ISSN 2692-3912

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La efectiva utilidad de la frontera en La luna siempre será un amor difícil, de L.H. Crosthwaite

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Resumen: Un objeto de la historia es aquel que ha influido fuertemente en el curso del tiempo y posee una perdurabilidad. Es posible que se convierta en un medio-fin, “en un objeto de uso y de cambio”, en otras palabras, al que se le confiere “una efectiva utilidad” (Arendt 100). La frontera, como un objeto de la historia, es para los protagonistas de La luna siempre será un amor difícil un modo de pensamiento ―muchas veces absurdo e ilógico― que se acomoda a los deseos y ambiciones de cada uno de los involucrados, esto es, adquiere una utilidad personal. En la novela, la frontera se genera, cambia y ajusta según el contexto y, sobre todo, en las narraciones de los sujetos. La percepción de la frontera como un conjunto de contextos temporales y espaciales, a veces legítimos, genuinos y verdaderos, otras veces todo lo contrario, que examino en la novela, clausura las narraciones y los discursos que esencializan e institucionalizan un solo argumento en torno a la teoría de la frontera, volviéndolo un elemento más de ese gran conjunto.

Palabras clave: Frontera, utilidad, historia, ficción, literatura mexicana

 

 

La efectiva utilidad de la frontera en La luna siempre será un amor difícil, de L.H. Crosthwaite

 

          El objeto, según Hannah Arendt en De la historia a la acción, es “el fin de un proceso de fabricación”, es una acción o una situación que deja su impronta en el pasado, marca el presente y señala el futuro (100). Por ende, un objeto de la historia es aquel que ha influido fuertemente en el curso del tiempo y posee una perdurabilidad. Es posible que en el transcurso del tiempo un objeto de la historia se convierta o sea convertido por quienes lo narran en un medio-fin, “en un objeto de uso y de cambio”, en otras palabras, al que se le confiere “una efectiva utilidad” (100).  En La luna siempre será un amor difícil de Luis Humberto Crosthwaite, la frontera se narra como un objeto de la historia. Los protagonistas toman en sus manos la historia nacional mexicana y la transforman en un instrumento para lograr aspiraciones personales. Surge así una lógica de los espacios y los tiempos que marcan su existencia. Sin embargo, lo que para los protagonistas es lógico, natural y legítimo, para aquellos con quienes conviven y, en tal caso, para los lectores, sus discursos pueden parecer ilógicos, incompatibles con el marco espacial y temporal tanto que rayan en lo absurdo. Al analizar tales discursos con respecto de la frontera como objeto de la historia, es mi intención demostrar que la percepción de la frontera como un conjunto de contextos temporales y espaciales, a veces legítimos, genuinos y verdaderos, otras veces todo lo contrario, se vuelve un modo más de pensamiento que se acomoda a los deseos y ambiciones de los involucrados, esto es, adquiere una utilidad personal dentro y fuera de la ficción.

          La frontera caracteriza los espacios interiores que constitucionalmente divide y resguarda. Dice Henk Van Houtum que la frontera vista desde la cartografía, o la “cartopolítica”, como él la llama, silencia conscientemente a la población no dominante y deshumaniza el paisaje. Van Houtum resalta los debates recientes sobre la frontera geopolítica que demuestran que no hay fronteras universales ni originales y originarias, sino que la realidad de la frontera se crea a través de los sentidos que le dan forma (412). Siguiendo con esta idea, la frontera, como cualquier otro espacio, adquiere significación dependiendo de la significación y razón que dentro del espacio social se le otorga a su particular geografía, política e historia. Así es como, desde distintas perspectivas y posiciones, los grupos sociales traman su lógica y sentido común en relación con ella; por tanto, la frontera es un sistema simbólico porque participa en la interpretación de determinados aspectos de la realidad.

          La luna siempre será un amor difícil (1994) narra la historia de Balboa, un conquistador español retirado de su oficio que ahora trabaja para el rey en una oficina ubicada en Mexicco-Tenochtitlan ―una mezcla entre imperio azteca y metrópolis moderna. En las calles de la ciudad, entre pirámides y tianguis, Balboa conoce a Xóchitl, o Florinda en español, una india azteca deseosa de escapar del yugo familiar. Afectada por la mala economía, la pareja emprende un viaje en el tiempo, en autobús, desde Mexicco-Tenochtitlan hasta La Frontera, ciudad ubicada al norte que comparte límites con el país más poderoso del mundo: El Imperio Nortense. En La Frontera, el protagonista, lleno de nuevos bríos aventureros, pretende retomar su antiguo trabajo de conquistador de tierras. Los enamorados se hospedan en casa de los tíos de Balboa, Onelia y Decoroso, mientras descubren la ciudad caótica que es La Frontera, con su tráfico, restaurantes, calles invadidas de cantinas, farmacias y cabarés y, sobre todo, el muro fronterizo que la separa del Imperio Nortense. Ante la falta de trabajo y aventuras en La Frontera, Balboa decide cruzar la línea ilegalmente “en busca de los tan preciados e conocidos dólares” (Crosthwaite 9). La novela se divide en cuatro partes trazando el trayecto de la relación entre Balboa y Florinda, en la cual la frontera juega un papel decisivo. En la primera parte, la pareja se conoce y decide emprender el viaje hacia el norte, Florinda se queda en casa de Onelia y Decoroso. En la segunda parte, Florinda, aquejada por la ausencia de su amado, abandona la casa de los tíos, consigue trabajo en una maquiladora y alquila un pequeño apartamento. Cuando Balboa regresa, la relación entre ellos se ha enfriado y se separan. En la tercera, Balboa emprende de nuevo el viaje hacia el norte escondido en el baúl del coche del tío. Una vez ahí, trabaja como lavaplatos en el restaurante Charlie’s donde conoce a Mary Ann Simpson, una estadounidense con quien tiene una relación amorosa que termina luego de que los servicios de Inmigración (la Migra) capturan y deportan al protagonista. Luego del forzado regreso, en la cuarta parte, Balboa se propone reconquistar a Florinda, pero ella ya tiene otros planes. La novela termina con un epílogo en donde el autor informa al lector del destino de todos los personajes.

           Si pensamos la frontera como un conjunto de prácticas, reales e imaginarias, que la vuelven un espacio vivo, siempre creando discursos, objetos, percepciones, sentidos, formas culturales, lenguajes, etc., el tiempo y la tradición son cruciales para su estudio.  Las prácticas sociales que se desenvuelven en los espacios narrativos de la novela, tal como afirma Pierre Bourdieu, “reciben del tiempo su forma como orden de una sucesión y, de ese modo, su sentido” (167). A su vez, como sugiere Mijail Bajtín en cuanto al cronotopo, “los elementos del tiempo se revelan en el espacio” (238). Las acciones de La luna se desarrollan en una extensión geográfica muy diversa: Mexicco-Tenochtitlan y La Frontera. Cada uno de los espacios supone su propia historia, aún más, cada lugar según se presenta en la novela es un objeto de la historia. Cuando espacio e historia se unen para producir un determinado evento, situación o acción, es decir se concretizan, en palabras de Paul Ricoeur, surge de ahí una narración o el discurso de un sujeto que intenta comunicar algo específico, que persuade, que da una razón lógica (según su propia percepción) a la dimensión temporal en donde se ven involucradas las condiciones del espacio que habita. La novela comienza en la gran ciudad Mexicco-Tenochtitlan en tiempos de la conquista española. El narrador inicia su relato a manera de crónica, muy al estilo de las cartas de relación de los conquistadores españoles. El narrador es testigo del momento en que el protagonista Balboa conoce y se enamora de la indígena Florinda. Hay momentos en que los protagonistas actúan como narradores contando sus propias vidas a través de cartas. Muchos de los sucesos narrados son acompañados por ilustraciones. La primera página de la novela contiene un corto prólogo que indica el género narrativo que se utilizará en las siguientes páginas y da cuenta, a través del lenguaje, del tiempo en el que aparentemente suceden los eventos. El prólogo está enmarcado por una ilustración en la que se lee:

Aquí comienza la historia
del esforzado e virtuoso
Conquistador Balboa
y de su bienamada esposa
Florinda,
ahora llamada Xóchitl,
quienes recorrieron la Nueva España del Mar
Océano y saliéronse della
hasta el temible Imperio
Nortense en busca de los
tan preciados e conocidos
dólares.

MCMXCIV Playas de Tijuana (Crosthwaite)

Desde el comienzo se notan las contradicciones que caracterizan no sólo las narraciones de los protagonistas sino la escritura misma de la novela. En el prólogo hay una congruencia entre la ilustración y el lenguaje utilizado por el narrador. Sin embargo, hay una discrepancia en el contenido. La segunda parte que incluye las frases “el Imperio Nortense” y “los tan preciados e conocidos dólares”, no encaja con la primera; es decir, está fuera de orden, tiempo y situación. Más abajo encontramos otra discordancia: la datación. La novela, que por la manera en que se introduce la trama podemos pensar que es una crónica, fue escrita en Playas de Tijuana en 1994.[1] La ironía, que se manifiesta en la mezcla de géneros literarios y lingüísticos, tiempos y espacios, y en el contenido mismo es el tono predominante en la escritura de la novela.  Luego del prólogo, el primer párrafo anuncia:

Entre los mercados y canales
de la gran ciudad
Mexicco Tenochtitlan, precisamente
en una esquina, donde es hoy la Calle de
Dolores, comida china y expendios de
paraguas, el Conquistador Balboa
―apresurado por un negocio del
Marqués―, y la indígena Florinda
―caminando rumbo al
tianguis―, se encuentran por un
azar, se topan el uno con el otro,
sus miradas cruzándose un
instante,

y comienza sin remedio la siguiente historia (Crosthwaite 13)

Esta estrofa es el inicio de la primera parte de la novela. A manera de exordio, los versos anuncian el evento que dará pie a la aventura que se advierte en el prólogo. Éste es el único momento en la novela en que se usa la poesía que sirve como gancho o engaño a los lectores que nos quedamos con la impresión de que estamos a punto de leer una obra histórica o, cabe la posibilidad, una burla a un evento de la historia. A través del uso de todas las técnicas de la ficción,[2] veo en el autor una intención de sacar de curso la historia para favorecer la refiguración efectiva del tiempo que vive cada uno de sus personajes. En la intencionalidad se descubre un recuento de los distintos actos que se refieren a un objeto, en este caso la frontera. De aquí surge la motivación ideológica que se infiere de las narraciones temporales de los personajes y que expone los actos referidos a la frontera (absurdos en muchos de los casos) como objeto de la historia. Las diversas motivaciones ideológicas que conforman la idea de frontera en el espacio del norte mexicano, lógicas o ilógicas, coherentes o absurdas, requieren el uso de diferentes estilos, formas, géneros, maneras de contar y explicar el contexto. De ahí que la ficción sea la vía más útil para exponer las dimensiones del tiempo y del espacio de esa frontera íntima y personal que significa para los sujetos que la habitan.

          En La luna siempre será un amor difícil hay distintas dimensiones espaciales y temporales. Una de ellas se expone en el pasaje citado arriba. Ahí la gran ciudad, la dimensión espacial y el contexto social, lingüístico y geográfico, se nos descubre a través del recorrido del protagonista Balboa por las calles. A través de las imágenes descritas nos hacemos una idea del tiempo. El narrador de la novela nos ayuda en este propósito pues, para facilitarnos la comprensión del espacio y del tiempo al que se refiere, relaciona el tiempo de la novela con su tiempo presente, que él supone es también el presente de los lectores. Lo primero que notamos en el pasaje de introducción es que hay una historia dentro de otra historia. La segunda podríamos escribirla con mayúscula, Historia, pues es el marco temporal definido e institucionalizado dentro del cual surgen diversos usos y acciones. Alfonso del Toro la llama “tiempo de la acción real” que “es un tiempo empírico-histórico externo y pragmáticamente definido” (31). Aparentemente la historia que los lectores estamos a punto de descubrir se sitúa en el tiempo de la Conquista (marco temporal, externo y definido) y es contada desde el futuro de la narración, en el presente del narrador. Mientras nos relata el tiempo del pasado, el narrador nos da referencias concretas del espacio del presente: “en una esquina, donde es hoy la Calle de Dolores”. Por tanto, desde el inicio de la novela y a medida que avanzamos en la lectura, el narrador intenta darnos una noción de pasado (de Historia) y una noción de presente a través de las particulares visiones de los protagonistas y de él mismo. Los lectores tenemos que averiguar cuál es la función de la ficción en esta intención.

         Después de este episodio, Balboa es despedido de su puesto de burócrata ―mismo que mantienen otros “viejos conquistadores, nuevos soñadores” (Crosthwaite 18) ― de las oficinas de gobierno y justicia a cargo del Marqués. Balboa sale afligido de su oficina a recorrer las calles de la ciudad, “sin un maravedí para gastar, su cabeza se ilumina con escenas de un lejano siglo veinte” (23), y obtenemos las siguientes imágenes:

            La calle en dirección a su casa se inunda de automóviles (palabra extraña: auto-móvil). La gente refunfuña en el interior de ellos porque el tráfico no avanza, vil embotellamiento. Los autos se detienen como una lombriz cansada porque son tantos y tantos, y los semáforos (¿semáforos?), pobrecitos, no se dan abasto encendiendo y apagando sus luces endemoniadas. La calle se desborda de transeúntes (extrañísima palabra), caminando aprisa, casi corriendo, apurados, urgencia-urgencia, la vida no espera, acelere-acelere, aquelarre-aquelarre. Respiración profunda. Prisa constante. Las muchachas de falda corta suelen ser malencaradas. Sus caras hermosas se vuelven toscas. No importa si el hombre lleva una sana intención en los dedos, las muchachas de falda corta que caminan y caminan no responderán, pasarán de largo; cada una de ellas una sobrepoblación, cada una de ellas un camión urbano (¿camión?) repleto hasta el gorro y la coronilla. Los pasajeros se apretujan con intensidad sudorosa, sudorípara, sudomasoquista. El camión se enlaza a la corriente, lombriz dormida de hace rato, se conforma y remete, se resaca y retoma. El viento ya no sopla en la gran ciudad. Uy, ya no soplas, viejo. Am sorri, el mundo se ha modernizado y es parte del rollo cotidiano. Amén.
          Y así, las escenas futuristas se detienen en espera de que Balboa resuelva el enigma: la felicidad se buscará aún en el siglo veinte, en esa misma ciudad, en este mismo gran mundo. (23-24)

La relación que hace el narrador de aquello que pasa por la vista de Balboa está plagada de imágenes y símbolos, en donde participan la vista y la imaginación. El narrador separa los tiempos referidos en la escritura a través del uso de la letra cursiva. Aquellas que el narrador llama “las escenas futuristas”, están representadas en el papel con este tipo de letra. En el párrafo de las escenas futuristas se describen escenas y objetos que no existen en el tiempo del protagonista. No obstante, esos objetos ―los automóviles, camiones y semáforos― adquieren sentido al pasar por la vista, o un significado si los tomamos como signos lingüísticos. Aun así, el protagonista no forma parte de la comunidad que implica el uso de esos signos, sino que los observa desde el pasado. De manera que esos signos se convierten para él en símbolos que presagian un futuro caótico, extraño y desconocido. Balboa no encuentra en el espacio del futuro nada que valga la pena conquistar, no ve ahí ocasión para desarrollar su oficio de conquistador que le permita ser, existir y formar parte de la Historia.

En la visión del futuro de Mexicco-Tenochtitlan, representada en el texto en letras cursivas, encontramos imágenes que forman parte de la cotidianeidad del narrador que él absorbe a través de la vista. Todas estas imágenes en conjunto, sensibles o invisibles, forman parte de un corpus que nos sirve de base para comprender el espacio y el tiempo que el protagonista recorre y vislumbra. Ciertamente, las imágenes le sirven a Balboa para distinguir que esa Historia no ofrece ninguna utilidad para su labor de conquistador de tierras. La Historia en el pasaje anterior no es una representación del pasado, sino del futuro. En la Historia que Balboa y el narrador aceleran con las imágenes que se perciben del “muy lejano siglo veinte” no hay lugar para el protagonista. Las imágenes futuristas podrían tomarse como una “aceleración temporal abrupta”, según definiciones de del Toro, pues no encontramos en el pasaje conectores de tiempo o de orden (luego, después, antes, primero, segundo) que nos permitan distinguir claramente el pasado del presente (47). El único señalamiento que el narrador hace respecto del cambio de tiempo, además del uso de la letra cursiva, es avisarnos que ahora nos relatará “lejanas escenas del siglo veinte” que pasan por la mente de Balboa. Aceptar esa Historia como verdadera significaría para el protagonista renunciar al lugar que como conquistador merece.

Sabemos que en la novela se realizará un viaje desde Mexicco-Tenochtitlan hasta La Frontera. No obstante, antes de que este viaje se lleve a cabo, tenemos en este punto de la trama otra forma de narración, el relato de viaje, que surge del recorrido de Balboa por las calles, como en el fragmento antes citado. Michel De Certeau define el relato de viaje como un conjunto de “historias de andares y acciones marcadas por ‘la cita’ de los lugares que resultan de ellas o que los autorizan” (132). Tanto el relato de viaje de Balboa (que no sólo es físico, sino temporal) como el uso de la crónica y los otros géneros literarios por parte del narrador y los protagonistas son maneras de revisar los materiales históricos y las prácticas sociales de los espacios en los que se desarrolla la trama. A través del relato de viaje, el protagonista convierte Mexicco-Tenochtitlan como objeto de la historia en un medio-fin, como un pretexto para ir en la búsqueda de un espacio/tiempo, La Frontera, en donde pueda llevar la vida que anhela: seguir siendo un héroe. Según Robert J. Kaiser, actualmente los estudios fronterizos se han alejado de las representaciones estáticas de las fronteras como objetos existentes en espacios que impiden o facilitan la movilidad y se han orientado hacia las exploraciones dinámicas de las maneras en que los discursos y las prácticas constituyen y reconfiguran nuestro entendimiento individual de los lugares y las comunidades sociales con las que nos identificamos o nos confrontamos (522). Las narraciones de los protagonistas de La luna siempre será un amor difícil desafían la percepción convencional de la frontera que dio pie a la teoría de la frontera. Las “escenas futuristas” que nos presenta el narrador son intervenciones de la Historia como un conjunto de sucesos propios de cualquier comunidad social. Siendo éste el caso, la Historia, como dice Pierre Nora, es siempre incompleta y sólo concibe lo relativo (8). Balboa ha decidido entonces, después de ser despedido y ver estas escenas de un futuro que no le conviene, irse a La Frontera de la Nueva España con su amada Florinda, pues en Mexicco-Tenochtitlan siente que su reconocimiento social como conquistador se ha perdido y seguirá así en el curso de la Historia. El protagonista manipula el tiempo y el espacio, convierte la Historia en un objeto para de esta manera obtener y crear una Historia estrictamente utilitaria para su deseo personal. El viaje en el que Balboa y Florinda están a punto de embarcarse, que convierte la Historia en objeto de uso para una intención personal, tiene relación con lo que Ricoeur llama la creación del “tiempo humano”. El tiempo humano procede del cruce “en el ámbito del obrar y del padecer” (777). Balboa tiene que decidir entre padecer la Historia en Mexicco-Tenochtitlan u “obrar” la Historia: construirla, edificarla, hacer de ella una obra propia.

Luego de su recorrido espacial y temporal por las calles de la ciudad,
Balboa se tropieza con la realidad nada grata de una central de autobuses (¿?) […] por la simple razón de que en mil quinientos y tantos no había trabajo por falta de modernidad y en mil novecientos y tantos, casi dos mil, no hay trabajo por demasiada modernidad, y la conclusión es la misma: dejar casa, familia, pertenencias, lo de uno, lo esencial, y viajar hacia La Frontera, donde se acaba la Nueva España y comienza el Imperio Nortense. (Crosthwaite 24, el resaltado es del texto original)

Lo primero que llama la atención en este pasaje es la comparación de los distintos tiempos que se relatan. No son tiempos específicos porque cada uno da la idea de un siglo entero: mil quinientos y tantos, mil novecientos y tantos. Pero a la vez sí son específicos porque finalmente sirven como una ubicación temporal, pues cumplen el propósito de la datación que es, para Ricoeur, asignar una fecha y “un lugar cualquiera en el sistema de todas las fechas posibles, a un acontecimiento que lleva la marca del presente y, por implicación, la del pasado o del futuro” (904). La datación sintetiza el presente que es identificado con cualquier otro momento de la historia. Ante esa realidad nada grata, Balboa entiende que para poder entrar a la Historia de la manera en que él quiere ser recordado tiene que despojarse de algo, y abandona casa, familia y pertenencias. El despojo, elemento esencial de la Historia y también del propósito de “obrar la Historia”, hace acallar la memoria individual en aras de sustentar un acervo, un conjunto de tradiciones, mitos y símbolos de un pueblo o de una cultura. El despojo legitima, por tanto, una sujeción social y cultural.

           El pasaje arriba citado comprueba que el narrador está contando la historia desde su presente, pues notamos que cuando habla de mil quinientos y tantos usa el pasado imperfecto, “no había trabajo”, y en mil novecientos y tantos utiliza el presente, “no hay”. Pero cuando el narrador localiza a Balboa en una central de autobuses y escribe estos signos: (¿?), que dan idea de desconocimiento o ignorancia, entendemos que ha habido un gran salto en el tiempo, y el futuro que el protagonista vislumbraba ya lo ha alcanzado. Por tanto, la Historia que se ha reproducido se puede entender como una “producción intelectual y secular” (Nora 9). El exilio que comienza en la central de autobuses le ofrece a Balboa una posibilidad de recuperar aquello de lo que se ha tenido que despojar y de cambiar el curso de la Historia de manera que lo que se recobre sea mayor que lo perdido. El protagonista se propone “obrar” la Historia y no padecerla en el proceso de despojo. El viaje en autobús también impide que Balboa sea despojado por la Historia (intelectual y secular) de su esencia, identidad y oficio, lo más importante que el protagonista desea conservar.

          El espacio/tiempo que Balboa requiere para llevar a cabo su proyecto de vida no existe en Mexicco-Tenochtitlan en mil quinientos y tantos, pero existe en La Frontera en el siglo veinte: “Balboa y Florinda rumbo a La Frontera de la Nueva España en un autobús Tres Estrellas ―asientos 25 y 26―, tomados de la mano, ojos más que abiertos. El autobús avanza por las carreteras mientras que por la ventana pasan bosques y desiertos, pueblos y ciudades. La realidad se traslada a noventa y cinco kilómetros por hora” (Crosthwaite 32). La realidad avanza a medida que se desplaza el autobús por el espacio y el tiempo. Pero ¿por qué Balboa ha elegido ese espacio y ese tiempo? ¿Por qué La Frontera es un lugar apto para cambiar el rumbo de una Historia nacional y adaptarla a los designios individuales? La frontera es un espacio que se ha resistido al despojo de prácticas, tradiciones, mitos y, sobre todo, de la memoria. La Historia que se come la memoria es entonces la manera en que nuestras sociedades modernas, completamente desmemoriadas e impulsadas por el cambio, organizan el pasado (Nora 8). Balboa está al tanto de la forma en que las instituciones organizarán la Historia de la nación, lo sabemos por esta charla con el Marqués en el momento en que es despedido de su puesto:

 ― Se mojarán los campos y el verde será nuestro color predilecto.
― ¿Y?
― El blanco y el rojo. Sobre todo: el rojo.
― No entiendo.
― El transcurso de los años nos dará una independencia dos imperios la reforma un porfiriato y la revolución.
― ¿Qué tratáis de decir?
― El pueblo surgirá triunfante. (Crosthwaite 22)

Una vez que la Historia se superpone a la memoria, Balboa tiene una revelación del futuro que se torna evidente. Para salir del dominio de la Historia y no abandonar su esencia, incluido su oficio de Conquistador, nuestro héroe necesita un espacio que no haya sido considerado como parte de una Historia oficial. El viaje a través del tiempo y el espacio advierte que La Frontera en La luna siempre será un amor difícil, como uno de los principales espacios de la narración, es este espacio y tiempo ignorados por la Historia nacional. Narrar el espacio de La Frontera desde el presente ignorando su pasado equivale a decir que la frontera no tiene Historia, o que su única Historia viene del presente, de lo que es en relación, dentro del texto, con el Imperio Nortense.

             Tal como el espacio de la novela de aventuras al que se logra acceder para dar sentido a la vida del héroe, según señala Bajtín, La Frontera “se convierte [para Balboa] en concreto, y se satura de un tiempo mucho más sustancial” (para el protagonista), el del presente, y, posteriormente, “entra en relación con el héroe y con su destino” (273). Así comienza la expedición de Balboa y Florinda hacia el Imperio Nortense ―ella se convence de acompañarlo “por el asunto ese de la búsqueda [de la felicidad], palabra tan esdrújula” (Crosthwaite 25). Ya sea como lugar que ofrece un sentido a la vida del héroe o que contiene “la felicidad”, tanto para Balboa como para Florinda La Frontera es un espacio utópico. Lo es en el momento del viaje en autobús pues ahí todavía existe la posibilidad de un plan, un proyecto que puede resultar irrealizable.

            El espacio utópico, dice de Certeau, “protege las armas del débil contra la realidad del orden construido. Las oculta asimismo a las categorías sociales que “hacen historia” porque éstas las dominan. Y ahí donde la historiografía cuenta en pasado las estrategias de poderes instituidos, estas historias “maravillosas” ofrecen a su público (al buen entendedor, pocas palabras) una posibilidad de tácticas disponibles para el porvenir” (28). Del porvenir que ofrece el espacio utópico y de la visión prospectiva de la historia y del espacio que tiene Balboa surge La Frontera. La frontera como espacio utópico y un proyecto personal exclusivo del protagonista. Es necesario un traslado en el tiempo para acceder al espacio utópico. El viaje en autobús representa una ruptura de la linealidad del tiempo que se produce, según José Valles Calatrava, cuando la linealidad cronológica de la historia se quiebra mediante el uso concreto de las anacronías tanto retrospectivas como prospectivas, esto es, la analepsis y de la prolepsis (109). Ya antes del viaje, tanto Balboa como el narrador habían hecho uso de las anacronías, especialmente de la prolepsis. Una vez en La Frontera, el mundo poco a poco se va volviendo familiar, empieza a formar parte de la memoria individual, se asimila el tiempo y aquello que remite a la época de mil quinientos y tantos se vuelve una serie de imágenes anacrónicas:

[Balboa] Mira los restos de su nao hundiéndose para siempre en el furioso mar océano […] Balboa condenado a hundirse también como sus compañeros de viaje […] ¿Qué será de él y de sus aventuras? ¿Cuándo podrá escribir su crónica, su historia verdadera? Adiós conquistador adiós […] El mar océano ha ganado esta batalla. Es la noche triste. Ni modo […] Permite que el agua salada te atrape […] Dile adiós a las nubes, a los cielos. Dile adiós a las muchachas cajeras de Bancomer que tanto te gusta mirar […] pronto la oscuridad envolverá tu cuerpo y serás arrastrado hasta el fondo […] Adiós conquistador adiós te vas para siempre adiós.

Víctima de un naufragio, en la central camionera de la frontera novohispana, Balboa levanta la vista y la tempestad escampa: Florinda regresa del baño. (Crosthwaite 37)

Con el uso del presente, pasado y futuro, del empleo de analepsis y prolepsis, el tiempo o los tiempos narrados en este evento se entrelazan y superponen. Se observa aquí “una superposición explícita”, según define del Toro, que surge cuando un personaje introduce un nivel ficticio (a través de recuerdos o situaciones imaginadas) dentro de una acción ocurrida en el nivel temporal, constituido por el presente en el cual se insertan las anacronías (39). El pasaje contiene distintos segmentos y secuencias accionales acronológicas, lo que provoca que la historia y la ficción se complementen en el uso de los tiempos. El pasado relata la Historia, la derrota de la noche triste. El presente es un momento de transición marcado por el despojo: “dile adiós a…”. El futuro ofrece una variedad de posibilidades que Balboa tiene que hacer realidad por medio de su narración, en primer lugar, y luego a través de la ficción. En el pasaje hay también una circularidad temporal y accional. La circularidad temporal, dice del Toro, se hace presente cuando las analepsis y las prolepsis se emplean simultáneamente de manera que el narrador, que parte de un punto temporal, menciona un suceso del futuro, luego un suceso pasado, para volver al punto de partida (40). El punto de partida de los sucesos antes expuestos es cuando Balboa y Florinda están en la central de autobuses, se narra luego el evento del naufragio, luego el momento de transición que trae consigo un designio: “dile adiós”, para volver al punto de partida temporal y espacial cuando Florinda regresa del baño ahí mismo en la central camionera de La Frontera en el siglo veinte.

Una vez en la anhelada Frontera, el siglo veinte se le revela a la pareja de esta forma: “La Frontera despierta se estira se baña y abre sus compuertas dejando escurrir las olas de gente en camiones en carros en taxis; caminando, todos ellos se cruzan, se enlazan recorren colosales distancias pues el día comienza y no espera” (Crosthwaite 38). Balboa, emocionado por el futuro que le espera, por retomar su oficio que en estas tierras tan cercanas al país más poderoso del mundo le producirá grandes ganancias, “desata una de las cajas, extrae su casco de dos picos y se corona con él. Voltea hacia Florinda pidiendo su aprobación. Ella consiente sin remordimiento, con una sonrisa amplia. “Estupendo” sería una buena palabra, pero sólo lo mira de cierta forma y con cierto gesto…” (35). En este pasaje, hay en los dos personajes una actitud irónica ante el otro y ante el espacio al que se intenta acceder. A lo largo de la obra, la ironía anuncia las maneras en que el protagonista intenta “refigurar” el curso de la historia de los espacios que recorre. Balboa es muy sutil en cuanto a sus críticas y pensamientos sobre Mexicco-Tenochtitlan y La Frontera, aunque también suele ser sarcástico y mordaz a través de las palabras, por ejemplo, en el pasaje de la conversación con el Marqués. En esas actitudes, que el narrador generalmente describe con detalle, se nota la ironía, la burla de aquello que rodea a Balboa, aquello que lo lleva a pensar que el espacio necesita de él, de su orden y de su fuerza como conquistador. Para alardear de su supuesta superioridad cultural, Balboa, apenas se baja del autobús, se “corona” con el sombrero de dos picos. El acto es una forma de expresar autoridad y mando sobre un lugar tan caótico que ni siquiera ha notado su presencia. La Frontera le responde también de manera irónica pues en unos pocos días lo rebajará de conquistador de tierras a un simple lavaplatos de un restaurante de comida chatarra. La narración temporal del protagonista se ve interrumpida por los actos irónicos del espacio, especialmente los que vienen de la cotidianeidad, haciendo que su narración se torne absurda. Es un tira y afloja entre la intencionalidad de Balboa y la historia y el espacio. La novela es una “refiguración mutua”, Balboa trata de acomodar las situaciones históricas y espaciales a sus designios personales, mientras que la historia y el espacio lo van transformando como sujeto social para que siga el curso de los acontecimientos históricos y espaciales de La Frontera. Lo absurdo surge de esta complicación.

Al contrario de lo que ocurre con Balboa, Florinda no tiene muchas expectativas de La Frontera. Antes de darle un sentido a su vida en la ciudad, de encontrar trabajo y ser independiente, en ese primer momento que pisan suelo fronterizo, Florinda sólo desea obtener la felicidad al lado de su marido. Balboa, por su parte, imagina La Frontera desde el mismo instante en que decidió despojarse de sus pertenencias. A partir de ahí, la evocación del espacio deseado (utópico) se emplaza y se arraiga en La Frontera, apenas se bajan del camión. Ahí comienza a conformarse la memoria. En toda aquella realidad que pasa por sus ojos, “tránsito pitidos murmullos solicitudes exclamaciones de la ciudad” (Crosthwaite 40), la figura histórica del Conquistador se pierde en la atemporalidad de la narración y toma una existencia absurda. Esta es la reacción irónica que el espacio tiene de él. El espacio y el tiempo que recién ocupa Balboa en La Frontera, su nueva imagen del mundo es, como la llama de Certeau, la ciudad-panorama: “un simulacro ‘teórico’, en suma, un cuadro, que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas” (104-105). Ignorando la memoria colectiva de La Frontera, la historia y las prácticas sociales, Balboa intenta convertirla en el espacio en donde su proyecto de héroe pueda realizarse.

Así pues, tenemos dos fronteras, ambas surgidas de la Historia. El final del viaje en autobús también revela el lugar de la región fronteriza del norte dentro de la Historia nacional mexicana. Esa Historia cuya verdadera misión es suprimir y destruir la memoria (Nora 9). Ir de un espacio a otro sin recorrer a la vez el tiempo de manera cronológica representa, desde mi perspectiva y a partir de este análisis, la visión que por mucho tiempo tuvo el centro sociocultural mexicano sobre la región norte, considerada como tierra de nadie, sin pasado ni Historia. El trayecto en el tiempo ofrece una perspectiva de la ciudad fronteriza fundada como una especie de “traspatio” de los Estados Unidos y no como un lugar integrado a un territorio y a una Historia nacional. En el texto, lo que permanece en esa ciudad es la memoria individual que finalmente mantiene un lugar llamado La Frontera. La narración permite el conocimiento histórico del espacio del cual se desprende una condición de frontera, aquella que los sujetos otorgan a su particularidad geográfica y a sus propios y particulares deseos de pertenencia. Desde esta perspectiva, los habitantes de frontera crean constantemente discursos de poder, a partir de su cotidiana performatividad en el espacio, y esos discursos no son más que prácticas socioespaciales. No podemos negar, que al Estado le da por regular estas prácticas.

Ahora bien, en esta ignorancia de la frontera como parte de una Historia nacional surge también la frontera de la colectividad, que es la que al final se le revela al protagonista en la cotidianeidad cuando no encuentra tampoco en ese espacio ni en ese tiempo las condiciones para pervivir como figura histórica. El viaje en autobús hasta el presente en donde la frontera no forma parte de la nación, aquella que Balboa vislumbraba cuando recorría las calles de Mexicco-Tenochtitlan, rompe la continuidad en la narrativa dominante que armoniza la Historia nacional. Una vez en La Frontera, los discursos de la memoria individual que obtenemos de los personajes que la habitan, incluso de Balboa y Florinda que aún están en proceso de adaptación, renegocian los términos del progreso nacional. Tales discursos como parte de la ficción descubren y exploran las distintas significaciones temporales que la memoria da al espacio, mismas que la Historia nivela o hace desaparecer. La función de la ficción dice Ricoeur, es descubrir y explorar estas significaciones (914).

En esos recorridos tan propios de un conquistador de tierras, Balboa descubre La Frontera a través de las imágenes caóticas de la cotidianeidad: “La Frontera es una larga espera. Testigos de ello son las colas de carros frente a la garita internacional y los expendios de licores, servicio las 24 horas. La Frontera es una larga espera, pero a la vez es una gran desesperanza que llega cuando nadie la invita, generalmente a la hora de comer” (Crosthwaite 39). La frontera es margen y límite. La frontera como margen se le revela al protagonista como “una gran desesperanza”. Después de cruzarla (ilegalmente), el protagonista se enfrenta a aquello que es totalmente desconocido, que no forma parte ni de su memoria ni de su Historia:

Al abrir la cajuela del carro de su tío Decoroso, en donde Balboa había cruzado La Frontera de la Nueva España, todas las maravillas del mundo entraron y lo envolvieron como una inversa caja de Pandora. No tenía duda: había descubierto El Dorado y su hazaña era mucho mayor que las de Cortés, Pizarro, y su homónimo Núñez de Balboa, todas reunidas y analizadas por la historia. (99)

Cruzar la frontera y encontrar este mundo de posibilidades le ofrece al protagonista la oportunidad, según él mismo considera, de cambiar el curso de su realidad y, por tanto, el de la Historia en donde él tenga un lugar relevante. La revelación del tiempo y del espacio como imágenes que atraviesan su vista y, poco a poco, se tornan imágenes de la mente es la versión de Balboa del llamado “sueño americano”. El sueño americano es y ha sido un gran pretexto para hacer de la frontera, como espacio-tiempo, un objeto estático. La luna siempre será un amor difícil juega con esta visión y, desde la ficción, la ironía y lo absurdo, la frontera de la Historia y de la colectividad se cambia y se ajusta según los contextos y a través de las narraciones de los sujetos que tienen la finalidad de alcanzar ambiciones y aspiraciones personales modificando, a conveniencia, las condiciones del tiempo y del espacio.

            De igual manera, La Frontera de ambos lados, es decir la de la Nueva España y la del Imperio Nortense, resulta en una imposibilidad para Balboa. Su intento por modificar la Historia de manera que su figura de héroe no se pierda se traduce en una serie de derrotas. Balboa cruza ilegalmente La Frontera dos veces. En la segunda solamente es capaz de encontrar un trabajo de lavaplatos. En ese momento, lo único que lo mantiene en pie es la relación con “la rubia Marián”, mesera del restaurante. La distancia y el tiempo han hecho estragos en la relación entre él y Florinda. En el Imperio Nortense y luego de una jornada de trabajo, Balboa sale a caminar pensando en que todavía le falta mucho por conquistar, que aún no ha logrado su cometido, y es sorprendido por dos guardianes que lo atan y lo suben a un camión.

Aún no había llegado el momento. Le restaba mucho por conquistar. Trató de explicarles a los guardianes, invocó su masculinidad, su indulgencia, su muy varonil comprensión de estas cosas. Balboa no quería volver, todavía no; pero viajó de nuevo a la Nueva España y sus pensamientos, sin otra opción, regresaron a Florinda, a las piernas delgadas brillosas oscuras y pulcras de su amada Efe, con quien era necesario hacer tregua, inventar la paz. (120)

La intención del protagonista es realmente muy personal.  La presencia de Florinda en el viaje no representa más que una compañía para el héroe. Para Florinda en cambio, la razón del viaje era la búsqueda de la felicidad al lado del ser querido. La Frontera es también el motivo de distanciamiento entre la pareja. La Frontera es para Balboa una eterna derrota, mientras que para Florinda se convierte en un hogar, el hogar que no tenía en Mexicco-Tenochtitlan al lado de un padre alcohólico y una madre abnegada. Su autosuficiencia en una ciudad tan caótica como La Frontera lleva a Florinda a tener su propio apartamento, un trabajo estable y un grupo de amigas con quienes hace vida social. Florinda, al contrario de su amado que da forma a su intención en su cabeza, lejos de toda realidad espacial y temporal, funda sus sueños y deseos de superación en las oportunidades que el tiempo y el espacio le ofrecen. En una carta que le escribe a su amiga Auachtli, Florinda le cuenta: “A veces escucho canciones que solicitan mi regreso. No vuelvo por ahora, Auachtli. Mis planes han cambiado. No estoy en La Frontera por las mismas razones. La gente que frecuento no es la misma, no quiero decir más. Creo que hay cosas en este Nuevo Mundo que debo hacer, no sé cuáles, pero a su debido tiempo estaré haciéndolas” (162). Florinda se mueve con la corriente y por eso el espacio le devuelve victorias. Florinda ve al espacio como lo llama Kaiser, “spaces of becoming”, esto es usar la frontera como una posibilidad de eventos, la performatividad de adapta a esos eventos. Balboa por su parte se propone modificar todo a su alrededor, “a estabilizar, naturalizar y esencializar la frontera” (522-23), y eso lo lleva al fracaso ideológico, amoroso, profesional y familiar. Lo único que se sabe de Balboa luego del último encuentro con Florinda es que no vuelve ni a Mexicco-Tenochtitlan ni a España. Florinda sigue con su vida en La Frontera, con nuevos amigos y pretendientes. La Frontera de la Nueva España, dice el narrador, “ahí está todavía, marcando un límite que muchos se atreven a cruzar sin la debida autorización” (174).

La narración de los protagonistas, como parte de la ficción no solo descubre, sino que explora las distintas significaciones temporales que la memoria, la rutina y la Historia le otorgan a la frontera como diversos espacios y contextos sociales, lingüísticos y geográficos. Balboa lleva la narración a lo absurdo, su discurso se vuelve fútil, sin embargo, adquiere importancia como parte de las significaciones de la frontera una vez que se pone de relieve, al lado de las narraciones de aquellos que lo acompañan, especialmente la narración de Florinda. De Conquistador y héroe, Balboa es reducido por La Frontera a un sujeto débil, vencido y, paradójicamente, conquistado. Su narración absurda, fuera de todo marco lógico previsible, es, como decía de Certeau sobre el espacio utópico, un arma contra la realidad del orden construido. Florinda sigue este orden, escribe la historia según lleva a cabo actos prudentes, sensatos y realistas, siempre moviéndose con la corriente, acomodando la performatividad según los eventos. La performatividad de Florinda da ocasión al cambio, escribiendo la Historia a través de las prácticas sociales individuales y colectivas.

Las condiciones de la frontera las produce, sin duda, el sujeto. El sujeto que no necesariamente es el migrante, sino el hombre o la mujer habitante, el obrero, el profesional, el líder, el maestro de escuela, la mujer que intenta ser independiente, el héroe en busca de aventuras, el iluso, el idealista, el joven de clase alta que vive en un mundo virtual y globalizado, en fin. Los imaginarios que la frontera norte mexicana como objeto de la historia genera son coherentes con un concepto surgido de sus particularidades, su tiempo, su espacio. Bajo estas condiciones se producen conductas, ideales, valores, gustos y apreciaciones que se exploran y manifiestan en el terreno de la ficción. La frontera en la literatura mexicana contemporánea se vuelve diversos contextos de enunciación que exponen una realidad fronteriza no como ambiente totalizador, sino que depende de los acontecimientos y las representaciones de los sujetos que les dan forma a través de las prácticas sociales según sea conveniente y útil para sus proyectos personales.

[1] Playas de Tijuana es una delegación municipal de la ciudad de Tijuana, Baja California. Se localiza en la costa oeste de la ciudad.

[2] Los géneros narrativos que antes mencioné, que caracterizan la escritura de la novela.

 

Bibliografía:

Arendt, Hannah. De la historia a la acción. Translated by Fina Birulés, Paidós, ICE, UAB, 2008.

Bajtín, Mijaíl M. Teoría y estética de la novela (selección). Translated by Helena S. Kriúkova y
Vicente Cazcarra, Taurus, 1989.

Bourdieu, Pierre. El sentido práctico. Translated by Álvaro Pazos, Taurus Ediciones, 1991.

Crosthwaite, Luis Humberto. La luna siempre será un amor difícil. Ediciones Corunda, 1994.

De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. Translated by Alejandro Pescador. ITESO, 1996.

Del Toro, Alfonso. Los laberintos del tiempo. Temporalidad y narración como estrategia textual
y lectoral en la novela contemporánea.
Vervuert, 1992.

Houtum, Van Henk. “Remapping borders.” A Companion to Border Studies, edited by Thomas M.
Wilson and Hastings Donnan, Wiley Blackwell, 2016, pp. 405-18.

Kaiser, Robert J. “Performativity and the Eventfulness of Bordering Practices.” A Companion to
Border Studies
, edited by Thomas M. Wilson and Hastings Donnan, Wiley Blackwell, 2016, pp. 522-37.

Nora, Pierre. “Between Memory and History: Les Lieux de Memoire.” Representations, vol. 2, 1989, pp. 7-24.

Ricoeur, Paul. Tiempo y narración: el tiempo narrado, vol. 2. Siglo XXI, 1996.

Valles Calatrava, José R. Teoría de la narrativa. Una perspectiva sistemática. Iberoamericana y Vervuert, 2008.

 

Perla Ábrego Quintero es profesora asociada y coordinadora del programa subgraduado de español en la University of Texas Permian Basin. Obtuvo el Doctorado en Literatura Hispana por la Vanderbilt University en 2011. Ha colaborado en diferentes publicaciones académicas en los Estados Unidos y México y ha participado en conferencias sobre literatura y cultura. Sus líneas de investigación son la presencia de la frontera México-Estados Unidos en textos literarios mexicanos, los estudios fronterizos y expresiones culturales y lingüísticas en territorios de contacto.

La cartografía narrativa de Placeres en el espacio literario de Jesús Gardea

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Resumen: Jesús Gardea narrador chihuahuense de finales del siglo XX junto con otros escritores fronterizos, instauran en la historia literaria de la cultura mexicana, lo que se ha denominado la literatura del desierto. La identificación con el lugar, el espacio físico referido en la ficción refuerza una seña de identidad, como si la narración obedeciera a una necesidad de articular el paisaje al propio ser, como una prolongación de sí mismo. La Literatura del Norte y en particular, la denominada literatura del desierto expresa la problemática del hombre contemporáneo frente a los procesos globalizadores, una agobiante posmodernidad que somete la condición humana a las vicisitudes de la existencia. Un acercamiento a la narrativa de Gardea permitirá dilucidar la manera en que la literatura otorga a través del lenguaje y de la ficción, las señas de identidad que le son inherentes a una región, que, en este caso, alude al norte de México. En este trabajo se busca explorar las posibilidades de análisis de la geocrítica de Bertrand Westphal como una cartografía para el estudio del espacio literario en la obra narrativa del escritor chihuahuense Jesús Gardea. Se pretende aplicar los principios teóricos y metodológicos de la geocrítica al estudio de Placeres en tanto espacio ficcional, un “mundo posible” con un fuerte valor simbólico que refiere la realidad del norte de México a partir de una cartografía narrativa que refleja la problemática del hombre contemporáneo en relación con el espacio, el lugar y el territorio, uniendo así la crítica literaria entre la geografía y la literatura.

Palabras clave: cartografía narrativa, espacio literario, mundos posibles, geocrítica.

 

El espacio literario como cartografía narrativa

Un paisaje no es la descripción,
más o menos acertada,
de lo que ven nuestros ojos,
sino la revelación de lo que está atrás
de las apariencias visuales.
Un paisaje nunca está referido a sí mismo,
sino a otra cosa, a un más allá.
Es una metafísica, una religión,
un ideal del hombre y el cosmos.

Octavio Paz.

 

         Jesús Gardea, escritor chihuahuense, edifica el mundo de Placeres, un espacio que más allá de una topografía cuyo referente es su natal Delicias, construye una cartografía narrativa donde los personajes transitan por diferentes parajes y atmósferas que vislumbran las complejidades de la naturaleza humana sumidas en la aridez del llano y el desierto. Placeres en el universo ficcional de Gardea es una muestra evidente de la fundación del espacio en la literatura hispanoamericana, una cartografía narrativa cargada de símbolos con los que se identifica y la forma como la naturaleza se ha transformado en el “topos” y que se verbaliza artísticamente en el “logos” desde la propuesta que esboza Fernando Aínsa (2006) en torno a una geopoética latinoamericana. Placeres es la atmósfera y espacio que cobija a sus pobladores, pero a su vez se erige como un personaje más en el mundo construido. Más allá de la imagen estática del espacio geográfico, es una imagen dinámica que, imbuida de elementos simbólicos, propicia la edificación de una geopoética. Una cartografía literaria que conlleva una poética de la desolación y que hace de Jesús Gardea uno de los novelistas medulares en la denominada Literatura del Norte o literatura del desierto en el México de fines de siglo XX.

         El intento creador del escritor de proyectar en la narrativa una cartografía, obedece al afán de hacer sentido o de darle forma al mundo para que se vuelva legible. En esta interacción que se realiza en la operación de leer, diversas son las rutas que se trazan según este mapeo. Si el escritor es el cartógrafo, el crítico es un navegante, como lo ha señalado Robert Tally (2012) quien traza a su vez nuevos mapas en el proceso de recorrer el texto, la narrativa que ha sido configurada como un acto espacialmente simbólico. Bien ha señalado Bertrand Westphal (2007), al enfatizar las relaciones entre la escritura y la geografía, que el espacio literario es, a fin de cuentas, un espacio real, material y geográfico, imaginado y representado por un lenguaje. Identificar entonces las coordenadas de esta cartografía literaria será la única forma posible para navegar y transitar por las obras literarias, tratando de descifrar el sentido o la forma en que las narrativas intentan darle forma al mundo en cuestiones de significación.

          Fernando Aínsa (2006) al hablar de una geopoética latinoamericana señala que el espacio americano apareció desde el primer momento a los ojos de Occidente como un lugar para el despliegue de un prodigioso imaginario geográfico que ha tenido como referentes, la selva, la pampa, las altas cordilleras, el llano, el desierto o las grandes urbes, en un afanoso proceso de bautizar la realidad, es decir, ir de un proceso del topos al logos, edificando palabras nuevas con apasionantes grafías que han hecho inteligible el propósito de descubrimiento y de conquista de la América indómita. Por ello, las cartografías literarias de esta geopoética latinoamericana se sustentan en estos “mapas narrativos” que cumplen la función de ser una imagen y representación del mundo, pero también un instrumento de descubrimiento y conquista. El escritor como cartógrafo va integrando conjuntos simbólicos con un sentido común, un mundo de significaciones suficiente para permitir tanto la reconstrucción de espacios de origen, como la recuperación de un lugar privilegiado del “habitar”. De ahí que se puede aseverar que la geografía es una metáfora, en tanto que representa hechos sociales y existencialmente relevantes bajo la forma de la abstracción de un territorio (Tally 2008).

          Desde una conceptualización estrictamente literaria de la geopoética y según la postura de Franco Moretti (2000), habría que señalar también la correspondencia entre la cuestión de género y la del espacio. Según Moretti, cada género literario tiene su geografía, su geometría prescrita. Sugiere que las características formales de una obra informan la imagen de los lugares que ella propone “des formes différentes habitent des espaces différents”[1] (43) y que recíprocamente, los lugares aludidos por la ficción influyen sobre la escritura “les choix stylistiques sont liés à la position géographique: l’espace agit sur le style (…). L’espace et les figures s’entremêlent[2] (52) y sobre el contenido del relato chaque espace détermine, ou tout au moins, encourage, un type d’histoire différent (…). Dans le roman moderne, ce qui se produit dépend étroitement de l’endroit où cela se passe”  [3] (83).

          El promover entonces una geocrítica en torno al estudio del espacio o la cartografía literaria, no es más que esbozar una poética donde el objeto ya no será el examen de las representaciones del espacio en la literatura, sino las interacciones entre los espacios humanos y la literatura, una mejor contribución a la determinación de las identidades culturales. La geocrítica se propone estudiar no solamente una relación unilateral (espacio-literatura), sino una dialéctica verdadera (espacio-literatura-espacio) que implica que el espacio se transforma en función del texto que anteriormente lo había asimilado. Las relaciones entre literatura y los espacios humanos no son entonces fijas, sino perfectamente dinámicas. El espacio traspasado a la literatura influye en la representación del espacio real (referencial), y sobre este espacio se activarán algunas virtualidades ignoradas a donde se reorientará la lectura.

          En el contexto literario, los autores pueden elaborar una cartografía de los espacios sociales de su mundo, reacomodarlos a través de la palabra poética y otorgarle un sentido particular. El lector geocrítico lee los mapas ficcionales trazados por el autor, recorriendo a su manera, apelando a un procedimiento de una cartografía cognitiva y de unas teorías espaciales, con la finalidad de analizar la producción del espacio dentro de la obra literaria. Es así, que se establece la dinámica o el proceso dialéctico que transita de la cartografía literaria a la geopoética del espacio.

          Si el espacio literario en la narrativa contemporánea puede ser interpretado a la luz de una geopoética, esto conlleva también a contemplarlo como una cartografía. La narrativa en sí es una forma de trazar un mapa, organizando la información obtenida de la vida en abstracto para obtener patrones reconocibles, bajo el entendido que el producto final es ficticio, una mera representación de espacio y lugar, cuya función es ayudar al “espectador” o cartógrafo, lector o escritor, a hacer sentido del mundo. En Maps of the Imagination, Peter Turchi (2004) establece que toda forma de escritura es cartográfica hasta cierto punto, pero que narrar es esencialmente una forma de trazar mapas, de orientarse y orientar a los lectores en un espacio concreto. El narrador, como el cartógrafo, determina las fronteras del espacio que será representado, elige qué elementos serán incluidos, establece el alcance y la escala, y así sucesivamente. En la producción narrativa, el autor también produce el mapa de espacio, conectando al lector con el universo de la ficción. La narrativa es, por tanto, un acto espacialmente simbólico, en tanto que establece una cartografía literaria para el lector.

 

La literatura del desierto: seña de identidad del norte de México.

 

Todo espacio que se crea en el espacio del texto instaura una
gravitación, precipita y cristaliza sentimientos,
comportamientos, gestos y presencias
que le otorgan su propia densidad
en lo que es la continuidad exterior del espacio mental.
En resumen, en la creación de lo que es un espacio estético.
(…) Donde termina un espacio real, empieza el de la creación.

Fernando Aínsa.

 

          La narrativa actual incide en una de las preocupaciones más transcendentales del pensamiento moderno, haciendo girar las historias en torno al individuo y al espacio —urbano generalmente—, es decir, al hombre y al medio que comúnmente éste habita. Es cierto que los personajes suelen configurar el eje de las historias, pero el reflejo de su existencia no tendría el alcance deseado por los escritores de no ser por la riqueza textual proporcionada por el protagonismo del espacio en que estos viven, es decir, del marco ambiental urbano, y en ocasiones rural, que pone de manifiesto la relevancia significativa de los pequeños mundos recreados. Así, dirá Natalia Álvarez Méndez (2003), aunque los autores persigan mostrar la psicología y la vida de sus personajes, necesitan para ello servirse del lenguaje de las relaciones espaciales para reflejar ese complejo microcosmos de experiencias entretejidas (567-568).

          El norte de México, tierra inhóspita y bárbara, se convierte a finales del siglo XX, en una topografía que más allá de circunscribirse al paisaje realista, se resignifica en la configuración de espacios simbólicos, de mundos imaginarios que constituyen una cartografía narrativa fincada en referentes geográficos que dibujan la realidad de un México desconocido cuyo protagonismo no había emergido en la esfera literaria de nuestro país. Ubicarse en el norte de México, literariamente hablando, no sólo es reconocer una perspectiva estética de la realidad geográfica, es una invitación a contemplar otra faz de nuestro convulso país que sirve como referente y como mundo posible para problematizar las vicisitudes del hombre posmoderno, más allá de cualquier atadura regionalista, desprovisto de elementos pintorescos o costumbristas, pero sí otorgándole una cuña de identidad que rescata la soterrada condición humana. Los escritores norteños, entre los que destaca la figura del chihuahuense Jesús Gardea, fueron forjadores de un legado cuya narrativa posibilitó la ubicación y resignificación del norte de México en el ámbito cultural y que le ha dado a la literatura una veta que ha sido consolidada por escritores de la frontera, de la narcoliteratura y de la literatura de la violencia.

          La Literatura del Norte es la expresión de los valores culturales de una región y en este sentido, la narrativa de Jesús Gardea proyecta una visión particular de la cultura del llano chihuahuense. La creación de mundos imaginarios como Placeres está fuertemente enraizada en la referencia geográfica chihuahuense y revelan cómo la vida del hombre moderno se ha visto amenazada por situaciones que tienden a producir la disgregación de la identidad. La soledad se presenta como el hilo conductor de la existencia, al tiempo que las pertenencias sociales tienden a diluirse y la identidad se ve eclipsada por una existencia sin sentido.

          Víctor Barrera Enderle (2014) explora el significado implícito cuando nos referimos a la Literatura del Norte. Desde una perspectiva geográfica, argumenta el crítico regiomontano, el norte ha sido calificado con adjetivos determinantes como una zona desértica, desolada, lejana, agreste, fronteriza, extremosa, polvorienta, violenta. Un lugar que se ha definido en oposición a algo exterior: el centro del país, el sur de Estados Unidos. Quizá por ello, la determinación geográfica le impuso a esta literatura, un tono exaltado en la confección del relato de la identidad regional (52).

          Por otro lado, dentro de la topografía norteña, emerge un espacio físico, aún más delimitado y que encierra un mundo simbólico, donde la ficción cobija la develación de una serie de problemáticas sociales, estéticas y filosóficas, al pretender horadar en los recovecos más profundos del hombre, en relación no sólo con su entorno, sino también con su condición de estar en el mundo. Es así como la imagen del desierto irrumpe no sólo cómo un paisaje más, sino como un escenario que se irá metamorfoseando en ambientes, fuerzas temáticas e incluso, en una especie de personaje que arropa y encarna a las figuras que habitan en las cartografías narrativas que serán fabuladas por los escritores norteños.

           Según enfatiza Miguel Rodríguez Lozano (2003), los escritores norteños contemplan el desierto no sólo desde fuera, sino también, pudiera decirse, desde dentro, y lo ven como paisaje o como agente propulsor de historias, temas y sensaciones. Gerardo Cornejo, Jesús Gardea, Daniel Sada, Ricardo Elizondo por citar a algunos nombres, han construido varias de sus historias a partir de la presencia del desierto que explícita o implícitamente se convierte no pocas veces en parte trascendente de lo que se cuenta. No por ello, y considerando la producción literaria del norte, explica Rodríguez Lozano, existe una literatura exclusiva y dedicada únicamente al desierto, en cuanto que la misma diversidad del espacio desértico, más que restringir, pluraliza los efectos estéticos. De ahí que la majestuosidad del desierto varía de un autor a otro y que, más que el desierto concreto, el clima árido y el sol sean la guía estructural-ambiental de las obras. En este sentido, el desierto cumple varias opciones en las propuestas estéticas de los criterios y ante los posibles lectores. El desierto se encuentra entre los extremos del bien y el mal, de lo feo y de lo bello, de la vida y la muerte, de lo conocido y lo desconocido, de lo ya visto y lo inesperado. Todo ello acentuado por esas vastas extensiones en las que el clima no da pie a concesiones, ni a exquisiteces de ningún tipo.

(…) el desierto no se reduce en cuanto tema o paisaje, más bien se extienden sus posibilidades para fortuna de la literatura y del lector (…) Todos han hecho del desierto un lugar que es posible disfrutar literariamente, con o sin las sofocaciones que en la realidad puede causar dicho paisaje (Trujillo 2004, 538-539).

          La identificación con el lugar, el espacio físico referido en la ficción refuerza una seña de identidad como si la narración obedeciera a una necesidad de articular el paisaje al propio ser, como una prolongación de sí mismo. La Literatura del Norte y en particular, la denominada literatura del desierto expresa la problemática del hombre contemporáneo frente a los procesos globalizadores, una agobiante posmodernidad que somete a la condición humana a las vicisitudes de la existencia. Pese a ello y como dice Eduardo Antonio Parra:

El norte de México no es simple geografía: hay en él un simple devenir muy distinto al que registra la historia del centro del país; una manera de pensar, de sentir, de actuar y de hablar derivadas de ese mismo devenir y de la lucha constante contra el medio y contra la cultura de los gringos, extraña y absorbente. (Guzmán, 2009, p. 31)

          Esta franja fronteriza cobra personalidad propia y muestra diferencias sustanciales del modo de ser del mexicano que habita en la capital del país. Esto puede apreciarse no solo en la manera en cómo se relaciona con la naturaleza que suele ser un paraje con un clima extremoso que incita a sus pobladores a sortear sus inclemencias, sino también en un carácter y una forma de ver la vida con más temple de ánimo para desafiar los retos cotidianos, mismo que pueden percibirse en su forma de vestir, de hablar y en sus relaciones humana.  Continúa Parra, afirmando que:

(El Norte) No es un espacio geográfico-cultural homogéneo, el norte de México no es sólo uno, sino muchos, y cada una de sus zonas geográficas y literarias posee cualidades propias, aunque corra entre la obra de nuestros escritores un cierto aire de familias. (Gewecke 2012, 111-127)

          En este Norte Mexicano también se da la pluralidad que incorpora la frontera, los parajes serranos, el llano y el desierto. Pese a estas peculiaridades topográficas, es fácil identificar estos territorios comunes, como los denomina Parra “aire de familias” que muestran un parentesco cultural por el solo hecho de habitar en esta latitud norteña.

          Una aproximación crítica a la narrativa de Jesús Gardea nos permite vislumbrar la manera en cómo la oleada de escritores pertenecientes a la ya canónica literatura del desierto, han hecho del Norte una presencia topográfica que se aleja de la imagen plástica del paisaje, convirtiéndolo en una figura con mayor fuerza semántica y que traza una cartografía narrativa en las esferas de la ficción, lo que permite al lector, transitar y recorrer espacios simbólicos, mundos imaginarios que proyectan la problemática del hombre contemporáneo, más allá de la referencialidad geográfica a la que pertenecen.

 

Jesús Gardea, fabulador de Placeres.[4]

 

           A lo largo de toda su obra, tanto en poesía, como en el cuento y la novela, Jesús Gardea ha utilizado el espacio como la configuración de las atmósferas de amargura y desencanto que envuelven un paisaje desolado y árido. Con un denso lirismo en el discurso construye un recurso para presentar la abrasadora geografía del norte de México. Dueño de una voz parca y evocadora, de una prosa pausada y certera consigue una belleza hosca emparentada sin lugar a duda por el vínculo tan particular que establece con la naturaleza árida del llano chihuahuense. Es por ello, y como lo ha expresado Vicente Francisco Torres (2012), que sus libros están llenos de “interrogantes, luces, ecos, silencios, fríos, vientos y sopores, una prosa que, aunque pueda calificarse de opresiva y misteriosa, no deja ante todo de ser bella en su expresión” (143). Desde su primera novela, La canción de las mulas muertas (1981), el espacio, Placeres, está delineado con mayor detalle en sus contornos físicos, pero también en su dimensión mítica y cósmica. Placeres es el lugar de los murmullos, “la pudrición del silencio” (Gardea 2003, 32), Placeres es el lugar en que todo “era…imaginaciones” (Gardea 2003, 84), asolado pueblo por las tolvaneras de marzo y el inclemente calor de agosto; la soledad de Placeres es cósmica: Este llano de Placeres abarca a todo el mundo, señor Góngora. Es mucha la soledad(Gardea 2003, 111).

          Placeres parece ser una región del mismo sol, por lo que el calor desquiciante se convierte en leitmotiv de la narrativa de Gardea: una y otra vez éste construye afortunadas metáforas e imágenes que se sostienen en la presencia del sol devastador. Pero no sólo eso dirá Ignacio Trejo Fuentes (1982) al aludir a esa característica infernal que define el carácter de los habitantes de Placeres y por ello son seres inmóviles, fantasmales, sofocados. “Estos parecen vivir (sobrevivir) sólo para sí mismos, gracias a su milagro individual; el resto no existe sino circunstancialmente, de modo que las relaciones que se entablan entre ellos dentro de la obra de Jesús Gardea son siempre hoscas, hostiles” (Trejo Fuentes, 1982, 66). El mismo Gardea consideraba que la peculiaridad del clima en el lugar que habita repercute en su manera de construir un lenguaje que también se caracteriza por esa parquedad reflejo de la aridez de la naturaleza que lo circunda:

El entorno geográfico, el clima, el sol, que es un sol muy especial; yo supongo que eso de alguna manera se entrelaza con mi escritura. La cuestión de lidiar con este paisaje (…) que es un paisaje sin grandes atractivos, y lidiar con el sol, con la luz tan fuerte, supongo que se refleja en la economía del lenguaje. Este sol duro y este cielo duro y este paisaje duro me obligan a manejar las palabras también con dureza, en el sentido de que tengo que darles la mayor exactitud posible (Mendoza 1989, 5).

          La clave para penetrar y comprender la formulación discursiva de la narrativa de Gardea es la aridez, la cual se hace tangible en la propia construcción sintáctica y en el lenguaje. Las frases de Gardea se caracterizan por su sintetización, por estar constantemente buscando la expresión más comprimida y depurada. Su lenguaje se condensa y purifica para mostrarse a través de la mínima expresión. Tanto la sintaxis como el léxico experimentan cronológicamente un proceso que tal vez se podría denominar de reducción (Vilanova 2000, 70).

 

Placeres, lugar de la desolación.

En Placeres nadie sabe nada de nadie.

Pese a las apariencias,

cada quien vive como encerrado en una celda, carceleros del

viento, el sol del verano,

y todos los años repletos de días

que una gasta en gastarse.

Placeres es una tabla de sobrantes

de cuando Dios fabricó el mundo.

Tabla sembrada de nudos.

Ni para quemarse sirve.

Jesús Gardea. Soñar la guerra.

 

          Gardea expresaba que sus personajes eran todos una tropa de infelices, pues el mundo de Placeres en el que ellos habitan y dan cita al autor y lector, es una atmósfera y un ambiente que les rodea, los anega hasta ahogarlos. Pero si el espacio los sofoca, el lenguaje los reivindica; es el laconismo gardeano el que verdaderamente hace que cada personaje, figura o sombra que pulula en el ámbito de ficción, siempre contenga una voz y una mirada. Gardea a través del discurso, se convierte a su vez en un tornavoz para que sigan resonando los silencios, los murmullos, los recuerdos, las voces agónicas, para que sea la palabra la que prevalezca, aunque Placeres se desvanezca como el polvo.

          Para Ysla Campbell (2002), en la obra de Gardea, el espacio narrado –el llano, el desierto- ha penetrado la dimensión mítica. La conformación de Placeres a lo largo de sus novelas incluye una fisonomía cotidiana y al mismo tiempo misteriosa, donde la vida y la muerte mantienen una estrecha relación en situaciones temporales que parecen, en ciertas ocasiones, estar en movimiento.

El espacio narrativo es ya una metáfora de la soledad, del furioso y apasionado silencio con que los personajes observan y viven el devenir, el dolor y la muerte. Vastedad y silencio rodean a esos seres cuyo signo anímico más evidente es la renuncia, el nihilismo llevado a sus últimas consecuencias. (31)

          El estilo de Gardea se sustenta en un lenguaje concentrado, sustanciado en la metáfora con un tono de lacónica oralidad que revela ese tiempo suspendido en el instante privilegiado de la palabra literaria. El tiempo, continúa Campbell, es para el escritor chihuahuense la gran vastedad –fugitiva, avasallante, inasible- que intenta explorarse y apresarse. Como un taumaturgo del silencio, logra ambas cosas con la reminiscencia y la metáfora.

          Otro de los críticos que más han estudiado la obra de Gardea es José María Espinasa (1990) quien señala que, en lo concerniente al espacio, el escritor chihuahuense:

 (…) Privilegia antes que nada la creación de una atmósfera; el polvo calcinado, el cenit donde ‘el sol que estás mirando’ deja sin sombra toda la piel expuesta a su existencia. (…) Las leyendas y giros lingüísticos del norte de México son utilizados como elementos para la construcción de ese tono y esa atmósfera (…) La narrativa de Gardea tiene como fundamento lo entrevisto en las cortinillas de una peluquería, entre los visillos o a través de una puerta entornada, dividiendo así la realidad en un blanco y negro, no moral, sino plástico (156).

          Placeres se convierte entonces en un poblado inundado por una atmósfera recalcitrante que puede sentirse y contemplarse en los espacios cotidianos y en las calles por donde transitan sus personajes, en una especie de claroscuro que evidencia la plasticidad estética de las imágenes que utiliza el autor para referir los efectos de ese sol incandescente en todo lo que abarca su presencia.

          José Manuel García-García (1987) ha logrado empatar en una descripción sucinta la toponimia física y ficcional del mundo gardeano en un artículo donde precisamente señala la importancia de la geografía textual de Placeres con los marcos referenciales del llano chihuahuense y con la fabulación contenida en la narrativa de Gardea donde el espacio literario está cobijado bajo el cielo y el sol ardiente de Placeres: “Jesús  Gardea ha creado un antiparaíso, un pueblo remoto (…) Placeres, tan lejos de la capital y tan cerca de ninguna parte; geografía excéntrica al mito de Macondo y a la historia posrevolucionaria de Comala” (55). Placeres se convertirá en una toponimia textual que está presente en varias obras del autor y cuando deja de hacerlo, la configuración de ese espacio gardeano prevalecerá, aunque no sea nombrado como tal, convirtiendo la cartografía narrativa en una poética de la desolación. Tenemos así a personajes tan emblemáticos como Lautaro Labrisa, “un errante que vivió en el último círculo de la espiral del desierto, purgando la culpa de los ermitaños: monacal, nostálgico, masturbador y enamorado de la ausencia” (55). También Placeres inundará el territorio de la infancia y el recuerdo en los primeros habitantes del pueblo en El sol que estás mirando (1981); continuará con la genealogía de los Paniagua en el texto El tornavoz (1983). Y Placeres será el lugar de riñas encarnecidas entre sus pobladores como puede apreciarse en La canción de las mulas muertas (1981), Soñar la guerra (1984), o lugar de malentendidos, rencillas, robos y castigos en Sóbol (1985) y Los músicos y el fuego (1985).

¡Ay Placeres de mis genealogías! Leónidas Góngora le cantó a las mulas muertas a Fausto Varga y éste perdió su fábrica de refrescos y después para ambos fue la tortura de vivir bajo el sol ardiente de Placeres, y para ambos vino la muerte; Vargas se suicidó, Góngora se dejó matar. Y mientras tanto, seamos sincrónicos, el (místico) tío (loco) Cándido es visitado por los ángeles y los santos, y después de muerto busca a su sobrino Isidro y lo enloquece. E Isidro tuvo un hijo, Jeremías Paniagua, que vivió en un mundo real maravilloso de milagros y conversaciones con el muerto tío (loco) Cándido que le pedía un tornavoz. Y Asís sueña una guerra donde mal organiza a un puñado de hombres para pelear contra el gobierno y fracasa. (…) En los músicos tocan bajo el fuego de Placeres y su patrón y cómplices (Casio, Valdivia, Barbosa y Luján) roban unos objetos innombrables a los placerenses Matos Bistráin, Tanili Amezcua y Mediana. Y mientras tanto, el (aprendiz de) brujo Mauro Tolinga le roba a Sóbol una cucharilla y éste con sus cómplices (Coruco Avitia, Pastorela y Rafles) planean la muerte de Tolinga (56).

          Soñar la guerra (1983), El tornavoz (1983), Los músicos y el fuego (1984) y Sóbol (1985) son cuatro novelas en las que sitúa las acciones y ambientes en el mismo sitio: Placeres. En ellas se reafirma la paradoja entre el nombre del lugar y las condiciones de vida y clima imperantes. Paradójicamente se denomina Placeres a un lugar inhóspito, donde sus habitantes deambulan como sombras famélicas por las solitarias, polvorientas y resecas calles. Allí donde se anida la tristeza, sólo se vive del recuerdo. No hay perspectiva histórica, no hay contacto con el mundo exterior.

          En El tornavoz[5], Placeres es inhóspito, polvoriento, con calles y casas blanquecinas, es el espacio en el que discurre la novela. Más allá del desierto, está Capuchinas, con su parque y su iglesia, lugares a los que el primer Paniagua acostumbraba acudir, el Paniagua mítico, legendario. El Placeres de El tornavoz no difiere gran cosa de los perfiles que asume en La canción de las mulas muertas: con su calor asfixiante, castigador, con habitantes escasamente comunicativos y con perros por todas partes. Se trata de un Placeres cercano a la inmovilidad, carente de progreso. La narración despliega sus historias en las cuatro estaciones del año. Placeres se caracteriza por tener climas extremosos, de modo que la naturaleza es agresiva aún en el invierno. La novela recoge las vivencias de tres generaciones y concluye con el retorno a Placeres del último de la dinastía, luego de 27 años de ausencia. Jeremías Paniagua regresa a Placeres, ya hombre maduro, tal vez en busca de sus raíces, en busca de Cándido Paniagua quien desde el más allá, desde el mito, le habla al sobrino y le pide un tornavoz, por aquello de su antigua afición a las palomas en la placita de Capuchinas  (Pino 1991, 77).

En Los músicos y el fuego (1985) Gardea volvió por sus fueros, según expresa Vicente Francisco Torres (2007), de nueva cuenta:

Se entregó a la escritura deshuesada, a la creación de una atmósfera abrasadora donde habitan unos cuantos lunáticos para quienes los relojes son los auténticos huesos de Placeres, el tiempo muerto y sin esperanza. Frente a la carencia casi total de argumento, Gardea hace suertes con su lenguaje singular, con sus oraciones sin verbo o con éste al final de las cláusulas (125).

          En su pueblo remoto vibran las condiciones climáticas del antiparaíso, las extremas temperaturas de un universo semiárido, “entre el calor asfixiante y las lluvias torrenciales, entre el azote de los vientos o el gélido frío, una suerte de sofocado infierno” (La canción de las mulas muertas, 94), un paisaje en el que “no se ve otra cosa que soledades castigadas hasta la muerte por el sol” (El tornavoz, 75), y donde “no sopla nada de aire” (El tornavoz, 75), o en ocasiones el cielo está tan turbio que parece nocturno” (El tornavoz, 171), un espacio desolado en el que cada quien “vivía como encerrado en una celda. Carceleros el viento, el sol de verano y todos los años repletos de días que uno gastaba en gastarse. Placeres era una tabla de las sobrantes de cuando Dios fabricó las cosas del mundo(Soñar la guerra, 76).

          El espacio en el texto narrativo se encarga de ofrecer coherencia y cohesión al texto, ya que confiere una sensación de verosimilitud al conjunto gracias al ensamblaje total de las piezas que lo integran. Según Antonio Garrido Domínguez (1996) el espacio literario puede convertirse en no sólo en un elemento crucial para la significación total del texto, sino para caracterizar al personaje en cuanto a ideología o a mundo interior y comportamiento. “En este sentido puede considerarse el espacio como metonimia de un personaje” (216). Por ello la importancia de Placeres como espacialidad del mundo gardeano, pues puede afirmarse que “contamina” tanto la naturaleza propia del lugar como la caracterización de sus personajes, esas figuras sombrías que transitan por sus calles.

Ya que le convierte en un elemento caracterizador de él, tanto en lo que se refiere a su ideología o su personalidad, como en lo que afecta a su comportamiento. El espacio en el que viven los personajes es una proyección de ellos mismos, una imagen que los delata (Becerra 2002, 35).

          A Placeres se le podría considerar un entramado de trazos y límites fantasmales, cuya línea última estaría marcada por los rayos del sol que pueden andar a sus anchas invadiéndolo todo, creando un paisaje es impreciso, inatrapable, una luz del desamparo. En Placeres, como en la Comala rulfiana o el condado faulkneriano de Yoknapatawpha, el autor apunta a lo mismo, a la reconquista de un espacio imaginario. Los personajes de Gardea son todos reflejos de ese sol que, invencible, sombrea, con su magnificencia, aquello que no alcanza a lo largo y ancho de Placeres. La tesitura en la que se desenvuelven aparece teñida de claroscuros: según el sol se les unte o los abandone, así como la ciudad es distinta para el que viene del desierto o del mar.” José María Espinasa (1990) resalta que los personajes de Gardea, a propósito de cómo el destino se manifiesta en ellos, no se quejan, viven su vida y le dan profundidad. La letargia en que los personajes viven es ausencia de tiempo” (156). Son todos entes que actúan a expensas, y a su pesar, del sol de todos los días, y cuando éste falta, en esas raras veces, aparecen descoloridos.

El infierno de la calle, en Placeres, tenía sus trastiendas, sus hornos con boca a la luz. El aire de los hornos sofocaba hasta la muerte el alma; sabía a lodo seco. De ese lado del fuego, el aire, en cuanto tocaba el cuerpo, costra, camisa ingrata. La luz y la sombra, abismos afuera, adentro por oficios, se habían amistado en una sola neblina, parto de una llama. De los rincones del horno, desde las raíces del humo, venía el tufo del polvo devorado por el incendio de los veranos. Picaba en los ojos y las narices como si tuviera puntas, como polvo de vidrio.  (Los músicos y el fuego 68)

          En sus mundos cerrados el tiempo sólo es plausible de medirse con un reloj de sol. Los objetos y los hombres se reconocen en la medida que proyectan, o no, su sombra y reflejan o absorben los rayos de luz. Cada escena se lee, o se mira, en claroscuro: cuerpos opacos o traslúcidos, superficies de cobre o de cristal. Por ello, Gardea obtiene atmósferas incandescentes sirviéndose del recurso retórico fijo a la fatalidad: la presencia nominal del sol es prueba insustituible de la desgracia humana. En el universo ficcional de Gardea no hay manera de evitar que el infierno exterior sea la imagen concentrada y subsidiaria de los infiernos interiores. Las pasiones de los personajes gardeanos que siempre se resuelven en la violencia y el odio son la proyección de la desdicha de haber vivido en el paraíso y ya no tenerlo. “Esos cuerpos resecos, esas miradas sin cómplice, esos deshuesaderos y mesas flacas de café, alguna vez vieron cómo el desierto le ganó espacio a la ciudad, hasta instalarse en cada domicilio. Lo que es adentro es afuera” (Pliego 1992). Claro ejemplo es la descripción que encontramos en la novela Los músicos y el fuego (1985) de esta geopoética de la desolación de la cartografía narrativa de Gardea:

Placeres, lugar privilegiado en el nudo del silencio, tenía la culpa. Las puertas, y el aire solitario que se respiraba allí, eran dobles. Una cosa era el aire, y otra su almendra, de aire también pero venida de más lejos que el llano; como una semilla, como una reina loca en la parihuela de los vientos de marzo. La reina entraba a Placeres por las otras puertas. Como una gorda mosca de verano, se ocupaba en recorrer las calles, en subir y bajar a los corazones, en lo más negro del tedio. (78)

          Lo que es evidente en el mundo gardeano es la incesante búsqueda de una fascinación por los sentidos o más propiamente del impacto propiciado en éstos por las imágenes, los objetos en su continua y muchas veces imprevista o ignorada interrelación y, en fin, por todas aquellas minucias que dan movimiento y con esto vida a cada una de sus novelas. Héctor Perea, considera que:

Gardea ha buscado la preeminencia de los juegos de atmósfera por sobre los de la trama. La historia narrada queda como una cadena de enigmas casi nunca resueltos que viven en función de la franca movilidad atmosférica en que la luz y el sonido, la textura de las escenas y el vuelo o la permanencia de los objetos pasan a ser los elementos dominantes (161-162).

          Puede afirmarse que lo que mueve el engranaje de la acción en la narrativa gardeana es precisamente la presencia tan abrumadora del espacio, manifestándose en las cuestiones relacionadas con el clima y la atmósfera del lugar. De ahí que la figura del sol con la luminosidad que proyecta y el calor que provoca sea una fuerza motora que tanto impulsa la vida como también la sume en una especie de quietud y precaria devastación. Entonces, en el diario acontecer de la vida de los placerenses, las acciones parcamente esbozadas se cobijan en el enigma ya que se eluden los pormenores de los hechos y esta ambigüedad de lo narrado es enriquecido por la plasticidad de las imágenes del espacio que va ocupando el verdadero protagonismo de las historias narradas.

          Frente a los ojos del lector que recorren la superficie de la página, que es al mismo tiempo un lienzo pintado y una foto en leve movimiento, sienten con el placer de todos los sentidos, las rugosidades narrativas; Gardea dejará como figuras de fondo a los personajes de la historia. Considerado a sí mismo “como un burro de noria”, un escritor hecho para el trabajo y la paciencia, Gardea le que exige a sus lectores el mismo rigor para transitar por la cartografía narrativa que construye en Placeres como el mundo de ficción.

 

 La ficcionalidad de los mundos posibles en el Placeres de Jesús Gardea

           El texto literario se entiende más como un objeto espacial (qué o quiénes habitan un determinado mundo imaginario) que como un objeto temporal (la trama, la secuencia de los eventos, el tiempo narrativo, etcétera). La ficción no forma completamente parte del mundo real,  pero sí comparte rasgos que permiten construir otro espacio más de posibilidades y marcos de referencia interna y externa que permiten ampliar espacios vivenciales de un sujeto narrativo, de una manera imaginaria. Se considera el “mundo real” al espacio, las acciones, vivencias, experiencias que podemos palpar, percibir, sentir y comprobar su existencia. Son todas las acciones que realizamos dentro de un espacio geográfico y están relacionados con nuestra vida cotidiana. Es el mundo tal cual es, como lo vivimos diariamente, con todas sus leyes y manifestaciones. Su finalidad es reflejar objetivamente los rasgos característicos de su época, los lugares, los tipos humanos, las causas y los efectos de un determinado hecho. Existe una cronología comprobable y espacios efectivos donde se desarrollan los diferentes hechos que nos rodean o que nosotros mismos experimentamos; hay una secuencia en el tiempo y en el espacio.

          La referencialidad del espacio geográfico de ciudad Delicias que se ficcionaliza en Placeres, lo convierte en un mundo posible, una ficcionalidad donde todas las acciones que se podrían ejecutar o suceder, son construidos por un sujeto narrativo. La noción de mundo posible es semántica, es decir, un mecanismo para entender cómo significa el lenguaje. Se considera a la “ficción” como la proyección y simulación de la experiencia de un sujeto a partir de un mundo real, lo cual, permite construir otros conceptos y mundos imaginarios con base en un lenguaje e intención comunicativa. La ficción es la producción estética de las experiencias vividas o aprendidas en nuestra vida, como también un producto de la imaginación que nos permite proyectar aspectos del mundo real a otros planos mediante diferentes soportes, sea visual (textos) o auditivo (relatos orales). El relato literario se inserta en el mundo real gracias al procedimiento de “ficcionalización”; toda obra surge de preocupaciones que están siempre más allá o más acá de la literatura, pues, como señala Mario Vargas Llosa:

Los “demonios” que deciden y alimentan la vocación pueden ser experiencias que afectaron específicamente a la persona del suplantador de Dios, o patrimonio de la sociedad y de su tiempo, o experiencias indirectas de la realidad real, reflejadas en la mitología, el arte o la literatura. Toda obra de ficción proyecta experiencias de estos tres órdenes, pero en dosis distintas, y esto es importante, porque de la proporción en que los “demonios” personales, históricos o culturales hayan intervenido en su edificación, depende la naturaleza de la realidad ficticia. (1971: 102-103)

          La literatura sigue interfiriendo el mundo real y el mundo posible puesto que se interesa por los personajes y sucesos reales. Thomas Pavel (1991) expresa que “hay muchos contextos históricos y sociales en los que los escritores y su público aceptan el supuesto de que una obra literaria habla de algo que es genuinamente posible respecto al mundo real” (63). Esta actitud corresponde a la literatura realista, en el sentido amplio del término. Visto desde este ángulo, el realismo no es un simple conjunto de convenciones estilísticas y narrativas, sino una actitud fundamental frente a la relación entre el mundo actual y la verdad de los textos literarios. En una perspectiva realista, el criterio de la verdad o falsedad de un texto literario y de sus detalles se basa en la noción de posibilidades (y no sólo de posibilidad lógica) respecto al mundo actual.

           Los mundos posibles son modelos abstractos reales, aun construcciones conceptuales. Las ficciones literarias funcionan como artefactos culturales incorporados en los textos literarios y, por consiguiente, una teoría de la ficción literaria es la consecuencia de la fusión de la semántica de los mundos posibles con la teoría del texto. La semántica de los mundos posibles rebasa la mímesis y, al mismo tiempo, enriquece las ficciones literarias, de donde la presencia de una diversidad de mundos ficcionales a partir de los mundos posibles. La serie de mundos ficcionales es ilimitada dado que lo posible es más amplio que lo real, así los mundos ficcionales no se limitan a las representaciones reales. Aquella misma serie de mundos ficcionales es variada. Esta diversidad de los mundos ficcionales es la consecuencia directa de la variedad de las “leyes” de los mundos posibles. Es por ello que un mundo ficcional conformado por una serie de particularidades ficcionales caracterizados por su propio “orden”, una organización macroestructural específica. Los mundos posibles son ontológicamente homogéneos por atribuir a los mundos ficcionales un estatuto ontológico, o sea, el estatuto de los mundos posibles. Según la teoría de homogeneidad ontológica, los individuos ficcionales no dependen para su existencia y propiedades de gente real, y los personajes ficcionales no pueden identificarse con individuos reales ni sobre la base de un nombre propio compartido. De seguro, puede haber una relación de “correspondencia” entre un nombre real (histórico, caso ciudad Delicias) y sus homónimos posibles de las ficciones (caso Placeres). Esta relación alcanza tanto a lo real como a los mundos posibles (…). Los mundos ficcionales son penetrables desde el mundo real, se penetran aquellos mundos partiendo de lo real hasta las entidades posibles no reales mediante canales semióticos (a través de los signos) e informaciones del mundo real (la cultura). Por eso se dice que “el material real ficcionaliza, o sea, todo lo real se convierte en posibles ficciones produciendo aspectos estilísticos, lógico-simbólicos, ontológicos y semánticos” (Saganogo 2007: 68).

          Para Nora Guzmán (2008), la narrativa mexicana de la última década del siglo XX muestra la crisis de la modernidad y cuestiona los estragos causados por la falta de cumplimiento de los ideales modernos. Considera que es una literatura que refleja la inequidad de la sociedad, así como los problemas generados por la violencia, la inseguridad, la injusticia, la desterritorialización y migración, entre otros, lo que incluso conduce a una deconstrucción del sujeto y a la pérdida de la identidad. Las temáticas de la Literatura del Norte han sido también reflejo de la situación del país y de la condición humana: sus relatos trascienden lo local y, aunque acentúan los rasgos de la región, su mirada va más allá; lo que escriben los norteños no se circunscribe a los bordes de la región: su expresión forma parte de la literatura universal, la crisis de la modernidad. El deceso de los paradigmas es una coordenada que los atraviesa a todos. (10-11)

          Rodríguez Lozano (2003) considera que estos protagonistas de la narrativa del norte la han realizado desde distintas perspectivas, como lo hemos podido apreciar en este abordaje crítico: “las sensaciones que produce el desierto pueden ser muy variadas. La soledad, la tristeza, la íntima alegría, el desconsuelo, son efectos inefables ante las amplias superficies de terreno donde los ardientes rayos del sol dejan su huella” (28).

           Jesús Gardea construyó, dice Miguel Rodríguez Lozano (2003), “un imaginario que pronto lo colocó entre los mejores escritores, por su hermetismo y el uso de metáforas, epítetos, símiles y sinestesias que lo llevaron a una escritura cerrada, pero atractiva por el manejo del espacio y la interminable sensación de soledad del ser humano”.  Decía Bachelard (1985) que: “si el espacio es una condición imprescindible para urdir y representar un mundo imaginario” (73), también lo es para que personajes y objetos tomen consistencia y adquieran su sentido. Con este peculiar estilo es como el espacio literario en Gardea puede ser interpretado como una geopoética de la cartografía narrativa de la literatura mexicana contemporánea.

          Visualizar el espacio literario como una geopoética implica remitirnos a las funciones que cumple en el ámbito de la narrativa. Por un lado, el espacio es elemento indispensable para la creación de atmósferas ficticias que acompañen a los personajes o incluso, que les den vida y les defina. Por otro, el espacio es la representación mimética, es decir, la recreación de lugares donde los personajes son y se transforman. O también, la remembranza de los lugares que propician una evocación poética. Por último, habría que señalar que “el espacio también propicia el extrañamiento, es decir, la desautomatización a la cual obligan los discursos literarios: en la literatura el lenguaje es de otro modo, pareciera que está en una constante búsqueda de su capacidad original para nombrarlo todo por primera vez (García Ávila 2008, 53).

         Jesús Gardea escritor chihuahuense al que la crítica lo ha ubicado dentro de la denominada Literatura del Norte de México o literatura del desierto, es un claro ejemplo de los narradores que habiendo asimilado la influencia de Rulfo, Onetti, Revueltas y Faulkner entre otros, ha edificado una ficción espacial denominada Placeres y que constituida como un mundo posible, un espacio imaginario  de fuerte carga simbólica una dimensión mítica, posibilita la geopoética instaurada como una cartografía narrativa que plasma la problemática del hombre más allá de la geografía regional que le sirve como referente. Christopher Domínguez se refirió a Gardea como:

Aquel narrador del desierto, a quien al principio identifiqué como un cumplidor artesano bien dispuesto a colorear esas llanuras desérticas del norte de México, huérfanas de expresión literaria, resultó ser un solitario ejemplar que hizo de la nada natural y del vacío geográfico, una poética de la desolación. (…) disfrutó en vida de la fama de ser el primer novelista provinciano que alcanzaba cierto renombre sin establecerse en el Distrito Federal (Domínguez 2004, 3).

          La creación de mundos imaginarios como Placeres está fuertemente enraizada en la referencia geográfica chihuahuense y revelan cómo la vida del hombre moderno se ha visto amenazada por situaciones que tienden a producir la disgregación de la identidad. La soledad se presenta como el hilo conductor de la existencia, al tiempo que las pertenencias sociales tienden a diluirse y la identidad se ve eclipsada por una existencia sin sentido. Jesús Gardea, figura emblemática dentro de los fundadores de esta tradición regional de la literatura del desierto, logra plasmar en el plano de la fabulación, del discurso y de los mundos posibles ficcionalizados, una recuperación de la identidad chihuahuense tan soterrada no sólo por la aridez del llano, sino también sofocada por la soledad abrumadora de la posmodernidad.

 

[1] “diferentes formas habitan en diferentes espacios” (Moretti, 2000, p. 43).

[2] “las elecciones estilísticas están relacionadas con la posición geográfica: el espacio actúa sobre el estilo […]. Espacio y figuras se entrelazan” (Moretti, 2000, p, 52).

[3] “cada espacio determina, o al menos fomenta, un tipo diferente de historia […] En la novela moderna, lo que sucede depende estrechamente de dónde ocurre” (Moretti, 2000, p. 83).

[4] Escritor que nació en la ciudad de Delicias, Chih. 2 de julio de 1939 y muere en la Cd. De México, 12 de marzo de 2000. A partir de esta parte del artículo, el nombre del imaginario de Placeres, irá en cursiva para resaltar la presencia de la topotesia en el universo gardeano.

[5] En realidad, El tornavoz fue la primera novela escrita por Jesús Gardea, pero no fue la primera en publicarse. Este dato es importante pues pudiera afirmarse que es en esta obra donde ocurre la parte fundacional de Placeres como topotesia de la ciudad de Delicias, de donde era oriundo el autor. Además, el ambiente impregnado de fantasía y de reminiscencia del mundo de los muertos con la figura de Cándido Paniagua, le otorgará a Placeres, un espacio con cierto halo de misterio y enigma que envuelve a sus pobladores.

 

 

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Westphal, Bertrand. “Pour une approche géocritique des textes. Esquisse” (Vox Poetica) Septiembre 2005. Web,
10 agosto de 2013.

 

 

 

Mónica Torres Torija Gonzáles es maestra de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua (México). Doctora en Filosofía con Acentuación en Estudios de la Cultura por la Universidad Autónoma de Nuevo León, donde realizó la tesis en torno a la geopoética en la cartografía narrativa de Jesús Gardea. Ha colaborado en publicaciones, ediciones de crítica y estudios literarios tanto nacionales como internacionales. Sus líneas de investigación son la literatura mexicana contemporánea particularmente en el tema del espacio literario en las cartografías narrativas de la Literatura del Norte de México.

Dos poemas

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Amanecer en Djidji

Es temprano.
Sin estar completamente despierto
me paro en la puerta de mi casa,
una casa hecha de barro y mimbre.

Esto es África.
Los árboles de fuego brillan demasiado como para verlos.
El día ha llegado a su máximo como la fiebre seguida de un
sudor intenso bajo un oscuro dosel.
Un millar de pájaros invisibles cantan.

El vapor se desliza por algún lugar cercano, entre hojas grandes
haciendo el día más brillante.

Después de la celebración de anoche
hoy estoy triste,
sin poder explicar qué triste.
Una gacela cuelga de un poste en una nube de moscas negras,
pendiente, como el deseo.

Una niña pequeña abre nueces de palma, golpeándolas con
una piedra
para que su abuela haga un buen vino
y está muy ocupada.

Su hermana todavía está dormida en mi cama.
Se llama Juliette y tiene quince años,
es la tercera esposa de Mbulu, y está esperando un hijo suyo
o mío.

Recuerdo una carta que Paul Gauguin
le escribió a Van Gogh, en la que le decía que tenía
“un gusto por lo primitivo”.

Tal vez el día de hoy haga una carta.

O quizá me vaya al río a enjuagarme la dulce noche de mi piel.

 

Traducción de Bernardo Pérez

 

Una elegía

He regresado a una granja del oeste,
en donde las golondrinas ha escapado de la tormenta
y el rayo aumenta su marea.
He regresado a una granja del oeste,
reconstruyendo los impalpables rasgos del braile
de arboledas y musgo,
el musgo rojo de mi propio fuego revuelto,
que reaparece después de nosotros
para mantener el pasado el pasado, irreversible.

He ido donde el continente divide
hasta estar tan frío como tú lo estás.

He ido a la cima que nos divide,
a la cima desprendiéndose repentinamente de tu cuerpo
hacia la nada absoluta.
Sólo la piedra inmaculada, tersa como la cara de un extraño.
Mi propia cara.

Tú me alejas de lo duradero. De tu enorme conocimiento.
Camino lentamente en la oscuridad,
de la misma forma
en que una planta sangrienta se descubre a sí misma
arrancada de la memoria difuminada que  tenía la última vez,
absorbiendo su veneno que expulsa por sus venas.

No puedo ver tus ojos
ocultar sus miradas en la oscuridad.
Lo que sea que ven les pertenece.
Por lo menos déjame lavarte y liberarte
como si estuviésemos nadando,
donde antes que el aroma del agua todo cambia, flota
hacia la luna,
aún la diferencia entre nosotros—las formas todavía flotando,
la única, solamente el cuerpo.

Tú no querías caminar con tus zapatos frágiles,
y tomabas mi brazo como si no quedara límite alguno.
Estabas aprendiendo a esperar aun entonces
con una flama blanca y débil en tus huesos.
En la lluvia.

Cada gota un bautismo.
Cada hoja en el viento era una ruta
de mi mano.
Eso es lo que te ofrezco.
Final inconcluso.

Tal vez fui la sombre que atravesaste,
la sombra inclinada a un lado,
al de amar abajo una tormenta de cosas sin forma.

Tal vez ahora,
donde sea que tú estés,
piensa que no seguiré,
tal vez pienses que mi vida durará más que tu muerte,
que no puedo llevar la forma de los extraños,
pues tu muerte te ha hecho un extraño.

 

Traducción de Bernardo Pérez

 


 

An Elegy

I’ve gone back to a farm in the west
where swallows have broken away from the storm
and lightning quickens its tack.
I’ve gone back to a farm in the west,
retracing the featureless braille
of woods and moss,
the red moss of my own bewildering fire
that sprang back after us
to keep the past the past, intractable.

I’ve gone to the summit that divides us,
the summit rising swiftly away from your body
to absolute nothing.
Only the sheer rock, smooth like the face of a stranger.
My own face.

You deprive me of lastness. Of your enormous knowledge.
I pace in the dark.
I go on
the way a bloodroot discovers itself
cut from the vague memory it had of last time,
drawing the poison back through its veins.

I can’t see your eyes
to close their gaze on the dark.
Whatever they see belongs to them.
At least let me wash you and release you
as if we were swimming,
where before the smell of water everything changes, drifts
toward the moon,
even the difference between us—the shapes still floating,
the one, the lonely body.

You didn’t want to walk in your fragile shoes
and held my arm as if there were no edges left.
You were learning to wait even then
with a dizzy white flame in your bones.
In the rain.
Every drop a christening.
Each blown leaf was a road map
of my hand.
This is what I offered you.
Loose ends.

Maybe I was the shadow you walked through,
the shadow cast to one side,
the one to love in a storm of formlessness.

Maybe now
wherever you are
you think I won’t follow,
maybe you think my life outlasts your death,
that I can’t bear the shape of strangers
and your death has made you a stranger.

 

 

Waking up in Djidji

It is morning.
I am standing in the door of my house,
waking slowly in a house made of mud and wattles.
This is Africa.
The flame trees are too bright to see.
The day has broken like a fever in a sweat
under the dark canopy
and a thousand birds call out.

Steam drifts through the strong leaves
making the day too bright.

Last night there was such celebration
that now I’m sad,
unable to explain how sad.
A gazelle hangs from a post in a cloud of black flies,
suspended like desire.

A small child is pounding open palm nuts with a stone
for her grandmother to make into wine.
She doesn’t look up from her work.

Her sister is still sleeping in my bed.
Her name is Juliette and she is fifteen.
She is Mbulu’s wife, and pregnant with his child
or mine.

I remember a letter Paul Gaughin
wrote to van Gogh, in which he says he has
“a taste for the primitive.”

Perhaps I will write a letter today.

Or maybe I will go down to the river to wash the sweet night
off my skin.

El laberinto

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SAMSUNG CSC

ESTE poema es ocre y azul, barca entre nubes, luz en el agua, perfume
de higuera, bostezo de gato, sombra verde, ola que resuena, ladrido de luna,
zumbido de mosquito, callejón de estrellas.
Este poema, es el “Sueño de una Noche de Verano”. Versos que escuché bajo
las ramas de un olivo al abrigo de la muralla veneciana de Rethymno en la
isla de Creta, en el mes de junio del año 2016.

DR

 

(Acuarela sobre papel)

 

I

HACE ya
incontables años
que el dios Chronos ordenó construir
un laberinto en el corazón azul del mar miel vino jaras y adelfas

Perdidos
desde entonces
vagan dos perros blancos por unas calles
que cruzan esquivos y fugitivos tanto gatos como instantes

Leves
suspendidas
las barcas gravitan entre el mar y el cielo
y los pescadores echan sus redes al espacio para pescar minutos

 

II

AMOR
nace en mí desde las olas
en esta playa húmeda y desnuda
y túmbate a mi lado sobre la arena que tiembla aún tibia

Oscuro
brilla el pozo de la noche
¡ay! algún ladrón nos ha robado las estrellas
amor susúrrame al oído que las Pléiades lucirán bellas de nuevo

Olvidé
en una silla del Café
la memoria de mi niñez como se olvidan los paraguas
y confundido no encuentro la salida de esta extraña cárcel de agua

Amor
tómame de la mano
y devuélveme a los juegos de mi infancia
a la magia de las fuentes y al asombro de cada gota que salpica el aire

 

III

¿CÓMO escapar
cómo es que corro hacia el mar y nunca llego?

Vivo
encadenado al girar de las esferas
donde el día y la noche se suceden y la luz no se detiene

Flotar
quisiera entre dos azules
mas ¡cómo pesa el cuerpo al salir del agua!

(Acuarela sobre papel)

 

IV

¡OH Babel de lenguas
medina de oscuros callejones
confusión de verdes y ocres entre la ciudad y el monte
goteo líquido de segundos que se reflejan y disuelven en la fuente!
¡Oh muralla
que levantó Venecia
perfume del huerto y los naranjos
sombra en el porche sal en la piel ámbar en la copa pulpo en el plato!

 

V

Al pie
del muro
de esta fortaleza
las olas rompen salpicando de sin razón mi sueño

¿Por qué
la luna baña
de plata las hojas del olivo
por qué rezuma dulzor la higuera por qué parpadea aquella estrella?

Al pie
del muro
la marea dejará al amanecer
los cadáveres hinchados de quienes buscaban la libertad

¿Es este el precio
que deben pagar los marineros por el viento?

¡Qué de sombras
cuántos mosquitos zumban
cómo corre asustada la cucaracha a esconderse bajo el lecho!

Y ajena
la noche arde
y lejanos ladran los perros

 

VI

NO es cierto
que estemos condenados por robar el fuego

¿Qué falso rapsoda cantó tales maldiciones de dolor y culpa?

Las alas
no se derriten
los buitres no nos picotean las entrañas
las piedras que empujamos monte arriba no ruedan monte abajo

…y los hijos de Edipo no amamos encadenados a un destino trágico

 

(Acuarela sobre papel)

 

VII

CADA arena
cada guijarro y cada piedra

Todas las aguas
de los ríos y de las ciénagas

Todas las alimañas
toda la luz de las luciérnagas

Todas las almas
las frías las tibias y las buenas

Cada nota
cada sonido cada letra
cada palabra cada texto cada poema de cada una de las lenguas

Cada cifra
cada punto cada raya
cada geometría y cada simetría incluidas las flores asimétricas

Toda la nada
todo el vacío con su fuerza
cada uno de los rostros infinitos del cero y todas sus potencias

 

VIII

TODO
ello es eterno

Y
todo
deja de ser
en un instante
donde no existe el tiempo
para volver a ser en otro instante dueño del espacio
consciente de sí mismo y del otro de cada una de las partes y del todo

 

 

         Publicado originalmente en: Ignacio Díaz de Rábago, El vagabundo y otros poemas, Editorial de la Universidad de Málaga, 2020. Reservados todos los derechos. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, de ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético o por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright). Esto rige tanto por el texto como por las imágenes.

 

 

José Ignacio Díaz de Rábago Villar nace el 20 de septiembre de 1950 en Madrid. Estudia filología hispánica y artes plásticas. Reside en Copenhague desde 1978. Artista de formación humanística, gana en 1985 el primer premio de poesía en el certamen convocado por el Instituto Español de Emigración. Ha publicado con anterioridad los libros “Poemas del instante”, “Molinos de papel y viento” y ”Humaredas”. Pintor y escultor, son característicos de su trabajo los proyectos e instalaciones de gran formato. Sirva de ejemplo la serie de montajes titulada “La Biblioteca de Babel”, en la que utilizando el libro como soporte, ocupa los espacios principales de las bibliotecas públicas. Ha realizado numerosas exposiciones y proyectos, de entre los que cabe destacar los siguientes: Galería Hastings. New York, 1981 / Leifsgade 22. Copenhague, 1985 / De Vonk. Amsterdam, 1987 / Museo de Bellas Artes. Málaga, 1987 / KUA. Copenhague, 1988 / Museo de Brandts Klaedefabrik. Odense, 1989 / Overgaden. Copenhague, 1991 / Galería Anselmo Alvarez. Madrid, 1992 /Avantiere VII. Aachen, 1992 / Capitalidad Cultural. Copenhague, 1996 / Museo San Telmo. San Sebastián, 1996 / Galería Diana Marquardt. París, 1997 / Biblioteca Estatal. Estocolmo, 1998 /Instituto Cervantes. París, 1999 / Biblioteca Central. Copenhague, 2000 / Biblioteca Central. Malmö, 2001 / Georg Sverdrups Hus. Oslo, 2003 / Colegio de Arquitectos. Madrid, 2004 / Universidad de California. Berkeley, 2005 / CCE. Montevideo, 2008 / Fundación Pablo Atchugarry. Manantiales, 2008 / Museo Barjola. Gijón, 2009 / San Gregorio de Polanco. Tacuarembó, 2010 / CBA. Madrid, 2013 / Rambla 24. Punta del Este, 2016 / Biblioteca Universitaria.
Málaga, 2018 / Centro Espronceda. Barcelona, 2019.

Nadar en el barro

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“Yo no quiero morirme, es decir, no quiero matarme.”

En Jujuy todos los caminos conducen al suicidio. Una persona que piensa en matarse queda con una marca para el resto de su vida.

La depresión es una bajada y una vez que empezás no te para nada ni nadie. Ya le había dicho a todos que se iba a matar pero todavía no se animaba. El psicólogo valía mucha plata y si fuese por eso sería cocainómano o se iría a Pittsburgh.

Caminaba por el playón que intercepta a todas las peatonales. Iba con la bolsa de arroz bajo el brazo entre los autos oxidados y los ceros kilómetros. Leyó “el lujo es vulgaridad” escrito con V larga y pensó que vulgar era el que lo había escrito.

Caminaba  al barrio Malvinas con el sol comiéndole las neuronas.

En el barrio ya se habían matado unos cinco. Estaba de moda. Era tan fácil pero él no era el valiente suicida del que habla Hölderlin. El suicidio es un oxímoron: uno se mata porque ama demasiado la vida o se ama demasiado a sí mismo. Como no puede verse triste prefiere la muerte, la nada, el vacío absoluto y no el vacío adrede que todas las tardes se aplaca en el techo del cuarto.

Respiraba profundo. Allá iba, rodeado de departamentos, de gente, de cerros y más cerros, bajando hasta su caja. Respiró profundo para aplacar la angustia. Guardó aire. Los pulmones luchaban al vacío. Lo soltó aliviado, volvió a tomar aire, escuchó los pajaritos, un tero, un colectivo cruzando la avenida Mejías, un bebé llorando, los perros, siempre pájaros, la humedad abrazándolo (por la noche había llovido), el sobaco apretando la bolsa de arroz que compró para su abuela y con la mano derecha aseguró su cinto. 

Publicado originalmente en: Leguizamón, Federico. Cuando llegó la brigada amanecía en el barrio. Palabras amarillas, 2017.

 

Federico Leguizamón. Nació en 1982 en San Salvador de Jujuy, Argentina. Ha publicado libros de relatos: La suma del bárbaro, Cuando llegó la brigada amanecía en el barrio; y libros de poemas como: The sounds of la galaxia, y Cantos del desierto y la montaña, entre otros. En la actualidad colabora en la revista: bazaramericano.com

Un viaje hacia el origen

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Nací en Finca La Victoria, propiedad de mis abuelos paternos, situada en las estribaciones de la Sierra Madre de Chiapas, una zona magnífica, incluyendo esos veranos insoportables del trópico que si no te aniquilan a la primera, te robustecen el sistema inmune para siempre; debido a las constantes lluvias, favorecida de una perenne y verdosa vegetación durante el resto del año. Quiero aclarar que esta postal corresponde a una época lejana. Si intenté en vano hermosearla es porque así la recuerdo.  Tampoco es una tierra yerma ahora. Por la deforestación desmedida, el uso de pesticidas, la contaminación de los ríos, los incendios constantes, la cacería ilegal y los efectos del cambio climático, el paisaje ha cambiado drásticamente. El historiador Juan González Esponda, en Historia universal de la frailesca, un artículo revelador, publicado a principios de la década de los noventa, detalla el nacimiento de un pueblo y da pistas genealógicas valiosas para mí: “Villaflores fue fundado en terrenos de la hacienda de Santa Catarina la Grande, propiedad de don Carlos Moreno y de su hijo José Antonio Moreno. En 1873, la hacienda fue vendida al general Julián Grajales” (s/p). Mi abuela María (1905-1990) era bisnieta de Carlos, un valenciano que llegó a Chiapas en el siglo XIX, junto con su hijo José Antonio Moreno. Éste contrajo matrimonio con Margarita Corzo, la Mamá Ita, aquella mujer que dio una charla en la Escuela Nacional de Agricultura (hoy Universidad Autónoma Chapingo), a petición de Porfirio Díaz, para explicar la elaboración del queso bola, el blasón familiar de las futuras generaciones. En la capital del país, como una muestra de solidaridad, Díaz giró instrucciones para que la hacienda Zaragoza, de los Moreno Corzo, en medio de la vorágine revolucionaria, no fuera afectada por las tropas carrancistas. De la relación entre José Antonio y Margarita inicia una de las historias de mis líneas parentales. La Victoria se sitúa a casi 300 kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, hacia el sureste del estado. Aún sigue en pie la casa grande de mis abuelos. No así la que construyó mi padre, ni las de sus hermanos.

Mi cuarto abuelo paterno, Carlos Moreno  (Circa 1832—Circa 1888)

Lo anterior es para insistir en una geografía particular; decir de otra manera, estuve ahí, yo lo vi con mis propios ojos, porque ese lugar ya no existe. Sí existe pero ya no es lo mismo, ni es el mismo, la paradoja es que no puedo separarme de él, lo llevo pegado como parte del cordón umbilical. Ese lugar referido posee una riqueza natural extraordinaria. Para elaborar el primer catálogo con nombres de las plantas, árboles, frutas y animales de la región, con todo el esmero posible, tuvo que haber sido una verdadera hazaña. Sospecho que los expertos inventaron una que otra palabra para enriquecer el vocabulario ante esa biodiversidad vasta y riquísima que superaba al idioma. Un mundo reinventado. Como lo hizo Cristóbal Colón. En la carta que escribió para su amigo Luis de Santángel, el navegante usa la palabra maravilloso como le viene en gana, bien por falta de vocabulario, bien por asombro. El adjetivo maravilloso sustituye el no saber, al blanco tipográfico, a la no palabra. De la naturaleza chiapaneca en general, se desprende una dinámica que influye más allá de las personas, es decir, hay un ritmo y un sonido que trastoca en la lengua y en la imaginación.

Río Grijalva
Río descubrierto por Juan de Grijalva en 1518

Quizá por eso me subyugó el desierto. Provoca llenar un vacío aparente. Veo árboles no planicies, no arena ni dunas, dibujadas por los caprichos del viento, no cactus sino el ecosistema que percibí de niño: cedros, caobas, helechos, matilisguates, ceibas altísimas y robustas como catedrales. Se sabe que una buena parte de la flora chiapaneca es endémica, una demarcación botánica que no excluye el idioma. La herbolaria también hace cultura al momento en que el hombre pacta con la naturaleza, asignándole palabras a los brebajes, cataplasmas, fermentos y vomitivos para curar sus enfermedades o mantenerlas a raya. La luz y el cielo abierto del desierto me produce un efecto paleontológico, que invoca aventura. Cuando me desplazo sobre los descampados propios del desierto, a pie, en auto o en bicicleta, imagino que me toparé de frente con un animal del jurásico, de diez pisos de altura y con la fuerza de cien mil toros. Pero no me ataca, al contrario, me hace carantoñas. Me pide, con muecas, que le indique una salida al océano. El desierto es un mar extinto, y la salvaje y colosal bestia que vio nacer a Dios quiere chapotear en el agua. Entonces, levanto la mano apuntando hacia el sur.

Cedro

De la oposición entre el desierto y la selva, dos periodistas mexicanos, uno chihuahuense y el otro chiapaneco, sostuvieron una intensa relación epistolar que, sobre la marcha, tomó un rumbo inesperado, nada relacionado con el oficio y la vocación que los unía mutuamente. El destino no quiso ponerlos frente a frente,  la verdadera afinidad estuvo orientada hacia el goce inquietante que les producía la contemplación de la naturaleza. Creció carta sobre carta una profundad amistad desde las antípodas. De un lado, Silvestre Terrazas no tuvo la oportunidad de transitar por la selva chiapaneca, que de haber hecho ese viaje hacia el sur profundo, habría soportado las mismas o peores dificultades que las que pasaba Joseph Conrad para alcanzar el corazón del África. Valente Molina sostiene que viajar de la capital del país a Chiapas significaba pasar miles de penurias (a finales del XIX, principios del XX). Partiendo de San Cristóbal, eran diez días a caballo hasta Tehuantepec pasando por Chiapa, Tuxtla, la hacienda Don Rodrigo (hoy Berriozábal), para entrar al valle de Cintalapa, de ahí a las haciendas Llano Grande y Macuilapa, de los Farrera, luego iniciaba el ascenso a la empinada y selvática cuesta de la Jineta con su peligrosa montaña húmeda y arbolada hasta bajar al airoso istmo, donde se descansaba para seguir seis días a caballo hasta Tecomovaca, Puebla, ahí había diligencias de un día hasta Tehuacán para esperar el ferrocarril a la ciudad de México (18). Del otro, Ángel Pola Moreno anheló poner un pie en el desierto chihuahuense, contemplar los atardeceres y conocer la fauna. No puedo decir más porque no he tenido la fortuna de leer las cartas entre Pola Moreno y Terrazas, resguardadas por la biblioteca Bancroft, de la Universidad de California en Berkeley, sino glosar los comentarios que me compartió Pedro Siller, historiador, novelista y cazador de archivos, responsable de ese hallazgo inestimable. Ante la imposibilidad, la resignación siempre propone lenitivos. Terrazas y Pola Moreno le dieron rienda suelta a una imaginación ecológica vibrante y expansiva, se solazaron en la búsqueda de adjetivos exactos para pintar postales rotundas, saciando así la curiosidad que les devoraba por un lado, imaginar la fronda chiapaneca y, por el otro, suspender el tiempo sobre la tenue línea del desierto fulgurante.

Orquídea chiapaneca (Gouldiana)

En un hábitat de espesa verdura, en Chiapas las palabras terminan siendo sometidas. La flor de pompuchuti se usa como desinflamatorio y es un remedio efectivo para la tos. La flor de niluyarilu sirve de adorno en las festividades religiosas; la bromelia, para los altares, tiene el aspecto de un maguey transparente y diminuto, crece en el tronco de los árboles. La espadaña es caprichosa y pagada de sí misma, sólo crece en esa parte del mundo, además tiene la forma del penacho de Moctezuma.  Busqué sin éxito en el internet el nombre común de la laelia, speciosa, gouldiana, tres variedades de orquídeas endémicas. Hombres prácticos y poéticos sin saberlo, los campesinos las conocen por fresca de día, no te vayas nunca, halago de mujer, respectivamente, y ellos pueden diferenciarlas sin equivocarse. Las metonimias no son accidentales, surgen como una necesidad de la vida diaria. A sabiendas, me obstiné en querer suplir esos lindos nombres creados por los campesinos por otros más pomposos.

Espadaña

Sigo teniendo la certeza de haber leído un poema del poeta mexicano Eduardo Casar, publicado poco después de las agitaciones cívicas por el levantamiento armado del EZLN. La voz poética detalla el ascenso de Tuxtla a San Cristóbal, observando y pormenorizando los diferentes tonos del follaje circundante. Elabora una lista de verdes, mismos que les adjudica un estado de ánimo, algo semejante a lo que hacen los esquimales en Alaska para poder diferenciar más de veinte tonalidad del blanco de la nieve.  Al poeta Casar me lo topé en una librería de Ciudad de México muchos años después. Le pregunté por el título de aquel poema que yo le adjudicaba. No lo reclamó como suyo porque no lo recordó en ese momento, aunque estoy seguro que el poema es de su autoría.

Mi primer abuelo paterno—Carlos Moreno (1913-1992)

Finca La Victoria forma parte de la Frailesca, una región que fue administrada en la época de la colonia por los codiciosos frailes dominicos, quienes desde 1620 empezaron a obtener  abultadas ganancias por las intensas actividades agrícolas y ganaderas: “el cultivo del índigo, café, tabaco, algodón, arroz, garbanzo, caña de azúcar, maíz y frijol, así como la crianza del ganado vacuno y caballar” (González Esponda s/p). Con el paso del tiempo se convirtieron en los padres fundadores del latifundio. El historiador Antonio García de León explica que la Frailesca, mucho antes de la llegada de los dominicos,  era conocida como el valle de Cutilinoco (33).  A 130 kilómetros de distancia se localiza San Pedro Buenavista, un pequeño pueblo fundado en el siglo XIX,  alrededor de la casa grande de una extensa finca del mismo nombre. En ese poblado pasé parte de mi infancia y adolescencia. En aquel entonces prefería perderme por los bosques, cruzar el río a nado, pescar y recorrer en bicicleta los caminos circunvecinos. El pueblo vivía bajo el régimen del perifoneo comercial. De los techos de algunas casas se alzaban, rígidas, largas astas con una bocina pegada en la punta, como si fuese la torre elevada del almuecín que convoca a la oración. Escuchando esas voces que ofrecían el día entero todo tipo de viandas, productos agrícolas, alertas comunitarias,  noticias buenas y malas, incluso la película del día en el cine Imperial, recibí las primeras lecciones de lo que podría llamarse estética literaria:

1) Santo y Blue Demon, contra la legión del mal. Esta noche en su cine Imperial. Una película de lucha libre, romance y trancazos. Para toda la familia. Esta noche es la premier, única función.

2)En la casa de la señora Esperanza Hernández le ofrece chicharrones calientes y menudencia hervida. También, caldo de res con bastantes verduras. Y para la tarde, sabrosos tamales de bola, con suficiente carne y suficiente manteca.

3) En la casa del señor Óscar Nandayapa acaban de sacrificar una elegante res, bien gorda, propiedad del señor Jesús Castillejos.

Ahí mismo conocí oblicuamente parte de la tradición que proviene de los bestiarios del mundo antiguo, muy adulterada si se quiere. Los apodos femeninos para los hombres, basados en nombres de animales, revelaban querencias aparentemente ocultas en el contexto de un bestialismo discrepante. A mi vecino le apodaban “La gallina”, y no por cobarde. Nunca empleé para referirme a ellos los nombres de pila de tres compañeros míos en la escuela secundaria. Conversaba con “La yegua”, “La marrana” y “La chucha” sin ninguna antipatía, aunque no dejaba de inquietarme el lado primitivo de ellos, me era imposible no asociarlos con los animales que los definían. Lo entendí después: mediante una misteriosa sensibilidad libidinosa y totémica, el hombre puede conocer su lado animal, dejándose llevar por un arranque de pasión desenfrenada. En Albedrío (1989), de Daniel Sada; y en Señales que precederán al fin del mundo (2009), de Yuri Herrera, se confirma que los apodos no se ponen, se clavan; y por extensión, la mejor manera de incorporar el habla de la gente a un texto es literaturizándola; para lograrlo se necesita de un oído prodigioso, un oído absoluto, como el de Charly García, competente para musicalizar hasta un pedo.

Mi primera abuela paterna-María Moreno Fernández (1905-1990)

En Chiapas, que es Macondo, que es Tarumba, el tiempo se disloca y el significado de las palabras se invierten. El vocabulario y la sintaxis son plenamente endémicos como las orquídeas y las espadañas. Quizá exagero tanto como los juegos hiperbólicos de los hablantes de Ciudad Juárez: el tacotote, la trocototota y el viejorrononón, sin exceptuar la miscelánea maravillosa del Espanglish fronterizo. El regionalismo echa a andar un sofisticado juego de creaciones verbales, derivado de la gente común y sencilla. No todas las expresiones corren con la misma suerte, muchas de ellas se estandarizan, otras se vuelven endémicas. Los significados pasan a formar parte de un entendimiento exclusivo de las sociedades secretas:

1) iday, ¿por qué tardaste tanto?; iday, ¿cómo estás?; iday, ¿qué horas son esas de llegar?

2) el niño dio arrinquín cuachi.

3) voy a jueriar.

4) la muchacha de pelo largo tiene un jonís fenomenal.

5) no confundan, por favor, Jonís no es el hermano menor de Jonás, el bíblico. Jonís y Jonás son personajes totalmente opuestos, aunque tienen algo en común.

6) la primera y única antología de la literatura mampa.

7) Mampa vida se titula el poemario de Martín Campos.

8) una vez que rompió la relación con Alberto, Luisa no resistió los efectos de un flato que la devastó emocionalmente; su madre tuvo que solicitar ayuda siquiátrica.

9) me hicieron bochi en la tienda de abarrotes.

Este brevísimo ejemplo corresponde al Atlas lingüístico de La Mancha cervantina. De allí se esparcen otros universos de ficción como el Macondo, de Gabriel García Márquez; Santa María, de Juan Carlos Onetti; Mágina, de Antonio Muñoz Molina; Tarumba, de Jaime Sabines; Castaños, de Daniel Sada y Placeres, de Jesús Gardea.

Tienen en común la noción de una identidad rural con sus convenciones, leyes, ceremonias, tradiciones, pasiones, formas de hablar y de imaginar únicas. La secularización de una estructura sintáctica que está dentro y fuera del tiempo. Las personas, las voces o los personajes que habitan esos universos, fortaleciendo la communitas de la tribu, moldean un territorio sobre la base de una relación armónica y una zona de estar común, donde el mundo como referente es aprehendido al momento de emplear determinadas palabras para comunicarse; igualmente, para ordenar la realidad o inventar otra que corra paralela; es lo que hacen los ensimismados al momento de abrir un libro.

Mi tercera abuela paterna— Margarita Corzo (sentada, con el nene en el regazo)

Como somos palabra, porque estamos hechos de palabras, cada quien a su manera construye su propio polígono: geográfico, humano y lingüístico. Las palabras que escuchamos en nuestra etapa pre-adánica, no se olvidan nunca; puestas en un carcaj, nos acompañan siempre y las usamos, o las recordamos, en el momento más oportuno.  Como la flora silvestre, las palabras también nacen de la tierra.

 

 

Bibliografía:

García de León, Antonio. Resistencia y utopía. Memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la
          provincia de Chiapas, durante los últimos
quinientos años  de su historia. Ciudad de México: Era, 1997.

González Esponda, Juan. “Historia universal de la frailesca.” Este Sur [Tuxtla Gutiérrez, Chiapas] n.f.: n.p.

Molina, Valente.  La colonia chiapaneca en el Distrito Federal 1888-1950. Tuxtla Gutiérez:         Conaculta/Coneculta/UNACH, 2014.

Poemas (del desierto)

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VI

REMINISCENCIA

 

Hoy me interné

en el desierto

—espíritus en polvo.

Escuché

una voz

triste:

reminiscencias

de una nube

que algún

día

aquí

fue mar.

 

VIII

 

La noche en el campo

verdad que nada dice

sino estrellas y viento.

La intemperie sola

incendiada de luciérnagas

se alza con ingenuidad impune

a lo largo y ancho

de esta celebración nocturna

que es el fresco de marzo

entrando por las casas.

 

 

IX

 

El desierto es un trozo de infinito

que cayó hace siglos

transformándose en mezquites y silencio.

 

XI

 

El desierto se repite diferente.

Cada vez que lo veo

me sorprende, me inhibe;

en su insomnio yace la infinitud destituida,

y en la oquedad de su océano se esconde

una muerte de polvo.

 

Allí la soledad echó raíces

en la dignidad apacible y precisa

de los cactus.

El desierto exige conductas

que tienen que ver

con la ansiedad y la paciencia.

El desierto se explica

a sí mismo

y su argumento infinito es recurrente.

Sin embargo, nada lo define

sino cierto inasible temor y el vuelo

de un ave en la distancia azul.

 

 

XV

 

HERACLITIANA

 

En el desierto

uno siempre se baña

más de dos veces

en el mismo frío.

 

Enrique Cortazar estudió una maestría en educación y literatura en la Universidad de Harvard. Hizo estudios en el programa doctoral en la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque. Fue promotor cultural y director de museos en Chihuahua y Ciudad Juárez. Ha publicado varios poemarios, entre ellos:  Otras cosas y el otoño (Diana, 1978), La vida escribe con mala ortografía (Ediciones de Cultura Popular, 1987), Ventana abierta (UNAM, 1993), Suicidio aplazado (Claves Latinoamericanas, 1994), Variaciones sobre una nostalgia (UNAM, 1998), Crépuscule sur les pavés/Crepúsculo en las calles (Edición bilingüe, Écrites des Forges y Mantis Editores, Quebec, Canadá 2008), Don de la tarde (Mantis Editores, 2014). Algunos de sus poemas han sido publicados en libros de texto de secundaria en Estados Unidos, así como en antologías en Japón, Estados Unidos y España.

Cuatro poemas

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Infante en el jardín:

al frente, lama tierna

moscas enfebrecidas

renacuajos moribundos

y hormigas dispersas en la arena;

 

juega

con hilos invisibles

el sino de los náufragos;

a sus espaldas

lindes de cal

alambres y maderos

parcelas;

ante sus ojos

la cresta de las olas

la espuma del oriente

y el canto de sirenas.

 

(Los mayores regresan en tropel

y cargan sus bártulos oscuros

para tenderse a conciliar el sueño.)

 

Desde el jardín infante

se alumbra la ribera:

naves y pasajeros llegan y se van

al mismo tiempo que tejen pesadillas.

 

*

 

Árbol sin música en el pedregal

y ocasionales chupamirtos en hojas

apenas sostenidas por la altura

de nubes sin aire:

pasión fría

en el resto del paraje

lumbre ondulante con vértebras de hielo:

Nagore:

olas de sueño en la hora vertical

donde uno es el resguardo de uno

y el perro fiel la única sombra.

 

A los lejos

rescoldo de agua

y charcos de moscas macilentas:

obsequio de improvisadas señales

o manantial de plata de los ángeles.

 

*

 

Alguna noche

la turbulencia momentánea de El Salado

desciende más oscura

hasta tornarse ahogo:

 

álamos y sauces llorones,

estiércol de la cañada y granos de anís,

gritos de chachalacas en derrumbe,

piedra caliza en la cresta del rugido

de tigre casero y moribundo.

 

En la ribera, desechos deslumbrantes

sobresalían entre hojalata

mientras los peces coleteaban en la arena.

Ni oro para imprevistos gambusinos

ni soldados de plomo a raudales.

Acaso magentas guijarros

y aldabas de lustre forastero.

 

El mar quedaba lejos de mi vista

pero mirando esas aguas inclementes

creía reconocer el olor de los esteros

y el furtivo descenso de piratas.

 

*

 

Ya la lluvia de mayo enciende botones de azucena.

En su trajín, deshace barcos de papel

botados con garfios desde un puente.

 

Odilón miraba los vuelcos de las naves

entre mis gritos subalternos.

Para averías de cabotaje, el astillero

descansaba a mis pies con precisos instrumentos de navegación:

alambres y tijeras, tabaco rubio y hojas de papel pautado

para escuchar también los compases del adiós.

 

––¡Capitán, la nave a estribor!

Los tumbos altos dañarán la cubierta

y el equipaje de la tripulación.

 

Corrían las aguas hacia el sur.

 

Bajo una llovizna vespertina,

salía de la casa en busca del arroyo

de rápidas corrientes y puercas cataratas.

Trozos de leños y piedras del Calvario

se amontonaban en mi malecón.

 

––A pique se irán los dados y las cartas,

decía el capitán en estetóreo aviso.

 

Así pasaban las aguas hacia el sur.

 

Vastas tripulaciones vi partir

sin jamás volver al astillero.

La música puntual de don Arcadio

llegaba con Abril en portugal,

pero Odilón nunca me dijo

––él, que no hablaba de marinos––

qué olas secretas escondía el sur.

 

Julio Eutiquio Sarabia estudió la carrera de Lingüística y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP. Ha escrito los libros Cerca de la Orilla publicado por la Universidad Autónoma de Puebla (1993), En el país de la lluvia, de Fondo de Cultura Económica (1999), Mudar de Vida, coeditado por la BUAP y Luna Arena. (2003) y Tesitura, de Monte Carmelo (2008). Recibió el premio José Fuentes Mares por Cerca de la orilla en 1994. Participó en Ala impar: 20 años de poesía en Puebla y Pulir Huesos, Galaxia Gutenberg. También ha publicado su trabajo en revistas como Biblioteca de México, Casa del Tiempo, Luvina y La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Actualmente, es subdirector de la revista Crítica de Puebla.

Tempo livre

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Numa tarde de domingo, em Central Park, ou

numa tarde de domingo, em Hyde Park, ou

numa tarde de domingo, no jardim do Luxemburgo, ou

num parque qualquer de uma tarde de domingo

que até pode ser o parque Eduardo VII,

deitas-te na relva com o corpo enrolado

como se fosses uma colher metida no guarda-

napo. A tarde limpa os beiços com esse

guardanapo de flores, que é o teu vestido

de domingo, e deixa-te nua sob o sol frio

do inverno de uma cidade que pode ser

Nova Iorque, Londres, Paris, ou outra qualquer,

como Lisboa. As árvores olham para outro sítio,

com os pássaros distraídos com o sol

que está naquela tarde por engano. E tu,

com os dedos presos na relva úmida, vês

o teu vestido voar, como um guardanapo,

por entre as nuvens brancas de uma tarde

de inverno.

 

UM INVERNO EM LISBOA

É verdade que Lisboa, no inverno, não tem a

consistência de uma cidade do norte. O ar

é húmido, o frio não entra na alma, e não

há os brancos puros, nem os cinzentos que

duram, nem sequer o sentimento inquietante

de que o mundo parou sob a mortalha celeste.

 

As cidades, no entanto, enganam. E em Lisboa,

no inverno, há quem sofra com a solidão que

desce com a tarde. Um fim de frase pode trazer

consigo a percepção da morte; e nenhumas palavras

conseguirão dar um sentido a quem não sabe

que caminho seguir, ou em que café entrar.

 

Em Lisboa, no inverno, pode ver-se, de

vez em quando, uma borboleta perdida por

entre os carros mal estacionados. As suas asas

não brilham; e pode, até, duvidar-se

se estará viva ou morta. Mas quando os dedos

se aproximam para a agarrar, ela debate-se;

parece fugir; e limita-se a cair para o chão.

 

É verdade que, no inverno, pouco mais resta

a uma borboleta do que morrer. Mas quem vê,

nela, a ilusão de que a primavera já se aproxima,

interroga-se depois: «é isto a vida? Crisálida

de que nada, vazio, angústia de nunca ter sido?»

 

EM LISBOA

Entras no café e sentas-te na mesa que

ainda não foi limpa, como se não tivesses

escolha. Afastas de ti o cinzeiro, a chávena ainda

morna, o copo de bagaço bebido até à última

gota, e sacodes os cabelos para que as sombras

que ali estivessem se dissipem. Os teus olhos

ficam presos ao tecto, onde uma fita para

apanhar moscas ficou de um verão há muito

passado. Manchas de humidade e de fumo,

e gesso à vista, compõem o quadro

abstracto onde procuras um sentido para

o que te falta. As tuas mãos hesitam, sobre

as pernas, como se não tivesses decidido

o que fazer. Mas se voltasses a sair, para

onde irias, agora que a tarde caiu e já não

se vê quem passa, por trás da montra? E

se ficares, quem poderá chegar, a esta hora,

para não te deixar só contigo, nessa mesa que

o criado demora em vir limpar? Sem saber

porquê, guardei a tua imagem, e ando com ela

neste poema que sabe o teu nome, sem nunca

o dizer, como se lhe tivesses pedido segredo.

 

A LUZ DE LISBOA

A luz atravessa o quarto entre

as duas janelas, e é sempre a mesma luz, embora

de um lado seja o poente – onde está o sol, agora – e do outro

o nascente – onde o sol já esteve. No quarto

juntam-se poente e nascente, e é esta

luz que confunde o olhar, que não sabe em que

hora se situa a luz primeira. Então, olho a linha

que percorre o espaço entre as duas janelas,

como se não tivesse princípio nem fim; e

o que faço é puxar essa linha para dentro

do quarto, e enrolá-la, como se me

pudesse servir dela para atar as duas extremidades

do dia ao meio-dia, e deixar que o tempo fique

parado entre duas janelas, a poente

e a nascente, até que o fio se volte

a desenrolar, e tudo

recomece.

 

Júdice, Nuno. A Matéria do Poema. Don Quixote, 2008.

 

Nuno Júdice es un ensayista, poeta, novelista y profesor universitario portugués. Consejero cultural de la Embajada de Portugal y director del Instituto Camões en París, publicó antologías, crítica literaria, historia, estudios de Teoría de la Literatura y Literatura portuguesa y mantiene una colaboración regular en la prensa. Divulgador de la literatura portuguesa del siglo XX, publicó, en 1993, Voyage dans un siècle de Littérature Portugaise. Organizada la Semana Europea de la Poesía, en el ámbito de Lisboa ’94 – Capital europea de la cultura. Es actualmente director de la Revista Colóquio-Letras de la Fundación Calouste Gulbenkian. Poeta y novelista, su debut literario tuvo lugar con A Noção de Poema (1972). En 1985 recibiría el Premio Pen Club, el Premio D. Dinis de la Fundación Mateus en 1990. En 1994, la Asociación Portuguesa de Escritores, lo distingue por la publicación de Meditação sobre Ruínas, finalista en el Premio Aristeion de Literatura Europea. También firmó obras para teatro y tradujo a autores como Corneille y Emily Dickinson. Fue director de la revista literaria Tabacaria, publicado por Casa Fernando Pessoa y comisario para el área de Literatura portuguesa en la 49.ª feria del libro de Frankfurt. Cuenta con obras traducidas en España, Italia, Venezuela, Reino Unido y Francia. El 10 de junio de 1992, se convirtió oficial de la Orden de Santiago de la Espada, y el 10 de junio de 2013, fue ascendido a gran oficial de la misma orden.

A Phoenix Intersection

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Be a modern artist: pick a busy intersection and proclaim it your masterpiece. The critics love it, applaud your sense of color. . . . Like the best art, it was right in front of you all along but now you see it for the first time. Like the best art, it will outlast you. Colosn Whitehead, The Colossus of New York; A City in Thirteen Parts [New York: Random House, 2003] 79)

 

I must confess it took me a long time to find an intersection in Phoenix that I felt matched Whitehead’s marvelous injunction, and when I did, it turned out to be one I had crossed through several times a day for almost forty years. At first I thought it might be the ground zero of Phoenix, Central Avenue and Washington Street, but that intersection was only symbolic and held little of interest to me. A quick glance at the map of Phoenix—the City of Phoenix, of Metropolitan Phoenix, of Greater Phoenix—reveals it to be almost a perfect checkerboard, with major streets laid out every mile, and, going north and south, secondary and tertiary streets, respectively, every half and quarter mile; these are named streets, and as in most cities, the names are a mixture of national historical figures like presidents, local movers and shakers like founding fathers and famous politicians, and names evocative of the local setting: I happen to live on Palm Lane, a street festooned with imported palm trees that were part of the taming, through greening, of the desert. Running east and west, with only a few exceptions, the streets are numbered, odd numbers dominating to the west of the Central Avenue axis; even streets dominating to the West. Of course, satellite cities are free to have their own naming and numbering system, but this is generally only true in the Southeast Valley.

Because of the symmetrical geometry of the city, I was attracted to Grand Avenue, especially where it runs in at a perfect 45 degree angle at West Van Buren and North 15th Avenue. Grand Avenue is the continuation of U.S. Highway 60 that, prior to its reassignment to the Superstition Freeway, came into Phoenix from the East through Apache Junction, along Apache Boulevard, angling north up Mill Avenue through downtown Tempe and then east along Van Buren, until you came to Grande Avenue, which takes you northwest toward Los Angeles. Because of the Interstate Highway system, it is rare for anyone to get to LA via Grand Avenue: Interstate 10, with which the Superstition Highway now connects and which runs in a straight line west just south of McDowell, less than a mile north of Van Buren, will take you nonstop to the Pacific Palisades. But urban development, while it has left some interesting remnants at this intersection, has also left vacant lots, the bane of downtown Phoenix (someone once said downtown Phoenix looks like Beirut after the war, although things have gotten better in recent years).

In my search for a street corner where there were archeological traces, so to speak, of Phoenix history and an interesting urban mix, I found I could do no better than the major intersection right down the street from my house, an intersection so busy that only an infrared camera in the wee hours of the night might be able to capture images without traffic and one that regularly hosts automobile accidents than can be heard from inside one’s home with even the summer air conditioning running nonstop.

Seventh Avenue and McDowell Road is the intersection of four historic areas in Phoenix: Roosevelt (the SE quadrant), F. Q. Story (the SW quadrant), Willow (the NE quadrant), and, the most renowned, Palmcroft-Encanto (the NW quadrant).

McDowell Avenue (West McDowell at this point, as it lies one mile to the west of Central Avenue) is named for Major General Irwin McDowell whose name was attached to the army post established in 1899 on the eastern edge of what is now the street that bears that name. Such army posts were part of Phoenix’s origins in the post-Civil War Indian Wars in Arizona, a locale that was chosen because of the then flowing Salt River and the absence, at the locale that was to become Phoenix, as any  Indians, hostile or otherwise. When Phoenix began to experience the Post-World War I prosperity that led to a major spurt in its growth, the city ended at McDowell, and around Central Avenue there were some of the city’s first privileged sub-urban residential areas and lots of orchards and farm lands. The Palmcroft-Encanto area, which is reputedly the city’s first attempt at a planned residential community, was built up in the late 1920s and early 1930s and was, at that time, outside city limits. The northern edge of McDowell at this point contains the remnants of California-style courtyard apartments, which share an alley with the upscale Palmcroft development; the southern side of the street, which shares an alley with a more modest but solidly middle-class residential area that was within the city limits, mirrors the north side of the street in part.

The cross street is Seventh Avenue, which has become one of the major north-south arterials in the city, much to the consternation of residences that were once constructed along both sides of it when it was a tranquil city street. Backing out into the oncoming traffic is a decided challenge, and it is not surprising that many of what were once residences have become small business offices and professional installations (the same is true also of what were once homes along McDowell). Everytime one of the homes is sold for use as a doctor’s or a lawyer’s office, residents become divides over the losing battle of saving the edifices as historical houses vs. those who understand that they only continued to generate tax revenue if used commercially—otherwise they are likely to stand abandoned, which no one wants.

The four corners of Seventh Avenue and McDowell bear the traces of what was the original urban village development of the city. As late as 1969, when I bought into the area, the four corners boasted, respectively, on the northwest side a Mobile gas station that has since become a Circle K convenience story. On the northeast corner there is a shopping complex that housed multiple business that included a grocery store, a beauty salon, and a florist, which have since become, after passing through other stages, an antique fair and an ever expanding bakery-café/bistro-upscale fruit and vegetable mart. Yet, this latter building was not one of the first supermarkets in Phoenix. That honor seems to go to Golds, which was located in a building that is still standing and has been recycled nearby at West Roosevelt and North Third Street.

Continuing with the intersection, the southeast corner is also occupied by a large building that included a pharmacy that is now also an antique fair, although Best Cleaner behind the pharmacy going south on Seventh Avenue is still in business and has been continuously for seventy years. The southwest corner also contains two business that have been there, seemingly, for time immemorial: the Emerald Lounge and Runyon’s appliances, both of which have had a decided down-at-the-heels appearance for as long as I have known them. There used to be a gas station also on this corner, and its building was a fast-food outlet for several decades, but the latter business is now closed, and there is now a project to recycle the property for an upscale use.[1] This may mean the disappearance of the Emerald Lounge, a fact that should provoke mixed feelings, since, while for many it is an eyesore, it is, nevertheless, the only neighborhood-style bar in the area and stands in vivid contrast to the upscale watering hole that is the aforementioned café/bistro.

Certainly the most colorful anchor of this intersection is actually located a bit east on West McDowell Rd., and that is the My Florist café/bistro. My Florist was originally a flower shop run by a flamboyant Jewish woman who established it when she came out from New York in the 1940s (apparently, the area had a Jewish character, as the second known Jewish synagogue—the first is a still-standing structure a little over a mile away by the Phoenix Public Library; it is undergoing restoration—is a half-block away on the northwest corner of West McDowell and North Fifth Avenue, where it has served for years as a pawn shop whose large sign over the door and up steep steps from the street supposedly covers a glass-block menorah). When the owner of My Florist died, the flower shop closed, but the tall garishly lit sign was never removed. The new occupants of the property, who have cultivated a booming business that both oldtimers and well-heeled newcomers can’t seem to get enough of, chose to keep the sign and its name for their establishment. This quirky detail, especially the juxtaposition between the gleam and gloss of the café/bistro and its accompanying operations and the kitsch (echt bygone advertising and therefore not retro), is one of the particular attractions of the business. Because of the height of the sign, it dominates the area immediately around the intersection, where there are as yet highrises, much like the old water tower dominates the landscape of small town America. What one does have in this area beyond the My Florist sign is the only tall building in the neighborhood is, up on Central and Palm Lane, on the southwest corner, the interesting building originally built for the Dial Corporation, but now occupied by Viad; one of the most notworthy features of the property is the whimsical human sculptures in the green park that fronts it (these sculptures are continue on into the foyer of the building).

Palm Lane at Seventh Avenue is also noted for another local curioristy: the Statue of Liberty House on the southwest corner. This is a house that was built as a duplicate of one that was taken out of the Moreland corridor at the time of the construction of the through-town segment of the Interstate 10 freeway in the early 1970s. For reasons that have never been clear to the neighbors, many of whom are appalled by this example of non-Arizona kitsch, the owners decided to add this note of patriotic décor, complete with illuminated torch that at least makes giving directions for the intersection easy. Whenever I take a cab to my residence just a block and a half down Palm Lane from Miss Liberty, the driver usually knows exactly where I mean.

Since the major feature of the area around the McDowell/Seventh Avenue intersection is the prized Palmcroft-Encanto historical area, it is important to sense its presence in the lush greenery northwest of the Circle-K convenience store. Immediately to the north of the Circle-K store there is a modern office building that displaced some of the residences along Seventh Avenue mentioned previous (the ones that are, with the growing traffic flow, less and less desirable as homes and more and more susceptible to zoning requests for nonresidencial use). This office building was someone’s bad business investment, and it stood empty for almost two decades before recently being recycled as the Metropolitan Arts High School, part of Arizona’s burgeoning charter-school movement: many of the charter schools occupied so-called reclaimed space such as this office building, being unable to finance free-standing and individually tailored buildings. I have not heard of any squabble over such a semi-commercial use of this space (in the main the charter schools are proprietary operations), although I suspect that the neighbors tend to be of the political persuasion that supports the charter school movement.

Beyond the Circle-K to the northwest, then, and immediately west of the office building housing Metropolitan Arts lies the southeast corner of the Palmcroft-Encanto area, which extends from Seventh Avenue west to Fifteenth Avenue from the alley behind the buildings on McDowell north to Encanto Boulevard, the latter being the southern edge of Encanto Park (there is also a small extension of the Park south of Encanto Boulevard along part of Fifteenth Avenue that result from the developers need, at the time of the depression, to generate capital by selling the property to the city). Palmcroft-Encanto serves as home to important figures in the life of the city, including younger owners who want almost a century’s worth of charm and who are uninterested in commuting from the Acadia/North Scottsdale/Paradise Valley areas that developed as the central core became unattractive in the 1950s as the preferred residential area of the moneyed class). More importantly, it has had some important names associated with it, such as Barry Goldwater, who had a mansion there prior to moving, as his political career soared, to the Country Club preserve and then to Paradise Valley; Supreme Court Chief Justice John Rhenquist; and early powerbroker Frank Snell. Attorney General Bruce Babbitt, Governor Jack Williams, and legendary politician Renz Jennings also lived in the area. Although the area suffered some abandonment (more the Encanto half, which runs from the northern side of Palm Lane to Encanto Boulevard) with the exodus north and northeast beginning in the 1950s and 1960s, it became one of Phoenix’s first thirty or so official designated historical districts, and its integrity is now guarded by homeowners and their occasionally quite zealous spokespersons..

The importance of the Palmcroft-Encanto area has also helped the preservation of other historical areas that were originally more modest in their origins, such as the Willow area to the northeast of the McDowell/Seventh Street intersection and the F.O. Storey area to the south of McDowell on both sides of Seventh Avenue. Right down Seventh Avenue from McDowell is the Kennelworth Elementary School where Barry Goldwater was a student. After becoming almost a seedy inner-city school with the overall decay of downtown Phoenix in the 1960s, it is now an award-winning magnet school and an anchor for the Deck Park that covers the stretch of Interstate 10 that tunnels underground at this juncture. Conversely, the view south along Seventh Avenue from the McDowell intersection reveals the indicators of the presence of the freeway (signs, signals, and on- and off-ramp backed-up congestion) that cut the city in two and destroyed the southern edge of the residential area now known as the F. O. Storey neighborhood.

One of the important details of this intersection, and one of the principal reasons that I found it appropriate for this project, is the preservation of so much historical space. Except for the new building housing the Circle-K on the northwest corner, all of the other three corners are occupied by structures that have and have had multiple uses and that date back forty or fifty years at the least. These buildings can be viewed in two ways. The one on the northeast corner, which houses the larger of the two antique fairs and the now extensive operations of My Florist, is characterized by a second sidewalk parallel to the municipal ones on both Seventh Avenue and McDowell: it is probable that these sidewalks within the property line were constructed before the municipal ones were, which in most of the area appear to have been WPA installations (at least those along my stretch of Palm Lane bear the distinctive stamp of the Administration). Moreover, there is a building overhang that provides shade during part of the day to the sidewalk that L-s around the building. This sort of architectural detail is as significant as the sleeping porches in many of the houses in Palmcroft-Encanto (most of which have been converted in to so-called Arizona rooms), as concessions to the weather in an era before air conditioning and outdoor misters.

On the other hand, these buildings are construction nightmares—and, equally, I am certain—building code nightmares: they have been readapted so many times, with services upgraded so many times, that the visible cooling, plumbing, telephone, and electrical installations are as though the Centre Pompidou avant-la-lettre. This, of course, is a characteristic of many of the recycle and rerecycled buildings of Phoenix or any other city, for that matter. What makes this installation especially interesting is the use of the inner sidewalk and the way in which both the antique fair and My Florist have been able to capitalize on the permanence of this structure to create new anchors of the intersection. It remains to be seen if the proposed renovation plan for the southwest corner—with or without the reference point of the Emerald Lounge—harmonizes with the historical depth of the intersection and the surrounding neighborhood or whether it fragments that unity, as did the Circle-K with its thoroughly functional and this-could-be-anyone-of-our umpteen-thousand-stores design. The decision to build a Circle-K that reiterates an unvarying corporate image that is strictly functional, no matter where it is located, versus the decision to build a more-or-less unique structure that resonates with the human, architectural, and geographic context in which it occurs is crucial for how distinctive segments of the city—in this case, their instances of major arterial intersections—may choose to be: may choose to feel, may choose to be felt, and may choose to stand out distinctively from all the others

 

 

 

 

[1] The cityscape is a dynamic organism, never static and always changing. In the less than a month since I wrote this, Runyon’s and Buffalo Brown’s have been fenced off and torn down. My information is that the Emerald Lounge will remain, and that Starbuck’s will be building an outlet on the corner.