ISSN 2692-3912

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El reclamo desde la desnudez

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.El reclamo desde la desnudez

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Enriqueta Ochoa es una poeta que vivió en los sótanos de las palabras desde donde forjó una poesía que nos estremece en todo momento. Ha salido de ahí cantando y ha venido a la superficie como un Lázaro que reconoce nuevamente su latido y lo abraza, y se reconcilia con su condición humana, porque como Vicente Rojo dice: “La poesía es el brazo armado del amor.”

  Enriqueta Ochoa afirmó siempre que la creación poética es una semilla que debe germinar en la oscuridad y, fiel a sí misma, practicó de esta manera su intensa experiencia vital al trasvasarla a la palabra. Los ríos subterráneos en los que su poesía abreva fueron los que su lengua materna le dio al mostrarle, a lo largo de su vida, los alcances que tienen la ausencia, el anhelo, el vacío y el desasosiego al verterlos en la palabra. Debe ser por eso que, al releerla a través de los años, su poesía encuentra nuevos intersticios en nosotros para atacarlos con su belleza contundente, con sus alas de imposibilidad que tanto nos duelen y hermanan con esa oscuridad que nos arroja, una y otra vez, a la vida que hemos perdido innumerables veces.

  El poema “Los himnos del ciego” es el encargado de abrir el libro del mismo nombre. Enriqueta tenía 40 años cuando este poemario fue publicado en 1968 y se trata de un gran canto calcinado, pero también de una oración y una poética desgarradoras. Un acto de desesperación verbalizado al límite en donde la voz lírica comienza diciendo, ni más ni menos: “El que canta es un ciego”.

  Con sus “labios de raíz oscura”, con una mirada vacía, declara que los hombres son los ojos que Dios dejó escondidos y entonces se dirige a esta deidad, igualmente ciega, a quien pide fervorosamente que de no darles la vista, dé voz a los hombres que se hallan viviendo hacinados en un mismo surco de confusión y rabia. Esta voz, cuya única manera de ver es a través del llanto, asegura que si fuera advertida por esa divinidad, la noche ontológica se rompería para siempre.

  Pero al igual que la oración de Job, sentado en su trono de ceniza, sin recibir palabra de nadie y esperando que Dios retire el castigo de su cuerpo, esta plegaria dice: “Otra vez somos lo que fuimos”, y es aquí en dónde aparecen los elementos cristianos que Enriqueta Ochoa conjuga en su universo poético; en este poema son: la lengua seca de Cristo, el Monte Sinaí y la figura de Moisés, para señalar que una y otra vez podrán comenzar las eras, reiniciarse el éxodo del mundo, sin que la humanidad logre recobrarse a sí misma.

  Y de pronto el yo lírico viaja al interior e interrumpe la súplica para hablar de la pasión, “signo de destrucción” por quien “el tiempo adquiere un rojo morado de locura” y revela su condición de calcinada al decir: “Sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”. Las escarpaduras de la pasión la han trazado y destrozado: “Sólo el que ama entero desde su centro diáfano se consume; muere y vuelve a nacer en sí mismo, en su propia blancura incandescente”. La pasión: ese territorio en donde la intrapunición nos centrifuga, nos segmenta.

  Y retoma con urgencia la oración para pedir que estas palabras sean salvadas junto con todos los hombres que se hallan en el abismo de una muerte continua. La deidad es llamada “Amoroso Sastre” y ante ella se reconoce desnuda al confesar que cuando abrió los ojos al mundo escuchó su rumor, pero jamás esta figura se detuvo a vestirla, ¿por qué? Es entonces que reclama que debió recibir un traje y no jirones que jamás llegaron a alcanzarla en la tierra y deja claro que, gracias a esa desnudez, su cuerpo de leña sin vestido cada noche arde, crepita. En ningún momento esta voz monta en cólera, de hecho, sus palabras están llenas de compasión; está rezando y se muestra más bien dispuesta a tratar de entender las razones de un abandono de tales proporciones.

Dice Job, cuando decide hablar con Dios:

Mi alma está hastiada de mi vida; daré yo rienda suelta a mi queja; hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: No me condenes; hazme entender por qué contiendes conmigo. ¿Te parece bien que oprimas, que deseches la obra de tus manos y que resplandezcas sobre el consejo de los malvados? ¿Tienes tú ojos de carne? ¿Ves tú como ve el hombre? ¿Son tus días como los días del hombre, o tus años como los días del ser humano, para que indagues mi iniquidad y busques mi pecado? […].

“Otra vez somos los que fuimos”, dice Enriqueta en su poema, sobre la humanidad vestida con algo que no le corresponde. Lo dice una ciega con su visión de lágrimas que queman.

  En la actualidad este poema se redimensiona de una manera espeluznante al cotejarlo con el tiempo que atravesamos, en donde el olvido parece ser el mayor de nuestros éxitos y, esas ropas ajustadas de manera inexacta que describe la poeta, son las modas que nos dicta una globalización que nos mantiene ciegos ante la incertidumbre generada por nuestra indiferencia hacia la injusticia; una humanidad que se ha convertido en una red y no en una estructura, en donde la velocidad del progreso no nos tranquiliza y, de vez en vez, acaba por excluirnos, como lo señala el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman. Esas semillas que han caído de golpe en el surco, apretadas, sin poder ver la luz del movimiento en el poema “Los himnos del ciego”, somos los hombres que ni somos ni perecemos, pero sí erramos. La poeta tiene el poder de hablarnos de un dolor místico y de un dolor humano desde una desnudez única: la de su palabra trabajada en el subsuelo de los días, en la penumbra de las horas. Desde la profundidad de este poema filosófico, la irrepetible Enriqueta Ochoa nos describe como: un hambriento rebaño, un espantado coro de hombres que se estrella, cito: “contra los acantilados de la incomprensión y el poder”.

  La visión del poeta es lo que muere hasta el final, no así su esperanza. “La palabra: ese cuerpo hacia todo, la palabra: esos ojos abiertos”, dice Roberto Juarroz, y justamente la palabra de Ochoa en este poema es una realidad expansiva: un cuerpo hacia todo, porque la mirada del ciego no es otra cosa que esa palabra mirando el devenir de la humanidad y por ello en “Los himnos del ciego” se entienden ojos por lenguaje, mirada por incertidumbre y ausencia de dios, y ausencia de dios por condición humana. Este poema es un signo de nuestro tiempo y es un fruto de la urgencia, un reclamo desde la desnudez.

Reparemos en la ecuación de la imagen que Ochoa ejecuta, es decir, esta manera de traducir en el verso las magnitudes que interfieren en el fenómeno poético de este canto-quemadura:

 “el que canta es un ciego que se quemó de ver”
 “mirada ciega, potencia de una luz encanecida”
 “sobre la más alta roca del amor he llorado esta noche”
 “un estallido de todas las suturas del espacio”
 “toda borrasca de pasión es ala de torturas”
 “el tiempo adquiere un rojo morado de locura”
 “sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”
 “anoche, leña mi cuerpo, chisporroteaba, ardía”

Leer a Enriqueta Ochoa, además de una intensa experiencia vital, ha sido siempre una prueba irrefutable de lo que Marguerite Duras dice: “Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que uno escribe”.

 


Claudia Berrueto (Saltillo, 1978) es Licenciada en Letras españolas por la Universidad Autónoma de Coahuila. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones, en el área de poesía de Jóvenes creadores. Premio Nacional de Poesía Tijuana 2009 y Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2016. Ha publicado Polvo doméstico, Costilla flotante y Sesgo, este último, reeditado en Venezuela y Ecuador en 2021 en una coedición del Centro Editorial La Castalia y línea imaginaria Ediciones y por Cinosargo Ediciones, sello editorial chileno con sede en México, en 2022. De 2018 a 2021perteneció al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente es presidenta de la corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana en Arteaga, Coahuila.

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A mí me aceptaba

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mí me aceptaba por médico y por amigo, más lo segundo que lo primero, ambos en calidad de testigo. A Marie la aceptaba de un modo más complejo que contradictorio, como recriminándole algo y como a alguien que ha padecido algo semejante. Quizá para recriminarle justo que ha padecido, con anterioridad, algo semejante, aunque esto solo fuera una intuición suya (difícil hablar de una ‘certeza’, de una ‘corazonada’, de una ‘intuición’, en alguien en ese estado; son palabras demasiado enérgicas, vitales), y la gravedad de lo mismo, aunque fuera algo jamás compartido y, por lo mismo, imposible de medir.[1]

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Aquellos ejercicios, comentar las cartas mediante la escritura en el cuaderno, fueron previos a su verdadero desplome, ante el cual yo no era capaz de respuesta. Pasé largos ratos sentado en su recámara, en el único sillón. Él se sentaba del todo vestido en la cama. O se paraba frente a la ventana, pero me era obvio que no miraba nada, y que el solo sostenerse de pie parecía requerir un gran esfuerzo, como los caballos, que se dice duermen de pie, las articulaciones fijas en su sitio. (Locked into place.) Lo cual también describe la psique, el ánimo, el espíritu de quien padece la melancolía. Hasta en eso más insecto que hombre. Marie no lograba que comiera, pero le dejaba los alimentos sobre una charola que, ya en mis visitas, parecía colocada arbitrariamente sobre cualquier superficie, incluso sobre el piso. Creo que a veces lograba comer algo; pensar lo contrario, de que eran alimañas de un tipo u otro, las que consumían parte de los alimentos, me parecía demasiado repulsivo. Así como Marie no lograba que comiera, tampoco lograba que llorara, lo cual ella intuía sería un importante alivio y señal del inicio de una recuperación. Yo, como médico, le dije que estaba en lo cierto, que el llanto era a veces una función fisiológica tan elemental como la respiración. Era frecuente que quien llorara, recuperara después el apetito, o conciliara el sueño. ¡Sonriera! Llorar era bueno para los nervios maltrechos. Su rostro demacrado, pero con los pómulos como dos pequeños puños, más pálido que de costumbre, de tono grisáceo verde, los iris ya no del color usual sino como deslavados, los ojos abiertos, sin pestañear y extrañamente secos. Pero era su olor acre lo que me alejaba finalmente de la habitación, un tufo distinto al del sudor seco, al de la falta de aseo, de la comida fría que había comenzado su descomposición, distinto también de la ropa de cama o de la ropa del mismo Gregor que ahora era la misma de días anteriores, semanas y no, como de costumbre, solo parecida en que toda su ropa lo era, pero ahora, un olor distinto, el de la enfermedad, mezcla de lo demás, pero no reducible a ello. Marie procuraba que alguna de las sirvientas que no fuera Rosa aseara la habitación en la medida en que Gregor lo permitiera; esto se dificultaba en que él se negaba a ver a alguien que no fuera su madre o yo. Cuando dejaba pasar a la sirvienta, lo hacía parado frente a la ventana y mirando hacia afuera, inmóvil como una estatua o, mejor, como una gruesa cortina. También procuraba Marie que se bañara. El agua le haría bien. Se lo sugería cuando estaban solos en la pensión y no tenía por qué temer toparse con alguien en los pasillos. Lo visualicé debajo de la regadera, más flaco de lo usual, con el vientre distendido. Pero jamás salió al pasillo.

Marie entraba con la jofaina y le daba baños de medio cuerpo y piernas con agua tibia y toallas limpias. Sacaba la bacinica de debajo de la cama. Observé sus heces en varias ocasiones: regía poco o regía suelto. Más detalles solo son de interés médico. Llegué a pensar que nunca los había visto tan cercanos a Marie y a Gregor.

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A usted se lo digo y se lo digo brevemente porque creo que me entiende. Era un tema nuestro hablar de la literatura, compartíamos libros. En una sola ocasión de su enfermedad me dijo que se sentía como Orestes acosada por las furias. De inmediato se avergonzaba, la sangre le corría al rostro (lo cual era rarísimo en él, y más en ese tiempo de su enfermedad). Dijo que era soberbio expresarse así. Además, el arte, la misma tragedia, era para los griegos finalmente asunto de belleza y de armonía. No se contemplaba el mal. Yo en aquel momento no le iba a llevar la contraria, ni recordarle otras ocasiones en las que había hablado de modo distinto sobre los griegos y su poesía trágica. Gregor no era un esteta. Habló un poco más, yo no lo interrumpí, y todo era referente a su propia culpabilidad. Guardó silencio, exhausto. En todo ese rato no me había mirado, pero ahora lo hacía menos. Me atreví a decir, con todo y la convicción de que mis propias palabras en esas circunstancias no podían más que resultar banales, extraño exceso –es decir, haberme ido sin decir nada hubiera sido lo correcto, lo terapéutico– que él no había matado a su mamá. “Pero no la he honrado, como tampoco he honrado a mi padre”. Así me respondió. Me pareció tan cierto lo que decía, por universal, y a la vez tan absurdo (dada su propia realidad ambigua con respecto a sus padres), que salí ya sin decir nada. Obvio decir que aquí no se trataba de las perras furiosas de su madre, las Furias, acosando a Orestes por su matricidio, como tampoco de la madre, Clitemnestra, cuando aún tenía vida y urdía el triste destino a Agamenón, con mentirosa lengua y dulce sonrisa. Porque Orestes aquí, con todo y la mezcla de formación judía y germano griega de Gregor –bildung, aparte, en gran medida autodidacta y como lector; en lo primero, recibió su enseñanza a manos de Roth; en lo segundo, me acompañó a mí, en las lecturas y en las discusiones cuando yo hacía las tareas para el gymnasium y luego en la universidad… todo le interesaba, pero la literatura era su materia favorita–, no tenía sustancia, mucho menos las Erinias, mucho menos las perras. Si acaso, él se sentía Erinia, pero creo, estoy casi seguro, que de haberle planteado yo la pregunta “¿no parecen fantasmas de un sueño?”, él no habría respondido y de haberlo hecho diría que no hay sueño, no hay fantasmas, no hay apariencia. Lo cual no quita que yo salí en esa ocasión de su cuarto con una emoción que solo pude poner en palabras al releer la historia de Orestes, así como la cuenta Esquilo. La primera es cuando Casandra dice: nada se remedia con callar. La segunda es cuando Electra, refiriéndose a su propia madre, Clitemnestra, dice: me cerraba la puerta de mi propia casa, como a un perro. Si nada se remedia con callar, ¿cómo expresar algunas cosas? ¿Darles una expresión no fragmentaria y efímera? No hay modo. La única respuesta humana es la de Casandra, y no siempre. En cuanto a Gregor, no es que su madre sea una perra –quien haya sido su madre–, ni que las perras de su madre lo acosen, sino que él es como un perro sentado ante la puerta cerrada de su propia casa.

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Cuando le pregunté si no quería ver a Rosa masculló algo que no entendí pero que solo pude interpretar como culpa, vergüenza, o ambas. Laco quería que yo me lo llevara al hospital. Así me lo dijo. Lléveselo. Me habló de usted solo en esa ocasión. Cuando dije algo sobre la dificultad de diagnosticar su enfermedad, preguntó si no sería preferible el hospital psiquiátrico. Pareció darle calma la auto-reclusión de Gregor a su propia recámara, así como el hecho de que dejara de ser tema de plática entre los pensionistas o comensales. Al inicio, me preguntó seguido y de diversas maneras, sobre la posibilidad de que Gregor fuera tóxico. Quise entenderle. Volvió a plantear su inquietud: de que si lo de Gregor era contagioso. Lo consolé asegurándole todo lo contrario, aunque yo mismo no estaba seguro al respecto, y aún no lo estoy. Por momentos mis temores eran muy próximos a los del señor Samsa. A veces salía yo de la habitación de Gregor como quien huye, casi llevándome la mano a la nariz. ¿Qué le pasa? ¿Qué le ha sucedido a Gregor?, me preguntaba. ¿Cómo ubicar aquello en lo que había devenido Gregor?

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Él no era del todo responsable. Yo no lo acusaba de serlo. De hecho, no lo acusaba de nada; me era imposible formular o emitir un juicio. Posiblemente por eso aceptaba mis visitas. También, cabe pensar que él veía en mí algo que él había perdido. Algo que yo sabía que no le era ajeno hasta hacía poco. Podría decir: ¡Obvio, la cordura! Pero sería una respuesta fácil, si no cínica. Es verdad que había perdido por lo pronto la posibilidad de valerse por sí mismo, ¿y cómo saber por cuánto tiempo?

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Era una sensación rara. Él no decía nada, y no como quien se guarda los pensamientos, pero, a la vez, los dos estábamos acompañados de algo que no era propiamente ni de uno ni del otro, algo frente a lo cual no era posible estar, pero sin lo cual no nos hallaríamos en aquel silencio. ¿Incómodo? No. ¿Indiferente? Tampoco. Al menos no para mí. Sentía seguido que aquel a quien yo pretendía acompañar no estaba presente. Aquel hombre, disminuido en todos los sentidos pero, también, por lo mismo, alarmante, era una especie de sirviente, de criado (manservant) que ocupaba el sitio de su patrón, y lo hacía con la mayor economía posible aunque el beneficio no fuera evidente o, peor, lo hacía con el mínimo esfuerzo, la expresividad facial y corporal indispensable para no gastar un céntimo más de lo necesario, nada superfluo, el mayor empleo de los nutrientes y el metabolismo (para cambiar a un lenguaje más mío, médico y no financiero), pero sin aprovechamiento evidente o aparente. Era una especie de artista del hambre (vanishing act), cuyo arte es ayunar; a ese paso, el sirviente se iba a consumir del todo antes del arribo, o retorno, de su patrón (amo). La primera señal de este arribo es que platicarían entre los dos, y no sobre dónde estuvo cuando ausente sino de lo que traía de vuelta.

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Lo que parecía un repliegue era todo lo contrario a un repliegue. Sin desearlo lo visualicé sobre una de las planchas del quirófano. Estaba vivo, pero a penas. Sí pensé, aunque pareciera ilógico, que posiblemente lo que yo tenía frente a mí era una persona que hacía todo por sanarse, aunque ella misma no lo supiera. Dicho de otra manera: él estaba en lo recóndito, más que si se hubiese detenido para no moverse más, o solo lo indispensable, en alguna de las pensiones de las ciudades que frecuentaba como vendedor, ya que la Pensión Samsa le era ajena, siempre lo había sido.

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Testigo en cuanto a mi neutralidad, en cuanto a la capacidad suya de verme de modo objetivo (son suposiciones mías); no sentiría que yo lo mirara, midiera, con todo y ser médico; no sentiría que yo fuera a escandalizarme, a reclamarle algo, a exigirle… ¿no sé qué? ¿A que volviera en sí? De nueva cuenta, mi formación médica me ha acostumbrado a la posibilidad de que la gente no vuelva en sí. ¿Gregor, o lo que restaba de él, percibiría esto? Incluso decir, lo que restaba de él, ¿no es una apreciación médica, casi fisiológica? ¡Como si todo lo que no restaba de él fuera tan notable, tan valioso! Un vendedor de telas, soltero, que vive en el mismo cuarto de pensión casi desde que tiene memoria (no es lo mismo a decir en casa de sus papás), cuyos pasatiempos son alquilar un bote para remar, nadar en la escuela civil de natación sobre el Vltava, tomarse un refrigerio en el Café Arco los jueves por la tarde, casi siempre con los mismos conocidos, a menos de estar de viaje. Por otro lado, ¿en qué sentido no es notable lo anterior? ¿Pero quién soy yo para aquilatar el valor de una vida? Más si el único valor para un médico es ese, lo que conforma una vida, la salud, y no lo que acaba con ella. Aunque parezca extraño, el asunto del médico es la salud, no la enfermedad. Uno podría pensar lo contrario, habiendo sido yo su mejor amigo. ¿Pero lo era de aquel Gregor? ¿Podía acaso platicar con él sobre el viaje que realizamos él y yo a Bratislava en tren, con dos amigas mías enfermeras? ¿Sobre la discusión con los nacionalistas húngaros en el mísero Café Savoy el mes anterior? Y un largo etcétera. Así como él nunca habló de su inocencia, de su calidad de víctima, yo tampoco pretendí en ningún momento que lo fuera.

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  1. Apuntes del pasante en medicina y mejor amigo de Gregor Samsa


    Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.

Sobre el libro “Lealtad del fantasma” (2022), de Enrique Serna

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El espectro en el espejo: Lealtad del fantasma, de Enrique Serna

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Los siete cuentos de este último volumen (Alfaguara, 2022) de Enrique Serna se distinguen por los personajes, unos más estelares que otros, con psicologías complejas que caminan en el límite del quebrantamiento y algunos de ellos se sumergen sin reparos hasta lo más fondo de la piscina del crimen. Algunos personajes son redimidos en el trance tortuoso de la indecisión que mantiene en vilo al lector, imaginando a estos seres que como en todas las historias, deben tomar una decisión fundamental. Sus cuentos están afilados con la sonrisa incisiva del humor negro, poderoso pedernal para hacer cortes milimétricos como una forma sofisticada del “lingchi” o muerte por mil cortaduras de papel.

En el primer cuento, “El anillo maléfico”, un maestro de historia cae preso de las insinuaciones de una “Lolita” (Irene, 25 años más joven que él). El “profe” preparatoriano se debate entre traicionar a su mujer porque se siente preso en “la jaula de la monogamia” o estuprar a una chica donde “la voluptuosidad libraba cruentas batallas con la inocencia”. El personaje, con el apropiado nombre de “Fidel”, se ve inmiscuido en el chantaje de un alumno (David Gaxiola), que se ha dado cuenta del desliz del maestro con la alumna; posee un video para probar los escarceos. Como en una escena de la película American Beauty (1999), (esa fábula del aburrimiento en los suburbios), Fidel observa los contoneos pélvicos de la muchacha en una coreografía. Pero la historia tiene una inesperada vuelta de tuerca cuando aparece un novelista que interroga a su personaje como en aquella novela Niebla (1907), de Miguel de Unamuno; o como en Stanger than Fiction (2006), si se requiere de un ejemplo cinematográfico. El novelista le ofrece un catálogo de opciones para su personaje siempre y cuando no ponga en peligro la historia o parezca “una intriga de brocha gorda”. El narrador decide un peor infierno para el personaje y lo arroja al “décimo círculo del infierno, donde arden eternamente los arrepentidos de arrepentirse”. El narrador por medio del personaje novelista, como un titiritero mayor, le tiende un castigo mayúsculo por reprimir su deseo por Lolita. ¿Qué hubiera pasado si el personaje de Nabokov hubiera optado por el recato y la mojigatería? Este cuento se puede leer también como una poética de la cuentística serniana, dado que el autor deja entrever el cuidado psicológico que da a sus personajes para no sacrificar la verosimilitud de sus historias.

El cuento “La fe perdida” toma lugar en el “juego de la soga” racial en el contexto estadounidense. Elpidia está obsesionada con Melanie (de origen mexicano) y Sid Flannagan, dos personajes de la farándula que ella sigue enajenada por redes sociales en su celular. Elpidia reniega de su pasado mexicano, pero se indigna cuando ofenden su cultura. Elpidia, enceguecida por un insulto racial en contra de Melanie, toma una pistola para vengar a su ídolo y sigue al ofensor a un concierto donde lo ejecuta a balazos. Sin embargo, en un giro de tuerca, Melanie es acusada del crimen. Elpidia cae en cuenta que los verdaderos héroes que deberían seguir los reflectores son a su padre, que cruzó la frontera y trabajaba sin parar porque “había salido de pobre con unos huevotes de caballero águila”. Elpidia vence su enajenamiento cuando aniquila (literalmente) a su ídolo por quien existía vicariamente.

 

En “El paso de la muerte”, un amor platónico de la juventud tiene una segunda oportunidad. Elvira, la muchacha inalcanzable de la escuela ahora muestra interés en el despreciado muchacho, Samuel, hombre de fama que ella invita a una fiesta. Este cuento se concibe como la indecisión de un hombre pacato entre seguir en un matrimonio en ruinas o irse con su sueño nostálgico de la mujer ideal. Serna pone de manifiesto la tortura del personaje que se debate entre el “deber y el pecado”, agobiado por el sentimiento de culpa de abandonar a su hija Tania. Dice el personaje: “Cambié el amor seguro por el incierto, la tierra firme por el lomo de una yegua loca”. Serna es un experto en cruzar alambres del matrimonio común para cuestionar sus dogmas, el pedestal del “hombre de familia” y los barrotes invisibles de la “gran familia mexicana”. Se refiere así de su esposa Consuelo: “la carcelera que elegía sus corbatas, sus amistades, sus diversiones, al grado de impedirle cualquier decisión espontánea”. Samuel es un personaje atormentado por una moral despótica que no lo deja vivir con libertad y que arde en el fuego lento del remordimiento.

En “Paternidad responsable” destaca una pareja “prudente” de doctores en humanidades que navegan de muertito su relación y para darle resucitación artificial a su matrimonio adoptan a una mascota. Pero el perrito se convierte en la cuña de la discordia al confrontar distintas maneras de cuidar al animal, apodado Zeus. Pero la pareja decide quedarse unida por el bien de los sentimientos del perro que se estaba enfermando por las reyertas escandalosas de sus dueños. Ambos encuentran alternativas con otras personas a sus desfogues sexuales para cumplir con el adoptado perrhijo.

“El blanco advenimiento” escudriña del deterioro de Felipe, un gigoló obsesionado con su cuerpo esculpido de gimnasio que cuenta con un séquito de mujeres casadas con las que le pone el cuerno a su mujer. Pero el don Juan debe enfrentar los embates de su cuerpo en franco decaimiento y es sometido a una cistoscopía que sumó de último momento en una prostatoctomía, cuya secuela es eyaculación retrógrada y el subsecuente apaciguamiento de la líbido. Felipe se resigna al sexo conyugal con Rita, su mujer quince años menor que él y que sostiene también sus propias relaciones extramaritales. La vuelta de tuerca inesperada al final del cuento y la redención de la mujer que no resulta ser la chica resignada que pensaba Felipe recuerda a la novela de Serna El vendedor de silencio (2019), en tanto que las mujeres son de armas tomar (literalmente) y no corresponden con el estereotipo de la mujer abnegada que se muerde el rebozo ante el patriarca.

“Abuela en brama” es un cuento de largo aliento escrito desde la perspectiva de una mujer mayor que reactiva su sexualidad después de la muerte de su marido. Delfina Tamez, una mujer blanca, de clase alta, comerciante de 57 años, tiene un amor a destiempo con Efraín Pimentel, de 28, moreno y poeta. La novela es un estudio de la “lucha de clases” en su versión contemporánea de la guerra cultural mexicana de “fifís” contra “chairos” en el marco de la elección del presidente en turno. Serna lleva esa escisión político-cultural al cuadrilátero de una cama y pone a los amigos de ambos amantes a dialogar hasta los gritos sobre temas espinosos como la construcción del aeropuerto. Serna escribe: “Solo hay una aristrocracia verdadera: la de los buenos amantes”. El cuento es una válvula de escape para desazolvar las reyertas de ambos lados del espectro político e inspeccionar los modelos estereotípicos de estación. Efraín es visto como “un pandillero torvo de Ecatepec” y Delfina es vista como “abuela en brama, ruca padroteada, compradora de amor”. Sin embargo, el cuento deja a los dos personajes bien parados. Así como Delfina, al final del cuento, acude al psicólogo para drenar y entender sus sentimientos de rechazo de su clan que no le perdonan el desliz con un “chairo” el cuento sirve de catarsis para expresar en la ficción estigmas zahirientes que flotan en el pulso político actual.

“Lealtad del fantasma”, título homónimo del libro, juega con el tema borgiano del doble para explorar cómo los extremos se tocan. Jean-Marie es un drogadicto entregado a todos los placeres y tropelías que su dinero le permiten, pero su mundo se ve interferido por la aparición de un monje que atestigua su moral sentina y es el otro lado de la moneda: un monje consumido por imágenes de pecados astrosos. Jean-Marie es la pesadilla o el fantasma del monje trapense que intenta vencer los malos pensamientos. La estrategia de este cuento se puede remontar también al cuento “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar, el cruce de tiempos, la confusión de espacios. Este cuento contiene la clave que engarza los cuentos de este volumen y resumen las fuerzas que pugnan en casi todos los personajes: la lucha de un monje de clausura y un libertino a ultranza.

Serna encuentra la anécdota de sus cuentos detrás de las ventanas calmas y las puertas cerradas de la clase media y alta. Cuando empuja el picaporte de la alcoba, el lector advierte la jungla de las relaciones de pareja, los laberintos de emociones, arreglos silenciosos y extraños que sostienen el entramado psicológico que compone el enredijo de “la relación”. Serna urde cada uno de los hilos de esa maraña para presentarle al lector el universo descuadrado de las traiciones, indecisiones, arrepentimientos, enojos, sentimientos de culpa, micro-agresiones, “pactos de infelicidad”, canitas al aire, fajes pretéritos o imaginados y jadeos pasionales que enrarecen o componen las relaciones humanas. Como en el último cuento, el lector participa de esas tramas bien construidas, de personajes con psicologías congruentes con sus extrañas acciones. Esos personajes se presentan como la imagen de un espejo y cuestionan si acaso no somos nosotros el fantasma de ellos y les debemos guardar lealtad para que ambos sobrevivamos “como el hilacho de un viejo sueño cuando tu cuerpo se pudra bajo la tierra”.

Los cuentos de Serna se construyen en la impertérrita batalla del bien y el mal, una lucha moral que sucede en la arena mental de los personajes. “El anillo maléfico” (maestro seducido por la tentación), “La fé perdida” (fanática chicana desilusionada), “El paso de la muerte” (huir con el amor platónico de juventud), “Paternidad responsable” (pareja que se separa por bien del perrihijo), “El blanco advenimiento” (el deterioro de un Casanova), “Abuela en brama” (fifís vs chairos en la cama), “Lealtad del fantasma” (monje vs díscolo en el multiverso). Si el lector tuviese que visualizar los personajes de estos cuentos, sería recomendable recurrir a un cuadro del Bosco de un San Antonio agobiado por las tentaciones del mundo o como en Goethe, un Fausto visitado por Mefistófeles. Los dramas construidos por Serna están compuestos con diálogos creíbles que pueden remitir a su experiencia construyendo parlamentos para telenovelas. Cuando sus personajes salen a escena en sus cuentos (por así decirlo), se anticipa que el autor cuestionará sus mundos apacibles y los despojará de sus certezas hasta empujarlos al límite. Por ejemplo, su cuento más largo en este volumen, “Abuela en brama”, allí aparecen dos personajes opuestos que se convencen de haberse “emparejado en la cama”, pero en el laboratorio serniano se irán contrapunteando del odio al amor; al abrir el gran angular se advertirá el humor atractivo de poner a dos personajes supuestamente dispares en el espectro político y de clase, dispuestos a intercambiar fluidos y escupitajos, para dar cuenta al lector de la construcción de una división absurda y grotesca.


Martín Camps es profesor de la University of the Pacific en Stockton, California, donde es también Director de Estudios Latinoamericanos. Sus dos últimas ediciones de ensayos son La sonrisa afilada: Enrique Serna ante la crítica (UNAM, 2017) y Transpacific Literary and Cultural Connections: Latin American Influence over Asia (Palgrave, 2020). También ha publicado cinco libros de poesía, entre los que se encuentran Extinción de los atardeceres y Los días baldíos. También es autor de la novela Horas de oficina.

Don de la oblicuidad

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Don de la oblicuidad, de Julio Eutiquio Sarabia

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La última grata sorpresa que no puede ser ignorada, es el noveno libro de Julio Eutiquio Sarabia, titulado Don de la oblicuidad, publicado por Ediciones Monte Carmelo en 2022. Se trata de un poemario de cien páginas, dedicado a Raúl Dorra, con poemas de diferente índole. Una obra bien lograda que nos hace caminar en la oblicuidad de la vida, de la existencia, del día a día, de los sueños, de los temores, de todo aquello que encierra lo humano; cada poema es un texto fluido y el título muy sugerente, puede ser que la voz poética y el poeta de carne y hueso se camuflen en una sola misma voz para estar en todos lados y en ninguno.

 

En este poemario de treinta y seis poemas cada palabra es como la nota más sutil de una sinfonía. Libre de toda hojarasca. Fluido. Preciso. Su forma y composición se asemejan al más delicado aroma que verso tras verso maduran en la interioridad de aquel que esté atento a respirar los más fragantes perfumes.

Hay historias y símbolos teñidos de gris, pero muy encantadores como en Cartas desordenadas en la mesa, los versos son adecuados, despiertan diferentes emociones, sensaciones. Palabras que calman en sus inicios, pero de pronto confrontan. Como cuando alguna situación de la vida nos pone en nuestro lugar, a veces a la fuerza, a veces porque lo buscamos:

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…No se figuren un sueño en el abismo

ni conciban el descanso feliz en los sepulcros:

me reconforta Angélica Inés en el momento

que el facultativo estrecha mi mano

y confunde con haberes jugosos

para ultimar al Señor Cancer (11).

Todos los poemas de Sarabia tienen una característica, cada verso está bien elaborado. En esta propuesta se encuentran poemas extensos que, sin darnos cuenta, llegamos al final y queremos más, o dejan perplejo al lector; pero también, están los poemas cortos, delicados pero contundentes que despiertan toda cantidad de vibraciones, por ejemplo, La pregunta, un poema breve, con mucha fuerza:

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– ¿Está el barco en silencio todavía?

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Debe ser el ahogado quien pregunta

con el estupor súbito en los ojos

que ensalzan la fijeza.

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– ¿Cómo será la imagen de un barco que se hunde?

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Ya no eres el niño en la bahía

aunque después de la lluvia

aparezcas en la calle

con un barquito de papel en cada mano

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Tú sólo sigues hablando para oírte (29).

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En la oblicuidad del texto, el autor pone sobre la mesa una carta, to be, or not to be. Definitivamente, la potencia de Sarabia sitúa a todo lector exigente en su lugar. Elementos como la naturaleza, sus sutilezas requieren volver al texto más de una vez, intertextualidades elegantes, capturan el interés y atraen. También hay ironías como el título de la cuarta sección del libro, Partituras; allí hay poemas que se asemejan a una canción (lírica) como Imágenes truncadas que cuenta con las tradicionales cinco estrofas, pero el silabeo difiere con los acostumbrados: versos aconsonantados de entre nueve y catorce silabas. Sin lugar a duda, es algo muy bien pensado y bien logrado:

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Un extremo vigor en lengua mixta:
en las horas de luz, luz altiva para el caso,

un caprichoso juego de naipes y escaleras

avisa a los magos cuánta ilusión

es sólo recuerdo de la infancia;

pero en la noche de los pájaros que alteran sus sentidos,

el tren nocturno de Lisboa… (67).

Desde la primera sección hasta la quinta, cada poema se entreteje. Es un poemario revelador que sorprende, un libro ameno, una voz lírica, simbolismo y metáforas. La sorpresa de Sarabia es tan laudable que una reseña no es suficiente como tomar el libro en solitud y escuchar cada verso que el autor nos ha preparado.

 


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Luis Enrique Morales es un aforista, escritor y columnista nacido en Quetzaltenango, Guatemala, en 1989. Reside en Suecia desde el 2012. Estudió filosofía y pedagogía en la Universidad de Estocolmo, licenciándose en 2018. Ha hecho su debut con su libro: Aforismos y otras mentiras (2020) publicado por Simon Editor en Jönköping, Suecia. Seguido de Aforismos de noviembre (2021) por Editorial Rötter de Estocolmo. Actualmente es columnista en la revista gAZeta de Guatemala y está preparando algunas traducciones de la aforística clásica sueca.

El golpe maestro

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El golpe maestro

Richard, que pintaba bosques, seres celestiales, sílfides y escenas crepusculares, mató a su padre durante un paseo por el campo; a Francisco una enfermedad, nunca claramente diagnosticada, y de la que se sabe le producía un ruido constante en la cabeza que devino en sordera, trastocó su obra hasta alcanzar grados expresionistas no intuidos en sus pinturas anteriores; Vincent creó su cuadro-vorágine-oído interno La noche estrellada siete meses después de haberse cortado el lóbulo de su oreja izquierda, tras una supuesta riña con Paul Gauguin; Martín creó casi a escondidas durante 33 años en un manicomio y en papeles de desperdicio una obra de túneles, caballos, jinetes y vías ferroviarias, después de su llegada como migrante a un Estados Unidos en declive económico; en Leonora colapsaron las estructuras emocionales, en periodo de guerra, su estómago se convirtió en símil de una ciudad y posteriormente en cuadros que se antojan un montaje alquímico y mitológico de su pensamiento.

  Y en ese laberíntico itinerario, incluidos la alteración o intento de corrección a la casi siempre espantosa monotonía, y el empeño por abatir tales o cuáles circunstancias históricas o sociales dentro del perímetro de la existencia artística individual, ¿en qué momento fisiológico, o por cuál trastorno, aparte del mental, digamos, del hígado, o a partir de qué desarreglo, digamos, del sistema digestivo, naufraga la razón y surge victoriosa la locura?

  ¿Qué órgano interno del cuerpo humano participará preeminentemente en esa ciega elección de instantes que es a veces el arte?

  En agosto de 1843, el pintor inglés Richard Dadd asestó cuchilladas a su padre (hay quienes dicen que fueron hachazos). Pasó más de 40 años en manicomios. Saber que Dadd sufrió un desplome psíquico durante un viaje por el Nilo, en donde consumió opio a raudales y fue supuestamente obnubilado por el dios Osiris, no basta para adentrarse en la alucinante y orgásmica maraña visual de su obra mayor The Fairy Teller’s Master Stroke (El golpe maestro del narrador de cuentos de hadas), un hervidero de duendes, elfos, flores descomunales, ramajes. Acaso, más ilustrativo sería, sobre todo para los detractores del misterio en el arte, algún dato sobre el funcionamiento del laberinto de su oído, como en el caso de Francisco de Goya y Lucientes.

  Poco se sabrá de las diligencias o contenciones sexuales de Vincent van Gogh, en un estricto sentido de actividad genito-muscular, que hayan incidido en su decisión de obsequiar su lóbulo mutilado a una prostituta.

  Del mexicano Martín Ramírez lejos se está de indagar sus condiciones fisiológicas en el tiempo en que creó su obra, puesto que, casi de golpe, en los últimos años el mito ya acaparó su condición mental y social como explicaciones únicas de todo su tunelerío.

   Quizá la “locura” no pueda recordarse a sí misma, o mirarse de frente, como la muerte. Ni tampoco la mente sea solo el sitio desde donde brotan y se reparten dislocamientos y la realización de monstruosidades y prodigios artísticos. He sabido de un caso en que un golpe en una rodilla desató una gran habilidad escultórica.

   En Memorias de abajo, Leonora Carrington narra los casi seis meses que se le mantuvo confinada, en 1940, en una clínica en Santander. Bien conocidos son los “supuestos” motivos que sirven de simiente a su extravío o huida interior: la detención de su amante Max Ernst y el envío de éste a un campo de concentración. En marco de guerra europea que amenaza con expandirse hacia España, Leonora cree encontrar en ese país el territorio propicio para detener el avance nazi. Aquí la artista se convierte, en mente y cuerpo, en el único conducto posible de poner un cese a la guerra. Una trama muy propia en su cruce con mitos ancestrales o lo que podría ser una nightmare, vasta en horrores y sufrimiento psíquico y físico.

  A la trama de la mente, habría que agregar la propia del cuerpo, tan fascinante como la primera, aunque difícilmente se les pueda disociar. “Me pasé veinticuatro horas provocándome vómitos”, narra Leonora, y: “mi estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad”. Y más adelante: “En medio de la confusión política y un calor tórrido, tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo”. “La disentería que más tarde sufrí no fue otra cosa que la enfermedad de Madrid que tomaba forma en mi aparato intestinal.”

  No hay quizá en el ámbito del arte final más feliz de la locura que el ocurrido a Leonora Carrington, como no hay en su obra cuadro alguno que estampe de manera encarnada los horrores padecidos en ese periodo; hay, sí, reflejos de su imaginación cual sombras desprendibles.

  Nadie cuenta con suficiente memoria como para narrar su propia locura.

  Y el arte quizá sea una ciega elección de instantes de la mente y de la mano, o una expresión vidente de algún órgano interno.

"Todo México", óleo sobre tela, 200 x 150 cm
“Todo México”, óleo sobre tela, 200 x 150 cm
"Paisaje de San Fernando, Tamaulipas", óleo sobre madera, 110 x 264 cm.
“Paisaje de San Fernando, Tamaulipas”, óleo sobre madera, 110 x 264 cm.

La beneficencia social en la construcción de la feminidad colombiana 1919-1934

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La beneficencia social en la construcción de la feminidad colombiana 1919-1934

Giovana Suárez Ortiz

Universidad de San Buenaventura (Bogotá).

Resumen

A través del análisis de textos publicados en revistas, diarios locales y de circulación nacional en Colombia durante los años veinte del siglo pasado, este artículo muestra el modo en que se le asignó a las mujeres el espacio privado como único lugar de acción posible. A pesar de esa asignación y de su respectiva asociación con categorías como cuidadora-madre-virtuosa se muestra, también, que la aceptación por parte de las mujeres a tal confinamiento sirvió, paradójicamente, para que ellas llevaran a cabo acciones concretas (resistencias activas) en el espacio público.

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Palabras clave: mujeres, años veinte, beneficencia social, ascética femenina.

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Abstract

Through the analysis of texts in both locally and nationally published magazines and newspapers during the 1920s in Colombia, this article shows how women were assigned the private sphere as their only possible space of action. Despite this imposition and the correspondent models of conduct that came with this —as care-givers, mothers and virtuous, Mary-like women—, the acceptance of this reclusion to the private sphere by Colombian women paradoxically served them to carry out concrete actions (active resistances) within the public spheres.

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Keywords: women, 1920s, social welfare, asceticism of femininity.

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[…] las mujeres supieron apoderarse

de los espacios que se les dejaba o se les confiaba,

y desarrollar su influencia hasta

las puertas mismas del poder

(Perrot 1993).

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Introducción

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Uno de los debates contemporáneos en torno a las relaciones de género es la oposición público/privado. Esta oposición debe entenderse en el marco de la discusión acerca de la correspondencia o no de cada una de sus partes con la dicotomía de géneros hombre/mujer. A pesar de que había una esencialización del discurso sobre las mujeres que las confinaba a lugares considerados “privados” como el hogar, en los años veinte del siglo XX las mujeres colombianas transitaron de la esfera privada hacia la esfera pública para intervenir en la producción de conocimiento (un conocimiento en torno a la pobreza y a la salud, en el que ellas asumieron el papel de “misioneras sociales”) y extendieron su campo de acción más allá de las paredes de sus casas al asumir la misión de evangelizar, higienizar y disciplinar a las familias. Desde fuentes escritas para y por las mujeres colombianas durante el periodo de 1919-1934 este escrito muestra que la beneficencia social en Colombia fue la condición necesaria para que algunas mujeres definieran su lugar en el espacio privado y transitaran de allí al espacio público, todo ello a la luz de las siguientes preguntas: ¿cómo se construyó el modo de ser mujeres cuidadoras-madres-virtuosas dentro del discurso de la beneficencia social en Colombia? ¿Por qué el lugar de las mujeres en la beneficencia social fue la condición de posibilidad para que ellas transitaran entre lo público y lo privado?

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1.I. Las Benefactoras: caridad y no filantropía

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El 15 de mayo de 1891 el papa León XIII informó sobre la situación de las clases trabajadoras en el mundo a través de la encíclica Rerum Novarum: “[…] la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda (XIII 1891)”. La Rerum Novarum afirmaba que los socialistas fomentaban el odio entre las clases menos favorecidas y la clase capitalista, y que el resultado de ese odio era el exterminio de la propiedad privada y la violencia excesiva contra los poseedores de bienes (XIII 1891); así, además de oponerse al socialismo apoyaba la propiedad privada. Como contracara de este rechazo y de la evidente consolidación de la fuerza obrera, León XIII comprometió a la Iglesia con el apoyo a los obreros para que fundaran organizaciones conjuntas con el fin de reclamar unas condiciones laborales y salariales dignas, y frenar la consolidación de grupos obreros que estuvieran en contra de sus patronos.

Esta preocupación del mundo católico no era nueva: a mediados del siglo XIX habían surgido iniciativas católicas para este fin, como la Acción Católica Social,[1] asociación de laicos fundada en Europa, que a pesar de los esfuerzos que el mismo León XIII, hizo para integrar asociaciones de este tipo desde 1882 con su encíclica sobre la situación española Cum Multa,[2] carecía de unidad institucional. Para mostrar su compromiso con la fuerza obrera en el mundo y combatir la influencia del socialismo en Latinoamérica la Iglesia católica envía a Colombia en 1910 al padre jesuita José María Campoamor,[3] quien no tardó en darse cuenta, de que el catolicismo no debía preocuparse por la influencia del socialismo en Colombia, al menos en el caso de Bogotá, debido a que la escasa industrialización hacía que el sector obrero fuera aún pequeño, todavía lejos de las formas de organización que alcanzarían en los años veinte (Botero Londoño y Alberto 1994, 14). En lugar de asociaciones obreras, el grueso de la población productiva era artesana.[4]

A la llegada de Campoamor a Colombia ya existían instituciones de beneficencia que ayudaban a la población empobrecida de algunas de las grandes urbes, pero no se habían instituido aún asociaciones de Acción Católica en Bogotá.[5] En aquel entonces en Colombia la beneficencia se practicaba de dos modos distintos: caridad y filantropía. De un lado, estaban Las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul,[6] en su mayoría extranjeras, que hicieron honor a su nombre a través de una actividad anónima y directa de ayuda a las personas empobrecidas en nombre de la Iglesia. De otro lado, se encontraban los hombres ilustres de la Asociación de San Vicente de Paúl; ellos practicaron la beneficencia a través de la filantropía, actividad de “personas que daban dinero o algún tipo de ayuda para el socorro de los necesitados, pero sin que esa ayuda diese lugar a ninguna participación directa de las actividades que económicamente se apoyaban” (Castro, 2007, pág. 159).[7]

Los miembros de la Asociación de San Vicente de Paúl acogieron a Campoamor, quien no tenía intenciones de convertirse en filántropo. Su interés estaba centrado en solidificar la caridad. Su tarea, conforme a su condición de miembro de la Iglesia católica, consistió en ayudar a las personas empobrecidas, en ser director espiritual de los feligreses y en ofrecerles dirección moral.

De acuerdo con estos objetivos, Campoamor fundó en 1913 el Círculo de Obreros y, en 1915, su filial femenina Las Marías; dos instituciones que tuvieron como finalidad mejorar las condiciones de vida de la clase obrera de las ciudades (especialmente en Bogotá) —Círculo de Obreros— y ayudar a las niñas huérfanas y empobrecidas que llegaban del campo a la ciudad —Las Marías—. En síntesis, ambas instituciones promovieron un modelo de vida acorde con el cristianismo que consistió tanto en la promoción de una vida donde no hubiera lugar para los vicios y las malas costumbres, como en la adquisición de buenos hábitos de higiene, de ahorro y de fidelidad religiosa (Londoño y Restrepo 1995, 15-16). Tanto Las Marías como el Círculo de Obreros ofrecieron un trato especial a las mujeres para, entre otras razones, salvaguardar la virtud femenina e instruir y apoyar a aquellas que no tenían a quien acudir (De Zuleta 1996, 423).

El interés de Campoamor por la caridad y no por la filantropía puede explicar por qué la mayoría de los recursos con los que se financiaron estas fundaciones salieron de las apreciables donaciones de 97 mujeres acomodadas que posteriormente fueron conocidas como las Benefactoras.[8] María Teresa Vargas[9] y la señora Julia Restrepo de Ortiz, iniciaron las donaciones[10] con las que Campoamor fundó parte de la obra con los obreros y niños empobrecidos de la capital colombiana. Cuenta el sacerdote jesuita Manuel Briceño que —Julia Restrepo de Ortiz—, al ver a Campoamor recorrer las calles le dijo “Padre, su Reverencia necesita alimentar a estos niños, y yo deseo secundar en cuanto pueda el bien que está haciendo” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 25). Estas mujeres hicieron caridad no solo con su dinero, sino con su tiempo y ello, como se verá, en el marco de la iteración del discurso mariano.

El mencionado discurso, el marianismo, debe entenderse como una forma de constitución de la subjetividad femenina en la segunda década de la Colombia del siglo pasado. Constitución de subjetividad, o mejor, un modo de elaborar y construir un cuerpo femenino, no solo dependiente de unas creencias concretas sobre lo que era ser mujer, sino de la promoción de las mismas en discursos de diverso orden que podían salir del púlpito, de la escuela, de la familia, entre otros espacios sociales; un discurso que tuvo como modelo de mujer a la virgen María, y que como se muestra a continuación sirvió de guía a las Benefactoras.

Estas mujeres que ayudaron a Campoamor tuvieron tareas concretas asociadas con el cuidado,[11] tanto en el Círculo de Obreros como en Las Marías. La extensión de esta actividad fue la educación pues no en pocas ocasiones dictaron clases en las instituciones nombradas, como lo testimonia el relato de una integrante de Las Marías:

Yo tengo por ahí un retrato de todas: de la señora Sofía, la señora Amalia, la señora Nina que había sido la hija del presidente Reyes y todas fueron colaboradoras de aquí. Y las hijas también. Había una hija muy querida de la señora Sofía. Y ella daba clases de religión. Y en casa María Teresa había muchas profesoras, otras de sociedad, otras enseñaban modistería (Londoño y Restrepo 1995, 87).

Las Benefactoras no solo promovieron la formación y el desarrollo de las capacidades intelectuales, morales y afectivas; su actividad docente se extendió a las labores manuales y, como si fuera poco, llevaron a cabo labores administrativas[12] que iban desde la contabilidad[13] hasta la redacción de informes. Paralelamente a la beneficencia y en general a esas actividades del cuidado que llevaban a cabo en Las Marías, el grupo de las Benefactoras, dio visibilidad a su trabajo a través de artículos publicados en diferentes medios de la época. Estos llegaron incluso a tomar la forma de libros que se publicarían años más tarde contando la experiencia del trabajo en Las Marías, El padre Campoamor y su obra el Círculo de obreros de María Casas Fajardo es uno de estos.

En lo que sigue, las diversas fuentes que nos dan acceso a la labor de las Benefactoras, además de los documentos que ellas mismas produjeron, servirá para mostrar cómo algunas mujeres de la clase social alta colombiana ayudaron a difundir unos modos de ser mujer a partir de principios promovidos por el catolicismo —marianismo— y gracias al soporte institucional de la Iglesia. El análisis también visibilizará que sus acciones posibilitaron que ellas transitaran del espacio privado al espacio público.

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2.II. Ser mujer: más allá de las clases sociales

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Este escenario nos muestra a mujeres diferenciadas por su condición económica: las mujeres de clase social alta, entre las que se cuenta el grupo de las Benefactoras, y algunas mujeres empobrecidas que llegaron a instituciones como Las Marías. Estas últimas, además de alojamiento y comida, recibían instrucción religiosa, moral e intelectual y fuentes de empleo. No obstante, ambos tipos de mujeres compartían la imposibilidad de alcanzar una formación superior,[14] o de desempeñar una función diferente a la hogareña, su función social y política estaba clara: el cuidado de la casa y los hijos.

Estos elementos definitorios de su condición de mujeres se convirtieron en la vía de acceso a la vida fuera del hogar. Por ejemplo, ya para 1933 aparece en Civilización revista de ideas y de cultura[15] el artículo “La misión de la mujer moderna”, allí se nombra a la señora Carmen Archila “dama bogotana” como la mujer moderna colombiana por excelencia, una mujer que cumple con su “deber caritativo”. Enfermera graduada de la Cruz Roja Nacional y administradora de la Gota de Leche, designada por la sección de Protección Infantil del Departamento de Higiene. Sin embargo, este acceso a lo público había empezado a conquistarse tiempo atrás, cuando mujeres privilegiadas encontraron en la ayuda a personas empobrecidas una vía de acceso a otros mundos. Esta salida no es el efecto de confrontar su rol tradicional; todo lo contrario, como lo recuerda Ruskin: “En la filantropía, gestión privada de lo social, las mujeres ocupan un sitio privilegiado; “El Ángel de la casa” es también “la buena mujer que redime a los caídos”, esta actividad es una extensión de las tareas domésticas” (Perrot 1993, 462).

Parte de las restricciones sufridas por las mujeres estaba asociada con el modo en que se las encasillaba en su condición de cuidadoras. El Senador colombiano Arturo Hernández en una presentación en contra del proyecto de Ley “Fernández de Soto sobre los derechos de la mujer”, además de dar razones mostrando que las obligaciones de las mujeres estaban limitadas al hogar, puso sobre ellas todo el peso del buen funcionamiento de éste: “Y si durante la vida conyugal se llega a procedimientos diferentes de los que indican armonía y la buena marcha de los hogares, es culpa de la misma mujer que no tuvo el talento y el tacto para escoger un marido” (El proyecto sobre derecho de la mujer fracasó ayer en el Senado de manera oprobiosa. Hoy será la clausura del Senado. Los senadores Barberi y Arturo Hernández atacarón el proyecto con las razones más estrafalarias. Se desintegró el quorum 1928, 2).

El Vaticano hacía lo propio en relación con la limitación de las actividades de las mujeres y su naturalización en el hogar: “[…] hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la prosperidad de la familia” (XIII 1891, 31). Asociada con el Estado, la Iglesia reforzó este modo de ser mujeres: los feligreses no solo recibieron la difusión de estos modos de ser a través de los diarios religiosos locales, revistas y diarios no religiosos de circulación nacional, sino también a través del culto.

La educación que recibían las mujeres tanto en sus casas como en los limitados espacios de formación donde tenían acceso, fue otro medio de difusión de la imagen de mujer cuidadora; una educación con un importante componente religioso. Luego de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), se emitieron en Colombia una serie de leyes que tenían el fin de organizar la administración pública en el país. Dentro de esas leyes está la ley 39 de 1903 reglamentada por el decreto 491 de 1904, la cual estipulaba que la educación en el país debía estar regida por los cánones de la religión católica y que la educación primaria debería ser gratuita pero no obligatoria. El artículo 12 de la constitución nacional de entonces lo confirma (promulgada en 1886 e inmediatamente seguida de la firma de un Concordato):

[…] la educación e instrucción pública en universidades, colegios y escuelas deberá organizarse y dirigirse en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica. En esos centros será obligatoria la enseñanza religiosa y la observancia de las correspondientes prácticas piadosas. […] el artículo 3 otorga a los obispos el derecho a inspeccionar y elegir los textos de religión y moral. (González González 1939).

El púlpito y la legislación no fueron los únicos medios para promover la figura de la mujer en el hogar, publicaciones hechas por mujeres como el Tratado sobre economía doméstica para el uso de las madres de familia i de las amas de casa de María Josefa Acevedo de Gómez contribuyeron también. En el capítulo I titulado “de la economía del tiempo” se afirma:

Las mujeres para quienes escribo, tienen el deber de oír la misa en el templo más inmediato, de enseñar a los suyos la religión del Evangelio, de presidir las oraciones diarias con que una familia cristiana debe comenzar y concluir el día, de confesarse y comulgar cuando lo manda la iglesia, y de consagrarse de resto al exacto cumplimiento de los deberes de su estado (Acevedo de Gómez 1848, 10).

Como si no fuera suficiente, en la publicidad de la época o en las secciones de la prensa dirigidas al público femenino se encuentran imágenes de mujeres dándole de comer a sus bebes, o frases como: “¡Cuanto agrada la joven siempre que posea el carácter dulce y mortificado! Es el mejor adorno, la más grande, más sublime, la más bella prenda a que podemos aspirar” (Treelles 1931, 803), “Ensalzad un poco la virtud, la maternidad, los deberes de la mujer. Tal vez de tanto machacar sobre estos puntos se logre persuadir a las cabezas de pájaro de las señoritas de hoy” (Miau 1932, 930). No es extraño que un artículo de la revista Hogar muestre la fuerte influencia del discurso católico en las publicaciones de circulación nacional dirigidas al público femenino. En otro artículo del 14 de febrero de 1926 titulado “La caridad”, de la sección “La educación de los hijos” en la misma revista Hogar, Madame Daudet dice que la caridad es una actitud constitutiva de la mujer: Actitud que “[…] como la religión; no es un conocimiento aparte, no se hace una hora de caridad semanal, ni aun cinco minutos diarios, es necesario que en toda oración se manifieste, ya en la actitud generosa, ya en un ligero sacrificio […] en un silencio” (Daudet 1926, 2). Las mujeres desde el hogar, en sus espacios propios deben no solo impartir la caridad con el ejercicio constante y cotidiano, como lo expresa la autora del artículo citado, si no, hacer de esta un aprendizaje que los hijos deben recibir de ella:

[…] Una jovencita de quince o dieciséis años, puede y debe acompañar a su madre, en sus visitas a los pobres. Debe ver por sus propios ojos la desnudez de ciertos hogares, darse cuenta de la miseria increíble de los desheredados de la suerte, ponerse en contacto con las penas y los sacrificios de los demás, a fin de llegar a ser más compasiva, más indulgente, más generosa (Daudet 1926, 2).

Son incontables los ejemplos que muestran la imagen de las mujeres atadas a lo doméstico que circula uniformemente por ámbitos tan disímiles como las instituciones del Estado, la Iglesia, los medios impresos y los centros de enseñanza y el hogar. No parece difícil probar que la figura de la mujer cuidadora llegaba a manos de las mujeres. Ir a misa era una práctica ampliamente extendida, la enseñanza, poca o mucha, igualmente fue recibida por las mujeres, bien por educación formal, bien por los centros de beneficencia. Además, al menos en lo que se refiere a artículos como el citado, se evidencia a qué público van dirigidos: a las mujeres de la clase alta colombiana. No solo por la referencia de la visita a las personas empobrecidas sino también porque en esas revistas se ofrecen productos de consumo exclusivo, se promociona la ropa que se debe usar según la estación del año, se invita a que ellas tomen clases de conducción[16] en las secciones publicitarias. La recurrencia al tema de la generosidad de las mujeres en la educación como medio para ser una persona misericordiosa, y sus actividades en el hogar como su único lugar posible de accionar, afianzó los modos de ser caritativa. La conjunción de espacios consolidó una imagen de mujer cuidadora asociada a la caridad, al hogar, a sus hijos y a su marido. Las mujeres que esperaba tener el país, como apareció citado en el artículo “El civismo en la mujer” de la Revista Femenina de Barranquilla:

La mujer como madre, es la llamada a inculcar en el corazón de sus hijos el amor por la patria, el respeto que deben todos en todos los actos cívicos, el valor por su defensa. […] es deber de la madre enseñar a balbucear la oración cotidiana para pedir a Dios el pan de cada día y también añadirá alguna jaculatoria como esta: “Amo a mi patria”, “Dios mío protege a Colombia (X 1931, 873).

No parece probable en cambio que ese tipo de textos llegaran a las mujeres empobrecidas, o al menos no como un objeto de consumo directo. Los salarios de las mujeres que habían ingresado al mundo laboral en el periodo del que se está hablando eran bajos y, es evidente que dichas promociones no iban dirigidas a ellas. Además, el promedio de salario para los obreros en la industria en 1920, apenas alcanzaba la suma de $1,25 (el día) en el sector urbano y $1.16 en el sector agrícola.[17] Y dado que muchas de las protestas femeninas en el mundo fabril a comienzos de los años veinte se debieron, por lo general, a que ganaban menos que los hombres, se puede inferir que los costos de las revistas dirigidas al público femenino, como los periódicos con secciones para las mujeres —Cromos de 1920-1930 $0,15 centavos, El Espectador en 1924 $5 centavos, Letras y Encajes en 1932 $0,20— podían resultar excesivos (Vega Cantor 2004, 16).

A pesar de ello, basta recordar el lugar que el Estado le dio a la Iglesia tanto en el orden escolar como en la orientación de la moral ciudadana. De este modo, el Estado se convirtió en uno de los garantes de la difusión de la imagen de la mujer cuidadora, y tal imagen no tuvo problemas para aparecer con regularidad en los diarios y/o revistas de circulación nacional[18] .

Toda la información que recibían las mujeres acomodadas por revistas y otros medios era transmitida a muchas mujeres empobrecidas a través de las “visitas domiciliarias”, una de las formas en que se encarnó la caridad en Colombia: “atención directa, cuyo objetivo era conocer la situación real de una familia específica, para poder de esta forma determinar de la manera más exacta posible sus necesidades y el tipo de asistencia que se debía brindar” (Castro C 2009, 243). En el caso de las Benefactoras, apoyadas por Campoamor, se afianzó el discurso de cuidadora-madre-virtuosa por medio de aquellas visitas: “Su Reverencia [el Padre Campoamor] había insinuado a algunas de ellas cómo convenía visitar a las familias de los niños y enterarse de las necesidades morales. Las señoras podían penetrar hasta donde no es posible que pueda llegar un sacerdote (Casas Fajardo 1995, 50).

A pesar de sus disimiles lugares sociales, las Benefactoras y las mujeres beneficiadas —en adelante Las Marías— tuvieron acceso a un mismo discurso: la mujer cuidadora. Como se evidenció —en las citas de los periódicos, revistas, proyectos de ley, etc.— ser cuidadora se cultivó y se difundió como modelo. La fijación en temas en torno a lo doméstico, a la organización del hogar, la caridad y el cuidado de los otros estaba más allá de las clases sociales.

De allí que resulte razonable afirmar que a las mujeres, sin importar su clase social, se les pidió que desarrollaran valores como la caridad, el sacrificio, la castidad, el decoro femenino entre otros. Y más allá de todo eso, se exigió a las mujeres que ellas misma fueran las que se regularan para alcanzar esos valores. Las mujeres quedaban, así, como las responsables de hacer de sí mismas “unas buenas mujeres”, “unas buenas cristianas” y, por ende, unas buena marianas. Por eso, aunque la clase social a la que se pertenecía determinaba el acceso a los discursos sobre “cómo ser mujer”, estos, más allá de las clases se condensaban en una ascética de la feminidad: el discurso de mujer casta, obediente, humilde, piadosa y caritativa transcendió las clases para encontrar diferentes formas de aceptación entre buena parte de las mujeres colombianas. Así, el marianismo como una matriz transclasista[19] reducía a las mujeres al papel de cuidadoras-madres-virtuosas.

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3.III. La ascética femenina

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El reglamento de la comunidad semiconventual Las Marías, titulado “Nuestro modo de ser”, es un buen ejemplo de esta ascética femenina que definió los modos de ser de las mujeres en Colombia durante los años veinte. El reglamento es más que una lista de las acciones que se pueden o no se pueden hacer. El título evidencia que las mujeres de Las Marías tenían que alcanzar una condición concreta. La cual queda definida en los 21 puntos del reglamento organizados en 8 grupos. Exceptuando el primero y el último de estos grupos, ellos se redactaron en conformidad con las llamadas virtudes femeninas, las cuales definirían la “naturaleza” de Las Marías.[20] Una naturaleza que estaba sustentada en las virtudes marianas: las mujeres que ingresaban a esta fundación debían ser discretas, calladas y respetuosas, pero, sobre todo, íntegras y católicas.

El segundo grupo del reglamento (Pobreza), cuando se ocupa del trabajo en lugar de hablar de las actividades que realizan las miembros de esta organización resalta la pobreza de las obreras y subraya la importancia de un tipo definido de apariencia, en concreto del vestido, que debe mostrar su función y señalar que son trabajadoras, sin excesos de adornos, pues “[…] no sólo consume(n) la riqueza, aparta(n) el corazón de la vida cristiana y modesta” (Restrepo Mejía 1914, 86). Reforzando lo anterior el reglamento continua afirmando: […] nos gloriamos del honrado trabajo, y así lo manifestamos en nuestro vestido, que ha de tener las características de la clase obrera, realzados por el aseo, la modestia, y el perfecto arreglo sin admitir ni conatos de vanidad o lujos (Londoño y Restrepo 1995, 34).

No es el recato lo que importa señalar acá, sino el énfasis en el vestuario. María Betulia recuerda que a Campoamor no le gustaba que las mujeres usaran escotes: “Eso que le viera a uno una manga corta, mejor dicho, la manga corta no se usaba […] nada de escotes. Eso tenía uno que usar los vestidos largos” (Londoño y Restrepo 1995, 95). Hay versiones correspondientes de esta asociación del vestido y la correcta forma de ser mujer dirigidas a mujeres de la clase alta. Buena parte de las revistas consultadas[21] cuentan con una sección de moda, en la que se hace referencia al papel del vestido en la construcción de lo femenino. La Revista Hogar de 1926 en su sección “La mujer y la moda” dice:

Toda mujer que sigue las indicaciones de su modisto, viste con elegancia; la que se guía por su sola inspiración, suele equivocarse lamentablemente. […] guardando la diferencia, el modisto puede compararse al doctor que, conociendo nuestra naturaleza, ordena el régimen a seguir para conservar y lucir con todo su esplendor su belleza (Claire 1926, 10).

La comparación entre el modisto y el médico indica la importancia que se le otorga al vestuario de la mujer. Ella requiere orientación al respecto y el modisto es la persona capacitada para dar las repuestas acertadas y rápidas a los problemas de la apariencia, él trabaja con cuerpos, esculpe la forma adecuada de estos a través de la ropa. Esta preocupación por el vestuario elevada a una condición definitoria del ser mujer como parte de la ascética femenina, no se limita a una cuestión de clase social. Caso concreto de esto, aunque de signo contrario, es el artículo “La ropa interior” de 1926: “La mujer elegante cuida principalmente su ropa interior; muchas veces poseerá vestidos sencillísimos, y, no obstante, su feminidad se impondrá gracias al lujoso tocador” (La ropa interior. 1926, 9).

Podrían seguirse listando citas de este tipo,[22] que coinciden en afirmar la importancia que se le da al trabajo que la mujer hace a diario en la selección y porte de su vestuario. Y si bien este tema de la moda está atravesado por una cuestión de clase social —como puede verse en las citas, el valor que se le otorga al vestuario es diferente según el sector social al que se dirija el comentario—, usar el vestido como preocupación definitoria de la mujer es común a todas ellas. En el Obrero católico una autora, describiendo “Las jóvenes que hoy hacen falta”, asegura que: “Necesitamos jóvenes cuyo ideal no sea arrastrar por las calles la cola del vestido o mostrar impúdicas desnudeces […] Jóvenes que vistan con elegante decencia y repudien las modas necias y grotescas. Necesitamos jóvenes bondadosas, afables, […] puras y modestas […]” (Marden 1932, 4).

Hay una necesidad de promover un comportamiento pudoroso y recatado en el vestuario, se les pide a las mujeres que no usen ropa sensual y provocativa. La cita evidencia cómo el vestuario es la expresión de las mujeres en la sociedad colombiana de los años veinte, “connota el lugar que ocupan los sujetos en una cultura, si entendemos la cultura como la serie de aquellos códigos o sistemas de significación, entre los que se encuentra el vestido” (Rendón Domínguez 2004, 103). También en torno al vestido, el punto 10 del reglamento (del grupo Castidad) se ocupa de la moderación que deben tener Las Marías a la hora de vestir: […] conservamos la castidad con nuestro recato, y con la modestia de nuestro vestido, desconfiando de nosotras mismas para evitar todas las ocasiones y peligros, y confiando en la gracia de Dios que no nos ha de faltar […] (Londoño y Restrepo 1995, 34-35).

Estas citas muestran que ser recatada es la condición suficiente para conservar la castidad y que las condiciones necesarias de esa castidad son ser modestas a la hora de vestir; sin embargo, de esta acción (que es ejecutada por un ser humano) hay que desconfiar y solo dios puede iluminar a las mujeres que desconfíen de sus acciones. A través de los discursos de aquella época la castidad buscaba promover entre las mujeres una idea que se describe bien en la revista Civilización, cuando en la sección Temas femeninos a cargo de Doña Julia Amador de Castillo, se advierte que:

[…] el noviazgo es el enemigo del amor, porque estraga el corazón en juegos vanos, en disipaciones malsanas, y le imposibilita para la verdadera condición de la suerte. “Vírgenes, guardad cuidadosamente nuestro primer amor para vuestro primer marido.” Yo me permito cambiar un poco de fórmula, y os digo: “No tengáis novio nunca, hasta que estéis seguras de estar verdaderamente enamoradas y en cuanto estéis seguras de vuestro amor casaos con él (Martínez Sierra 1931, 27).

De nuevo, al igual que en el reglamento de Las Marías, la tarea recae sobre las mujeres. Ellas, al igual que cuando eligen el vestuario, deben velar por su virtud, buscar lo que les conviene y decidir el momento propicio, pero siempre en el marco de unas virtudes previamente definidas.

Esta exigencia de autocontrol se repite, aun cuando sus capacidades son desbordadas debido a su “imperfección” constitutiva. En el punto 18 (del grupo Piedad) se observa cómo la tarea vuelve a ser de las mujeres: “Si hemos de vencer nuestra debilidad, necesitamos del auxilio de Dios, que lo hemos de conseguir por la oración y por la frecuente recepción de los sacramentos” (Casas Fajardo 1995, 35). La piedad tiene una cara positiva, es decir, es una virtud activa de la ascética femenina. Ello debido a que las mujeres, gracias a esta virtud, pueden adquirir lo que les falta, pueden superar sus carencias, pero todo en el marco del catolicismo. Y si la piedad alberga una ambigüedad entre la incapacidad natural de las mujeres y las actividades que estas pueden llevar a cabo para alcanzar su naturaleza, mucho más presente está dicha ambigüedad en el caso de la mansedumbre y de la humildad. Sobre la primera, el punto 19 del reglamento de Las Marías dice:

[…] fomentar la mansedumbre de corazón que nos enseña Jesucristo, y que se manifiesta en la cortesanía, en esa bondad y dulzura tan contraria a la volubilidad de nuestro genio, y a ese mal humor más o menos acentuado que es tan común en el género humano […] Más moscas se casan con una gota de miel que con una vasija de vinagre (Casas Fajardo 1995, 36).

Mientras que en el punto 20, a propósito de la humildad, se afirma: “[…] Si nuestro corazón está enseñoreado por la vanidad y por la soberbia, cegamos, y nunca salimos de nuestra pequeñez y miseria; pero si hay en nosotras humildad, miraremos como un beneficio de Dios que nos adviertan nuestros defectos” (Casas Fajardo 1995, 36). Si bien es cierto que la palabra mansedumbre implica un grado de pasividad, no es menos cierto que en la cita se les pide a las mujeres fomentar una actitud que contradice no solo su “temperamento propio” si no la tendencia humana a la irascibilidad. La ascética femenina se confirma también desde el punto de vista de la mansedumbre, debido a que para ser mansa algo tienen que vencer las mujeres sobre sí mismas. Por su parte, en lo que se refiere a la humildad, y de nuevo en torno al tema de la apariencia física un texto publicado en el diario El amigo del pueblo del departamento del Huila el 17 de julio de 1932 dice:

Es fea cuando habla demasiado. Fea cuando ríe por ostentación. Más fea cuando se ocupa de asuntos políticos. Muchísimo más fea cuando se ocupa de criticar las vidas ajenas. Horrible cuando en la calle no observa la modestia que debe darle realce a su dignidad. Más horrible, cuando es presuntuosa y está creída que ella vale más que las demás. Espantable cuando descuida sus quehaceres domésticos para cuidar como de un ídolo, su belleza, sin acordarse de que la vida es un sueño y un apostolado (Cuando una mujer es fea 1932, 2).

Aquí la humildad les recuerda a las mujeres no descuidar sus tareas más propias (las que tienen que hacerse en el hogar) por ocuparse excesivamente de su belleza o, peor aún, asuntos que no le competen. Como lo dice el reglamento de Las Marías, la humildad consiste en saber escuchar lo que otros tienen que decir sobre la conducta propia. La ascética femenina les hablaba a mujeres sin distinción de clase social; las virtudes exigidas a las mujeres aparecen tanto en el reglamento de Las Marías como en las revistas de moda. Ese modo de ser mujer implicó, por un lado, que ellas tuvieran la fuerza para construirse por sí mismas bajo el ideal de mujer que se promovía, pero, por otro lado, dicho ideal no les daba más opciones que ser mujeres casadas.

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4.IV. Sobre el matrimonio

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Ser mujeres casadas. Hacia allí apuntaba la ascética femenina y, a pesar de que hay cierto grado de actividad de las mujeres para alcanzar el ideal propuesto, pues sin obtener la fuerza suficiente ellas no llegarían a tener control sobre su vida, todos los esfuerzos se limitaban a la búsqueda y conservación de un marido. En este punto coinciden incluso los intelectuales. En 1920 en los debates sobre “Los problemas de la raza en Colombia”,[23] se insistió en la necesidad del matrimonio femenino, no solamente como una cuestión relevante para cada mujer, sino ya como un problema social de amplio margen:

Quizás en un vicio educativo resida también nuestra poca nupcialidad. Acostumbrados como estamos a hacer de la mujer el blanco y el juguete de nuestros instintos sexuales, cada uno procura su perdición sin medir sus consecuencias. Sin ley ni instituciones de índole moral que la protejan, la mujer no tiene entre nosotros más defensa que su mismo hogar. Faltando éste, el medio ambiente que la rodea constituye un peligro (Muñoz Rojas 2011, 250).

El medio y estar sola constituían un riesgo, por eso las mujeres debían hacerse lo suficientemente fuertes para evitar sucumbir ante los peligros a los que se exponían fuera de casa. Peligros que menguaban con el matrimonio, institución que les brindaba un refugio y un respaldo. Pero ¿qué pasaba con aquellas que no podían casarse, que eran demasiado pobres para esperar por la llegada de un buen hombre, para mantenerse a sí mismas, para fortalecerse en las virtudes cristianas, para procurar mínimamente conservar su belleza? ¿No sería el medio demasiado hostil para ellas, no estarían condenadas por la precariedad de su vida, la escasez de sus recursos, la falta de educación? Esta pregunta ilumina el sentido al que apunta un proyecto como el de Las Marías y muestra que allí no solo se ayudaba a solucionar los problemas económicos en que se podían encontrar las mujeres más empobrecidas, ni solo se buscaba promover una actividad que le permitía a las mujeres acomodadas realizar labores del cuidado por fuera de su hogar.

No sería exagerado decir, aun cuando no aparece siquiera en el reglamento de Las Marías, que el matrimonio fue uno de los ejes de esta filial del Círculo de Obreros. Y esto no solamente desde el punto de vista de las beneficiarias del equipo de Campoamor, sino desde las Benefactoras mismas. Para estas últimas, parte de los resultados alcanzados se resumían en lograr que las personas empobrecidas que allí llegaban pudieran “salir del pecado”, y para ello ofrecían su ayuda como mediadoras:

Hace cinco años lo recordamos muy bien, llegaron al sitio de nuestro trabajo dos señoras; con mucho interés nos exhortaron a dejar la mala vida y nos ofrecieron ayudarnos con lo que fuera necesario para salvar nuestras almas y dignificarnos por medio del matrimonio […] Ahora estamos todos resueltos a seguir sus consejos, y queremos que ellas vuelvan a visitarnos…” (Casas Fajardo 1995, 53).

Las diversas acciones en torno a la beneficencia entendida como caridad que llevaban a cabo mujeres de la clase alta colombiana como María Casas (Mujer soltera, colaboradora de Campoamor desde el inicio de sus obras), es una muestra de cómo durante la década de los años veinte este tipo de mujeres alcanzaron un lugar importante en la sociedad: llegar a las casas de las personas empobrecidas a decirles cómo debían tratar la comida, educar a sus hijos, comportarse con sus parejas, etc.

La difusión de este modo de ser mujer lleva inserto, además, un discurso higienista que contribuyó a cambiar las costumbres de muchos de los obreros que llegaban a la capital colombiana. La asistencia que prestaban aquellas mujeres contribuyó a la construcción de “un mejor país” y no fue reconocida durante los debates en torno a la raza, ni en la literatura reciente. Como se ha podido verificar en las fuentes consultadas, cuando se habla de las visitas domiciliarias, se dice que fueron inicialmente coordinadas por algunos hombres laicos de la clase alta colombiana que hacían parte de la Sociedad de San Vicente de Paúl y por algunas de las Hermanas de la Caridad, y gradualmente, gracias a la intervención del padre Campoamor, esta actividad pasó a ser mayoritariamente de mujeres laicas acomodadas, al menos en lo que se refiere a Bogotá, y lentamente se fue extendiendo a otras ciudades del país. La apropiación de las labores de beneficencia por parte de mujeres como las Benefactoras hizo que el discurso divulgado por la Iglesia, al ser respaldado por el Estado produjera adhesión incondicional: la mujer en el hogar que extiende sus actividades de cuidado a la calle afianza un modo de ser mujer.[24] En suma, si la acción caritativa es el obrar de todo buen cristiano, en Colombia en los años veinte fue algo que les competía sobre todo a las mujeres, ellas debían ir a dar su caridad a los “desheredados de suerte”;[25] la caridad y el sacrificio estarían de la mano, más aún, constituía parte del modo de ser ejemplar que toda mujer debía procurar alcanzar, parte de la virtuosidad de las mujeres.

Como se dijo líneas atrás, las labores de beneficencia de las mujeres acomodadas las acercaron a un mundo ajeno a su propio hogar. También fueron —para personas de otras clases sociales— la posibilidad de conocer el mundo de aquellas mujeres y recibir una ayuda en muchas ocasiones beneficiosa. A la inversa, el contacto directo, regular y cotidiano con problemas de higiene y pobreza, les dio a las Benefactoras acceso a datos empíricos concretos que fueron la posibilidad de producir conocimiento; un conocimiento que, por lo que se sabe hasta ahora, o no fue utilizado en esferas distintas de la caridad, o si lo fue, las productoras de este saber han sido invisibilizadas; la acción de los hombres de la época no las contó. Lo que sí se sabe, no solo por el testimonio de María Casas, es que este saber de las mujeres alcanzó alguna difusión más allá del círculo de Campoamor: las mujeres de clase social alta dieron conferencias,[26] escribieron algunos manuales, publicaron artículos en la prensa nacional. Además de una ampliación del circuito del hogar, la beneficencia dio a las mujeres la oportunidad de acumular y sistematizar, así solo fuera incipientemente, un saber que, si bien se asociaba a su condición de cuidadora, no se limitaba ni a su familia en particular, ni a su vida privada en general.

Tanto por el nivel de publicidad que alcanzaron sus trabajos,[27] pero sobre todo por su labor regular en las actividades de caridad, las mujeres tuvieron un fuerte impacto en el proceso de “regularización”, de “homogenización”, de “modernización” si se quiere de buena parte de las familias colombianas urbanas: ellas introdujeron en muchos hogares, sin duda también en el suyo propio, prácticas higiénicas, de salubridad, incluso de vestuario, tema central para los intelectuales de la época.[28] El médico Jorge Bejarano en su conferencia dictada en el Teatro Municipal de Bogotá el 11 de septiembre de 1936 titulada “Influencia del vestido y del zapato en la personalidad y salud del individuo” afirmó que:

El obrero o la sirvienta que visten con decencia, está absolutamente demostrado que no vuelven a entrar a la chichería, porque ya ese vestido les da cierto nivel social y cierta personalidad bien distintas del medio que predomina en la taberna donde se expende el licor que ha perseguido por tanto tiempo a nuestras razas del altiplano (Bejarano 1936, 9).

Ni en los textos revisados de Bejarano ni de otros médicos e intelectuales de la época se reconoce la tarea desempeñada por las mujeres en la acumulación de información y la propagación de prácticas higiénicas en el hogar. A pesar de ello, todos coinciden en que esas prácticas son imprescindibles para el buen desarrollo de la sociedad colombiana, pero no mencionan, ni siquiera sugieren, que las mujeres desempeñen actividades en este campo.

Conclusiones

La falta de reconocimiento es, como su nombre lo indica, la omisión de algo que se hizo, pero no una ausencia de ello. Ya se sabe cómo, al menos en lo que se refiere a la caridad, mujeres como las Benefactoras no solo intervinieron sino que desempeñaron un papel central en la promoción de prácticas higiénicas modernas en espacios donde los hombres no tuvieron acceso. Esto les dio a las mujeres que practicaban la caridad acceso a información y a conocimientos que los hombres, si lo tuvieron, fue apenas desde la teoría y solo lo ejecutaron en debates públicos.

El conjunto de actividades prácticas e intelectuales que desempeñaron las Benefactoras a través de la caridad permite apreciar aspectos del modo en que su trabajo se ajustó a los principales objetivos de los políticos colombianos. Procurar cambios en el vestido, fomentar el matrimonio y las formas de trabajo femenino —de mujeres de clases desfavorecidas— que las alejaran de la prostitución, significaba contribuir en la construcción del tipo de ciudadanos que se querían para el país no solo en lo que se refiere a esas mujeres, sino en tanto ellas se convertirían en las madres y esposas, es decir, en las productoras y cuidadoras de otros tantos ciudadanos.

En la mayoría de los artículos escritos por y para las mujeres en los diarios de circulación nacional, en el discurso católico y en el reglamento de Las Marías del periodo estudiado, hay una similitud en la difusión del discurso, es decir que, aunque la ascesis femenina les exigía a las mujeres llevar un trabajo sobre sí mismas para hacerse buenas cristianas, buenas esposas, buenas seguidoras de dios y promotoras de la caridad cristiana, en el matrimonio se jugaba la formación de las mujeres.

Allí ellas lograban refugiarse de los peligros del mundo exterior, pero no por ello perdían las exigencias de la ascética de la feminidad. En el caso de Las Marías tampoco parecía posible vivir por fuera del matrimonio, o se casaban con un obrero, o se casaban con dios. En este último caso Las Marías dedicaban su vida entera a hacer obras de caridad y a trabajar en pro de las fundaciones, su vida era una especie de vida semiconventual: “Religiosas sin hábito y sin votos” (Casas Fajardo 1995, 80). En el primer caso, la vida estaba en función de la familia. Respecto de la ascética femenina la única diferencia entre estas mujeres consiste en que las de la clase social alta no se ven ante la disyuntiva de Las Marías: estando casadas podían extender su labor caritativa a las personas empobrecidas. En cualquier caso, Marías y Benefactoras estaban obligadas a actuar dentro de los parámetros de la Iglesia católica.

Los discursos cultivaron y difundieron cómo ser cuidadora-madre-virtuosa, un modelo que se caracterizó por ir más allá de las clases sociales y se construyó sobre la base de un estereotipo de mujer tradicional. La prensa respondió a esos intereses con páginas de servicios que cubrían desde la alimentación y la moda, hasta la belleza y la decoración del hogar. Y esa construcción y difusión fue también la posibilidad de acción de algunas de las mujeres de la clase social alta en Colombia durante los años veinte. Aquellas actividades aprendidas en el hogar que las definieron, les posibilitaron ampliar su territorio de acción hasta el espacio público, dónde se convirtieron en agentes activos de la transformación y la modernización de la vida familiar en Colombia. Aunque se naturalizó al hogar como el lugar de las mujeres, a pesar de las exigencias de la ascética femenina, a pesar de que no se les consideró completas sino a través del matrimonio, hubo mujeres como las Benefactoras que, gracias a la aceptación pasiva de su condición femenina, pudieron no solo diseminar este modo de ser mujer en mujeres obreras, sino ampliar su rango de acción más allá del hogar y se convirtieron tanto en productoras de conocimiento como en agentes del cambio social.

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  1. Para combatir la extensión de las vicisitudes políticas y para procurar “el bienestar material de la clase obrera” se crea en Colombia la Acción Católica en 1913 (Colombia, 1913, pág. 3).

  2. (XIII, XIII, Encíclica Rerum Novarum sobre la situación de los obreros 1891)

  3. José María Álvarez Campoamor (1875-1946).

  4. “Esta división de la fuerza obrera, claramente visible hacia la década de 1910, coincidió con la sustitución gradual de los artesanos como líderes del movimiento laboral colombiano por obreros ligados a la producción industrial, los sistemas de transporte y la producción de Café” (Sowel 2006, 17).

  5. En 1910 el Papa Pío X envió una carta a los “VENERABLES HERMANOS Bernardo, arzobispo de Bogotá, y a sus Sufragáneos; diciendo que: “Al implantar entre vosotros […] la acción católica social, os hacéis, Venerables Hermanos, patronos de una causa insigne, a saber, la causa de aquellos a quienes oprime la adversa fortuna y de quienes, por divino consejo, estáis constituidos en padres y ayudadores (Fernández, 1915, pág. VIII).

  6. “Orden religiosa francesa dedicada a servir a la comunidad, especialmente a los pobres” (Castro C, 1990, pág. 78).

  7. “La filantropía es una palabra poco utilizada entre nosotros, en ese período, por lo menos, y que aparece realmente en contadas ocasiones en los escritos sobre la atención a la población “desvalida”, a diferencia de caridad, palabra que es mencionada de manera permanente. Es notable también que el concepto de caridad no haya recibido nunca adjetivos peyorativos, y que más bien siempre recibiera valoraciones positivas y fuera una acción recomendada, digna de gentes socialmente respetables preocupadas por el bien de sus semejantes” (Castro, 2007, pág. 161).

  8. La lista completa de las Benefactoras puede encontrarse en el libro Diez historias de vida “Las Marías” (Londoño y Restrepo 1995, 14).

  9. “[…] de parte del mundo femenino, apareció una mujer, como la describe el libro de los Proverbios, cuyo nombre quedará indeleblemente unido al Círculo de obreros, la señorita María Teresa Vargas y con ella otras nobles damas” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 35).

  10. En el catolicismo en Latinoamérica las mujeres han estado siempre presentes, mujeres blancas, indígenas, negras esclavizadas, mulatas o mestizas. Aunque diferenciadas no solo por su raza sino por su clase social, todas tuvieron algo el común: estaban bajo el dominio de los varones. Sin embargo, desde aquel lugar fueron agentes de difusión de la doctrina católica, recibieron el discurso, lo transformaron y lo difundieron (Bidegaín, 2009, pág. 11).

  11. Las actividades vinculadas con el arreglo de la ropa, cuidar de la familia —hijos, ancianos— de la casa, preparación de alimentos todo dentro del ámbito privado. Según el discurso que operaba en la época estas actividades eran propias de las mujeres.

  12. Desde el siglo XVI las monjas de los conventos en Colombia tenían organizada una economía importante y compleja (De Zuleta 1996, 436).

  13. “[…] la Caja de ahorros del Círculo de Obreros, se había iniciado en forma de ensayo un poco antes. La señorita María Teresa Vargas, en meses anteriores hacía esta prueba, recibiendo las cuotas del ahorro a las sirvientas los domingos y a las señoras los lunes, y llevaba la contabilidad. Este dinero ingresó como cuota inicial a la Caja el día de la fundación” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 51).

  14. “El ingreso de la mujer a la Universidad Nacional” artículo del periódico El Tiempo 2 de dic/1927 el nuevo ministro de Instrucción y Salubridad Públicas José Vicente Huertas entregó al Congreso el memorial que algunas señoritas le enviaron solicitando una “reforma en el sentido de permitir el ingreso de la mujer en los establecimientos oficiales de enseñanza secundaria y profesional”.

  15. Publicación quincenal barranquillera.

  16. Patricia Londoño en “Publicaciones periódicas dirigidas a la mujer en Colombia 1858-1930 muestra que desde finales del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX los periódicos para las mujeres tenían entre sus finalidades educar y generar entretención a las damas de las clases altas colombinas con artículos y textos literarios de autores extranjeros y nacionales (Londoño P. , 1995, pág. 9).

  17. En El Espectador en el artículo “La pavorosa situación de los obreros bogotanos” apartado “Once pesos por metro cúbico de aire” aparece cuánto paga un obrero por una habitación en Bogotá: “[…] tenemos que el promedio del cubaje por persona en el Paseo Bolívar es de 3-9 mc; el de número de personas por habitación de 6, y el precio del arriendo por metro cúbico, de $0,11; en las Cruces son de 8,18 mc, 5 y $0,72 […]” (Dussán Canais 1922, 1).

  18. “Y la prensa ¿por qué no habría de ejercer su influencia poderosa en la cristiana educación de los obreros? El periódico breve, la hoja volante, los pequeños folletos deberían producirse sin intermisión y difundirse sin tregua en los hogares, talleres, gremios, escuelas, congregaciones, etc.” (Restrepo Mejía 1914, XXIV).

  19. Llamo matriz —núcleo— transclasista al discurso mariano que decía que las mujeres debían ser cuidadoras-madres-virtuosas y que llegó a las mujeres colombianas independientemente de su clase social, creo hábitos y valores específicos con el fin de afianzar la idea de que solo se podía ser mujer si se era madre cuidadora de los suyos.

  20. Objetivo y presentación de la filial (puntos 1-3), Pobreza (4-9), Castidad (10-13), Obediencia (14-17), Piedad (18), Mansedumbre (19), Humildad (20), Gobierno (21).

  21. Revista Civilización: ideas y cultura: —Temas femeninos (Barranquilla-Colombia), Letras y Encajes —La Moda—. Revista femenina al servicio de la cultura (Medellín), Argos: la revista del hogar —Página femenina (Bucaramanga), Hogar: suplemento dominical del Espectador (Bogotá), Letras, pedagogía, ciencia, literatura y arte (Sincelejo), Letras: literatura, crítica, buen humor —Página femenina (Barranquilla), Familia cristiana —Lecturas del Hogar (Medellín) Máscaras (Bogotá), La nación (Barranquilla y Bogotá), Mundo al día —La moda al día (Bogotá), La Prensa (Barranquilla), Cromos —Elegancias (Bogotá), Femeninas (Pereira), Colombia la revista de las damas (Bogotá), Revista Femenina. Órgano de la sociedad de damas de la buena prensa —mensual— (Bucaramanga), El amigo del pueblo (Íquira-Huila), Semanario el Carmen (Ibagué-Tolima), Ideales órgano de interés y literatura (Antioquia), Colombia deportiva (Medellín), Obrero católico semanario de Acción social —Femeninas(Medellín), El Colombiano diario de la mañana —Elegancias (Antioquia), Revista Bogotá (Bogotá), Revista Universidad (Bogotá), Revista Sábado (Medellín).

  22. “[…] toda mujer que desee ir bien vestida debe poner cuidado en la elección de los adornos y en el corte de sus vestidos […]” (Conchita 1931, 768).

  23. El 12 de octubre de 1920, en el marco de la entonces llamada Fiesta de la Raza, salió a la luz un volumen bajo el título de Los problemas de la raza en Colombia. El libro compilaba una serie de conferencias dictadas por intelectuales y médicos colombianos. Las conferencias habían sido organizadas por la Asamblea de Estudiantes, con el fin de someter a discusión la tesis del doctor Miguel Jiménez López, según la cual la población colombiana atravesaba un proceso de ‘degeneración’ a causa de la influencia negativa del medio ambiente en la zona tropical y de los ‘vicios’ o deterioro biológico heredado de los ancestros (Muñoz Rojas, 2011, pág. 11).

  24. En el departamento de Antioquia entre 1910 y1930 se fundaron 109 fundaciones de beneficencia con apoyo de la Iglesia católica (Arango de Restrepo 2004). En Barranquilla estaba La gota de leche. Estas fundaciones en su mayoría tenían el apoyo de mujeres laicas acomodadas.

  25. “No basta para socorrer a los pobres enseñarles el catecismo y darles la limosna material. Es preciso ponerse en comunicación con ellos, tratarlos con cariño, inspirarles confianza, que vean en los de arriba un verdadero cariño de hermanos, un sincero deseo de trabajar por elevar el nivel moral e intelectual en que se encuentran, para redimirlos de la miseria y de la degradación” (Casas Fajardo 1995, 50).

  26. En el IV Congreso Internacional femenino celebrado en Bogotá “las delegadas Susana (Antioquia) y Virginia Camacho Moya (Boyacá) creían que la mujer tenía la responsabilidad de participar en las campañas en favor de la higiene social y del progreso nacional” (Camacho 1931).

  27. “El Savoir-vivre o código del buen tono extractado de los más autorizados maestros y adaptado a nuestro país con reglas y observaciones originales por una dama colombiana apareció en 1913. Su autora, anónima, retomó usos y maneras de la hidalguía española, […] un vademécum del hombre de mundo, de la gran señora, de la muchacha casadera, de la madre de familia, del joven que entra en sociedad, del rico, del pobre […] Es una guía de cómo comportarse para ambos sexos, que cubre niñez, primera comunión, boda, saludos, recibos, bailes” (Londoño Vega 2017).

  28. “Sin tener en cuenta la repugnancia natural, se encargaron voluntariamente del aseo personal de los niños, llevando a cabo ellas mismas esta difícil tarea…Distribuían los vestiditos de baño y las toallas necesarias; luego empezaba la lucha, […]” (Casas Fajardo 1995, 48-55).


    Giovana Suárez Ortiz nacida en Armenia- Quindío (Colombia) Doctora en Filosofía -Universidad de Leipzig-Alemania. Mis áreas de interés son la presencia de las feminidades en el campo del saber, los feminismos contemporáneos, la filosofía feminista de la diferencia, la Violencia contra las mujeres por razones de género VcM, la filosofía del lenguaje y la filosofía política en sus relaciones con los estudios de género. Es directora de los programas de Filosofía de la Universidad San Buenaventura sede Bogotá Colombia.

Presentación del Dossier. Mujeres: subjetividades liminales

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Mujeres: subjetividades liminales

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Dra. Norma Luz González, Dra. Mónica Torres Torija, Dra. Joyzukey Armendáriz.

Universidad Autónoma de Chihuahua.

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Para abordar el resultado del riquísimo encuentro entre diversas autoras en esta edición, proponemos situarnos primero en el entendimiento del concepto de mujeres, propuesto por Marcela Lagarde, que las define a partir de su condición, o situación, y subjetividad; siendo la condición de la mujer (“mujer” en singular y como concepto abstracto) un fenómeno histórico, es decir: un conjunto de características que definen el lugar que las mujeres ocupan en las relaciones económicas y sociales (2011)

La condición de las mujeres ha sido trazada por una historia de apropiación de sus cuerpos (Federici, 201) por lo que deseamos cuestionar esas formas de opresión y la reproducción de éstas que, a veces, llevamos a cabo las mismas mujeres, como expone en la presente edición Edith Ibarra Araujo que analiza el texto dramático de Concepción Sada en El tercer personaje: la imposibilidad de la mujer de situarse en un lugar diferente.

También debemos entender a las mujeres de acuerdo a sus condiciones reales de vida: la sociedad en que nace, vive y muere cada una; las relaciones de producción- reproducción y con ello la clase; los niveles de vida y el acceso a los bienes materiales y simbólicos; la lengua, la religión, los conocimientos, el grupo de edad, y la relaciones con otras mujeres, con los hombres y con el poder. Todas estas circunstancias históricas particulares son conceptualizadas como La situación de las mujeres (Lagarde, 2011)

Sabemos que las relaciones de las mujeres con los hombres se encuentran permeadas con frecuencia por una violencia estructural tal como lo aborda Lizeth Rodríguez Zambrano en su trabajo El cine contemporáneo como representación de una realidad violenta en las zonas serranas del Norte de México. Una aproximación a la película Noche de fuego de Tatiana Huezo” en el que propone una aproximación crítica hacia las formas en que se representa la violencia en el cine mexicano contemporáneo.

Inicialmente Lizeth menciona poco a las mujeres y a las niñas, pero después las presenta claramente como seres vulnerables, en constante peligro, como madres angustiadas debido al narcotráfico y es así como nos lleva de la mano de Tatina Huezo a revisar desde una perspectiva femenina lo caótico y cruel que es el mundo patriarcal donde los mismo varones son vulnerados en este sistema jerárquico donde la variable de la clase social hace que algunos de ellos emigren y las mujeres queden aún más desprotegidas.

Las mujeres, de una forma distinta que los hombres, experimentan la migración como un proceso de desterritorialización donde sus cuerpos se convierten en el reflejo de este proceso. Dicha reflexión nos lleva al trabajo de Michelle Monter Arauz “Transgresiones y transformaciones: identidad, cuerpo y memoria en la narrativa de Adriana García Roel, Irma Sabina Sepúlveda y Sofía Segovia” en donde analiza la narrativa de tres autoras del noreste de México, a través de las categorías de identidad, cuerpo y memoria. Las personajas principales de las obras elegidas experimentan la violencia y la migración como dinámicas que las movilizan a transgredir y transformar el territorio que habitan.

  No todas las mujeres experimentan los mismos procesos, pues de acuerdo a Haraway el género se representa en una persona en tanto que ésta es perteneciente a una clase; sin olvidar por otro lado, que el género es la contestación de la naturalización de la diferencia sexual en múltiples terrenos de lucha, por ello la teoría más adecuada del género “requiere de historiar las categorías del sexo, carne, cuerpo, biología, raza y naturaleza” (Haraway, 1991: 221 y 38).

Vemos que desde estas particularidades las mujeres luchan, y tratan de mejorar sus condiciones de vida, reflexionan y buscan otras formas de supervivencia que las lleve a una vida más digna, tratando de deconstruir este mundo violento. Es así como Julia Isabel Eissa Osorio nos presenta su trabajo Valeria Luiselli en Los niños perdidos o una reflexión sobre la “responsabilidad compartida en materia migratoria, y plantea como en las últimas décadas, los procesos migratorios se han agravado debido a diversas problemáticas a nivel mundial como la violencia, la falta de empleo y las diferencias socio-culturales.

Con el tema de la violencia como común denominador, Galicia García Plancarte escribe “Miradas femeninas y masculinas: representación y significación de la violencia a través de Aquello que nos resta acerca de una obra de Liliana Pedroza, cuyas temáticas principales son la soledad, el desamparo y la violencia. Y ante estas estas circunstancias nos preguntamos ¿por qué parece el mundo un lugar tan sinsentido para las mujeres? Tal vez porque ha sido trazado por un sistema patriarcal que es definido como aquel en el que se establecen relaciones de desigualdad entre varones y mujeres, que legitima y reproduce un supremacismo de género masculino que, a la vez es, racista y clasista (Crenshaw, 1995, cit. en López Guerreo, 2012: 10).

¿Qué podemos hacer las mujeres ante un sistema opresivo que es sexista y racista? Nuestra propia revolución a través del movimiento feminista, que es además un conjunto de teorías y metodologías que pretende construir un mundo igualitario en que las mujeres sean, seamos, reconocidas como humanas, y que nuestros cuerpos dejen de ser apropiado y construidos por un “conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” acuñado como Sistema Sexo/Género por Gayle Rubin (1986).

Conociendo estos antecedentes, Susana Idalia Jáquez Pérez, en su trabajo “Feminismo y libertad de acción en los personajes femeninos de La miel derramada” analiza a los personajes femeninos de José Agustín, y parte de la relación entre el feminismo, libertad y sexualidad.

No hay uno solo feminismo, sino muchos, en función de nuestra experiencia entre la opresión, explicada por el concepto de interseccionalidad. La interseccionalidad es el cruce de variables sexuales, raciales, económicas y culturales que muchas veces se enfrentan: volviendo más complejas las diferencias y desigualdades (Kimberlé Crenshaw, 1989. cit. en Romero, 2010: 17). Sin perder de vista esta interseccionalidad Jahel López Guerrero, y sus colaboradoras, en su trabajo “Contribuciones de la Categoría de Derecho Sentido al Estudio de la Relación entre Mujeres Indígenas Jóvenes y Espacio Público Urbano”, reflexionan sobre la categoría de derecho sentido, propuesta por Teresa del Valle para abordar la ciudadanía de las mujeres indígenas y su relación con el espacio público urbano.

También bajo el concepto de interseccionalidad, Rosa María Burrola Encinas, en su trabajo “El género femenino como síntoma epistolar en Gertrudis Gómez de Avellaneda”, se centra en el carácter ambiguo, inestable e insumiso que presenta el discurso femenino en su correspondencia. Nos enfrentamos entonces a una forma única de experimentar la realidad derivada de un conjunto de variables que al interseccional producen también la posibilidad de reaccionar de una forma única a situaciones y condiciones de opresión, esto desde la subjetividad.

La subjetividad de las mujeres es entendida como la especificidad de cada mujer que se desprende tanto de las formas de ser y de estar en el mundo y aprenderlo: consciente e inconscientemente. “Se organiza en torno a la forma de percibir, sentir, racionalizar y accionar sobre la realidad” (Lagarde, 2011: 13); sin olvidar, como argumenta Michelle Rosaldo, que “el lugar de la mujer en la vida social humana no es de forma directa producto de las cosas que hace sino del significado que adquieren sus actividades a través de interacciones sociales concretas” (1980: 400).

La subjetividad es abordada también por Dalina Flores Hilerio que en su trabajo “Literatura infantil escrita por mujeres: una mirada más allá del cuerpo” reflexiona acerca de la importancia del trabajo de algunas escritoras mexicanas al reconocer los proceso emocionales que deben ser tomados en cuenta para abordar fenómenos sociales y cuestionar nuestra realidad.

Por otro lado, Daniela Ornelas en su texto “Mujeres sosteniendo el paso migrante en México en tres materiales audiovisuales mexicanos: Sin señas particulares de Fernanda Valadéz, Te nombré en el silencio de José María Espinoza, y María en tierra de nadie de Marcela Zamora”, va más allá de la subjetividad al identifica también liminalidad como estrategias de resistencia ante el necropoder, lo que a nosotres nos recuerda los postulados de Susan Deeds (2002) respecto a que las mujeres de varias etnias y clases sociales pueden desafiar el orden patriarcal invirtiendo las jerarquías de sexo, al ocupar espacios liminales (Deeds, 2002: 30)

Entendemos pues la liminalidad como una ruptura irremediable de fronteras que, aunque se encuentra plagada de ambigüedad resulta para muchas mujeres una estrategia de sobrevivencia. Esto nos lleva al trabajo de Natalie Navallez Yáñez “Las fronteras difusas entre los espacios simbólicos en La cresta de Ilión (2002), de Cristina Rivera Garza” que invita a repensar las fronteras existentes entre el mundo real y el mundo ficcional. En este sentido, es posible hablar de la coexistencia de un espacio real y uno posible, así como del momento de su yuxtaposición: la ficcionalización del encuentro de dos escritoras dentro de un espacio simbólico. Es así como este texto se centra en el espacio simbólico, la ficción y realidad, de la frontera de género.

Existe entonces una infinidad de estrategias que son llevadas a cabo por las mujeres para resistir a las relaciones opresivas fortaleciendo sus agencias a través del liderazgo o la infusión de esperanza, o de la subversión de los roles establecidos según sus géneros. Estas dinámicas son visibles en el trabajo “El sustento femenino en la Épica Fantástica de Tolkien” de Joyzukey Armendáriz Hernández y Norma Luz González Rodríguez.

En el mismo sentido de la subversión oculta en la docilidad, el trabajo “La beneficencia social en la construcción de la feminidad colombiana 1919-1934” de Giovana Suárez Ortiz nos muestra el modo en que en se les asignó a las mujeres el espacio privado como único lugar de acción posible, el cual fue aprovechado para darle un sentido propio y resistir desde él.

Dejamos, a consideración de quien lee, reconocer las experiencias propias en este entramado de subjetividades femeninas que proponen otro mundo posible, donde los cuerpos y los territorios sean reconocidos y respetados, aunque para ello haya que transgredir las fronteras que han sido trazadas desde la violencia.

  

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Bibliografía

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Deeds, Susan. 2002. “Brujería, género e inquisición en Nueva Vizcaya” Desacatos núm. 10 otoño-invierno. Pp. 30-47.

Federici, Silvia2010. Calibán y la bruja.Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva. Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza (Trad.). Historia 9 Traficantes de Sueños.

Haraway, Donna. 1991. Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.

Lagarde, Marcela.2011 (5ta. Edición). Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monja, putas, presas y locas. México: Universidad Autónoma de México.

López Guerrero, Jahel. 2012. Mujeres indígenas en la zona metropolitana del Valle de México: experiencia juvenil en un contexto de migración. Tesis de doctorado no publicada. Universidad Nacional Autónoma de México.

Rosaldo, Michelle Zimbalist1980, “The use and Abuse of Anthropology: Refections on Feminism and Crossing Cultural understanding”. Signs, vol. 5, núm. 3. Pp. 389-417. Chicago: University of Chicago Press.

Rubin, Gayle. 1986. “El tráfico de mujeres: Notas sobre la ‘economía política’ del sexo”. Revista Nueva Antropología, noviembre, año/vol. VIII, núm. 030. Pp. 95-145.

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Feminismo y libertad de acción en los personajes femeninos de La miel derramada

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Feminismo y libertad de acción en los personajes femeninos de La miel derramada

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Susana Idalia Jáquez Pérez

Universidad Autónoma de Chihuahua

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Resumen

En este artículo se analizan los personajes femeninos de La miel derramada, de José Agustín, publicado por primera vez en 1992. El punto de partida de este trabajo es la relación entre feminismo, libertad y sexualidad. El análisis se basa en “la tipología de la acción libre” de Harry G. Frankfurt, manifiesta en La importancia de lo que nos preocupa (2006), y en “la ética de los actos y la ética de las formas de vida” de José Antonio Marina, plantaeda en El rompecabezas de la sexualidad (2002). Se pretende explicar que estos personajes femeninos ejercen la libertad de acción en su vida sexual, lo cual les ayuda a emanciparse.

Palabras clave: Feminismo, Libertad de acción, Etica, Sexualidad.

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Abstract

This article analyzes the female characters in La miel derramada (José Agustín, 1992). The starting point of this work is the relationship between feminism, freedom and sexuality. The analysis is based on Harry G. Frankfurt’s “typology of free action”, expressed in La importancia de lo que nos preocupa (2006), and on José Antonio Marina’s “the ethics of acts and the ethics of forms of life”, expressed in El rompecabezas de la sexualidad (2002). The aim is to explain that these female characters exercise freedom of action in their sexual life, which helps them to emancipate themselves.

Key words: Feminism, Freedom of Action, Ethics, Sexuality.

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Introducción

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¿Cómo se configura la libertad femenina? ¿Es de verdad posible que una mujer ejerza su libertad dentro de un ambiente patriarcal? ¿Cómo puede emanciparse la mujer en términos del feminismo? ¿Qué papel juega la ética en este proceso emancipatorio? Éstas y muchas preguntas más surgen durante la lectura de la literatura erótica de José Agustín, quien construye personajes femeninos capaces de experimentar el placer sexual desinhibidamente.

El objetivo del presente trabajo es establecer el punto de encuentro entre feminismo, libertad y sexualidad, a partir del análisis de los personajes femeninos de La miel derramada, del escritor mexicano José Agustín. Este escritor logra dibujar mujeres emancipadas corporal y racionalmente, gracias a la puesta en práctica de su característico erotismo verbal.

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Feminismo, libertad y sexualidad

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Los términos “feminismo” y “libertad” son indisociables. Partamos de una definción concreta de feminismo: “Movimiento que busca la emancipación de la mujer, luchando por la igualdad de derechos entre los sexos y la abolición de todo tipo de discriminaciones en razón del sexo (…) El feminismo es lucha, es igualdad, pero también justicia, rebeldía, remoción, construcción” (Restrepo 1). Se puede decir que el feminismo busca la libertad de la mujer en todos los ámbitos. No obstante, cabe cuestionar dónde puede cimentarse la libertad femenina en medio del terreno patriarcal.

Ante esta cuestión, Elvira Burgos Díaz plantea la construcción de lo femenino a partir del cuerpo, pues “Habitamos el cuerpo, en el cuerpo” (204). En este sentido, el cuerpo es un vehículo de libertad porque nos pertenece. Sin embargo, reducir el cuerpo a su materialidad es anular la racionalidad femenina que se manifiesta en el lenguaje. La libertad femenina se constituye, entonces, por cuerpo y palabras, es decir, por cuerpo y razón (216).

El cuerpo y la razón, no obstante, son construcciones simbólicas. Según Le Breton (citado en Zapata Ramírez 81), “Somos cuerpo y nos hacemos cuerpo”, es decir, nacemos con un cuerpo físico, pero le otorgamos significados a partir de nuestras relaciones sociales; este encuentro con los otros nos ayuda a hacernos cuerpo. Una parte fundamental de la construcción de nuestro cuerpo es la sexualidad. Zapata Ramírez (81) afirma que el cuerpo no puede reducirse a lo físico/biológico, pues la identidad implica lo histórico, cultural, social y ético; el cuerpo es nuestra forma de estar en contacto con el mundo.

La concepción de la libertad femenina (cuerpo y razón en conjunto) depende, en gran medida, de factores sociales. Tanto la identidad como la emancipación de la mujer toman forma en un contexto social determinado, de ahí que la sexualidad sea un punto focal en la comprensión del “ser” femenino —su esencia—, más allá del “estar” —presencia—. Al respcto, Mari Luz Esteban (36) señala que la sexualidad se conforma por actos, percepciones, sensaciones y destrezas, organizados en nuestro cuerpo a partir de mapas socioculturales dinámicos. De este modo, el entorno sociocultural participa directamente en la definición de la sexualidad femenina y, por lo tanto, en la noción de libertad sexual.

La ideología de la libertad sexual nace en la década de los sesenta, en el marco del patriarcado. “Mientras que para los varones esta revolución significaba la posibilidad de usar su sexualidad fuera del matrimonio con total libertad, para las mujeres la revolución sexual tuvo otro significado: su disponibilidad sexual para sus compañeros” (Cobo Bedia 8). A pesar de que la revolución sexual originalmente privilegiaba lo masculino, vale la pena mencionar que “(…) inaugura una cultura de la abundancia sexual hasta el extremo de que la sexualidad y la reivindicación del placer se colocan en el centro del imaginario simbólico” (10).

Así pues, la emancipación de la mujer se concreta, primeramente, en su propio cuerpo, pues en éste puede materializar su voluntad y sus deseos a pesar de hallarse —social, que no ideológicamente— dentro del patriarcado. Si la emancipación se da en y a partir del cuerpo, la libertad de la mujer habrá de manifestarse, en gran medida, en la experimentación del placer sexual que el ser femenino sea capaz de permitirse.

Para entender de qué manera un deseo condiciona una decisión, analicemos la propuesta teórica de Harry G. Frankfurt respecto de la libertad de acción. En su libro La importancia de lo que nos preocupa (2006), Frankfurt presenta la tipología de la acción libre, según la cual existen tres tipos de situaciones relacionadas con la libertad de acción… En las situaciones del tipo A se satisface un deseo atendiendo a las circunstancias, no a la fuerza misma del deseo. En las situaciones del tipo B existe una oposición entre deseo y voluntad, aunque se acaba por atender al primero. En las situaciones del tipo C se actúa sin oponérsele al deseo, dejándose llevar por él.

Si bien la tipología de la acción libre no se refiere únicamente al plano de la libertad sexual, sí es en este terreno donde puede establecerse de qué manera la voluntad (razón) y el deseo sexual (cuerpo) femeninos interactúan con los preceptos socioculturales del entorno. De acuerdo con Frankfurt, la satisfacción del deseo sexual de una mujer, inherente a su corporalidad, se verá condicionada por las circunstancias y la fuerza de su voluntad.

En relación con la libertad de acción en el plano de la sexualidad femenina, cabe también preguntarnos cómo interviene la ética en la toma de decisiones. A este respecto, José Antonio Marina, en El rompecabezas de la sexualidad (2002), distingue entre la ética de los actos (buenos o malos) y la ética de las formas de vida (morales o inmorales). De acuerdo con el planteamiento de Marina, la forma de ejercer la sexualidad puede ser transitoria (actos) o permanente (formas de vida). “La sexualidad —que tradicionalmente pertenecía al ámbito de la moral social— se ha privatizado, pertenece a la vida íntima, donde cada persona adulta instaura su propia norma” (Marina 24).

En función de los postulados de José Antonio Marina, podemos decir que la individualidad y la intimidad son piezas fundamentales en la construcción de la sexualidad femenina y, por lo tanto, de la libertad. Cada mujer habrá de decidir sobre su cuerpo y la medida en que el deseo determinará o no sus actos y formas de vida.

Concluimos este apartado afirmando que feminismo, libertad y sexualidad van de la mano. La emancipación de la mujer depende de su libertad de acción, y en ella la sexualidad adquiere un papel de suma relevancia. Si bien la libertad femenina (cuerpo y razón) se define, en gran medida, gracias al entorno sociocultural, son las decisiones y la ética de una mujer —tanto de sus actos, como de sus formas de vida— lo que habrá de configurar su identidad y, por lo tanto, la forma de ejercer su sexualidad.

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José Agustín y el erotismo

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Uno de los elementos destacables de la narrativa de José Agustín es el erotismo. “Quien haya leído alguna de las novelas de José Agustín habrá notado el énfasis de su escritura frente a la sexualidad como tema. Su novelística, en general, no tiene un solo texto en el que no aparezca el tema erótico sexual” (Pelayo, Treinta años, 70). La pluma de este escritor ha dado a luz personajes que experimentan el placer sexual desinhibidamente a pesar de desenvolverse en el México de la segunda mitad del siglo XX. En este contexto, debemos entender “(…) la expresión del erotismo del cuerpo femenino como un cuerpo [conjunto] de anhelos, deseos, sentimientos, pesamientos, identidad y expresión sexual” (Zapata Ramírez 86).

Socialmente hablando, los personajes de José Agustín se salen del molde, aunque irónicamente representan a grandes sectores poblacionales de nuestro país. La paradoja de estos personajes es que sus vivencias extraordinarias son bastante comunes en la sociedadad mexicana. El extrañamiento que experimenta el lector respecto de los personajes de José Agustín radica en el lenguaje. Nos referimos aquí tanto a la voz narrativa como al discurso de los personajes: “La lengua escrita de la novelística de José Agustín, en la superficie, invita a la lectura frívola por lo inmensamente lúdico, por las trivialidades de la cotidianeidad que incorpora en el devenir de la vida de los personajes, por el erotismo verbal” (Pelayo, Los usos del lenguaje, párr. 4).

El erotismo verbal de la narrativa de José Agustín —del que habla Pelayo— permite la existencia de personajes femeninos que viven su sexualidad plenamente. Estas mujeres de ficción retratan, de diversas maneras, el ideal de la mujer emancipada corporal y racionalmente. Varios de estos personajes aparecen en La miel derramada (1992), antología de pasajes de literatura erótica de José Agustín, realizada por él mismo. Esta antología está compuesta por once relatos, tomados de diferentes novelas del autor. Cabe aclarar que, pese a ser fragmentos de sus novelas, los once relatos funcionan, en La miel derramada, como unidades narrativas autónomas (cuentos).

Siete de los relatos que integran la antología tienen como motivo central una mujer, tanto en la estructura narrativa como en lo referente al erotismo y al acto sexual. En los otros cuatro cuentos, aunque aparecen mujeres, éstas no son relevantes ni narrativa ni simbólicamente. Llama la atención que las mujeres que fungen como motivo central de estas siete historias de La miel derramada, son dueñas de sí mismas y de su sexualidad, lo cual escapa al tradicional retrato de la mujer mexicana del siglo pasado.

Analicemos ahora a los personajes femeninos centrales de La miel derramada, a saber: Lucrecia Borges, Berta Guía de Ruthermore, Cornelia, Raquel, Susana y Consuelo. ¿Cómo toman decisiones estas mujeres respecto del ejercicio de su sexualidad? ¿Cuáles son sus parámetros éticos en cuanto a sus experiencias sexuales?

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Libertad de acción y ética en los personajes femeninos de La miel derramada

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“Lucrecia Borges”

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El primer texto de La miel derramada se titula “Lucrecia Borges”. Lucrecia es “(…) una criada de ochocientos setenta y cuatro años (…) Bigotona, bocona, arrugada, orejuda y apestosa” (Ramírez 7). En su condición de empleada doméstica, Lucrecia tiene contacto frecuente con el hijo de la “patrona”, quien funge como narrador protagonista. Y es él mismo quien se convierte en el objeto del deseo de Lucrecia.

La sexualidad que ejerce Lucrecia Borges es plena y desinhibida. A ella no le apena mostrar su deseo sexual ante la gente, mucho menos ante el protagonista; es dueña de su cuerpo y a través de éste expresa su erotismo. El primer acercamiento que tiene con el muchacho, se da mientras él duerme: “Debo haber abierto los ojos al máximo, porque ella sonrió (¡seductora!) y entrecerró los ojillos” (8). En adelante, Lucrecia acosa al joven contantemente y, al final, se le ofrece de manera directa, aunque no logra su cometido.

Lucrecia Borges encarna la acción libre del tipo C, pues actúa debido al carácter irresistible de un deseo sin que intente impedir que ese deseo determine su acción (Frankfurt 78). Para esta mujer lo más importante es el ejercicio de su sexualidad, sin importar su edad, condición física, ni estatus socioeconómico. Ella actúa en función de su deseo carnal y busca satisfacerlo de manera constante, aunque sea rechazada en el proceso.

A partir de la narración se infiere que Lucrecia obra sin inhibiciones en el ámbito sexual de manera frecuente, pues persigue insistentemente al protagonista en busca de satisfacer su deseo. El ofrecimiento directo de su cuerpo nos lleva a establecer que para Lucrecia el sexo es natural. Para ella, el sexo es bueno siempre y no tiene relevancia moral (Marina 193).

Así pues, la sexualidad desinhibida de Lucrecia Borges y la evasión inconsciente de toda implicación moral en la satisfacción de su deseo carnal, evidencian que la libertad sexual del personaje es su modo de vida.

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Berta Guía de Ruthermore, de “Ahí viene Dalila”

  

El segundo texto de La miel derramada, titulado “Ahí viene Dalila”, cuenta la relación fugaz entre Gabriel Guía, un muchacho capitalino de dieciséis años, y su tía Berta, quien vive en Chicago. Debido a la distancia, entre ellos no existe ningún tipo de relación.

Berta tiene treinta y tres años, “(…) un poema hecho mujer (…) Alta, ojos destellando simpatía y malicia. Y un cuerpazo” (Ramírez 13). La vida de la tía Berta en Chicago es un misterio que no se desvela en toda la historia. Lo que sí se vuelve evidente es el deseo sexual que Berta siente por Gabriel: “Me caes muy bien, sobrino, me caes muy bien, me gustas, tengo ganas de besarte no con un beso maternal ni de tía, no, no, no” (18). En este sentido, el erotismo del cuerpo expresado por Berta recae en sus deseos, pues ella misma es quien propicia el encuentro carnal con Gabriel en la fiesta que éste le ha organizado. Sin embargo, al final parece que Berta se arrepiente de haber tenido relaciones sexuales con el muchacho, pues le deja una nota de despedida donde le pide olvidar aquel momento y disculparla por su conducta inapropiada.

El comportamiento inicial de Berta coincide con la libertad de acción del tipo C (actuar sin oponerse al deseo), pero el arrepentimiento posterior mostrado en la nota se apega más a las acciones del tipo A: sensación de una persona de que actuó involuntariamente debido a las circunstancias externas no acordes con sus deseos (Frankfurt 75). Esto quiere decir que la conducta sexual de Berta para con Gabriel se vio determinada por las circunstancias: una fiesta, alcohol, contacto físico, etc.

Dado que para Berta las circunstancias propiciaron el encuentro sexual con Gabriel, en este hecho sí hay relevancia moral. Si bien la relación ocurrió de mutuo acuerdo, ella considera que el acto no es bueno ni natural, lo cual se apega a la moral de los actos que “supone que todo acto es intrínsecamente bueno o malo” (Marina 191). En el caso de Berta, el miedo a la inmoralidad representa una limitante para el libre ejercicio de su sexualidad.

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Cornelia, de “Me calenté horrores”

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En el texto “Me calenté horrores” se narra el encuentro sexual entre Virgilio y Cornelia. En esta historia destaca la figura de Cornelia, cuya personalidad se dibuja a partir de sus conductas sexuales, lo cual es una expresión abierta del erotismo en relación con su identidad. Se trata de una mujer de “(…) veinticinco años y cara muy bonita, como de modelo”, casada y con fama de “putísima (…) porque su marido nomás no le bastaba” (Ramírez 53). Es ella quien propicia el encuentro sexual con Virgilio; lo invita a su casa mientras están en una fiesta, aunque su marido la acompaña. Esta mujer no tiene inhibiciones en el plano sexual; toma la iniciativa y mantiene el control [absoluto] de la relación en todo momento.

Hasta este punto, puede decirse que Cornelia practica la libertad de acción del tipo C, pues “(…) actúa debido al carácter irresistible de un deseo sin que intente impedir que ese deseo determine su acción” (Frankfurt 78). Esto quiere decir que Cornelia se deja llevar por su apetito sexual desbordado e incluso va más allá: mientras Virgilio está eyaculando, ella toma un látigo y le golpea el pene hasta sangrar. Aunque no se aclara el motivo de la violencia física ejercida por Cornelia, ésta puede interpretarse como parte de su proceso para obtener placer sexual.

La moral sexual de Cornelia constituye su forma de vida. Su sexualidad se configura a través de actos sin relevancia moral dado que el sexo, según su propia concepción, es bueno siempre y cuando satisfaga sus necesidades fisiológicas. Para esta mujer el sexo “Es una cosa agradable, intrascendente, sana y estimulante” (Marina 193). Cornelia no muestra miedo a los preceptos morales, ni siquiera a los que pudiera imponerle el matrimonio. Y como no tiene miedo a la inmoralidad, no se somete a ningún tipo de ley que frene sus deseos naturales. Por el contrario, somete a Virgilio a sus propias leyes, anulando su libertad de acción.

En conclusión, Cornelia encarna la acción libre del tipo C en su máxima expresión, aun cuando anula la libertad del otro.

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Raquel, de “El lugar no es apropiado”

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“El lugar no es apropiado” cuenta la historia de la visita de Raquel a Ernesto, quien se encuentra en la cárcel. Desde el inicio, la intención de Raquel al visitar a su amigo parece un gesto de auténtica amabilidad, aunque se expone irremediablemente a las miradas lascivas de los presos. A pesar del riesgo que supone estar en un sitio poco o nada seguro para ella, Raquel accede a entrar en la celda de Ernesto.

En este relato, la celda juega un papel fundamental en la sucesión de los hechos. El ambiente sórdido propicia el empoderamiento progresivo de Ernesto frente a Raquel, mismo que alcanza su punto máximo cuando éste la encara preguntándole la razón por la cual ha ido a visitarlo. Entonces ocurre el encuentro sexual, del cual ella parece no tener control: “(…) ella, más que luchar, se debatía en movimientos incoherentes, (…) advertía ráfagas de luces brillantes que se desparramaban como sus pensamientos, en destellos inconexos (…)” (Ramírez 72).

Aunque Raquel cede ante el placer sexual, su conciencia no se anula por completo. Es decir, su disposición voluntaria al encuentro sexual no constituye una condición suficiente para la acción libre (Frankfurt 80). Cabe mencionar que, al final del relato, Raquel se muestra arrepentida de su coito: “(…) Dios mío, tú sabes que no vine a hacer el amor con un preso” (Ramírez 76). No obstante, este encuentro sexual constituye una clara expresión del erotismo del personaje en relación con sus deseos carnales.

La libertad de acción que ejerce Raquel es del tipo B: “Existe un conflicto en su interior, entre un deseo de primer orden de hacer lo que en realidad hace y una volición de segundo orden de que este deseo (…) no sea efectivo para determinar su acción” (Frankfurt 76). Dicho de otra manera, Raquel enfrenta su deseo sexual contra su propia voluntad de negarse al encuentro con Ernesto.

Aunque la moral de los actos establece que el sexo es bueno si ocurre entre adultos y de mutuo consentimiento (Marina 193), Raquel no puede considerarse moralmente responsable de lo que hace, pues la fuerza del deseo supera su propia voluntad.

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Susana, de “Deja que sangre”

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“Deja que sangre” es el título del texto en el que aparece Susana, una mujer que, en pleno uso de la razón, se escapa del yugo marital para involucrarse en una relación meramente sexual con su compañero escritor. En la historia que se cuenta en La miel derramada, Susana está con su amante en Chicago, en un albergue de la Asociación de Jóvenes Cristianos (ironía, seguramente), cuando su marido, Eligio, los encuentra y los espía mientras sostienen una relación sexual. Susana continúa el coito incluso cuando se da cuenta de que su esposo la observa, lo cual constituye una clara manifestación del erotismo del cuerpo femenino en relación con el deseo carnal y una abierta expresión sexual: “(…) La mirada que le dedicó Susana había sido la más terrible, un destello de luz neutra, sin coloración, que penetró hasta lo más profundo de él (…)” (Ramírez 91). Cuando Eligio la confronta, ella sólo atina a pedir clemencia para su amante, para luego sentarse al borde de la cama sin mostrar emoción alguna.

Si bien Susana ya ha manifestado que su libertad de acción se apega a las situaciones del tipo C, pues actúa para satisfacer su deseo sin oponerse a él (Frankfurt 78), la plena confirmación de su libertad se da cuando Eligio la enfrenta; ella permanece inamovible en su decisión de no abandonar aquel sitio. Susana está consciente de que su actuación obedece al carácter irresistible de su deseo, sexual o de libertad, y no intenta impedir que ese deseo determine su acción.

La moral de Susana rebasa los límites de la sexualidad, pues el pleno y libre ejercicio de la misma la ayudan a construir su libertad en todos los sentidos, incluso respecto de su marido. Su necesidad de libertad la lleva a ejercer una sexualidad sin ataduras, sin relevancia moral. Ella está consciente de que la libertad se logra a partir de la satisfacción de sus deseos naturales y del ejercicio de la razón.

Susana aspira a convertirse en una mujer completamente libre, pues “La inteligencia es lo único que tenemos para dirigir nuestro comportamiento” (Marina 199). Y es a partir de la inteligencia que esta mujer decide atender sus deseos sexuales, los cuales habrán de reafirmarla como un ser independiente.

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Consuelo, de “La reina del metro” y “Disolvencia”

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En los últimos dos textos de la antología (“La reina del metro” y “Disolvencia”), José Agustín presenta a uno de los personajes femeninos más complejos de La miel derramada: Consuelo. “Era una chava de rostro horripilante (…) que no intentaba cubrir su fealdad”, mientras que su cuerpo era “sublime, irreprochable, monumental, alucinante (…)” (Ramírez 136). Consuelo viaja en el metro cuando conoce a Lucio, el protagonista, con quien habrá de tener un encuentro sexual, y a quien habrá de contarle los pormenores de su vida.

La primera experiencia sexual de Consuelo ocurre a sus catorce años, con su hermano. En un viaje nocturno en carretera, el hermano la acaricia mientras ella finge dormir, lo cual la lleva a experimentar su primer orgasmo, aun cuando no tienen relaciones sexuales. La libertad de acción de Consuelo en su primera experiencia sexual puede clasificarse como una situación del tipo A: actuó de manera involuntaria debido a las circunstancias externas no acordes con sus deseos (Frankfurt 75). Sin embargo, Consuelo no opone resistencia alguna a la voluntad de su hermano.

Mientras platica con Lucio, Consuelo refiere un episodio de su pasado reciente en el cual su libertad de acción se vio anulada: sufrió una violación multitudinaria que la dejó al borde de la muerte. Es precisamente la experiencia de la violación lo que lleva a esta mujer a ejercer la acción libre del tipo C. En adelante, ella decidirá qué hacer con su cuerpo y en qué circunstancias: actúa debido al carácter irresistible de su deseo sexual y no intenta sofocarlo (78).

Consuelo construye su modo de vida en torno del ejercicio de su libertad sexual. Para ella la sexualidad no tiene relevancia moral, pues se trata de una necesidad natural que no está dispuesta a reprimir. Consuelo no teme a la inmoralidad, por lo cual no se somete a las leyes morales colectivas. Asimismo, este personaje expresa su erotismo a través de sus deseos y lo convierte en parte de su identidad.

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Conclusión

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En La miel derramada, José Agustín presenta personajes femeninos libres en cuanto a su sexualidad. Las decisiones de estas mujeres en relación con su erotismo y su actividad sexual, se materializan en un contexto de libertad de acción que no se somete a la voluntad masculina. Se trata, pues, de un auténtico ejercicio de autonomía femenina, construido en contextos socioculturales diversos que ayudan a las mujeres a comprender y construir su “ser y estar” femeninos.

Lucrecia, Berta, Cornelia, Raquel, Susana y Consuelo gozan de libertad para decidir sobre su cuerpo y disfrutar de su sexualidad. Sus deseos determinan sus acciones de diferentes maneras: en las situaciones del tipo A actúan movidas por las circunstancias; en las situaciones del tipo B privilegian la fuerza del deseo por encima de la fuerza de voluntad; y en las situaciones del tipo C actúan dejándose llevar por su deseo, sin oponerse a él.

El ejercicio de la libertad femenina en el plano sexual conlleva la praxis de principios éticos. Las acciones realizadas por los personajes femeninos de La miel derramada configuran su propia moral sexual. Berta y Raquel practican la moral de los actos, según la cual el sexo puede ser bueno o malo, dependiendo de la situación, siempre y cuando se trate de actos aislados o únicos. Lucrecia, Cornelia, Susana y Consuelo obran según la moral de las formas de vida, en la cual la agrupación y clasificación de sus actos [buenos o malos] genera normas que rigen su conducta, aunque dichas normas resulten inmorales para la colectividad.

Las mujeres de La miel derramada, de José Agustín, son dueñas de sí mismas y de su sexualidad. Son libres para actuar, para establecer y practicar una ética particular según sus prerrogativas sexuales, y para construirse a sí mismas como seres autónomos, capaces de decidir sobre su propia vida.

Bajo el planteamiento inicial de este trabajo, según el cual la libertad de acción es un elemento fundamental del feminismo, principalmente en lo que toca a la sexualidad, podemos decir que los personajes analizados son —de algún modo— feministas. Los personajes femeninos de La miel derramada experimentan el placer sexual de manera libre, tanto corporal como racionalmente, lo cual se plasma en la narración gracias al erotismo verbal utilizado por José Agustín. A pesar de su entorno sociocultural, estas mujeres deciden libremente sobre su cuerpo, atendiendo a la ética de sus actos y modos de vida, lo cual las ayuda a emanciparse y a construir su identidad.

Considerando que el cuerpo es una construcción simbólica donde confluyen lo físico/biológico y lo social, es importante entender cómo este constructo se materializa de diferentes maneras en la mujer, en lo femenino. La libertad de acción de la mujer incluye la capacidad de experimentar el erotismo y el placer sexual, aun bajo preceptos éticos. La tipología de la acción libre y la ética de los actos y las formas de vida nos permiten entender cómo las mujeres logran su emancipación, y cómo una pluma masculina, la de José Agustín, a través del erotismo verbal, logra dar vida a personajes feministas, capaces de ejercer la autonomía a partir de su cuerpo.

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Obras citadas

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Susana Idalia Jáquez Pérez Licenciada en Letras Españolas y Maestra en Humanidades (UACH); Maestra en Educación, Campo Práctica Docente (UPNECH). Docente del área de Español y Literatura desde 2008, con experiencia en educación básica, media superior y superior. Investigadora de los procesos de comprensión lectora. Actualmente es estudiante del Doctorado en Educación, Artes y Humanidades (UACH) y funge como Coordinadora de Preparatoria de la Red de Escuelas SER.

Literatura infantil escrita por mujeres: una mirada más allá del cuerpo

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Literatura infantil escrita por mujeres: una mirada más allá del cuerpo

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Dalina Flores Hilerio

Universidad Autónoma de Nuevo León

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No es un secreto que la Literatura, como disciplina y práctica cultural, a lo largo de una añeja tradición, ha establecido acciones cuyos efectos preponderan, legitiman y promueven el consumo de obras escritas principalmente por varones. Sin embargo, desde finales del siglo pasado, es evidente que la literatura escrita por mujeres ha ido ganando terreno, sin llegar al nivel de penetración y permanencia que ha logrado la literatura dominante generada por autores, cuyas prácticas patriarcales siguen imponiendo miradas y tipos textuales que han de seguir considerándose canónicos en este ámbito. Es decir, los varones han establecido las rutas de la escritura literaria a partir de intereses asociados como su condición genérica, así como respecto a los discursos dominantes que han dejado fuera las necesidades y proyecciones de grupos minoritarios o débiles, no porque lo sean en esencia, sino por su relación, en este caso, con la noción tradicional de distribución del poder.

La sociedad patriarcal, cuyas prácticas opresoras se difunden indiscriminadamente y con mayor rapidez, ha creado un ambiente propicio para la proliferación de estudios de género, como respuesta y resistencia a esta sistemática opresión, que se han enfocado principalmente desde las posturas feministas cuyos objetivos a veces resultan confusos e incluso contradictorios, pues suelen reducirse a la necesidad de establecer, en la creación de textos, diferencias sexuales, asociadas a las características fisiológicas de sus autores; además de sesgar la crítica ‘confiable’ a la producida por las mismas mujeres. Sin embargo, es relevante señalar que las diferencias discursivas en torno al poder, desde el que se producen, circulan y son recibidos los textos escritos por mujeres, tienen implicaciones muy complejas culturalmente, pues éstos suelen presentar historias y lenguajes íntimos, entrañables y experimentales, enmarcados en otros obstáculos que deben enfrentar las autoras desde el primer momento de la creación (la escritura) hasta la recepción de su obra (comercialización, promoción y consumo). Aunque estas condiciones parezcan evidentes, es pertinente reflexionar sobre las circunstancias que han condenado a las mujeres y sus productos culturales a seguir formando parte de las voces minoritarias, y no sólo tratar de explicar las diferencias genéricas que se establecen entre los textos escritos por hombres y por mujeres de manera taxonómica.

Es urgente indagar y hacer explícitas las razones por las que las mujeres, dentro de esta sociedad heteronormativa y patriarcal, suelen ser percibidas como menos prolíficas en su escritura, debido a distintas condiciones, entre las que entran en juego cuestiones que van desde las formas del mercado editorial, hasta los roles sociales que, por ser mujeres, las escritoras deben balancear en su quehacer literario, como pueden ser los otros tipos de atenciones y cuidados que demandan su energía física, intelectual y emocional.

En este trabajo señalo algunos rasgos peculiares sobre el sentido social y emocional de una novela, enmarcada en el concepto de LI, escrita por la autora mexicana contemporánea Martha Riva Palacio Obón, cuya propuesta narrativa es fundamental para reconfigurar la tradición literaria; asimismo, enfatizo la relevancia de la promoción de su lectura, especialmente porque dentro del medio editorial, casi ninguna autora cuenta con las plataformas ideales para la circulación, distribución y recepción de su obra; finalmente, planteo algunos cuestionamientos sobre las causas del poco interés que ha suscitado, en la tradición académica, la literatura escrita por mujeres para el público infantil, aunque sí cuenten con lectores especializados que han abonado a la crítica formal sobre sus trabajos, justamente porque pertenecen a otra categoría de ‘género’ que también ha sido soslayada por el canon: la literatura infantil.

Es importante señalar, en primer lugar, la relevancia que tienen los productos artísticos creados por mujeres en la tradición cultural, desde una perspectiva amplia e integradora, pues muchas de las corrientes teóricas del feminismo, como lo señala Castro Ricalde, se han limitado a estudiar esta injerencia únicamente desde la mirada crítica de las mujeres (2012). Sin embargo, es importante considerar la dimensión esencial del discurso literario desde una perspectiva amplia que involucre e implique las miradas de los varones sobre los efectos de la literatura escrita por mujeres para un público infantil. Sobre todo, porque los temas que aborda la literatura escrita para públicos en formación son esenciales para visibilizar algunas condiciones percibidas unilateralmente y de manera globalizada en la mayoría de los textos literarios escritos por varones.

En este sentido, la forma en que un autor o autora aborda una situación (tema) crea un espíritu cultural que, en algunas prácticas editoriales de circulación y promoción de lectura, abona a la generación de paradigmas culturales que marcarán pautas de comportamiento y percepción de la realidad que enuncian literariamente. Por eso es necesario profundizar en el análisis formal y temático de algunas propuestas de la literatura infantil y juvenil, escrita por mujeres, en torno a temas sociales relevantes en la actualidad, como los procesos migratorios a los que, en gran medida, se han aproximado de manera casi exclusiva los escritores, cuya mirada suele centrarse más en las condiciones sociales externas, que en los conflictos íntimos derivados de la movilidad impuesta a la que muchas personas tienen que hacer frente. En la novela que describo a continuación, analizo algunas estrategias de la narrativa discursiva desarrollada desde una visión intimista femenina, en torno a este tema, para identificar algunos enfoques críticos y creativos, desde su mirada, versus la tradición del canon literario patriarcal.

Este tema, como sabemos, tiene múltiples matices y enfoques; tanto en México como en Estados Unidos de América, la obra crítica sobre la producción literaria al respecto se ha erigido también a partir de la perspectiva de los varones, como muestra Héctor Reyes Zaga en su artículo “Cartografías literarias: anotaciones a propósito de la novela de migración mexicana”, donde podemos ver nombres que han estudiado el fenómeno desde una visión patriarcal, como los trabajos producidos por Sergio Gómez Montero (1993), Humberto F. Berumen (1992) y Miguel Rodríguez Lozano (1993), en los que exponen algunas características de este proceso de movilidad y la forma en que ha sido representado en textos literarios escritos, también, por varones. En sus acercamientos críticos enfatizan las peculiaridades que rodean al ser masculino sometido al desplazamiento, la desigualdad y la violencia. De igual forma, Reyes Zaga, luego de una revisión histórica y temática sistematizada, hace un recuento de la literatura que sobre este tema se ha producido en nuestro país, donde destaca la obra creada por autores, cuyos protagonistas son también varones, y se centran en los grandes conflictos nacionales donde los personajes se ven afectados por el proceso migratorio, casi siempre ilegal.

Siguiendo los paradigmas del canon literario tradicional en nuestro país, no sorprende que, desde las primeras novelas en las que la migración es un eje central, correspondientes al periodo político/social que impulsó el movimiento ‘bracero’, y que se ubican desde 1926 hasta los años sesenta del siglo pasado, han predominado los discursos literarios producidos por varones. No cambia la tendencia en el panorama histórico que Reyes Zaga presenta desde entonces, hasta 2016, justo con una novela experimental y polifónica escrita por la autora Aurora Xilonen: Campeón Gabacho. Sin embargo, a lo largo de la nutrida lista, sólo se mencionan tres obras más cuya autoría corresponde a mujeres: la novela Tenemos sed (1956), de Magdalena Mondragón y, casi cuarenta años después, Callejón Sucre y otros relatos (1994), de Rosario Sanmiguel, que se distinguen por su polifonía y énfasis en la mirada femenina sobre este tema, aunque enmarcándolo siempre alrededor de la relación de movilidad de mexicanos hacia Estados Unidos de América. Más adelante, en Por cielo, mar y tierra (2010), Ximena Sánchez Echenique se centra en exponer este proceso desde la experiencia femenina, donde también incide en la perspectiva familiar, por lo que abandona la visión individualista tradicional del migrante. Cabe resaltar que, a pesar de los esfuerzos realizados por algunas investigadores, como Liliana Pedroza en A golpe de linterna, para visibilizar la obra de las autoras nacionales, la mayoría de ellas han sido soslayadas por la tradición canonizada pues todavía no cuentan con los respaldos editoriales suficientes para promoverlas e integrarlas al canon, como sí ocurre con autores cuyos nombres forman parte del Olimpo literario nacional, entre los que se encuentran Luis Spota, Jesús Topete, Luis Humberto Crosthwaite, Carlos Fuentes, Heriberto Yépez y Yuri Herrera, cuyas novelas se centran en este tema.

Aunada a la falta de presencia femenina en la tradición literaria, tanto en la historiografía canónica como en el abordaje del tema en cuestión, es posible ubicar una especie de marginación respecto al enfoque de la literatura infantil. Si coincidimos con Reyes en considerar el concepto de ‘género literario’ como una clasificación de las obras que tienen una serie de aspectos comunes en su forma textual, que las diferencia de otras pertenecientes a géneros distintos (2019), podríamos asumir que no sólo el asunto temático al que nos hemos referido, sino también su tratamiento estructural, estratégico o de mercado, como es la categoría infantil, podría valorarse como una especie de subgénero en la tradición literaria, donde es evidente que las autoras producen obras de alta calidad, al aportar no sólo tratamientos estéticos particulares, sino también enfoques sociales diferentes a los que comúnmente abordan los varones.

Para ilustrar la naturaleza de algunos recursos y estrategias de la inclinación que han asumido las escritoras respecto a la migración, dentro de la literatura infantil, expongo a continuación algunos aspectos sobresalientes en la novela Ella trae la lluvia (2016), de Martha Riva Palacio Obón. No obstante que existe una tendencia a abordar el enfoque de género a partir de la consideración de ciertos elementos ‘femeninos’ desde una condición fisiológica, mi interés no radica en encontrar o no rasgos asociados a lo femenino, sino en mostrar algunos elementos que podrían atribuirse a una distinción genérica, para proponer otras formas de lectura que dimensionan la participación de lo femenino en la creación de la obra artística, más allá de las categorías asociadas a lo corporal.

  Es relevante señalar asimismo que algunas teorías feministas han proporcionado las bases para comprender la configuración de la identidad femenina en la construcción de nuevas formas de leer, desde las subjetividades y la otredad, que son esenciales para las múltiples funciones pedagógicas y estéticas, particularmente, de la literatura infantil, como en Diente de león o Temible monstruo, de María Baranda, Tal vez vuelvan los pájaros, de Mariana Osorio Gumá, o Puerto libre, de Ana Romero, que además han sido abordadas desde un acercamiento crítico antihegemónico por investigadores como Laura Guerrero Guadarrama y Adolfo Córdova. Es necesario apuntar que si bien la literatura escrita por mujeres no tendría que estudiarse como un producto propio de su femineidad, las condiciones de circulación de sus creaciones artísticas, como ya lo hemos observado, presentan una marginación que las ha invisibilizado históricamente. Es decir, aún en el siglo XXI, ser mujer implica la dificultad para ser reconocida como autora, para ser publicada y, sobre todo, para ser difundida entre los lectores, a partir de los criterios que seleccionan algunos editores. A lo largo de la historiografía literaria podemos identificar numerosas obras escritas por mujeres publicadas bajo pseudónimos o utilizando sólo las iniciales de sus nombres.

Martha Riva Palacio Obón es una escritora mexicana contemporánea quien cuenta con una producción literaria nutrida y compleja; sin embargo, su propuesta estética, ampliamente estimulante, todavía no es objeto de discusiones académicas ni ha sido abordada por la crítica especializada; incluso su nombre casi nunca se menciona cuando se hace referencia a las escritoras mexicanas contemporáneas, dentro de las que sí caben nombres como Cristina Rivera Garza, Valeria Luiselli o Guadalupe Nettel, quienes escriben para el “público adulto”.

No obstante el poco interés de lectores especializados, la obra de Riva Palacio Obón ha recibido múltiples reconocimientos y apreciación por parte de lectores que se inscriben principalmente en el ámbito infantil y juvenil. Sin embargo, la mayoría de sus textos literarios ofrece al lector una experiencia ineludiblemente literaria: la capacidad para hacerse preguntas profundas sobre los temas que ella desarrolla en su trabajo creativo, al tiempo que estimula la sensibilidad estética, a través de los sentidos y emociones. Una particularidad en sus historias es que, aunque partan de situaciones polémicas, el tratamiento lleno de sutileza y lenguaje lírico, crea narrativas llenas de matices, de una manera afable y controlada, sin caer en la condescendencia. La forma en que presenta los conflictos principales, en cualquiera de sus novelas o cuentos, se distingue por su lucidez y cercanía con el mundo emocional de los lectores jóvenes (y esto no significa que sea sólo para este público), pero sin ser explíctos, por lo que la participación del lector en la generación del sentido lo lleva a recurrir a sus propias experiencias y modelos axiológicos para aterrizar el sentido.

La mayoría de las novelas y cuentos de esta autora son entrañables; una de las más significativas, por la dimensión lingüística y lúdica de su factura, es Ella trae la lluvia, editada por El Naranjo en 2016, donde explora dos condiciones íntamente relacionadas con la migración: la orfandad y la discriminación. El tratamiento que Riva Palacio Obón le da a estos temas proyecta su esencia femenina ya que, de acuerdo con Luce Irigaray (2001), el habla de la mujer es una forma distinta de aludir y reconstruir al mundo; de generar nuevas formas y espacios de convivencia. De ahí que sobresalgan dos aspectos derivados del anterior: a través de lo femenino se genera un “horizonte de transformación y metamorfosis de los valores” que redunda en la forma en que se lee y se asume el texto literario, otorgando al lector un papel trascendental en la generación del sentido (Moreno 1994); y el enfoque de género nos permite establecer, como lectores, “un diálogo con fenómenos culturales más amplios” (Castro Ricalde 2012). Es decir: lo femenino está aunado a la mirada atenta de los detalles que dimensionan no sólo la experiencia literaria, sino también la vital, y determinan la forma en que la generación de sentidos y significados se realiza.

La trama de Ella trae la lluvia se desarrolla en una isla cuyos pobladores se dedican esencialmente a la pesca, en medio de un ambiente tropical, pero opresivo y sofocante, pues la autora expone la forma en que los diferentes conflictos armados de los países colindantes han expulsado a los habitantes que, sin control, y de maneras poco afortunadas, van instalándose en la isla. Poco a poco sus asentamientos son más extensos aunque siempre en zonas marginales. Casi todos los isleños se sienten despojados de sus espacios y, regidos por un pensamiento mítico-mágico, consideran que los “invasores” son los causantes de todos sus conflictos, en especial, la crisis de los peces (que se agrava en la medida en que muestran su escasa solidaridad hacia los migrantes).

Cuando el tío del protagonista, un isleño respetado y con autoridad moral sobre el pueblo, le prohíbe a Teo (un chico de 12 años) tener amistad con una pequeña inmigrante, éste decide oponerse a los dictámenes sociales por lo que provoca situaciones extremas que parecieran poner en riesgo el statu quo. En ese proceso, es evidente que los conflictos sociales entre los habitantes se derivan de la incomprensión sobre el mundo propio y el de los otros. Éstos se agudizan porque los pobladores parecen estar cerrados a comprender las circunstancias de quienes llegan a la isla y, además, los consideran como enemigos, lo que la autora presenta a través de la ironía, como se observa a continuación:

“–Cuando tienes diez peces y diez personas, todos comen. [Explica su tío a Teo]

Lo miré sin comprender.

–¿Y?

–Pero cuando tienes diez peces y veinte personas, ¿qué pasa?

“Empiezas a decir que la otra mitad está ahuyentando a los peces”. Pero como no podía decir eso, me mordí la lengua y no dije nada. […]” (27)

Mientras el tío apela a ‘las matemáticas’ para explicar que tener inmigrantes afecta a los pobladores ‘originales’, Teo ‘replica’ (sólo lo piensa, no se atreve a confrontar directamente al tío con su sarcasmo) la versión que ha estado circulando entre los isleños: los repudian no porque sean ‘intolerantes’, sino porque los extranjeros traen mala suerte y por eso no pueden alimentarse (hay escasez de peces en la isla). El conflicto, “entendido” desde el pensamiento mágico, implica que no haya peces para nadie, ni siquiera para ser partidos por la mitad (Flores 2016).

Respecto al modelo axiológico del que se deriva la historia, podemos reconocer, en primer lugar, que la autora le da más peso a la vida emocional y afectiva del protagonista a partir de la confrontación de la transparencia, incluso ingenuidad, con las que percibe y cuestiona al mundo adulto. En este sentido, la realidad migratoria de Calipso y su abuelo no lo detiene para comunicarse con ellos, e intenta incluirlos en su vida de manera plena, a pesar de la propia reticencia de la niña y ante la mirada recriminatoria de los demás. Es tal la intención solidaria de Teo que, a pesar de que su amiga no puede hablar, probablemente como resultado de los traumas que ha vivido, él insiste en platicar con ella en español, pero también intentando aprender creole, con lecciones que le pide al abuelo de la chica:

“Desde el rescate del molusco, comencé a pasar mucho tiempo con ella. No es que lo hubiera planeado, simplemene cada vez que bajaba a nadar a la ensenada, ella estaba ahí. Desde nuestro último encuentro, había decidido llevar una libreta y un lápiz para poder comunicarme con ella. Pero resultó que Calipso no tenía ganas de escribir palabras y nada más dibujaba peces. Por lo que no me enteré de su nombre sino ahsta que lo dijo su abuelo. Al principio pensé que mi nueva amiga garabateaba al azar sin prestar mucha atención a lo que yo le decía. Pero después de dos días de decir tontería y media, me cayó el veinte de que el tipo de pez que ella dibujaba iba de la mano con lo que escuchaba. Asi que yo también me puse a dibujar peces en vez de bombardearla con preguntas acerca de dónde venía y si suabuelo era su única familia. […] A veces Calipso y yo estábamos de acuerdo en todo y nos salía un cardumen gigantesco de galúas. En otras ocasiones nos peleábamos y en el papel un tiburón se tragaba a otro. Ganaba el que lograba dibujar el pez más grande.

Claro que había días en los que el papel o los ánimos estaban demasiado húmedos como para dibujar y entonces yo me limitaba a hablar mientras ella escuchaba. Sabía que entendía español, peor yo intentaba tabién decir cosas en su lengua. Seguí rondando por los muelles y los pocos establecimientos de la isla en los que aceptaban servirle a los criollos para poder escucharlos. Entre más palabras aprendía de su idoma, más ganas me daban de pronunciarlas en voz alta.

Piska, pez.

Laman, mar.

Salu, sal.

Santo, arena.

Bientu, viento

Antes de que Padú comenzara a darme clases, no podía decir mucho más que eso. Una semana después de que la chica y yo nos hicimos amigos, el viejo fue a buscarla a la ensenada y nos encontró chapoteando entre las rocas blancas.” (39-40)

En una especie de contrapunto, la autora presenta la actitud abierta e integradora de Teo frente a la intolerante y cerrada de la mayoría de los pobladores adultos que se sienten amenazados por ‘la otredad’; es decir, le temen a los forasteros por la amenaza que representan, pero sin saber con certeza en qué consiste. Por el contrario, Teo no abandona su espíritu abierto y solidario que lo lleva a tratar de que los demás, principalmente, su tío, entiendan que las personas del mar, prefiere llamarles de esta manera, no son las causantes de las desgracias productivas de la isla. La actitud incluyente de Teo lo convierte en una especie de ‘traidor’ para el resto del pueblo, sobre todo entre los adolescentes de su edad, quienes buscan siempre la confrontación y la violencia. El ejercicio del poder, a nivel microsocial, se evidencia a través de las estrategias con que intentan someterlo y, al mismo tiempo, repudiar a los extranjeros:

“El aullido frenético de una multitud que gritaba e insultaba me atrajo hacia la avenida principal. Padú, acompañado por varios hombres y mujeres, corría apresurado hacia la clínica. En sus brazos, desmayada y con el rostro cubierto de sangre, estaba Calipso.

–¿Qué le pasó? –pregunté asustado.

Padú pasó junto a mí sin verme.

–¡Padú! –supliqué.

–Le tiraron una piedra en la cara –me dijo un hombre joven llevándome aparte. Era uno de los que salía a pescar con el padre de la Torda–. Fue tu kompai –agregó.

Kompai, amigo.

Gritando lleno de rabia corrí hacia la playa principal. Lorenzo y su pandilla bailaban y reían en un extremo lejos de los adultos. Habían encendido una fogata. La Torda no estaba ahí. Sin poder dejar de ver el rostro de Calipso, me abalancé contra Lorenzo y lo golpeé en la cara. […]” (73)

En medio de ese conflicto racial y cultural, el protagonista se enfrenta a su propia búsqueda de identidad personal, pues a través de su relación con Calipso y otros personajes simbólicos, va interiorizando sus reflexiones para tratar de comprender a su tío, a los demás, pero sobre todo, para entender quién es él y cómo lo afectan sus circunstancias. Evidentemente, este conflicto interno revela la búsqueda intimista del personaje, a la luz de sus reflexiones sobre su vida interior. En este proceso, Teo se plantea preguntas que lo llevan a asumir que, a pesar de que están muertos, sus padres también eran migrantes que se marcharon de la isla para buscar algo más que la pesca. Sin embargo, el funesto desenlace de esa búsqueda obliga a que Teo regrese a vivir con su tío a la isla. Cuando llega Calipso, la niña muda y extranjera, los sueños de Teo empiezan a revelarle una realidad que lo confronta con las ‘verdades’ de los isleños. Podríamos pensar que sólo se trata del encuentro del ‘primer amor’ como un peldaño para alcanzar la madurez afectiva; sin embargo, los conflictos que presenta Riva Palacio Obón son tan profundos que el protagonista tiene que luchar contra unos pilares tan obsoletos, arcaicos y absurdos que son imposibles de derribar: el anquilosamiento de una estructura social jerárquica y opresora.

  A pesar de la resistencia que Teo opone a la presión social, la vorágine aplastante de la masa, llevada por su odio irracional hacia la otredad, lo lleva a convertirse en víctima de ese rechazo y a poner en peligro tanto su integridad como la de los criollos a quienes intenta incluir en la vida social de la isla. La aplastante fuerza de los prejuicios confina al protagonista a abandonar su lucha opacada por la frustración, al darse cuenta de que su simple actitud, como menor de edad, no genera ningún cambio, excepto para afectar a quienes intenta defender.

En primera instancia, para comunicarse afectiva y existencialmente con el lector, los elementos lúdicos empleados por la autora son preponderantes para estimular su participación activa, pues recrea situaciones que, a primera vista, podrían parecer fantásticos, pero que tienen la intención de apelar a la capacidad de imaginación infantil. En su estrategia narrativa conviven seres mitológicos y oníricos con seres humanos muy diversos; es decir, personas cuya identidad social difiere por sus respectivas condiciones de raza, económicas, sociales, etcétera. A lo largo de la trama, la autora va revelando las condiciones de las reglas de convivencia, tanto de los personajes realistas como de los simbólicos, a través de las vivencias de Teo, de manera que muestra al lector, sin dogamatismos ni intenciones moralizantes, lo absurdo de los prejuicios sociales enmarcados por conflictos raciales, lingüísticos y emocionales.

En medio de sus sueños, Teo es visitado por Imanje, la patrona del mar (cuyo nombre ha sido prestado a Calipso, pues cuando Padú la rescata de su abandono, ella ya no puede hablar, y decide nombrarla de esa manera) quien le va planteando preguntas y retos que lo llevan a identificar las diferentes formas en que el poder, construido simbólicamente a partir de elementos marinos, matiza las formas en que se ejerce la violencia.

Riva Palacio Obón integra a su propuesta estética la reflexión sobre la lengua, y sus distintos niveles de reconocimiento y prestigio, al poner en contrapunto las condiciones lingüísticas de dos comunidades cuyas lenguas determinan el ‘valor’ de sus respectivos hablantes. La autora hace énfasis en la relación de la lengua y el prestigio social, pues no sólo se trata de un conflicto racial entre los diferentes grupos, sino que la lengua creole, “compuesta por hilachos de portugués, francés, español y papiamento” (2016) se considera casi un estigma cuya carga pesa tanto a sus hablantes que los posiciona en la parte más baja de la pirámide social de la isla.

La batalla de Teo se desarrolla en medio de elementos oníricos donde la fantasía es atravesada por una línea de realidad que lo conecta con las pulsiones reales surgidas de su inseguridad y sus miedos. Tal vez por su formación como psicóloga, la autora conecta el mundo de los sueños con la realidad como una plataforma para configurar un personaje muy sólido, que busca, al mismo tiempo, encontrar el sentido de su vida, así como la lógica que rige el engranaje social. Mediante esta búsqueda, Teo muestra que “las verdades” sociales, que condicionan las prácticas culturales, siempre pueden ser enfrentadas desde la empatía y el respeto, aunque estos intentos resulten fallidos (Flores 2016).

La metaforización es un recurso literario presente en toda la novela, de manera que la sensibilidad lírica de la autora encuentra formas privilegiadas, regidas por la exaltación emocional, para presentar situaciones que ilustran lo más bajo de la condición humana. En la figura de los perros de Escila (Kachós rush, perros rojos), por ejemplo, percibimos la identidad monstruosa, nutrida del miedo, que se apodera poco a poco de los lugareños y los conduce a violentar irracionalmente a los otros. Estos perros se alimentan de la ‘verdad’ mítica disfrazada de ‘conocimiento incuestionable’: ‘Los criollos espantan a los peces, se los roban y por eso la otredad es una amenaza’. El enemigo es aquel a quien no se comprende Y por ello es preciso aniquilarlo. La esperanza de Teo se diluye ante la fuerza de una tradición que violenta la inocencia de los pequeños. Teo y Calipso, ajenos a los conflictos sociales, no saben de razas, de grupos marginales, de dominación y manipulación. Los chicos sólo quieren vivir (Flores 2016).

A lo largo de la novela, el lector va descubriendo un espacio donde reina el prejuicio y la descalificación a priori, por lo que las relaciones sociales se ven afectadas hasta llegar a la violencia extrema incluso contra los niños. A través de la trama, la autora conduce al lector a cuestionar los paradigmas que rigen las normativas sociales, para reconocer los convencionalismos y ponerlos a prueba. Definitivamente, Ella trae la lluvia no es una lectura afable ni pedagógica, pues cada lector va construyendo y edificando los sentidos y efectos a los que lo conduce su propio proceso reflexivo para encontrar las conductas e ideas que pueda asumir y comprender.

El tratamiento que da al proceso migratorio, a diferencia de otras narrativas donde se priorizan los problemas de un migrante adulto, sea varón o mujer, se centra en la figura de Calipso, una pequeña niña que no tiene la capacidad de articular palabras, no porque sea muda, sino porque ha logrado escapar de una serie de eventos traumáticos, y llega a la isla, de la mano de un anciano, huyendo de las persecusiones de su país. Todo lo que la pequeña personaje enfrenta, la confina a seguir siendo una víctima cuyo futuro, probablemente, esté cancelado. La autora, nuevamente, se sirve de las metáforas para retratar estas terribles situaciones de forma sublime. Teo y Calipso, a través de muchos recursos que experimentan para comunicarse, logran establecer una relación de complicidad y amistad cuya fortaleza no será suficiente para lidiar con los prejuicios del mundo de los adultos. Poco a poco, su historia se va poblando de rechazos y desencuentros hasta llegar a un desenlace que vuelve a poner en riesgo la integridad y el futuro de la niña. En este periplo, el lector experimenta el dolor y los duelos que viven los personajes, a través de la huella que deja en la conciencia la permanente reflexión sobre los conflictos migratorios, sin que la trama se desdibuje.

En relación con los dos aspectos que destacan en las narrativas de algunas autoras, la novela, entonces, presenta dos dimensiones que se articulan para disparar la participación activa del lector, en ambos niveles: la realidad social, desde la que es posible construir el nivel de denuncia, al profundizar en la crítica hacia las condiciones de los grupos excluidos y minoritarios, y la realidad íntima de los personajes, donde su angustia y búsqueda de trascendencia condiciona y exige un nivel emotivo de lectura; es decir, interpela a la emocionalidad del lector para reconfigurar sus niveles de interpretación a partir de lo afectivo. Riva Palacio Obón, desde la complejidad de sus estructuras y sus múltiples referencias, que desvían al lector de la lectura lineal, contribuye a exigir una participación que, sin duda, le da cabida dentro del mundo y la experiencia literaria. El lector, independientemente de su edad, debe recurrir a su experiencia personal, sus valores y su ideología para llenar los silencios o los sentidos metafóricos de la trama. Su propuesta estructural y ficcional reconoce la inteligencia del lector, quien es capaz de decodificar información sugerida, por guiños que a veces son sutiles, y cuya exégesis hace del lector un protagonista de la misma trama.

Es una pena que, dentro del canon literario nacional, pareciera que a las narradoras o mujeres poetas les “corresponda” la primera infancia: las rimas y las nanas, pero no la narrativa de ‘altos vuelos’. Sin embargo, Martha Riva Palacio Obón es una escritora que reta al lector de una forma integral: sacude sus emociones, su ética, sus prejuicios, su capacidad para codificar e interpretar su mundo. Por lo que desde las nuevas narrativas intimistas, es una escritora cuya calidad literaria está a prueba de cualquier reto o prejuicio.

En conclusión, podemos asegurar, siguiendo a Moreno y Castro, que si establecemos un acercamiento crítico a través de las condiciones de género en la narrativa de algunas escritoras mexicanas, podemos identificar formas más amplias, donde se reconoce el valor de la subjetividad y los procesos emocionales, al abordar fenómenos sociales y redimensionar las estrategias para promover la participación activa de sus lectores, apelando tanto a su capacidad para hacer inferencias lógicas, como a las afectivas que los conducirán, tarde o temprano, a cuestionar la realidad que los circunda.

  Es necesario, entonces, establecer estrategias, desde al ámbito académico, para hacer visible y relevante la obra de escritoras, como Riva Palacio Obón, que muchas veces se ha condenado a tener una baja distribución, o bien, a ser sólo leída y difundida en contextos escolares básicos, con intenciones pedagógicas, en el mejor de los casos, pero sin explorar su capacidad para detonar estrategias que lleven al lector a desarrollar el pensamiento crítico y la sensibilidad estética. Asmismo, la función de la crítica especializada sobre LIJ, en este caso, sobre Ella trae la lluvia, sin duda redundará en crear puentes más sólidos para que este tipo de obras pueda llegar a una cantidad más nutrida de lectores. Desafortunadamente, en el ámbito académico, todavía se percibe un halo discriminatorio frente a la literatura infantil, en gran medida porque, en efecto, muchos libros para niños, desde el mundo editorial, se siguen pensando como herramientas pedagógicas y moralizantes que subestiman las capacidades de los niños lectores. El simplismo y condescendencia que permea este tipo de obras aleja de ellas la mirada crítica de los académicos y, por generalización, reduce también a las obras literarias a ser medidas con la misma condescendencia.

  La formación de lectores críticos empieza desde la infancia, por ello, incluir literatura infantil en los planes escolares es imprescindible; sin embargo, no sólo debe limitarse su presencia al ámbito escolar, también es necesario que la literatura, como experiencia íntima y gozosa, forme parte de las actividades lúdicas y recreativas de todo lector, independientemente de su edad. En este sentido, la literatura infantil funciona como un andamiaje fundamental que detona posibilidades dialógicas intergeneracionales; es decir, abre puertas para el diálogo entre niños, jóvenes y adultos que podrían llevarnos a pensar mundos más inclusivos y solidarios.

Finalmente, es importante reconocer la impecable labor de selección, cuidado, diseño, distribución y promoción de obras clave para la literatura infantil y juvenil contemporánea, llevada a cabo por editoriales como El Naranjo, la casa editora de esta novela. No obstante que es una editorial pequeña, la intensa labor que han tenido en los últimos años, sin duda, ha contribuido a posicionar la LI también entre el gusto de muchos lectores que se acercan a la literatura sin imposiciones; por ello, los recursos y estrategias para lograr una circulación nutrida de este tipo de libros podría beneficiarse si también, desde el ámbito académico y la crítica literaria formal, se impulsa su lectura crítica, su análisis y su divulgación.

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Referencias:

Castro Ricalde, Maricruz. “El género, la literatura y los estudios culturales”. Estudios sobre las culturas contemporáneas. Universidad de Colima. Vol. XVII, núm. 35, 2012. (pp. 9-29).

Flores Hilerio, Dalina. “Una novela social para lectores sin prejuicios”. C2. Ciencia y Cultura. https://www.revistac2.com/ella-trae-la-lluvia-una-novela-social-para-lectores-sin-prejuicios/

Irigaray, Luce. To Be Two. Translated by Monique M. Rhodes and Marco F. Cocito-Monoc. Routledge, N.Y. 2001.

Moreno, Hortensia. “Crítica literaria feminista”. Debate feminista, año 5, vol.9, marzo 1994.

Reyes Zaga, Héctor A. “Cartografías Literarias: anotaciones a propósito de la novela de migración mexicana”. Literatura Mexicana. Vol 30. No.1, México, 2019.

Riva Palacio Obón, Martha. Ella trae la lluvia, México: El Naranjo, 2016.


Dalina Flores Hilerio es promotora cultural, investigadora y profesora universitaria; obtuvo su PhD en Estudios de la cultura y la maestría en Lengua y Literatura por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León en 2001. Es editora de la revista de literatura infantil y juvenil Navegantes. Actualmente imparte clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, así como en el departamento de Estudios humanísticos del Tecnológico de Monterrey.

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El tercer personaje: la imposibilidad de la mujer de situarse en un lugar diferente

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El tercer personaje:

la imposibilidad de la mujer de situarse en un lugar diferente

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Edith Ibarra

CITRU-INBAL

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Resumen

Revisar la dramaturgia femenina mexicana escrita durante el periodo posrevolucionario es un campo de oportunidad ya que es una dramaturgia escasamente visitada. Analizar El tercer personaje, texto dramático de Concepción Sada — para dar cuenta del intento de la autora por hacer aparecer otro tipo de representación de las mujeres — permite conocer no solo la problemática de la época con respecto a los mandatos sociales sino las posibles soluciones que encuentra, aunque estas impliquen situarse en el lugar del dominador. Para tal efecto, el ensayo se centra en el primer acto, en el que Adriana Pradel, personaje principal, decide comprar un marido para materializar su deseo de ser madre. Autores como Marcela Largarde, Eva Illouz posibilitaron el análisis del mandato social de las madreesposas y del discurso amoroso, lo mismo Roberto Esposito en lo que se refiere a la distinción entre personas y cosas. Si bien el texto en general favorece la idea del amor como el camino obligado para la formación de la familia nuclear, el primer acto disloca el orden reconocido pues la mujer representada en el texto es la que la compra al hombre elegido en un violento contrato mercantil. En conclusión, El tercer personaje es un texto interesante de conocer y de analizar no solamente por su fecha de aparición (1936) sino porque, aunque no nos ofrece un cambio de paradigma fuera de las violencias producidas en una relación dominador-dominado, para la época fue suficiente con poner a una mujer en el lugar de la dominación, disponiendo de medios para hacerlo, mostrando el proceso de cosificar a un hombre.

Palabras clave: Dramaturgia femenina. Posrevolución mexicana. Mandatos sociales. Representación Femenina.

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Abstract

Reviewing the Mexican female dramaturgy written during the post-revolutionary period is a field of opportunity since it is a rarely visited dramaturgy. Analyzing El tercer personaje, a dramatic text by Concepción Sada — to give account of the author’s attempt to present a different type of women’s representation- — allow us to know not only the problems of the time in regards to social mandates, but also the possible solutions that could be found, although these imply placing oneself in the place of the dominator.

With this purpose, the essay focuses on the first act, in which Adriana Pradel, the main character, decides to buy a husband to materialize her desire to be a mother. Authors such as Marcela Largarde, Eva Illouz made it possible to analyze the social mandate of mother-wives and love discourse, as well as Roberto Esposito in regards to the distinction between people and objects.

Although, in general, the text favors the idea of ​​love as the obligatory path for the formation of the nuclear family, the first act dislocates the recognized order since the woman represented in the text is the one who buys the chosen man in a violent commercial contract.

In conclusion, El tercer personaje is an interesting text to learn about and analyze not only because of its appearance date, but also because it does not offer us a paradigm shift outside of the violence produced in a dominator-dominated relationship, because by 1936 it was enough to put a woman in the place of domination, disposing the resources to do it, showing the process of objectifying a man.

Keywords: Female dramaturgy. Mexican post-revolution. social mandates. Female Representation.

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Introducción

Elaborar un acercamiento analítico a la dramaturgia femenina mexicana que se produce en el periodo posrevolucionario permite conocer la emergencia de nuevos personajes femeninos que son reflejo de la movilidad social que provoca la Revolución mexicana, lo que propicia la aparición de nuevos conflictos que surgen cuando la representación de la mujer, en una sociedad aparentemente revolucionaria, pero cercada por el poder patriarcal, intenta un modo de existencia distinto al establecido.

Tal es el caso de El tercer personaje, texto dramático de Concepción Sada Hermosillo, notable impulsora del teatro mexicano, nacida en Saltillo, Coahuila en 1899. Sada fue participante activa de asociaciones teatrales como la Comedia Mexicana y Teatro de México, promotora de teatro infantil y fundadora de la Escuela de Arte Teatral del Instituto Nacional de Bellas Artes.

El tercer personaje, obra de teatro estrenada por la Compañía de María Teresa Montoya en el Palacio de Bellas Artes el 8 de agosto de 1936, se divide en tres actos, pero en el presente ensayo se analizará únicamente el primero pues en este podemos notar una dislocación al orden establecido a partir de la serie de rebeldías por parte de Adriana Pradel, personaje principal, en un intento por materializar otro modo de existencia para ella.

En el texto se advierte una expresión de la diferencia en la serie de actos, productos de sus decisiones, por conseguir un marido y así tener al hijo anhelado. Para tal efecto, pone un anuncio, en varios periódicos, donde a cambio de matrimonio, ofrece dinero al futuro esposo. Es necesario subrayar que si bien la anécdota de este drama, una mujer que busca tener un hijo, no se encuentra fuera del mandato social que deben cumplir las mujeres, el modo en el que la autora lo articula altera una serie de ideas y prácticas relacionadas con las mujeres y con su búsqueda por encontrar un marido y tener un hijo.

De tal modo, para elaborar este ensayo se sigue la reflexión sobre el mandato social de las madreesposas que elabora Marcela Largarde, la del discurso amoroso de Eva Illouz, así como la distinción entre personas y cosas que refiere Roberto Esposito. Así mismo, se presenta un breve análisis de lo que implica la presencia, dentro del momento histórico de la nación, de los aspirantes a ocupar el lugar de esposo ya que los elegidos por Adriana son un antropólogo inglés, un panadero español y un ex hacendado del Porfiriato.

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El plan de Adriana: comprar un marido para acallar su angustia

Al iniciar este acto, nos encontramos en la sala de Adriana, quien le confiesa a Magda, una amiga de toda la vida, el plan que ha ideado para realizar su deseo.

MAGDA. —[…] Te será difícil conquistar un hombre

ADRIANA. — ¿Difícil? ¡Bah! No voy a intentarlo.

MAGDA. —¿Qué quieres decir…?

ADRIANA. —¡A mi edad!… ¿Podría hacer el papel de niña coqueta, suspirar y poner los ojos en blanco? ¿Ofrecerme al abrazo del primer bailador? Estoy por encima de esas niñerías. Detesto el ridículo. (13)

No deja de sorprender que un texto de esa época critique esta dimensión de la vida social tan normalizada ya que, por un lado, hace evidente la imposición social que obliga a las mujeres a ocuparse en la búsqueda del amor y, por otro, ironiza las formas en las que se debía “conquistar” a un hombre, es decir, la puesta en acto de la infantilización de las mujeres para hacer saber a los hombres que requieren de sus cuidados y de su protección. Ante tales modos, Adriana busca el propio, uno que no la presente como una niña y que no la ridiculice a sus treinta y cinco años.

MAGDA. — Y bien: has decidido enamorarte de una manera “muy especial”.

ADRIANA. — No. He decidido solamente buscar un hombre para mí.

MAGDA. —¡Adriana!… ¿Estás loca?… ¿Cómo, si no te enamoras? (13)

El sobresalto de Magda responde a que Adriana se sale del marco de inteligibilidad de la unión entre hombres y mujeres, es decir, del amor, el afecto reconocible que justifica esta unión. En este marco, como señala Illouz:

la experiencia emocional se organiza, se define, se clasifica y se interpreta. Los marcos culturales nombran y definen las emociones, señalan los límites de su intensidad, especifican las normas y los valores asignados a ellas, y ofrecen símbolos y escenarios culturales para que adquieran un carácter de comunicatividad social. (21)

En otras palabras, Adriana se sale de ese marco que ordena el modo en que una mujer obtiene a un hombre: solo y a través del amor, de un afecto que ha sido normado y que, como se estará señalando, está lleno de códigos que deberán cumplirse para ser semánticamente interpretables como “amor” por la comunidad a la que se pertenece.

ADRIANA. —Es que… no quiero amor del que supones. No quiero al hombre por sí mismo. ¡Oh!… ¡es tan difícil explicarlo…! ¡quiero… quiero un hijo…! (Sada 13)

Como se señaló anteriormente, Adriana no está poniendo en duda su función como madre sino los medios que una mujer debe utilizar para conseguir este fin. Dicha función está plenamente relacionada con las labores de cuidado, destinadas históricamente a las mujeres, y que para Adriana han terminado.

ADRIANA. — […] Se fue tío Alfonso, se acabó la familia… estoy sola… sola enteramente… sola siempre… (11)

De este modo, se podría sugerir que Adriana tiene deseos, pero no tiene a quién dirigirlos; en otras palabras, se había volcado en la demanda de la madre enferma, del tío convaleciente, y lo que asocia con la soledad tiene que ver más con la imposibilidad de seguir sirviendo a alguien.

ADRIANA. — […] No puedo más. Trabajé sin descanso para mi madre; entonces mis esfuerzos tendían a un fin. No me importaba desvelarme estudiando, agotar mis fuerzas… era por ella… para ella. Eso se acabó. (11)

La muerte de la madre produjo una fuerte crisis en Adriana ya que el marco normativo que rige su día a día dispone que la mujer organice sus actividades alrededor del cuidado a otros cuerpos, de tal modo que su familia le daba forma a su vida, además de un lugar en el que podía representarse, fuera como hija o como sobrina.

ADRIANA. — […] ¿Para qué trabajo ahora? Nada necesito, hasta la herencia de tío Alfonso ha venido a completar la seguridad de mi provenir. (11)

Es importante señalar que la posibilidad de contar con recursos económicos, productos de sus herencias, determina la forma en la que ejerce su profesión, es decir, en la consulta privada, así como la solución que encontrará para resolver el problema de la maternidad.

ADRIANA. — […] Necesito servir para algo. Encontrar una finalidad que justifique mi vida.

MAGDA. — Pues tu carrera te facilita la intención. Puedes hacer… has hecho ya mucho bien. ¡Cuántos chiquillos te deben la vida…!

ADRIANA. — Sí, y lo olvidan fácilmente. […] Siempre vienen hoscos, azorados, temerosos. […] y se van tan indiferentes; deseando sólo perdernos de vista cuanto antes. ¿Puede ser esto suficiente a llenar el vacío de una vida? (11-12).

Si bien, como señala Magda, Adriana podría volcar su necesidad, de cuidar y vivir para los otros, en los niños enfermos que llegan a su consultorio, estos no le responden como hijos amorosos y agradecidos porque una vez curados no la necesitan más. Sus pacientes, en tanto recursos simbólicos, ya no son suficientes. Resulta sintomático, entonces, que ejercer su profesión se relacione más con cumplir con la función asignada de cuidadora.

MAGDA. — No puedes llamar vacía una vida llena de ocupaciones, tan nobles, tan…

Adriana. — ¿Y crees que eso me basta? … ¡No!… ¡No!… Quiero tener alguien para quien trabajar, a quien dedicar mi vida, mi entusiasmo. (11-12)

Como señala Guillaumin, la mujer es apropiada siempre ya que opera una doble manera de adueñarse de ellas: “la apropiación privada por un individuo (marido o padre) y la apropiación colectiva de todo un grupo —incluyendo las personas solteras— por la clase de los hombres” (Guillaumin en Wittig 17). Esto implica que parte de su padecer se debe al borramiento de la figura del Amo, es decir, de la persona que se apropia de su vida y regula sus actos pues, en la trama infantil que Adriana ha creado, siempre es poseída por otro a quien entrega su vida a través del amor. Por lo que, desde una perspectiva aparentemente amorosa, la fantasía de tener un hijo hace patente su disposición para ser de y para otro.

MAGDA. —¡Un hijo!

ADRIANA. — […] Un hijo mío… enteramente mío; de mi carne de mi sangre…para depositar mi alma en su vida; para desenvolver su espíritu con mis propias manos. ¡Lo deseo…lo necesito! (Sada 13-14)

A pesar del lugar de sumisión en el que ella se coloca, sus palabras permiten notar que con el ansiado hijo se invertirá la relación, es decir, Adriana podrá situarse también en el lugar del dominador pues como sostiene Lagarde: “El poder sobre los otros emanado de ser-para y de-los-otros, es poder maternal (317). Así pues, ella en tanto cuerpo capturado buscara capturar a su vez el cuerpo de su hijo, la vida de su hijo pues desde ya lo ve como algo que no tiene alma y que requiere de sus manos para revelar quién es. Es significativo que, así como ella requiere de un Amo, conciba que su hijo también lo necesite.

  Siguiendo con la trama, y con la moral de la época, para Adriana es imposible tener un hijo fuera de la institución familiar pues de hacerlo estaría a merced del descrédito y el rechazo social, por lo que entonces decide:

ADRIANA. — […] como no admito traer a mi hijo por el camino “ese” que insinuabas porque no quiero marcar deliberadamente un ser con un sello tan vil, necesito un marido… y por lo tanto, voy a comprarlo. (Sada 14)

Para que esta premisa, ser madre como un paso natural de la mujer, aparezca como algo instintivo y anhelado se ejerce violencia. Si bien los marcos normativos de una sociedad no están establecidos como leyes, las violencias que producen las normas son constantes y se realizan para salvaguardar un sistema-mundo. De esta forma, toda hija aprende que llegará el momento en que pasará a ser madre como un acontecimiento natural porque no es evidente la coacción cotidiana que las mujeres padecen para que no dejen de estar al servicio de un otro dado que “la mujer obra como medio de un fin […], viéndose privada de ser ella un fin en sí misma” (Sánchez 162). Tal y como Adriana lo plantea: vivir para ella misma no es suficiente. Por eso, y dada su solidez financiera, se permite organizar la compra de un marido para cumplir con la condición histórica de las mujeres: ser una madresposa, esto es, a “vivir de acuerdo con las normas que expresan su ser— para y de— otros, realizar actividades de reproducción y tener relaciones de servidumbre voluntaria, tanto con el deber encarnado en los otros, como en el poder en sus más variadas manifestaciones” (Lagarde 280). La necesidad de cumplir con este mandato social encontraría su explicación, de acuerdo con la anécdota, en la reciente muerte de su tío, el ultimo integrante de la familia a quien ella cuidaba. Como se ha remarcado, dicho evento la hizo sentir fuera de un lugar reconocible y busca entonces regresar al lugar asignado a través de un hijo.

MAGDA. — Adriana, no sabes lo que dices.

ADRIANA. — Mejor de lo que supones.

MAGDA. — No, no puede ser. Un hombre así, un hombre que se vende, que se casa por interés, no puede quererte; gastará tu dinero, te abandonará.

ADRIANA. — ¡Y qué importa, si antes…antes…!

MAGDA. —Calla… calla.

ADRIANA. — …Me ha hecho el obsequio que deseaba. (Sada 14)

En la comunidad a la que pertenece Adriana toda mujer debe aspirar al amor, es decir, este afecto que forma parte de una meta colectiva y es pieza constitutiva de la identidad de las mujeres, no solo porque se les asigna una sensibilidad exacerbada sino porque deben estar ocupadas en producir la ficción amorosa. No basta con elegir al objeto amoroso si no se está dispuesto a realizar toda la serie de rituales sociales que le permitan presentarse ante su comunidad con una futura pareja con la que llegarán a casarse y fundar una familia nuclear. Sin embargo, la propuesta de Adriana carece de esta narrativa lineal del amor pues ella plantea llegar al matrimonio sin pasar por las etapas establecidas.

MAGDA. — Me desconciertas, Adriana. ¿Has pensado cómo puedes lograr…?

ADRIANA. —Lo he pensado, y algo más. Tengo en acción un plan magnifico. (Sada 14)

Si bien el deseo de ser madre está regulado por una moral normada, como se ha señalado, la manera de llevarlo a cabo podría leerse como un intento de Adriana por ejercer su autonomía; aunque pretender ver a las personas como cosas, como mercancías que se pueden comprar es una forma de violencia que Adriana no dudará en justificar pues la ve como un medio para un fin justo; es decir, cosificar a un hombre es razonable si eso le da la posibilidad de procrear un hijo.

ADRIANA. — […] Para llevar a efecto mi plan, para poder comprar un marido, hice insertar algunos anuncios en varios periódicos. Ofrecía dinero, pedía matrimonio. Recibí más de cincuenta respuestas. Mira… mira (Mostrando en un cajón de su escritorio sobres de diversos tamaños y colores) Todos, todos estos desean casarse conmigo, ¡Me he vuelto de pronto apetecible! (17-18)

Si el mundo representado guarda vínculos con el mundo real, ¿qué pasaba en México en los años treinta que posibilitó la producción de este tipo de textos? Estamos ante una problemática insólita que fue representada en el teatro del Palacio de Bellas, inaugurando la Temporada de Autores Mexicanos. Quizá la respuesta se pueda encontrar en lo que refiere Peña:

Los años veinte y treinta fueron clave para el cambio de la mujer. Habían terminado largos años de dictadura, sumados al periodo de la Revolución mexicana, por lo que se necesitaba cambiar el ánimo de la mujer para concienciarla de su importancia en la sociedad, no solo en las labores del hogar sino también para tomar decisiones en su propia vida. De ahí que el teatro de estas dramaturgas [1900-1940] encontrara receptoras deseosas de escuchar a una mujer que rompía con los cánones de la sociedad. (La dramaturgia femenina 23)

Por consiguiente, se puede deducir que había un grupo de espectadoras que podía reconocer que la mujer podría ser representada de otra manera, como es el caso de Adriana, una mujer que, de varias maneras, ha roto con ciertos cánones del grupo al que pertenece: ejerce una profesión científica, la de médico, es autosuficiente económicamente y vive sola. Otra forma de romper con las normas de su comunidad es poner anuncios en el periódico ofreciendo dinero a cambio de matrimonio pues no solo rompe con su propia contención, sino que rebasa ciertos límites, atenta con ciertas creencias heredadas y se arriesga en el arrebato.

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El primer candidato: un antropólogo inglés

ADRIANA. — […] Escucha, escucha (precipitada y nerviosa). Entre ese montón de solicitantes elegí tres, los que me parecieron “mejores postores” y van a venir ahora mismo.

MAGDA. — (Alarmada) ¿Aquí…?

ADRIANA. — […] Uno de ellos ya está en la antesala. Lo haré pasar luego. Sé buena, ayúdame a escoger. Para eso te llamé.

MAGDA. — No; no quiero mezclarme en un asunto que repruebo con todas mis fuerzas.

ADRIANA. — No te mezcles tú, recuerda, te obligo yo. Entra en ese cuarto y oye cuanto pase, luego… luego, dame tu consejo. Anda… aprisa… aprisa. (Sada 18)

Como nos daremos cuenta más adelante, Adriana elige a un arqueólogo inglés, Mr. Sheprers, un panadero español, Juanico Quesadas, y Alfredo Noriega, hijo de un rico hacendado venido a menos a causa de la revolución en México. No es de asombrar que cada uno ellos pudiesen representar un fragmento de la historia de México, distintos tiempos que conviven en el presente, y que el encuentro con todos ellos revele no solo un tipo de masculinidad distinto sino diferentes demandas simbólicas. Siguiendo con la anécdota, el primero en llegar es Mr. Sheprers:

Mr. SHEPRERS. — ¿La señorita Pradel? ¿Es usted la que pone el anuncio?

ADRIANA. —Sí señor. (sic)

Mr. SHEPRERS. —¡Oh! Mi tener un gran gusto en conocerla, señorita Adriana.

Mr. SHEPRERS. — […] ¡Bueno! Voy a tratar el negocio. Yo contesté su anuncio porque pretender casarme con usted. (Adriana quiere hablar. No se resuelve) Yo no estar interesado en dinero. Yo tener bastante por mí mismo. Yo haber dedicado mi vida al estudio… yo no comprender nunca a la mujer. (19)

Parte de la lógica patriarcal es alimentar la idea de que las mujeres son incomprensibles, y esta condición termina relacionándose con la pretendida irracionalidad genérica de estas. De este modo, en un primer momento, las mujeres son objetos de interés porque parecen encerrar un misterio, un enigma que solo los más avezados podrían descifrar, pero después, cuando los hombres son incapaces de “resolver” esa incógnita, la imposibilidad de ellos no es reconocida como tal porque se atribuye a la locura de las mujeres, a sus pensamientos anómalos y a sus actos irracionales imposibles de descifrar.

  Como se podrá notar más adelante, Mr. Sheprers habla de una constante en las mujeres, de ese ser ahistórico de todos los tiempos y todos los lugares, lo que permite considerar que quizá esta condición más que corresponderle a las mujeres concierne al mundo en el que ellas viven, pues como señala Basaglia:

Si la locura pudiera ser definida como carencia e imposibilidad de alternativas dentro de una situación que no ofrece salidas, en donde todo lo que hay está fijo y petrificado, la medida de cómo ha llegado a construirse histórica y socialmente esta locura podrían darla tantas mujeres sin historia, obligadas a vivir como ha vivido. (Basaglia en Lagarde 515)

De ahí que el mismo acto de Adriana sea un acto en contra de esa locura instituida, en contra de un mundo que no le ofrece alternativas a una mujer de treinta y cinco años que necesita un hijo para poder continuar con su vida.

Mr. SHEPRERS. — […] Yo hablar e interrogar momias de mujeres mil años muertas y ellas no aclarar nada. Yo haber pasado años con pergaminos viejos, muy antiguos, que no decir nada. Yo estudiar mujeres que conozco todas nacionalidades, la francesa, la rusa, la americana. Mi observar… observar… (Sada 19)

Dar una posible respuesta a por qué dentro de los candidatos elegidos, Concepción Sada, la autora del texto, incluye a un antropólogo inglés podría deberse a que la antropología inglesa tuvo un gran impacto en la antropología nacional a partir de la década de los años veinte. Como lo señala De la Peña: “Los antropólogos mexicanos del siglo XX manifestaron poderosas influencias académicas originadas […] en Alemania, Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia […]” (2). Ejemplo de ello es el interés que despertaron, en México, los estudios etnográficos de Malinowski, antropólogo de origen polaco, radicado en Londres.

Esta breve explicación permite comentar el diálogo de Mr. Sheprers pues en este se percibe la mezcla entre la tradición antropológica británica y uno de los grandes aportes que Malinowski realizó en la práctica etnográfica; a saber, dentro de la mencionada tradición, el trabajo antropológico descansaba sobre todo en el análisis histórico de los sucesos para poder explicar el desarrollo de la vida social, que es lo que Mr. Sheprers refiere cuando afirma haber consultado documentos históricos como lo son los pergaminos. Al parecer, en el estudio de las culturas vivas poco podían agregar a la investigación, de ahí que el cambio epistémico que propone Malinowski se centre en la observación ya que:

los eventos rutinarios, las acciones repetitivas de la gente […] tienen tanta relevancia histórica como los sucesos espectaculares cuya crónica es más frecuente […] Así, el trabajo de campo se destina a compendiar una “norma” tomada del conjunto de comportamientos de la idiosincrasia individual que constituye el sujeto de la observación. (Drucker-Brown 7)

De tal modo, el diálogo nos permite señalar que Mr. Sheprers ha mezclado ambos sistemas en su investigación, pero sin lograr grandes resultados, a su parecer.

ADRIANA. — ¿Y… el resultado de sus observaciones?

Mr. SHEPRERS. — Lamentablemente ninguno. Nadie las entiende. Esto ser cosa imposible. Cuando yo creer saberlo ya y tener mis deducciones hechas, ellas venir con algo nuevo que desconcierta y decepciona y sólo hacer ver que ellas no saben mismas lo que hacen y quieren. (Sada 19)

En este momento es conveniente preguntar si es el método lo que falla o es el objetivo de este antropólogo o de esta antropología que intentan fijar al otro para poderlo explicar. No es sorprendente que la mujer se le presente a Mr. Sheprers como un territorio que explorar, casi como una nueva colonia que “desconcierta y decepciona” porque no tiene un comportamiento predecible, uniforme, estable, tal y como los hombres creen que aparecen en el mundo. Desde esta percepción velada, Mr. Sheprers muestra la relación que existe entre la impresión que tiene de las mujeres y lo real que dice observar. Desde su realidad fantasmática intenta entender lo inescrutable, pues “ante lo imposible de descifrar […], el fantasma es un axioma que dice: es esto” (Carbajal 12). Siendo así, Mr. Sheprers intenta validar su mirada hacia las mujeres y se sirve de documentos, reliquias, archivos para legitimar lo que considera una verdad. No ha logrado descifrar a “la mujer” porque no existe posibilidad de entender un lugar evocado; de ahí que en todos estos años que las ha estudiado “hay siempre y necesariamente algo que no cesa de no escribirse en lo que el sujeto relata sobre su experiencia fantasmática, un real que soporta el fantasma pero un real también ante el que el propio fantasma se constituye como defensa” (Bassols). En otras palabras, su mencionada investigación no tendrá fin ni llegará a ninguna conclusión posible porque solo cumple con la función de mitigar la angustia de Mr. Sheprers ante un significado que supone encriptado

Mr. SHEPRERS. — […] (Con tono meloso) Necesito poder estudiar a una mujer de su tipo. Usted nunca casada…

ADRIANA. — No. (Secamente)

Mr. SHEPRERS. —Es lo que yo buscar, una mujer como usted. Perfectamente diferenciada como dice Mr. Marañón… ¿Usted sabe

ADRIANA. — Sí, sé a lo que usted se refiere.

Mr. SHEPRERS. —Yo tener catalogadas 164 y querer una mujer como usted, por eso estoy dispuesto a casarme. Yo solamente quiero poder estudiar a usted, y si usted gusta puede estudiar a mí. Yo tener un magnífico proyecto y un buen sistema. (Sada 20)

Este buen sistema podría aludir a la necesaria conyugalidad que le permitiría a Mr. Sheprers convivir diariamente con Adriana para poder estudiarla; con su sistema de observación participativa anotaría toda la serie de intercambios que podría tener con ella al enfrentar el día a día en distintos niveles y dar cuenta así de los marcos normativos de clase, raza, nación, religión y adscripción política de Adriana, por mencionar algunos, e intentar obtener parámetros que le permitan comprender a la mujer.

  A pesar de la sólida propuesta de Mr. Sheprers, Adriana lo rechaza.

ADRIANA. — No es lo que busco. Siento no poder ser la número 165 de su catálogo… pero deseo otra cosa. Yo no podría prestarme como materia para un experimento, puesto que trato de hacer otro a mi vez.

Mr. SHEPRERS. — (Con tristeza) […] Si usted buscar un mentecato, usted arrepentirse.

ADRIANA. — Posiblemente, pero quiero seguir mi propio plan.

Mr. SHEPRERS. — […] yo argumentar sólo una vez; mi puede argumentar cincuenta mil veces, y usted no ceder. Cuando una mujer como usted dice una vez que no; el mundo puede caer entonces sobre ella. […] Adiós.

ADRIANA. — Siento defraudarlo, créame usted.

Mr. SHEPRERS. — ¡Oh! yo no perder a usted de vista… ser un poco extraña mujer… rara…rara… Usted sabe lo que quiere. (Hace una reverencia, besa la mano de Adriana y dice) Adiós entonces… (Mutis). (Sada 20)

Los intentos de Mr. Sheprers por encontrarse con las mujeres siempre terminan en desencuentros, y con Adriana no ha sido la excepción. Ella rechaza el proyecto porque la propuesta del antropólogo inglés no va con su propia ficción, con la narrativa en la que ella encontrará nuevamente un sentido para vivir al tener un hijo que cuidar. Como bien le expone a Mr. Sheprers, ella tiene su propio proyecto y en este busca experimentar no solo la realización de su deseo sino además retornar a un supuesto equilibrio que aparecería en cuanto forme una familia dentro del marco moral de su comunidad.

  

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El segundo contendiente: Juanico Quesadas, un panadero español

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Algo parecido con Mr. Sheprers pasa con el siguiente aspirante, el panadero Juanico Quesadas quien también tiene una narración muy elaborada de lo que sería su matrimonio con Adriana. Es importante notar como el matrimonio para ella y los aspirantes representa la posibilidad de reducir la distancia que los aparta de la satisfacción posible.

JUAN. — Es… ¿es usté la señora del anuncio? […]

ADRIANA. — Sí señor, yo soy […]

JUAN. — Es que… es que … uno no sabe que decí… Uno se ha imagináo otra mujé y luego… luego pué… que se ve uno en un aprieto.

ADRIANA. — No tiene usted por qué mortifcarse.

JUAN. — Pue vaya… que ve uno cosas “incredibles”, yo estaba dispuesto a lo del matrimonio ¿sabe usté? porque tengo una panadería chica, pero con el mejó pan del rumbo. (Luego como si alguien lo contradijera) Para pasteles los de Juanico Quesadas… Sí señor… Sí…

ADRIANA. — Sí señor.

JUAN. — Y yo me dije en cuanto leí su anuncio: Juanico Quesadas, vas y te entrevistas con la interfecta vieja solterona… perdone usté, pero así creí yo que usté sería… y con dos o tres perritos. Y tú le dices, yo puedo ser ese que usté busca; yo tengo mucha paciencia pa eso de tratar con animales y los cuidaré mucho, así como a usté, por eso no habrá dificultá. Y ella verá tu figura y apreciará tu talento… porque talento lo tengo… ¡Sí señor… Sí! (Levantando la voz).

ADRIANA. — Siga… siga, no lo pongo en duda.

JUAN. — Y he ganado mis cuartos con lo de la panadería. Pero quiero ensancharla y me dije: … 5,000 pesos no te vendrían mal. Agregas por aquí, (haciendo ademanes descriptivos) pones un espejo grande por allá, y corres el mostrador hasta la puerta. Luego dos buenos aparadores para los roscones, los pasteles, los condes y tóo lo qu’es bollo fino […] Después un viaje al terruño pa que mi madre, una viejecita blanca, mu blanca, conozca a mi muje… ¡Oh!… perdone la señorita, ya iba muy lejos […] usté no es lo que yo creía… (Con tono lastimero).

ADRIANA. — (Con voz dulce, comprensiva) Pues señor… Siento no poder ser su ideal. (21-22)

En estos diálogos se puede notar el estado de exaltación en el que se encuentra Juanico pues parece que la satisfacción de su deseo está por aparecer. Lo mismo que Mr. Sheprers, el panadero ha entretejido su deseo con la función del fantasma. Es decir, siguiendo a Nasio, el fantasma:

es una pequeña novela en edición de bolsillo que uno lleva siempre encima y que puede abrir en cualquier lugar […] y con frecuencia en una relación amorosa. A veces puede ocurrir que esta fábula interior se vuelve omnipresente y que, sin que nos demos cuenta, interfiera en las relaciones que mantenemos con quienes nos rodean. Así es como muchas personas viven, aman, sufren y mueren sin saber que siempre hubo un velo que deformó la realidad de sus vínculos afectivos. (7)

¿Y cuál podría ser el velo que altera el deseo de Juanico? Como él lo señala, ya había imaginado a otra mujer. Su sorpresa al ver a Adriana se debe a que ella no es la vieja solterona con dos o tres perritos que imaginó en su novela personal. Su fantasía bien puede relacionarse con la imagen de su madre, a la que más tarde alude, pues se percibe como un cuidador, sea de perritos o de ancianas. Juan no viene por una esposa sino por una madre a quien atender, por eso la lozanía de Adriana lo perturba, lo descoloca. Si como señala Carbajal, “La función del Otro determina la posición del sujeto” (Carbajal 40), entonces el lugar de Juan estaría en riesgo si intentara tener una relación con ella pues él puede con la vulnerabilidad, con los objetos que requieren su atención, pero no con una mujer que aparece ante él sin muestras de fragilidad. En la escena que fabuló, podría contar con los cinco mil pesos prometidos para seguir derramando amor en los roscones, pasteles y bollos de su panadería a cambio de cuidar a una vieja solterona. Adriana, conmovida por el deseo de Juan, le ofrece invertir en su negocio como socia. Juanico sale tropezando de felicidad y le promete enviarle unas empanadas de bacalao que son su especialidad.

A pesar de que dos de sus tres candidatos no han podido materializar su deseo, Adriana no desiste porque su única posibilidad de sobrevivencia es poder encontrar a un hombre que pueda satisfacer esa necesidad, del orden simbólico, que se ha impuesto.

MAGDA. — (Volviendo a escena) Eres difícil de contentar. Tu ideal te sale al paso y lo desprecias.

ADRIANA. — ¿Debería aceptarlo? ¿Aprobarías…?

MAGDA. — ¡Qué voy a aprobar! Por el contrario, gozaba en mi escondite con la escena; pensaba, éste será el remedio: una ducha helada que mate su entusiasmo. […]

ADRIANA. — Pues no lo mató; aún no desisto.

MAGDA. —Admiro tu tenacidad. Oye… dime (sic) ¿Vas… vas a regalar así tu dinero? ¿No se opone tu corazón conservado en alcohol?

ADRIANA. — Nada tiene que ver con esto el corazón. […]. (Sada 23)

La forma en que Adriana organiza el movimiento para ser madre tiene el signo de ser algo imposible de encontrar. La oferta de matrimonio a cambio de su dinero parece ser insuficiente; no basta con el dinero, no basta con ellos, no basta con ella. Hay algo que no acaba por articularse.

  

  El tercer entrevistado: Alfredo Noriega convertido en cosa

Finalmente llega Alfredo Noriega, el último de los entrevistados. Desde el inicio hay una tensión entre los dos, quizá porque de algún modo vislumbran que ante ese otro existe la posibilidad de presentar su demanda. Por un lado, él tiene verdadera necesidad del dinero de Adriana y, por otro, para ella es el último candidato que podría satisfacer su deseo.

ALFREDO. — ¿Es usted la señorita que deseaba relacionarse con un caballero?

ADRIANA. — Sí… ¿Es usted el caballero?

ALFREDO. — El mismo, si puede llamarse caballero al hombre que contesta cierta clase de anuncios.

ADRIANA. — (Con desdén) Podía haberse evitado la molestia de venir si mi oferta le parece tan… tan denigrante.

ALFREDO. — En lo absoluto. Es una oferta a la cual sólo puede contestar un canalla o un desesperado.

ADRIANA. — ¿Está usted en alguno de eso casos?

ALFREDO. — Si; he llegado al último extremo; al grado de verme obligado a contestar una proposición que envileciéndome, representa para mí la única salvación. (24)

Como nota Esposito:

Si hay un postulado que parece haber organizado la experiencia humana desde sus mismos orígenes, ese es el de la división entre las personas y las coas. Ningún otro principio está tan profundamente arraigado en nuestra percepción y en nuestra conciencia moral como la convicción de que no somos cosas, porque las cosas son lo opuesto a las personas. (Personas 25)

En los diálogos entre Adriana y Alfredo notaremos una repulsión constante en él ante el proceso de convertirse en cosa para ella; es decir, lo que advertimos es como en la conciencia moral de Alfredo subyace la convicción de que no es una cosa que pueda ser comprada con dinero y, sin embargo, él mismo se ofrece como mercancía ante la crisis económica por la que atraviesa. Él mismo cruza la línea divisoria entre el mundo de las personas y el mundo de las cosas; a saber, el nuevo contrato que está por aceptar le hace creer que perderá la función social que puede detentar como hombre, en tanto proveedor, protector, jefe de familia, esposo, padre, pues como señala Esposito, “En la doctrina jurídica romana, más que al ser humano como tal, persona se refiere al rol social del individuo […]” (Personas 25). Sin embargo, algo de lo que no puede darse cuenta Alfredo es que ambos están desesperados y ambos están rompiendo los márgenes de sus funciones sociales para poder sobrevivir, ante lo que se presenta como el futuro de sus vidas. No es extraño, entonces, que para Alfredo el matrimonio con Adriana represente su salvación no sólo económica sino social, por más paradójico que sea el remedio, por más que esta reunión le parezca el encuentro de dos seres degradados.

ADRIANA. — (Sonriendo con sarcasmo) Hablemos sin rodeos.

ALFREDO. — (Desconcertado, calla un instante) Es verdad, debemos tratar este negocio francamente. (Con resolución, levantando la cabeza con altivez) Quiero saber, ante todo, si en este asunto no hay un conflicto de honor…

ADRIANA. — ¿Y si lo hubiera… qué?

ALFREDO. — Que no soy el indicado para salvarlo.

ADRIANA. — Descuide usted. En este asunto nada tiene que ver “el honor”. Le explicaré: me dediqué al estudio; a trabajar con ahinco (sic), me olvidé del amor y de los hombres. Mi familia ha desaparecido, mis amigas se han casado. Estoy sola y… (Titubea) y… quiero un hogar. No estoy en edad de intentar un idilio. Necesito un marido… y lo compro. (Sada 24)

No es una práctica reciente la de cosificar los cuerpos pues, de acuerdo con Esposito, “El derecho romano clásico fue el primero en crear esta ruptura en la especie humana, seccionando a la humanidad con umbrales de personalidad decreciente que iban del estatus de pater al estatus cosificado del esclavo (Personas, 27). Lo que impresiona, sin embargo, en estos diálogos no solo es la cosificación a la que se expone Alfredo sino el lugar de pater que Adriana empieza a ocupar. Para poder encarnar este lugar, tuvo que dejar de presentar su deseo pues este, más que mostrar el poder que podría tener sobre Alfredo, expone la necesidad que tiene de él.

ADRIANA. — […] Yo pido… un hombre… un marido… un hogar; ya lo he dicho antes; a prueba por supuesto; si pasado algún tiempo este negocio no conviniere a alguno de los “socios” podremos separarnos. Ofrezco en cambio mi ayuda para cualquier necesidad.

ALFREDO. — Sólo el tratar este asunto me rebela. Resulta humillante…

ADRIANA. — Estoy en el mismo caso… y me doblego. Dígame cómo puedo ayudarlo. (Sada 25)

En las dinámicas sociales del mundo, es habitual que las mujeres sean los cuerpos por cosificar y, en general, son los hombres quienes vuelven a las mujeres cosas. En el caso de Adriana, y gracias a su riqueza, ella puede invertir estos lugares, no sin dejar de sentirse avergonzada pues cosificar implica doblegar la voluntad de un cuerpo, en este caso, el cuerpo de Alfredo que está en vías de someterse a la petición de Adriana por dinero. Las palabras que ellos encuentran para esta posible relación son “oferta”, “negocio”, “socios” ya que desde el inicio se establecen claramente los lugares que cada uno de ellos debe ocupar. La supuesta ayuda que ofrece Adriana no es tal porque su dinero es el medio para que él pierda el estatus de persona pues carece de este para poder conservarlo; por eso es importante considerar que cada época y cada sociedad establece las condiciones en las que se producen las categorías de persona y cosa. No obstante, es sorprendente ver cómo el orden de la Roma antigua sigue presente en estas consideraciones. De acuerdo con Esposito, en esa época:

[…] una persona era alguien que, entre otras cosas, poseía humanos que eran arrojados al reino de las cosas. Este era el caso no solo de los esclavos, sino también, en grado diverso, de todos los individuos que fueran alieni iuris, es decir, que no fueran sus propios dueños. (Personas, 28)

En este caso, se puede afirmar que Alfredo dejará de ser su propio dueño porque Adriana lo va a comprar; debido a eso es que le resulta insoportable seguir tratando su compra. En el caso de Adriana, parece que la humillación a la que se refiere tiene que ver con el hecho de que una mujer pague para tener una familia, cuando la norma establece que eso lo consiguen las mujeres por la vía del amor.

ALFREDO. — […] ¿no desea usted saber, conocer mi vida pasada?

ADRIANA. — Es inútil. Nada quiero saber. Su pasado no existe para mí. Su vida empieza desde este momento.

ALFREDO. — […] Entonces sólo diré lo indispensable para que sepa usted por qué circunstancia me veo obligado a aceptar su ayuda, para que no me juzgue un… ¡Oh! La palabra es demasiado dura. Quiero que sepa quién soy. ADRIANA. — ¿Eso qué importa? […]. (Sada 25)

En esta transacción comercial no solo Alfredo queda a merced de la lectura que haga Adriana de él, sino que una vez cosificado le niega su propia historia, su vida en tanto persona; por eso insiste en presentarse, en tener la posibilidad de que su relato sea escuchado y no encarnar únicamente la historia de un hombre que viene por dinero.

ALFREDO. — […] Entonces sólo diré lo indispensable para que sepa usted por qué circunstancia me veo obligado a aceptar su ayuda […] Quiero que sepa […] quien soy. (25)

La persona que se está convirtiendo en cosa se resiste a no tener historia, aunque las condiciones, obligaciones y características de esta transacción comercial las establezca ella, quien tiene la posibilidad de despojarlo de sus partes más sustantivas y singulares; de ahí que se resista a este despojo.

ALFREDO. — […] usted que “compra” debe saber la clase de mercancía que recibe a cambio de su dinero (25).

Alfredo, que ya se reconoce como objeto, no deja de intentar un espacio de escucha, de reconocimiento en su devenir mercancía.

ADRIANA. — Habíamos convenido en suprimir los sarcasmos…

ALFREDO. — Lo diré de otro modo. Estoy en el escaparate por el que pasaron y pasaran otros varios. Quiero que vea lo meritorio o defectuoso de mí… permítame que haga mi propia propaganda, que alabe el producto. (25)

Su insistencia por narrar su vida es una tentativa por no perder su singularidad en el mundo infinito de las cosas pues “Una vez se halla alineada en un inventario de objetos intercambiables, la cosa está lista para ser reemplazada por un artículo idéntico, de forma que pueda más adelante ser destruida al volverse innecesaria” (Esposito, Personas 29). Es así, como veremos en los diálogos siguientes, que “el producto” hace alarde de un origen glorioso como un rasgo singular que lo haría ver, al menos, como una cosa con calidad que en algún momento no sería tan fácil desechar o reemplazar. Entiende que es una cosa más entre las cosas que Adriana podría adquirir, por eso necesita ensalzarse en tanto objeto de venta, para que Adriana no dude en comprarlo.

ALFREDO. — Fue mi padre un rico hacendado, la revolución nos obligó a expatriarnos, a dejar nuestras tierras, nuestro hogar, nuestra fortuna. Inmensos sembrados de trigo y caña fueron destruidos, los ranchos asolados, las casas confiscadas. Nos refugiamos en España, allí murió mi padre; poco tiempo después, en Estados Unidos, mi madre enfermó; estábamos sin recursos… y ella se fué (sic) también. Quedé al frente de la familia; no en la ruina, pero muy cerca de ella, tanto que luego nos atrapó. Fuí (sic) entonces mesero, lavaplatos, cargador. Pasé junto al hambre, a todos los vicios, a las peores miserias. Regresamos al país de caridad. Desde entonces mi vida fue un vagar de oficina en oficina; puedo jurar que mis pantalones quedaron gastados de estar sentado, horas interminables, en las antesalas de los ministerios. Conseguí que me volviesen algunas propiedades. Intenté vender una sin lograrlo. Perdí dinero, nadie quiso prestar sobre haciendas en ruinas y gravadas con enormes contribuciones sin pagar. Todo se cerraba a mi derredor, me estrellaba en una inmensa muralla infranqueable; la miseria me estrujaba más cada día… leí su anuncio, decidí por medio del matrimonio salvar la situación. (Sada 26)

Mendieta afirma que a causa de Revolución y de la aparición de la Reforma Agraria “Muchos aristócratas se vieron arruinados, […] emigraron a Europa y a los Estados Unidos donde siguieron viviendo de las rentas de sus propiedades […]” (525). Tal parece ser el caso de la familia Noriega que se refugia en estos países y gasta lo que tiene hasta llegar a la ruina. Lo importante a destacar no es si Alfredo dice la verdad, sino su deseo por resaltar su origen con el fin de establecer un aparente encuentro entre pares, entre él y Adriana, ya que proviene de la desplazada clase alta de la sociedad porfiriana; sin embargo, tal paridad no puede sostenerse ya que adolece de uno de los atributos fundamentales de la clase alta: un patrimonio significativo.

  Y a pesar de eso, Alfredo nombra las riquezas que poseía porque se sigue incluyendo en la clase alta, pues si bien:

toda clase social se levanta sobre una base económica [la práctica social de esa clase] la determina [..] la cultura, entendiendo por cultura, el conjunto de costumbres, ideas, creencias, prejuicios, usos, maneras, formas de conducta, estilo de vida, conocimientos generales y sentimientos estéticos y religiosos” (Mendieta 519).

Visto de esta manera, Alfredo sigue compartiendo el sistema de creencias de la clase a la que pertenecía; no por perder su fortuna, a causa de la Revolución, ha dejado de concebirse como un hacendado, un ex hacendado que se presenta ante Adriana como un héroe; siguiendo a Campbell, un héroe “es el hombre o la mujer que ha sido capaz de combatir y triunfar sobre sus limitaciones históricas, personales y locales y ha alcanzado las formas humanas generales, válidas y normales (19). En este caso, la gran hazaña de Alfredo es pasar hambre y trabajar, es decir, experimentar lo que a diario viven las clases sociales con empleos precarios. Y como sobrevivir dentro de una economía inestable no es lo suyo, prefirió pasar largas meses, desgastando sus pantalones, en oficinas del gobierno para poder recuperar sus tierras en un país cuyo proyecto de justicia social se funda, entre otras cosas, en la repartición de las tierras expropiadas a gente como Alfredo.

  Después de relatarle sus hazañas, Alfredo le refiere la cantidad necesaria para poder restituir su lugar dentro de la clase dominante de la época.

ALFREDO. — […] Necesito $25,000; 5,000 para contribuciones, $10,000 para regalos “voluntarios” que forzosamente debo hacer, y el resto para volver a empezar […] (Sada 26)

Un posible anagrama del nombre de Adriana sería Ariadna, el personaje mítico que ayuda a Teseo a salir del laberinto a cambio de hacerla su esposa y escapar de Creta. Parece, entonces, pertinente comparar a estos dos personajes ya que ambas representan la ayuda indispensable para que los hombres puedan escapar del problema en el que se encuentran a cambio del matrimonio y puedan escapar del lugar indeseable en el que están situados. A diferencia de Ariadna, Adriana no cuenta con un ovillo de hilo de lino sino con una cantidad considerable para que su héroe pueda avanzar.

ALFREDO. — […] Resulto un artículo bastante caro. (Dice con amargura) Debo ahora hacer una aclaración. Los acepto a título de préstamo, en el término de un año, contando desde la fecha de nuestro matrimonio, los pagaré a usted…de una manera o de otra…

ADRIANA. —¿Qué quiere usted decir?…

ALFREDO. —¿Debo repetir en voz alta lo que usted ha adivinado? (Adriana se dirige al escritorio para ocultar su turbación. Toma un talonario y extiende un cheque. Él no se atreve a mirarla.)

ADRIANA. — Aquí tiene usted.

ALFREDO. — (Ve el cheque detenidamente, luego con lentitud lo dobla y lo guarda. Escribe un pagaré que entrega a Adriana) Aquí está el certificado de mi deuda, mi dirección, mi firma. ¿Necesita alguna otra garantía?

ADRIANA. — No… no hace falta. (lee el pagaré) ¡Pero aquí ha puesto usted otra cantidad!…

ALFREDO. — Los gastos de la boda corren por mi cuenta. ¿No se estila así? (Pausa) ¿Cuándo desea usted que vuelva para fijar la fecha en que debe realizarse este… este negocio? (26-27)

En un intento por aminorar la degradación que padece ante Adriana, es decir, de demostrar que no está siendo comprado, a pesar de que él mismo afirma que es un objeto costoso, propone que los veinticinco mil pesos le sean otorgados en calidad de préstamo; esta pequeña cláusula le permite recuperar no solo su rango como persona sino el modelo que tiene de hombre pues a partir de que entrega el pagaré a Adriana, Alfredo puede sortear la violencia económica y patrimonial de la que podría ser sujeto y dispone el modo de esta nueva relación comercial, como “hacerse cargo” de la boda con el dinero de Adriana. Después, propone casarse en quince días, pero Adriana le pide que no sea tan pronto para guardar las apariencias. Finalmente se despiden con el acuerdo de verse para que él la corteje públicamente y se puedan casar sin ser tema de las habladurías de los demás.

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La imposibilidad de dominar a un hombre

A pesar de las sospechas que Alfredo despierta en Magda, la amiga de Adriana que ha sido testigo de las entrevistas, ella trata de asegurarle que es su mejor opción porque en él ve lo que quiere, o lo que imagina que quiere.

MAGDA. —Me temo que este joven te resulte un cheque falso, un sobregiro fraudulento, con cargo a la vida. Para lo que tú quieres, yo hubieron elegido a cualquiera de los otros dos. Este me parece peligroso.

ADRIANA. — ¿Peligroso… por qué? Es tal como yo lo quiero.

MAGDA. — Veo que estás tomando la comedia demasiado en serio, tú, tan juiciosa siempre…

[…]

ADRIANA. — […] Estoy decidida, Magdalena, estoy decidida. Ese hombre, Alfredo Noriega, es el que necesito. Fuerte, sano, equilibrado, altivo, orgulloso, decido a la vez. Yo soy un poco inteligente, me has hecho el honor de declararlo así; de los dos surgirá un ser ideal: fuerza, cerebro; inteligencia y energía. El (sic) y yo frente a frente. Los dos para construir el porvenir… los dos personajes de una farsa única. (28)

Al parecer, en tanto plan, era sumamente fácil para Adriana cosificar a un hombre imaginario como un simple donador de esperma, pero, como se pudo observar, no solamente no le pudo decir que lo que espera de esta supuesta relación comercial es tener un hijo para no sentirse sola, sino que no pudo verlo como cosa, es decir, como su pertenencia, como un cuerpo al cual dominar, un cuerpo a su servicio. Por el contrario, lo admira en tanto persona y su fantasía le hace crear una imagen del futuro en la que rescata los aparentes rasgos heroicos que él presenta. No en vano el momento de la historia pide una reconciliación entre los representantes del pasado porfiriano, productos del colonialismo español, que fueron desplazados por el movimiento revolucionario y los que personifican al presente, como Adriana, mujer de la clase alta instruida; ambas clases hegemónicas engendrarían un nuevo ser social, una entelequia que se podría llegar a leer como la imagen representativa del hombre nuevo que aparece en toda revolución.

  La fantasía de tener un hijo con un hombre que se aparece gracias al anuncio en el periódico parece disminuir el dolor de Adriana ante su soledad; imagina que el matrimonio con Alfredo disimulará el vacío ante la pérdida de su familia; su angustia por una vida sin sentido está superada con la posibilidad de materializar al añorado hijo. Sin embargo, todo quedó dentro de la función del fantasma, ya que este “[…] tiene la función de sustituir una satisfacción real imposible por una satisfacción fantaseada posible. Así que el deseo se cumple parcialmente con una fantasía que, en el corazón del inconsciente, reproduce la realidad” (Nasio 12). En otras palabras, solo ella fantaseó con que ese hijo representaría al descendiente de dos generaciones en conflicto; únicamente ella imaginó que la unión de ellos podría mejorar al procrear al deseado hijo. Todo lo que puso en movimiento fue un intento desesperado porque su deseo quedará satisfecho, pero cómo podrá materializarse si fue incapaz de enunciar lo que esperaba de este matrimonio convenido.

  Si bien durante este primer acto, Adriana se presentó ante estos tres hombres como una mujer que sabe lo que quiere y que no duda en lograrlo, enfrente de su amiga muestra su total perturbación por la presencia de Alfredo, por el hombre que no se dejó dominar; quizá por su deseo de relacionarse con una persona, o por no forzar la prohibición histórica de las mujeres de dominar a los hombres.

  

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Obras citadas

Bassols, Miquel. Fantasma y real en la clínica lacaniana. http://miquelbassols.blogspot.com/2014/02/fantasma-y-real-en-la-clinica-lacaniana.html

Campbell, Joseph. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. México, FCE, 1972.

Carbajal Eduardo, D’Angelo Rinty y Marchilli Alberto. Una introducción a Lacan. Buenos Aires, Lugar Editorial, 2006.

De la Peña, Guillermo. “La antropología social y cultural en México”. https://webs.ucm.es/info/antrosim/docs/DelapenaMexico.pdf

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Edith Ibarra es investigadora en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral Rodolfo Usigli y docente en el Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado ensayos académicos, así como los textos dramáticos Otra Electra, Pequeña estancia en el mar, De cómo cruzó el bosque la reina vestida de blanco y regresó, Japonchina..