ISSN 2692-3912

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De Innsbruck, el fervor y la nieve

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I

En cierto lugar de Europa los cielos están abiertos. Por ellos he visto cruzar la vaga precisión del mundo en fugaces siluetas. Son altas, como sus árboles que combaten en leyendas de boca en boca. Son grises, como el otoño junto a sus ríos de niebla y sueño. Son raudos, como el destino, que cuando nos damos cuenta ya está sobre nosotros. Qué motivos, me pregunto, abrigan el paso de tales perfiles por estos cielos abiertos de Europa. Raudos, como el destino, que cuando nos damos cuenta ya está sobre nosotros.

 

XXVII

Cuál de todas las lunas es la de Innsbruck. La del aro gigante engarzada en tu aguda pupila. La de media semana cremosa en un tazón. La de olvido puro agendada sobre una taberna. La que viene y vuelve al cabo de una pregunta. Cuál de todas las lunas es la que miro. La que sabe del miedo que subsiste en lo perdido. La que no reconoce la respuesta del héroe. La que llama a mi puerta cuando yo ya no estoy. La que insiste en contarme cada filo de Innsbruck con el aro gigante de tu aguda pupila.

 

De París, el viento y la adarga

V

Lo he dicho varias veces este día. Se vuelca de sonidos la distancia. El paso de ese transporte que llega por mí a las 8:40 en esa calle de Poitiers que a nada suena. Hay piedras que redimen la cubierta de mis plantas cuando apuro, y hay hombres y mujeres que miran al cielo mientras escuchan el punto de su respiro. Lo he dicho varias veces. Me culpo y me disculpo que todo suene adentro: la calle que a nada suena, las piedras redentoras, los hombres y las mujeres y su punto de respiro. Yo cruzo por los jardines, por el patio del monasterio, por las sillas del café que aún no abre, por la plaza que en cada pisada se hace más ancha. Lo he dicho varias veces este día. Me cabe una supernova en cada tímpano. En esta calle de Poitiers que a nada suena.

 

X

Le pregunté a qué hora parte el último barco de este muelle. Como Celan oí decir que hay en el agua una piedra y un círculo y sobre el agua una palabra que tiende el círculo en torno a la piedra. Por más que uno se atreva en este río, las aguas siempre salen a tu paso. Son un cruce de piedra, un vuelco de algo, un círculo de todo. El río siempre ha sabido de Celan. El río es un capítulo de ascensos y caídas, de caídas y ascensos, de ascensos en caída, de caída en ascenso. Es la octava estación que marca este recorrido. Puede bajar, si gusta, me advierte el timonel. Y yo miro esos puentes mientras recuerdo: Por más que uno se atreva en este río, las aguas siempre salen a tu paso.

 

Tomado de:
Ruiz Pascacio, Gustavo. Cuaderno de Innsbruck, Coneculta-Chiapas, México, 2020, 94 pp.

 

 

 

Gustavo Ruiz Pascacio nacido en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1963. Maestro en Ciencias Sociales y Humanísticas por el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (CESMECA-UNICACH) y Licenciado en Letras Latinoamericanas por la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH).

Becario del Centro Chiapaneco de Escritores 1993-1994, en poesía, y del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (FOESCA) en 1996 y 1998, en ensayo. Premio Estatal de Poesía Rodulfo Figueroa 2001, convocado por el Gobierno del Estado de Chiapas, con el libro: El amplio broquel de la melancolía, y Premio Nacional Bellas Artes de Literatura (Premio Nacional de Ensayo para Crítica de Artes Plásticas Luis Cardoza y Aragón 2003), convocado por CONACULTA-Instituto Nacional de Bellas Artes, el Consejo de Cultura de Nuevo León y la Universidad Autónoma de Nuevo León, con el ensayo: La plástica en Chiapas: el tránsito del color y la explosión de la forma.

Es autor de los libros de poesía: Cualquier día del siglo, 1994; El equilibrista y otros actos de fe, 2000; El amplio broquel de la melancolía, 2001; Escenarios y destinos, 2008, y No viene la primavera en las líneas de mi mano, 2013, y Cuaderno de Innsbruck, 2020; así como de los libros de ensayo: Los fantasmas de la carne (las vanguardias poéticas del siglo XX en Chiapas), 2000; Los designios de la Diosa (la poética de Efraín Bartolomé), 2000; La plástica en Chiapas: el tránsito del color y la explosión de la forma, 2011, y Los andenes de la voz: ensayos de poesía mexicana contemporánea, 2015.

Fusibles y bujías

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Luego luego las ánimas vinieran a sorber la caldosa parafina que empoza el candelero escurridizo, si les tomáramos palabra para darles alojo en una gruta que por las mañanas gélidas en pabellón de hidrógeno se torne. Adentro quedaría una mezcolanza de jugos y gases provenientes de vísceras en descomposición inodora, hecatombe invisible de la que sólo se sabría por una estela de aire entibiado a la cónica luz de una lámpara atornillada en el vacío etéreo que dejan las volutas de su vaho rupestre, su anilina rociada. Manos al negativo repintadas con sangre y barro querrían tentalear tras cortina rocosa. En las afueras pernoctaron los adentros, repuso al otro día, tocándose las sienes con las yemas de sus dedos, un viejo expedicionario, para en seguida golpetear su palma con mango de vistosa gubia para cortar linóleo. En lo sucesivo pensará en cavernas cuando programe el campamento inédito de cada lustro, pese a calamitosa estalactita en serie; no sólo por vejez rugosas ubres, sino además por corrosiva gota incesante. Volverán a apagarse las bujías del acceso. Ya que vas de retorno a la taquilla, te dice, ¿no pudieras reconectar esos fusibles?

 

Extremar el descuido

Apresado en las aspas, al desorden, y en ese giro helicoidal trebolado arrebol resurgiría. Por vía del ensueño alcance a restituir su desnudez aquella endiosada presencia que me hablara desde las sombras azuladas de un manglar… Esas de abajo: autófagas raíces al vacío, savia crepuscular ambivalente. Un brote lumínico de corales al paso de la luz auroral cursa vegetativa conmoción de los agónicos que dejarán la huella de su costado en el mutante cieno. Cuentas impagas que alguien hace pasar debajo de la puerta, la luz oblicua intermitente cesa y un instante después aparece un altar cuyas velas con flamas solferinas desdicen la modestia de su rito. Por la trabalingual aldaba del ensueño intemporal, es imposible trasponer umbilical orden anfibio; de un arrecife a otro existe tanta distancia de por medio, para nunca llegar a nado, pero a serio desorden, atávico manglar, traspié, semblante azul de los caídos buzos. Habrá consecuencias, permítaseme decirlo en lenguaje gráfico, a ras de superficie, aspavientos de dron mediante, patadas de ahogado inclusive.

 

Dividual

Money is a kind of poetry
Wallace Stevens

Que no sólo el dinero constituye metáfora, que también el recibo de la Luz y la comprobación del Tiempo Aire consumido nos hacen vivir dentro de la palabra y sus inmediaciones clorofílicas. Hable por mí tan apreciado sosias, experto en el oficio de trajinar lo mismo en los mercados donde los jueves compro miel virgen para avisparme, que en los museos de cera donde me despabilo por efecto contrastante. Vean que se aproxima a preguntar cómo compense su molestia por hacerlo aguardar bajo rayos solares de las once cuarenta y cinco. Nunca pide monedas, y eso no deja de inquietarme. Bueno, pasó de largo ahora, vio que yo hablaba con ustedes y no quiso interrumpirnos. O tal vez ya lo esperan en otro lugar y se le ha hecho tarde; suerte de su enigmático anfitrión la de así retardar, unos segundos siquiera, la llegada no por prevista no sorprendente. Siempre sucede igual con ese sujeto divisible, para qué asombrarme, sombra de la que no me fío ni de la que me escondo; no tan equívoca al buscarme, acomedida, en otra sombra.

 

El tercer hombre

El encargado de pasar las páginas va de un atril al otro, piano a violín, violín a piano, Richter, Oistrakh. Sabe que en este movimiento próximo habrá que andarse con pizzicaterías; tres o cuatro, no más, pero cumplidas en forma inexorable, agio en adagio. Del estero al estuario, del estuario al estero, quién desde allá lo viera, largavistas en mano, lo mismo desde un palco oscuro que desde una dársena, debajo de un dosel arbóreo o en la parte más alta de una inservible torre de microondas… El encargado de pasar las páginas, pasante aventajado del Conservatorio, emplea su mejor olfativo recurso para matar el intervalo que precede al andante, arruga la nariz, una encostrada diminuta tilde de mucosa le amenaza con un picor hasta el gañote umbrío, se le desprenden unas cuantas lágrimas por amagar un tímido tosido y apaga el crótalo nasal con su pañuelo finamente bordado, que de sándalo se impregna esta noche. Va de un atril al otro, viene, va, viene del violín al piano y se detiene ahí, junto al tronco ahuecado, recarga en él todo sombrío anhelo. De alguna sviatoslávica manera vuelve a sentir ese envolvente frescor bajo un dosel de fresnos o en la altitud mayor de una esplendente torre de microondas. Por quién si no por Bartók el ruido de las hojas cuando son dobladas se incorpora al rumor apenas audible del bosque, luego a la sala, al bosque, a la hojarasca, al aplauso en cascada.

 

Reloj chino /Avenida Bucareli

Una encarnada ciruela haré rodar con el pulgar sobre la palma semiabierta de la mano, por cuanto ofrece como mecánica acción ilustrativa de mi quietud indecidida a todo. Puede agregarse aquí como color y música de fondo el estridor lejano de máquinas rotativas en esa etapa de entintar las planas; así será como me otorgue licencia gráfica para describir como cilíndrico el espeso conflicto de mis sensaciones cuando atraviese Reforma y me dirija (es un decir) al mejor punto de observación, inhallable en días comunes. Debo esbozar alguna idea firme durante un lapso mínimo de treinta segundos, o perderé de lo contrario la exactitud del rumbo a que concentro la amnesia temporal o desorden pindárico (¡yo ya quisiera!) en que me libro de objeto alguno, a no ser algún libro-objeto esa resolutoria piedra de tropiezo en cuyas agujas los gatos del vecindario (e incluso los de China, mon semblable Charles, los gatos que habitaran en platea y gayola del Palacio Chino por la madrugada) ven la hora. Completaré una tarde en ese cuarto que ocupo en la segunda planta del edificio Gaona. No anotaré ya nada sino la certidumbre olfativa de que hay felino encerrado en esa torre de la avenida Bucareli que desde hace más de un siglo permanece montada en un islote al que circundan curvas de hierro subsumidas en asfalto, sendos paréntesis tranviarios que en la glorieta se vanaglorian por mecer el tiempo, al tiempo de recargar las tintas de los puntos cardinales.

 

 

Roberto Rico (1960) es originario de Cintalapa de Figueroa, Chiapas. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es autor de los siguientes volúmenes de poesía: Varia optometría, Reloj de malvarena, Nutrimento de Lázaro, La escenográfica virtud del sepia, Parlamas (título que reúne las obras anteriormente mencionadas), De aquellos meses que no llevan ere y Ars vitraria. Varios textos suyos han sido recogidos en diversas antologías y publicaciones periódicas de circulación nacional, así como en el volumen Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos, editado en Barcelona, España por Galaxia Gutenberg.

 

Primavera

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          A las afueras del pueblo, a través de un camino de tierra escoltado por cañaverales, los bañistas concurríamos a la cita semanal de una versión líquida, mundana y voluptuosa del Paraíso mientras las lavanderas, que acudían también con su chiquihuite de ropa sucia, las aguardaba una variante bucólica de la esclavitud doméstica. Para la mayoría de los visitantes, el nombre arcádico del lugar evocaba diversión, liviandad de espíritu, promesa de una vita nova y, por qué no decirlo, concupiscencia de cuerpos mojados y jóvenes dispuestos en una bandeja solar por las sacerdotisas de la luna.

          En la entrada del balneario había una parota categórica y misántropa cuya sombra cubría las ruinas de adobe de lo que pudo haber sido el casco de una hacienda productora de alcohol de caña. Pero luego, como si cruzáramos la línea del Trópico de Cáncer, tras rebasar un portón de mezquite nos encontrábamos frente al verdor sinfónico de una nogalera de varias hectáreas; los follajes de sus árboles se tocaban unos a otros, situación ideal para encaminarse hasta el bosque del cerro de Tequila —viaje de quince kilómetros sin tocar el suelo— siguiendo el ejemplo de las escaramuzas sexuales de las ardillas, esas sobrinas políticas del barón Cósimo Piovasco.

          Alimentadas por un pozo artesiano conectado, tal vez a un glaciar, había dos albercas frías como los labios azules de la Parca: la chica, dedicada a los niños de salvavidas y a los que no sabíamos nadar ni siquiera “de perrito” y la grande, auténtica fosa abisal donde nadadores y clavadista expertos se disputaban en cada lance el cuadro de medallas de Moscú 1980.

          Estaba además un corredor de lavaderos montado sobre un canal de agua —a modo de una pileta cambiante y única— donde la jícara se hundía una y otra vez sin lograr agotarlo. Yo, curioso irredento, con el pretexto de recolectar nueces caídas entre los hierbajos, me asomaba a sus conversaciones de espuma. Con las notas del agua corriente, algunas cantaban boleros de Los Tres Ases o rancheras de Lucha Villa mientras tallaban, enjuagaban y exprimían culpas, arrepentimientos, ilusiones, venganzas, hastíos, llantos, nostalgias, cobardías…

         Una tarde de verano con diablos borrachos y pendencieros, los empleados de La Primavera osaron abrir el portón de mezquite a las muchachas del Flamingos Night Club. Mientras se reponían del soponcio y la vergüenza, un grupo de señoras y señores, representantes espontáneos de la Liga de la Decencia, comenzaron a insultar a las meretrices que ya flotaban en paños menores con gracia de toninas de ríos amazónicos, de serpientes de agua y de ninfas asediadas por todos nuestros ojos. Con un bikini a punto de desbordarse de lonjas y celulitis, el dedo gordo del pie probando la temperatura de la alberca, Heidi, una mulatona llegada de tierra caliente, con sólo un gesto desarmó a los detractores iracundos y mojigatos. De un tirón procaz, sus dedos índice y pulgar desataron el nudo del sostén liberando, como golpe de magia, sus pechos de nodriza —delfines inquietos y papayas rotundas— de los que brotaron chorros de leche salpicando a toda la concurrencia.

 

 

*Del libro inédito y de próxima publicación, Ábaco de granizo.

 

 

Ernesto lumbreras (México, 1966) es, sobre todo, poeta y ensayista. Entre sus libros se cuentan Espuela para demorar el viaje (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1992), La ciudad imantada, Oro líquido en cuenco de obsidiana. Oaxaca en la obra de Malcolm Lowry y La mano siniestra de José Clemente Orozco. 

La nekyia de Rulfo

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A Rocío

La imagen de la orfandad

 

La orfandad es uno de los temas medulares de Pedro Páramo.[1] A partir de una prosa concebida desde la poesía, de una estructura narrativa combinatoria y de un estilo literario de gran poder suscitante, Juan Rulfo logró pulsar las cuerdas de la orfandad —y la búsqueda por redimirse de esa condición de falta originaria, no obstante que dicha búsqueda desemboca en una forma de abismamiento—. En el mundo de Pedro Páramo percibimos una orfandad que ni siquiera concluye en la ficticia región de los muertos; al contrario, desde esa región sombría podemos vislumbrar que la orfandad es irredimible y sin límites.

Hallamos el tema de la orfandad en uno de los poemas más antiguos de Occidente: La epopeya de Gilgamesh. El héroe mítico de Babilonia se siente desamparado cuando descubre que morirá de manera definitiva y, transido por la angustia, decide ir en busca del secreto que le otorgue la inmortalidad. Cruza el reino de la noche y llega a los confines del mundo pero, como no pertenece al orbe de los dioses, no tiene derecho a la inmortalidad y sólo le indican dónde hallar una hierba que hace recuperar la juventud; sin embargo, una vez obtenida, ésta le es robada por una serpiente. Con ese conocimiento y en esa pérdida, Gilgamesh asume su condición mortal, su plenitud humana, pero queda herido para siempre por un sentimiento de hondo desamparo. Y este sentimiento de orfandad lo hereda a toda la literatura occidental.

          Sería fatigoso enumerar las obras que abordan los diversos tópicos de la orfandad que incluye el descenso a la región de la oscuridad —al mundo de los muertos, al hades, al sheol, al infierno, al mictlán o al inframundo— en busca de un conocimiento, de un padre, de un pacto o de algo mágico que logre absolver al personaje de su condición órfica, de su caída, de su falta, de su exilio, etcétera. De la Odisea a la Eneida, de la Divina comedia al Fausto y del Quijote a Pedro Páramo, sus autores nos muestran a héroes y antihéroes que descienden a las fronteras donde el hombre no tiene ya ningún asidero y busca asirse a algo que lo religue o lo devuelva a un posible estado de plenitud. Sin embargo, en el caso de Pedro Páramo, los personajes ni siquiera hallan asidero en la región de la muerte.

          Cuando Juan Preciado va en busca de su padre, busca su origen, pero esa búsqueda es, en realidad y sin saberlo, un descenso a la región de los muertos, pues el edén originario evocado por su madre se ha convertido en un purgatorio donde las almas yerran sin sosiego, corroídas por sus culpas y remordimientos. El camino hacia el padre está sembrado de incertidumbre, miedo, muerte y, por si esto fuera poco, la orfandad alcanza su límite cuando Preciado se descubre alma en pena, un murmullo más en ese concierto de murmullos que lo han matado de miedo.[2]

          Y aún más, como ha señalado Rodríguez Monegal, la novela empieza con la búsqueda del padre y termina con la muerte de ese padre a manos de uno de sus hijos.[3] Ahora bien, si consideramos la novela desde la cronología de sucesos, cuando Juan Preciado emprende la búsqueda del padre, éste ya ha sido asesinado muchos años atrás; y si de alguna manera Preciado es simbólicamente todos los hijos de Pedro Páramo, entonces concluiremos que el hijo decide buscar al padre después de haberlo matado; por eso no puede buscarlo sino en la región de los muertos y para ello es conducido por varios psicopompos: Abundio, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y, en la sepultura, por Dorotea. En este extremo, la orfandad es trágica porque, primero, es producto del abandono y, después, consecuencia del parricidio. La búsqueda del origen, el viaje iniciático en busca de la tierra de promisión, no podría desembocar sino en la muerte.

 

Dorotea dirige la orquesta de murmullos

 

En el fragmento 36,[4] cerca de la mitad de la novela, los lectores descubrimos que desde el principio Juan Preciado ha estado conversando con Dorotea y que los fragmentos sobre la infancia, adolescencia y ascenso del cacique Pedro Páramo son “murmullos” de otros tiempos que, a modo de contrapunto, se han integrado al relato de Juan Preciado. Y se han intercalado en su narración porque el mismo Preciado, a petición de Dorotea, le ha contado qué dicen los muertos de las tumbas vecinas.

          En ese punto, cuando Juan Preciado y Dorotea conversan, abrazados en la misma tumba, los lectores descubrimos que la novela completa está articulada por murmullos, que ese archipiélago textual es una polifonía de ultratumba, que la historia de Comala y sus habitantes es contada por las almas en pena y que, en última instancia y como un nigromante, Rulfo ha invocado a los muertos y sólo ha sido un escucha, un amanuense de ese concierto de voces dolientes.[5] Los diversos tiempos narrativos convergen de pronto en un presente perpetuo, pues el tiempo de los muertos es vertical y sin orillas.

          Dorotea, una mujer perturbada de sus facultades mentales y con una pierna tullida —le apodan La Cuarraca—, es quizá el personaje más complejo, profundo y lúcido de la novela, pues se revela como la memoria y la conciencia de un pueblo. Y es ella la que da origen a Pedro Páramo, pues en el fragmento 36 interpela a Juan Preciado: “Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?”, y esta pregunta nos remite al principio de la novela, a la apertura del texto y a la respuesta de Juan Preciado: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

          En vida, Dorotea es una mujer marginada, es la loca del pueblo, no tiene familia, vive de la caridad pública y va siempre con un molote en el rebozo y lo trata como si fuera su bebé. Sin embargo, ya muerta se magnifica: dirige, a modo de directora de orquesta, la polifonía de voces. Además de dar pie a la narración, podemos decir incluso que es un personaje que inventa a su autor, pues inventa a Juan Rulfo para que éste escriba una historia cuyos hilos va tejiendo gracias a la mediación de Juan Preciado. Cuando Dorotea le pide a Preciado que le cuente qué dicen los muertos de las tumbas contiguas, está en realidad pidiéndole a Rulfo que escriba lo que dicen los muertos. En este sentido, Juan Preciado es una de las máscaras narrativas de Juan Rulfo. La novela Pedro Páramo es así una gran polifonía de ultratumba, y Rulfo es un nigromante que ha convocado a los muertos en ese espacio de la imaginación que llamamos creación literaria, un espacio donde Rulfo se diluye en el concierto de murmullos; es decir, el autor es devorado por su propia creación.

 

Demiurgo mediante la desaparición

 

El mundo de la novela es un mundo en ruinas, calcinado y de almas en pena, es decir, el apocalipsis ha sucedido, por eso es justo decir que el ambiente es post-apocalíptico. Cabe entonces preguntar: si todos están muertos,[6] si el narrador en tercera persona es incluso una voz fantasma en el coro de murmullos, ¿quién escribe la novela?

          Sabemos, por supuesto, que Rulfo la ha escrito, pero hago esta pregunta retórica para señalar que el poeta-narrador Juan Rulfo no aparece en ninguna parte del texto que ha escrito.[7] A diferencia de los autores que son personajes, presencias, sombras o enunciados de autoridad en sus obras, el escriba de Pedro Páramo logró desaparecer de su novela, como actor y autor, y consiguió la proeza de crear un mundo regido por sus propias leyes. Mediante la escritura, Rulfo creó un mundo autosuficiente, un mundo que se reinventa a sí mismo a partir de la voz de sus personajes, un mundo que se impone a nuestra conciencia lectora como si nadie lo hubiese inventado, como si existiera más allá de un posible autor.

          Y lo paradójico consiste en que Rulfo desapareció de su escritura porque logró elevar su orfandad a la condición de ley universal y, desde la poesía, nos impuso su desamparada visión del mundo.

 

Las dos vidas después de la muerte

 

Aunque el mundo narrativo de Rulfo parte de la cosmovisión cristiana y se comprende en ella, en los fragmentos 36 y 38, además de contener la clave de los hilos narrativos, hay un motivo que contradice a la escatología cristiana: aparte del alma, los restos mortales —la carroña, los huesos, el polvo— tienen conciencia del ser que han sido en vida y mantienen una forma de vida en la muerte —este tópico recuerda, por cierto, el soneto “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo—. Ambos fragmentos, correspondientes a un mismo pasaje de la novela, han provocado equívocos diversos entre los críticos debido a su ambigüedad, pues la novela no explica cómo Juan Preciado abraza a Dorotea en la misma tumba, si ella y Donis, según lo dicho por la misma Dorotea, entierran a Juan Preciado. Citaré dos pasajes de cada uno de los fragmentos para exponer luego mis hipótesis:

 

[Fragmento 36, habla Dorotea:]

Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. “Nadie me hará caso”, pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti.

 

[Fragmento 38, Juan Preciado y Dorotea conversan:]

—¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: “Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más”. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

 

Pese a la ambigüedad y lo fragmentario de la novela, podemos conjeturar que Dorotea y Donis hallan muerto a Juan Preciado en la plaza de Comala y se disponen a enterrarlo; una vez que Preciado yace al fondo de la sepultura, Dorotea “decide” morir al pie de la tumba abierta; suponemos entonces que Donis la arroja sobre Juan Preciado y entierra a ambos. Esta conjetura explicaría las palabras de Dorotea citadas líneas arriba: “Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos”.

           En la tradición cristiana, el cuerpo es considerado cárcel del alma y en él radican las posibilidades de salvación o pérdida de aquélla. La religión es entonces una guía moral para salvarse, pues para el cristiano la vida verdadera no está en el más acá sino en el más allá y tiene que apegarse a los preceptos religiosos si quiere gozar de una supuesta vida eterna. Si la vida en la tierra es insoportable, el cuerpo debe prevalecer en los tormentos, pues su misión consiste en salvar esa “porción divina” del ser humano que se denomina “alma”. Sin embargo, en el caso de Dorotea, el alma y el cuerpo se enemistan y luchan; el cuerpo se rebela contra todos los preceptos cristianos y decide aniquilarse para dar fin a sus sufrimientos; es decir, opta por una forma de suicidio.

           En esa lucha, el cuerpo vence porque la vida ha sido para él un dolor continuo, una carga inhumana; decide cuándo morir, cuándo renunciar a sí mismo para dar fin a sus padecimientos, y no le importa ya si esa renuncia significa, para el alma, la errancia sin sosiego y la pérdida de la salvación eterna. Camus escribe que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.[8] Los personajes de Pedro Páramo no filosofan, viven y, en las orillas extremas de la vida, responden a la pregunta fundamental de la existencia. En este contexto, Dorotea descubre en un momento límite de miseria que la vida ha sido absurda y que es absurdo seguir “arrastrando la vida” en un mundo desolado y hostil, y decide que en esa frontera de lo insoportable “se acaba el camino”.

          En esta perspectiva, si los huesos de Dorotea se resuelven “a quedarse quietos” a pesar de los ruegos del alma; si la lucha interior de Dorotea en sus últimos momentos, su agonía, es de una intensidad desoladora, pues decide abismarse para dar fin a su desesperación, esta lucha y esta renuncia a la vida es un sí a la creación literaria. Su suicidio engendra a un autor llamado Juan Rulfo. En vida habla poco (“parece ser que le sucedió una desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó”, dice Damiana Cisneros)[9] pero en la muerte, en esa condición de ser donde ni siquiera es alma sino cuerpo en estado de descomposición, es una psicopompa: una guía de almas en el más allá,[10] pues conduce las voces de los muertos de tal modo que logra una de las polifonías narrativas más originales y abismales de la narrativa moderna.

 

La conciencia separada

 

La doctrina cristiana considera que, en el acto de morir, el alma se separa del cuerpo, y que en el alma prevalece la memoria y la conciencia —esto explica el tormento de las almas en el Infierno de Dante, por ejemplo—. A su vez, considera que en cuanto el alma abandona al cuerpo, éste es sólo materia, carne para los gusanos, polvo en el polvo. Sin embargo, en la novela de Rulfo, la memoria y la conciencia permanecen en los restos del cuerpo inerte, en la cruda materialidad de lo que fue una persona; y los huesos guardan tantos recuerdos, tantas emociones, tantas pasiones y culpas como el alma misma. Aquí la visión de Rulfo entronca con el poema de Quevedo.

           En “Amor constante más allá de la muerte” el alma, que sólo obedece a la ley del amor, pierde el respeto a la “ley severa”, y afirma que los amantes, aunque mueran, seguirán unidos en la región de la muerte, pero no sólo como almas sino que sus restos físicos seguirán ardiendo de amor, pues “polvo serán, mas polvo enamorado”. En el soneto, pues, los enamorados están juntos en cuerpo y alma, se aman incluso cuando los cuerpos son ya sólo ceniza y polvo, desafían todos los preceptos de la doctrina cristiana porque consideran que el amor no sólo vence a la muerte sino que vence a la ley del dios.[11]

           Del mismo modo pero de signo contrario, los personajes de Pedro Páramo, tanto las almas errantes como los muertos en sus tumbas, recuerdan su vida —incluso pareciera que algunos de ellos no saben que están muertos y hablan como si estuviesen vivos—. En todo caso, como nos lo muestra Dorotea, cuando una persona muere, se divide radicalmente y se vuelve dos conciencias por completo ajenas entre sí, y cada una vive su muerte: el alma, en la pena sin fin; el cuerpo, en la rememoración plácida mientras se pulveriza su carne. En Quevedo, el alma se reúne con el cuerpo —aunque éste ya sea sólo polvo— con la única finalidad de eternizar la pasión amorosa; en Rulfo, el cuerpo se enemista y se divorcia del alma, y se condenan a un mutuo extravío.

           El alma en pena ansía ser redimida: continúa sufriendo, se halla en condición de pérdida debido a los pecados cometidos por su cuerpo, de algún modo debe expiar sus faltas y, cuando encuentra a una persona viva, le pide que rece por ella, pues sólo mediante las oraciones de los vivos podría redimirse. (Este ruego de las almas en pena es lo que aterra a Juan Preciado cuando camina por las calles de Comala y estos “murmullos” son los que lo matan de miedo). Por lo contrario, los muertos en su tumba consideran su condición de materia inerte como algo mucho menos penoso que la vida, pues duermen buena parte del tiempo, incluso quizá sueñan en su muerte.

          Para Dorotea, por ejemplo, estar en la tumba significa estar en el paraíso, pues ha dado fin a sus humillaciones, a su sufrimiento y a su miseria: “cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del Infierno, más vale no haber nacido… El Cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora”.[12] Dorotea considera que yacer en esa tumba —donde ya no padece ni carga con la responsabilidad de salvar su alma— es una de las formas de la redención. Dorotea significa “donada por dios”, ¿es recurso literario, paradoja o ironía que Rulfo haya escogido ese nombre para un personaje que, con discapacidad mental y física, subvierte de manera radical la visión del mundo cristiana?

 

Conclusión

Pedro Paramo se inscribe en una tradición que vertebra toda la literatura occidental. En la nekyia de Juan Preciado resuena, con la particularidad de cada caso, la poderosa nekyia de Gilgamesh, la de Odiseo, la de Eneas, la de Dante, la de Fausto, la de don Quijote. Una resonancia cuya música, cuya poesía, nos abandona en la orilla de una orfandad inapelable.

 

Bibliografía citada

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Camus, Albert, El mito de Sísifo. El hombre rebelde, trad. de Luis Echávarri. Buenos Aires: Losada, 1957.

Lee Masters, Edgar, Antología de Spoon River, edición bilingüe, trad. de Jaime Priede. Madrid: Bartleby, 2012.

Moreno-Durán, R.H., “La sublimación y la expresión del mito”, en De la barbarie a la imaginación. La experiencia leída. México: Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 367-375

Quevedo, Francisco de, “Amor constante más allá de la muerte”, en Obra poética, vol. I, edición de José Manuel Blecua. Madrid: Castalia, 1969, p. 657.

Rodríguez Monegal, Emir, “Relectura de Pedro Páramo”, en Narradores de esta América, t. II. Buenos Aires: Alfa Argentina, 1974, pp. 174-191.

Rulfo, Juan, Los murmullos [mecanuscrito: pre-texto de Pedro Páramo]. México: Centro Mexicano de Escritores, 1954, 127 pp. [Depositado en el Fondo Reservado de la Hemeroteca Nacional].

Rulfo, Juan, Pedro Páramo, edición de José Carlos González Boixo, 16a. ed. Madrid: Cátedra, 2002.

 

 

 

[1] Es también un tema cardinal en varios cuentos de El Llano en llamas y de la novela disfrazada de guion para cine titulada El gallo de oro; puedo afirmar incluso que la orfandad es quizá el tema primordial de la obra y la vida de Rulfo.

[2] Uno de los títulos previos de la novela fue Los murmullos, pues el autor llama, en el discurso de la novela, “murmullos” a las voces de los muertos.

[3] Emir Rodríguez Monegal, “Relectura de Pedro Páramo”, p. 186.

[4] El fragmento 36 empieza: “—¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?” En este ensayo me baso en la 16ª. edición de Pedro Páramo preparada por José Carlos González Boixo (véase bibliografía) en la que establece de manera definitiva que la novela consta de 69 fragmentos. Recomiendo al lector esa notable edición crítica.

[5] Ya varios críticos han señalado las coincidencias entre Pedro Páramo y Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters. Véanse, por ejemplo, los comentarios de R.H. Moreno-Durán en su ensayo “La sublimación y la expresión del mito”, pp. 367-375.

[6] Durante varias décadas hubo cierta controversia respecto de los personajes. Si nos basamos en la perspectiva del diálogo de ultratumba entre Dorotea y Preciado —que es el punto de vista que retomo en este ensayo—, todos los personajes están muertos. Si nos basamos en la lectura lineal de la novela, por supuesto que Juan Preciado llega vivo a Comala, asimismo están vivos los hermanos incestuosos y Dorotea; pero Preciado no sabe que Abundio, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y otros están muertos. Hago este deslinde sólo para evitar equívocos en este pasaje.

[7] Hay detalles que nos permiten establecer una relación entre la novela y la biografía de Rulfo; pero no me refiero a eso.

[8] Albert Camus, El mito de Sísifo, p. 13.

[9] Fragmento 37: “Al amanecer, gruesas gotas de lluvia…”

[10] Abundio, Eduviges Dyada y Damiana Cisneros son también psicopompos, pero sólo Dorotea alcanza el estatuto de guía polifónica al tomar como médium a Preciado-Rulfo.

[11] Quevedo, Obra poética, vol. I, p. 657.

[12] Fragmento 38: “Allá afuera debe estar…”

 

 

 

Felipe Vázquez ha publicado tres libros de poesía: Tokonoma (1997), Signo a-signo (2001) y El naufragio vertical (2017); cuatro de crítica literaria: Archipiélago de signos. Ensayos de literatura mexicana (1999), Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible (2003), Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto (2010) y Cazadores de invisible (2013); y dos de varia invención: De apocrypha ratio (1997) y Vitrina del anticuario (1998). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía CREA en 1987, el Premio Universitario de Poesía (unam) en 1988, el Premio Nacional de Poesía Miguel N. Lira en 1991, el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen en 1999 y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 2002.

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The Birth and Development of “Minority” Communities in Odessa/Midland, TX: Beyond the Railroad Tracks

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Shortly after I arrived in Odessa, from Boston, MA, I started trying to understand the social fabric of the society in the town where I had accepted a job as a Sociology professor at the University of Texas and was going to bring up my two little children.  My academic research until then included global divisions of labor issues, with a concentration on inequalities, especially relating to racial, class and gender disparities, the development of shantytowns and of the informal economy.  Thus, I began looking and soon discovered that there was very little information in the library about the “minority” communities in the area. The term minority is used here in the sociological sense of people who do not hold the economic and political power, since the Latinx or Hispanic population numerically exceeded the Anglo population.   I also soon discovered that what I had read in the book “Friday Night Lights” (Buzz Bissinger, 1990) a published account on race relations in Odessa was not far from the truth.  Indeed, as noted in the book, there was a physical separation of communities by race. Latinx (typically referred to as Hispanic in West Texas) families predominantly inhabited the West Side, while the railroad tracks marked the boundaries to the South side of town, the Black community. Shortly after that, I attended the funeral of one of the most respected doctors in the South Side, and indeed the entire community, Dr. Stewart.  He single-handedly with the unmatched assistance of his wife Mrs. Emma Jo Stewart, during the period of segregation served for about 40 years as the sole doctor of the entire Black and Latinx community.  Many noteworthy events were forever gone with the loss of Dr. Stewart, like many more people before him. evidently, there were few written accounts documenting significant developments of social progress affecting the growth of Odessa’s African-American, Latinx and indigenous communities. Details of noteworthy events may be forever lost with the passing of members by not documenting their experiences. I, at that point, felt the urgency of critically examining the history of the early development of the communities through the mouths of the people who really could tell it best, its members.

 

In order to capture a sense of what life was like for individuals migrating to Odessa from other parts of Texas, a sociology project was undertaken to collect oral histories from long time Odessa residents of the African-American community and subsequently the Latinx and Indigenous communities. Oral histories provide an opportunity for interviewees to tell about life from their own perspective or worldview (Baum, 1987).

             The project was established, and students who were interested and committed were trained as assistants.  Thus, often the interviews were conducted by two assistants at the same time, but more often than not, I also participated, to fulfill my fascination with the intriguing stories told.  The participants we interviewed shared “birthmarks” of ascribed race and ethnicity. For example, they all were born from African American families who were already established in Texas. They and their families came to Odessa with the expectation of finding work. However, their histories reveal dimensions of development, which include the influence of background, particular people and events, uniqueness and commonalties, to experiences of minority status. These interviews were not meant to be biographies, but instead a glimpse of their values, some noteworthy life experiences/decisions and their future perspectives.

More information about the regional economic development can be found in my article (2014). “Historical Growth of the African American Community in Odessa/Midland, Texas” National Forum of Multicultural Issues Journal. 11(1):1-18

 

The following interviews with elders of the Black community show the complexity and multiple dimensions of individual and social development of the community.

 

 

Mr. Winfred U. Richmond: 1927 – 2017

Mr. Richmond was born in Axtell, Texas.

He attended the following colleges: Prairie View A&M, Colorado State University, San Francisco State and Texas Southern.

He was valued Assistant principle and mentor at Blackshear Jr. High and later a principle at Ector High School (1982-87).

Mr. Richmond believed in helping others and he and his wife set the example for others to follow for many years. He was a good Christian,  a patient educator, and an honest man with a great heart and mind, and he left behind a legacy of community cooperation.

 

 

Mrs. Arlene M. Campbell: 1915-2010

Longtime educator and civic leader of Odessa, Texas, formerly of Austin.

“We did not come on the same ship but we are on the same boat”

“want to know about Black History? I am it!!!!”

“There is nothing you really can’t do”

“if you don’t work you don’t eat”

She was a member of several Boards including the Gertrude Bruce

 

 

Mrs. Emma Penny: 1911 – 2008

She was a longtime resident of Odessa, Texas, moving to the city in 1935 from east Texas with her husband, the late E.P. Penny. Following a brief illness in 2001, she moved to live with her son James in Ruston.

The E.P. and Emma Home is recognized as a landmark by the Heritage of Odessa Foundation for opening their home to African-American travelers during a period of segregation. Mrs. Penny was a long-time member of Parks Memorial Church of God in Christ, where she served as church mother and district missionary until her retirement in 1997.

She is recognized as a Minority Trailblazer by The Castanettes Social Civic and Arts Club of Odessa.

 

 

Joanna Hadjicostandi, Ph.D.

Born in Alexandria Egypt of Greek parents, Dr. Joanna Hadjicostandi, is an Associate
Professor of Sociology at the University of Texas Permian Basin (UTPB) in Odessa, TX,
USA. She has earned her BA in Sociology at Greenwich University, London, England,
and her M.A. and Ph.D. in Sociology at Northeastern University, Boston, Massachusetts.
Her multifaceted research interests in International Development and Migration, Gender,
Race, Ethnicity, Social Class and Drug Use and Abuse has been published in many
prestigious journals and presented in numerous national and international conferences.
Her working knowledge of Arabic, Greek, English, Italian and French, and progressive
learning of Spanish has helped her through her extensive travels and research. Her
research in progress includes oral histories of the Black community in Odessa/Midland
and the influx of refugees in Europe and especially Greece.
Dr. Hadjicostandi was the recipient of several awards including, the UTPB President’s
Outstanding Service Award, the UT System Chancellor's Council Outstanding Teacher
Award, the UTPB President’s Award for Student Success and the UTPB La Mancha
Research Award. She is also involved in professional, student and community
organizations locally, nationally and internationally.

 

 

Dos poemas

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Caballo

¿Qué te da el caballo
que no puedo darte yo?

Te observo cuando estás solo
y cabalgas en el campo, detrás de la cuadra,
con tus manos hundidas
en las oscuras crines de la yegua.

Conozco entonces lo que yace detrás de tu silencio:
tu desprecio, tu odio por mí, por nuestro matrimonio.
Y aun así pides mis caricias. Lloras
como lloran las novias, pero te miro
y noto que no hay niños en tu cuerpo.
Entonces ¿qué hay en ti?

Nada, pienso. Sólo la prisa
por morir antes que yo.

En un sueño te he visto cabalgar
sobre los campos arrasados. Luego
desmontas; caballo y tú caminan juntos
en la oscuridad, sin sombras.
Y yo sentía las sombras venir hacia mí
–ellas, dueñas de su albedrío por la noche,
pueden ir a cualquier parte.

Mírame. ¿Crees que no lo entiendo?
¿Qué cosa es el caballo
sino un pasaje fuera de esta vida?

 

El fuego

Si hubieras muerto cuando estábamos juntos
no hubiera querido nada de ti.
Ahora te pienso como si hubieras muerto, es mejor.

A menudo, en las frescas tardes de primavera
cuando, con los primeros brotes,
entra al mundo todo lo que es mortal,
encendía una fogata para los dos,
con ramas de pino y manzano.
Una y otra vez
las llamas disminuyen, arden
mientras cae la noche y podemos
vernos uno al otro con claridad.

Durante el día nos contentamos,
como antes,
con la hierba alta,
con las verdes puertas de madera y las sombras.

Y tú nunca dices
“déjame”
a los muertos no les gusta estar solos.

 

Versiones de Jorge Esquinca

 

Louise Glück imparte clases de literatura y creación literaria en la Universidad de Yale. Poeta y ensayista estadounidense, ha escrito más de diez libros entre los que destacan El triunfo de Aquiles (1985), Ararat(1990) y Averno (2006). Su obra ha sido reconocida con los premios Pulitzer (1993) y el Nacional del Libro (2014); finalmente, con el Premio Nobel de Literatura 2020. 

Linepithema humile

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San Diego, 8 de julio de 2019

 

I

Es la hormiga feroz, viajera y solidaria
que teje el mundo con el empuje de sus patas.
Es la hormiguita bimilimétrica que anteayer
dejó la Amazonía para hacerse un hueco
a patadas y dentelladas por las grietas y caminos
de varias islas y cuatro continentes.

En los artículos científicos y en las noticias de los diarios
la llaman la terrible hormiga invasora,
la belicosa hormiga argentina,
la humilde Linepithema.
En nuestra casa, son las hormiguitas que viven en el cañón
y que pululan por las esquinas del baño y la cocina.

Un grupo de investigadores japoneses afirma
que la enormidad de su población
sólo es comparable a la de las sociedades humanas
y que su propagación por el planeta está ligada
a las rutas incontables de nuestra especie.

Se sabe que forman megacolonias de miles de kilómetros
(ya atan las costas de California, Nueva Zelanda,
Japón y el Mediterráneo con su ordenado bullicio
y los recios hilos de su trillonario tránsito).
También se sabe que hay muy poca variación genética
entre grupos diferentes y que, a diferencia de otras hormigas,
raramente atacan a miembros de otras colonias de su misma especie.
Con estos intercambian residencias y comparten caminos,
protegen al pulgón y chupan su dulce ligamaza.
A las hormigas de otras especies las expulsan a dentelladas.

Los anarquistas del principio del pasado siglo
las verían como un modelo de mutualismo,
trabajo solidario y acción revolucionaria.
Otros hablarían de su éxito al aprovechar ciertas ventajas
evolutivas dentro de un mundo globalizado
definido por la competencia feroz entre todos los seres.

Pero no busquéis aquí, amigos, símbolos ni modelos de nada.
Aquí solo encontrareis lo irreductible, lo inefable, lo pasmoso:
hormigas tan solo,
mínimas hormigas,
las voraces y humildes linepithemas:

pequeños insectos de cuerpo trillonésimo
que tejen y empujan
la esfera viva del mundo
con sus ínfimas querencias
y su inquieto caminar.

 

II

 

Un día aparecieron algunas en la cocina,
entre la cafetera y los botes de legumbres.

Tras un breve debate (en el que la higiene venció
a la hospitalidad y al respeto por la vida) decidimos
comprar unos cebos con un líquido transparente
—límpido y venenoso rocío de miel—
que las atraería por millares, se les pegaría a las patas
y acabaría con sus nidos.

Efectivamente, después de unas semanas
abandonaron la ruta de las legumbres
y aparecieron en el baño de arriba, junto al váter.

Recuerdo haber limpiado algunas docenas de cadáveres
que Alba dejó en su descuidado caminar de dos años.
Belén me comentó que en una página web
un usuario de los cebos narraba su experiencia
con el producto en forma de extensa crónica de guerra.

Repetimos el proceso —el debate, el cebo, el acarreo—
y, una vez más, se fueron y volvieron
por otra ruta que quizá era la misma.

Desde entonces las ignoramos.

Esta mañana una transitaba por el lavabo
mientras me lavaba los dientes.
Hace una semana otra recorría la rodilla de Luna.

Junto a la puerta de la calle
brotan a borbotones desde una grieta en el suelo.

 

 

Daniel Ares-López nació en el Barrio del Puente de la ciudad de Lugo (España) en 1978. Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de Compostela-Lugo (España). Desde el año 2006, vive y trabaja en Estados Unidos. Se doctoró en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Wisconsin-Madison y actualmente es profesor en el Departamento de Español y Portugués de San Diego State University en San Diego (California).

 El cuaderno mundano (de próxima aparición) es su primer libro de poesía y el primer volumen de un proyectado ciclo de eco-poesía y escritura creativa ambiental.

Dos poemas

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Benjamin

 

Guardo cascajo

alcoholes dípteros

condecoraciones desastres mapas

o bien:

el límpido tequila de Jalisco

el díptero e himenóptero desastre/ y

sus condecoraciones pontificias.

Capital físico y capital

en ruinas tijereadas sin rima

(el ritmo de la acumulación se mantiene estable

con angustiosos picos veraniegos y post-Hannukah).

Se recorta periódico y se organiza en cajas

libros se deshojan y revistas

se administran postales trípticos sobres

se transcribe inutilidad a domicilio

–me digo y me convenzo y me contrato

por tiempo indefinido.

Pero básicamente

se guarda cascajo en la caja craneal

en la órbita ocular en la

bóveda palatina en

la pelusa nasal. Digamos

adherencias digamos

estela

de oración o párrafo

sin párrafo sin rima

y sin salida:

regaban flores y decían ingenuas,

mi torre de mental esparcimiento,

cuerpo largo y bronceado de un hindú,

en el sueño neurótico de Adán /:

bustrofedón de ruinas que

junto a impresos cables zapatos medicina

(o lo que tercie)

se doran en conserva en domicilio fijo

pues no me diste, Señor, saber bailar

ni angulosa mandíbula

ni canela en rama ni la

marca de la bestia de la tribu

–léase multiplicar florines o gefilte fish

sino esta cualidad malpegajosa

que retiene cláusulas solteras

acentos al azar

y gente sin predicado.

Qué herencia más prominente legaremos

mi patrón y yo

sino estas adherencias dáctilas

sino obleas troqueas

ácidos yámbicos

canjeables en la banca de la risa

por dos pianosdecola

cien mil bitcoins

o la península de la Florida,

obra maestra esta alcancía de retazos

que aquí ponemos, hijos,

a su disposición: botón

de muestra:

el prójimo porcino y gallináceo

decir cualquier beocio o filisteo

me instruí en mis funciones consulares

el gabinete del psicoanalista

el brusco despertar de los feroces

peleó en las filas de Rufino Barrios

y yo sigo otra vez volando solo

un viejo clavicordio Pompadour

donde hablaron fogosos

señor conde de nom-

legación de España

la dulce sustancia

oradores

la fruta

villegas o

primitivo

aceptar un

una

estupenda castidad de actos:

lo bueno, diosbendito, que la

paternidad asusta.

 

 

 

654

 

 

esto es,

lo que vengo diciendo

es decir

la fe

es decir

la oblea córnea ósea que no llega

o lo que es lo mismo

manejamos la salida en falso

esto que el mar rechaza, digo, es mío

esto de aquí: rincón, este desufijado, la

cresta de la ágrafa

o sea no

quiero creer pero me llega espuma

vengo sorteando la espuma en la

garganta de la fe

surfeo en el sufijo de la femenina singular

es decir

llegan córneas cacharros liendres cubrebocas

la totalidad de las cosas

del mundo las no cosas del

mundo el todo del mundo

incluido esto y lo otro y el

no mundo

y nada falta

es decir, esto

es la fe

sin ayuno

sin abuela

sin kibutz

sin hebreo

sin menorah

sin kosher

sin abonos

sin bar-mitzvah

sin velas

sin mar rojo

sin rabí

sin raíz fuerte

sin klezmer

sin errancia

sin scholem aleichem

sin yiddish

sin shabbat

sin sinagoga

sin primos

sin estado

sin kippa

sin profetas

sin matzah

sin bashevis

sin jofar

sin cam

sin asch

sin ley

sin yod

sin roth

sin job

y no obstante

tampoco.

 

 

 

Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es profesor de la Universidad de las Américas. Ha colaborado en distintas publicaciones periódicas y es autor de Ballenas, Profesores y Los restos del banquete, entre otros libros.

Cartografía teatral de un espacio de excepción

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En enero de 2008 el teatro me llevó a la ciudad de Varsovia, en la que nunca había estado. Una mañana, libre de compromisos, eché a andar dejándome guiar por el mapa que me habían dado en la recepción de mi hotel. Y a mi hotel estaba volviendo para comer después de visitar el restaurado casco viejo de la ciudad cuando mi mirada cayó sobre lo que parecía una antigua iglesia. Al acercarme, vi que el edificio, a cuya puerta había un coche policial, no era una iglesia sino una sinagoga. Yo nunca había estado en ninguna, si bien –recordé en aquel momento– de niño, en Madrid, yendo hacia la Biblioteca Popular de la calle Felipe el Hermoso, pasé muchas veces ante un edificio que, según oí decir entonces, era una sinagoga. A cuya puerta, por cierto, siempre había, como ante ésta, un coche policial.

La sinagoga ante la que ahora me encontraba se podía visitar fuera del horario de culto, cosa que hice. Tras observar con atención el templo –tan parecido a las iglesias cristianas, tan distinto de ellas–, descubrí una escalera que llevaba a la planta superior. Allí, en una pequeña sala, una mujer preparaba una exposición. Se trataba, según me explicó, de fotos del gueto recientemente descubiertas. Junto a cada foto, la mujer colocaba un cartelito, en polaco y en inglés, indicando el lugar en que probablemente se tomó la instantánea sesenta años atrás. A mí se me ocurrió sacar mi mapa y marcar con cruces esos lugares. Al salir del templo, en vez de reanudar mi camino hacia el hotel, busqué el lugar más cercano entre los que había señalado en el mapa. Cuando llegué a ese lugar, no encontré nada de lo que acababa de ver en la foto. Faltaban, desde luego, las personas, pero también todo lo que en las fotos las rodeaba. Anduve hacia la siguiente cruz y, de nuevo, encontré que todo –personas y paisaje– se había desvanecido. Continué caminando, guiado por las cruces de mi mapa, hasta un pequeño parque en que me detuve ante una piedra negra en que estaban escritos los nombres de lo sublevados de abril del 43, que allí habían muerto. Entonces, ante la piedra negra, me di cuenta de que la noche había caído sobre mí.

Algún tiempo después empecé a escribir mi pieza El cartógrafo, cuyo subtítulo es Varsovia, 1: 400.000 y en la que una experiencia semejante a la que acabo de relatar es vivida por Blanca, esposa de un diplomático español destinado en Varsovia. En mi ficción, Blanca entra en la misma sinagoga en la que yo entré, y cuando vuelve a ella para ver otra vez las viejas fotos del gueto, conoce a un hombre que le cuenta la leyenda del cartógrafo. Conforme a esa leyenda, durante la ocupación alemana, un cartógrafo anciano e inválido se propuso dibujar un mapa del gueto, es decir, el mapa de un lugar en que todo –empezando por las cuatrocientas mil personas allí enjauladas– estaba en peligro. No pudiendo salir él a las calles, el éxito de su tarea dependía de una niña, su nieta, que iba donde él le indicaba a buscar los datos con que hacer y rehacer el mapa. La leyenda del cartógrafo –inventada por mí, creo– impulsa las dos tramas sobre las que se desarrolla la obra: la de Blanca buscando en la Varsovia actual aquel mapa y la del anciano y la niña construyéndolo sesenta años atrás. Finalmente, las dos tramas parecen converger cuando Blanca encuentra en la Varsovia actual a una anciana llamada Deborah en la que ella quiere ver a la niña cartógrafa. Pero Deborah niega ser aquella niña y dice no creer en la leyenda. Sin embargo, Deborah reconoce que le gustaría que la leyenda se transmitiese, preferiblemente a través de una obra de teatro porque, según afirma, “en el teatro todo responde a una pregunta que alguien se ha hecho. Como los mapas”.

Raramente comparto las opiniones de mis personajes, pero creo que la vieja Deborah acierta al comparar el arte del teatro con el de los mapas. Los cuales, según explica a su nieta el viejo cartógrafo en una de las primeras escenas de mi pieza, nunca son neutrales en la medida en que se construyen a partir de una pregunta decisiva: ¿Qué incluir y qué dejar fuera? Pregunta que es precisamente la primera que toma el hombre de teatro –el dramaturgo, el director, el actor…–, que jamás es neutral.

Unos ciudadanos, los actores, convocan a la ciudad para darle a examinar posibilidades de la vida humana: eso es el teatro. Nace de la escucha de la ciudad, pero no puede conformarse con devolver a la ciudad su ruido; ha de entregarle una experiencia poética. No es un calco, es un mapa. Arte político en la medida en que se hace ante una asamblea, lo será especialmente si los actores convierten el escenario en espacio para la crítica y para la utopía: en lugar para el examen de este mundo y para la imaginación de otros mundos. Es decir, si los actores se enfrentan a este mundo. Si suele decirse que el teatro es el arte del conflicto, debe añadirse que no hay conflicto más importante entre los que puede ofrecer el teatro que aquel que se da entre los actores y el público. El teatro convoca a la ciudad para desafiarla. Por eso, igual que un mapa, un teatro que no provoque controversia es un teatro irrelevante. El mejor teatro divide la ciudad. Pone ante la ciudad lo que la ciudad no quiere ver. En vez de a lo general, a lo normal, a lo acordado, atiende a lo singular, a lo anómalo, a lo incierto. A aquello que la ciudad quiere expulsar del territorio y del mapa. Un teatro valioso, como un valioso mapa, nos sitúa otra vez en la escena original: aquella en que la ciudad establece sus límites.

Tuve todo eso en la cabeza al escribir El cartógrafo. Muchas dudas también. Temía estar sumándome a aquellos que se acercan a espacios de sufrimiento por su siniestro glamour, por el paradójico brillo aurático que de ellos se desprende y que atrae al creador de ficciones como si al ubicar éstas allí las dotase de un prestigio adicional, de un valor suplementario. Temía dar respuestas ingenuas a problemas mayores de la ética de la representación: ¿Cómo representar aquello que parece tener una opacidad insuperable?, ¿cómo comunicar aquello que parece incomprensible?, ¿cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? Temía estar eludiendo una pregunta que todo hombre de teatro ha de hacerse: ¿Qué derecho tengo a dar un cuerpo a la víctima, a darle un rostro? Pero junto a aquellas dudas, sé que también me acompañaron razones especialmente fuertes, también de orden moral antes que estético, para empeñarme en la escritura de El cartógrafo.

Estoy entre los que creen que no podemos ceder el escenario a negacionistas o revisionistas, ni dejar la representación del sufrimiento en manos de quienes trivializan el dolor, desprecian a las víctimas o son comprensivas con los verdugos. Y estoy entre los que creen que la memoria de la injusticia es nuestra mayor arma de resistencia contra viejas y nuevas formas de dominio del hombre por el hombre. Hacer un teatro que dé a mirar esos lugares de sufrimiento es parte de nuestra responsabilidad para con los muertos y para con los vivos.

El teatro no puede hacer del espectador un testigo, pero acaso sí un portador de testimonio. No puede resucitar a los muertos, pero sí construir una experiencia de la pérdida. No puede hablar por las víctimas, pero sí hacer que se escuche su silencio. El teatro, arte de la palabra pronunciada, puede hacernos escuchar el silencio. El teatro, arte del cuerpo, puede hacer visible su ausencia. Y así, ayudarnos a ser más críticos y combativos, más vigilantes, más valientes contra la dominación del hombre por el hombre. Al proyecto de olvido de los verdugos y de sus herederos debería oponerse un teatro de la memoria que participe en el combate contra la docilidad y el autoritarismo.

En El cartógrafo, una mujer herida vaga por las calles de Varsovia en busca de un mapa que, sin saberlo, está dibujando con sus pasos. Mi sueño es que, al ver la obra en escena, algún espectador encuentre el mapa que yo no he sabido trazar.

 

Juan Mayorga, Elipses (Ensayos 1990-2016)

Ediciones La uÑa RoTa (Segovia, 2016)

 

Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. Realiza sus estudios superiores de Filosofía en la UNED y de Matemáticas en la UAM. Obtiene la licenciatura en ambas disciplinas en 1988. Amplía estudios en Münster (1990), Berlín (1991)  y París (1992). Se doctora en Filosofía  en 1997 con una tesis sobre Walter Benjamin , “Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin”, por la que recibe el premio extraordinario.

Ha estudiado Dramaturgia con Marco Antonio de la Parra, José Sanchis Sinisterra y en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. Ha sido profesor de Matemáticas en Madrid y Alcalá de Henares, profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y director del seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo en el Instituto de Filosofía del CSIC. Ha dado talleres de dramaturgia y conferencias sobre teatro y filosofía en diversos países. Ha sido miembro del consejo de redacción de la revista “Primer Acto” y fundador del colectivo teatral “El Astillero”.

Actualmente es Director de la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid.

Entre otros ha obtenido los premios Nacional de Teatro (2007), Nacional de Literatura Dramática (2013), Valle-Inclán (2009), Ceres (2013), La Barraca (2013), Premio Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013) y Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales (2016).

 

Foto: Paco Navarro

Las Guerras Blancas

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Luis Ayhllón, dramaturgo multimedia, ganador del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2015, entre otros múltiples reconocimientos. Ha escrito una cincuentena de piezas para la escena y estrenado alrededor de 30 en México, Estados Unidos, Europa y Latinoamérica. Ha sido traducido al inglés, francés y griego. Ha escrito dos óperas contemporáneas. Su antología Les chameaux et autres pièces, fue presentada por el prestigioso académico y dramaturgo francés Joseph Danan, en la ciudad de París, en 2014.

En cine ha escrito y realizado tres largometrajes, todos ellos con nominaciones o premios, entre los que destaca Nocturno (2016), ganador del Premio al Mejor Largometraje en el prestigioso UK Film Festival, Londres, 2016; así como Selección Oficial en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (2017), entre varios más. Su estreno en Estados Unidos fue en el notable Los Angeles Film Festival (2017), en competencia oficial.