cases of Marcela and Dorotea. Understanding the place that Cervantes’ work occupies within literary genres and its use of verisimilitude, the text suggests that in speech and action these women exercise a form of power that is better understood from the idea of a diverse community, a readership that includes also a female reader.

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Keywords

Early modern literary history, genre and gender, power, verisimilitude, reception, female readership.

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En las primeras páginas de la primera parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote (1605) el desocupado lector se encuentra con las familiares figuras de un ama, que pasaba de los cuarenta años y una sobrina, que no llegaba a los veinte. Ama y sobrina son la estereotípica comparsa de Don Alonso, un hidalgo solterón en el centro de un ámbito coral que se completa con el barbero y el cura. Ninguno de estos personajes, menos aún las mujeres, actúa de forma independiente y parecen tener como función específica delatar la soledad elegida o impuesta de un amo que confunde al lector, empeñado en perseguir certezas, sin darle más descanso que la sonrisa cómplice o la carcajada espontánea. Ama y sobrina permanecen ausentes de las disertaciones literarias en las que se entretienen barbero, cura e hidalgo, pero también condicionan la reflexión constante que la novela hace sobre la relación entre los discursos de la realidad, de la historia y de la ficción que, en última instancia, representan formas más o menos ideologizadas de entender el ser humano y su lugar en el mundo. Los metadiscursos sobre la ficcionalidad que justifican la inquisición de libros con la que intentan resolver la enajenación de Don Alonso, fungen como reflexión sobre el lugar que los personajes de la obra cervantina ocupan en la realidad social y política del siglo diecisiete y que marcan, de forma muy particular, dinámicas de poder ejercido y/o sufrido. En esto, la palabra y la acción de los personajes femeninos, y en particular Marcela y Dorotea (en los que se centra el presente trabajo), son también el reflejo de un contexto y de una sensibilidad perceptiva de la relación entre género y poder.

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Se ha escrito mucho sobre las mujeres en El Quijote y en general en la obra de Cervantes aduciendo con frecuencia al hecho de que el autor fuera criado por una familia decididamente matriarcal, o a la posibilidad de que le enseñara a leer su madre. Las reflexiones sobre los personajes femeninos empiezan a surgir con mayor ímpetu en las conmemoraciones al de Alcalá de principios del siglo veinte y continúan hasta nuestros días. Así, por ejemplo, Ricardo Castells y Begoña Sáez entre otros se hacen eco de las intervenciones de pedagogas e intelectuales que participan en los fastos cervantinos de 1905. De éstas llaman la atención dos intervenciones: en primer lugar, la de Carmen de Burgos que reivindica la caballerosidad de Don Quijote en un país donde no se respeta ni cultural ni legalmente la dignidad de las mujeres (Sawa 275 citado en Castells). En segundo lugar, la contribución de la pedagoga María Carbonell, en el ámbito de las escuelas normales para mujeres, que sitúa lo femenino en dos contextos alternativos. Por un lado, la interpretación del ama, la sobrina e incluso Dorotea y Luscinda como el ideal del ángel del hogar, ya popularizado en España por María Pilar Sinués a mediados del siglo diecinueve[1], y por el otro la de la mujer independiente económicamente que dedica su vida a su desarrollo moral e intelectual y al de otras mujeres. Para Carbonell la pastora Marcela pertenece a este segundo grupo porque encarna un “carácter entero, resuelto, convencido” (citado en Castells) y debe servir como modelo para aquellas jóvenes poco inclinadas al matrimonio. El análisis que Carbonell ofrece de las mujeres de El Quijote como modelos posibles de comportamiento para su audiencia, formada ante todo por el ámbito matriarcal de la pedagogía femenina de principios de siglo, es también el primero en reclamar un talante feminista en Cervantes y en presentarlo “como gran moralista, sociólogo, feminista, jurisconsulto, médico, teólogo y hablista” (Carbonell citada en Castells). A partir de este momento son incontables los estudios sobre lo femenino y lo feminista en Cervantes llevados a cabo sobre todo por académicas mujeres, pero no exclusivamente. Digno de mencionar es el trabajo de Anne Wiltrout que en 1973 vincula los personajes femeninos con la ordenación de la narración misma. Wiltrout considera a las mujeres de El Quijote un “componente esencial” ya que cada una de ellas “se implica de una manera fundamental para la estructura de la novela” y posibilita las estrategias narrativas como el “realismo múltiple, perspectivismo y dinamismo” que hacen de El Quijote “la primera novela moderna de la literatura europea”. En años recientes, el auge de los estudios de género y el interés por las manifestaciones literarias de la historia de las mujeres ha producido trabajos como el de Enriqueta Zafra o Carolyn Nadeau sobre la prostitución, Stacey Aronson sobre violencia sexual, Alfonso Martín Jiménez sobre la técnica retórica y falta de emoción en el discurso de Marcela y Anne Cruz quien revindica el feminismo en la aparente sumisión de Dorotea.

Una de las más recientes publicaciones que tratan de explicar de algún modo el porqué de estas inclinaciones feministas de Cervantes, por las que se felicitaba María Carbonell, es el Prontuario a una visión cervantina de la mujer de Victoriano Santana (2017). En su introducción, el académico canario confiesa

Siempre he considerado que el Quijote de 1605 se escribió desde una posición de no-compromiso con el entorno social, político, religioso y cultural; con la libertad de no tener nada que demostrar; con la tranquilidad de saber que si su obra levantaba ampollas entre determinados sectores de la sociedad no iba a perder ningún crédito entre ellos porque Cervantes asumió que no lo tenía o lo tenía ya bastante mermado; y que las enemistades que se granjease tampoco le iban a perjudicar mucho a su edad. (6)

Continúa su reflexión mencionando que son en efecto los personajes femeninos, autónomos, desafiantes, embaucadores e incluso algo pícaros los que Cervantes crea porque ya no tiene nada que perder. Se deduce que o poco le importa lo que le pase, o poco le importa el impacto que unos personajes femeninos así creados puedan tener en su público lector. Este es un público que necesariamente se tiene que entender diverso en sus habilidades lectoras, en sus capacidades comprensivas pero sobre todo en su composición demográfica por sexo y edad. Dicho de otro modo, la sospecha de que Cervantes incurre en el espacio femenino de la disidencia, con Marcela, o de la lucha intra-sistémica, con Dorotea, porque no tiene nada que perder indica que los espacios discursivos de poder femenino existen cuando amenazan poco o nada al status quo. Aquí me parece importante recuperar las reflexiones sobre mujer, discurso y poder que ofrece Mary Beard en su Women & Power: A Manifesto. El texto, como es sabido, es una versión de dos conferencias magistrales dictadas por la autora en 2014 y 2017. Convertido en sensación editorial como ocurrió en las mismas fechas con Chimamanda Ngozi Adichie’s We should all be feminists (2014) y Dear Ijeawelle, or a Feminist Manifesto in Fifteen Suggestions (2017), el libro de Beard evita sin embargo ofrecer una receta prescriptiva y, como dice Rachel Shteir en su reseña para Los Angeles Book Review, “does not tell anyone how to fix men”. Quizá se le puede asignar a Cervantes esa misma inquietud ante la reflexión por la reflexión misma y el valor que aporta a la hora de entender la realidad desde distintos puntos de vista a un mismo tiempo. El valor que lo femenino tiene desde el punto de vista del perspectivismo y el dinamismo de la narración, que diría la mencionada Wiltrout, se vuelve aquí una manera de entender que, al crear a Marcela y a Dorotea entre otras, Cervantes no tiene por qué ofrecer una preceptiva solución a la discriminación que la sociedad del diecisiete impone sobre las mujeres. Tampoco implica que su proceso creativo, aun sea improvisado según opinión de González Echevarría (xv), vea con desdén el contexto socio-literario llegando a producir unas historias específicas porque no tiene nada que perder. Es tan válido pues especular que ante la realidad social que lo rodea, Cervantes entiende su literatura como un acto de responsabilidad que incluye proponer modelos de conducta –femeninos y de otros tipos– y poner en evidencia desde la ironía cómica y la ficcionalidad comportamientos inapropiados. Mary Beard ofrece una crítica meridiana al hablar del poder de la literatura para crear conciencia y se refiere a una serie de “unsettling literary examples” desde Homero hasta Henry James en los que la estrategia es silenciar la voz femenina por inadecuada, por estar fuera de lugar, por ser monstruosa, antinatural y por apropiarse de los elementos simbólicos que justificarían su autoridad si fueran hombres. Algo similar ocurre con el discurso de Marcela en la primera parte de El Quijote. Como se tratará de explicar a continuación, los actos de habla de Marcela y Dorotea sirven tanto para dotarse a sí mismas de autoridad como para evidenciar la ridícula futilidad de los que han intentado hacerlas callar o negar su lugar social. Y esto Cervantes lo consigue subvirtiendo los “unsettling literary examples” que ofrecen tanto el género pastoril como el sentimental en cuanto a codificación literaria del proceso de silenciar la voz femenina. Un aspecto que subyace en la crítica a la obra cervantina es la idea de que lo femenino como tema era algo de lo común en la producción literaria del diecisiete. A menudo la consideración de este aspecto se reduce a un inventario de tratados morales y a la defensa que Fray Luis de León y Juan Luís Vives hacen de la educación de la mujer cristiana. Sin embargo, desde el reinado de los Reyes Católicos y bien entrados en el siglo diecisiete confluyen en la península el proceso de formación del estado moderno, la regulación de la propiedad privada y la distribución de la riqueza con el control legal y religioso de las relaciones amorosas como pilar del orden social. Los personajes femeninos de Cervantes surgen de este contexto, y sus acciones han de leerse no solo mediadas por el impacto de la Contrarreforma sino también como una reacción a sus imposiciones. El ámbito social, político, legal y religioso marca el paso de mucha de la literatura del momento. Cervantes no escribe en un vacío de voces femeninas ni desconoce que de ellas se compone su público lector. Si el género caballeresco le sirve de dispositivo para crear personajes que se sitúan dentro de un amplio espectro de masculinidades, no es menos cierto que los géneros sentimentales (la novela pastoril, la novela sentimental) le sirven para crear un modelo estructural similar donde dar cabida a feminidades disidentes, es decir contestatarias del sistema patriarcal que, sospechamos, son todas. En las páginas que siguen se ofrece pues una reflexión sobre la presencia en la narración de El Quijote de una lectora implícita femenina prefigurada en personajes como Marcela y Dorotea.

 

El ángel del hogar real e imaginario: ama, sobrina y Dulcinea

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El narrador de El Quijote ofrece someras indicaciones de los personajes de la sobrina y el ama. Las sitúa, quizá por su falta de sofisticación literaria, en el lado de la realidad, y desde esta posición privilegiada ejercen un tipo de autoridad que les permite cualificar la experiencia del hidalgo como locura. Aquí lo que no se nos dice es que, si la olla tiene algo más de vaca que de carnero es por la preocupación y el trabajo de dos mujeres que limitadas en sus procesos de socialización, incluyendo en ello procesos educativos formales e informales, ven su bienestar condicionado por los gustos de don Alonso. Esta situación hace que las dos mujeres se nos presenten a menudo como inestables, nerviosas, mojigatas que se aferran a lo tangible, y los libros de caballería en la biblioteca como fuente no solo de lo inexplicable sino de todo mal que les azote. Y no les falta razón. Con esta estrategia, las dos mujeres ejemplifican a un mismo tiempo la desazón de su existencia y los ideales de recogimiento, cuidado y trabajo doméstico que limitan su participación en la res publica, pero garantizan la supervivencia y el ocio de su tío y amo. Cervantes, siempre atento a las estructuras binarias que definen su época y que, en última instancia, su obra se empeña en subvertir, presenta a Dulcinea en contraste con estas dos mujeres además de en complementariedad con él mismo. La dama idealizada que, esquiva para el lector, no aparecerá tal y como es hasta la secuela publicada en 1615, aunque se nos presenta tal y como debería ser en la primera publicación donde contribuye a la necesaria transformación del propio Don Quijote. El texto revela que Don Quijote una vez “Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa que buscar una dama de quien enamorarse” (I, 1, 119)[2]. El hidalgo, identifica a esta dama en una labriega de un pueblo vecino de la que anduvo una vez enamorado – la sempiterna realidad – y creándola o recreándola a su antojo y con evidente fiebre adamita la nombra como ha hecho con el resto de los atributos que confirman su propia transformación. Así, el tímido Alonso Quijano o Quijada o Quesada, al que el lector va a conocer con certeza solo por su nom de guerre “vino a llamarla Dulcinea del Toboso…nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto” (I, 1, 119). A partir de aquí serán innumerables las veces en las que Dulcinea aparezca cumpliendo una función actante como destinataria de las heroicidades del ahora ya caballero andante. El personaje de Dulcinea, sobre todo en cuanto a sus atributos reales, ser una labriega, llamarse Aldonza, y tener buena mano para salar puercos[3], según traducción del morisco aljamiado que nos permite continuar la lectura, ha sido estudiado por no pocos académicos (Redondo 1983; Gónzalez 2010; Zambrana 2018, 2020) que abundan en la cuestión de su constante deber ser: Dulcinea no existe ni en la realidad del ama y la sobrina, ni eventualmente existirá en la ficción del propio Quijote que, presionado en la segunda parte de la novela, escrita diez años después de haberse publicado la primera y con la intención de enmendarle la plana al de Avellaneda, confesará:

hállela otra de la que buscaba: hállela encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago. (II, 32, 312-13)

El lector atento, a poco que recuerde la primera parte, sabe bien que Don Quijote estaba advertido por el traductor del capítulo nueve y más adelante, en el capítulo veinticinco, cuando dispuesto a hacer su penitencia por los amores de Dulcinea, el caballero le revela a Sancho de quien ha estado enamorado los últimos doce años, y este admite:

Bien la conozco, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene y qué voz! (I,25, 353)

Si el ama y la sobrina confirman que en el mundo tangible de pueblos cuyos nombres no se recuerdan su señor está loco, Dulcinea propone el mundo de lo ideal donde realidad y ficción se vuelven constantemente contra sí mismas. La imaginación de la mente calenturienta del hidalgo constrasta claramente con la realidad que describe Sancho y es en el momento en que a Don Quijote le decepciona la realidad cuando las coloridas descripciones de su escudero cobran sentido. En su segunda salida ya acompañado y servido de Sancho, el lector sigue siendo testigo de esta dualidad en la representación de lo femenino. Notorio es el caso de Maritornes y de la mujer e hija del ventero, que, junto con la venta transformada en castillo se convierten en damas de la corte, en damas injuriadas a las que el recién armado caballero habrá de defender. Notoria es también la ironía cómica de presentar a estas mujeres como prostitutas ad hoc o, dicho de otro modo, ejerciendo con verdadero celo sus funciones hospitalarias. Esa comicidad, sin embargo, las vuelve a situar en el ámbito de una realidad en la que participa la comunidad lectora. La fantasía transformadora de Don Quijote hace que estas mujeres y sus comportamientos, transgresores, liberales, autónomos sean absolutamente reconocibles y parte de una realidad compartida para los lectores del siglo diecisiete. Son, en cierto modo, igualmente reveladores en su comicidad para nosotros, lectores del siglo veintiuno, que avanzamos en la lectura convencidos de que Don Quijote está loco, y por tanto todo aquello que contradice su visión del mundo es real.

Es ya un lugar común hablar de la obra magna de Cervantes como la primera novela moderna y es importante reconocer que lo femenino en la obra es parte esencial de esa categorización. Consideremos la recién presentada dicotomía. Por un lado, el ama, la sobrina y Aldonza forman parte de un contexto de realidad que el narrador y el protagonista identifican con el ámbito doméstico del cuidado, del recogimiento y, en última instancia, del consabido descanso del guerrero. Por otro lado, las mujeres que, no nos olvidemos, comparten con él el espacio abierto de la meseta castellana, proporcionan una realidad de la que todo el mundo, incluido en ocasiones el propio Don Quijote, duda. Estos personajes femeninos digamos públicos, entre los que están las mujeres de la venta y hasta cierto punto los que nos ocupan en la segunda parte de este ensayo, Marcela y Dorotea, ejercen un tipo de autoridad que está fuera del ámbito doméstico y que confronta las convenciones de género existentes en la Castilla del diecisiete y en los productos literarios que engendra. De este modo, la mujer en El Quijote aparece en grados de autonomía marcados por el uso de la palabra, mediante parlamentos que denotan una incisiva comprensión de su lugar en el mundo, o el uso de su capacidad de acción, poniendo en práctica lo que Ludmer llamaría en el contexto de la autobiografía femenina las tretas del débil (Fumagalli, 2021). Estas estrategias discursivas y actantes presentes en la obra de Cervantes nos permiten pensar la relación entre mujer y poder más allá de los elementos de inestabilidad que se mencionaron al principio y de los que Mary Beard desarrolla una genealogía del mandar a callar a la mujer en el canon literario occidental. Lo que vemos en Cervantes es un ejercicio especular que sin denunciar del todo los mecanismos de exclusión de la mujer, los presenta en un contexto narratológico en el que el lector se identifica con las emisoras del discurso y por tanto se ve o bien interpelado por las injusticias que delatan o bien aquiescente a los mecanismos de exclusión que ponen en práctica. Es decir, el proceso de creación de la conciencia que se asume en la literatura tiene aquí un amplio perímetro de acción que es en el ejercicio lector tan perspectivista como lo fue en la composición del texto. Una mirada a Marcela y a Dorotea, a sus actos de habla y a su apropiación de un espacio de autonomía debe acercarse críticamente a los intentos que se hacen de silenciarlas y a los términos en que ellas los subvierten.

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Mujer, amor y el juego de la verosimilitud

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Como se ha dicho al principio, la novela reflexiona constantemente sobre la realidad y la ficción y, parte de la reflexión que estas páginas proponen tiene que ver con los varios niveles de ficción en los que otros personajes femeninos aparecen en la primera parte y en qué ámbito de verosimilitud se articula la relación entre género y poder. Para ello, se indaga en cómo el texto manifiesta ciertas posturas ante procesos socioculturales que tienen que ver con la historia de las mujeres en la transición hacia la modernidad que la propia novela propone. Es dentro de las estructuras sociales y políticas establecidas a través del matrimonio y la ideología del amor[4] donde a la mujer se le otorgan espacios discursivos de poder. Cervantes transgrede esos espacios y presenta a dos mujeres que, asistidas por la falta de certeza de si lo que estamos leyendo es realidad o ficción, van a hablar y actuar como son y no como deberían ser dentro de los géneros literarios en los que Cervantes les otorga categoría de verosimilitud. Cervantes exhibe cierta lealtad al concepto de verosimilitud aristotélico definido como “el resultado de una correcta composición de la ficción de manera que esta corresponda a lo que sería esperable” (Mestre 5) pero en los casos que nos ocupan, esta definición puede resultar insuficiente. Ya Mercedes Blanco había cuestionado la definición del término al identificar en la reflexión que el cura hace del episodio de El Curioso Impertinente que, primero, sea más parecido a una novela que a un hecho narrado, es decir histórico, y que, segundo, resulte inverosímil que un esposo someta a su esposa a semejante prueba[5]. Marina Mestre recoge también esta cuestión enfocándose en la discusión de Don Quijote con el canónigo sobre las novelas de caballería. En su interpretación del debate intradiegético sobre la verosimilitud concluye que, desde el punto de vista de Don Quijote “la ficción es un discurso que debe dirigirse a ese punto en el que la razón está, de hecho, condicionada por la sensación y las emociones” (20). Otros autores han buscado en el contexto sociopolítico y religioso la piedra de toque de la realidad que Cervantes transforma en ficción verosímil. González Echevarría argumenta que es el marco legal, en particular el conocido por el propio Cervantes que como funcionario del estado maneja el discurso y tiene acceso al archivo, lo que marca el punto de unión entre realidad y ficción. Habría que plantearse si, al estudiar los personajes femeninos, no deberían confluir estas dos premisas. Marcela y Dorotea son personajes que mediante palabra y/o acción responden a las circunstancias de su existencia, constreñida por mecanismos legales inhibidores de su autonomía. La manera más efectiva de leer su historia puede no ser desde un proceso que acerque la noción de verosimilitud a una galería de modelos legales, como sugiere González Echevarría, sino a un espectro de emociones reguladas por un proceso moral consciente. Marina Mestre concluye a este respecto:

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Esta verosimilitud permite integrar lo maravilloso e irreal en una solución perfecta que, al garantizar un mayor placer de la lectura, asegura una mejor eficacia de una ficción que, tras remover las entrañas y cautivar la imaginación de su lector, lo dispone a una más sabia reflexión y a una mejor acción, en consonancia con sus emociones y, por ello, con su humanidad. (31).

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Es desde este alegato a una lectura en consonancia con “su humanidad” que los casos de Marcela y Dorotea se vuelven relevantes para entender la función que cumplen los personajes femeninos en la obra de Cervantes. Marcela, huérfana rica que en el capítulo catorce de la primera parte defiende su derecho a no casarse, y Dorotea, hija de labradores ricos pero sin linaje, que en los capítulos veintiocho y veintinueve defiende su derecho a casarse por conveniencia o para restituir su honor ultrajado. Estos dos personajes femeninos ejemplifican los elementos discutidos hasta ahora: son historias verosímiles y no lo son necesariamente por que surjan de una imitación de la realidad sino porque desde su función narrativa interpelan a la humanidad del lector: son una manifestación de los entresijos legales del amor y el matrimonio que cobran sentido precisamente por estar arropadas en las labores estilísticas del intertexto y la creación de un horizonte de expectativa en el lector. Así, Marcela forma parte de la reflexión cervantina sobre la novela pastoril como espacio literario del lamento amoroso, del locus amoenus que también hace referencia a la producción poética heredera de las églogas y que había sido tan eficazmente apropiada por Garcilaso de la Vega. Este contexto de producción literaria está dotando de significado a todo el proceso de verosimilitud de Marcela y su alegato por su independencia precisamente porque es un contexto cuya tradición niega la existencia de un sujeto discursivo femenino. Por otro lado, Dorotea, aparece como coprotagonista de lo que podríamos llamar una tragicomedia de enredo en prosa. Pero no solo eso, la historia de Dorotea reformula los preceptos genéricos de la novela sentimental que, junto con la caballeresca que le había secado el juicio a Don Quijote, marcan los espacios de la producción literaria cortesana de los siglos quince y dieciséis como horizonte de expectativa. Este contexto cortesano tiene mucho que ver precisamente con la idea de que el amor es accesorio para el matrimonio, y que el matrimonio es, al fin y al cabo, un contrato que garantiza un determinado estatus social y político. Veamos pues cómo estos dos episodios de la primera parte permiten a Cervantes seguir invocando la relación realidad / ficción según afecta a la representación de las mujeres.

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Marcela la pastora homicida

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En los aledaños del capítulo en el que aparece Marcela, Don Quijote y Sancho buscan reposo tras los embates de su encuentro con el Vizcaíno y llegan al lugar de descanso de “unos cabreros” nos dice el título del capítulo once. En las siguientes páginas estos rústicos van a pulir su discurso conforme van refiriendo la historia de Grisóstomo a cuyo multitudinario entierro esperan acudir al día siguiente. Grisóstomo estudiante que a causa de su excesivo sentimentalismo por las letras y por Marcela había optado por vivir como pastor entre los cerros, se nos presenta pues como una versión pastoril del propio Don Quijote. Y como el propio Don Quijote, perdida la habilidad de navegar entre la ficción y la realidad, ha llevado el lamento amoroso por el desdén de Marcela hasta sus últimas consecuencias quitándose la vida. Su suicidio ha sido un acto de exaltación romántica diseñado para imprimir en la memoria colectiva la imagen de Marcela como la pastora homicida, la mujer ingrata que le ha conducido a esos extremos. Los amigos de Grisóstomo, otros pastores fingidos liderados por Ambrosio verdadero maestro de ceremonias del evento descargan una retahíla de insultos y aseveraciones que innovan sobre las convenciones de los ataques misóginos de los debates cortesanos sobre la mujer de los siglos anteriores. Según este grupo de plañideros pastoriles Marcela

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hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan de servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse y así, no saben qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. (I,1,206)

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Vemos pues como un problema que era exclusivamente de Grisóstomo, ser amante no correspondido, se colectiviza haciendo a todos los hombres desdeñados víctimas de esta “dama inmisericorde” que aparece como representante del sexo femenino. Y por tanto se transfiere a Marcela la necesidad de defenderse de lo que en rigor no tiene culpa alguna, ser hermosa y atraer la atención de, nos dice la historia, innumerables amantes. Aquí Cervantes transfiere al locus amoenus de los bosques y los cerros un tipo de intercambio que pertenecía, en la nebulosa de la cultura cortesana en la que Don Quijote entiende el mundo circundante, a los debates sobre la mujer y sobre la propia caballería, entendida como dispositivo socio-político y no solamente como discurso literario. Ahora bien, si el relato de Grisóstomo va a fundamentarse en ya tradicionales discursos misóginos, el de Marcela quizá incluso con mas fuerza persuasiva por cuanto es ella misma quien lo licita, va a seguir las pautas de las defensas de las mujeres que ya habían sido esgrimidas por autoras como Christine de Pizan en el siglo catorce y apropiadas por los cancioneros y debates cortesanos en la península Ibérica desde la corte de Isabel la Católica en adelante (Francomano 2013, 2018; Weissberger 2003). ¿En qué consiste esta defensa? El discurso de Marcela se organiza en torno a dos estrategias, por un lado, declarar que no es responsable ni de su belleza ni del efecto que parece producir en los hombres, y por tanto ser bella no le obliga a ser amante. Y, por otro lado, a aseverar su deseo y ante todo su derecho a amar o no y a vivir como le plazca. Ausentes las obligaciones ante las que si debería responder como mujer honesta –la obediencia debida a sus padres y la responsabilidad ante su hacienda ambos por otro lado aspectos que tienen que ver con la construcción social de la propiedad privada– Marcela asevera con sorprendente claridad: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos” y mas adelante explica, aunque no justifica, lo que pasó entre Grisóstomo y ella:

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Cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura. (I,14,224-25)

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y más adelante exige “no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito” y finalmente expresa su única ambición:

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la conversación honesta de las zagalas de estas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por termino estas montañas y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera. (I, 14, 225)

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Marcela por tanto declara su derecho fundamental a elegir libremente, y lo que elige es la meditación de los campos y la sororidad como espacios de recogimiento y, podemos incluso aventurar por la mención de la primera morada, de crecimiento personal y espiritual. Tras su discurso Marcela pide que no se la importune y desaparece de nuevo en el bosque, y es Don Quijote quien tendrá que poner freno a aquellos duros de oído que pretenden seguir importunándola en su retiro.

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En definitiva, vemos que frente a la afectación performativa de Grisóstomo, Ambrosio y los demás amantes corteses transformados en pastores ficticios, Marcela encarna la verdadera esencia del ideal pastoril, que según propone Cervantes no es el apostrofe lírico que convoca a los bosques sino los bosques mismos y el espacio de serenidad que ofrecen al espíritu. Este alegato, que podríamos incluso considerar ecologista, transforma la recepción de lo pastoril como género literario y al mismo tiempo centra la representación de lo femenino en espacios de autodeterminación que las convenciones de la época tendían a negar. Pero el discurso de Marcela hace algo más que subvertir las convenciones pastoriles pues se sitúa en un contexto de lectura femenina del género sentimental. La razón lógica por la que no le obliga a amar ser el objeto de deseo de los pastores es un alegato que imita, entre otros, el rechazo epistolar de Laureola a Leriano en Cárcel de Amor. La obra de San Pedro, considerada punto álgido y final de la tradición sentimental, no fue solo un precedente de éxito editorial a nivel europeo como lo fue el propio Quijote (Fracomano 2018), también articula un modelo de voz femenina que no se siente interpelada por el deseo masculino. Si Marcela se sale de la norma para reivindicar sus derechos fundamentales, Dorotea presenta una estrategia paralela e igualmente eficaz: la exigencia de que tanto la función social como legal del matrimonio se cumpla y garantice su estatus de honorabilidad. Esta exigencia de Dorotea no es baladí y nos sitúa en una de las problemáticas mas acuciantes en el estudio de la historia de las mujeres de la temprana modernidad esto es la regulación eclesiástica y político-legal del matrimonio para evitar mancebías, concubinaje, y otros arreglos de cohabitación que, entre otras cosas ponían en peligro la seguridad y hasta la vida de las mujeres o la honorabilidad de los hombres falsamente acusados. Esta regulación, que viene bien marcada por el Concilio de Trento, que determina la indisolubilidad del vínculo del matrimonio y qué rituales hacen que el vínculo sea indisoluble, se evidencia en archivos legales que revelan los muchos pleitos de mujeres exigiendo reparación monetaria o a través del matrimonio después de haber sido seducidas, sitúa a nuestro personaje de Dorotea en la realidad que informa la ficción

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Dorotea la estratega

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Dorotea aparece como co-protagonista de lo que en realidad es una novela dentro de la novela contando la historia de Cardenio. Cardenio está enamorado de Luscinda y ella de él, pero los padres de la dama la han prometido a Don Fernando quien, un poquito mujeriego de más y menos constante que Cardenio, entiende su unión con Luscinda como una transacción mas dentro de las obligaciones de su estado como noble. Don Fernando, para completar la trama de deseos insatisfechos, está a su vez enamorado (o quizá encaprichado) de Dorotea. Ante una unión desigual, Don Fernando es noble pero ella no, Dorotea entiende que el matrimonio es un acto de habla que crea la ficción legal de la “perfecta casada” que aspira a ser (Cruz). Esta intención se ve refrendada por la construcción misma del personaje como una mujer ya perfecta antes del matrimonio –recogida, obediente, gestora de los negocios familiares– cuya única mancha es la de ser hija de un labrador enriquecido.

De igual manera que Cervantes ha creado un contexto para la novela pastoril en el caso de Grisóstomo y Marcela, ahora crea un elaborado muestrario de los aspectos imprescindibles de la novela sentimental. Para explicar qué significa esto, baste con mencionar que la crítica se ha referido a estos textos compuestos mas o menos entre 1450 y 1550 como novela romántica, amorosa e incluso pornográfica. La aparición de Dorotea en escena viene marcada por varios elementos que ya en 1605 se habían afianzado en este tipo de ficción. En primer lugar, la convención de la mujer vestida de hombre que se aventura en pro de la restitución de su honra. Así la primera vez que el cura y el barbero, que iban en busca de Don Qujote, se encuentran con Dorotea, ésta se presenta como un “mozo vestido como labrador” que estaba junto a un arroyo lavándose los pies. Esto nos lleva al segundo elemento: La descripción de partes del cuerpo femenino evocadoras del deseo masculino y en cuya disposición confluyen el momento íntimo de la mujer en el baño y la transgresión del hombre observador furtivo. Y aquí Cervantes se entretiene en describir cómo el mozo

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Tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía. Acabose de lavar los hermosos pies y luego con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió: y al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable (…) El mozo se quitó la montera y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer y delicada. (I, 28, 390)

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Un tercer elemento es la presentación de Dorotea como una mujer no solo educada según los preceptos marcados para la mujer cristiana propuestos por los moralistas de la época –lectura de libros devotos, entretenimiento honesto del bordado y el arpa, el recogimiento de su vida cotidiana– sino que también lleva las riendas administrativas de los negocios familiares, siendo por tanto causa directa de la acumulación de riqueza de sus padres. Si la negativa de Marcela a sentirse interpelada por el deseo masculino nos recordaba a Laureola rechazando a Leriano en Cárcel de Amor, Dorotea nos va a recordar cómo este rechazo tiene mucho que ver con un sentido de la responsabilidad para con la familia, la propiedad y el Estado. Marcela y Dorotea son responsables de una herencia y su obligación es mantenerla o incrementarla, como en el caso de Laureola o de otras princesas injustamente acusadas de la tradición narrativa medieval, cuya participación en los mecanismos del amor cortés se veían limitados por las ansiedades que la exogamia podría traer a sus reinos. En ambos relatos, quizá más evidente en Dorotea pues está contado en primera persona, las ramificaciones legales de su situación –decidir retirarse del mundo en el caso de Marcela y obligar al matrimonio al amante díscolo en el caso de Dorotea– es un factor importante en la recepción de sus historias como verosímiles. En este sentido Gonzalez Echevarría se detiene en la interpretación del discurso legal como un factor que acerca la ficción a la realidad. Sin embargo, entendida como un proceso de recepción de la comunidad lectora, lo verosímil son las circunstancias impuestas y las estrategias activadas por los personajes femeninos. Estas muestran el impacto que las prerrogativas masculinas tenían sobre las vidas de las mujeres, sobre todo de las mujeres pertenecientes a una determinada clase social. Todo esto va a informar la actuación de Dorotea con Don Fernando. Tras un inicial rechazo, Dorotea se encuentra frente a frente con Don Fernando en sus aposentos. Se nos deja entrever que esto ha sido industria de su criada. La escena de seducción de la que somos testigos como lectores al mismo tiempo que lo son Cardenio, el cura y el barbero como audiencia, la sabemos por boca de Dorotea quien representa su resistencia en términos de lucha de clases

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Tu vasalla soy pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía; y en tanto me estimo yo, villana y labradora, como tú señor y caballero. (I, 28, 396)

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No obstante su entereza, Dorotea se da cuenta de que no va a poder evitar que Don Fernando la posea o por las buenas o por las malas y hace un rápido cálculo, quizá no por primera vez. La escena de seducción se convierte en una escena de persuasión, casi de negociación. Don Fernando da “palabras de presente” prometiendo ante la imagen de la Virgen María casarse con ella. Asistimos aquí a la descripción pormenorizada de la estrategia de Dorotea y de cómo interpreta las acciones de su amante y calcula las consecuencias que tienen para ella. En primer lugar, considera el largo plazo y se sitúa en un contexto social compartido:

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No seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura o ciega afición (que es lo mas cierto) haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. (1, 28, 398)

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En segundo lugar, particulariza la situación y pondera las consecuencias subsecuentes al acto:

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Y si quiero con desdenes despedille, en término le veo que, usará él de la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía dar el que no supiere cuan sin ella he venido a este punto. Porque, ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres y a otros que este caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío? (I, 28, 398)

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La solución se le presenta de inmediato y Dorotea entonces llama a su criada para que “en la tierra acompañase a los testigos del cielo”. Se dan entonces todas las condiciones para que el matrimonio sea considerado legal. Una promesa, una aceptación y un testigo. Elementos que Cervantes adornará con un anillo que Don Fernando le da a Dorotea. A la mañana siguiente Don Fernando desaparece y Dorotea en el curso de los días llega a entender que, a pesar del esmerado cuidado puesto en su entrega, ha sido seducida y abandonada. La historia terminará, como es de esperar con final feliz: Cardenio se reencuentra con Luscinda, Don Fernando pese algunos conatos de violencia se aviene a que lo más conveniente es quedarse con Dorotea y esta sufre una última transformación en la Princesa Micomicona. Aquí la maestría de Cervantes vuelve por sus fueros porque en esa transformación Dorotea no solo se revela como lectora de Libros de Caballería y por tanto miembro de la comunidad lectora de su propia historia, sino que se convierte en una contadora de historias entretejiendo una poética del servicio que obligará a Don Quijote a seguir la farsa que eventualmente lo devolverá a su pueblo y al cuidado del ama y la sobrina. Junto a Marcela y a Dorotea van a aparecer otras damas como la Camila de El curioso impertinente, también inserta como una novela dentro de una novela, o la adolescente prudente Clara de Viedma, incluso Juana Panza, y en todos los casos nos vamos a encontrar un efecto similar a lo que algunos críticos han llamado un trampantojo literario. En apariencia se trata de una galería de historias de amor y desamor pero en el trasfondo y vistas desde perspectivas diferentes, a veces contrarias a veces complementarias, nos están dejando ver la existencia humana en toda su complejidad y entender que esa complejidad no es tanto artificio como necesidad que, en el caso de los personajes ficticios femeninos, nos permite considerar la historia no contada de las mujeres.

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  1. María Pilar Sinués fue una prolífica escritora de origen aragonés. Dirigió la revista El Ángel del Hogar entre 1864 y 1869. Con el mismo título había publicado en 1857 una novela de corte pedagógico con la que buscaba hacer llegar a las lectoras los parámetros de la mujer ideal, a saber, dedicación al ámbito doméstico, la maternidad como modelo identitario y una vida virtuosa y resignada de acuerdo a preceptos religiosos. Su defensa de la educación femenina se circunscribe a su utilidad dentro del ámbito de gestión de la economía doméstica y la educación de los hijos, se trata pues de una elaboración decimonónica de los preceptos que en el siglo diecisiete propondrán moralistas como Fray Luís de León y Juan Luis Vives.

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  2. Las referencias a Don Quijote de la Mancha corresponden a la ya clásica edición crítica de John Jay Allen para Cátedra (2018). Se indica en paréntesis la parte, el capítulo y la página.

  3. “Preguntéle yo de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él, sin dejar la risa, dijo: -Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: “Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda La Mancha” (I, 9,180)

  4. La bibliografía sobre el amor y sobre el talante neoplatónico en el tratamiento del tema en Cervantes es poco menos que inabarcable. Para los casos en que se refiere a los personajes aquí tratados vease Matzkevich 2019, Gatti Murriel 2011 and López Bueno 2006.

  5. El curioso impertinente es una novela intercalada en el capítulo treinta y tres de la primera parte. Es leído a los acompañantes de Don Quijote mientras éste duerme en la venta de Juan Palomeque. Cuenta la historia de Anselmo que, curioso por saber si su esposa, Camila, es fiel y virtuosa, convence a su amigo para que intente seducirla. Para recientes estudios sobre el episodio ver Georges Güntert y Santa Aguilar,

 

 

 

Sacramento is a Teaching Fellow in Hispanic Studies at Durham University where she teaches Early Modern Iberian Literatures, prior to this position she was a lecturer at Aarhus University and postdoctoral fellow at University of Copenhagen. She is also  a partner of Nordic Exchange in Literature, a multilingual project funded by the Nordic Culture Fund and the Nordic Culture Point. She has been a visiting researcher at the FuturLab, an Innovation and Social Change hub at Universidad de Alicante in Spain where she worked on models for the study of migration, diversity and multilingual national literatures;. She often lectures on different topics related to gender studies and literature and leads workshops on inclusion and diversity. Sacramento.rosello@durham.ac.uk

 

Foto: ©Claudia Adeath

El mito, la palabra exacta y la intertextualidad en Alejandra Pizarnik

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El poeta no es tan importante. Lo importante es la poesía. El mayor logro que puede conseguir un poeta era que, una vez muerto, la gente recordara algún verso sin acordarse de quién lo escribió.

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En poco más de quince años, Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936- 1972) publicó en vida ocho libros de poemas: La tierra más ajenaLa última inocenciaLas aventuras perdidasÁrbol de DianaLos trabajos y las nochesExtracción de la piedra de locuraNombres y figuras y El infierno musical. Sus poemas inéditos y otros escritos se publican en forma póstuma por Olga Orozco y Ana Becciú en Textos de Sombra y últimos poemas. Poesía completa se edita en España en el año 2000 y Prosa Completa en 2002. Sus diarios fueron reeditados en 2013 en una edición revisada, corregida y ampliada, pero todavía incompleta. Varios libros dan cuenta de su correspondencia epistolar con poetas y amigos. No dejó nada pendiente, en la la colección de papeles de Alejandra, en la Biblioteca de la Universidad de Princeton, hay poemas, ensayos, diarios, cartas. Siempre, peligrosamente, al borde del abismo. Conocida fundamentalmente como poeta, la publicación póstuma de su obra, inédita e inaccesible, la han convertido en una escritora reconocida a nivel internacional. En la Alejandra Pizarnik, poeta, se centra este texto.

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El mito

 

Alejandra Pizarnik pertenece a la categoría de escritoras suicidas. Con ella el mito de una poeta marginal y conflictiva. En varios sentidos, por el origen de sus padres y el idioma que conoció en su infancia (aprendió a leer y escribir en yiddish junto al español) su proceso escritural implicó corregir y buscar la palabra exacta. También por ello, siempre estuvo presente el tema del desarraigo, que, de acuerdo a varias opiniones, la han transformado en una exiliada. Escribe cinco años antes de su muerte:

.De esto se trata, soy judía. Hace mucho que se trata solamente de esto. No soy argentina. Soy judía

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Mucho se ha escrito en el ámbito académico sobre Alejandra Pizarnik. Sus textos se han catalogado en un género híbrido y se dificulta su clasificación en algún grupo, en alguna corriente de la literatura latinoamericana. Ha sido descrita como absolutamente original, sin antecesores ni sucesores (Zonana, 1997) y una de las voces más singulares e importantes de la poesía latinoamericana. La poética de Alejandra Pizarnik se distingue por una variedad de temas que se repiten a lo largo de su vida: el amor, la pérdida del paraíso de la niñez, la autoagresión, la trasgresión, la violencia.

Sefami (1997) cita que “La metáfora principal de la obra de la Pizarnik radica en la muerte…la vida se va vaciando de sentido, y la escritura se vuelve poco a poco en un refugio, el único modo de registrar, de dar testimonio de la existencia”. La muerte y el silencio están ligados al lenguaje de forma indisoluble. Son los ejes fundamentales que articulan su poesía. También lo obsceno, como aquello inarticulable, irrepresentable.

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Enamorada de las ruinas

Salgo a la calle y siento la suciedad, la ruina. Entro en los bares más siniestros y tomo un vino como sangre coagulada, como menstruación, y me rodean brujas negras, perros sarnosos, viejos mutilados y jóvenes putos de ambos sexos. Yo bebo y me miro en el espejo lleno de mierda de moscas. Después no me veo más. Después hablo en no sé cuál idioma. Hablo con estos desechos que no me echan, ellos m e aceptan, me incorporan, me reconocen

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Con ello, Pizarnik transgrede, cuestiona los códigos sociales y en tela de juicio los dogmas. Su escritura no es la tradicionalmente femenina, quiere ser vista de esa manera a partir de la poesía. Siente la necesidad de transmutar en lenguaje lo que solo es ausencia o aullido, de quebrar el orden del lenguaje, de desconectar el lenguaje y lo referido, las palabras y las cosas.

 

Alejandra Pizarnik rompe con las formas de poesía que existían hasta el momento. No se apega con la métrica clásica, en ocasiones rompe la secuencia lógica, no hay signos de puntuación -son superfluos- recurre a repeticiones y adjetivos contradictorios; la relación entre significantes y significados es tenue y en ocasiones llega a romper la correspondencia biunívoca entre las dos caras del signo (Mancera, 2017). Es irreverente, escribe poemas breves de una gran intensidad transgresora. Sin embargo, es de una inmediatez y frescura que mantiene el equilibrio en sus textos. Se dificulta la clasificación genérica de su obra, sus textos son tanto poemas como microrrelatos, universos narrativos.

 

Ser Incoloro

(al conejito que se comía las uñas)

costura desclavada en mi caos humor diario

repiqueo infinito arpa rayada

cadáveres llorosos mar salino

tu opacidad quitará fuentes de verde jabón

banderines colorados

en mano derecha de uñas comidas

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Se le asocia al surrealismo, si bien esta referencia es propiciada por sus lecturas y está influida por los poetas franceses. Su escritura es hermética., y, aun así, tremendamente reveladora. No trabajaba con referentes externos, no hay una alusión a ciudades, calles, sitios, hechos físicos, se centra en su universo interior, en la búsqueda de ese “otro” que es el yo. Crea un alter-ego literario de ella misma, la imagen de una persona real o personaje ficticio quien se reconoce o se identifica a otra o sobre quien esta se proyecta. “La escritura autobiográfica de Alejandra Pizarnik encarna así todas las aristas bajo las que se conforma tanto un sujeto real como un personaje” (Venti, 2008). Se convierte en un “personaje Alejandrino”, excéntrica, desaliñada, fumadora, malhablada, andrógina, alejada del ideal estético femenino. Lejos de toda convención social está ahí para ser vista. Su adscripción como “poeta maldita” se sustenta en sus lecturas: Hölderlin, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, el Conde de Lautréamont, Georges Bataille y Antonin Artaud, poetas que quisieron llevar al límite la experiencia literaria, y esta es la imagen que predomina a partir de su muerte a los 36 años, La edición posterior de su obra la convertirá en un mito, una escritora de culto.

 

De su escritura se ha dicho que permite pensar otras formas de construir el lenguaje y de habitar el mundo. Peri Rosi dirá de ella: “peligrosa por independiente, peligrosa por inclasificable” (Peri Rosi, 1995,)

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La palabra exacta

Una característica de la obra de Alejandra Pizarnik, a la que refieren autores que han sucumbido en los abismos de su obra, es la búsqueda de la palabra exacta. Busca hacer poemas breves, intensos, terriblemente exactos. La palabra y su sentido esencial y divino, aparecen de forma trasversal en la totalidad de su obra. Nombrar es convocar, es un acto sagrado en la tradición judía y un intento de aprehensión del lenguaje divino, una invocación a la tradición cabalística. Pizarnik declara “…cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. Busca el lenguaje total, los nombres divinos en el lenguaje de los hombres, y en esa búsqueda, “Alejandra Pizarnik encontró su escondite en el lenguaje, que parecían anunciar una decidida ocultación de la personalidad” (Barella, sf). Esconderse en el lenguaje es saberse diferente. Con una «herida inmemorial. anterior a la palabra». Y con esa arma Alejandra penetra en las regiones más ocultas de su ser.

 

La brevedad y el silencio, la incesante búsqueda de precisión, de la palabra exacta, de la expresión más pura del lenguaje. Para alcanzar esta forma máxima de expresión Pizarnik considera necesario sacrificar todo, hasta su cordura. Confiesa que su oficio es “conjurar y exorcizar”. Su tarea, en palabras de la misma autora, es reparar la “herida fundamental, la desgarradura”.

 

Su oficio nos lleva a recordar que “el valor de un poema no reside en lo que dice sino en lo que le hace al lenguaje, …en su transformación y en la creación diferente que produce” (Montalbetti citado en Alonso, 2018). Esta intención modela su estilo, único e irrepetible. No hay manera de imitarla.

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Aún si digo sol luna y estrella me refiero a cosas que me suceden

¿Y qué deseaba yo?

Deseaba un silencio perfecto

Por eso hablo

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En su poesía en el verso, están también las pausas, los silencios. Alejandra escribe:  “En mí el lenguaje es siempre un pretexto para el silencio“.

En el centro de su escritura está la autorreferencia, el suyo es un universo cerrado, plegado sobre sí mismo, quizás por ello escribió: “He tenido muchos amores —dije— pero el más hermoso fue mi amor por los espejos”. Bague (2012) afirma que Alejandra Pizarnik no admite más horizonte que su cuerpo.

Solo un nombre

alejandra alejandra

y debajo estoy yo

alejandra

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¿Cuál es el significante y cuál es el significado en este poema? La Pizarnik recurre a un recurso de disolución del verso, del lenguaje y de ella misma.

En su obra está siempre presente el juego de oposiciones:

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Hay, en la espera,

un rumor a lila rompiéndose.

Y hay, cuando viene el día,

una partición del sol en pequeños soles negros.

Y cuando es de noche, siempre,

una tribu de palabras mutiladas

busca asilo en mi garganta,

para que no canten ellos,

los funestos, los dueños del silencio

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Los textos de Alejandra son con frecuencia muy breves, concentrados:

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Balada de la Piedra que llora

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la muerte se muere de risa

pero la vida se muere de llanto

pero la muerte, pero la vida

pero nada nada nada

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Difícil separar la especial escritura poética en el entramado de su personalidad. Quienes han analizado su obra identifican emblemas poéticos recurrentes; la infancia como paraíso perdido marcada por la incomprensión , por el sentimiento de extranjera y por diversas carencias afectivas reflejadas; la soledad y el desamparo y el sentimiento de desarraigo respecto a su país natal y respecto a sí misma; el jardín un espacio abierto y cerrado al mismo tiempo; el bosque como un espacio interior inmóvil donde el miedo no viene del exterior sino está adentro, su miedo; el poeta como ser escindido, visitante del reino de los dioses y de los muertos; el viento, sinónimo de desamparo o de locura. La noche abierta a revelaciones y autorrealización, pero también de terrores. La suya es una obra concentrada en temas e imágenes que se repiten en su corpus poético la imagen recurrente en la poesía de Alejandra Pizarnik que alude a su peregrinaje en busca del destino definitivo, así como el presentimiento de la muerte y su poder de seducción, sensaciones que la perseguirán obsesivamente hasta el fin de sus días. Incapaz de contener las palabras, la devoran. En un texto escribe:

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                                           Esta lúgubre manía de vivir.

 esta recóndita humorada de vivir

  te arrastra alejandra no lo niegues.

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Yo lírico, “La enamorada”

La búsqueda de Alejandra Pizarnik va más allá de la palabra exacta, busca las posibilidades expresivas del lenguaje. Se busca a sí misma. En uno de sus diarios declara: “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura”.

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La Jaula

Afuera hay sol.

No es más que un sol

Pero los hombres lo miran

y después cantan.

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Yo no sé del sol.

Yo sé la melodía del ángel

y el sermón caliente

del último viento.

Sé gritar hasta el alba

cuando la muerte

se posa desnuda en mi sombra

. Yo lloro debajo de mi nombre.

Yo agito pañuelos en la noche

y sedientos de realidad

bailan conmigo

Yo oculto clavos

para escarnecer a mis sueños enfermos.

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Afuera hay sol.

Yo me visto de cenizas.

 

Intertextualidad

La obra de Alejandra Pizarnik suscita en su análisis interesantes problemas literarios, uno de ellos es la intertextualidad, como una estrategia no solo de creación sino de supervivencia. Establece un diálogo con autores con quienes encontró afinidad a través de sus constantes lecturas y relectura, traduce y reescribe obras ajenas para falsearlas y tergiversarlas ‘(Venti, 2006), y así intentar atrapar en éstas aquella fuerza vital que ha sido ignorada.

 

Las llamadas intertextualidad, constituyen una red de correspondencias, de identidades, de similitudes, de paralelismos que un lector puede establecer entre las obras que lee o que conoce. El texto puede ser definido como un tejido de signos y la red como un tejido de textos (Becerra, 2014). Kafka, Hölderlin, Proust, Hölderlin, Rimbaud, Rilke, Nerval, Dostoievski, están en las voces que la acompañarán durante toda su vida. Lee también a Quevedo y Góngora.

 

En Los “textos pizankianos”, que incluyen sus diarios, está siempre presente la intertextualidad. Mancera (2017) cita que. el ejercicio de plagio, en Pizarnik, significa el uso y la lucha contra la ultimidad estética, es decir la imposibilidad de generar lo inédito, lo nunca producido: su acto de reescritura no es una simple copia neutra de un texto ajeno, sino que significa tanto una imitación como una diferencia, una substitución y perversión de la fuente e incluso de su interpretación oficial. En toda su obra, en los diarios, la prosa, la poesía, se encuentran referencias, alusiones, citas, que no solo la relacionan con los escritores admirados por Pizarnik, como Artaud, Kafka, Mallarmé, Michaux, Carroll, sino referencias a personajes y pasajes bíblicos, mitológicos, de distintas tradiciones y credos.

Hay también una influencia, objeto de tesis, ponencias y ensayos, sobre la obra de Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo. Pizarnik recurre a citas que ha leído para insertarlas en su discurso y tejer puentes entre voces ajenas, su yo autoral y su yo poético. Alicia y el retorno a la infancia, Alejandra y el espejo que cruza al pensarse como otra persona:

y alguien entra en la muerte

con los ojos abiertos

como Alicia en el país de lo ya visto.

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En la Condesa sangrienta escrita después de estar internada en un pabellón neuropsiquiátrico- Pizarnik sintetiza en once fragmentos la historia de la condesa Erzebet Bathory y presenta un texto renovado donde la atrocidad es descrita en un lenguaje poético y la historia es contada en otro tiempo, sin citar a Valentine Penrose, quien la publica en francés en 1962. Pizarnik construye su relato de forma similar al de Penrose: una introducción y once capítulos. Hay, sin embargo, diferencia en los procedimientos de transcripción, apropiación y la escritura de Pizarnik sobre la de Penrose.

 

El teatro de la crueldad representado por Pizarnik alcanza su destilación más estremecedora en el largo poema Extracción de la piedra de locura, que toma su título del grabado homónimo de El Bosco. Pampin y Barbero (2015) analizan la corporalidad en este poemario.

La conocida frase de la Pizarnik:

“en el centro puntual de la maraña

/ Dios, la araña”

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Refiere a una cita literal de un poema de Borges, a cuyo segundo verso se le habían quitado las primeras palabras: “En el centro puntual de la maraña/ Hay otro prisionero, Dios, La Araña”. Quizás no quería plagiar sino reescribir. Es el mismo caso de La Condesa Sangrienta, donde hay una reescritura. Incesante lectora, Pizarnik no sólo reescribe los textos ajenos, sino que relee y practica la reescritura de los textos propios. La lectura marca y reconfigura su escritura.

 

En el caso de Alejandra Pizarnik, más bien está presente la transgeneridad literaria, referido a “los modos en que ciertos rasgos propios de determinados géneros literarios se desplazan sobre otros, entramándose con ellos y constituyendo una red que explica la productividad-originalidad-individualidad que logran algunos textos. Ferro (2012) señala que la inscripción de un género en otro y el cambio de un modo de representación a otro nunca carece de consecuencias y no es objetiva ni inocente. Ella lee, escribe y reescribe. Venti (2008) destaca que “los textos autobiográficos destacan su reconocimiento como receptáculos de una reflexión literaria, en la cual se logra advertir un método particular de trabajo”. A través de sus múltiples lecturas, Alejandra Pizarnik llegó a su propia voz. La franqueza y la honestidad en sus textos, el sentido de la conciencia humana, de la fragilidad en que se asienta la identidad personal, son incuestionables. Moratiel (2017). Cita que probablemente no exista poesía más sobrecogedora, repulsiva e hiriente en la literatura latinoamericana que la de Alejandra Pizarnik. Peri Rossi (1995) opina que “A pesar de su enorme capacidad para expresar los contenidos más personales, más exclusivos, la poesía de Pizarnik se movía entre el horror a la esterilidad (ese silencio tan temido en sus textos), la desconfianza acerca de las posibilidades de comunicación del lenguaje, el temor a la locura y el presentimiento de la muerte.

 

Fue siempre un ser escindido entre su origen extranjero y su existencia en Argentina; entre la mujer que era y la niña que aparentemente nunca creció, entre sus preferencias sexuales y su adscripción de género, en su estado de separación entre su intimidad y el mundo. Escindida respecto a sí misma, la literatura fue el único sitio donde abordó los aspectos irreconciliables de la existencia. En sus propias palabras, hizo de su cuerpo el cuerpo del poema. Creó un mundo literario y se convirtió en un personaje literario. En el suicidio encontró la palabra exacta y el silencio. La franqueza, la honestidad en el compromiso con la propia obra, son incuestionables. “No quiero ir nada más que hasta el fondo”, dejó escrito.

 

Cristina Piña y Patricia Venti (2021), en una emotiva biografía, describen a una mujer extravagante y libre, singularmente inteligente y con un gran sentido del humor, evocan su gracia, su ironía y su alegría. Cortázar dijo que amaba las cosas nimias. Una mujer con una explícita fascinación por la muerte, así como por el sexo. Hombres y mujeres la atraían por igual. Terriblemente inteligente y lúcida, escribió los poemas más oscuros y más intensos, más desnudamente honestos de la literatura latinoamericana. Muchas veces transgresora pero fascinante. Puede ser herética, críptica, pero al mismo tiempo transparente. Quienes han estudiado su obra declaran que es imposible separar su obra de su vida personal, de su soledad y de la incomprensión.

 

En el Mito de Sísifo, Camus afirma “un artista puede escoger la muerte por amor a la vida, escoger el definitivo silencio por amor a la palabra y justamente esa opción no es el resultado de un extravío (mental o moral) sino de una lucidez que se extravía por exceso de claridad ante la vida y la historia”. Montoya (citado por Saliche, 2016) asegura que “ocupa en la literatura argentina un lugar análogo al de Xiu Xiu en la música. Es lo suficientemente experimental como para no ser leída masivamente. Lo suficientemente sensible como para producir estupor. Lo suficientemente lacerante como para que la pretensión de olvidarla sólo refuerce su retorno como vampiro”. Raquel Lanseros (2016) declara en torno al hecho poético: “Todos estamos aterrorizados en el fondo, fingiendo tener el control de alguna manera. Es ese inevitable agujero existencial que llevamos dentro por el simple hecho de nacer, y de estar vivos, y de saber que algún día no lo estaremos, y de ver que los seres que más amamos dejan de estarlo”. Las preguntas son: ¿Cuáles son los límites entre el arte y la vida en los procesos de creación literaria? ¿Hay un género literario al que se pueda adscribir Alejandra Pizarnik? Varios autores afirman que es inclasificable. Una de biógrafas, Cristina Piña (2011) expresa: «De la misma manera que en la prosa el castellano no es lo mismo después de Borges, en poesía el castellano no es lo mismo después de Pizarnik. Ha cambiado el idioma. Ha hecho un castellano oscuro que da matices que no encontramos en ningún otro poeta». Alejandra, con un exceso de claridad ante la vida, se ve reflejada por última vez en el espejo que ha sido su autorreferencia, y cruza, al otro lado del espejo para reconciliarse con ella misma, para caer al vacío y encontrarse, por vez primera, pasajera de la ausencia.

 

 

*Este ensayo fue leído y comentado en el marco del 50 aniversario de la muerte de Alejandra Pizarnik. Pasajera de la ausencia: Alejandra Pizarnik 1936-1972. Centro Cultural Tijuana, lunes 25 de julio 2022.

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Referencias bibliográficas:

 

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Bague Quilles, Luis (2012) Alejandra Pizarnik: una identidad entre dos orillas. Revista Letral.

No.8. pp 1-16. Disponible en http://hdl.handle.net/10481/59239

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Barella, Julia (sf) Alejandra Pizarnik escondida en el lenguaje, Centro Virtual Cervantes. Disponible en https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/pizarnik/acerca/barella.htm

Becerra Gamboa, Diedre (2014) Alejandra Pizarnik: de la voz ajena al silencio poético. Trabajo de grado presentado como requisito para optar por el título de profesional en estudios literario. Pontificia Universidad Javeriana facultad de ciencias sociales carrera de estudios literarios, Bogotá. Disponible en https://repository.javeriana.edu.co/bitstream/handle/10554/14947/BecerraGamboaDiedre2014.pdf?sequence=1&isAllowed=y

Cadavid Mora, Jorge Hernando y Mancera Rodríguez, Luisa Fernanda (2017). Entre espectros,

locas y místicas. diálogos, reescrituras y traiciones en Alejandra Pizarnik. trabajo de grado maestría en literatura, Facultad de ciencias sociales Pontificia Universidad Javeriana. Disponible en

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Dalmaroni, Miguel Ángel: Sacrificio e intertextos en la poesía de Alejandra Pizarnik Orbis Tertius, 1996 1(1). ISSN 1851-7811. Disponible en http://www.orbistertius.unlp.edu.ar

Ferro, Roberto (2012). El concepto de transgenericidad en el sistema literario latinoamericano. Géneros, poéticas, lenguajes y archivos en la cultura de los siglos XX y XXI. VIII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria. Disponible en https://memoria.fahce.unlp.edu.ar/library?a=d&c=eventos&d=Jev1868

Landeros, Raquel (2016). Función del poeta en el siglo XXI. Círculo de Poesía. Revista Electrónica de Literatura. Disponible en  https://circulodepoesia.com/2016/10/funcion-del-poeta-en-el-siglo-xxi/

Moratiel, Virginia (2017) Cuando la muerte araña el alma: Alejandra Pizarnik. El vuelo de la  lechuza. Disponible en https://elvuelodelalechuza.com/2017/12/03/cuando-la-muerte-arana-el-alma-alejandra-pizarnik/

Pampín, Ayelén Marina y Barbero, Ludmila Soledad (2015). Figuraciones de la corporalidad en el poemario Extracción de la piedra de locura, de Alejandra Pizarnik. Universidad de Buenos Aires.Conicet. Disponible en

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Peri Rossi, Cristina (1973).  Alejandra Pizarnik o la tentación de la muerte: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2018.  Edición digital a partir de Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 273 (marzo 1973), pp. 584-588. Disponible en https://www.cervantesvirtual.com/obra/-alejandra-pizarnik-o-la-tentacion-de-la-muerte-928040/

Piña, Cristina y Patricia Venti (2021) Alejandra Pizarnik, biografía de un mito. Grupo Editorial Lumen. Barcelona.

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Saliche, Luciano (2022). Influencia e identidad: cómo leen a Alejandra Pizarnik los poetas del siglo XXI. Disponible en https://www.infobae.com/cultura/2017/09/24/influencia-e-identidad-como-leen-a-alejandra-pizarnik-los-poetas-del-siglo-xxi/

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Sefami, Jacobo (Primavera 1994) “vacío gris es mi nombre mi pronombre: alejandra pizarnik,” Inti: Revista de literatura hispánica: No. 39, 11. Disponible en
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Venti, Patricia (2006). La traducción como reescritura en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik. En Espéculo. Revista de estudios literarios Universidad Complutense de Madrid [en línea]. N° 32. Disponible

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Venti, Patricia (2008) La escritura invisible. El discurso autobiográfico en Alejandra Pizarnik. Antrophos. Barcelona.

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Zonana, Gustavo (1997) Itinerario del exilio. La poética de Alejandra. Revista Signos. Vol. 30. Pp. 119-121. Universidad Nacional de Cuyo.

 

 

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Ruth Vargas Leyva es miembro fundador del taller de poesía “Voz de Amerindia” de la UABC (Universidad Autónoma de Baja california) y miembro de la generación Siete Poetas Jóvenes de Tijuana, conjuntamente con Eduardo Hurtado, Luis Cortés Bargalló, Raúl Rincón Meza, Víctor Soto Ferrel, Alfonso René Gutiérrez y Felipe Almada. Sus poemas y ensayos literarios han sido publicados en la revista Amerindia, HojasRevista de Humanidades de la UABC y Arquetipo de Cetys Universidad.

Su obra aparece incluida en las antologías Siete poetas jóvenes de Tijuana, Editorial (IboCali, 1974); Parvada, jóvenes poetas de Baja California (UABC, 1985); Camino de hallazgos. Baja California. Piedra de Serpiente. Prosa y Poesía (Conaculta, 1993); Antología de poesía erótica. Nuestra cama es de flores (CECUT, 2007); Dondepalabra (Desliz Ediciones, 2011); La ciudad. Encuentros y desencuentros (Nódulo ediciones, 2016); Fuentepalabra (Desliz Ediciones, 2019). Siete Poetas jóvenes de Tijuana; Entonces/Después (Instituto Municipal de Arte y Cultura de Tijuana, 2019); Cancionero de la Pandemia (Desliz Ediciones, 2021) y Recuerdos del vacío (Metaletras, 2021).

Ha publicado Celeste y siete poemas (ITT, 1986); Poemas del ordenador (Sitiohabitable, 2006); Solo estamos de paso (Sitiohabitable, 2011); Ciudades visibles (Desliz Ediciones, 2012). Retorno a la ciudad (Nódulo ediciones, 2016); Los nombres pendientes (Cetys Universidad, 2019); Felicia (Gobierno de Baja California, Colección La Rumorosa, 2021) y Más allá de la niebla (Desliz ediciones, 2022).

Doctora en Educación por la Universidad Autónoma de Aguascalientes y licenciada en economía por la Universidad Autónoma de Baja California.

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La luna y el lucero

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Yo tenía un proyecto en el Alto Nápoles, en Cali. Mil quinientas madres comunitarias desarrollaban habilidades para la educación y la crianza con amor. Hacíamos los talleres en una caseta. A las ocho de la mañana llegué a coger el jeep que va para esa loma. Un señor me estaba esperando. Era el esposo de una de las madres. Me abordó y me dijo que no subiera, que tres sicarios me estaban esperando para matarme.

Allá habían asesinado a mucha gente. A una amiga mía, una trabajadora social de Bienestar Familiar, le llegó una carta de amenaza. Ella no creyó. La desaparecieron. Nunca se supo de su paradero.

Me devolví para la casa. A los veinte días me llegó la amenaza de los paramilitares. Decía algo así: “Vieja hijueputa, malparida, no tienes nada a que subir a las comunidades. No venga a traer aquí revolución, ni comunismo, ni feminismo, ni nada. No te necesitamos acá. No te queremos volver a ver por estos lados, ni por ninguna comunidad. No te metas con los nuestros. Atentamente, Bloque Calima”. Tenía calavera y todo. Me azaré mucho.

Yo vivía en el barrio el Ingenio, cerca de la Universidad del Valle. Era mayo del 2000. Tenía varios proyectos. En un mes delegué lo que pude, compramos tiquetes para Miami y nos vinimos con mi esposo a visitar a nuestras hijas, que habían emigrado recién terminados sus estudios universitarios y se habían traído a sus novios de Colombia. Ellas se hospedaban en las casas donde trabajaban; ellos tenían un apartamentico. Medio les contamos la situación y les dijimos que estábamos pensando instalarnos también acá. Estuvimos quince días y regresamos a Cali.

Volví al trabajo y, al poco tiempo, me llegó otra amenaza, con detalles de por dónde me movía. Había puesto una denuncia por la primera. Puse otra. No podía dejar todo tirado. Seguí con los proyectos. Sentía mucho miedo. Las amenazas del Bloque Calima había que tomárselas en serio. Aguanté unos meses. Busqué a una profesora de la Univalle que me había dictado unas conferencias y le supliqué que ella y sus colegas se encargaran de todo. “Yo me tengo que ir, me tengo que ir”, le dije desesperada. Arreglamos lo que pudimos y emigramos para salvar la vida.

 

***

No había ninguna justificación para esas amenazas. Con mi esposo, habíamos abandonado todas las actividades clandestinas desde hacía más de una década, desde el año 1986. Por esa época, el M-19 había organizado el batallón América con gente venida de varios países latinoamericanos. Intentaron tomarse Cali y en los combates con el ejército los volvieron nada. Cantidad de muertos y heridos. Algunos fueron llevados a mi casa, que parecía un hospital. Los médicos los operaban ahí, en los cuartos. Mi esposo aprendió a aplicar inyecciones, a hacer curaciones. Mis hijas tenían doce y trece años, y veían eso.

Mientras el batallón América era destrozado en el intento de tomarse Cali, Álvaro Fayad fue dado de baja en Bogotá. Yo lo había conocido cuando me dieron la tarea de ayudar a subir gente a la montaña. Un 31 de diciembre lo llevamos desde Cali a un pueblito del Cauca en bicicleta. Mi esposo y él iban de ciclistas; yo, escoltándolos en el carro. También me tocó pasar por esposa del comandante Uno; a mi esposo, como compañero sentimental de varias guerrilleras. Nos íbamos muy enamoraditos, cogiditos de la mano, y los dejábamos donde se requiriera. A nosotros no nos daban un peso por eso. Era pura convicción política. Ganas de cambiar al país.

Unos meses después, estábamos paseando en Cartagena y mis hijas vieron el periódico. “Mamá, son tus amigos”. La noticia decía que habían cogido a seis guerrilleros del M-19 en Cali. Nosotros les habíamos guardado armas y camuflados. Nos moríamos en ese viaje de regreso sin saber si habían allanado nuestra casa. Nos moríamos. Afortunadamente, no había pasado nada.

Limpiando la biblioteca, nos encontramos un cerro de billetes. Qué susto. Ellos la habían cogido de caleta sin decirnos. Vimos ese montón de plata y no supimos qué hacer. Nuestras conexiones estaban en la cárcel y no teníamos idea de cómo deshacernos de todo.

Teníamos un estrés tenaz. Nos fuimos para la finca de unos familiares a tratar de tranquilizarnos. Se me engarrotó un dedo y me puse malita. Me tuvieron que llevar al hospital. Al fin, entregamos el dinero, los camuflados y las armas. Les hicimos firmar un recibo para que después no dijeran que era otra cantidad y nos metieran en problemas. Nos salimos.

No era la primera vez que abandonábamos la revolución. En 1974 ocurrió un incidente que nos hizo salirnos de nuestra actividad clandestina por más de una década. Desde cuando éramos novios, mi esposo y yo habíamos desarrollado una intensa actividad política. Yo vivía con mi familia en el barrio Alameda. Él, en su pueblo, con la suya. Teníamos un grupo de estudio. Nos poníamos tareas, discutíamos. Yo asistía a las reuniones de los sábados; él, a las de los jueves. Leíamos lo que llegaba en ese tiempo: ¿Qué hacer?, Manifiesto comunista, El libro rojo de Mao, Así se templó de acero, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Libros, muchos libros que nos volvieron añicos la cabeza.

Decidimos irnos a vivir juntos en un apartamento que nos cedieron unos compañeros. Ahí hacían el periódico del EPL. Nos encargamos de la imprenta. Llegaba gente a escribir, a ayudar con la impresión y el empacado. Yo estaba empleada en un colegio de noche; de día, empacaba regalos en una tienda de ropa. Él trabajaba en el almacén. Llevábamos una vida doble. Yo salía a las ocho de la mañana y regresaba a las nueve de la noche. Nos daban las tres de la mañana con la imprenta funcionando y gente sacando el periódico del edificio.

Fue una época feliz. Dormíamos tirados en una colchoneta. No teníamos nada más, solo unos cojines. Era maravilloso porque éramos coherentes: trabajábamos duro y vivíamos con lo mínimo; hacíamos la revolución con una gran convicción y el amor con un inmenso amor. Una vida linda, apasionada.

Quedé en embarazo. No quería casarme.

Un día, la suegra nos visitó. Le tiramos una sábana a la máquina y cerramos esa parte del apartamento. Le dio mucha tristeza ver que no teníamos nada, ni nevera, ni licuadora, ni muebles, ni cama. Guardábamos la carne salada y con cebolla en una olla de barro para que no se dañara. Nosotros éramos felices. Ella no lo podía entender. Se fue llorando y al otro día nos mandó una licuadora, cobijas, un colchón.

Yo ayudaba en la inteligencia, inspeccionaba los sitios donde ellos querían hacer algo. Era alta y elegante, me vestía súper bien, me maquillaba y entraba donde se necesitara. Ayudaba como enlace, llevaba recados entre distintos grupos, hacía contactos con sindicatos. Se me ocurrían cosas increíbles para sacar información.

Me faltaba un mes para que naciera mi hija y ya tenía una tremenda barriga. Estalló una huelga en La Garantía y me fui a repartir propaganda del EPL con otras cuatro personas. Llegó la policía. Cogieron a uno de los que habían ido conmigo. Yo guardé los papeles en mi mochila y comencé a salir, despacio; haciéndome la que no era conmigo. Pasaron cerca de mí y cogieron a la otra compañera. Tomé el primer bus que pasó. Me agarraron unos nervios y la niña a patear. Qué susto tan horrible. Llegué al apartamento y le dije a mi esposo que nos teníamos que ir de una, que no podíamos esperar a que vinieran a allanar.

El compañero que cogieron era de Tuluá. La compañera, una enfermera del Instituto del Seguro Social en Cali. A ella la torturaron, la violaron, le metieron cosas en su cuerpo. Le hicieron los vejámenes más horribles.

Ese día mi esposo andaba en la camioneta de su familia y nos pusimos a botar todo lo que nos pudiera incriminar. Yo con el embarazo tan avanzado y cargando cosas. Dos compañeros vinieron a ayudar y tiramos todo a un caño, por el Limonar. Dormimos en un parqueadero. Tuve una pesadilla horrible: unos policías me tenían en una patrulla y me daban patadas y patadas y patadas hasta que me sacaban al bebé. Me desperté gritando. Tenemos que soltar todo —le dije—. Yo no vuelvo. No puedo. Mi bebé. No puedo”. “Nos vamos a vivir al pueblo”, me dijo. “Listo”.

Nos instalamos en un apartamento pequeñito. Cortamos. Les dijimos a los del EPL que no contaran más con nosotros. Ellos estaban muy tocados y no querían que nos saliéramos, pero, al final, aceptaron y no se volvieron a comunicar.

.Nació mi hija. Volví a quedar embarazada cuatro meses después. Trabajé un tiempo en un hospital de provincia, en la sección de estadística. No sabía nada de eso y no me gustaba. Me retiré. Estudié Educación Preescolar y me gradué en 1980.

Me dieron el puesto de directora de un Centro de Atención Integrado al Preescolar. Había 360 niños. Organicé la escuela de padres. Hice grupos para educarlos en el buen trato al menor. Impartíamos talleres. Con los niños, cultivamos una huerta escolar y las familias venían los domingos a arar. El día del padre, los niños les regalaban los frutos. Era espectacular. Ahí estuve tres años. “Yo quiero estudiar Trabajo Social —le dije a mi esposo—. Aquí me siento encerrada, estrecha”.

Como no había terminado el bachillerato, me preparé para el examen del ICFES. Me fue muy bien y me metí a Univalle. Primero, como asistente; después, como estudiante regular. Ahí empecé a tener otro trabajo político en las asambleas de estudiantes. Era muy activa.

Fue entonces que me involucré con el M-19. Cuando iba por la mitad de la carrera, ocurrió lo del batallón América, apresaron a nuestros amigos y cortamos de manera definitiva nuestros vínculos con ese movimiento y con la insurrección.

Con una compañera, joven y pilosa, decidimos hacer la tesis en uno de los resguardos indígenas del Cauca. Leíamos y subíamos a la montaña, unas veces a pie y otras en mula; trabajábamos con la gente. Si las mujeres estaban cultivando, cultivábamos con ellas; si estaban en la minga, nos metíamos a la minga. No era coger a la comunidad como objeto de estudio sino participar de sus dinámicas. Fals Borda decía que uno no podía ir a esas comunidades a sacar y ya, que se debía retribuir con trabajo. Había prácticas que nos dolían mucho: la alimentación, lo periféricas y subvaloradas que eran las mujeres, el abuso sexual sobre niñas de doce o trece años, ese patriarcado tan brutal.

Me gradué. Me nombraron directora de una institución que habían hecho las ricas de Cali para intervenir a niñas abusadas y maltratadas. Llegaban peladitas de doce y trece años con unas historias terribles. Era muy delicado atenderlas. Contábamos con psiquiatras, psicólogas, psicoanalistas, trabajadoras sociales, profesoras. La primera entrevista era fundamental porque teníamos que conocer lo más a fondo posible la historia. Así ellas no tenían que revivir el sufrimiento contando una y otra vez sus terribles experiencias. También procurábamos internarlas lo menos posible. Hacíamos trabajo y terapias con la familia para cambiarles el entorno y que ellas pudieran regresar. Sin embargo, era muy difícil y algunas no lo conseguían. Crecían allí. A los tres años me retiré porque no soportaba que esas señoras ricas no le dieran el destino correcto a los dineros que recaudaban de organizaciones extranjeras.

Me puse a hacer la especialización y a trabajar en Desepaz. Estuve ahí un tiempo y decidí fundar una ONG. Me devolví para el pueblo. Yo tenía muy buenas conexiones y conseguía bastante financiación. Me iba con el súper vestido, el bolso fino, las joyas, bien maquillada y vendía los proyectos. Empezaron a salir los contratos de cuarenta, cincuenta, ochenta, hasta ciento setenta millones. Un platal. Le daba trabajo a la gente. No hacíamos nada de proselitismo político. Era solo trabajo comunitario, con la familia.

Estaba en un período maravilloso de mi vida, impactando positivamente a las comunidades, alejada desde hacía años del trabajo político con grupos insurrectos. En ese preciso momento, me llegaron las amenazas del Bloque Calima. Las paradojas de la vida. Nos tocó huir.

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Llegamos el 21 de diciembre del año 2000 y solicitamos asilo en febrero. Sabíamos que el asilo es una renuncia necesaria para salvar la vida. Renunciamos a nuestro país, a nuestra ciudad, a nuestra familia, a nuestros amigos, a nuestra actividad política, a nuestros trabajos, a todo. Yo había diseñado mi casa como la quería, con grandes ventanales, espaciosa, llena de plantas adentro y afuera. Divina. La tuvimos que dejar.

Mi esposo se puso a lavar carros; yo, a limpiar casas.

Manteníamos pendientes de las noticias de Colombia. No éramos capaces de sacárnosla del corazón y de la mente. Teníamos que cuidar lo que hablábamos y vivir en la impotencia de no hacer nada de lo que queríamos. Nos sentíamos contenidos, ahogados, anulados.

Un año después de nuestro desterramiento, el 26 de diciembre del 2001, mataron a un gran amigo, un profesor que había sido mi guía, mi pana, mi hermano. Él me había asesorado en mi ONG y le habían mandado la misma carta de amenaza que a mí. Igualita.  vine, él se quedó; yo sobreviví, él no. Así es Colombia. Esa muerte me mató. Su hija me llamaba y me decía que gracias a dios mis hijas tenían mamá. Me dolía en el alma.

Sufría por ese crimen, por no ver a mis padres que ya estaban tan viejos, por abandonar mi trabajo con las comunidades. Tenía una nostalgia enfermiza por el país. Estuve muy triste, mucho tiempo, pero había que seguir adelante.

Mi esposo era contador y aprendió rápido a hacer las declaraciones para los impuestos. También comenzó a llevar contabilidades a varias empresas. Yo empecé a trabajar de babysitter en distintos hogares.

Todas esas familias me trataban bien, excepto una judía rica, muy rica. Un día se quebró un plato y casi me tira los pedazos a la cara. Se arrodilló y gritaba que era el plato en el que comía la fruta cuando era niña. Se tiró al piso, lloró. “So sorry —le decía yo—. Voy a buscarlo y se lo repongo”. “Eso no se busca, es de mi niñez”, me gritó. Me trató horrible. Me ordenó que me fuera en ese mismo instante y no volviera nunca. Fue muy humillante. Ella tenía una casa divina, llena de vajillas; hasta tenía una de oro. Me llamó al otro día. Volví. Me pagaban súper bien y yo tenía que sobrevivir.

Uno aquí no es profesional, es un sobreviviente y hace lo que sea.

Yo venía de manejar millones de pesos y de intervenir comunidades grandes, pero sabía que el trabajo no quita la dignidad. Cuando me preguntaban cómo me sentía de haber cambiado la posición tan buena que tenía en Colombia por un trabajo de empleada de casa en la Florida, mi respuesta fue siempre la misma: “Viva”.

Comenzamos a tratar de adaptarnos. Conseguimos amigos. Infortunadamente, la política era un tema vedado para nosotros. Aquí todos eran uribistas. Todos. Mi esposo y yo comenzamos a salir con tres grupos. Íbamos a escuchar conferencias, a pasear, a karaoke, a comer, a fiestas, a espectáculos. Desde el martes, sabíamos lo que íbamos hacer el viernes por la noche. Buscábamos cosas free. Regresábamos a las dos de la mañana, tranquilos. Aquí no pasa nada. Esa seguridad compensa un poco, pero lo que uno deja es demasiado.

Llevaba tres años en Estados Unidos cuando murió mi papá. Había vivido más de sesenta años con mi madre. Yo no pude ir a sus honras fúnebres. Hubiera dañado el proceso de asilo y, quizás, puesto en riesgo mi propia vida. Es horrible la impotencia que uno siente. Yo lo adoraba. De él, había heredado la convicción por la política y el amor por la comunidad.

La Violencia lo había desterrado de su pueblo cincuenta años antes de que una violencia, quizás más devastadora, me desterrara a mí de mi país

 

***

Mi papá nació en 1916, en Génova Quindío. Fue garitero desde niño y la soga con la que sostenía en la cabeza la carga de comida que les llevaba a los jornaleros le dejó una marca en la frente, la cicatriz de la pobreza. Después fue recolector de café. Luego se dedicó a la política. Llegó a Jardín, Antioquia, en 1940. Él era liberal radical y no le gustaban los curas. Vivía en el trabajo y haciendo política. Detestaba las armas y nunca aceptó tener una. Tenía libros. No fue a la escuela, pero aprendió a leer parado en la puerta de los salones.

Conoció a mamá en Jardín. Ella había nacido en Andes, un pueblo cercano, en 1921. Se enamoraron y se fueron a vivir juntos. Ella le tenía rabia al matrimonio, pero decidió casarse después de varios años y varios hijos. Fuimos en total doce. Nos bautizaban por grupos, pero ninguno hizo la primera comunión. Yo fui la única y al escondido. Mamá se sentía fuerte, se montaba horqueteada en el caballo. Era una mandona, en la parte doméstica. “Aquí yo doy las órdenes —nos decía señalando los muros—; su papá, afuera”. Le gustaba tener su casa impecable.

Siendo inspector de policía en San Antonio del Chamí, en Risaralda, un vecino fue a la finca y les dijo que esa noche los iban a matar. Se subieron al monte y se resguardaron debajo de unos cafetos. Mi hermana mayor tenía ocho meses. Escuchaban el escándalo de los bandidos rompiendo todo en la casa y le ponían el tetero a la niña para que no llorara. Se quedaron ahí toda la noche. A las ocho de la mañana los recogió un camión que llevaba café a Cali. Era el año 1948. Acababa de comenzar la Violencia.

Los dejaron en la glorieta de la calle 34 con carrera Primera. Pasaron la noche a la intemperie. No traían nada. Apenas la ropita y dos billetes en el bolsillo. En la mañana, fueron a las instalaciones del cuerpo de bomberos. Dijeron que eran emigrados de la Violencia y pidieron ayuda. Los hospedaron varios días. Mamá hacía el oficio en casas; papá, lo que le saliera. A los meses, los liberales le consiguieron un trabajo en la CVC como obrero de construcción. Alquilaron una casita en el barrio El Porvenir. Ahí nacimos varios hermanos. Yo, en 1953. Soy la cuarta.

Después nos fuimos al barrio Villa Colombia. Allá estábamos cuando, el 7 de agosto de 1956, explotaron seis camiones llenos de dinamita que estaban parqueados cerca de la estación del tren, por los lados de donde hoy queda la terminal de transporte. La explosión se escuchó a muchos kilómetros de distancia y dejó miles de muertos, pedazos de cuerpos esparcidos en varias cuadras a la redonda. Papá dejó de ir a la casa por tres días. Cuando volvió, se quitó las medias y le salían con la piel de los pies. Para mí, esa imagen lo define. Amaba ayudar a la gente.

Mi papá fue escalando en la política. Se consolidó como un líder social y un promotor de la vivienda de autoconstrucción. Lideró la creación de siete barrios de Cali, entre ellos, el Alfonso López Pumarejo. Los domingos nos íbamos a esos lotes. Mi mamá nos echaba limón y menjurjes para que los moscos no se nos comieran las piernitas. Los niños jugábamos, los hombres construían, las mujeres hacían sancochos y refrescos. Unas mingas tremendas.

Teníamos un patio grande, con arbolitos de guayaba, de aguacate, de mango, y muchas matas medicinales. Mamá nos curaba con hierbas. Era como una yerbatera. En el patio había un arenal porque mi papá iba a construir otra pieza. El 2 de julio de 1958 salí con mi hermano a jugar ahí. Se escuchó un estallido horrible. Yo tenía cinco años y no tengo recuerdos propios de ese momento. Todo lo que sé me lo contaron.

Crecí con la versión de que ese día encontramos un cohete en la arena, yo lo cogí, mi hermano lo encendió y me explotó en la mano. La verdad la descubrí ya vieja, acá en la Florida. Un primo me dijo que había sido un atentado contra mi papá por el vuelo que había cogido con las comunidades. Eso le había ganado muchos enemigos.

Entonces, una de mis hermanas mayores nos contó que yo estaba jugando en el patio cuando estalló esa cosa, que debía ser una bomba casera dejada ahí, al parecer, por un vecino. Yo salí corriendo. Había sangre por todos lados. A mi hermanito le hizo una herida grandísima en un dedo de la mano. Yo me desmayé viendo ese sangrerío y desperté en el hospital. Los estudiantes de medicina me querían amputar la mano derecha porque no veían que se pudiera hacer nada con esas hilachas sanguinolentas de lo que antes eran unos dedos.

Sin embargo, el cirujano hizo un trabajo increíble y me salvó el meñique, el anular y la mitad de los dedos índice y del corazón. La mano me quedó funcionando bien. Mi papá estaba destrozado. Lloraba y me abrazaba. Yo le decía: “Tranquilo, papá, que no son los dedos que yo me chupo”. Eso era lo único que me importaba, que no eran los dedos que yo me chupaba.

Me tuvieron que poner en tratamiento psicológico porque la gente iba a visitarnos y yo me metía debajo de la cama o me ocultaba en el armario. Mantenía la mano escondida. Fui creciendo con los cuidados de mi mamá. Ella no se arredraba ante nada, ni dejaba que yo lo hiciera. Cuando fui a conseguir novio me dio todas las instrucciones. Me dijo: “Lo primero que tú vas a hacer cuando estén juntos es pasarle la mano para que esa persona te quiera, aunque te falten esos dedos”.

Así comenzó la historia más importante de mi vida: encontré el amor verdadero.

 

***

.De Villa Colombia nos fuimos a vivir a la urbanización El Bosque, en el norte. Una casa muy grande y bonita, con piscina. Se volvió el paseadero de la familia. Varios primos dejaron las fincas y se vinieron a vivir con nosotros. Dos de ellos se casaron con dos de mis hermanas.

Había un muchacho que me gustaba y nos hicimos novios. Él tenía veintiún años; yo, trece. Él estudiaba Agronomía en la Universidad Nacional de Palmira; yo, en el colegio. Nos íbamos al agualulo en Latinos, un sitio por la avenida del Río con calle Cuarta. Me sacaban y yo pasaba mi mano mutilada sin ningún complejo. Andaba con malla y botas. Era la típica chica yeyé.

La dicha no duró mucho. Los ricos de Cali se incomodaron por la fuerza que tenía mi papá en los sectores populares. Él ya era el presidente del Directorio Liberal y les tallaba porque no acolitaba las cosas que no iban en beneficio de las comunidades. Lo sacaron de la política. Se quedó sin empleo. Vendió la casa y la camioneta y se compró una finca grande en el Cauca. Nos fuimos a vivir al pueblo. Nos trasteamos de una casa con piscina en la ciudad a otra con un baño lleno de moho en la provincia. Papá alquilaba lotes de la finca para reses y cultivos.

Cuando los líderes de los sectores populares vieron la pobreza en la que vivía, hablaron con la dirigencia política y lo nombraron jefe de Impuestos Municipales en un pueblo del Cauca. El sueldo y los alquileres de la finca apenas le alcanzaban para levantar doce hijos.

Yo ya tenía catorce años y en la escuela de ese pueblo los muchachos se burlaban de mí. Yo era muy agraciada y salía súper pinchada: “Sí, muy bonita; pero mocha”, decían para que los escuchara. Sentía un dolor en mi alma y me largaba a llorar. Mamá se ponía de muerte cuando se enteraba.

 

***

.Recuerdo una muy maluca. En la casa nos enseñaron que uno no come enfrente de otro sin compartir. Es una costumbre paisa. Una vez, yo estaba con las compañeras en la hora del descanso, cogí una arepa que me había mandado mi mamá y le di a una de ellas. Al lado, estaba otra barrita. Una pelada le dijo: “¿Y vos cómo le fuiste a recibir esa arepa si la partió con la mocha?”. Yo me volteé hacia mis amigas: “¿Oyeron?. Yo tan pendeja dándole arepa y esta otra diciendo eso”. No lo olvido.

Con el novio de Cali, no me volví a ver. Lloré muchos días por él. Se me pasó y me conseguí uno en el pueblo. Él estudiaba en la Universidad del Valle. Yo tenía catorce años. Duramos ocho meses porque me enloquecí de amor por otro, un muchacho mestizo con rasgos indígenas. Era un caballero y un lector tremendo. Todos los días iba a mi casa a que le prestara libros. Teníamos una gran biblioteca, de cuatro paredes. Él venía por sus libros y nos quedábamos conversando. Yo decía: “Ay, dios mío, este hombre me fascina, me mata”. No le contaba a nadie. Me daba hartera ver a mi novio.

En las vacaciones, nos fuimos para la finca con un montón de familiares que estaban de visita. Éramos cuarenta personas en una casa grandísima y con muchos camarotes. La pasábamos delicioso, delicioso. Jugábamos cojín de guerra, escondite, la correa escondida; cuando llovía, nos encerrábamos a jugar parqués, dominó, cartas. Nos acostábamos a las diez de la noche y nos levantábamos temprano porque teníamos que lavar el piso de madera todos los días y limpiar las mesas con limón. Matábamos cerdos y gallinas criadas en la finca y hacíamos unas comilonas increíbles.

El muchacho que me tenía enloquecida iba a la finca todos los días; mi novio, los domingos. Un día, salíamos para el monte a hacer la comitiva y él llegó. Vio al muchacho allá y me preguntó qué hacía ahí. Yo le dije que venía todos los días, que era amigo de la familia. Se fue enojado. Lo menospreciaba por su ascendencia indígena.

Esa noche estábamos jugando y al muchacho le tocaba irse a la finca de sus amigos a dormir. Quedaba como a veinte minutos. Había una luna espectacular y estaba el lucerito al lado. Él me cogió la mano. Me señaló un árbol: “Te espero para que hablemos solos”. Al ratico, me fui para allá, asegurándome de que nadie me viera. Él me volvió a tomar de la mano y me dijo, mirando al cielo: “Yo soy ese lucero y no tengo luna. ¿Quieres ser mi luna?”. Cómo se me va a declarar así. Me enamoré. “¿Te puedo decir mañana?”, le dije. “Mañana —enfatizó—. Yo quiero estar al lado de mi luna, para siempre”.

Tenía quince años y en mí no cabía la felicidad. Le dije a mi prima: “Este muchacho me pidió el cuadre”. Eso se regó como una bomba. Yo no podía dormir, me revolcaba en esa cama, me levantaba, me acostaba. No sabía qué hacer. No veía la hora de que amaneciera.

Él llegó a las nueve de la mañana y mi mamá le dio desayuno. Le tenía mucho cariño. Después del almuerzo, nos fuimos a la cañada a darnos un baño de guadua. Nos duchamos en manada. Primero, las mujeres; los hombres, luego. Cuando nos encontramos, él me preguntó: “¿Vamos a hablar hoy?”. “Sí”, le contesté muerta del susto. A las seis de la tarde, él me miraba como desesperado. Yo me acerqué y le cogí la mano. Le dije: “Sí, quiero ser tu luna para siempre”. Construimos una relación maravillosa. Nos veíamos todos los días, leíamos, nos formábamos políticamente.

Yo era rebelde desde chiquita y con esas lecturas me radicalicé. Si mi papá me regañaba, yo le decía: “Guarda eso para un diálogo y nos vemos el sábado cuando tengás tiempo de hablar. No te admito que me regañés. Cuando tú no estés de acuerdo conmigo en algo, lo hablamos. A ti te gusta la libertad; a mí, también”.

Tenía la revolución en mi cabeza y me enojaban las cosas que decían los profesores en las clases de historia. Les daba línea a las compañeras. Las monjas me echaron del colegio por alborotadora. Me dieron ganas de ser maestra y me matriculé en la Escuela Normal de Señoritas, en Cali. Ahí éramos tres militantes de la izquierda. Nos pillaron dejando panfletos en el baño. Nos echaron. Yo estaba en el último año. Me faltaban dos meses para graduarme.

Después de cinco años de noviazgo, nos fuimos a vivir juntos en la imprenta del EPL y a aportar a la revolución. Yo odiaba el matrimonio. Para mí, era un culo que cogía a la mujer y la volvía mierda. Cuando quedé en embarazo, mi suegra me insistió: “Cásese. Los hombres son malos, dejan a las mujeres solas con sus hijos. Cásese. Se lo suplico, se lo imploro. Él es mi hijo, pero es un hombre”. “A mí no me importa, yo soy capaz de criar un niño sola. “Sí, pero yo quiero poder contar con felicidad que usted está en embarazo”. Él también me llegaba con el mismo cuento: “Casémonos, casémonos”. Y yo: “Me importa un rábano el matrimonio. Detesto los papeles”. Y él: “Yo también, pero hay cosas, hay cosas”. Un día me dijo: “Cómo te parece que mi mamá habló con un cura chévere, como tiradito a la izquierda. Nos casa sin problema”. Yo ya estaba cansada de tanta insistidera.Está bien, pero no me voy a confesar, no voy a llevar argolla, ni vestidos, ni invitados, ni fiestas, ni nada”. Me casé en bluyines, a las cinco de la mañana.

Vivimos el uno al lado del otro, con amor y lealtad, hasta que una muerte cruel me lo arrebató.

 

***

.Yo estaba cansada de trabajar de babysitter y me ingenié un programa estimulación temprana. El proceso duraba tres años y los pequeños aprendían español. Aproveché toda la experiencia y el conocimiento que había adquirido en Colombia cuando trabajé con niños y con madres comunitarias y me quedó súper bien. Yo desarrollaba el programa y les decía a los papás que también les hacía el oficio.

Nos concedieron el asilo y, al cabo de siete años, volvimos a Colombia, de visita. Nuestra vida y la de nuestras hijas ya estaba hecha acá. Mis hermanos también habían comenzado a emigrar.

Vivíamos como partidos. Todo el tiempo hablábamos de noticias de Colombia. Que si ya miraste el celular, que si te diste cuenta lo que pasó con el ministro, que dijeron esto y lo otro, que se robaron tal cosa, que hubo una matanza. La mayoría de nuestras conversaciones eran sobre las tragedias de nuestro país.

Eso nos producía mucha ansiedad. Yo nunca la pude controlar. Estuve con psicólogo. No fue suficiente. Bajé de peso. Me desesperaba y me ponía a limpiar la casa. La dejaba como un espejo y a las dos horas la volvía a limpiar. Desarrollé una compulsión por el orden. Me mandaron calmantes y pastillas para dormir. Se me dañaron los riñones. Mi esposo también arrastró un estrés parecido.

En el año 2014 decidimos irnos para Europa. Teníamos un plan para el retiro, el 401K, y nos salió una plata. Nosotros nunca habíamos viajado. Fuimos a Inglaterra, República Checa, Austria, Francia, Italia, España. Un paseo maravilloso que duró dos meses. Él único que nos dimos en la vida porque al año siguiente se nos acabó el mundo.

Mi esposo empezó con un dolor en el brazo. Lo llevamos al hospital y le hicieron todos los exámenes. El 29 de diciembre de 2015 le encontraron un tumor en el pulmón. El dolor se hacía cada vez más insoportable. No podía dormir. Tenía que estar senado en el sofá, con almohadones. Ese tumor creció muy rápido y en unos meses el cáncer ya estaba en las cuerdas vocales y le cogió la aorta. Fue súper agresivo. Le hicieron quimio y radioterapia, pero sabían que no había salvación.

Lo operaron el dieciocho de abril del 2016. La radio le había quemado el pulmón. Se puso peor. Yo trabajaba de noche. La mamá del niño que cuidaba sufría de lupus y tenía que separarse de él por tres meses. Me tocaba dormir allá. No podía abandonarlos y necesitábamos el dinero. Entraba a las diez de la noche y salía a las siete de la mañana. Llegaba a mi casa, me bañaba y me iba para el hospital. Fueron cuarenta días horribles.

La enfermedad se lo devoró. Perdió la conciencia. Entró en coma. Me pidieron que diera el permiso para quitarle los aparatos que lo mantenían vivo. No pude. Él y yo habíamos acordado desde hacía años que si alguno de los dos estaba en esas circunstancias el otro lo dejaba morir. No fui capaz. Él era el amor de mi vida, el ser que idolatraba; el único hombre al que le entregué mi alma y mi cuerpo. Lo veía postrado en esa cama, lleno de cables, sin poder hacer nada diferente que sufrir de esos dolores y sabía que tenía que hacerlo, pero no encontraba las fuerzas.

Volvió a tener un poco de consciencia y nos pidió que lo dejáramos morir, que lo trajéramos para la casa. Mis hijas le preguntaron: “Papá, ¿dónde es la casa?”. Él apenas murmuraba. Les señaló el corazón. Lo entendimos clarito: “Mi casa está en sus corazones”. Recordé, entonces, que, muchos años antes, les habíamos prometido a las niñas que nos encontraríamos, cuando la vida terminara, en el arco iris. Fue la manera que encontramos para espantarles el miedo a la muerte. Así era él, mi lucero, el ser cuya casa estaba en nuestros corazones, el amor que nos esperaría en ese arco multicolor y hermoso.

Mis hijas me dijeron: “Mamá, tenemos que ayudar a mi papá. Él está sufriendo mucho”. Le comunicamos a la enfermera jefe que ya estábamos listas, que lo desconectaran. Ella llamó a los médicos. Nos paramos alrededor de la cama y él les susurró: “No más, no más”. No le salía la voz. Hizo mímica, gestos, se desfiguró diciéndonos que no lo dejáramos sufrir más. Nos hicieron firmar unos documentos para poder desconectarlo.

Había mucha gente en esa sala, familiares y amigos. Nos pareció muy bonito que tantas personas fueran a despedirlo. La mamá y la hermana estuvieron con nosotros. Nos hicimos alrededor de su cama. Le dijimos que lo amábamos, que era el mejor ser humano del mundo. Todos lloraban. Yo no lloré. Me abracé a él y lo tapé. La enfermera lo sedó. A la una de la tarde lo desconectaron. La mamá y la hermana rezaban. Nosotros entrábamos y salíamos del cuarto. Veíamos los números que iban disminuyendo y esperábamos. Falleció el siete de junio de 2016.

“Mamá, a mi papá lo humilló muy horrible la vida; lo humilló demasiado feo, me decían mis hijas. No lo entendíamos. Nadie imagina lo que es ver así a un hombre de esa valía: un esposo maravilloso, un padre intachable, un ciudadano ejemplar, un amigo único. A mí se me cayó el mundo. Cuarenta y ocho años juntos. Yo quería irme con él.

Unos días después lo cremamos y repartimos sus cenizas. Un parte está aquí, entre la tierra de esta matera. Mi hija de Arizona también sembró un poco en una planta muy linda que tiene allá. La mamá se quedó con una porción y la otra está sembrada en los Farallones de Cali.

 

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.Me vine a vivir a esta casa con mi hija y su esposo. Ellos estudiaron juntos y desde los quince años se hicieron novios. Se veneraban. Sin embargo, un año después de que me instalé con ellos, se separaron. Dos golpes muy duros con muy poco tiempo de diferencia, la muerte del papá y la separación. La otra hija sigue con su esposo. Tienen dos hijos, un niño y una niña, que son mi adoración.

Fue un duelo muy difícil. Yo caminaba y caminaba, tres y cuatro horas, sin ganas de volver a la casa. Los amigos de la barra grande dejaron de invitarme a sus reuniones. Con los otros dos grupos salía a veces y me distraía un poco. Buscando qué hacer, me metí a un taller de polítical manager, en Georgetown University. Estuve en Washington tres semanas. Doce mil dólares para que nos trajeron la derecha política Argentina a darnos charlas. Un verdadero atrevimiento, un robo. También hice voluntariado en Women in the Streets, donde van mujeres abusadas y maltratadas. Yo contestaba la línea de crisis. Poco a poco, fui aprendiendo a vivir sin él.

Me faltaba un mes para terminar el programa de estimulación temprana con un niño, cuando llegó la pandemia. Mi hija me suplicó que no volviera y yo me encerré. Me puse a hacer un diplomado en Derechos Humanos por internet. Me la pasaba aquí metida en la casa, solita, leyendo y estudiando. En esos días, a mi hija le salió el seguro por las destrucciones que le había hecho un huracán a la casa y comenzaron los trabajos de reparación. Yo me fui para donde mi otra hija en Arizona y allá me estuve seis meses. Encerrada. Feliz con mis nietos.

Cuando volví, me conecté con un grupo que hacía activismo feminista y político. Así conocí a la gente de la Comisión de la Verdad y les conté mi historia. Ahora estoy con Colombia Humana Internacional. Hacemos reuniones, eventos, trabajo político. De esa experiencia obtengo una gran satisfacción y una nueva esperanza por mi país.

Yo vengo de ser un pájaro libre y ahora siento mucha inseguridad. Mi hija es adorable y extraordinaria. Sin embargo, esta no es mi casa; no, verdaderamente. Yo salgo, yo entro, yo compro, yo todo. Parece que pudiera hacer lo que quiero, pero la verdad es que no, que no puedo. No soy autónoma, ni independiente. Mi salud tampoco es buena. Mi falla renal es crónica e irreversible y, si no me cuido, termino en diálisis.

Me dicen: “¿Por qué no te consigues un novio? Aquí con ochenta años te levantas uno. Hacen cosas juntos y se acompañan”. Me da risa. Después de haber conocido el amor verdadero, de haberlo vivido día a día y noche a noche, con una pasión y un compromiso insuperables, qué puedo encontrar en otra persona. No, él es mi lucero y yo siempre seré su luna.

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(Sunrise, Florida, octubre 11 de 2021)[2]

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* Esta crónica hace parte del libro Allende el mar. Crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos, escrito como resultado de un proyecto de investigación-creación desarrollado gracias a la beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano y al año sabático y el tiempo para el desarrollo del proyecto de investigación-creación (CI-4424) otorgado por la Universidad del Valle. En tanto relato documental, la historia aquí contada se atiene estrictamente a la información allegada en la investigación. En relación con los procedimientos textuales, el cronista actúa con absoluta libertad en pro de lograr un tratamiento literario de dicho relato. En este sentido, la primera persona es una voz híbrida que se construye en un espacio de tensión entre la del cronista y la del protagonista.

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  1. La protagonista decidió que su nombre no se publicara.

 

 

Óscar Osorio es profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Doctor en Literaturas Hispánicas y Luso-Brasileras de la Universidad de la Ciudad de New York (CUNY). Ha publicado trece libros: poesía, cuento, novela, crónica, crítica literaria. Una veintena de sus artículos académicos han aparecido en revistas especializadas de Colombia, Chile, Estados Unidos, Canadá, España y Dinamarca. Ha ganado premios literarios nacionales e internacionales de novela y ensayo. Fue distinguido con la beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano para escribir crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos.

Luis Enrique Morales escribe sobre Minucias. Maneras de decir cómo se vive la frontera

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Amigo lector, desfronterízate…Minucias. Maneras de decir cómo se vive la frontera.

Pocos libros se han escrito sobre la frontera entre México y Guatemala. Carlos Gutiérrez Alfonzo publicó en el 2021, Minucias. Maneras de decir cómo se vive la frontera. Todo lector acostumbrado a textos de calidad debería leerlo. El libro está dividido en dos secciones. En la primera titulada, Minucias, el autor recolectó un sinfín de crónicas que nos hace pensar que Frontera Comalapa y las zonas fronterizas de Huehuetenango, Guatemala podrían ser una ciudad del mundo alternativo de Onetti. En la segunda titulada, Vértice de discursos, encontramos una recolección de datos y documentación histórica para saber qué es estar en la frontera. Es una obra profunda. Escrita con una pluma refinada.  El texto revela que la zona fronteriza no es sólo la conflictividad con la que se ha conocido, sino algo más complejo.

Nunca había estado tan cerca de la frontera como lo he estado con la lectura de este libro. La primera sección, toma detalle de cada acontecimiento que el autor reúne. La belleza de la prosa nos hace poder estar presentes en cada uno de acontecimientos narrados, no solo por él, sino que por otros narradores que están presentes. Son varias voces contando historias de una misma región. En los retratos no encontramos opiniones o impresiones personales del autor; al menos, el logro estético de la prosa nos lo hace creer.  El autor parece ejercitar la despersonalización y describir lo que pasa, las personas, los eventos, los paisajes, lo escuchado. Existen momentos en los que se olvida que hay alguien contando. Uno mismo parece estar sumergido en Frontera Comalapa y en las regiones de Huehuetenango. Experimentar la intimidad entre la zona fronteriza de dos países hermanos, se podría resumir en la anécdota del niño. Él, respondió a un militar guatemalteco que Miguel de Madrid era el presidente de Guatemala en la época del dictador Efraín Ríos Montt. La posibilidad de escuchar radios de dos países diferentes o encontrar productos mexicanos en La Mesilla, San Antonio Huista y productos guatemaltecos en México, muestra que estando allá se está «tan cerca y tan lejos». El estudio es una aproximación a la experiencia regional. El texto nos hace sentir ese espacio sin límites definidos. A un lector que se le privara de los mapas anexados a la mitad del libro, podría entonces, no saber la diferencia geográfica.  A propósito de la cercanía: aún retumba en mi cabeza el comercial de Más FM desde Comitán: «amigo guatemalteco, desfronterízate. Te esperamos en el balneario…».

La primera parte cuenta con una descripción sobre los ilustres de Frontera Comalapa; la llegada de Héctor Eduardo Paniagua y libros recomendados donde se habla del municipio. Gutiérrez Alfonzo no deja cartas al aire. Lo complejo de la zona también se revela en la narración de Agua Dulce y Las Marías. Existe una diferencia entre las zonas, por ejemplo, en uno de esos lugares, hay vigilancia de empresas europeas que compran café; el propósito es erradicar el trabajo infantil. Otra parte interesante es sobre la Finca el Carmen, en la que se cuenta la historia del abuelo y el padre cabalgando dos días hasta llegar a Huehuetenango para que un ingeniero capitalino les enseñé a hacer café. El recorrido de los Cuchumatanes se vive a flor de piel. El conglomerado de estrellas, la luna deslizándose por los filosos acantilados, el aullido de un coyote que busca su manada.  La narración es de Iván Peréz enviada a Gutiérrez Alfonzo por correo electrónico, está bien lograda en términos estéticos, nos muestra el paso de tres generaciones desde el origen del negocio cafetalero hasta la actualidad. La relación comercial de la finca con las transnacionales, por las cuales está certificada. El dilema que surge alrededor de la finca como generadora de empleos en aquellos que se buscan la vida como pueden. La migración guatemalteca causada por el desplazamiento del conflicto armado se va revelando con la información histórica que nos presenta Gutiérrez Alfonzo y las narraciones de los personajes anónimos, por ejemplo, el artista que cuenta que Balún Canán fundó Jacaltenango, porque huyó de Tikal donde iba a ser sacrificado. El artista en su relato llega al desplazamiento durante el conflicto armado guatemalteco y enfatiza la íntima relación entre la parte mexicana con la guatemalteca.

La primera parte del libro está dividida con asteriscos y los datos se presentan en el orden que el investigador los va encontrando y en algunas páginas hay referencias a fechas que nos hacen creer que es un diario de investigación (al menos, así se entiende). La segunda parte, más técnica, está dividida con secciones numeradas. Ésta comienza con la visita de unos estudiantes para que conozcan Frontera Comalapa y sepan cómo se vive por la frontera, en la misma sección se presenta una breve reseña histórica. Relacionada a Frontera Comalapa y sus influencias migratorias. Continúa con un CETIS, una tabla con la respuesta de los estudiantes de bachillerato a la pregunta ¿qué significa estar en la frontera? La diversidad de las repuestas es un prisma que irradia diferentes formas y maneras de ver la frontera.   En la tercera sección tenemos la recopilación de textos del profesor Fidel Serrano Alemán. Las impresiones de Alemán son interesantes, por ejemplo, «los niños valientes». Todas las impresiones son también la muestra de personas comprometidas por congelar y dejar escrito lo que significa la región y también de demostrar que el ser humano quiere y desea formar parte de un lugar digno. La cuarta y quinta sección, fascinantes a mi parecer, refiere a las vivencias de Lenin Abarca García y su libro Comalapa, Nostalgia y poesía. Gutiérrez Alfonzo muestra cómo García reconoce las comidas del lugar, el lenguaje especifico de la región. La siguiente describe a Job García Solís y su libro Historia de Comalapa y Algo más. Job García, dueño de una refaccionaria, relata lo escuchado por su padre. Solís, un hombre comprometido con su sociedad, cree que conocer la historia del terruño es importante. Las páginas revelan datos importantes de Frontera Comalapa, por ejemplo, cómo la gente de entonces vivía de la práctica de algunos oficios, como es el caso del padre de Solís, quien era carnicero. La sexta parte, compuesta con la descripción del libro atribuido a Erasmo Escobedo Robledo, y firmado por uno de sus hijos. Los padres del autor se trasladarían a Comalapa en 1921. La séptima parte consiste en una cita larga con información muy rica y sugestiva sobre la historia del municipio y lo que significa. La octava, novena y décima sección de Gutiérrez describe información histórica sobre Frontera Comalapa que coinciden con las narraciones y desmiente lo necesario, dejando sólo la evidencia sin hacer persuasión alguna al lector. Al final del estudio, Gutiérrez Alfonzo termina con una reflexión y claramente con la lista biográfica.

Sin lugar a duda es un trabajo que está hecho a base de estampas narrativas. Una obra amena. Principalmente por sus logros estéticos y la fluidez de la prosa. No es un texto denso.  Lo narrado por los habitantes de la región lleva un humor implícito que nos conecta con ellos. Sentimos empatía y queremos saber más. Definitivamente un libro que nos permite vivir la frontera. Crónicas que enganchan al lector. Información que nutre en todo el transcurso de la lectura. Mapas para el que no se ubica. La obra de Carlos Gutiérrez Alfonzo revela la complejidad de la zona y el libro es una puerta para que cada uno de sus lectores se aproxime a la experiencia de Frontera Comalapa.

 

 

 

Luis Enrique Morales es un aforista, escritor y columnista nacido en Quetzaltenango, Guatemala, en 1989. Reside en Suecia desde el 2012. Estudió filosofía y pedagogía en la Universidad de Estocolmo, licenciándose en 2018. Ha hecho su debut con su libro: Aforismos y otras mentiras (2020) publicado por Simon Editor en Jönköping, Suecia. Seguido de Aforismos de noviembre (2021) por Editorial Rötter de Estocolmo. Actualmente es columnista en la revista gAZeta de Guatemala y está preparando algunas traducciones de la aforística clásica sueca.

Gaspara Stampa en el fuego de la pasión: fénix y salamandra

 

Resumen

 

El presente ensayo es un análisis discursivo y comparativo de los sonetos 26, 32, 53 y 150 del Cancionero de Gaspara Stampa, poeta del Renacimiento italiano, a partir de los motivos del fuego, el amor y el corazón ardiente; así como el análisis del simbolismo de la salamandra y el fénix en el soneto 208, en comparación con el soneto 185, versos del 1 al 4 y la canción 135, versos del 1 al 15 del Cancionero de Petrarca. A través de una aproximación simbólica y metafórica de la llama, se plantea cómo el sometimiento al Amor en los textos Remedia Amoris y Amores de Ovidio, tienen influencia en los sonetos sujetos a estudio del Cancionero Stampiano. El estudio se divide en cuatro partes en las que se presenta un bosquejo histórico de los elementos que conforman la retórica petrarquista y su influencia en la lírica de Stampa, la obertura del Cancionero y cómo es que esta dedicatoria va dirigida a un público femenino, para pasar al análisis de los motivos del fuego y el simbolismo del fénix y la salamandra y su relación con el Cancionero de Petrarca y observar en qué consiste el petrarquismo de la poeta.

Palabras clave: Gaspara Stampa, fuego, amor, fénix, salamandra

 

Abstract

 

This essay is a discursive and comparative analysis of the sonnets 26, 32, 53 and 150 from the Canzoniere of the Italian Renaissance poet Gaspara Stampa on the motives of flame, love and flaming heart; likewise the analysis of symbolism of the salamander and the phoenix in the sonnet 208, in relation with the sonnet 185, from the verse 1 to 4, and the song 135, verse from 1 to 15, from the Petrarch’s Canzoniere. Through an symbolic and metaphoric approximation of the flame, it arises how the submission of Love, based on the texts Remedia Amoris and Amores by Ovidio, had influenced the sonnets studied in this paper. This essay is divided in four parts, the first one is an historical outline from the elements on the petrarchism rhetoric and the influence on the Stampa’s lyric, the overture of Canzoniere stampiano and how this dedicatory is made for a feminine public, to get through the analysis about the motives of the flame and the phoenix and the salamander symbolism, likewise the relation with the Petrarch’s Canzoniere and note the features of the femenine petrarchism of Stampa.

Key words: Gaspara Stampa, flame, love, phoenix, salamander

 

Dolce stil novo, Petrarquismo y Renacimiento

 

En el siglo XIII surgió la doctrina del amor cortés, conceptualización que se formó de la lírica trovadoresca provenzal y de los roman caballerescos. De esta doctrina surgió la lírica del dolce stil novo [dulce estilo nuevo] caracterizada por los motivos como el suspiro, el estremecimiento que provoca la aparición de la dama gentil, los ojos por los que se percibe el placer y el amor, así como el corazón traspasado por las flechas del amor. Se caracteriza por el uso de palabras como corazón, gentil, suave, dulce, suspiro, sonrisa. Una de las características principales de la filosofía stilnovista del amor, es precisamente el placer que provoca la aparición de la dama. El amor que beatifica y conduce a la virtud, a la perfección, es una aspiración de tipo espiritual. Esta concepción del amor, la dama angelical y el corazón gentil son temas que encontramos en Dante Alighieri, Francesco Petrarca y en diversos poetas del Renacimiento italiano, por ende en el petrarquismo.

Esta tradición stilnovista se encuentra en el Cancionero de Petrarca. La primera parte del Cancionero refiere el enamoramiento de Laura y observamos “the division of the collection into before and after her death, with its implications for the substance and psychology of the love song” (Took en Peter Brand, 97). La segunda parte está constituida por constantes reflexiones e interrogantes internas, en donde se puede observar la influencia del pensamiento confesional de San Agustín. Petrarca “será el primero en Europa en cantar un amor-pasión que perdura después de la muerte” (Lamberti). La composición lírica del Cancionero está inspirada en el modelo latino, provenzal, y stilnovista. La voz de Petrarca se proyecta en el yo lírico de sus versos, elemento que perdurará en el petrarquismo renacentista. Petrarca desarrolló un léxico con asonancia acústica y musical tomado de la lírica del dolce stil novo. La estructura retórica de Petrarca se compone de oxímoron, de contrastes, de antítesis, de polisíndeton, con lo que logra una estructura musical perfectamente balanceada, suave y rítmica. Petrarca es un artífice del lenguaje y lo hace con los elementos de la lengua vulgar florentina que tiene a su disposición en la maravillosa literatura del siglo que lo antecedió.

Por otra parte, una de las traducciones que más influirá en el pensamiento renacentista es la del Banquete de Platón realizada por Marsilio Ficino, quien hacia finales del siglo XV, con motivo de conmemorar el aniversario del filósofo, celebró un banquete con los eruditos, filósofos y escritores del momento pertenecientes a la corte medicea, para realizar el ejercicio retórico y dialéctico sobre el tema del amor, y de esta manera exponer sus Comentarios al Banquete de Platón. En este sentido, la lírica del Renacimiento italiano es de suma importancia porque a través de ella se expresan las ideas neoplatónicas de una cultura enamorada de los clásicos grecolatinos, de una cultura que se expresa no sólo a través de la lengua latina, sino de la lengua florentina. Además, es un modelo que se imita en Europa gracias al petrarquismo (Casadei, Santagata). Es así como hacia 1525 en Venecia, el erudito y Cardenal Pietro Bembo, siguiendo el modelo platónico y retórico de la dialéctica, escribe Las Prosas de la lengua vulgar. La obra es un estudio histórico, léxico, y gramatical sobre la importancia de escribir en la lengua florentina siguiendo el modelo petrarquista en la lírica y el modelo de Boccaccio en la prosa. Bembo propone una lengua que se caracteriza por el decoro y la elegancia en la expresión, así como la uniformidad del registro lingüístico (Casadei, Santagata).

Con el Renacimiento las mujeres aparecieron en escena, o al menos, se tiene un mayor registro de textos escritos. No sólo hubo un auge en la escritura, sino en las distintas artes. Las poetas comenzaron a escribir sus versos apegándose al modelo petrarquista. Stefano Carrai en su libro L’usignolo di Bembo, un’idea della lirica italiana del Rinascimento [El ruiseñor de Bembo, una idea de la lírica italiana del Renacimiento], refiere que durante el cinquecento surgen diversos petrarquismos que varían en función del interés del poeta. Se cambian metáforas y se acogen temas. Es así como el petrarquismo de Stampa retoma algunas metáforas como las del fuego, el arder por amor, el encomio al amado, los simbolismos de animales como el fénix, la salamandra y la cierva herida por saetas, entre otros.

Margaret L. King en su ensayo titulado “Petrarch, The Self-Conscious Self, and the First Women Humanist”, aborda los temas petrarquistas de la conciencia de ser escritor y retratar parte de la autobiografía en la escritura, así como la repercusión e importancia de la escritura femenina en el Renacimiento. King expresa que las mujeres: “write about themselves even when writing about other things; they find in their studies a form of self-realization; and they live in a world apart, more the companions of their books than of their contemporaries” (537). King menciona que pocas mujeres de clase privilegiada pudieron escribir en latín.

 

Gaspara Stampa y la obertura de su Cancionero

 

Gaspara Stampa nació en Padua en 1523 y murió en Venecia en 1554. Fue hija de una modesta familia de comerciantes; a la muerte del padre, ocurrida en 1531, la familia se trasladó a Venecia, en donde Gaspara cursó los estudios literarios y musicales en los que rápidamente se desenvolvió con facilidad. Fue una de las grandes personalidades de corte y cultura veneciana debido a sus dones de belleza, canto y poesía. Stortoni & Lillie señalan que los niños Stampa (Baldassarre, Cassandra y Gaspara), recibieron una “excellent education, and were taught Latin, Greek, metrics and music” (134).

En el Cancionero de Stampa encontramos no sólo el amor-pasión, sino que además como lectores asistimos al dolor causado por la pérdida del ser amado y el desamor. También observamos una especie de diario confesional al momento en que Gaspara describe sus propias emociones. Así como el Cancionero de Petrarca es una especie de diario amoroso dedicado a Laura, el Cancionero de Stampa es también en este sentido un diario, aunque no sólo de amor, sino de desamor y no hacia un solo hombre, sino a dos como se explica a continuación, en el que se evidencian los sentimientos y emociones de la poeta por las alegrías y los sufrimientos del amor. Stampa hace uso de diversas metáforas, y tropos siguiendo el modelo petrarquista, por ejemplo, la metáfora del fuego, la guerra, el flechazo, la crueldad del amor, la descripción del amado, y los símbolos de animales que viven en el fuego o del fuego como la salamandra y el fénix.

La mayor parte de su Cancionero está dedicado a su amado, que no es platónico, sino más bien, carnal: el conde Collaltino di Collalto, a quien amó desenfrenadamente y con quien nunca formalizó la relación. Se puede especular al respecto, pero nunca se sabrá si el conde sintió poco o nulo amor por Gaspara, si nunca formalizó la relación debido a la diferencia de clases; o si fue por su reputación. El conde, cercano al círculo del rey de Francia, combatió con los franceses y en 1557 desposó a la marquesa de Cassei, Giullia Torelli. Esto destrozó sentimental y emocionalmente a la poeta, cuyo dolor por la boda del conde se expresa en algunos de sus versos. Pasado el duro tiempo del sufrimiento, la poeta volvió a arder qual nuova salamandra al mondo, cuando encontró en Bartolomeo Zen un nuevo amor, prueba de esto es el soneto 208, un acróstico y algunas de sus composiciones.

El Cancionero de Stampa, impreso y editado por su hermana Cassandra y Giorgio Benzone, después de su muerte, fue dedicado al poeta Giovanni Della Casa. Siglos después, en el romanticismo del XVIII, gracias a Luisa Bergalli, la figura de Stampa surgió cual fénix, ya que en 1726 publicó una selección de treinta y cinco de sus composiciones. Poco tiempo después, en 1738 gracias al financiamiento de Antonio Rambaldo de Collalto, descendiente del gran amor de la poeta, salió a la luz una nueva edición de sus rimas con amplia documentación y una biografía a cargo de Bergalli y con la curaduría de Apostolo Zeno.

Es interesante notar que el soneto que abre el Cancionero descubre la retórica petrarquista que permea los poemas. Stampa recurre no sólo a la imitación y utilización del código petrarquista, sino que trastoca el ideal de amor femenino usado al menos durante los tres siglos anteriores, y lo subvierte para cantar a su ideal masculino, de esta manera transgrede, se apodera y trastoca el código masculino para escribir desde el sentimiento femenino. Este aspecto es el que refleja el rasgo autobiográfico del Cancionero.

Es parte de la tradición de la poesía europea, establecer como lector una suerte de pacto implícito con el escritor, en este caso el poeta, en donde el lector toma como una situación real aquella del enamoramiento y la pasión representadas en el texto. Así que cuando leemos el Cancionero de Petrarca o el de Stampa, asumimos que las emociones que estamos leyendo son fruto de las situaciones autobiográficas del poeta o la poeta, como es el caso. De tal suerte que la voz poética del poeta se manifiesta a través del yo lírico. Si el motivo de la lírica petrarquista es el yo del poeta, esto lo vemos reflejado en el Cancionero de Stampa. El yo lírico proyecta las emociones de la poeta. Santagata refiere que “La lirica d’amore non era solo un prodotto da consumare in pubblico, attraverso performances e recitazioni, era intimamente strutturata in funzione del pubblico: presupponeva un “tu” o un “voi” ai quali rivolgere il discorso; era dialogica per natura” (Santagata 17, “Petrarca: modernità di un poeta medievale” en Petrarca y el petrarquismo en América). El pronombre voi [ustedes], del soneto que abre el Cancionero de Stampa, hace notar que la poeta se dirige a un público específico al expresar fra le ben nate genti, es decir, a las personas bien nacidas, de rango, a la nobleza, a la gente de corte, a los que podían y sabían leer, y quizá ¿por qué no? sentir empatía por su sufrimiento o identificarse con sus emociones. Quizá cabría recordar que a las mujeres no les estaba permitido sentir, o demostrar pasión, la buena mujer tenía que ser casta, recatada, callada, sencilla, humilde; tal vez sea esta la razón por la cual los versos de Gaspara son transgresores. La poeta a través del yo lírico expresa las emociones.

Por otra parte, la invitación a escuchar el discurso poético es una cuestión antigua, pues el aeda debía llamar la atención del público. Esta cuestión de dirigirse a un público determinado la encontramos en Ovidio. En el libro I, verso 41 de los Remedia Amoris, el yo lírico exclama: “Ad mea, decepti iuvenes, praecepta venite” [Venid jóvenes a escuchar mis preceptos], entonces es importante destacar, que tanto el Cancionero de Petrarca y por ende el de Stampa, comiencen con el pronombre voi [ustedes].

Al respecto, Johanna Vernqvist refiere que en la obertura del Cancionero, Stampa no sólo se dirige a un público femenino, sino que en el segundo cuarteto clama por el perdón y la gloria:

Voi, ch’ascoltate in queste meste rime,

in questi mesti, in questi oscuri accenti

il suon degli amorosi miei lamenti

e de le pene mie tra le altre prime,

ove fia chi valor apprezzi e stime,

gloria, non che perdon, de’ miei lamenti

spero trovar fra le ben nate genti,

poi che la lor cagione e sì sublime[1]. (I, vv. 1-8)

A simple vista pareciera que el soneto está dirigido a cualquier tipo de lector, pero si indagamos más en los versos, pareciera que los versos están destinados a un género determinado: el femenino, puesto que hacia el final el yo lírico exclama: E spero ancor che debba dir qualcuna [Y todavía espero que alguna deba decir] (v. 9) El pronombre indefinido, hace alusión al género femenino, qualcuna [alguna], es un énfasis en la invitación a escuchar. Quizá porque una lectora atenta, al escuchar puede llegar a identificarse con la temática y el sonido de estas tristes rimas. Es interesante notar tanto el pronombre: “ustedes” y el verbo “escuchar” en presente, puesto que se está refiriendo a la recitación del verso, y al ser recitado, escuchar, o quizá sentir, el sonido de la lamentación amorosa de sus versos, de questi oscuri accenti, il suon degli amorosi miei lamenti [estas oscuras palabras, el sonido de mis amorosos lamentos]. Y que en cualquier lugar en donde se encuentren las personas bien nacidas, puedan sentir y escuchar estos lamentos amorosos, en los que la poeta espera encontrar gloria y perdón. El verbo “spero”, que podría radicar en el deseo manifiesto de encontrar empatía en alguna lectora, es importante porque la voz poética alude a la mujer que recita, escucha y siente la lamentación de esta amante no correspondida; y que alguna de estas damas bien nacidas exclame la bienaventuranza de la poeta por amar tanto:

E spero ancor che debba dir qualcuna:

– Felicissima lei, da che sostenne per

sì chiara cagion danno sì chiaro![2] (I, vv. 9-11)

De tal manera que este Cancionero está pensado y dedicado al género femenino, quizá para que otras damas se identifiquen con ella, para desfogar las emociones y suscitar la gloria y el perdón de su género, ¿pero cuál sería la razón? acaso ¿por amar tanto? Quizá Gaspara pretende mostrar que la mujer también siente y sufre a causa del amor, en una época en la que a la mujer se le imponían no sólo las costumbres y el comportamiento, sino el matrimonio. O, ¿no será también la transgresión de una vida cortesana en donde la mujer siente y sufre por la pérdida del amante que pocas veces corresponderá con el sentimiento amoroso pero no con el compromiso, y sólo será una aventura?

Los versos de Stampa fluctúan entre la sensualidad, el dolor, el amor no correspondido, la pasión, el erotismo, la alegría y el sufrimiento causado por el amor. Para Jane Tylus, la sensualidad en los versos de Gaspara es sin duda, un nuevo fenómeno. De acuerdo con Salza, el Cancionero de Stampa es autobiográfico, y a través de sus sonetos se puede observar la condición de enamoramiento y sufrimiento de la poeta. Para Salza, “Il canzoniere di Gaspara Stampa si distingue dagli altri del secolo XVI, perché, pur nelle forme e nei modi della lirica petrarchesca, ha sincerità di sentimento, arditezza di motivi nuovi, alito d’ispirazione vera” (71).

Vernqvist refiere que Stampa utiliza el código petrarquista masculino para escribir su poesía con una especie de esperanza y confidencia para expresar la voz femenina, su propia voz se convierte en un espacio poético en donde no había lugar para la mujer. Los ecos petrarquistas están sin duda en su Cancionero, pero lo que se percibe es la voz propia de Stampa hablando sobre lo que la apasiona, la entristece, la enoja, los celos que la traspasan, el fuego que la consume, las emociones y sentimientos propios del amor y desamor:

Stampa is not only a woman following a literary code created by and for men, she writes her poetry with confidence, takes tone and makes woman’s voice heard where it traditionally does not exist. She makes a man a subject of her poems, hence he becomes both a muse and an object deprived of voice. (Vernqvist, párr. 14)

Stampa en su Cancionero cuenta su historia de amor y espera encontrar gloria y perdón entre la gente bien nacida, dado que su razonamiento es sublime. Este razonamiento sublime; poi che la lor cagione e sì sublime [pues su razonamiento es tan sublime], es similar al razonamiento de amor, propio del dolce stil novo, que encontramos en los versos del capítulo XIX de la Vita Nuova, en la canción Donne ch’avete intelletto d’amore [Damas que poseen intelecto de amor]. Los versos de Stampa quizá estén evocando esta tradición stilnovista en la que las mujeres comprenden y razonan sobre el amor. Es interesante resaltar que en la canción de Dante, ya desde el primer verso, el poeta se dirige a un público lector femenino. Quizá el libro esté pensado para un sector particular de la población como son las mujeres nobles, y ¿por qué no?, a las que además poseen un corazón gentil:

Donne ch’avete intelletto d’amore,

i’ vo’ con voi de la mia donna dire,

non perch’io creda sua laude finire,

ma ragionar per isfogar la mente[3]. (vv. 1-4)

El primer verso expresa que las mujeres poseen un intelecto capaz de comprender el amor, son ellas las que poseen esta capacidad. Dante quiere dialogar y razonar con las damas, para expresar lo maravillosa y gentil que es Beatriz, así como los sentimientos y emociones que provoca en él y de esta manera desfogar la mente.

Por otra parte, y quizá este sea el elemento innovador en Dante, el poeta está allanando el camino para un tipo de escritura dirigido a un público femenino, al que Giovanni Boccaccio se dirigirá en el siglo siguiente con su obra Fiammetta (título por demás representativo, “Llamita”) y De mulieribus claris, [De las mujeres ilustres]. Quizá el dirigirse a un público femenino tenga su origen en las Heroidas de Ovidio. Sin embargo, es importante recordar que en la mitad del siglo XV ya había existido una mujer que levantara la pluma para escribir en contra de la misoginia escrita hasta ese momento, e invitar a una reflexión sobre la importancia y el valor de la mujer; esta mujer es Cristine de Pisan y su libro La ciudad de las damas. En este sentido el Cancionero de Stampa resulta otro de los textos importantes y representativos de la literatura y la escritura femenina, pues es la voz de Stampa que se proyecta en sus versos, la mujer que sufre y clama por el amor, que razona sobre la pasión y el sentimiento amoroso, que lo sublima. Es la voz femenina que habla desde el sentimiento femenino y que lo dedica al público lector de su género.

 

Gaspara Stampa: fénix y salamandra

 

Mientras que “el discurso amoroso petrarquista impone un sujeto deseante masculino y un objeto deseado femenino” (Olivares y Boyce, 24), Stampa subvierte este discurso amoroso en el que ella es la sujeto deseante, y el amante el objeto deseado. Este trastocamiento del discurso amoroso petrarquista es totalmente innovador, Stampa al igual que Safo expresa el deseo amoroso, lo que el amor provoca e inspira. Gaspara no sólo confronta el discurso amoroso petrarquista, sino que lo hace suyo al trastocar y subvertir el modelo. Stampa refleja en sus versos el instante presente y su realidad amorosa.

A través de los símbolos del fénix y la salamandra, la poeta expresa el deseo amoroso del fuego permanente que la consume, de tal manera que la pasión y el deseo erótico se presentan en el soneto. Una de las cuestiones importantes en el Cancionero de Stampa, es que el yo lírico va en función de la pasión y el deseo erótico, emociones que no eran bien vistas por la sociedad cuando una mujer las expresaba. Stampa rompe este paradigma como se aprecia en el soneto 208:

Amor m’ha fatto tal ch’io vivo in foco,

qual nova salamandra al mondo, e quale

l’altro di lei non men stranio animale,

che vive e spira nel medesmo loco[4]. (vv. 1-4)

  En el primer cuarteto la poeta hace responsable al dios Amor de su manera de arder, es el amor la causa de su llama. La poeta menciona la llama del amor, o bien de la pasión al decir: Amor m’ha fatto tal ch’io vivo in foco; luego viene un símil, en donde hace referencia a la salamandra y al fénix, ambos símbolos del fuego. Cabe resaltar que la palabra fénix no se menciona en el soneto, se alude a él a través de la paráfrasis che vive e spira nel medesmo loco y por la descripción del adjetivo “stranio” y la comparación con la salamandra por sus características tan similares. En cuanto a la salamandra, desde la antigüedad se creía que podía vivir en el fuego[5], por eso la poeta expresa: qual nova salamandra al mondo, nótese el adjetivo “nova”, el amor como novedad, como si por primera vez fuera descubierto por la poeta. Mientras que la leyenda del fénix refiere que es un ave exótica del Oriente y que se inmola a sí misma cada 500 años. El nuevo amor al que alude Gaspara en este soneto, coinciden diversos investigadores, es Bartolomeo Zen. Ella es nova salamandra y fénix, pues vive e spira nel medesmo loco. Es tal el amor, es tal el fuego, que da placer al ser sentido, vivir en y por el fuego, vivir en y por el amor:

Le mie delizie son tutte e ’l mio gioco[6]

viver ardendo e non sentire il male,

e non curar ch’ei che m’induce a tale

abbia di me pietà molto né poco. (vv. 5-8)

Las delicias del amor son el placer de la poeta que “vive ardiendo sin sentir el mal”, pero tampoco le importa si el amado siente o no piedad por ella. La piedad, esa virtud que inspira devoción y amor al prójimo, a Stampa le tiene sin cuidado porque ella goza vivir en el fuego del amor.

En este soneto Stampa cuenta su nueva historia de amor, un amor más grande y más vivo, más es el fuego, y tal el ardor que, tan pronto como se apagó el primer fuego, ardió otro más vivo y más fuerte; de tal manera que la alusión al fuego que se apaga y se enciende es alegoría del fénix:

A pena era anche estinto il primo ardore,

che accese l’altro Amore, a quel ch’io sento

fin qui per prova, piú vivo e maggiore.

Ed io d’arder amando non mi pento,

pur che chi m’ha di novo tolto il core

resti de l’arder mio pago e contento[7]. (vv. 9-14)

Es a causa de este nuevo fuego que la poeta ya no es poseedora de su corazón, el amado se lo ha arrebatado y ahora es poseedor de él, la poeta no sólo no se arrepiente del sentimiento, sino que expresa que el amado debe estar satisfecho y contento por el amor y la pasión que provoca en ella. Chiara Pisacane en su ensayo L’amour platonique au féminin: Vittoria Colonna et Gaspara Stampa, menciona que sin duda la elección de cantar al objeto deseado es un acto de innovación y ruptura en la poesía, hecho que marca un antes y un después en la historia de la poesía, y coloca a Stampa al frente de la lírica femenina al ser la primera en cantar el fuego de amor que la consume y la renueva:

Le choix de chanter un deuxième objet d’amour est certainement un geste d’innovation et de rupture que jusqu’à présent aucune poétesse n’avait osé entreprendre. Cependant, il faut rappeler que cette possibilité avait déjà été prise en compte par Ficin lorsque, au terme de son passage sur l’amour simple, il parlait de «résurrection». Une suggestion reprise par la poétesse et rendue exemplaire à travers le Phénix, animal fantastique qui renaît de ses cendres, image qui ouvre, avec celle de la salamandre, ce sonnet qu’on pourrait appeler le poème de “l’autre ardeur” (párr. 37).

Para Pisacane, el fénix en este soneto representa: “le palimpseste néoplatonicien resurgit à travers l’image du phénix, emblème de l’amour inévitable: «perché l’amato quando riconosce sè nell’amante è costretto a lui amare»” (párr. 38). Referencia que recuerda los versos stilnovistas del canto V del Infierno dantesco en el que el amor obliga al ser amado a amar, Amor, ch’a nullo amato amar perdona [Amor, que a ningún amante a amar perdona] (v. 103). El fénix es el símbolo del deseo que vuelve a nacer con un nuevo amor. Stampa se compara con el fénix, quizá porque con cada nuevo amor, ella vuelve a surgir de sus cenizas cada vez más fuerte. El fénix se inmola a sí mismo. De tal manera que la misma poeta inconscientemente tal vez, se inmola a sí misma ante el amor, ella es mártir de este fuego que no cesa de arder. Un símbolo no sólo de resurrección, sino de vivir eternamente por y para el amor. En el simbolismo del fénix encontramos el vuelo, la muerte, las cenizas y el renacer. El vuelo que puede simbolizar la elevación del amor, la libertad o la sublimación del sentimiento amoroso. Las cenizas, motivo por demás recurrente en Stampa que simboliza el deseo apagado y el miedo de que su llama sea sólo paja como lo refiere en el soneto 32. Este soneto refiere el deseo por el fuego. La poeta se confiesa ante el dios Amor y jura por sus saetas, por su potente y sacra faz, que ella arde, y que este ardor deshace su corazón, y nuevamente habla del pasado y el futuro, del amor que sintió y el miedo de no volver a sentir; pues teme morir sin amar, tiene miedo de que su fuego no sea sino paja:

Quel, che l’anima e ’l corpo mi travaglia,

è la temenza ch’a morir mi mena,

che ’l foco mio non sia foco di paglia[8]. (vv. 12-14)

En el Cancionero de Stampa encontramos además, un leivmotiv particular que es el del corazón ardiente. En el soneto 53 la poeta expresa el placer de arder siempre:

Se d’arder e d’amar io non mi stanco,

anzi crescermi ognor questo e quel sento,

e di questo e di quello io non mi pento,

come Amor sa, che mi sta sempre al fianco[9] (vv. 1-4)

En el primer cuarteto la poeta expresa que nunca se cansa de amar, que al contrario, es el deseo de arder por el amor, el sentimiento crece, y a través del verso non mi pento, refiere que no se arrepiente de amar, que el amor no provoca o no debe provocar arrepentimiento, además, el dios Amor es su custodio, mi sta sempre al fianco. De tal manera que Stampa está sometida al Amor y se entrega a él sin arrepentimiento y con deseos de siempre estar en el fuego.

El tema de someterse al amor, además de ser un tema cortés medieval y stilnovista, se repite en la literatura renacentista y al parecer, siempre está presente; lo encontramos en los Amores de Ovidio, uror, et in vacuo pectore regnat Amor [ardo, y en mi corazón liberado reina Amor] (I, vv. 26). En el capítulo II Ovidio se somete al amor que constantemente lo atormenta y hace que arda por amor. El estudio y la imitación de Petrarca del modelo ovidiano salta inmediatamente a la vista con el sometimiento del poeta al amor y cómo lo atormenta, le hace guerra y lo obliga a escribir lo que él desea. Es este tormento y sometimiento que encontramos también en Stampa.

El deseo amoroso y la pasión se manifiestan mediante el símbolo de las llamas. En el soneto 150 Stampa refiere las llamas que la consumen y el llanto que la baña:

Larghe vene d’umor, vive scintille,

che m’ardete e bagnate in acqua e ’n fiamma,

sì che di me omai non resta dramma[10],

che non sia tutta pelaghi e faville[11] (vv. 1-4)

El primer verso alude a las lágrimas que brotan por el dolor del amor, pero que a la vez son vivas centellas de fuego que hacen que la poeta viva en lágrimas y en llamas, antítesis recurrente petrarquista. Stampa expresa que el amor no sólo la hace llorar, sino que la mantiene en un estado acuoso mediante el llanto y ardiendo en fuego por la pasión: sì che di me omai non resta dramma,/che non sia tutta pelaghi e faville. Por lo que al final del soneto la poeta exclama: Gioia e tormento al merto tuo simìle/convien ch’io doni. — In questi stati vari/io peno, ei gode; Amor segue suo stile[12] (vv. 12-14). De tal manera que el amor provoca la antinomia entre gozo y tormento, temática petrarquista que se observa en el soneto.

Por otra parte, en el libro Remedia Amoris de Ovidio, se encuentra una alusión a “la fogata de la pasión”, Ardoris sit rogus iste mei [Esta es la fogata de mi pasión] (v. 720). La metáfora del fuego o la llama de la pasión es antiquísima, y es una de las metáforas que se evocan y reelaboran constantemente. Un ejemplo de esta metáfora se encuentra en el Purgatorio de Dante. En el círculo de los lujuriosos los poetas se purifican a través del fuego[13], alegoría de la pasión que los consumió en vida. En Stampa la llama del amor no es una cuestión de purificación, sino del deseo amoroso y la pasión que la consume y le da placer. Prueba de esto es el famoso soneto 26 en donde la poeta refiere:

Arsi, piansi, cantai; piango, ardo e canto;

piangerò, arderò, canterò sempre

(fin che Morte o Fortuna o tempo stempre

a l’ingegno, occhi e cor, stil, foco e pianto)[14] (vv. 1-4)

De esta manera, este soneto es una afirmación de la pasión que Stampa anhela sentir y vivir siempre, vivir en y por el fuego, cual fénix o nueva salamandra en el mundo. Los verbos arder, llorar, y cantar, en los tiempos presente, pasado y futuro, son el testimonio del vivo deseo de arder, llorar y cantar, hasta que la muerte llegue, o la Fortuna o el tiempo arrebaten el ingenio para amar y escribir versos, o los ojos para no contemplar más a la persona amada, el corazón para no sentir y que se apague el fuego y el llanto ocasionados por el amor.

El primo ardore evoca la veteris flammae[15] [llama antigua] que siente Dido al ver a Eneas. Hay también en el personaje de Dido, el motivo de la mujer abandonada por el amante, que Stampa evoca en algunos de sus sonetos. Por otra parte, Dido es uno de los personajes recurrentes en la literatura renacentista, que se evoca por su final trágico, muriendo también en una hoguera, metáfora del fuego de la pasión. El verso io d’arder amando non mi pento es significativo, puesto que como nuova salamandra y fénix, para Stampa no hay lugar para el arrepentimiento, solo para el placer. Pero mientras que Stampa no se arrepiente por amar, Petrarca sí experimenta vergüenza del sentimiento amoroso y del deseo que lo atormenta:

di me medesmo meco mi vergogno;

et del mio vaneggiar vergogna è ’l frutto,

e’l pentersi, e ‘l conoscer chiaramente

che quanto piace al mondo è breve sogno[16] (I, v. 11-14).

Si bien el símbolo del fénix en Stampa deja maravillado al lector por ser el símbolo de ella misma, que nace del fuego una y otra vez y que habita en él, ya sea como fénix o nueva salamandra en el mundo; en Petrarca, el símbolo del fénix lo encontramos en las canciones 135 y 323, así como en los sonetos 185 y 321 del Cancionero.

En la canción 135, en los primeros cuatro versos, la voz poética hace referencia a las características del fénix como ave diversa y nueva, símil con el que el poeta se compara:

Qual più diversa et nova

cosa fu mai in qual che stranio clima,

quella, se ben s’estima,

più mi rasembra: a tal son giunto, Amore[17]. (vv. 1-4)

Mientras que en los versos 5 al 8, la voz poética se refiere al lugar lejano, al origen del ave, a la vez que hace referencia a la muerte voluntaria del fénix, puesto que muere y renace:

Là onde il dì vèn fore,

vola un augel che sol senza consorte

di volontaria morte

rinasce, et tutto a viver si rinova[18]. (vv. 5-8)

De los versos 9 al 15 el poeta se compara con el fénix al sentir deseo y cómo, a través de éste se elevan los altos pensamientos y regresa a su estado primigenio para inmolarse cíclicamente. Así el poeta arde de pasión y deseo:

Così sol si ritrova

lo mio voler, et così in su la cima

de’ suoi alti pensieri al sol si volve,

et così si risolve,

et così torna al suo stato di prima:

arde, et more, et riprende i nervi suoi,

et vive poi con la fenice a prova[19]. (vv. 9-15)

Es probable que Stampa se haya inspirado en los primeros quince versos de esta canción para escribir su soneto 208 y expresar que vive en el fuego qual nova salamandra al mondo y hacer variaciones del modelo petrarquista, puesto que las imágenes del fuego, del arder, inmolarse y renacer para amar de nuevo están presentes en el soneto de la poeta.

Por otra parte, es importante destacar que si bien en esta canción el ave fénix simboliza al poeta, en el soneto 185, Petrarca se refiere a Laura como un fénix de áurea pluma que hace que los corazones se endulcen y el del poeta se consuma. Es un fuego que arde en la más álgida bruma:

Questa fenice de l’aurata piuma

al suo bel collo, candido, gentile,

forma senz’arte un sì caro monile,

ch’ogni cor addolcisce, e ’l mio consuma[20] (vv. 1-4)

En este caso Laura es un áureo fénix, hermoso y resplandeciente que consume el corazón del poeta. Mientras que en Stampa, ella es fénix que se inmola para renacer nuevamente al amor.

 

 

Conclusiones

Como vimos Stampa subvierte el discurso amoroso petrarquista en el que ella es la sujeto deseante, y el amante el objeto deseado. Este trastocamiento del discurso amoroso petrarquista es totalmente innovador.

Por otra parte, la escritura del Cancionero está dirigida al público lector femenino. Camino que como vimos, había sido recorrido muy poco. Por lo que toma relevancia que los sentimientos proyectados de la poeta se tomen como datos autobiográficos. Lo que marca un antes y un después en la lírica femenina. La voz de Stampa proyectada en el Cancionero lo vuelve relevante para que otras damas puedan identificarse con los sentimientos y emociones de la poeta y no sentir arrepentimiento por amar tanto. Quizá Gaspara pretende mostrar que las emociones de las mujeres son también importantes y que la mujer siente y sufre a causa del amor, en una época en la que a la mujer se le imponían las costumbres, el comportamiento y el matrimonio. Gaspara transgrede los valores morales al hablar de su deseo, por amar tanto y sostener tan clara y sublime razón como es el amor y el fuego de la pasión.

En otro tenor, así como Dido reconoce la llama antigua del amor al ver a Eneas, Stampa no sólo la reconoce, sino que la vive una y otra vez, ella es nueva salamandra y se inmola cual fénix. Encontramos en Stampa una proyección de la figura de Dido, ya que así como Dido representa a la dama abandonada por el amante, Stampa se proyecta en el abandono del conde. Así como Dido se arroja a las llamas (alegoría de la pasión que la consume), Stampa es fénix que se inmola una y otra vez para amar y renacer, salamandra que habita y goza estar en el fuego. Stampa no se cansa de estar en el fuego y tampoco se arrepiente de amar.

Los motivos “vivir en llamas” o “vivir ardiendo”, aparecen en la canción 207 de Petrarca, en los versos 40, 41 y 66, en donde el yo lírico exclama que vive en llamas, y por lo tanto es una admirable salamandra. Mientras que en el 66, expresa que la llama es cada vez más ardiente, y por lo tanto va en aumento[21]. En el soneto 205 como vimos, Stampa expresa que es una nueva salamandra. De tal manera que el motivo de vivir en el fuego y el símbolo de la salamandra como su animal representativo son dos de los múltiples temas del Cancionero petrarquista, que fueron recurrentes en Stampa, así como en la literatura del Renacimiento y que, por lo tanto, se reelaboran constantemente. El arder a causa del amor-pasión es un motivo recurrente del Cancionero petrarquista.

De tal manera que el amor provoca la antinomia entre gozo y tormento, temática petrarquista. El amor es ese sentimiento platónico que atormenta y da placer. La poesía amorosa es como un fénix cuyo ciclo es la renovación de las metáforas, o bien la repetición y reelaboración de figuras, motivos, alegorías y símbolos a través del tiempo.

 

 

Obras citadas

Abdelkader Salza. Studi su Gaspara Stampa. Ed. Danilo Romei. Banca Dati, “Nuovo Rinascimento. 2019.

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Carrai, Stefano. L’usignolo di Bembo, un’idea della lirica italiana del Rinascimento. Roma: Carocci. 2006.

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Santagata, Marco. “Petrarca: modernità di un poeta medievale” en Lamberti Mariapía, Petrarca y el petrarquismo en Europa y América. México: Comitato Nazionale per le Celebrazioni del VII centenario della nascita di Francesco Petrarca/UNAM, 2004.

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Virgilio, Marón Publio. Obras completas. Ed. bilingüe Pollux Hernúñez. Madrid: Cátedra. 2006.

  1. Ustedes, que escuchan en estas tristes rimas,/en estas tristes, en estas oscuras palabras/el sonido de mis amorosos lamentos/y de mis penas entre todas las primeras,/donde sea que valor y estima aprecien,/gloria y también perdón, de mis lamentos/espero encontrar entre las gentes bien nacidas,/pues su razonamiento es tan sublime.

    Nota: Las traducciones presentes en el texto del latín a español, así como del italiano al español son de nuestra autoría.

  2. Y espero todavía que alguna deba decir:/- ¡Dichosa ella, porque sostiene por/tan clara razón daño tan claro!

  3. Damas que poseen intelecto de amor,/yo quiero hablar con ustedes de mi dama,/no porque quiera terminar de alabarla,/sino para razonar y desfogar la mente.

  4. Amor me ha hecho de tal manera que yo vivo en el fuego,/cual nueva salamandra en el mundo, y como/el otro animal tan extraño como esta, que vive y expira en el mismo lugar.

  5. Dato que curiosamente también refiere Marco Polo en su libro de las Maravillas.

  6. Mis delicias son todo mi placer/vivir ardiendo y no sentir el mal,/y no me importa que el que me induce a tal/sienta o no piedad por mí.

    Cabe mencionar que la palabra gioco en el italiano del cinquecento es referencia al placer.

  7. Tan pronto como se extinguió el primer ardor,/se encendió otro Amor, el cual hasta aquí/yo siento más vivo y más fuerte/Y yo de arder amando no me arrepiento,/pues me ha quitado de nuevo el corazón/quede él de mi arder satisfecho y contento.

  8. Aquello que me hace sufrir en el alma y en el cuerpo,/es el temor que me lleva a morir,/que mi fuego no sea fuego sino paja.

  9. Si de arder y de amar yo no me canso,/al contrario, se acrecienta en mí lo que siento,/y de esto y de aquello yo no me arrepiento,/como sabe Amor, que está siempre a mi lado.

  10. Por otra parte, los versos 3 y 4 recuerdan a Dante cuando exclama: “Men che dramma,/di sangue m’è rimaso che non tremi: conosco i segni de l’antica fiamma” (Purg. XXX, vv. 46-48). La llama antigua del amor que también encontramos en Stampa.

  11. Abundantes venas de humor, vivas centellas,/que me hacen arder y me empapan en agua y en llamas,/tanto, que no queda el mínimo espacio,/que no sea centellas y océano.

  12. Alegría y tormento a tal mérito semejante/conviene que yo done. — En estos diversos estados/yo sufro, él goza; Amor sigue su usanza.

  13. Canto por demás representativo en sí mismo. En este canto Dante coloca a dos grandes poetas a quienes rinde un homenaje: el poeta boloñés Guido Guinizzelli, quien escribió la canción representativa del dolce stil novo, Al cuor gentile rempaira sempre Amore, y el provenzal, representante del trovar clus, Arnaut Daniel, quien en sus canciones refiere las emociones que suscita el amor, así como el fuego de la pasión.

  14. Ardí, lloré, canté; lloro, ardo y canto;/lloraré, arderé, cantaré siempre/(hasta que Muerte o Fortuna o tiempo destemple/al ingenio, ojos y corazón, estilo, fuego y llanto).

  15. Es en el verso 23 del Libro IV de la Eneida, cuando Dido exclama al ver a Eneas: Agnosco veteris vestigia flammae [Reconozco los signos de la llama antigua].

  16. De mí mismo me averguenzo;/y de mi error la vergüenza es el fruto,/y el arrepentirse, y conocer claramente/que cuanto place al mundo es breve sueño.

  17. Cual más diversa y nueva/cosa fue nunca en aquel extraño clima,/como aquella, si bien se estima,/que más me asemeja: a tal punto llegué, Amor.

  18. Allá donde el día nace,/vuela un ave solitaria sin consorte/de voluntaria muerte/renace, y para vivir se renueva.

  19. Así solo se encuentra/mi deseo, y así sobre la cima/de sus altos pensamientos al sol se vuelve,/y así se deshace,/y así regresa a su estado primigenio:/arde, y muere, y retoma su forma,/y vive luego como fénix se comporta.

  20. Esta fénix de áurea pluma/en su hermoso cuello, cándido, gentil,/forma sin arte un tan distinguido velo, que cada corazón endulza, y el mio consume.

  21. Di mia morte mi pasco, et vivo in fiamme:/stranio cibo, et mirabil salamandra [Me alimento de mi muerte, y vivo en llamas,/extraño alimento, y admirable salamandra] (vv. 40-41).

    Chiusa fiamma è più ardente; et se pur cresce [Cerrada llama y más ardiente; y más crece] (v. 66).

 

 

 

Victoria Montemayor Galicia es Maestra en Humanidades por la Universidad Autónoma de Chihuahua, egresada de la carrera de Lengua y Literatura Modernas Letras Italianas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha participado en Congresos nacionales e internacionales de poesía de los Siglos de Oro, literatura europea, mexicana e hispanoamericana. Colaboradora en las revistas “Círculo de poesía”, “Voces de papel” y “Tres de Leila”. Ha impartido cursos y talleres sobre Arte y literatura europea. Autora del libro “Petrarca y la poesía del Renacimiento”, publicado por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Catedrática de literatura española e italiana en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH y Castalia, La Academia. Actualmente cursa el Doctorado en Educación, Artes y Humanidades en la UACH.

 

Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.