ISSN 2692-3912

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Nueva piel de león viejo

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En la misma fecha en que proveniente del Distrito Federal entró la droga a León, también provenientes del Distrito Federal entramos nosotros a la avenida principal de León, mi esposo al volante. La realidad nos había forzado a alterar los trazos del mapa y obligado a recordar que las señales en caminos y puentes al ras y elevados, curvos y rectos, tréboles y tallos de asfalto y de alta tecnología o high tec, resultan más bien desviadoras en México, que merece por igual ser país mágico por excelencia como la cuna del humor negro, y si queríamos llegar a donde nos dirigíamos y atender mi compromiso con la Biblioteca Central Estatal e inaugurar un taller de creación narrativa y conducirlo, había que ser más listos que ellas y meta interpretarlas.

            En la puerta del Hotel Radisson Poliforum Plaza León, en el boulevard con nombre de un ex presidente del país genuinamente amigo de sus inmigrantes libaneses, ya nos estaba esperando para recibirnos y darnos la bienvenida Abel, un joven historiador y empleado bibliotecario que haría el papel de guía durante nuestra estancia relámpago en esa ciudad en el centro del país o zona del Bajío, en el territorio no montañoso del estado de Guanajuato, asiento del Festival Internacional Cervantino, “la fiesta del espíritu”, o de la música, el teatro y la danza, más importante de México, y uno de los más célebres de América, fundado, con el patrocinio del entonces presidente del país y amigo de artistas e intelectuales pero ex Ministro de Gobernación responsable de la Matanza de Tlatelolco en 1968, a raíz de la celebración del vigésimo aniversario de la primera puesta en escena en la historia que hizo Enrique Ruelas de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados de Cervantes, que el actor y director teatral guanajuatense cristalizó en los Entremeses cervantinos, montaje mundialmente considerado como un aporte fundamental al teatro y su historia.

             Al estrechar la mano del engafado y macizo cicerone, sellé la trama del viaje; al presentarme esa misma tarde ante el grupo de alumnos inscritos, desaté mi versión más actualizada de uno de los temas atávicos de la literatura, el del origen y la razón de la existencia del escritor y el desarrollo de su oficio o quién es y cómo es y qué está haciendo en su rincón en el Universo, la Historia, o un taller de creación narrativa.

            De León sabía que era la capital mundial con mayor actividad industrial de cuero bovino y porcino, manufacturado en especial en forma de calzado en una amplia gama de manifestaciones, que abarcan desde la alpargata, la babucha, la bota, el botín, el calco, la chancla, la chancleta, la chinela, el chapín, el escarpín, la pantufla y la sandalia, hasta la zapatilla; también sabía que León era una de las ciudades más grandes de la República, con millón y medio de habitantes, así como el bastión más significativo del catolicismo mexicano; sabía que la cocina de su región era rica en carnes en general y en barbacoa en particular; pero eran muchas más las cosas de León que ignoraba.

            Por ejemplo, entre las más pintorescas, la finalista, que consistía en que la ciudad tuviera un malecón que la protegiera contra las aguas de un río seco años atrás, vertiente del río Lerma, o la ganadora, que León fuera la sede de la asociación civil de los Doctores de la Risa, cuya finalidad es dar risoterapia a los hospitalizados para acelerar su recuperación. El tratamiento, llamado también cooperación alegre, contempla alcanzar de paso a los parientes del enfermo y al personal médico que lo atiende, y para conseguir su propósito se vale de una técnica que combina juegos, bromas, magia y mímica. Los fundadores de esta sociedad son los hermanos Olivares Ramírez, Héctor y José T., guanajuatenses que aprendieron el arte de hacer reír con fines terapéuticos de los esposos y fundadores del Teatro Pronto Alex Navarro, clown español, y Caroline Dream, comediante inglesa licenciada en Teatro por la Universidad de Exeter y formada en el British Circus School.

            Caroline Dream vive en Barcelona y cree que la manera más eficaz de aprender es la más inmediata, declara que quiere ver, escuchar y sentir la reacción del público. Aprendió cómo encantarlo y divertirlo, y procura hacer que sus espectadores rían sin consideraciones y sin miedo al ridículo. Sostiene que su filosofía es sencilla. La parafraseo: Mientras más me divierto yo, más se divierten mis espectadores. Si me dejo llevar por el ritmo y la exageración que los juegos proponen; si permito que mis emociones se expresen con libertad a través del juego; si no detengo la risa y soy franca en mis razones, emociones y expresiones, el público responderá. En medio de la selva en la que vivimos, y de la cual el león es el rey, quiero crear un círculo mágico en el que los humanos nos humanicemos y en el que reconozcamos que nosotros también podemos caer en el ridículo.

            Otro hecho inesperado con que me encontré en camino a la Biblioteca fue ver el sistema de transporte público o metrobús que atraviesa la avenida principal de León y que fue inaugurado dentro del periodo del ex presidente de la Coca Cola y del país, hijo de madre nacida en San Sebastián, Guipúzcoa, país vasco; nieto de abuelo paterno estadounidense nacido en Cincinnati, Ohio, descendiente de inmigrantes alemanes católicos; e hijo de padre que, si bien nació en Irapuato, Guanajuato, se educó en los Estados Unidos y tuvo nacionalidad estadounidense.

            Al llegar a la Biblioteca Central Estatal, una de las edificaciones que integrarán el Centro Cultural Guanajuato que incluirá, aparte de un museo y una universidad de las artes que están por inaugurarse, un teatro, una plaza comercial y un hotel de cinco estrellas y veinte pisos, me enteré de que es obra del arquitecto estadounidense de origen chino Chien Chung (Didi) Pei, responsable de la ampliación del Museo del Louvre en París, y quien, cuando diseñó el nuevo Centro Médico de la Universidad de California en Los Ángeles con nombre de ex presidente del país y ex actor de Hollywood, declaró que su intención era de crear “un entorno hospitalario alegre y conducente a la curación.” El Centro Cultural Guanajuato reemplaza la construcción de lo que fue el Instituto Lux de León, una de las dos instituciones de educación básica en las que se formó el ex gobernador del estado de Guanajuato y ex presidente del país que, durante los dos correspondientes mandatos, calzó por el mundo y el Vaticano botas de León; la otra fue el Colegio La Salle, cuyo lema es el de ofrecer una “Educación de calidad fundada en valores cristianos” y cuya constitución se remonta al siglo XVII, obra de San Juan Bautista de la Salle.

            En medio de estas observaciones fue cómo aquel lunes 1° de septiembre me apersoné en la Biblioteca Central Estatal de Guanajuato, en León, para inaugurar el Taller de creación narrativa, una de las actividades con que la Biblioteca, con el lema “Leer provoca”, celebraría su Segundo Aniversario, programa que incluiría las conferencias “Independencia, Identidad y Nación en México 1810-1910”, del Dr. Enrique Florescano e “Historia del periodismo cultural en México”, de Humberto Musacchio; la presentación del libro Cuauhtémoc, de Pedro Ángel Palou y del espectáculo del cuentacuentos Mario Iván Martínez titulado, Leyendas del México Antiguo. Animalitos de México, así como la plática “El oficio del monero en la literatura mexicana”, de Eduardo del Río, Rius, que fue disuadido de presentar en esa ciudad su libro recién aparecido, ¿Sería católico Jesucristo?, y no por los organizadores inmediatos Marilú, Claudia o Pepelucho, que sin duda tendrían este nuevo catecismo de libro de cabecera, o de qué otro modo explicarse la vitalidad y buen ojo con que organizaron y llevaron a cabo la celebración del Segundo Aniversario de la Biblioteca.

            Como advierte Don Quijote en la frase que yo tampoco he situado en el texto pero que se le atribuye porque podía haberla dicho, “Cosas veredes, Sancho, que harán temblar las paredes.”

 

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             Después de definir ante el grupo lo que podía ser un taller de este tipo y dejar claro que por lo tanto desde esa primera sesión yo me haría cargo de la parte teórica y los alumnos de la práctica, para situarnos y marcar un punto de partida, aunque muy a grandes rasgos, dividí la escritura en poesía y prosa, y la prosa en narrativa y ensayística, y fui dando ejemplos para entendernos, tratando de deducir de su expresión o comentarios lo que parecieran entender los treinta y tantos hombres y mujeres que me escuchaban en esa sala de la Biblioteca, deseando que algún listo del grupo no recordara en voz alta a Homero y pusiera en evidencia ante sus compañeros lo endeble de mi clasificación, pues no había tomado en cuenta la poesía narrativa ni siquiera de forma tangencial. Me parecía excesivo o demasiado pronto o equivocado conducir al auditorio al origen de la literatura como medio de comunicación primero, y de entretenimiento después, hasta finalmente alcanzar el de manifestación artística, o al destacar la rima y la música como incitadores de la memoria, y a los actores o juglares y su actuación como el motor que echó a andar el registro de la historia.

    Dos pesos me habían impedido hasta el momento pasar de no considerarme sino aprendiz de escritora a poder considerarme además aprendiz de maestra. Por una parte, la certeza de la distancia que me separaba de mis propios maestros, y por otra el temor de que mis posibles discípulos padecieran las consecuencias. Sin embargo, la vida me sonrió, pues tras apenas uno que otro enunciado relativo a la definición de los términos taller, creación y narrativa, que constituían el título de nuestra materia, fueron los alumnos, con sus preguntas o sus ejemplos, voluntarios o involuntarios, quienes se encargaron de delinear los puntos esenciales de nuestro tema que, como he confirmado, no sólo son pocos, sino que coinciden con los principios que me han guiado a mí en el oficio de escribir.

    Delante de mí se había reunido un grupo heterogéneo de entusiastas que se acercaban al quehacer de la literatura quizá sin saber del todo lo que estaban haciendo. Había asistentes jóvenes y viejos. A juzgar por su aspecto, podían ser desde estudiantes hasta profesionistas, desde obreros y empleados hasta amas de casa, desde ciudadanos modernos y postmodernos hasta burócratas y funcionarios públicos. No parecía haber campesinos, ni otomíes ni chichimecas ni, entre éstos, mucho menos chupícuaros, los pobladores más antiguos de esa zona geográfica. No era probable, pero tal vez habría también los que en un grado u otro vivieran fuera de la ley y por lo tanto resultaran inclasificables según los términos convencionales de una descripción social. Quiero decir que igual que en todo grupo, en la concurrencia del taller podían estar presentes todos los credos y todas las orientaciones de todo tipo, sexuales, políticas o alimenticias; representados casi todos los estratos sociales, los coeficientes intelectuales y los niveles culturales o de educación o civilización; personificadas por lo menos dos razas y por lo menos un par o dos de nacionalidades, naturalizaciones, o estados migratorios. Asimismo, habría funcionarios públicos o pujantes aspirantes a funcionario público en calidad de su verdadera vocación, apenas solapada por la de escritor que le servía de tradicional y prestigioso pretexto.

             Estábamos en el centro de México. Era la primera semana del mes de septiembre de 2008 y yo era conductora primeriza de un numeroso grupo de aprendices de escritura. A partir de hechos y de supuestos, de circunstancias y de intuiciones, mi sensación era la de estar enfrentando la realidad. Había perdido la conciencia y la estaba recuperando, o había hibernado y estaba despertando, o había vivido otra vida y estaba empezando a vivir una vida nueva. La necesidad de responder a mi medio y a mi tiempo sólo que, a mi modo, y formar parte de ellos, sólo que también a mi manera, para mí parecía materializarse en un extraño por diferente anhelo de que este taller particular, al definir como grupo social específico a esa comunidad determinada de participantes que lo formaban, me definiera a mí. Igual que la payasa de apellido Dream, me había soñado viendo, escuchando y sintiendo la reacción de los asistentes al taller a la arriesgada aventura que ahora emprendía como su conductora. Oportunamente, al echar a andar mi función de maestra de creación literaria, en la fecha y los alrededores oportunos estaba dando mi Grito de Dolores particular, pues estaba independizándome del papel de alumna que en ese renglón había representado toda mi vida hasta ese momento, con los dolores y los sinsabores propios del caso. En un arranque de entusiasmo incluso me llegué a ver mudándome a León para seguir de cerca la evolución de mis talleristas.

 

 

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            El término castellano taller se deriva del francés atelier y éste del latín astellarium o astillero, que literalmente es el establecimiento donde se construyen o reparan embarcaciones. Por extensión, un taller es el sitio en el que se trabaja en cualquier actividad manual o en el que se hacen diversos tipos de reparaciones o se realizan determinadas fases de la elaboración de un producto. O es una escuela práctica organizada por un organismo o institución en que los estudiantes o talleristas aprenden alguna actividad. O es el propio grupo de participantes que trabajan juntos sobre algún tema en un seminario. O es el conjunto de colaboradores del artista o del maestro que los conduce.

            Si no todo el que ha hecho algo lo ha aprendido a partir de otro o con otro, todo el que quiera aprender a hacer algo puede aprender de otro o de otros o con otro o con otros.

 

 

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            Desde el fondo del salón un joven contó que en una entrevista había leído que Juan Rulfo declaraba que los primeros borradores de los cuentos del Llano en llamas los había anotado en boletos del metro. ¿Qué metro?, le pregunté. Cuando Rulfo escribió sus libros no había metro en México y él no había salido de su país como para haberse referido al metro de ciudades que para entonces ya contaran con él. Además, ¿cómo iba a apuntar una frase en un boleto sin espacio suficiente en el que escribir ni siquiera una letra y que ha de depositarse en la entrada antes de poder abordar el vagón del transporte público subterráneo?, comentó el único integrante del taller de creación narrativa de camisa blanca y corbata, ésta a rayas diagonales azules y rojas. En todo caso, la declaración de Rulfo que el joven leyó demostró lo que es la ficción y hasta la fantasía.

            Pero me fue imposible lograr transmitir al desbordado grupo de participantes alrededor de las mesas dispuestas por la Biblioteca para la ocasión por qué, si la narrativa pretende transmitir alguna verdad, no deberá basarse en la verdad sino en la verosimilitud, pues no he encontrado una muestra contundente que ilustre el concepto registrado por primera vez en la Poética de Aristóteles, y que todo maestro de literatura y todo escritor conoce y procura o debería explicar a sus alumnos o sus lectores cuando no a sí mismo.

            Para ejemplificar por qué se cae un personaje, una frase o una trama si son planos, y en qué consisten los relieves que sostendrían lo plano para impedir que se cayera, aunque a sabiendas sin éxito, pero bien a la vista del grupo, y no tanto por explicarlo como por demostrarlo, intenté parar verticalmente sobre la mesa una hoja de papel y acto seguido y a sabiendas de que ahora sí lo haría exitosamente paré un libro de pasta dura, aunque me parece que más efectivo que mi pobre remedo de enseñanza Zen fue el relato que para la tercera sesión de teoría y práctica del arte narrativo proporcionó Sandra, una joven gorda consecuentemente alegre que se había presentado como internista en jefe del servicio de urgencias del hospital general de León y cuyo relato la había protagonizado a ella misma recibiendo al mayor del grupo de talleristas con un infarto del corazón y a la vez oyendo los comentarios de la esposa del paciente en el sentido de que ella había visto venir el desenlace desde que su esposo, jubilado de la Universidad de Guanajuato como profesor de historia, se había inscrito en el taller de escritura para convertirse en el cronista de la ciudad, cosa que era de nacimiento y que hacía encantadoramente y que no necesitaba aprender a ser en ningún taller, y menos cuando en lugar de todo esto podía dedicar su encanto a entretenerla a ella o a los nietos de los dos y de este modo dar una salida positiva a su inquietud y a su mal genio de profesor retirado en vez de hacerlo mediante un infarto del corazón.

            Hice ver a los oyentes que lo que parecía un relato ocurrente pero plano, en cambio podía sostenerse como narración si el lector advertía, al saber interpretar a partir de señales como el atrevimiento de la autora de retratar como infartado a su compañero de taller, así como de la risa más bien nerviosa que verse en esa situación le produjo al aludido, las dimensiones que alcanzaría y lo sostendrían si entre líneas leyéramos como posible intención de la autora la de vengarse del modelo real del que el personaje de su ficción había partido. Para suponer de qué podía querer vengarse Sandra, bastaba imaginar que el objeto de su imaginación en la realidad le hubiera hecho a ella un pase, por ejemplo, motivación factible de deducir al saber interpretar el atrevimiento de la alumna de retratar como infartado a su compañero de taller o a la inquietud que éste manifestó al oírse retratado en público de esa manera. O la venganza también podía deberse a que ella hubiera sido la que le hizo el pase a él, pase que él, en su calidad de decano cronista oficioso de León, había desatendido o ignorado. El volumen o la profundidad que una intención como éstas u otras sea capaz de dar a un relato sería la estructura o el soporte que lo sostendría sin caerse. Hay que aprender tanto a leer como a vivir para aspirar a aprender a escribir.

            A manera de experimento para mí misma, no había empezado por pedir a mis alumnos de creación narrativa, como en cambio sí había empezado por hacer en experiencias anteriores de docente de lengua inglesa, orientación vocacional y práctica de diario y de traducción, que antes que cualquier otra cosa se identificaran a sí mismos y aparte de sus señas de identidad convencionales declararan cuál era su ocupación y cuáles sus expectativas particulares para asistir al taller, sino que les había propuesto el ejercicio inverso como primera práctica. Consistía en que retrataran a cualquiera de los integrantes del grupo siempre y cuando no lo conocieran de antemano, caso en el que se encontraba la mayoría, que se veían ahí por primera vez. Más adelante en el transcurso de las cuatro sesiones que constituirían nuestro taller, al ser apenas relámpago y por lo tanto contra su cualidad inherente de convertirse en la verdadera segunda naturaleza de la vida del escritor, se describirían a sí mismos y por último, la cuarta tarde, urdirían o tramarían un suceso que relacionara a los dos retratados y de este modo hiciera que el resultado del texto fuera un relato o una narración, y no únicamente el registro de las señas particulares de uno y otro de los asistentes. El texto de Sandra era una narración; no la historia clínica que podría haber sido si la autora, médica de profesión, en lugar de imaginar una relación o de crearla se hubiera limitado a describirla, por más ocurrente que esta descripción pudiera haber sido.

            Di por supuesto que los aprendices se presentarían a un taller de creación narrativa con papel y lápiz como mínimas extensiones de la vida de todo escritor. Para fundamentar mi suposición recurrí a la anécdota de Joyce que lo capta permanentemente registrando en una pequeña libreta cuanto le llama la atención, actividad que desempeña no sólo en su vida privada sino en medio de una reunión social y aun si lo que anota es una frase que hubiera dicho alguno de los asistentes a la reunión y que, al anotarla, Joyce la convirtiera impunemente de su propiedad, lo discurriera igualmente así o no la víctima despojada de su frase. Lo que en el acto un escritor no anota en su cuaderno desaparece y no vuelve, por lo que es aconsejable que el escritor cuente con el material en el que registrar lo que se le ocurra en cualquier momento y circunstancia. Por no abrumar a los inscritos no aludí al poema de Coleridge, aparentemente inacabado por la interrupción que el poeta cuenta que sufrió mientras lo componía, pero podía haberlo citado sin abrumar a nadie. O por lo menos no a Carlos, El Bibliotecario que, libro que fui o que fuimos mencionado los alumnos y yo, libro con el que de los pasillos de estantes reaperecía con la frase, “Lo tenemos en la Biblioteca”, y por lo pronto él como blasón en las manos.

            A juzgar igualmente por la declaración de principios con la que ante los demás se había identificado la menor de los apuntados a las sesiones, una quinceañera que se refirió a una joven integrante del taller como su mamá biológica y a otra como su mamá adoptiva, el tema del encuentro y el nivel cultural de los inscritos había quedado gratamente establecido y demostraba que sabían lo que estaban haciendo, pues se presentó en calidad de lectora que entró al mundo de la literatura nada menos que a través de Alicia en el país de las maravillas. “Mamá le regaló el libro a mi hermano, que es mayor que yo, pero él no terminó de leerlo. En cambio, yo leo cuatro o cinco libros a la semana. ¡Desde cuándo me urgía inscribirme en un taller de creación literaria! Toda la vida he querido ser escritora y toda la vida había querido empezar a escribir.” No era el único miembro del grupo que demostraba tener vocación de escritor; ya otro había revelado a lo que se llega cuando esta vocación es lo suficientemente poderosa en el afectado. Un muchacho contó que se las arregló para transferir su empleo de joven ejecutivo en un banco a su esposa con tal de entonces poder él quedarse en casa a escribir, decisión que tomó sin ni siquiera preguntarse si tenía el talento necesario y de hecho arriesgándose a empezar a hacerlo antes de incluso inscribirse en ningún taller de creación narrativa, lo que contribuía a que su acción fuera encomiablemente meritoria. Otra asistente decidida era La Contadora, que cambió la contabilidad de números por la contabilidad de sucesos, según contó en su narración.

            Un aprendiz que no había captado la diferencia entre la prosa y la poesía, ni advertido que nuestro taller era de prosa, leyó un poema y con orgullo declaró que lo había escrito de un tirón y desafió a los reunidos a comentarle qué nos había parecido su narración. El recuerdo de Homero y la poesía narrativa me impedía comentarle que la narrativa es exclusiva de la prosa, pero sí insistí en que en todo caso en un taller de creación narrativa el aprendiz debía circunscribirse a abordar la prosa, esto sin mencionar siquiera la prosa poética ni aun menos la atmósfera poética que idealmente debe impregnar la prosa que aspire a buena.

    Sin embargo, aproveché las obvias asociaciones de ideas a las que me llevó la intervención de la poeta involuntaria, para dar su lugar a la poesía como la primera forma de expresión de la lengua para atender la necesidad inherente del hombre de comunicar a los demás tanto su propia historia o quehacer como los de su entorno. Quiso saber por qué; y me referí a la poesía como más mnemotécnica que la prosa para facilitar el recuerdo de hechos y sucesos y su transmisión. Entonces quiso saber qué significaba mnemotecnia o mnemotécnica. Tras contestarle que era un sistema de mañas encaminadas a aumentar el alcance de la memoria, aproveché la oportunidad para añadir a la lista de instrumentos del escritor o herramientas indispensables los diccionarios, enciclopedias, gramáticas y todo libro o medio de referencia. Me apoyé en una de muchas citas posibles de Borges, Jorge Luis: “Para un hombre ocioso y curioso (yo aspiro a ambos epítetos), el diccionario y la enciclopedia son el más deleitable de los géneros literarios.” Ya había aparecido en el coloquio la mediación de la música como extensión natural de la poesía o su propio acompañamiento subcutáneo, así como el indispensable surgimiento de los trovadores, juglares y actores y por supuesto del teatro o la creación dramática, antecedentes del registro de la historia y en su momento de la literatura, poética, dramática, narrativa o ensayística.

    Aproveché estas menciones para hacer ver a los aprendices de escritor a mi alrededor cómo, aun cuando el ensayo literario, o sea, el ensayo no erudito ni académico, el comentario personal, también puede ser narrativo, en cambio la ficción es exclusiva del género narrativo. La diferenciación básica entre la ficción y el ensayo estaría en el uso de la primera persona del singular como voz expositiva. Si en una narración en primera persona del singular la voz del narrador no necesariamente corresponde a la del autor, por definición en un ensayo ese yo es el mismo, o el autor es el mismo que el narrador, y caracteriza per se el género ensayo.

            La coincidencia en que concurrieron varios de los asistentes en la primera práctica del taller al intentar describir a quien fuera que para ese propósito hubieran elegido del grupo como “el de camisa azul”, dio pie a la observación del error que es pretender caracterizar a un miembro de un grupo determinado como “el de camisa azul” cuando, por ejemplo, aquella tarde y sólo en nuestro grupo específico había presentes por lo menos cuatro asistentes con camisa azul. Quien entendió mejor lo que puede ser una buena caracterización fue la participante del taller que se presentó como uno entre no sé cuántos miles de seres humanos que tienen la falange o punta del pulgar mucho más ancha y gruesa que las del resto de los dedos.

            Pero si en el contexto de cualquier taller de creación narrativa resultaría impactante que uno de sus miembros se autodefiniera como alguien que no tenía nada que decir, ciertamente lo fue mayormente y en particular en el nuestro cuando, quien lo declaró, tuvo que repetir su declaración hasta dos veces pues hablaba con un volumen tan bajo de voz que no se oía lo que decía, que, por cierto, no sólo no era nada, sino que era mucho. Ella era una chica menuda y de boina que sin sonrisas y entre pausas, con un tono tortuoso y vacilante, con una pronunciación levemente conosureña del castellano sin necesidad añadió que su problema era su voz, que no se oía, con lo que involuntariamente aludió al sentido metafórico del asunto que hace que, mientras que lo que escribe un escritor bueno o malo se oiga, lo que escribe otro, bueno o malo, no se oiga, misterio que define la vida de unos como la de ganadores y la de otros como la de perdedores, lo que por fuerza aumenta el drama de la vida de la mayoría de los escritores buenos y malos que de por sí ya es suficientemente dramática.

            También de parte de la sala surgió una representación mejor que la mía de lo que significa situar en narrativa, cuando uno de los jóvenes propuso la imagen de la descripción de una mesa flotando en la atmósfera de una habitación contra la de una mesa situada, es decir, parada en sus patas sobre el piso. Claro que, si el aprendiz quiere internarse en la literatura fantástica, surrealista o de ciencia ficción, puede situar sólidamente una mesa flotante, sólo que entonces tendrá que conocer de antemano las reglas y las técnicas de la narrativa del género correspondiente que, comoquiera que sea, no atañían a lo básico de nuestro taller en curso.

            No quería ni siquiera rozar el tema de la mezcla de géneros, pero me fue inevitable referirme al establecimiento del género que combina el ensayo factual con el arte narrativo literario, que Truman Capote acuñó ejemplarmente en el término faction, o fact y fiction, y en particular en su novela ¿o qué es? ¿Reportaje? A sangre fría. Es que no es nada superficial insistir en que, al narrar, si no es fundamental la realidad de un suceso o personaje determinado, sí lo es la precisión de su expresión escrita. Sin convocarla, recordé a la poeta surcoreana Kim Seung-hee, a quien conocí precisamente cuando años atrás coincidimos en un programa internacional para escritores en la Universidad de Iowa en los Estados Unidos, y lo más sucintamente posible expuse ante los alumnos lo que su recuerdo me sugirió. Si quisiera describir la ciudad de León en la que nos encontramos, me ayudaría tener en mente a Kim Seung-hee para hacerlo con viveza. Es decir, mentalmente dirigiéndome a ella de manera que ella, que nunca ha estado en León, ni en México, se representara esa ciudad y el espíritu de este país con toda la exactitud que yo quisiera o fuera capaz de imprimir a mi descripción escrita, es decir, de una forma tan efectiva como la que yo esperaría percibir en la descripción escrita de, digamos, Kwang-ju, la ciudad natal de Kim Seung-hee, que no conozco para nada. Se sobreentiende que, de semejante descripción, en manos de la poeta, además de exactitud yo esperaría percibir belleza y gracia literariamente hablando, así como las impresiones afectivas personales que la autora quisiera o fuera capaz de imprimir a su descripción e incluso críticas, por más leves que éstas fueran. Una alumna vestida en tonos color café, y con actitudes evidentes de persona bien educada, levantó la mano y esperó a que yo le diera la palabra para comunicar, de pie, su inquietud. Quería saber si la forma escrita en la que Kim Seung-hee, como poeta, describiera la ciudad de Kwang-ju adoptaría un lenguaje poético. No exclamé “¡Cuidado!” por no confundir ni mucho menos alarmar a nadie; opté por transcribir a lo largo del pizarrón a mis espaldas el conocido diálogo que Antonio Machado publicó en Madrid en 1936 en su Juan de Mairena y en el que, en la clase de retórica y poética, el profesor se dirige a un alumno en los siguientes términos:

            –Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.”

El alumno escribe lo que se le dicta.
–Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle.”
–No está mal –comenta Mairena.

            Con la esperanza de que los estudiantes advirtieran de qué manera la cita hablaba por sí misma y de cómo, a través de ella, sin necesidad de una explicación mayor la joven formal y sus compañeros captaran tanto el humor, o específicamente la ironía, del autor español, como la diferenciación entre los contrastantes sentidos que es posible dar al término lenguaje poético, pedí a mis alumnos que reflexionaran.

            Luego, también del grupo surgió el tema de la diferencia entre el cuento y la novela, que Jesús, alias El Redentor, compartió con el grupo y quien, además de uno de los setentones y por lo tanto mayores de los integrantes del taller, era el de aspecto más distinguido y que resultó ser viejo profesor de literatura y el director general actual de las Bibliotecas Públicas Municipales de León. Citó más que acertada y oportunamente la célebre comparación entre los dos géneros narrativos por excelencia que Julio Cortázar puso en circulación y que dice que, mientras que “el cuento gana por knock-out, la novela gana por decisión”, tan ilustrativa y exacta que aún el menos conocedor del pugilismo y sus técnicas y términos puede entenderla y valerse de ella para orientarse y saber qué es qué cuando lee o cuando empieza a escribir. El cuento, igual que la vida, es breve; y la novela, como el arte, es larga, diría, parafraseando a no recuerdo cuál poeta latino. El cuento debe poder leerse en una sola sentada o de un solo tirón.

            Narrar significa relatar o contar algún suceso, y una guía para establecer lo que es un suceso consiste por ejemplo en procurar que la narración conteste el cuestionamiento implícito en los pronombres interrogativos quién, cuál, qué, cuánto, cómo, dónde, por qué, para qué. En la segunda práctica, quien al autodefinirse se valió más despejadamente de estas direcciones fue un joven ingeniero agrimensor moreno que, según nos indicó emocionado, después de que unos meses atrás había quedado viudo y al cuidado de sus dos hijos pequeños, de ocho y seis años de edad, decidió inscribirse por las tardes en el taller de escritura para abrirse paso y escribir la biografía de su esposa y de esta manera procurar que la memoria de su estancia en el mundo no desapareciera con ella. Bueno, otra autodefinición conmovedora y bien definida fue la de una integrante del taller que, después de poner sobre la mesa el tema de la falta de identidad, que la había perseguido los cuarenta y tantos años que llevaba de haber nacido y de vivir en México, pues por su aspecto no era reconocida como mexicana y en cambio quizá sí rechazada como extranjera o, en todo caso, como diferente, declaró entre sollozos que desde que su hija se había casado y llevaba su propia vida, ella había decidido escribir algo más que su diario para dejar huella de su existencia.

            Para limitarme a entresacar de las exposiciones de estos dos talleristas el material que mejor contribuyera a seguir definiendo el significado del nombre de nuestro curso, me referí a los géneros prosísticos de la biografía y del diario a los que ambos habían aludido, con mayor o menor conciencia del mundo que abrían al hacerlo, y los situé en el de ensayo y destaqué el aporte, por no hablar del placer, con el que pueden contribuir al conocimiento y a la literatura. Pero su mención me permitió recomendar al grupo la lectura de biografías de escritores y de entrevistas, pues, en su calidad potencial de carrera universitaria, estos géneros abren paso a múltiples caminos posibles y, entre otra información, muestran al lector la variedad de motivaciones y de formas de vida y de trabajo que siguen y han seguido siempre los escritores, diversidad que posibilita o apoya al lector a definirse y desarrollarse comoquiera que sea, pero en buena compañía.

            Hice énfasis en la práctica del diario personal e incluso deslicé la de llevar diferentes diarios o abrirle a uno distintas secciones, por ejemplo, una específica para cuestiones de trabajo, otra íntima, otra de lecturas, otra de registro de la vida cotidiana y de la vida social del diarista. Un chico infirió que yo era diarista y quiso saber si en mi diario ya me había referido al taller de León y a sus participantes. La curiosidad del aprendiz me dio oportunidad de hacer ver al grupo cómo, si el escritor ha de leer, escribir, llevar diario y encima ganarse la vida, no le quedará tiempo para vivir a menos que se organice y ordene y renuncie a cuanto se lo impida y finalmente haga lo que pueda, pero a sabiendas de que al encerrarse o, lo que es lo mismo, convertirse en escritor, se convertirá en consecuencia en un ser solitario y monstruoso.

            Una señora desenvuelta y pelirroja que se identificó como periodista de sociales del diario más conocido de León exclamó, “Pero a mí me da miedo eso de tanta soledad.” Por todo comentario recordé en voz alta la solución que Katherine Mansfield dio al problema, y que consiste en colgar la oreja en la parte exterior de la puerta de tu estudio antes de echar llave al cerrojo y encerrarte adentro a trabajar. “¿Pero no es la soledad lo que convierte al escritor en monstruo?” La soledad le permite poblarse de multitudes. (¿Será esto lo que implicó Whitman?) Un escritor es como un actor. El mejor actor es el que puede representar con realismo y efectividad múltiples papeles y cualesquiera. Se deja habitar por multitudes. Calza los zapatos de multitudes. Para no tropezar y caer, se hará a la talla del zapato que sea que ocupe de la multitud. El mejor escritor se posesiona del papel de multitudes. Por eso no tiene género ni edad ni raza ni credos ni sentimientos ajenos a los del papel que represente de la multitud que lo pueble. Si su relato protagoniza a un asesino, él debe personificar al asesino para poder transmitir vívidamente al lector lo que el asesino experimenta al cometer el asesinato.

            Pero la oreja de Katherine Mansfield representa apenas la quinta o sexta parte de los sentidos que un escritor tiene que aguzar para conocer su materia y su material en todas sus dimensiones. Aldous Huxley pone el ejemplo del pellizco. Si el concepto de pellizco es universal, la experiencia de un pellizco es individual y esto es lo que determina la diferencia. Así como la narración cuenta un suceso que se define al contestar los pronombres interrogativos quién, cuál, qué, cuánto, cómo, dónde, por qué, para qué, el narrador debe definir el suceso que cuenta al responder a, o al experimentar los estímulos captados por sus cinco o seis sentidos. No aguza ni educa únicamente el oído o el taco o la vista, sino cuanto sea capaz de captar mediante su percepción. Además de la intuición, de las sensaciones y las emociones, el sexto sentido incluye la gama completa de las facultades mentales, la memoria, el conocimiento, la inteligencia, el humor, la imaginación. Así como la intención del actor cómico es la de mover a risa al espectador, el autor debe saber qué emoción o qué estado mental quiere despertar en el lector a través de su relato para ser efectivo. Por ejemplo, el suspenso, el miedo, la confusión, la reflexión, el asombro, la incertidumbre, la duda.

            A los talleristas les fue más fácil describir el exterior e imaginar el interior de otro que de sí mismos, y también les fue más fácil caracterizar el exterior de otro que el interior de ellos mismos. Una aprendiz en sus cuarentas, maestra de escuela infantil y enyesada del tobillo a la ingle de la pierna derecha, se atribuyó la virtud de la prudencia. Le pregunté el origen del yeso y las muletas. “Quería enseñar a los niños a patinar, pero me caí.” ¿Y se considera una persona prudente? Con el Conócete a ti mismo, el Yo sólo sé que no sé nada, el Conocerte y conocerme y el Estate atento a ti mismo de los griegos y los latinos sabios, de los Padres de la Iglesia y de los filósofos, arranca la historia del pensamiento y debería arrancar la práctica de la introspección y de la literatura en general, así como de la autobiografía en particular. En este punto y con algunas frases que entresaqué de la lectura oral que los aprendices hicieron de su tercera y última práctica, procuré demostrar que sólo al aplicar una enseñanza el aprendiz demostrará si la aprendió o no. “Yo te enseñé a chiflar”, reclamó el maestro; “Sí; pero yo aprendí”, se reafirmó el discípulo, con lo cual, además, superó al maestro.

            Otro de los mayores del grupo, apodable El Cordero, describió a una joven moderna con el pantalón de mezclilla desagarrado como a una gatita, graciosa pero molesta, que no me dejaba en paz a mí, pues no había asunto que yo empezara a abordar que ella no interrumpiera con un comentario o con una pregunta. Y gracias a esta intervención deslicé ante el grupo de qué manera la crítica puede abrirse paso en la literatura para señalar, mejor si con una sonrisa, los defectos del hombre o sus acciones. Con sus interrupciones, Liz, La Gatita, fue la primera de los asistentes en hacerse notar y la más seleccionada entre todos a ser descrita en la primera práctica del taller de creación narrativa.

            El muchacho peor sentado que, en lugar de rellenar con la cintura el ángulo de la silla en que se juntan el respaldo y la base, apoyaba el cuello sobre el borde del respaldo y dejaba la espalda en diagonal, resultó ser maestro de griego clásico en la universidad. Tituló su redacción final en esta lengua, con lo que demostró, y sin presunción, que su dominio del griego era envidiable y auténtico. Entre las herramientas del oficio del escritor mencioné el conocimiento de por lo menos una lengua extranjera, clásica o no tanto, así como la práctica de la traducción a manera de otro de los medios para ampliar y precisar el dominio de la lengua propia. Hablé también de la práctica del periodismo, que orienta al escritor, igual que al bailarín que sale a escena, a saber con qué espacio cuenta, con qué tiempo y a quién se dirige, guías que le crean la disciplina y sobre todo la precisión tanto del lenguaje como de la expresión, para decir lo esencial y para poder comunicarlo y despertar el interés de una gama amplia de lectores, observación a la cual varios periodistas asistentes al taller, como Miguel o Eduardo, asintieron con un gesto de la cabeza.

            De las lecturas finales de los alumnos había entresacado ejemplos que demostraban descuidos contra los que cuanto antes debe estar prevenido todo aprendiz de escritor. El narrador de una composición que personificaba la rebelión por la rebelión misma era una joven que se había robado el coche de papá, pero a la que la realidad la había zarandeado pronto, pues no había avanzado por la calle ni una cuadra cuando el coche de placas 896SJX que la seguía se le incrustó en la defensa y de este modo silenció el grito de independencia implícito en el acto de la rebelde de conducir un coche sin autorización. Lo que parecería un relato preciso y efectivo, sin embargo, se resquebrajaba debido a una falla de lógica por parte de la autora. Si el coche que la seguía se le incrustó al suyo en la defensa, ¿en qué momento le pudo ella ver el número de las placas? Otro de los textos protagonizaba a un joven que el narrador caracterizó con ojos color frambuesa. ¿El personaje del iris rojo era conejo o marihuano? ¿O sería que Johnattan, el autor del relato en cuestión, lo retrató con flash? ¿Y el flashazo rebotó en los brillantes incrustados sobre las aletas de la nariz de El Poeta, otro de los concurrentes al taller? Con razón todavía otro de ellos, para protegerse de tanta luz, no se quitó los lentes oscuros a lo largo de las cuatro tardes que duró el taller y por lo tanto no se enteró cuando, para describir lo asustado que estaba un personaje, dijo que al hablar tartamudeaba y que se le paralizaban los dientes, de lo ilógica que era su lógica y lo equivocado que resultaba expresarla. ¿De qué manera se puede paralizar un diente, no digamos todos? ¿O al que se le paralizaron los dientes fue al personaje de El Roquero, alto, flaco y de pelo largo?

            Por supuesto que también hablamos de lenguaje, de lenguajes, de niveles de lengua, algo de lo cual recogió El Cervecero y Ex Seminarista al citar literalmente a un cantinero conocido suyo, “No es que no aiga más cerveza, joven, es que para servirles otras a usted y sus amigos, primero demen las botellas vacías como ya les dije desdenantes”, o de lo que El Griego asimismo aportó un ejemplo al hacer convivir en su redacción la cita griega en el título con interjecciones como “¡Carajo!” o “¡Cabrón!”.

             Pero empezar a escribir implica escribir con descuidos, pues en el principio es el caos y la ignorancia es un buen principio. De hecho, si he de concentrar en una sola enseñanza el taller de creación narrativa en el que yo me formé, en los primeros años de la década de 1970, citaría la declaración de Augusto Monterroso que, al afirmar: “Yo no escribo; corrijo”, alertó a sus discípulos incluso futuros contra lo pronto y lo inmediato implícitos en la escritura espontánea o inspirada o no elaborada, equivocadamente considerada la mejor, y a favor de la paciencia y la perseverancia implícitas en la lectura constante de los maestros, la consulta de los libros técnicos, la práctica de la reflexión y la elaboración de la experiencia y hasta de los sueños y de toda y de cualquier otra práctica del método del ensayo y el error que satisfaga la curiosidad y de la que pueda echar mano el aprendiz que permanentemente tienda a convertirse en buen escritor.

 

Bárbara Jacobs nació en 1947 en la Ciudad de México, dentro de una familia de inmigrantes libaneses, los abuelos paternos judíos y los maternos cristianos. Fue profesora e investigadora de traducción en El Colegio de México, y de lengua inglesa en la Universidad Iberoamericana. Ha publicado: Doce cuentos en contra (cuentos, 1982); Escrito en el tiempo (ensayos, 1985), Las hojas muertas (novela, 1987, Premio Xavier Villaurrutia”), Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (novela, 1992), Vida con mi amigo (novela, 1994), Juego limpio (ensayos, 1997), Adiós humanidad (novela, 2000), Atormentados (ensayos, 2002), Florencia y Ruiseñor (novela, 2006), Vidas en vilo (cuentos, 2007), Nin reír (ensayo narrativo, 2009), Lunas (novela, 2010), Leer, escribir (ensayos, 2011), Un amor de Simone (ensayo, 2012), Antología del caos al orden (ensayo, 2013); La dueña del Hotel Poe (novela, 2014), Hacia el valle del sueño (ensayo, 2014), La buena compañía (testamento literario, 2017), La época horizontal de Bárbara (testimonio, 2018), Rumbo al exilio final (autobiografía intelectual, 2019). Con Augusto Monterroso, Antología del cuento triste (1992). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con un artículo en las páginas de cultura del diario mexicano La Jornada. Ha sido reconocida por la comunidad libanesa en México con el Premio Biblos” al Mérito 2013; en 2019, recibió en México la Medalla de Bellas Artes en el área de Literatura.

 

Foto por: Juan Barbosa

Clima

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No puede tenerse el otoño en las manos, pero el invierno puede apretarse con las
palmas endurecidas.

En la última nieve yo estaba deshecha, la miraba y solo pensaba en mis deseos de
caer así. Quiero ser nieve y caer así, decía en la ventana. Quiero ser nieve y caer así.

A la noche estaba roja de apretar el invierno y me dormía sobre la ventana.
Quisiera tener una palabra que concentre ese espacio entre la tensión de observar
mucho tiempo algo y la entrega completa del cuerpo, espeso y liviano como un
manojo de algodón.
Siendo tirada y levantada por las estaciones dibujo los vidrios de mi casa.

 

*

 

La cama empezaba a transpirar, es el comienzo del otoño pero nevó muy cerca,
y las ventanas empañadas tienen una textura abierta.
Elijo salir, abro la puerta y con las piernas cruzadas miro el patio.
La noche húmeda regenera el anuncio de la helada que en un par de horas podría
escarchar el pasto y los cerámicos.
En esta hora equivocada para los ojos, con las manos aún tibias,
saco una seda, un filtro, algo de tabaco y armo un cigarrillo.
Los álamos de ciudad vieja y mediana se esfuerzan por sostener las últimas horas
de una calle de tierra. ¿Quién hizo este lugar?
La humedad se vuelve cada vez más aplastante, y entre las grietas del suelo se hace
líquida, chorrea o se pierde.
Me desinflo el pecho de humo, el frío me toma por dentro y la poca piel que asoma
en mis brazos empieza a gotear.
Antes, alguien se ocupaba de mis palabras luego hubo silencio. Entonces tuve que
salir a
buscar señales.
Indicios de que las noches no siempre se desnucan alrededor de los álamos, y no
siempre estaremos persiguiendo ausentes.
Junto mi tabaco, me froto los ojos y vuelvo a la cama. Un territorio denso y
recurrente como una ciudad vieja.

 

*

 

Los días son más largos, y esta mañana encontré
varias hormigas sobre la mesa
entre cáscaras de mandarina y tabacos desarmados.
Termino de atravesar este invierno
luego de que me haya masticado
y devuelto al centro de mi casa
como una ocupación inútil.

 

*

 

Volví a mi casa. Las cortinas
crujieron ante costumbres anteriores.
Olí lavandina y alcohol evaporados,
me froté la cara reseca y la vista lagrimosa
-los ojos son tan frágiles-,
dejé la puerta de atrás totalmente abierta y me acosté.
El aire lleno de calor se estiraba hacia afuera,
soltaba sus partículas compactadas entre paredes.
La soledad de mi casa bailaba para mí,
salía por la puerta del fondo
y me dejaba sola.

 

 

Micaela Lépore Rodi nació en 1997 en Neuquén. Actualmente reside en Cipolletti, Río Negro, es estudiante de Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional del Comahue. Escribe poesía y participa de talleres literarios.

Un chico de mi edad

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Únicamente los niños saben lo que buscan.
El Principito

 

Estaba en la terraza jugando a que mi casa era un barco. A lo lejos, los monoblocks de la General Paz por un lado y los de la Riccheri por otro eran la flota enemiga. Ordené disparar el cañón principal —el tanque de agua—, cuando de pronto una sombra cruzó la tarde. Levanté la cabeza. El sol era eclipsado por una figura que, difusa al principio, fue cobrando forma a medida que el viento la corrió del centro de la luz. Alguien caía lentamente hacia el barrio, colgando de un paracaídas. Pasó por encima de las terrazas y los galpones de Monti y luego descendió en alguna de las canchas de la Sociedad de Fomento, a una cuadra de casa. Me refregué los ojos y miré alrededor. Era la hora de la siesta y por eso las calles estaban vacías, así que yo, aparentemente, había sido el único testigo. Bajé la escalera y salí de mi casa a toda velocidad. Corrí por la calle Giribone y después crucé San Pedrito. Junto al arco que daba a la Estación de Gas, un chico de mi edad —nueve, diez años— arrastraba varias bolsas de arpillera que se había atado con unas cuerdas.

 

Me detuve a unos metros. Vi que trataba de desatarse los nudos, pero no podía. Al verme, me hizo señas para que me acercara.

—Buenas tardes, señor, ¿sería usted tan amable de ayudarme?

¿Señor? Me reí solo.  Pero él me miraba fijo, esperando que lo ayudara, así que no dije nada y puse manos a la obra. De a poco, fui desenredando el embrollo hasta que finalmente pudo liberarse.

—Muchas gracias —me dio la mano bien fuerte, como si fuera una persona grande—, tome esta moneda, por sus servicios.

Era una chapita plateada que no tenía dibujos ni nada escrito. Me sentí confundido.

—Cuídela —me aconsejó después—, es de otro país, pero vale más de diez millones de pesos.

Me la guardé en el bolsillo.

—¿Qué lugar es este? —preguntó, mientras miraba el campito.

—Villa Celina.

—Ahá —sacó un cuaderno Gloria y una birome Bic—, lo anotaré en mi bitácora.

La tarde era calurosa y todo el lugar estaba prácticamente en silencio. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros. Pensé que capaz dormían la siesta.

—¿Cómo se llama usted? —Me miró de arriba abajo.

—Juan Diego.

—¿Nada más?

—No entiendo.

—¿Por qué tiene sólo dos nombres?

—¿Es poco? Tengo dos nombres y un apellido.

—¡Es muy poco! Tiene que conseguirse más nombres.

—¿Para qué? ¿Y cómo se hace?

—Vea —me explicó—, yo soy joven, pero ya tengo cinco nombres —sacó un peine del bolsillo y empezó a peinarse, dándose importancia—. Mi abuelo —siguió—, que ya es viejo, tiene más de cincuenta nombres. Si uno quiere ser respetado en esta vida, hay que tener muchos nombres.

—No sabía. ¿Y cómo se consiguen?

—Bueno, no sé cómo es acá, pero en mi país a los chicos se los dan en la escuela y a los grandes en el trabajo. Hasta ahora me llamo Antonio María Juan Bautista Rogelio. Para servirle.

Volvió a darme la mano. Yo no sabía qué pensar.

—¿Cuál es ese país? —Pregunté.

—Mi país natal, Francia.

—Ah, pero eso queda muy lejos.

—¿Qué dice señor? ¿No sabe que Francia queda acá al lado, cruzando la General Paz? Mire —me señaló hacia los monoblocks—, ya puede verse París.

—Disculpe, pero está equivocado —ahí me di cuenta de que yo también empezaba a tratarlo de usted—. Allá queda Lugano. Lo sé porque siempre la acompaño a mi mamá a hacer las compras en Chilavert.

—Ah, pero usted se ha vuelto loco, no sé de qué me habla. Con su permiso —dijo ofendido, y empezó a alejarse, arrastrando las bolsas de arpillera hacia la profundidad del campito, donde los pastos altos se movían con el viento como si fueran algas en el fondo del mar.

—¡Chau! —le grité.

—¡Chau Juan Diego! —Escuché que contestó—. ¡No olvide conseguirse más nombres!

De a poco, el horizonte lo fue cubriendo y su figura desapareció de mi vista.

Miré el cielo. Las nubes parecían animales salvajes.

Miré el suelo. Los pastos parecían pelos de animales salvajes dormidos.

 

 

Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió la revista El interpretador. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Melancolía I (2015), Las estrellas federales (2016) y cuentos en distintas antologías, diarios y revistas. Actualmente, dicta talleres literarios, coordina un ciclo de cine en el ECuNHi (Espacio Cultural Nuestros Hijos) y realiza actividades en escuelas y bibliotecas populares, en representación de la conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).

Posdesorden

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El universo es ancho
El universo es hondo
El universo sin fin ni confín
Y nosotros pedazos suyos
Nosotros multitud de pigmeos nacidos de él
Nazim Hikmet

 

 

Ahora es distinto
Ahora es diferente
Nadie te ordena
Ahorita
Que te pongas de rodillas
Que caves una zanja
Que beses el anillo

 

Pero tú lo sabes
Lo sabes bien
La aguja oscila lentamente
De un lado a otro
Y la muerte es tu único destino

 

No cabe embelecamiento alguno
El bajel jadeante e invisible
De la ñamería
Está esperando
Y te cortará el resuello

 

Decapitada la palabra
Abre bien los ojos
Levanta el rostro hacia el cielo

Y leva
Orza
Enverga

 

Pues en algún momento
Tal vez
(Te dices)
Esta multitud de pigmeos
Que se engalla en la observancia
Del decreto y la consigna
Entenderá
Que el amanecer duerme
Dulcemente
En el fondo de la palma
De la mano

 

 

Aquende la enboscada

 

Yo, acumulado en mí;
ella soltando suspiros rubios,
como igual que su pelo, en lo oscuro
Froilán Escobar

 

No hay puertas, hay espejos
Escribe Paz en Libertad bajo palabra
Y sin embargo cada mañana
Abres la puerta que es sombra
Y reflejo de tu propia huella
Para salir al interior de tu mirada

 

Sigue pues
Zanquea
Con ojos de aire puro congelado
Por la vastedad inacabable
Del espejismo que te habita

 

           Abemola
Y ayerma
Porfía en el espejo de la memoria

 

Que el polvo que pisas
Llaga estéril del perdido
Cubra de perfume
La piel que te refleja

 

Que la desnudez fría
El fuego fatuo de ti mismo
Vértigo diáfano
Rabia amartelada
Apague tus cenizas

 

Y que al fin
Al fin
Ay madre
Cuando este rehús estelífero
Cierre sus párpados
Las largas praderas
Las grandes inmensas
Corrientes de tus brazos
Me desborden

 

 

Arena *

Si mi beso te ofende
entonces castígame con los tuyos
Estratón de Sardes

 

Hoy amor
Estás cansada
Tienes el sol entre los ojos
Hablan los pájaros con tu boca
Y lloras como una loba bajo la luna
Porque yo no sé leer entre tus sueños

 

Me miras y no me comprendes
Porque soy arena

 

Pero arena es
Amor
La vida que a la velocidad fulminante
De las máquinas
Se desliza entre tus dedos
Y arena es el vapor
Que borra tu imagen en el espejo
Arena los retoños
Que de tus entrañas
Huyen perdiéndose en el horizonte
Y arena los labios
Que te cubren de palabras
Sin hablarte
Los besos que te inundan
Sin tocarte

 

Que el universo todo
Amor
Arena es
Y arena
Naturaleza muerta
Polvo de turba calcinado
Sea
Si te pierdo

 

 

*Poema aparecido en el poemario Poemas a Clara (Ediciones Eón, México D.F. 2018)

 

Enrique Contreras Martínez. Español (malagueño). Licenciado en Filología Inglesa y Doctor en Filología Española. Ha sido profesor de inglés en centros públicos de enseñanza secundaria. 1988 – 2020 residente en EE.UU. (California y Texas) donde participó activamente en la enseñanza, divulgación y promoción del español. Director de la revista De par en par, publicación con materiales didácticos para la enseñanza del español en Estados Unidos. Asesor lingüístico de la Embajada de España en California y Texas. Profesor adjunto en UTPB (University of Texas of the Permian Basin).

Free-lance articulista en periódicos españoles y estadounidenses. Colaborador de la revista de poesía Litoral y Sapos y culebras, entre otras. En 2018 Ediciones Eón publicó en México Poemas a Clara.  Pendiente de publicación una antología de su obra poética Todos los días son pájaros.

Damasco, muralista del desierto

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Serie Erótica

 

 

 

 

 

 

Serie Cráneos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Murales

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Arturo Damasco es un pintor y muralista mexicano nacido en Ciudad Juárez. Ha recorrido más de 8 países exponiendo su obra y pintando murales tanto en Europa, Estados Unidos y México. Tuvo la oportunidad de trabajar con el cantante y compositor Juan Gabriel, con quien pintó 75 obras y elaboró un mural de altas dimensiones dedicado al cantante, considerado el mural más grande del estado de Chihuahua y localizado en la mítica avenida Juárez. Actualmente, reside en Ciudad de México, donde trabaja en galerías y difunde su obra por todo México.

El ruiseñor de Alfeo

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En la página 526 de su edición de la Obra poética (verso y prosa) de Ramón López Velarde, Alfonso García Morales observa que un endecasílabo relativamente misterioso del autor de Zozobra,

                                                      y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo,

es juzgado por José Luis Martínez apenas “una broma o un disparate de López Velarde”. Martínez, en efecto, en las notas de la segunda edición de las Obras del jerezano —no aún en las notas de la primera edición—, descarta que ningún ruiseñor aparezca en el mito griego de Alfeo y añade que la expresión el ruiseñor de Alfeo “no parece, tampoco, el nombre literario de un poeta o un cantante”.[1] Hoy se podría pensar que, si acaso fue una broma, su gracia ya resulta indescifrable. Más difícil aún sería demostrar que fuera un disparate.

            Martínez resume con claridad el mito de Alfeo, cazador oceánida: prendado de Aretusa, una ninfa o náyade que no se interesa por él, Alfeo la persigue hasta que Diana lo transforma en río, mientras que la náyade queda convertida en fuente. Martínez, aunque no lo declara, toma sin duda el mito del quinto libro de las Metamorfosis de Ovidio. García Morales, por su parte, ofrece dos interesantes explicaciones que dejan de lado las referencias mitológicas:

Creo que en principio puede descartarse toda relación con el río mitológico Alfeo, no así con el nombre de un poeta. De hecho es probable que estemos ante una errata de imprenta o un error del propio López Velarde, y que el nombre “Alfeo” se confunda con el del famoso lírico griego “Alceo” de Mitilene, contemporáneo de Safo. En este caso “ruiseñor” habría que tomarlo en sentido general, como metáfora de “poesía”, equivalente de “lira”. No me atrevo, sin embargo, a corregirlo, pues López Velarde puede estar refiriéndose a otro poeta, mucho menos conocido, Alfeo de Mitilene, del que se conserva un epigrama en la Antología palatina (IX, 95) referido a la muerte de un pájaro cantor, cuyo sentido, aunque lejano, puede convenir al de los versos.[2]

Aíslo, para destacarlas, cuatro de las palabras que Martínez y García Morales emplean para sugerir que López Velarde pudo no haber dicho lo que intentaba decir, o incluso que pudo haber estado jugando irresponsablemente al escribir la tercera estrofa de “Idolatría”, trigésimo poema de Zozobra: “disparate”, “broma”, “error”, “errata”. Probablemente no estemos ante ninguna de las cuatro cosas, diría yo; pero todo a su tiempo. Los versos en cuestión son éstos:

Idolatría
de la expansiva y rútila garganta,
esponjado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo.[3]

Todavía en la órbita de López Velarde, por cierto, el “ruiseñor de Alfeo” aparecerá de nuevo en el soneto, de título “Colofón”, que Rafael López escribió como epílogo para El minutero (libro cuya primera edición, como se sabe, fue publicada en 1923, en el segundo aniversario de la muerte de López Velarde):

Minutos donde el ruiseñor de Alfeo
de la flor del silencio viola el broche…[4]

Aunque la estrofa de López Velarde contenga varios enigmas, la hipérbole final es bastante clara: la voz de las mujeres es tan agradable y encantadora que incluso el ruiseñor de Alfeo aprende a mejorar su canto escuchándola. Ello, desde luego, no aclara de qué ruiseñor ni de qué Alfeo se trate. Para esclarecerlo, como ya se ha visto, García Morales presenta dos hipótesis, de las cuales la segunda parece la más firme: un poeta llamado Alfeo habría escrito un epigrama en torno al tópico de la muerte de un ave canora. López Velarde tal vez haya pensado en ese Alfeo.

            Pero la hipótesis pierde fuerza cuando, al verificar la reputada traducción que Guillermo Galán Vioque hizo de los epigramas helenísticos, el ave resulta ser, más que canora, de corral. Podría decirse, con cierta laxitud, que algunas aves de corral son también canoras, como el gallo; pero en este caso se trata de una hembra que protege a sus crías, al grado de morir por ellas, no habiendo en el poema la menor alusión al canto. El texto figura entre los “Epigramas de atribución dudosa”, de modo que ni siquiera es del todo seguro que un tal Alfeo de Mitilene, si de verdad existió, lo haya escrito. Aparece con el título de “Una madre ejemplar”:

Un ave de corral a la que estaban cubriendo invernales nieves
envolvió con sus alas a modo de nido a sus polluelos
hasta que murió de frío, pues ella se quedó a la intemperie
desafiando a las nubes del cielo:
Proene y Medea, avergonzaos como madres en el Hades,
aprendiendo la lección que os dan las aves.[5]

Si bien López Velarde hace de la garganta femenina un “liceo” donde “se instruye” nada menos que un ruiseñor, y al parecer un ruiseñor por antonomasia, la “lección” que da el ave del epigrama helénico es moral, no artística. El ave de corral del epigrama, si algo enseña, son las virtudes del amor materno, no las musicales. En otras palabras, no queda otro remedio que desestimar la hipótesis de que Alfeo, el poeta epigramático, sea el Alfeo del ruiseñor.

            Me parece importante añadir a las conjeturas de Martínez y García Morales dos comentarios que podrían leerse, si se quisiera, como dos nuevas hipótesis. En primer lugar, creo que no necesariamente debe descartarse que nuestro Alfeo sea el Alfeo mitológico. Uno de los Estudios poéticos (1878) de Marcelino Menéndez Pelayo es la traducción del idilio de Mosco a la muerte de Bión hecha por el erudito santanderino en 1876. En el idilio aparecen los ruiseñores que, al borde de la fuente de Aretusa, le comunican a la ninfa la muerte del poeta pastoril Bión. Alfeo no es mencionado en el poema, pero la fuente de Aretusa está unida por implicación, como ya se ha visto, con el río Alfeo:

Ruiseñores que en densas enramadas
También os lamentáis en voz confusa,
Anunciad a las aguas veneradas

 

De la sícula fuente de Aretusa,
Que el boyero Bión ha fenecido
Y con él la dulzura y doria Musa.[6]

Es perfectamente posible que López Velarde haya leído los Estudios poéticos de Menéndez Pelayo. En el poema de Mosco, las versiones convencionales del mito de Alfeo se mezlcan con otro relato, el la muerte de Bión, tema relacionado a su vez con otro, el de la muerte de Adonis, que alimenta de manera muy señalada la tradición de la elegía, vinculándola, como explica Curtius, con la exaltación pagana de la naturaleza, más bien propia de la poesía bucólica.[7] El tópico de la muerte de Bión, tratado por Mosco, es una derivación del tópico de la muerte de Adonis, tratado en su momento por el propio Bión.

            Admito que todo lo anterior peca de cierta vaguedad. Quiero creer que mi segundo comentario será menos difuso y, sobre todo, menos injusto con López Velarde. Me remitiré, para ello, a dos autores mexicanos bien conocidos y admirados por el poeta zacatecano: Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo.

            En efecto, por lo menos en cuatro textos de Gutiérrez Nájera y uno de Nervo es mencionado un monje de nombre Alfeo. Citaré brevemente pasajes de todos ellos. En un famoso cuento del Duque Job, “Rip-Rip”, se lee:

Si no fuera pecaminosa la suposición, diría yo que Rip-Rip ha de haber sido hijo del monje Alfeo. Este monje era alemán, cachazudo, flemático y hasta presumo que algo sordo; pasó cien años, sin sentirlos, oyendo el canto de un pájaro.[8]

Luego, en una crónica publicada en El Partido Liberal el 21 de junio de 1885 y recuperada en el primer volumen de sus Obras con el título de “Las historias de durmientes”, Gutiérrez Nájera informa que la leyenda de aquel monje alemán fue puesta en verso por José María Roa Bárcena:

En Alemania y Dinamarca es muy sabida la leyenda del “Ave del Paraíso”, que Schubert trae en su precioso libro Lo antiguo y lo moderno, y que nuestro inspirado poeta don José María Roa Bárcena puso en sonoros versos castellanos.[9]

Roa Bárcena, efectivamente, publicó las primeras dos partes de su poema “El canto del ave del Paraíso” en La Cruz (“Periódico exclusivamente religioso, establecido ex profeso para difundir las doctrinas ortodoxas, y vindicarlas de los errores dominantes”) el 10 de enero de 1856. Roa Bárcena también apuntó a pie de página: “Lo sustancial de esta leyenda, originaria de Suecia, ha sido dado a conocer en Francia por Schubert en su obra intitulada, Lo antiguo y lo moderno”. El nombre completo de aquel Schubert era Gotthilf Heinrich von Schubert, y el título de su libro en alemán es Altes und Neues aus dem Gebiet der innren Seelenkunde (“Lo antiguo y lo moderno en el campo de la psicología interior”), publicado en cinco volúmenes entre 1817 y 1844. El poema completo es parte de Leyendas mexicanas, cuentos y baladas del norte de Europa y algunos otros ensayos poéticos, de 1862.

            Es llamativo, por lo menos, que José Luis Martínez, editor de una importante antología de Gutiérrez Nájera (publicada, es verdad, en 2003, varios años después de que aparecieran las ediciones de 1971, 1990 y 1998 de López Velarde) y conocedor tanto de sus crónicas y narraciones como de sus poemas, haya pasado por alto la presencia de Alfeo en la obra del Duque Job. Sin ir más lejos, en esa misma selección de textos de Gutiérrez Nájera elaborada por Martínez figuran dos que incluyen menciones al monje Alfeo. Primero, en una crónica de 1883 cuyo tema son las narraciones tradicionales mexicanas, Gutiérrez Nájera dice lo siguiente refiriéndose al escritor José de Jesús Cuevas: “Cuevas se ha detenido, como muchos, a escuchar las canciones de esa ave que escuchó ensimismado el monje Alfeo”.[10] Después, en su famoso ensayo sobre Shakespeare, Gutiérrez Nájera dice del bardo inglés: “A ocasiones, es el canto de un ruiseñor extraordinario, y lo oímos extasiados como el monje Alfeo al ave del paraíso”.[11]

            Dejo para el final el texto de Nervo por ser, valga la redundancia, concluyente. Apenas al comienzo de su Juana de Asbaje, libro publicado en 1910, Nervo escribó:

Un recogimiento misterioso parecía apoderarse de todas las cosas, y el sabor de mi contemplación era tan hondo y suave que cuando silbó la locomotora anunciándonos que íbamos a reanudar el roto camino, parecióme que, como el monje Alfeo que oyó cantar al ruiseñor celeste, mi espíritu volvía de un éxtasis de siglos, a las vanas fatigas de la vida.[12]

El ruiseñor y Alfeo aparecen, pues, reunidos en al menos un texto de Gutiérrez Nájera y otro de Nervo pocos años antes de la publicación de Zozobra. Se habrá observado que Gutiérrez Nájera no siempre aclara que aquel ave paradisiaca fuera un ruiseñor, e incluso en una ocasión sugiere que Alfeo, más que oír su canto, lo ignoraba. Conmueve pensar que cuando Gutiérrez Nájera se refiere a Shakespeare y cuando Nervo se refiere a Sor Juana el monje inequívocamente oye al ruiseñor.

            Es comprensible que Martínez y García Morales conjeturen —y, casi diría yo, presientan— que Alfeo es un poeta. En la obra de López Velarde, las “aves que cantan nuestro mismo idioma” ocupan un lugar de privilegio. Los “canarios vocingleros”, la saltapared “matemática” y, por supuesto, el “zenzontle impávido” simbolizan, con su canto, el oficio mismo del poeta, su fragilidad y hasta su aislamiento. Es en esta idea órfica de la poesía donde adquiere pleno sentido el ruiseñor, pupilo y divulgador de la belleza.

            En síntesis, no hay tal broma ni hay tal disparate. Tampoco hay tal error o errata tipográfica, como no sea por obra de la insinuación, muy discutible, de que López Velarde habría sido una especie de “ingenio lego”, hipótesis que ya no goza de ninguna credibilidad. Al parecer tampoco hay tales poetas o ríos griegos. Alfeo, el monje absorto de la leyenda, se limitó a escuchar al ruiseñor durante cien años.

 

[1] José Luis Martínez, en Ramón López Velarde, Obras, México: Fondo de Cultura Económica, col. Biblioteca Americana, 2ª ed., 1990, p. 878.

[2] Alfonso García Morales, en Ramón López Velarde, Obra poética (verso y prosa), México: UNAM, col. Poemas y Ensayos, 2016, p. 526.

[3] Ramón López Velarde, Obras, op. cit., pp. 214-215.

[4] Rafael López, La Venus de la Alameda. Antología, ed. de Serge I. Zaïtzeff, México: Secretaría de Educación Pública, col. Sep Setentas, 1973, p. 50.

[5] Guillermo Galán Vioque (ed.), Antología palatina, II. La guirnalda de Filipo, Madrid: Gredos, col. Biblioteca Clásica Gredos, 2004, p. 480.

[6] Una transcripción fiel de los Estudios poéticos de Menéndez Pelayo se puede consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes con esta dirección: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/estudios-poeticos–0/html/.

[7] Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, trad. de Margit Frenk Alatorre y Antonio Alatorre, México: Fondo de Cultura Económica, col. Lengua y Estudios Literarios, 1955, pp. 139-142.

[8] Manuel Gutiérrez Nájera, Cuentos, crónicas y ensayos, selección y prólogo de Alfredo Maillefert, México: UNAM, col. Biblioteca del Estudiante Universitario, 3ª ed., 1992, p. 4.

[9] Manuel Gutiérrez Nájera, Obras, I. Crítica literaria. Ideas y temas literarios. Literatura mexicana, México: UNAM, col. Nueva Biblioteca Mexicana, ed. de Ernesto Mejía Sánchez et al., 1995, pp. 79-80.

[10] Manuel Gutiérrez Nájera, Obras, ed. de José Luis Martínez, México: Fondo de Cultura Económica, col. Letras Mexicanas, 2003, p. 221.

[11] Manuel Gutiérrez Nájera, ídem, p. 391.

[12] Amado Nervo, Juana de Asbaje, Madrid: Hijos de M. G. Hernández, 1910, p. 14.

 

 

 

Luis Vicente de Aguinaga es poeta, ensayista y traductor mexicano nacido en 1971. Es doctor en letras románicas por la Universidad Paul Valéry de Montpellier y profesor titular del Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado once libros de investigación literaria, crítica y ensayo, entre los cuales figuran De la intimidad (2016) y La luz dentro del ojo (2018). Es, además, autor de trece poemarios, el más reciente de los cuales, Qué fue de mí, apareció en 2017.

Ángeles derrotados

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A  María C. Gastélum

 

Hay que escribir la historia

de los que caminan por el mundo

como ángeles derrotados

 

No tienen techo

andan descalzos

les gusta sentir el vértigo

de la Tierra

 

Es demasiado fácil saciarlos

usan como espejo

una fotografía de la infancia

por eso quizá

siempre llevan la misma ropa

 

Les basta alguna caricia

para orientarse en el tiempo

 

Viven para adentro

por eso quizá no conocen el futuro

 

No tienen otro empleo

que abrazar a los demás

 

En las ojeras llevan con dignidad

la marca registrada del anhelo

miran puentes

donde sólo hay tela de alambre

buscan una mano

donde sólo existe un puño cerrado

encuentran una sonrisa

donde el dolor fragmentó un rostro

andan por ahí

equivocándose todo el tiempo

 

A veces los hieren las lanzas de los demás

pero se levantan

siempre se levantan al día siguiente

andan por ahí

equivocándose todo el tiempo

 

Todo lo celebran

hasta su propio dolor

 

Hay que escribir la historia

de los que caminan por el mundo

como ángeles derrotados

no tienen fecha de caducidad

adivinaron el misterio de su alma

saben que fueron derrotados

por la inmensidad

el tiempo

y el azar

pero no se cansan de vivir

nunca se cansan de vivir

 

 

Poeta con título profesional

 

Pensé que hacer un poema

era fabricar alas para las mujeres bellas

y escribir versos

que sonaran bien en cualquier oído

 

Pensé que la poesía

era llenar una libreta con poemas de desamor

y declamar de memoria

grandes poemas

con un vaso de cerveza en la mano

repitiendo amargamente

lo injusto que puede ser el mundo con un poeta

 

Pensé que para hacer poesía

era necesario desangrarse

en una botella de alcohol

y mirar siempre hacia lo más elevado

olvidando los pantanos del mundo

 

No sabía que un poeta se gradúa

cuando le puede cantar con inmenso respeto

pero también con humor

a esa gran herida

que todos traemos desde niños

 

No sabía que las palabras luminosas

son sanadoras por naturaleza

y un poema escrito

con la mano en el cielo y en la tierra

al mismo tiempo

puede volver liviano cualquier dolor

 

No sabía que uno de verdad

comienza a escribir poesía

cuando se pueden tocar las cosas con el corazón

y se descubre la simpleza del mundo

 

No sabía que la poesía

es el oficio de dar un poco de oxígeno

a los desahuciados

a los que perdieron su paraíso

su pan

su caminar

 

No sabía que la dignidad de un poeta

consiste en darse cuenta

que las palabras bellas sobran

sino se puede hacer un manifiesto

contra la desesperanza

y las mentes perversas que dirigen el mundo

 

Uno ya es poeta

cuando puede encender los ojos

de hombres y mujeres

que se niegan a la subasta de almas

en las salas de tortura de los centros de trabajo

en los campos de exterminio sutil

en los manicomios

en las calles

 

 

No sabía que el título de poeta

se ganaba en la soledad y en la miseria

antes de llegar a la estrella más alta

 

No sabía que la calle

es la gran maestra del poeta

sólo desde la calle

uno aprende a convertir la rutina en sustancia poética

 

No sabía que un día

uno de estos días de primavera

uno se levanta convertido en poeta

y ya no quiere escribir más versos

sino llevar una vida sencilla

 

Una vida sencilla

 

 

Rondo Allegro del Concierto Emperador

 

Para sentir la poesía

es importante saber que uno tiene un poco de poesía

y mirarse todos los días en el espejo

a la hora del crepúsculo si es posible

y tratar de adivinar lo que existe más allá del cuerpo

comprobar que esos dos ojos que siempre han estado ahí

son dos estrellas del cielo

dos bolas de fuego incesante

y también

la firma de algún Dios desconocido y omnipresente

 

Para darse cuenta que uno tiene poesía

hay que bailar en medio de una plaza pública

pero no se trata de bailar cualquier cosa

es preciso el Rondo Allegro del Concierto Emperador

de Ludwig van Beethoven

sólo el Rondo Allegro

y si no se tiene a la mano

hay que esperar hasta el día siguiente

 

Para saber que uno tiene poesía

es necesario decirlo con voz muy sutil

como si uno estuviera allá arriba

en lo alto

cantando en medio de un coro de ángeles celestiales

aunque los demás afirmen que es una mentira

 

Para saber que uno todavía tiene poesía en las venas

hay que estar listo para enamorarse a cada momento

movimiento peristáltico intestinal

(mariposas en el estómago)

le llaman los científicos a este fenómeno

el cielo

le llaman los poetas

chocolate

le llaman los niños

 

Para comprender que uno tiene poesía

sólo se necesita saber

que uno está

ligeramente vivo

y nada más

 

 

 

Enrique Gastélum nació en la ciudad de México. Poeta, realizador en cine, narrador y guionista; ha trabajado como docente de guion en la Universidad de Palermo, en la Escuela de Cine de Eliseo Subiela y en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente es profesor de escritura creativa y guion, en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), Campus Cuernavaca.

Esta selección de poemas pertenece al libro El canto de los efímeros, publicado bajo el sello de Editorial Leviatán y presentado en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en mayo de 2017.

Los moradores del mundo que propone el autor, los efímeros, son seres comunes que viven lo cotidiano como una escalera que los lleva a mirar algún brillo de la eternidad; ellos saben que la poesía se encuentra en los sucesos simples de la vida.

El poeta

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(Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2020)

 

1

 

Polvo
finísimo
que nadie ve.

Vidriosa soledad
que da al cuerpo
lo que no
sabe.

Alma que engendra otra alma.

Dice
mis ojos están rotos.

Clama en el vacío
por la luz
que un día fue paraíso.

Cuando deja de ver,
alumbra.

 

 

2

 

Leve avena, encarna la distancia, las metamorfosis, el límite.
No acepta que su visión se incline hacia lo grandioso,
como si el vacío
o la nada
guiaran su mano, el color de su tinta.
Su morada semeja las valvas de una ostra,
allí concentra lo disperso
hasta florecer
perla,
nácar que lo regresa siempre a casa.
Suya es la sombra,
una sombra intuitiva,
discontinua.
En el destello de la ola, su follaje derrama sobre la piedra.
Abraza la pasión, el peligro.
Está en la luz, filo de ceguera
que aserra el sueño,
mas su voz
persiste
blanca muselina
dentro, muy dentro
de la blancura.
Impensada nevazón, reclama la aridez del vocablo.
Silencio más bello que el silencio
la palabra
paraíso:
su dolor precipita en el poema.

 

 

3

 

La textura oculta de la ostra
es dicha
en su veladura.
Comienzo de un principio sin fin
la vida en la palabra
teje
su esperado nacimiento.
Eternidad pulverizada
el núcleo
de su ausencia.
El poeta
mira la estela
desleírse sobre el lago,
al ánsar suspenso en el vuelo.
Su visión es blanca
y late con el pulso del río.
Calla cuando el cielo cierra
sus portones.
Está en el lugar
de sí,
de su ilegitimidad:
la terrible asfixia de su voz
combate
dolidamente
las cenizas.

 

 

 

4

 

Muda cadencia, el poeta es relámpago sumido en la encrucijada.
Sol que despunta en la azucena, nunca burlado por el cristal.
Mancha de ocelote, se derrama sin traspasar su impronta.
Avanza protegido por su certera sombra. Raíz vertical,
su silencio aguarda como limo en el fondo del pozo.
Erosión y aurora, su grito estalla flor de abismo.

 

 

 

Jeannette L. Clariond. Poeta, ensayista y traductora, ha publicado entre otros, Mujer dando la espalda, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde (1992); Desierta memoria, Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta (1996); Todo antes de la noche, Premio de Poesía Gonzalo Rojas (2001); Por su traducción de Zodiaco negro de Charles Wright obtuvo la Beca Fundación Rockefeller-Conaculta (2004); por la Antología de poesía norteamericana: La escuela de Wallace Stevens, la Beca de Traductores Banff (2004), por sus traducciones de la poeta Alda Merini, el Premio de apoyo a la traducción del Instituto Italiano de Cultura (2008). Por su obra poética, y por su aportación a la traducción y a la cultura le fue concedido el Premio Juan de Mairena por la Universidad de Guadalajara (2014). Y en el mismo año la Universidad Autónoma de Nuevo León la distinguió con el Premio al Mérito Editorial, y publicó su último poemario, Astillada claridad. Ha traducido a W. S. Merwin, Anne Carson (Premio a la traducción por su trabajo en Decreación), Primo Levi, entre otros. En 2003 fundó la casa editorial Vaso Roto Ediciones, que desde entonces dirige. Algunos de sus libros y parte de su obra han sido traducidos al inglés, francés, portugués, rumano, griego, italiano, búlgaro, árabe.

Presentación Dossier

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Producción y reproducción de narcoficciones

 

 

Ainhoa Vásquez Mejías
UNAM
ainhoavasquez@filos.unam.mx

 

Hace aproximadamente siete años comenzamos con Danilo Santos e Ingrid Urgelles, apoyados por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile (FONDECYT), a estudiar e intentar trazar líneas acerca de este fenómeno llamado narcoliteratura. Por asuntos cronológicos, pensando a La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo como una de las primeras novelas, comenzamos por Colombia y la sicaresca antioqueña, como la denominara de manera pionera el académico Héctor Abad Faciolince. En busca de sistematizar un corpus de novelas del tipo conocimos el trabajo académico de Margarita Jácome, Alberto Fonseca, Óscar Osorio, Gabriela Polit, Luz Mary Giraldo y Miguel Cabañas que nos pareció sumamente iluminador para empezar a delinear nuestra propia investigación.

Pronto seguimos con México y comprendimos que esta sicaresca se transmutaba en narcoliteratura, un nuevo boom latinoamericano, tal como lo planteó desde los inicios la académica Diana Palaversich. Nosotros nos sumamos a esta idea, pero, además, agregamos (y apostamos) que estábamos ante un género literario con reglas narratológicas claras y que ya no sólo podíamos decir que ocurría en México y Colombia, sino que ya se había extendido a otras latitudes del continente e, incluso, fuera de él. Fue así que comenzamos extensas y productivas discusiones acerca de la validez del prefijo narco, la narcoliteratura, la existencia como género y sus múltiples alcances internacionales, económicos, sociales y políticos, con reconocidos investigadores como Ramón Gerónimo Olvera, Felipe Oliver, Sayak Valencia, Juan Carlos Ramírez-Pimienta, Cecilia López Badano, Héctor Domínguez Ruvalcaba, Vladimir Guerrero, Mónica Torres-Torija, entre muchas y muchos que se han ido sumando.

A tantos años de haber comenzado esta investigación, seguimos teniendo más dudas que certezas, aunque hemos intentado responder y trazar algunas líneas más concretas: la existencia de un corpus, la tipología narratológica del género y las extensiones a otras tierras, como hemos visto que ha ido ocurriendo y se ha ido incrementando en Chile, nuestro país de origen. Ver el desarrollo y auge de narcoficciones en países conosureños ha permitido reforzar nuestras primeras impresiones acerca de que este boom no sería pasajero y que iría permeando las producciones culturales también de otros países ajenos a la industria del narcotráfico y su violencia real. Chile, Argentina, Perú y Bolivia son algunos de estos países del sur que hoy no sólo tienen amplia narcoliteratura, sino series, películas y música con temática narco que, a la par de emular las narconovelas colombianas y mexicanas, adopta y transforma el género para abordar sus propios problemas nacionales.

Aunque con pocas certezas y un futuro incierto por la gran cantidad de narcoficciones que cada día proliferan, lo que sí estamos seguros es de haber encontrado, en este camino, a académicos comprometidos, rigurosos, inteligentes y solidarios con quienes siempre es maravilloso seguir conversando y debatiendo. Aunque muchas veces no estemos de acuerdo, el intercambio de opiniones nos enriquece y nos da energía para seguir investigando. Este dossier es resultado, justamente, de esa red internacional e interdisciplinaria que hemos creado en estos años y a la que cada vez se suman más en los congresos, coloquios, encuentros, clases o publicaciones que han resultado de este trabajo.

Este dossier consta de dos partes. La primera dedicada a la narcoliteratura busca desmontar prejuicios y demostrar que lo narco como género ya puede encontrarse también en otros lugares fuera de las fronteras originales de Colombia y México. Es por ello que se ordena de sur a norte. El primer artículo: “Nadie era libre ante los ojos de Dios”. Voces hegemónicas en dos novelas chilenas sobre delincuencia y narcotráfico” de Silvana D’Ottone Campana analiza dos narconovelas chilenas: Hijo de traficante de Carlos Leiva y Matadero Franklin de Simón Soto. En el segundo: “Necromercados en la narconovela argentina: Rojo sangre de Rafael Bielsa y Cruz de Nicolás Ferraro”, Alejandro Soifer nos presenta, asimismo, dos novelas argentinas que inauguran el género en Argentina. Llegando a Colombia y México, Ramón Gerónimo Olvera, en su texto: “El zoológico neoliberal en tres novelas con tema narco” nos remite a tres novelas que abordan el narcotráfico desde distintas perspectivas que conforman un problema que es, en esencia, producto del neoliberalismo: las víctimas infantiles que se convirtieron en adultos profundamente dañados en El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, el adicto en Cocaína, Manual de Usuario de Julián Herbert y el niño, hijo de un capo, en Fiesta en la madriguera de Juan Pablo Villalobos. Raquel Villalobos, por otra parte, nos muestra los guiños internacionales e intertextuales entre la narcoliteratura y obras de la literatura española universal en su texto: “La reescritura y construcción narratológica binaria y desacralizada en La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo”. Finalmente, Felipe Saavedra y Vladimir Guerrero refieren el dolor ante la violencia y la destrucción de los cuerpos y las vidas, producto del narcotráfico, en el artículo: “La patemización corporal del narcotráfico en Contrabando de Víctor Hugo Rascón Banda”

Así, esta primera parte está dedicada a una narcoliteratura que abarca varios países del continente latinoamericano y establece correspondencias también con Europa. En la segunda parte, que será publicada en el siguiente número de esta revista, abordaremos las transmisiones de este género a otras disciplinas como son el cine, las series de televisión, la música e, incluso, los reality show. Agradecemos profundamente a la revista Agradecidas Señas y a su director Antonio Moreno por acoger esta propuesta, a todos los amigos académicos colaboradores de este número y al Fondecyt 1190745 “Narcorrelatos chilenos a punta de balas y exceso: un código de lectura periférico para visibilizar la marginalidad socioliteraria en la nación triunfalista del siglo XXI”, que nos da el apoyo para seguir investigando y creando estas redes.

Las salchichas chamuscadas

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Un hombre cabizbajo estaba sentado en un banco de madera en un pasillo sin fin. La gente de distintos niveles sociales iba y venía sin aparentar algún propósito ni destinación. En sus apuros, giraban los hombros para esquivar a otros, se zambullían en las oficinas, salían con los ojos metidos en papeles repletos de membretes y sellos, subían y bajaban por una escalera sin mirarse a la cara, unos aparecían y otros desaparecían.

El taconeo de señores vestidas de negro atrajo la atención de una niña pegada a la falda de su madre. Algunos traían gorros cuadrados como si estuvieran invitados a una fiesta de disfraces. La cabecita rubia giraba de lado a lado con ojos fijos en aquellos payasos en desfile. Unos señores de rostros severos cuidaban a otros con brazaletes en ambas muñecas. En algunas puertas que daban al pasillo, se lucían figuras de unos señores altos con los mismos disfraces. Sus gorras, camisas y pantalones eran igualitos. Parecían gemelos peleados que ya no querían jugar unos con otros, sólo mantenían sus mentones levantados y las miradas en la pared.

Uno de los títeres, de cuerpo estirado, avanzaba por el pasillo casi sin tocar el suelo. Llevaba un portafolios de piel que probablemente era tan suave como los guantes de mamá. Se sentó al lado del señor agachado que ahora escondía con las manos su rostro sonrojado como si hubiera comido un chile picante sin sacarle las semillas. Este pobre señor gordo, perdón, mami dice que hay que utilizar términos de niñas educadas como regordete, escondía el sonrojo de sus mejillas porque probablemente tenía vergüenza de habérselo comido a escondidas, por el puro antojo apetitoso y ahora pagaba las cuentas por ser mal portado. Y, como dice mami, no hay deuda que no se pague cuando la providencia lo reclame. Qué bien que esté enchilado para que se acuerde del castigo la próxima vez que se le antoje algo prohibido.

Al ver al señor de negro sentado a su lado, el regordete se sacudió de miedo y se puso a hablar descosidamente. Se ve que de niño no hacía sus ejercicios en el cuaderno semanal de redacción como aquellos niños de extranjeros que vienen nada más para desperdiciar su tiempo, hacer miserables nuestras vidas y enojar a la maestra. Pero está bien, van a ver, la señorita maestra tiene una solución para ellos y muy eficaz. Sin que nadie lo notara, la niña amenazó al señor sonrojado con el canto de su manita.

Al escuchar sus primeras oraciones, el señor de negro sonrió e indicó al gordito con las manos que hablara más despacio. También le dijo en voz baja que estaba allí por recomendación de su representante legal, con un nombre incomprensible, para entender la verdadera… consistencia o contingencia, o algo así, pero que tenía que decirle lo que había pasado y que él lo pondría todo en el contexto legal de manera más idónea, o icónea. Nunca entendí por qué un señor tan elegante y tan alto se juntaba con un sinvergüenza que ni siquiera conocía. Además, estaba tan gordo que ni yo le hubiera ayudado, no señor, y sacó de nuevo el canto de su mano.

Luego, el gordo avergonzado empezó a hablar bien como si se hubiera acordado de sus lecciones de gramática y dijo que todas sus vidas habían trabajado en esta ciudad, que sus hijos se habían casado e ido y que su señora y él abrieron un restaurante en la esquina al lado de la estación del metro San Jorge o San Borge. Que luego, llegó la inflamación y que no podían pagar al banco las mensualidades. Que los hijos les enviaban dinero, pero que ni con eso pudieron salir de apuros. La colonia se volvió sucia, con muchos extranjeros en la calle y pocos clientes en el restaurante. Y los que entraban les pedían papas recientemente fritas y no recalentadas, introducían perros sarnosos y fumaban un tabaco apestoso. Entre una cosa y otra, el banco se preparaba para cerrar su negocio y mandarlo a la cárcel. Su señora cometió una locura y ahora está en el hospital.

–¿Y no pudo solicitar otro préstamo para finiquitar las necesidades económicas imperantes? –preguntó el señor de negro.

–Pero, ¿cómo pedir otro préstamo? –el gordito lanzó la mirada a la cara del señor–. No se imagina por lo que hemos pasado para que nos den el primero. Toda la vida hemos trabajado para esto –y mostró las palmas de sus manos, eran tan rojas e hinchadas como su cara–. Durante treinta años, mi esposa y yo habíamos trabajado de costureros, dormíamos sobre las máquinas durante las semanas de mucho trabajo, con las que dios nos ha bendecido, para salir adelante. Luego compramos mejores máquinas, también traje a un primo para que nos ayudara. Estudié su idioma entre prendas para hablar con los jefes y para que nos den un precio más justo por el trabajo. Pues, no pedía que me paguen igual que a los… de aquí, pero, bueno, que mi familia se quede con algo también. Luego compramos el restaurante, disque levantamos cabeza, y entonces ocurrió todo esto –y otra vez escondió la cara entre las manos.

–Y supongo que entonces, se le ocurrió a alguien prender fuego a su restaurante. ¿No es cierto? –comentó quedamente el señor de negro.

El avergonzado no se quitaba las manos de la cara.

–Vamos, no se desanime, sé que está pasando por un mal momento. La vida está llena de altibajos. Es la mera naturaleza de nuestra existencia y de nuestra condición supeditada por las complejas relaciones del quehacer social. Vine para ayudarle –y accidentalmente el portafolios se apoyó sobre el muslo del señor sonrojado que estaba doblado sobre sus rodillas.

De repente, el gordito se acordó de algo. Miró alarmado a la izquierda, a la derecha, como si buscará los retretes, sacó un sobre blanco del bolsillo interior de su chaqueta y lo deslizó rápidamente en el portafolios de piel.

El señor alto ni siquiera se dio cuenta de la carta olvidada que terminó en su portafolios.

–Aún no he revisado a consciencia las evidencias ni las declaraciones del policía y de los vecinos que atestiguaron haberlo visto sacar unos cinturones de salchichas de su restaurante en llamas. ¿Cómo se le ocurrió eso? –las comisuras de sus labios insinuaron una risa que no salió a la luz.

Tras un silencio, el señor de negro inhaló profundamente, como el maestro de matemáticas cuando nadie conoce la solución a la ecuación, y exhaló por la boca.

–Tenemos que partir de la premisa que se trata de declaraciones fidedignas porque en el momento en que el coche patrulla se paró al lado de su restaurante, usted salía de la fumarola con las manos llenas de salchichas chamuscadas y la cara ennegrecida de hollín. El policía que fue despachado al lugar del incendio puso en su reporte, que traigo aquí –y el señor dio una palmadita a su portafolios–, que tuvo que pensar dos veces al llenar el rubro sobre el color de piel del involucrado –y una risa saltó de su pecho.

–Mire licenciado, usted es una persona de mucha educación y todo, pero piense un poco en nuestras vidas. Llegamos aquí, por decirlo así, de niños. Dejamos a nuestros padres y casas, vivíamos a veces durante meses sin salir de nuestra calle. Recojo las telas, mi esposa compra la comida y a trabajar de día y de noche. Para nosotros no había más que hilo, máquina y prenda. Y luego este desastre, venían los compatriotas a consolarme cuando ocurrió lo de mi esposa. Me decían que podía salvar nuestra propiedad, que eso ayudaría a mi esposa a recuperarse, que estaba pagando seguro automático junto con la hipoteca.

–Mire, mire, no queremos explayarnos sobre lo que la gente dijo o supuso en circunstancias poco verificables. Aquí, nos basamos estrictamente en lo que el código romano ha definido hace miles de años –y barrió el techo con su mirada–. En otros términos, queremos apuntalar nuestras observaciones en los hechos indiscutiblemente relevantes, comprobables y acordes con el reporte oficialmente presentado por el agente de nuestra policía.

A unos pasos detrás del licenciado, el rostro de un guardia alternaba entre sonrisas y gestos desdeñosos. Mientras la suela de su zapato daba golpecitos contra el piso, miraba la pared que se encontraba enfrente de él y su oído sintonizaba en la conversación del banco. El oído le ofrecía el único solaz durante largas horas de pasividad. Una pasividad de apariencia anodina que, no obstante, con el paso de los años, engarrota la espalda, inflama los juanetes, aletarga la mente y, más que nada, amenaza con teñir el resto de su vida con la fría blancura de aquella pared. Incluso, la más mansa y obtusa mente –que haya llegado a gastar años mirando una pared– empieza a dudar de su existencia en esta inmovilidad.

–Bueno, –dijo el licenciado– ¿bajo qué circunstancias usted arriesgó su vida al entrar en una cocina en llamas para, por decirlo así, salvar algunas salchichas?

Silencio.

–¿Cuál fue el móvil y bajo qué circunstancias se aventuró en ese infierno de aceites hirviendo y llamas? ¿Entendió mi pregunta?

–Sí señor licenciado, –el regordete se lamió los labios como si se alistara a humedecer una estampilla para sellar su declaración– he pasado la vida cosiendo ropa que nunca me puse y cocinando la comida que nunca probé. Y a decirle verdad, ese aroma de la salchicha, sí, ese aroma que chisporroteaba dentro de nuestro restaurante me atrajo como un imán. No pude resistirlo, –y una lágrima rodó por su mejilla– corrí adentro y agarré unas, me quemaban las manos, pero las saqué. Corrí de nuevo adentro y cogí otras, llevaba unas húngaras cuando vi la luz del coche patrulla.

–Ah, –suspiró el licenciado– el aroma es nuestro pro delicto. En efecto, ¿cómo es que no había sospechado de aquel invisible maleante? El aroma, ¿ah? Claro, claro. El único problema, señor, es que no podemos enjuiciarlo. ¿Y sabe por qué? –Después de una pausa, resolvió el enigma de su propia creación.

–Porque, mi querido señor, la salchicha con todos sus aromas, independientemente de su procedencia y sabor que usted identificaría con refinada precisión ante el tribunal –y lo miró a los ojos– no tiene modo alguno de defenderse. Y en el marco jurídico de nuestro país, todo acusado tiene derecho y los medios indispensables para ejercerlo.

–No le entendí licenciado.

–¡Ah!, bueno, su incomprensión no se puede adjudicar al estado culposo, nuestro sistema jurídico resulta sumamente complejo para los extranjeros que provienen de ámbitos… de una cierta cultura jurídica drásticamente distinta, de una evolución social diferente, acaso más joven. Nuestra legislación surge de una compilación de costumbres, leyes y privilegios, moldeados a lo largo de los siglos, cuya confluencia garantiza la justica con base en la equidad solemne entre el acusado y el fiscal. Aquí se casan el pro y el contra en el mismo nivel de validez ante el auspicio de la ley propiamente representada.

–Por favor licenciado, yo no terminé ni la primaria en mi país.

–Bueno, traduciéndolo al lenguaje plebeyo, ¿por qué demonios te metiste en ese horno si tantas cosas estaban en juego y en fuego? Arriesgaste tu existencia y el futuro de tu familia, así como lo dijiste tú mismo. ¿Capisci?

El guardia que estaba detrás del banquillo estalló en risa y, al intentar detenerse, desató una tos. El licenciado se levantó en el acto y lazó una mirada al joven uniformado cuya boca se cerró, pero el revolcón del pecho siguió sacudiéndolo.

–Mire señor licenciado –dijo el gordo en voz baja cuando este retomó su asiento–, yo crecí en una familia de cuatro hijos y estábamos todos a cargo de nuestra madre que en paz descanse. Yo era el más grande y ayudaba a mi madre con todas las cosas, las de la casa y de la huerta. Cada sábado, ella traía del mercado una salchicha que marcaba con pequeñas cortaduras en siete partes iguales, una para cada día. Cada pedazo se cortaba, se dividía en cinco partes idénticas y se servían en la cena. Un invierno, yo estaba limpiando la cocina, a cada rato me volteaba a ver la salchicha, consumida a medias, colgando de una viga. Yo la miraba y ella me miraba a mí. Cuando mi madre me dijo que iba a pasar por la casa de la tía para ver si vendió la canasta de nueces que le dejamos y escuché la puerta cerrarse tras ella, sin saber qué hacía, agarré una silla, la alcancé y la devoré. Varias veces intenté pararme, me decía, sólo tantito, un mordisco, no se notará, un poquito más y se fue toda. No me dolieron las bofetadas, pero cuando ya no podía ver ni saber dónde estaba, por el zarandeo que me propiciaron sus manos, mi madre me abrazó y sentí el corazón que latía en su pecho huesudo. Me prometí que nunca más iba a permitir que el demonio se lleve una sola salchicha mía. Y cuando olí las salchichas en el restaurante y vi que el fuego consumía todo, no pude más que correr para salvarlas.

–En mis veintiséis años de servicios jurídicos, nunca había escuchado tal cosa, pero está muy bien. Debería repetirla ante el juez. Mis colegas anglosajones dirían good performance.

–Ahora, necesito que me digas con tus propias palabras, piénsalo bien –y miró derecho en los ojos del acusado–, ¿cuándo te percataste… cuándo te diste cuenta que tu restaurante estaba en llamas?

–Pero licenciado, ya sabe…

–No, –terció el licenciado– precisamente, yo no sé nada porque tu representante no me dijo nada. Tampoco he encontrado nada sobre la causa del incendio en el reporte. ¿Cuándo y cómo te diste cuenta, tú, del incendio?

Mientras la cabeza del gordo se volteaba de lado a lado buscando la respuesta correcta para la institución fundada en una tradición milenaria, en la puerta celada por el vigilante, se asomó la cabeza de una dama de cabellos plateados y cara arrugada. Inclinó la cabeza hacia abajo de tal suerte que su mirada pasó por encima de sus anteojos de lectura.

–¿Para quién trabaja usted señor fiscal? –resonó la voz de la dama en el pasillo.

En el instante, brincó la niña alejándose de la falda de su madre y llenó el pasillo de gritos.

–¡Para el señor salchicha! ¡Para salchicha! ¡Salchicha!

 

 

 

Pol Popovic Karic es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey. Publicó cuarenta artículos y cuatro libros académicos. Editó nueve antologías monográficas. Ha sido integrante de ocho comités editoriales. Organizó doce coloquios y nueve “Encuentros con autores”. Es miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias y miembro correspondiente de las academias de la lengua española de Venezuela, Estados Unidos y Paraguay. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel II).