Siete de la tarde: bajarse del auto, dar cinco pasos, girar la perilla. Siete con cinco minutos: entrar a la casa, la cocina. Siete con diez minutos: Abrazar niños, sonreír, sonreír, sonreír. Siete con quince: Ir con esposo y preguntarle “¿cómo te fue amor?”. Besos.
Él sabe. Sonríe. Finge también. La farsa es buena, la tiene bien practicada y bajo control, es su única manera que tiene de no matar a nadie. No porque tenga sentimientos de cariño hacia ellos, sino porque son útiles para esconderse y poder vivir.
Es un teatro. Un cuento que se repite. Un circo, con todo y payasos, actores y animales. Y en el centro, la navaja fiel. La mano que la ciñe. La voluntad que la maneja.
A ella le gustaba hacer las cosas bien, ponía atención a esos detalles que a nadie parecen importarles. Al final se cansó de pretender y con un cuchillo, eliminó a su familia. Fue un lamentable accidente del cual nunca sospecharon de alguien. Su vida cambió a una solitaria.
Mataba de uno en uno, pero la adrenalina logró que el número de víctimas aumentara, quitándole la vida a cinco personas en un solo ataque. Su modus operandi era variado, no despreciaba ninguna herramienta, técnica o víctima, por lo que no se ajustaba a ningún perfil de asesina serial. Se le hacía una estupidez eso de elegir personas con ciertas características físicas, rango de edad, género o porque te recuerda a alguien. Le daba igual si eran chinos, mexicanos, blancos o negros. ¿Por qué limitarse cuando matar a cualquier persona le provoca placer? Todos tienen ojos. Y en todos los ojos, la mirada, y en cada mirada, la luz que se extingue.
Sin embargo, una noche, sentada frente al espejo tuvo un momento de reflexión planteándose su papel en la sociedad. Sin ella, el mundo no tendría miedo. Si tenía esa habilidad debía haber una razón. Había encontrado su función en el mundo. La vida la había hecho así, pero no debido a un evento traumático. Sus padres eran normales, la educaron con respeto y amor. Estudió, pero antes de graduarse, su historial criminal había comenzado.
Su momento reflexivo la había llevado a pensar que era momento de retirarse, buscar el placer en una actividad honrada, encontrar un trabajo, dejar su vida solitaria, hacer amistades. Después de un momento de analizar las cosas, se dio cuenta que aquella profesión no era como dejar de fumar.
Se sentía superior que las autoridades, ya que no habían podido atraparla después de sus víctimas, hasta el día de hoy. La autopsia de su última víctima reveló una pista que fue de ayuda para identificar a esta asesina. Su último deseo se cumplió: dejar de ser anónima.
Nohemí Corral Almada. Estudiante en la Licenciatura de Psicología. Integrante del Taller de Narrativa y Poesía, impartido por el Centro Cívico S-Mart, en el cual cuenta con una publicación de antología. También cuenta con una publicación del Taller de Minificciones, impartido por el profesor José Juan Aboytia. Colaboradora de la Revista CASA.
Absorto ve un horizonte desolador, la incertidumbre es un umbral espeso que se interpone en su memoria, duda en cruzar la sólida cerca de palos sucios, al fondo su casa de campo en ruinas. Un torrente de preguntas le asalta: “¿Qué es esto? ¿Me habré equivocado?”
Aquí vivió con María, su rubia esposa. La dejó embarazada antes de firmar el contrato. Incrédulo, saca otro cigarrillo de su mochila. Aspira profundo, lo disfruta, su mirada fija en el contorno gris. Se decide, explora sigiloso por los terrenos. Busca pistas y recuerdos.
Llegó oculto para encontrarse a sí mismo, sin saber en realidad si es y pertenece a éste lugar. No reconoce del todo por olvido o sin razón la luz interna de los cerrojos, a los campos por donde corrió junto a ella. Allá, un columpio caído, en el otro, cuelgan trozos de sogas. Las tierras fértiles que abandonó, las cubren montículos de hojas muertas, sueños de los esqueletos en pie, un nido al menos quizá dos con alfileres entre ellos, le dan la espalda.
Va a paso lento con sus delirios, al preguntarles por los ausentes, callan sus sombras. Espacio lleno de ojos abiertos entre las noches con estrellas sin brillo, pobladas de cuervos que vuelan entre nubes de vacíos. Mecen su memoria como un péndulo estático en un reloj de pared en medio de una roca oculta entre atardeceres y el roció.
Se acerca con cautela al granero en tapias, escudriña, por experiencia sospecha una trampa del enemigo. Una granja en abandono es un camuflaje, lo recuerda bien. Le silva dos tres veces a su amada. Escucha ruidos extraños. No hay luces, la obscuridad se mezcla con las pausas de murmullos lejanos color sepia. El “María” desesperado se pierde en el vacío.
Prepara el rescate a oscuras, cara pintada y arma en mano, patea el “se vende”. Pecho a tierra se arrastra a la principal. Hace una señal de inicio de combate a las sombras que lo siguen, dos al flanco derecho, uno por la izquierda, todo en silencio, avanza cojeando. De pie, en posición de asalto a un lado de la puerta, ve junto a su hombro un adorno, el hogar de los abuelos, número y calle. Revisa con su lámpara, respira hondo, está en casa y a salvo.
Le da la bienvenida en la sala una rata gorda, explota en pedazos por las expansivas 357 mágnum, cuatro, cinco más salpican con bazofia la oscuridad de la cocina. El resto huye al campo, tras ellas, su risa siniestra. Pone más balas para abatir al pelotón, cree, lo persiguen.
Detecta un extraño brillo por la cornisa de las ventanas. Se tira al piso, apunta hacia al cielo, la amenaza viene por los aires. Inmóvil un instante, abre fuego. En zigzag como serpiente de inmediato para no ser blanco fijo. Lo han encontrado. Busca su arsenal a tientas. El sudor del estrés diluye el añejo olor a pay de manzanas. Una madeja de telarañas cubre el tesoro de los violines de la cajita musical, regalo de aniversario al celebrar que eran el uno para el otro y por siempre. Al roce de su mano al protegerse, desata el canto de los dioses en sincronía con el destello de las luciérnagas que confundió con luces de bengala.
Un golpe esparce la partitura rota, entre astillas color caoba. Otro símbolo de aquella promesa de amor que, echó por la borda, al tomar los remos disfrazado de héroe inmaculado.
La pesadez del silencio avala su victoria. ¡No! la que entre los abismos reales tejió entresueños, en sus insomnios de noches inciertas en otros países; nunca la alcanzó en el fondo. Llegó el viento arrogante de ayer y le ordena, irás a otro frente, a donde van las tortugas a desovar en playas que no conoces, transcritas en el rollo mil doscientos de un escrito en papiro que se deshizo, en un siglo desconocido, junto a la sangre de quienes lo guardaron en un cesto tejido de luz; recuerdos estériles en una casa apolillada y vidrios rotos.
Abre otra puerta, entre el canto de los grillos y rechinidos, fluye el balanceo de la cuerda de un gato negro colgado en el tejado, sus cuencas, rincón de ecos, últimos maullidos de su querida Mimí, unidos con la serenidad de la luna. Llena de sonrisas, le da los ramos marchitos sobre la almohada rota, donde soñaron juntos un proyecto de vida. La carta de quien no le espera, es raíz y tallo seco. Las semillas de sus palabras florecieron en los días de su aventura militar; el amor o dolor quedó junto a la madera carcomida del marco, donde se recarga.
Las líneas agonizaron lentas, sus cenizas, esferas de polvo, rodaron al ritmo de las campanadas, al bostezo ocho de cada mañana. Bendecidas por el de la sotana negra, el mismo que le dio la venia divina cuando se hincó para ir, a imponer armado, valores que no práctica.
Levanta una nube de polvo al ver su foto de soldado ojo azul, corpulento y orgulloso boina verde. Sobre su cristal, ella con lápiz labial dibujó un payaso sonrisa triste que llora. En otra, María abraza un bebé, le dispara. Suspira satisfecho, liberado el sector de enemigos y fantasmas, descansa. Las botas sobre la mesa de centro. Abre las fundas de las armas largas, desliza lento sobre el reluciente acero sus dedos. Revisa mecanismos, las carga. Saca mapas, ubica escuelas, iglesias y centros comerciales. Recuerda rutinas y horarios, enciende otro cigarro, diseña el plan de ataque. Marca al celular de María, escucha la voz de un niño. Le cuelga. Listo, corta cartucho. La cannabis lo duerme. Sueña tranquilo con otra masacre, en pro de la libertad y la seguridad amenazada de su nación. Al mínimo ruido, apunta. Cabecea.
Humberto Salas Benavides. (Hidalgo del Parral, Chih., 1954). Inquieto, irreverente, curioso y aspirante a trotar Chihuahua, a México, Latinoamérica. No me intimida el desafío o reto de la naturaleza de donde provenga. Tallerista en narrativa que intenta escribir una vasta experiencia de vida, más la que experimento al día, por observación o en forma indirecta. Publicaciones en Cuadernos Fronterizos – UACJ.
“Tienes un PERO en la cara.” Mi madre me mira con asombro mezclado con cierto dejo de incertidumbre. Hasta eso que la entiendo, a lo mejor se lo solté muy brusco, para ese momento ya estaba cansado, no tenía tiempo para delicadezas. Llevaba horas buscando.
“Ok, tienes un PERO en la cara, justo en tu mejilla derecha no muy lejos de tu ojo. Necesito que me lo devuelvas.” Le repetí, tratando esta vez de ser un poco más especificó a la vez que condescendiente con ella, me desespera que no me entienda la mayoría de las veces. No hubo respuesta. Bueno, sí hubo: me planto una cachetada justo después de que le pellizqué la mejilla para tratar de quitárselo. Lo peor del caso es que el condenado PERO se me escapó.
Regresé a mi cuarto. No fue porque mi madre me lo hubiera pedido de forma tan vehemente, amenazándome no solo con dejarme sin cenar sino también decirle a mi padre cuando volviera. Si como no, si ella supiera… Bueno, el hecho es que yo necesitaba volver a mi escritorio lo antes posible para checar que todavía siguieran allí el resto de las palabras. O con un poco de suerte que hubieran ya regresado las ausentes. No fue así. Aquel papel seguía casi tan blanco como cuando salí de la habitación. Apenas unas breves e inconclusas líneas a lo largo, llenas de agujeros, cargadas de palabras desaparecidas. Me culpo por ello.
Cuando desperté descubriendo aquella hoja en mi mesita de noche me embargo la curiosidad, aquella caligrafía tan familiar me emocionó. Solo la alcancé a leer una vez, sacudirla tan fuerte fue una reacción involuntaria. Nunca habría imaginado que aquellas palabras saldrían volando y una vez liberadas correrían a esconderse. Bueno, supongo que, si lo pudiera imaginar, mi madre siempre me ha culpado de estar loco. “Eso lo sacaste del lado de tu padre”, me repite en cada oportunidad.
Busco por todos lados, en un cajón descubro lo más importante. La mentira esta sobre el vidrio de la ventana, yo creo trataba de escapar. Debajo de la alfombra: vida, seguir, feliz, así. Poco a poco las voy encontrando, las dejo sobre el papel, van tomando su lugar. Falta una. Luego la busco, estoy cansado. Me recuesto en la cama, me quedo dormido. No por mucho tiempo.
El sonido de la puerta me despierta. Mi madre entra a mi cuarto, deja una charola con la cena sobre el escritorio. Descubre la hoja. La sujeta. Comienza a leerla. Allí está el PERO de nuevo, esta vez lo descubro en su mirada: se ha encapsulado en una lágrima que se escurre por su mejilla, puedo verlo aferrándose a su rostro. La gravedad al fin lo vence, cae estrellándose sobre el papel que mi madre sostiene entre sus manos. La última palabra ha vuelto a su lugar, la carta al fin esta completa… mi familia está hecha pedazos. Mi madre termina de leerla, la estruja, la arroja, sale corriendo de la habitación. Congelado desde mi cama lo único que puedo pensar es: “Malditas palabras, no debí de haberlas buscado”. Me levanto, la recojo. Leo de nuevo:
Querido hijo, quiero que sepas que eres lo más importante para mí y esto no tiene nada que ver contigo o tu condición. Cuando encuentres estas líneas ya me abre ido. Ojalá algún día cuando lo entiendas sepas perdonarme.
Por favor oculta esta carta de tu madre, ya hablaré yo con ella. Mi vida ha sido una mentira, no puedo seguir así. No quiero terminar odiándola. Ella es una buena mujer, he sido feliz a su lado… PERO NO LA AMO.
Cuídate mucho, sigue tomando tus medicamentos. Ya regresaré por ti.
Con amor, papá.
Eugenio Abraham Puente. Tampiqueño por nacimiento, jarocho por ascendencia y juarense por decisión. Asiduo de los comics, la fantasía y comer tacos. Le fascina crear y compartir ideas en la escritura. Estudió para hacerlo en lenguajes de programación que es de lo que trabaja como ingeniero. También lo hace con luz como fotógrafo, actividad que apoya movimientos y causas sociales con énfasis en la diversidad LGBTTQI+.
Svetlana abre la puerta. Cuando sus ojos se reponen de recibir el sol de frente, distingue a un soldado. Lleva el uniforme rasgado, mugroso. A través de la suciedad de su piel se pueden ver heridas recientes y cicatrices. Tiene los labios hinchados, con costras, gotas de sangre salen de la nariz, una oreja partida en dos por una herida de bala. Su cabeza está apenas cubierta de mechones de cabello corto. Un olor nauseabundo marea a la mujer, una viuda sola. Conteniendo el llanto, lo empuja de los hombros hacia atrás.
—No me queda nada para darte, sigue tu camino— dice la mujer, con toda la energía que es capaz de recobrar.
—Esta es mi casa, volví —contesta con voz tenue la persona recién llegada, sin moverse.
“Uno más que perdió la razón, más valía que hubiera muerto” reflexiona ella, suspirando. Resiste el vómito ante el olor fétido que distingue con la cercanía del cuerpo andrajoso. Al agachar la cabeza y tratar de ocultar las náuseas, observa las botas sucias, las piernas heridas a través de los jirones del pantalón, y de pronto, en la rodilla derecha, descubre la cicatriz de aquella hija que vio salir cuatro años antes.
—Hija, hija mía, ¡volviste, volviste! — dice tomándola en los brazos. Al verla a la cara reconoce los ojos color miel de la chiquilla que se aferró a luchar por la patria. Entran, la joven se desmaya de cansancio, de hambre, de sed. Regresa a punto de cumplir veinte años.
La joven duerme por días. Los lapsos en que despierta, solo pide agua, pero Svetlana le da también sorbos de caldo de papas; de la única planta que logró salvar del huerto. Cuando sale de la casa y camina alrededor, siempre lo hace tocando las paredes con un dedo, un pie, la cabeza. Con las manos se aprieta el abdomen, tapa su boca, sus ojos, sus oídos. Repite una palabra constantemente: “sangre.” No es una queja, no hay mueca de asco, es apenas audible, pero no hay duda, todos entienden que eso es lo que dice. Busca al acostarse, cuando ve entre las grietas de las paredes, al mover las ramas, siempre en el mismo tono quedito, se escucha, lo dice: “sangre.” Hurga dentro de la casa, “sangre” sigue diciendo, al mover objetos, al quitarse la ropa del padre para alternarla con la ropa del hermano. La madre ha suplicado que vuelva a usar vestidos, los que pudo conservar en buen estado, con flores, de colores vivos. Eka se niega rotundamente. “No puedo, no son para mí, son para la que era, la que estuvo” dice llorando al pasar los vestidos sobre su cabeza, casi con violencia contra la madre que intenta vestirla como cuando fue pequeña. Su paso genera miedo, asco, pero pocas veces da pena.
Las autoridades se han enterado del caso de la joven. Vienen a cumplir consignas, no se sabe si buenas o malas. El capitán entra a la casa de la joven y su madre. Varios vecinos han dado la queja de que está mal de la cabeza, es huraña, asusta. Los guardias evitan que se acerquen.
—En descanso, soldado. —indica el médico con firmeza— Dígame el motivo por el que no quiere llevar vestido. La guerra terminó, ganamos, sobrevivió. Su madre está viva y su casa no está completamente en ruinas.
Ekaterina respira profundo, rígida, sin moverse un centímetro, comienza a hablar.
—En el escuadrón fuimos doscientas, salíamos siempre al frente. Al principio, los soldados pensaron que era agua sucia, lodo, incluso aceite. En ocasiones, cuando dormíamos, hacíamos a un lado nuestra ropa, no podíamos lavarla. Algunas de mis compañeras murieron en un lago al que entramos a pesar de los bombardeos, ¡queríamos estar limpias, de su olor, de las costras, de la vergüenza con los otros! El capitán nos puso bajo arresto cuando descubrió lo que hicimos. Yo era la encargada, tuve que explicarle. Me gritó en el oído: ¡es lo que las hace mujeres, son unas tontas! ¿Con qué dignidad podrán regresar a ser madres y esposas? Yo, la perdí, capitán, y otras, pero ellas murieron. Reviso dentro y fuera, todos los días, capitán. La voy a encontrar. Permiso para romper filas, capitán.
No espera respuesta, sale a mover piedras y escombros con los pies, mete los brazos en los huecos de las bardas, en agujeros de la tierra. Y bajito, dice “sangre, mi sangre, la sangre.”
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INFORME 3042/5000 – CASO 3042
General Jefe de Brigada Heroica, Unidad de Reconocimientos.
P r e s e n t e.
Inútil entregar medalla de VALOR E INTELIGENCIA. La soldado ha tenido una pérdida vital, que la afectó mentalmente. Nos movemos al siguiente poblado.
Y. Zavarro Docente de profesión y por vocación. Lectora voraz con más de 40 años de experiencia en el disfrute de historias de casi todo tipo. Alumna novata en talleres de narrativa, con el propósito de experimentar con el lenguaje para comunicar ideas a manera de catarsis.
Isabel, vive en Sintra Portugal, en una casa de mosaicos azules, la fachada es semejante a la de un castillo. En este lugar, moran mujeres ancianas que se quedaron solas. Ella se niega a no ver realizado su deseo. Sus padres se conocieron en Porto en un hospital de la ceguera; ellos eran ciegos, por este motivo nunca se pudo casar y tener hijos, aunque fue algo que siempre soñó.
Y se la pasa ahí, sacudiéndose el polvo de los años. Hoy la escuché hablar sola; me asomé por su ventana. ¡Esta vestida de novia, se puso mi bata blanca y se hizo el velo con el mantel de encaje! ¡Hasta sé maquilló con mis pinturas!
Isabel, es una mujer que siempre habla del deseo que tuvo de formar una familia, pero por cuidar de sus padres no pudo lograrlo. Las veces que el amor toco a su puerta fueron varias. Ahora esta tratando de realizar ese anhelo. Y ya arreglada habla para sí:
Hoy me caso con Juan de Castilla rey de España; y a partir de ahora seré la reina de Castilla, dejare de ser Isabel de Portugal. Alfonso mi hermano me llevará a la iglesia; llamaré a mi hermana para que me ayude a terminar de vestir: —¡Juana María! —Ya estoy aquí hermana, ¿que se te ofrece? —Mira, ayúdame a ponerme las zapatillas; después vas a ver si ya está listo el carruaje por favor. —¡Espérate! Dime, ¿Ya está vuestra hermana Catalina? Ya ves que ella va a cantar en mi ceremonia, —Si, está en la catedral esperándote. Hace dos horas la trajeron de Cascáis.
Salió de la habitación, ahora camina rumbo al jardín; las burlas de sus compañeras podrían arrancarle su deleite. Pero ella está absorta disfrutando su momento, no sé ha dado cuenta que desde lejos yo la estoy viendo. ¡Que bella se ve! Aún con sus noventa años; resalta su tez blanca y sus facciones finas que a pesar de los años todavía conserva, los rizos de cabello plateado hasta los hombros, combinan con su arreglo de novia.
Todos han enmudecido, viéndola recorrer el jardín hablando sola: pero ahí viene, simulando caminar del brazo del rey.
Ahora, entró a su cuarto y cerró la puerta, imaginando que con ella está su marido el rey Juan de Castilla. Y aunque nunca conoció varón, hizo lo que algunas veces leyó que se hace en las noches de amor:
—Mi señor: ¡qué gran dicha la mía, por fin seré su mujer!
—¡Sí, mi amada! Ven pequeña, embriaguémonos de amores; déjame sentir la fragilidad de tu ser junto al mío, hagamos de los dos una sola carne.
—¡Fascíname, cariño, toma mi cuerpo y desahoguemos nuestra pasión!
Ayer tuvo su noche de amor, y hoy dice que está embarazada de Juan II de Castilla, por lo tanto, se prepara para recibir al príncipe Fernando.
Hoy, amaneció más cansada que de costumbre, pero no deja de sonreír, se frota el vientre; ya lo tiene algo abultado, le pregunté si se siente bien y sólo dijo que muy pronto dará a luz. Quiere ir a caminar. Tiene una sonrisa muy ingenua me hace pensar que en verdad disfruta de su fantasía.
—Querido, ya te quiero conocer; presiento que serás muy parecido a tu padre, espero que él regrese pronto y este aquí para cuando tu nazcas, te prometo bautizarte en Lisboa, sí, ahí donde Juan me propuso matrimonio.
¡Que bárbara! ¡No puedo creer lo que estoy escuchando! Pero sí, cada día yo la veo muy mal; sé queja de dolor en la cadera y respira con dificultad.
—¡Tengo mucho calor, me estoy ahogando! ¡Por favor!… ¡Corran por la partera que ya voy a dar a luz! ¡Anaaa, apúrate que me muero, ya no aguanto más, va a nacer mi hijo el príncipe!
Sí, ha fallecido. No sé dio cuenta, pero estaba con ella, quitándole dos almohadas del vientre; pero bueno, en medio de su locura, logro irse de esta vida cómo siempre lo soñó. Ser madre.
Ana María Hernández Herrera. Enfermera de profesión desde 1979. Sus escritos han sido publicados en la revista Selecciones, Aposento Alto y el Diario de Juárez.
Cuando cumplí ocho, mamá me compró una Vagabundo, la usé por varios años, a veces nos montábamos tres en ella y recorríamos toda la cuadra hasta que terminaba el pavimento. Me esperaba tejiendo con su aguja de ganchillo, sentada en la silla verde que hasta hace poco seguía en el pórtico. Todo el tiempo me estaba echando un ojo. A la hora de cenar platicábamos o contaba historias.
Había una vez un extraño lugar donde el agua potable se acababa por las tardes. Pero tenía una llave pública y cualquiera llenaba cubetas para llevar a su casa. Ahi vivía una chica, la persona más feliz que se hubiera conocido. Se llamaba Reynalda. A diario la veíamos hablando consigo misma o con quién solo ella sabía, esas charlas le provocaban risotadas. A los hombres lanzaba palabras ofensivas que aprendió escuchando a los vagos de la esquina; solo uno salía librado de insultos, don Fernando el tendero, quien no dudaba en compartirle una fruta o golosina cuando se acercaba a la tienda. Solía corretear a las mujeres, por alguna razón no les repartía insultos, pero intentaba espantarlas.
Era bonita, tenía un diminuto rostro, a pesar de la resequedad que el clima dejó en sus mejillas cambiando unas chapas rosadas por unas manchas marrón, su cabello mal cortado, un fleco disparejo encima de las cejas. Se suponía que era una mujer porque llevaba varios años merodeando, pero su aspecto era más parecido al de una niña. Usaba zapatos azules de plástico, que hacían un ruido peculiar al arrastrar los pies sobre la banqueta, la falda de un tono que alguna vez fue negro alcanzaba a cubrir sus rodillas y un suéter holgado, aunque no hiciera frío.
La llave se encontraba al final de la calle, que bien podría ser el final del mundo, pues más allá de eso solo se avizoraban enormes ramas de un espeso follaje que no dejaba pasar ni la luz, había un túnel tenebroso en el que se dijo, se perdieron varios niños desobedientes. Antes de llegar se encontraba un sendero polvoriento adornado por las campanillas violeta que se enredaban a las piedras del camino. A quien se quedara quieto unos minutos se le trepaban por los pies con sus traviesas ramitas que parecían frágiles, pero podían cortar los dedos si intentaban arrancarlas de tajo. Los dientes de león se balanceaban para atraer a los niños, hipnóticos se adentraban en las pupilas hasta lograr un soplo sobre la efímera silueta, liberándola del tallo y esparciendo destellos tan alto como fuera posible antes de caer con gracia.
Una tarde Reynalda se acercó a otra chica que cargaba su cubeta. Ella confió en que solo pasaría de largo, la miraba de reojo y no le presto mayor atención, se limitaba a escucharla reír. En un descuido, las risas ya estaban muy cerca y entonces cayó dentro de la pileta. Tremendo chapuzón la hizo gritar y a la garganta fueron a parar los dientes de león. La desconsiderada aplaudió contenta por su hazaña, mientras la otra refunfuñaba.
El llanto de mamá interrumpía la historia, yo pensaba que era a propósito para agregar drama. Ahora recuerdo como un rompecabezas esas cosas extrañas que hacía, como encender una vela cada diez de febrero, disque porque se avecinaba el día del amor. O cuando se dio un tiro con una ruca desconocida en una tienda de juguetes solo por decir que me parecía a mi madre, aunque ni al caso, estaba en la creencia de parecerme a mi padre, el pleito no era para tanto. Nos salimos y tuvimos que volver después. No me quiso dar explicación, pero nunca la vi más emperrada. Y eso de que no visitábamos a los abuelos, eran ellos quienes venían a vernos, así que por mucho tiempo no conocí el lugar donde creció. Era muy reservada.
El día que me gradué de la prepa, ya solas, se puso sentimental y quiso terminar la historia de Reynalda. Lo que me dejó perpleja. Ahora siento que la amo y la admiro más que antes.
Estuve molesta por algún tiempo después de que me empujó en la pileta. Pero cuando la barriga le empezó a crecer y todos en el barrio hablaban del abuso y la injusticia cometidos, la perdoné. La criatura quedó en orfandad unas horas después de nacer, destinada a vivir con la única pariente que tenía, la tía anciana que no la podría cuidar. Apoyada por mi familia y la tuya hice todo lo legal para quedarme contigo. Desde entonces pongo un altar sin foto cada febrero por el aniversario de la mujer que te trajo al mundo.
Esas flores moradas que crecen como un bordado sobre la orilla de la banqueta, emergiendo con terquedad entre rendijas, logran asirse a un árbol, trepan inquietas por mostrar su centro encendido como luciérnaga al arribo de la noche, espero que aparezcan, con esmero las trasplanto al pequeño jardín de la casa, guiándolas sobre la pared, me gusta que en pocos días tengamos tupido de campanitas titilando con cualquier vientecillo, porque me recuerdan a Reynalda sonriente, colocando sobre su cabeza una guirnalda de corregüelas.
Liliana Macías. Contador Público de profesión. Originaria de Durango. Radica en Ciudad Juárez, Chihuahua. Ha sido participante de los talleres de Poesía y Narrativa que se imparten en Centro Cívico Smart, donde ha colaborado en dos Antologías.
Hace meses presento un cuadro repetitivo de síntomas, he conversado con varios especialistas espero seas el último y me des un resultado diferente.
Con el primero que hable fue con el que siempre comparto la mitad de mis responsabilidades. Estaba cansada, no podía realizar otra vez mis actividades diarias como antes. Sentía tristeza porque mi cerebro las planeó y anhelaba, pero el resto del cuerpo no correspondía de manera recíproca. El no hacer actividades físicas me dejó sola con mi mente, pasaba el tiempo y solo hacía la mitad de lo que programé. Después la culpa apareció. Además de no poder bajar de peso, todo esto atribuido al desajuste hormonal y al diagnóstico colectivo.
Cuando parecía que todo iba encaminándose hacia la tranquilidad, llegaron las madrugadas, cambios de hábitos por mi hijo. El desarrollo constante solo hizo que las actividades y sensaciones no lo fueran. Como las prisas de tener la nueva comida lista, que fuera la adecuada y llegó el miedo. Esa ansiedad por un fracaso o accidente imaginario. Que solo conllevó a la contracción muscular y el llanto por la impotencia. Además de los síntomas antes mencionados. Todo esto lo expuse al “especialista” que me conoce desde que nací y solo se dispuso a decirme que es normal, hay mujeres peores que yo, debería de estar agradecida porque toda mi familia y en especial mi bebé tenía salud. Que no podía estar así y menos si con el tiempo tenía un segundo hijo.
Al último dejé a un par de “especialistas” que conocí en la universidad, pero por más que traté de agendar cita nunca coincidíamos así que desistí y esperaré a que tengan un espacio para mí.
Volví a la meditación antes de dormir. La dejé después de la pandemia porque ya no la necesitaba. Recordé lo que me dijiste: cada alteración en mi vida lo viera como una temporada de la serie sobre mí.
He sido autodidacta con respecto a la maternidad y busqué grupos de apoyo, tomé como reto las transiciones de rutinas de mi bebé. Asisto a clases de literatura, algunos conocidos me han hablado para realizar trabajos y tener un ingreso extra, empecé hacer ejercicio.
Saqué cita contigo de nuevo porque en algunas ocasiones recaigo en algunos de los síntomas y me gustaría escuchar otro diagnóstico, no necesito solo que me sigan diciendo: “estás loca”.
Beatriz Márquez Gutiérrez. (Cd Juárez, Chihuahua, 1991). Bióloga de profesión. Fanática de los géneros de terror, suspenso, novela histórica y científica. Apasionada también por los insectos y la cultura egipcia. Cuenta con publicaciones de otros talleres, además de participaciones en antologías mexicanas e internacionales.
El encuentro ocurrió un domingo en que visitaba a mi padre. La verdad, no solía procurarlo. Mucho menos cuando supe que regresó a ese lugar. Para mí, aquel barrio fue superado al mudarnos. Sin embargo, él volvió a ese escondrijo carente de drenaje y pavimento; lo hizo después del divorcio causado por su fidelidad a los vicios. Por añoranza o degradación—lo desconocía—, él pasaba los años en el peor nido de decadencia y notas rojas de la ciudad; donde el pan de cada día eran asesinatos, narcomantas, balaceras, picaderos, placazos y perros sorbiendo aguas negras de los charcos. Por eso rechacé tanto sus invitaciones; hasta que la enfermedad me obligó a prestarle apoyo. Fue ahí que me reencontré con Medrano.
A él lo había visto por última vez al terminar la secundaria. Cuando lo conocí, acababa de llegar a la colonia y era un raquítico enano al que tiro por viaje aporreaban. Por simpatía o pesar, lo protegí de la salvajada en la escuela. Nos hicimos amigos. En mis memorias, Medrano era un niño inocente y acomodado; uno que sus padres trataban con crueldad y el barrio maltrató por ser hijo de migrados. Insisto, él era un pequeñín, totalmente ajeno al gigante fornido en camisa de resaque que, con voz gruesa, me saludó desde la calle justo cuando iba entrando al cuartito que rentaba mi padre.
—¡Hey, Migue!, ¿dont know me, bro? —su voz era ronca.
—¿Medrano?, ¡no manches!, ¿cómo estás? —me acerqué a él mientras mi papá, receloso, cerró la puerta. Atribuí esa reacción a su mal carácter y la interrupción del plan.
—So, ese bato de ahí, ¿es tu jefe? —me preguntó Medrano en tono tosco.
—Sí, creo que nunca los presenté cuando éramos morros, ¿verdad?
Francamente, me extrañó la pregunta; sobre todo la forma, sin embargo, habían pasado veinte años y no sabíamos nada el uno del otro. Ese día, mi padre tenía un pendiente con llamadas a farmacias por medicamento y decidí ponerme al día con el amigo.
Por mi parte, estaba en planes de casarme. A Medrano le antecedían dos divorcios y hartos enredos con chicanas. Actualmente, me dijo, andaba happily free.
—También estuve en el Army. Ahora soy War Hero —me aclaró.
Sorprendido, le compartí que estudié psicología.
—¡Oh right!, so ¿tú sabes de los borderline? —me preguntó interesado.
—Mmm… pues te diré… no es mi fuerte. Es que ese diagnóstico sí está jodido: emociones intensas, violencia, impulsos, estrés; esa raza está a un pasito de la locura.
—Simón… eso me diagnosticaron después de Afganistán.
—¡Chin!, entiendo…—intente reparar —en lo que pueda ayudarte…
—Dont worry, bato.
Siguió con la puesta al día: cambio de residencia a ChulaVista-ingreso a Highschool-inscripción al Army-reclutamiento-Guerra de Afganistán-misiones-Oriente-armas-muertos…
Justo en ese punto paró. Se hizo un extraño silencio y no explicó más.
En cuanto a mí, no cabía de la sorpresa. Todo rastro del chico miedoso, con voz chillona, golpeado por cholos y maltratado por sus padres, había desaparecido. Se lo comenté.
—Tuve que matar a ese cabrón, bro. Ese Medrano ya no existe, ahora está el Poison. Soy veterano, aunque me impusieron conditional liberty por chingarme a un cabrón, y ya sabes, tengo que visitar a un shrink por el treatment.
Quise ahondar en detalles y, justo cuando estaba por abrir los labios, me frenó de tajo.
—No preguntes. Tampoco me gusta contarlo. Además, tú fuiste nice conmigo. Es mejor que cada quien siga con sus business.
Asentí, pero experimenté una extraña imposición, preguntándome por la lejana inocencia de Medrano ahora sepultada bajo la frialdad del Poison.
—Okey… see you bro… nice —me dijo dándome el cortón.
—¡Me dio gusto verte, canijo! —lo quise abrazar, pero se plantó y solo estiró el puño. Fue incómodo. En ese momento entendí que era cierto, mi amigo Medrano había muerto.
—It´s okey —respondió seco.
Justo estaba por darse la vuelta, cuando clavó su mirada en el suelo y se acarició el mentón.
—You know… dile a tu bato que, nomás por ser de tu family, no hay pedo, está clean conmigo, que le caiga al rato.
—¿De qué hab…
—¡Tú dile así, bro!
Quedé chocado.
—Nice… —asintió relajando el tono. Después regresó a su casa y azotó la reja.
Cuando volví al cuartito, mi padre me recibió lívido. Pelando los ojos me preguntó:
—¡¿Qué pasó-qué pasó?!, ¡dime qué te dijo el Poison!
Ángel Luna. Tijuana, México. Psicoanalista y doctor en estudios de migración. Su propuesta narrativa ha sido publicada en las revistas electrónicas El Comité 1973 y Erizo media. Su relato Mil y una, aparece en la antología Letras Peregrinas bajo la editorial Desliz. Asimismo, En el otro lado, Yo sí soy de México y el poema Migrar, conforman la publicación Laberintos de la migración, editada por El Colegio de la Frontera Norte.
Pocos escritores existen y existieron con la capacidad intelectual de Carlos. Pocos escritores con la sonrisa por delante que a todos desarma. Carlos fue el actor, un juglar perfecto hecho escritor, el Santa Claus ebrio de Los caifanes, que las nuevas generaciones han olvidado y a quien deben redescubrir para conocer la historia intelectual de México de la segunda mitad del siglo XX. Entre mis colegas en la promoción cultural en Ciudad Juárez, Carlos Mosiváis se ganó el sobrenombre de “Porsiváis”. Esto no era gratis. Las múltiples solicitudes que abultaban su agenda hacían que sus anfitriones sospecharan con temor la posibilidad de que no apareciera en la puerta de llegada de terminales y aeropuertos quedando mal en alguna de sus citas. Sin embargo, siempre que lo invitamos, el impredecible amo de la improvisación oportuna y mordaz, el polifacético amigo de las palabras tejidas con gran inteligencia en los laberintos retóricos y frases de calendario, asistió a Ciudad Juárez sin la mínima resistencia.
Dedicatoria escrita en Ciudad Juárez por Carlos Monsiváis a Enrique Cortazar en su libro Nuevo Catecismo para Indios Remisos.
Su primera visita fue en octubre de 1977. Para esas fechas, Carlos Monsiváis ya había publicado Días de guardar y Amor perdido, sus primeros dos libros de una amplia obra que culminaría con su muerte en 2010; luego de una estancia en Londres, en 1972 había tomado la dirección de La cultura en México −el referente de los suplementos culturales en esa época−, y poco después sostendría una destacada polémica con Octavio Paz en torno a la conciencia individual y la razón de Estado. Monsiváis, por esas fechas, ya había demostrado que reunía la inteligencia, el humor y la asertividad que lo convertirían no sólo en uno de los cronistas y ensayistas más brillantes de las letras mexicanas, sino en un gran conversador, aclamado por multitudes.
Carlos Monsiváis y Enrique Cortazar en Ciudad Juárez,UACH, Chihuahua, mayo de 1999.
Aquella vez aprovechamos para darnos algunas escapadas a El Paso, Texas, y Chihuahua capital. Del aeropuerto nos fuimos al cruce fronterizo, pues su primer compromiso de ese día comenzaba en la Universidad de Texas, en El Paso. Ya del otro lado, hicimos una escala “para hacer tiempo” en una típica tienda de ropa, propiedad de un viejo y querido amigo, conocido en el mundo de las pandillas como Mon Jara. Era una “ánima piedrera” de la “Veinte de Abajo”, popular y agresivo barrio de la ciudad de Chihuahua y que, sabe Dios cómo, había inaugurado una tienda de ropa juvenil de marca en la calle Stanton y Paisano, en el centro de El Paso. La tienda llevaba el mismo apodo que él había adoptado desde que cruzó el Río Bravo: “Rasputín”.
Carlos Monsiváis, Manuel “el Loco” Valdés y Enrique Cortazar con su hijo Enrique Jr. en el homenaje a Tin Tan, Ciudad Juárez, Chihuahua, 23 de junio de 1991.
“Rasputín” nos recibió con un estruendo luminoso por nuestra amistad acumulada durante años de ausencias sin olvido, tan grande y enmarañada como su larga cabellera y descomunal barba. Ese día tenía un inconfundible aliento a cerveza. “¿Quién es este vato?”, me preguntó, refiriéndose al desconcertado Monsiváis, quien miraba atónito aquella tienda de ropa con montones de camisas de colores electrizantes y pantalones de campana. Tan pronto le dije a “Rasputín” que Monsiváis era uno de nuestros intelectuales más importantes de México, se lanzó a la trastienda por unas cervezas para brindar con el “vato intelectual” frente a otros clientes que lo miraban en estado semi-cataléptico.
Ante la insistencia desbordada de “Rasputín”, Monsiváis seleccionó algunas prendas de la exótica variedad de camisas. Escogía la ropa sin fijarse en tallas ni colores. Tuve que irlas cambiando por medidas más próximas a su complexión y elegirlas al tanteo de diversos colores para que hicieran juego, sin saber si serían de su agrado. Al final, se le otorgó un generoso 50% de descuento. Nunca supimos si el cobro fue real y justo, o si todo era producto de una mente nublada por el alcohol.
Al final “Rasputín” dio el último performance de la mañana al tirarse al suelo para carcajearse de un joven cliente que se medía un pantalón frente al espejo, burlándose de lo mal que se le veía. Luego nos presentó a su amante, una bellísima rubia que apareció ante nosotros con la blusa mal abrochada, unas botas de “go-go girl” en la mano y balbuceando con acento gringo y evidente trastabilleo etílico. Le preguntó al oído: “¿Quiénes son estos vatos?”. Después de ese final feliz, Monsiváis y yo salimos corriendo a la Universidad, mientras aquel atípico tendero nos prometía que nos veríamos en la conferencia de la tarde.
De izquierda a derecha: Enrique Cortazar, Carlos Monsiváis y Pedro Garay en el Homenaje a Tin Tan en el Museo de Historia, Ciudad Juárez, 24 de junio de 1991.
Así como Monsiváis no tuvo ningún reparo en compartir cervezas con un ex pandillero, también tenía una predilección por vacilarse a los periodistas despistados. En las visitas a nuestro estado, sus encuentros con periodistas un tanto desinformados fueron constantes. Muy pocas ocasiones quedó complacido con las entrevistas. Pero se lo tomaba a broma. Recuerdo que en esa primera visita, al llegar al aeropuerto de Ciudad Juárez, un joven periodista se le acercó con un titubeo reverencial, seguro de que estaba frente a uno de los intelectuales emergentes de gran prestigio en nuestro país. Su primera pregunta fue inocente y a todas luces de un principiante: “¿Usted dónde escribe, señor Monsiváis?”, que fue respondida en automático, sin miramientos, como quien realiza un disparo a sabiendas de que espantará a una parvada de golondrinas: “Escribo en Alarma, Impacto y el Jaja”, fue la ráfaga de ocurrencias que dejaron a aquel joven con la expresión de “No lo creo”.
Ese tipo de respuestas las repetiría ese mismo día, horas después, en la Universidad de Texas, cuando un joven profesor chicano, de esos que titubean al hablar el español, le preguntó en esa mezcla de fervor y timidez: “Yo sé que usted es muy importante y muy famoso, pero, ¿dónde escribe?”. A lo que respondió con serenidad y rapidez: “En Reader’s Digest y en Lágrimas y Risas, serie que acabo de inaugurar en México”.
Pero también hubo entrevistas excepcionales, como la que le hizo en su primera visita a nuestra frontera el entonces joven periodista Pedro Garay. Acordamos que la hiciera en el bar del icónico hotel Sylvia’s de Ciudad Juárez. Los dejé para que charlaran cómodamente mientras yo atendía otros pendientes. A mi regreso, Monsiváis me preguntó con un tono de admiración contenida y naciente afecto por Garay, quién era ese periodista. Y me confesó con entusiasmo que era la mejor entrevista que le habían hecho en los últimos años.
Enrique Cortazar, Carlos Monsiváis y Emilio España, Austin, Texas, 25 febrero de 2002.
De memoria recuerdo otros momentos en los que Monsiváis lanzaba sus dardos de frases demoledoras y de jocosa acidez en las más variadas situaciones. Al final de una conferencia, en una de las tantas ocasiones que lo invitamos a la Universidad Autónoma de Chihuahua, un periodista, tratando de ganar “la nota de ocho columnas”, le pidió que hiciera alguna declaración novedosa. Era el año 2000, época de campañas presidenciales. Monsiváis respondió con total convencimiento que estaba por lanzar su candidatura a la Presidencia de la República pues en su cuadra de la colonia Portales, en la Ciudad de México, varias personas ya lo habían hecho y él no quería quedarse atrás. En otra ocasión declaró que estaba considerando seriamente solicitar su ingreso al PRI, pues era el único partido que garantizaba su arribo a la Presidencia.
Unos años antes, en 1991, me tocó organizar un homenaje a Germán Valdés “Tin Tan” en el Museo de Historia de Ciudad Juárez, al que invité a Monsiváis. Llegado el momento de las preguntas y respuestas, después de su conferencia sobre el pachuco, un asistente le preguntó si no había conocido personalmente a Tin Tan. Monsiváis respondió: “No, lamentablemente no tuve el privilegio de conocerlo personalmente”, agregando con el sentido del humor que lo caracterizaba: “A los únicos cómicos que conozco personalmente son Ignacio López Tarso, David Reynoso y Julio Alemán”.
En otra ocasión, por ahí del año 2003, lo invitamos al Centro de Estudios Mexicanos de la Universidad de Texas en Austin, en donde después de una brillante conferencia titulada “El Nuevo Canon de la Literatura Mexicana”, una joven con aspecto de intelectual de Coyoacán, levantó la mano y se dirigió a él con un tono de afectada familiaridad: “Oye, Monsi, ¿qué opinas de…?”, a lo que él inició su respuesta: “No importa si también me dices vais…”.
En San Antonio, Texas, un avezado y suspicaz periodista, al enterarse de que Monsiváis daría una conferencia titulada “La crónica del bolero”, le pidió una entrevista. Tal vez con la pretensión de hacer una pieza de alto periodismo cultural y le preguntó: “¿Por qué hablar del bolero? ¿Por qué no mejor cantarlo?”. Monsiváis respondió con total aplomo y seriedad: “En realidad, siempre he tenido vocación de cantante de boleros. Lo que sucede es que hace muchos años, siendo muy joven, yendo por Insurgentes Sur en un taxi, justo frente a la UNAM, sufrimos un terrible accidente. Yo, en estado semiconsciente por aquel brutal encontronazo, fui trasladado por cuatro buenos samaritanos a las instalaciones de la UNAM, concretamente al edificio de la Facultad de Filosofía y Letras, donde obviamente sin mi consentimiento fui inscrito, quedándome atrapado allí hasta el día de hoy”. El periodista escribía en su laptop con la velocidad de las mecanógrafas de juzgado, hasta que frenó su ritmo al escuchar el desenlace. Sin saber qué decir dio las gracias y se retiró de escena.
La relación de Carlos Monsiváis con nuestro estado estuvo marcada por varios tipos de seducciones. Recuerdo a un Monsiváis seducido por las notas de la prensa local. Reía a carcajadas al leer las crónicas de sociales, páginas memorables para su archivo del absurdo y la comicidad involuntaria. Recuerdo su risa sardónica y malévola al tiempo que guardaba las hojas con gran celo, para reproducirlas en su sección “Por mi madre, bohemios” de la revista Siempre!
Para él, la posibilidad de ser invitado a la frontera era siempre de una seducción irresistible. La vida nocturna de finales de la década de los 70 le resultó siempre un atractivo fundamental, pues ese ambiente era entonces un imán para satisfacer su afición de coleccionista de lo insólito. Nos tocó presenciar los trucos de alta escuela de Lalo Díaz, bartender del antro Virginia’s, del otro lado de la barra. Era un hábil prestidigitador de quien Monsiváis escribió alguna entusiasta crónica. Visitamos, también en aquellos años, un bar pintado en su exterior con los colores de la bandera alemana, bar de puertas giratorias que dejaban escapar al exterior la música del folklore germano. La mayoría de los clientes eran jóvenes de cabello rubio y corte militar, que coreaban las nostálgicas canciones, acompañados de rubias alemanas dispuestas a brindarles sus encantos.
También conocimos un burlesque donde parpadeaban en luz neón las palabras “Day and Night”. Ahí presenciamos el show de “La Bella y la Bestia”, escenificado por una hembra curvilínea, ataviada mitad gorila y mitad encanto femenino. Otro lugar era El Quijote, un bar-congal travesti, en el que una pléyade de enormes maestras del engaño y la trasformación, esperaban a sus incautos visitantes para convencerlos de sus secretas artes amatorias.
Por aquellos años, Ciudad Juárez por definición era una fiesta de 24 horas los 365 días del año. Una explosiva y chispeante zona de combate, con música y parpadeo de anuncios de mil colores entre el pregón de vendedores ambulantes, pachucos olorosos a lavanda, soldados norteamericanos y alemanes de Fort Bliss; negros y negras ondulantes, gringas con mirada encandilante y ombligos al viento, cholas rítmicas y misteriosas, tacos de trompo, burritos, menudo, tortas, totopos, elotes y animadores de burdel. Todo esto y mucho más hizo que Monsiváis, como sucedió con la mayoría de los protagonistas de nuestra cultura que nos visitaron, quedara seducido al límite.
Aquella era la seducción del juaritos de los “divorcios al vapor”, pero también el juaritos del swing y el boogie bailados magistralmente por Tin Tan; el juaritos de las composiciones con presencia internacional de Juan Gabriel, del jazz de Tino Contreras, Roy Ramos y Chilo Morán, de Estelita Reynolds y la música de Lara y tantos más que le dieron luz y energía a la citada vida nocturna de la frontera: los divorcios de Elizabeth Taylor y Tony Curtis, la visita de Bob Dylan a los bares de la Ave. Juárez, Los Platters en el Lobby, Carmen Cavallaro en La Cucaracha; la visita de Picasso, un tanto anónima, que dejó una obra en una casa particular…
II
Monsiváis padecía una profunda alergia a un cierto tipo de audiencia. Creo, sin temor a errar, que su resistencia a convivir y dirigirse a auditorios integrados por empresarios, distinguidos caballeros de cuello blanco y propietarios de casas para vacacionar en Miami y San Antonio, era casi una patología característica de su personalidad. A raíz de otra de sus visitas, durante el sexenio de Vicente Fox, un grupo de paisanos agrupados en la Asociación de Empresarios Mexicanos en San Antonio, se enteraron de la conferencia que Monsiváis daría en el Instituto de México. Me preguntaron si el “maestro Monsiváis”, como se referían a él, podría asistir a su desayuno mensual en un lujoso hotel de esa ciudad. Accedí por mi amistad con los dirigentes de ese momento, quienes habían sido solidarios y comprometidos con las actividades del instituto.
Aquellos amigos eran Emilio España de la Cuesta, hombre inteligente y con un espontáneo sentido del humor, influido −como él mismo sostenía− por la “cultura de Azcapotzalco”, donde se encontraba la empresa familiar que dirigió por algún tiempo: la fábrica de dulces Usher. El otro era Alejandro Quiroz, empresario siempre con una vestimenta de elegancia casual, dedicado al negocio de las imprentas de alta tecnología y dueño de una empresa posicionada entre las mejores de nuestro país. Ambos, de alguna manera, eran pioneros de la citada organización de empresarios.
Un par de años antes de esta visita, ambos empresarios me invitaron para que me sumara al proyecto para la instalación, en el centro de la ciudad, de una escultura monumental de mi paisano y polémico escultor Sebastián. El proyecto estaba en sus inicios, pero la colaboración de mi persona desde la dirección del Instituto de México con la asociación daría sus frutos después de muchas batallas en las cuales la polarización entre quienes la proponíamos y quienes se negaban a aceptarla fue, además de divertida, muy aleccionante. La escultura, bautizada como Antorcha de la amistad, fue finalmente colocada en la intersección de las calles Álamo y Commerce, en el centro, justo a dos cuadras del histórico fuerte de El Álamo en San Antonio.
Carlos Monsiváis, Enrique Cortazar y José Luis Parra en la presentación y lectura comentada del “Poemario popular” en Ciudad Juárez, 21 de octubre de 1994.
Pero regresemos a esa memorable visita de Monsiváis. El tema de su conferencia sobre el bolero era lo de menos, porque él era un tema en sí mismo. Un día antes habíamos hecho un paréntesis en Austin, Texas, para visitar algunas librerías y museos. Emilio España y yo recorrimos a la par de Monsiváis las bulliciosas calles de esa ciudad estudiantil, mientras ayudábamos al cronista a cargar los libros y discos que iba adquiriendo. La razón de nuestra visita a la capital de Texas, además de otros motivos, fue para asistir a una cena en la que Monsiváis era el invitado de honor. Emilio fungió, lo recuerdo bien, con toda amabilidad como nuestro chofer en su flamante Mercedes-Benz.
La cena fue en casa de su amiga la escritora Tita Valencia, quien con el preciso tino del anfitrión que conoce el nivel de su invitado, nos atendió con cortesía y excelsa comida, algo que pasaba totalmente inadvertido para Monsiváis. Para él era lo mismo una hamburguesa que una langosta. Salimos tarde de esta velada. En el trayecto de Austin a San Antonio, disfrutamos de la capacidad de Emilio para contar chistes. Era ya la 1:30 de la madrugada. Monsiváis medio se incorporaba de su estado de somnolencia con los ingeniosos chistes, momento que yo aprovechaba para recordarle que teníamos que levantarnos temprano para cumplir con nuestro compromiso y desayuno (que resultó fatídico). Aquel encuentro sería con un grupo de paisanos, que tenían un gran aprecio por nuestra cultura mexicana, y que además nos apoyaban continuamente en las diversas actividades del Instituto, razón por la que no podíamos fallar.
Él sólo me respondía una y otra vez con una pregunta, en su característico tono lacónico: “¿Qué, sí son muy importantes de verdad…?” Yo replicaba: “Mira, Carlos: Emilio, quien nos ha chofereado todo el día hasta concluir nuestra velada en casa de Tita, es una persona muy grata y servicial; además es él quien nos ha invitado al desayuno”.
A la mañana siguiente, nos esperaba el desayuno con la Asociación de Empresarios Mexicanos, quienes hicieron coincidir la fecha de su desayuno mensual con la estancia de Monsiváis en San Antonio. A las 7 de la mañana marqué desde mi casa a su cuarto de hotel. Después de varios timbrazos y en estado de obvia somnolencia, con su proverbial economía de palabras y el sueño que aún lo invadía, sólo repitió aquello de “si eran muy importantes los amigos del desayuno”. Insistí en que nuestro compromiso era en solidaridad con Emilio, quien había desempeñado generosamente su cargo de anfitrión, a lo que Monsiváis me respondió en tono apenas audible que le enviaría su solidaridad y agradecimiento por fax.
Minutos más tarde, ya en el lobby del hotel, marqué de nuevo a su cuarto. Simplemente no contestó. Sumido en un angustiante optimismo, pensé que estaría bajo la regadera, mientras observaba aproximarse al salón de banquetes a una gran cantidad de gente bien “ajuareada” y de gratos y costosos aromas, multitud evidentemente de la clase empresarial. Algunos me felicitaban por haber hecho posible este memorable encuentro, que incluía la posibilidad de escuchar el mensaje de Monsiváis, que seguramente sería “interesante e ilustrativo”. Mi angustia crecía ante la incertidumbre de saber si Monsiváis bajaría para “convivir” con aquel grupo.
Carlos Monsiváis inaugura una exposición de Almudena Rodríguez y Alejandro Goldberg en el Museo de Arte e Historia del INBA, Ciudad Juárez, mayo de 1999.
Le pedí a Emilio que le marcara a su habitación para ver si tenía mejor suerte. No contestó en esa cuarta llamada. Pensé, rindiéndome de la circunstancia con nerviosismo, que aquella multitud de “amigos de la cultura mexicana” quedaría desencantada por haber asistido a un evento fallido. Inclusive llegué a imaginar una catástrofe: Emilio destituido de su puesto como dirigente en la asociación y yo pisoteado después de haber sido vapuleado a punta de bolsazos Prada y Louis Vuitton y patadas con tacones Gucci. Estaba en estas apocalípticas cavilaciones cuando se abrió una de las puertas de los elevadores: apareció Monsiváis. Era como un ser venido de las alturas celestiales a pesar de su atuendo: un suéter desteñido, al estilo César Costa, algunos “gallos” que estallaban en su melena y una cara de “¿dónde me estoy metiendo?”.
Sólo recuerdo una minitragedia que resultó de una inoportuna coincidencia. Al dirigirse Monsiváis a donde estábamos Emilio y yo, lo interceptó un grupo de “guapérrimas” mujeres de estilo high-class, con un aire de elegancia informal y exclamaciones de plástico: “Maestro, qué honor. ¿Sobre qué versará su charla que tanto ansiamos escuchar?”. Monsiváis les sonrió con otra mueca de plástico, diciéndoles que sería una sorpresa, y haciéndoles una salutación caravanesca se dirigió hacia nosotros, al tiempo que me decía: “Malvado mil veces”. Yo sólo pude argumentarle, frente aquella avalancha de señoras, señores, jovencitas y jóvenes, periodistas, camarógrafos, etcétera, que qué culpa tenía yo de su fama y capacidad de convocatoria, aduciendo que yo mismo me había sorprendido por la cantidad de comensales que estaba superando toda expectativa.
En aquel momento fue abordado por un periodista de la cadena televisiva Univisión y su camarógrafo, que le pidieron una entrevista sobre el fenómeno migratorio. Monsiváis, ante la amable presencia del joven periodista, dijo algo que me dio tranquilidad: “Al término del desayuno platicamos”. El joven periodista nos acompañó con gran entusiasmo, se adelantó y abrió la inmensa puerta de madera del salón, donde había unas trescientas personas. Era una verdadera avalancha de empresarios, familiares, amigos y demás agregados ocasionales. Del número acostumbrado de comensales matutinos, aquello se convirtió en un maremágnum de expectante y ávida audiencia deseosa por escuchar al autor de Días de guardar. Ese ambiente cordial quedó en silencio ante la despeinada presencia del visitante. Monsiváis frenó en automático, como queriendo echar reversa. Pero una espontánea lluvia de aplausos, más el empujoncito que le di con suavidad amistosa, lo introdujeron en ese enjambre de caras sonrientes y aromas a tocino y jamón de puerco ahumado, aderezados con lociones Armani y perfumes Versace.
Después de haber saludado a cientos de entusiastas admiradores, ocupamos nuestro lugar en la mesa principal. Monsiváis volvió a decirme en voz baja, sólo que ahora aumentando la cantidad: “Malvado diez mil veces”. Yo acepté con una amable sonrisa. En nuestra mesa había algunas autoridades de la ciudad, el concejal de cultura del cabildo, líderes del mundo de las finanzas y el comercio, y los dirigentes de la asociación: Emilio España y Alejandro Quiroz. Me incliné hacia Emilio y le dije: “Ya está aquí, a ti te toca hacerlo hablar”. Se ubicó frente a aquella nutrida audiencia y después de destacar las virtudes intelectuales y literarias de nuestro invitado y expresar los agradecimientos de rutina, se dirigió a Carlos para hacerle una sola pregunta: “¿Qué opina, señor Monsiváis, de los aciertos y desaciertos del Presidente Fox? ¿Cómo ve su desempeño?”. Monsiváis se dirigió al pódium. Antes, me susurró en voz baja: “Malvado un millón de veces”. Tomó el micrófono y con total aplomo y sincero acento, inició: “Nunca me había tocado hablar ante tanto indocumentado de corbata”. El estruendo de risas y aplausos apenas me permitieron escuchar lo que Emilio me comentaba al oído: “Es cierto, más del noventa por ciento de estos son indocumentados”. Acto seguido, se refirió a la pregunta planteada por Emilio: “Respecto al desempeño del Presidente Fox, lo puedo sintetizar así: demasiadas expectativas, escasas realizaciones, desencanto actual…”.
La sobremesa de aquel desayuno se prolongó más de lo planeado. Monsiváis transformó aquella cita con los “amigos mexicanos de la cultura” en una jornada de regocijo intelectual con una clase social que, aunque no estuviera de acuerdo con todo lo expresado, aplaudía con entusiasmo a este tejedor de frases oportunas. Recuerdo que concluyó diciéndoles que había pasado una noche pésima por una angustiante pesadilla que se repetía con cierta frecuencia, en la que le pedían un prólogo y texto de contraportada para el directorio telefónico de la Ciudad de México.
III
Las tareas como agregado cultural te llevan a recibir el favor de quienes menos te imaginas y a desarrollar una capacidad para mantenerte alejado de envidias y los menosprecios ajenos. En el verano del 2008 fui invitado a trabajar como agregado cultural en el Consulado General de México en El Paso, Texas. El cónsul Roberto Rodríguez Hernández me sugirió que reforzara la posibilidad del nombramiento con el apoyo de alguno de mis amigos en el gremio literario del país, pues había la percepción de que algún ser malvado, con desbordado interés en la posición que se me ofrecía, estuviera “grillando” para quedarse con el puesto.
Llamé a mi amigo Monsiváis. Con su solidaridad, un tanto carente de entusiasmo por el tono plano con que solía expresarse, me preguntó que a dónde habría que llamar. Le di los teléfonos de la Unidad de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Al ver que aquella llamada quizá no se llevaría a cabo, decidí recurrir a otro amigo: Carlos Fuentes, quien me expresó que él no conocía a nadie en el ámbito cultural de la Secretaría. Le respondí que si bien él no conocía a nadie, a él sí lo conocían muy bien. Le di los teléfonos al tiempo que me decía que llamaría para realizar la recomendación. Mi inseguridad de que aquellas llamadas se realizaran y tuvieran un destino feliz, continuaba vigente en mi ánimo. Hice una tercera llamada, ahora a Carlos Montemayor. No sólo me manifestó su disposición de hacer la llamada, sino que además me dijo, que conocía muy bien a la “segunda de a bordo” de asuntos culturales, a quien le plantearía la recomendación.
El cónsul Rodríguez me llamó al tercer día para decirme que los “misiles” lanzados de mi parte habían sido de tal calibre que era yo el virtual el agregado cultural. Sólo había que esperar el nombramiento y mis gastos de traslado e instalación. De manera inmediata llamé a Carlos Monsiváis para agradecer la generosidad de su llamada telefónica. Le confesé que había recurrido, por si acaso, a Carlos Fuentes y a Carlos Montemayor. Me respondió, con su chispeante capacidad de improvisación, que sólo me había faltado pedirles el favor a Carlos Slim y a Carlos Salinas de Gortari. Compartimos la risa ante esta ocurrencia.
Me quedé con el buen sabor de que un buen Carlos, o varios, siempre serán mensajeros de la buenaventura para el logro de una buena “chamba”, y sin duda, capaces de vencer cualquier grilla por poderosa que pudiera ser. Creo que mi duda en cuanto a la posible llamada de Monsiváis fue injusta, pues en el pasado ya había sido depositario de sus generosas recomendaciones, hasta sus “consejerías” con relación a las actividades culturales realizadas desde diversos espacios.
Carlos Monsiváis momentos antes de un desayuno con la Asociación de Empresarios Mexicanos, San Antonio, Texas, 26 de febrero de 2002.
Cuando me llegó la carta de aceptación de Universidad de Harvard para estudiar Literatura y Educación de inmediato le consulté a Carlos cuál sería la mejor opción, tomando en cuenta que me dio también una carta para inscribirme en el Colegio de México para estudiar Literatura. Sin titubear, me dijo que me inscribiera en Harvard. Esta decisión me valió la amistad de Octavio Paz, a quien tuve como profesor en un excelente curso sobre la tradición del poema largo en la literatura moderna de lengua española. Por la amistad que tuve con muchos de estos escritores y artistas, con frecuencia me vi en medio de dos fuegos. Por un lado estaba la admiración que provocaban algunos de ellos en el gusto o preferencia de ciertos colegas; por el otro estaba el desprecio y condena, sin derecho de apelación, expresado sobre el mismo protagonista por sus más furiosos detractores. Yo, prudentemente, guardaba silencio ante tales enconos, sin “tomar partido”.
Al principio de mis actividades como promotor cultural solía preguntar sobre aquellos paisanos que habían iniciado exitosamente su carrera de escritores, esperando respuestas que confirmaran y reforzaran mi estima. Entrevistando a Monsiváis durante una primera ocasión ante las cámaras de la televisión universitaria de la Autónoma de Chihuahua, le pregunté su opinión sobre mi querido paisano Carlos Montemayor. Hirió mi espíritu de admiración al responderme: “Dada su imagen de intelectual de pipa y academia, lo deberíamos inscribir dentro de la corriente que incluía destacadas obras, como Chih-chin el teporocho y Sopita de fideos” Era evidente la animadversión que le profesaba al autor de Minas del retorno.
La percepción de Monsiváis respecto de mi admirado paisano tuvo un cambio súbito cuando se publicó su serie de obras relacionadas con los movimientos guerrilleros en nuestro país: Guerra en el paraíso, Los informes secretos, Las armas del alba, La fuga y Las mujeres del alba. En esta ocasión, estoy seguro, Monsiváis sí leyó con atención a nuestro escritor parralense, quien motivó, a partir de Guerra en el paraíso, su reconocimiento creciente sin el mínimo regateo.
Después tuvo una recaída en el aprecio recobrado hacia Montemayor. En esta ocasión fue relacionada con la faceta de cantante de ópera de mi buen paisano. Monsiváis contaba que estando en un hotel de Bogotá durante un encuentro de escritores latinoamericanos, Montemayor llegó con sus pistas bajo el brazo con una clara intención de amenizar aquella reunión. “Yo −continuó Monsiváis− ni tardo ni perezoso subí al segundo piso de aquel lobby. Para evitar el regocijo estético de aquel ‘recital’ me lancé a la calle fracturándome un pie, pero salvándome de escucharlo destrozar a voz en pecho algunas arias clásicas del Bel canto”.
IV
Desde nuestro primer contacto, siempre que marqué su número telefónico, la incertidumbre ante la posibilidad de que no aceptara visitarnos se fue desvaneciendo. Mis llamadas fueron siempre para solicitar su participación en diversas actividades, desde darnos una conferencia sobre temas muy diversos o inaugurar una exposición, hasta escribir un prólogo para un catálogo de arte o un libro colectivo de poetas de la frontera, o bien para participar como jurado en un concurso binacional fronterizo de poesía. Llegaban a tal grado los niveles de su erudición que recuerdo, en algún viaje en mi Volkswagen por las calles de Ciudad Juárez, haber iniciado yo una canción de The Del-Vikings, Elvis o el Piporro, sorprenderme al escuchar cómo Monsiváis la continuaba hasta terminarla. Su conocimiento y memoria musical iban, entre muchos más géneros e intérpretes, del rock clásico al bolero y al Piporro. A este último lo consideraba un creador excepcional.
Siempre contestaba la voz femenina de alguna de sus tías, quien me expresaba con transparente voz y sutil amabilidad que iba a ver si se encontraba el maestro, como ellas le decían. Yo, como ya lo dije, durante las primeras llamadas que le hice permanecía entre la ansiedad, la incertidumbre y el temor de que se negara a contestar, o bien, que aquella voz femenina me informara que había salido o que se encontraba descansando, algo que rara vez sucedió.
Durante los primeros meses del 2010, antes del fatal desenlace de su estancia en el Instituto Nacional de Nutrición, hablé con él varias veces. Habíamos acordado su participación en una conferencia que organizaba en el Consulado de México en El Paso, Texas, titulada “El pachuquismo y Tin Tan”. Nadie mejor que él para desarrollar este tema. Una de las últimas llamadas, justo antes de que ingresara al hospital, se volvió a manifestar su sentido del humor con la chispa que siempre lo caracterizó. Al preguntarle cómo se sentía, me respondió que no muy bien; su voz era algo disminuida y rasposa. Me dijo que en caso de morir, había una funeraria en la calle de Félix Cuevas, muy cerca de su casa, hasta donde podría irse caminando.
Por esos mismos días, en otra conversación, me comentó que habían tratado de extorsionarlo telefónicamente: “Era una voz amenazante y ruda. Me preguntó a gritos si me importaba la vida de mi hijo”. Pensaban que su asistente-secretario era su hijo, a quien veían entrar y salir frecuentemente de la casa de la colonia Portales. Me contó que con un gesto sonoro de “me da lo mismo” provocó la ira de aquel agresivo extorsionador, quien con la misma voz amenazante le dijo: “Aquí lo tenemos, y si no nos deposita 100 mil pesos, ahora mismo lo hacemos pedazos”. Monsiváis, sentado cómodamente, flanqueado por Fray Gatolomé de las Bardas y Miau Tse Tung, dos de sus gatos guardianes, y al ver a su secretario frente a él, les dijo: “Cumplan con su deber matándolo, yo cumpliré con el mío llorando”. Alcanzó a escuchar una mentada de madre igual de sonora y furiosa, al tiempo que colgaba el teléfono.
Su afición por las andanzas callejeras también lo llevó a tener experiencias desagradables. Monsiváis tenía un taxista que lo chofereaba por toda la ciudad. Era un hombre de su absoluta confianza, por aquello de los secuestros exprés. Una tarde de excepción que se vio obligado a parar un “libre”, y al ver el rumbo que tomaba aquel taxista, se le prendió la luz roja. Justo en el desvío hacia una zona poco amable, el taxi frenó intempestivamente con un ácido rechinido de llantas al tiempo que lo abordaba un personaje ataviado como “Pedro el Malo” con su característico antifaz, capa y cuchillo. Con amenazas le ordenó: “Quítate los lentes, cabrón. Y cierra los ojos si no quieres que te parta la madre”. Le respondió: “¿Para qué cierro los ojos? Sin mis lentes no veo nada”. “Otro chiste igual de pendejo y te parto la madre”, contestó el delincuente. Después de este asalto me decía: “Me sentí denigrado, subestimado y malo para improvisar un chiste que le bajara un poco lo violento a aquel engendro del mal”.
Una tarde-noche en la que Carlos caminaba por la Zona Rosa fue cercado intempestivamente por una mini pandilla de jóvenes, surgidos de las sombras de un callejón solitario. Le exigieron todas sus pertenencias de valor. En esa ocasión sucedió el milagro de la fama y la respetabilidad hacia el intelecto. Monsiváis, en estado “adrenalínico”, escuchó las órdenes que lanzó de súbito uno de los líderes de aquel comando citadino de asalto: “¡Momento! ¡Vámonos! Es compa, es el Monsi. No lo toquen”. La mini pandilla escapó rápidamente, de vuelta a la oscuridad.
V
Visitar su casa, en la calle San Simón en la colonia Portales, de la Ciudad de México, era penetrar en un espacio impregnado de un “surrealismo criollo” en el que los habitantes iban desde luchadores miniatura en posición de ataque hasta una pléyade de gatos que pululaba por sillones, mesas y estantes, fieles sirvientes del gran maestro de pelo hirsuto rodeado de libreros, y a quien Elena, su amiga de toda una vida, lo elevó a los altares, bautizándolo como Sansimonsi. Después de su partida quedamos en la orfandad muchos y fieles seguidores de sus aciertos ensayísticos. Llegar a su casa en un atardecer cualquiera, cuando la luz del día apagaba sus destellos, era entrar a un reino sombrío, con olor a cierta melancolía, casa en la que todos los habitantes permanecen en un mundo de colecciones empolvadas por la soledad que nos ha impuesto su ausencia definitiva.
El aroma, que con el tiempo van esparciendo libros y libreros, mezcla de un millón de lúcidas páginas y maderas de pino, aderezadas con el ronroneo musical de todos los hijos felinos adoptados en callejones y baldíos. Ellas: Miss Oginia, Miss Antropía, Coopelas o Maullas (Copi pa’ los amigos) y Bolita; ellos: Chocorrol, Miau Tse Tung y Fray Gatolomé de las Bardas, guardianes de esa fortificación de sabiduría y mil colecciones de insólitos objetos impregnados con la elocuente poesía de las calles, los mercados y las tiendas de usado; ecos de bruñidas voces que divulgan a gritos las maravillas de antigüedades y antiguallas, pregoneros de sabores a nieve de garrafa, a música de organilleros que lloran notas que coronan los días y vivifican la noche con melancólicas notas; fiesta callejera con sabor a tacos de trompo, a quesadillas sin queso, pero rellenas de flores de calabazas y pétalos de rosas, barrios en los que Sansimonsi ronda de noche buscando objetos que tal vez no sirvan para nada, pero que ahora, venturosamente, le dan vida al Museo del Estanquillo.
Carta de recomendación de Carlos Monsiváis a Enrique Cortazar para ingresar al Colegio de México.
En una de estas llamadas contestó la voz femenina de siempre, pero esta vez era de una anciana. Supuse que era de la mayor de sus tías. Me preguntó de manera apenas audible y lentamente: “Bueno, ¿quién habla?” A lo que respondí: “Soy yo, Enrique Cortazar, señora. Busco a Carlos, mi amigo”. Me preguntó: “¿Es usted sacerdote?” No supe de momento qué responder. Se adelantó: “Es que necesito que me den la absolución, pues no tolero más la carga de mis pecados”. Al momento, ambos reímos al unísono. Él estaba seguro de que su engaño no cobraba sentido de realidad.
México recuerda y llora a Carlos porque, como pocos escritores, eliminó de sus actitudes la pedantería intelectual. A Monsiváis se le debe que los mexicanos al pensar acerca de la crónica, la literatura y la poesía sepamos que es divertida, insolente y disfrutable. Ojalá otros tantos autores activos aprendieran de Carlos la humildad necesaria para trascender los libros y vivir por siempre en la memoria de sus lectores.
En las sociedades medievales europeas muchos creían que los locos eran personas pecadoras que encarnaban con su conducta los llamados siete pecados capitales que la Iglesia católica había establecido como la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza. Pecados o faltas contra la voluntad de Dios que los alejaba de su presencia. Y que eran al mismo tiempo graves vicios cuya práctica les provocaba esa alteración radical de sus mentes, los volvía locos. Ser una persona lujuriosa, envidiosa, avara, glotona etc. era no solo era un vicio sino un estado de locura; era la forma en esta se manifestaba; mejor, vivir en algunos de estos vicios era abrirle las puertas a la locura. Vicios de locura, que paradójica e irónicamente, tenían y practicaban muchos miembros de la Iglesia católica como monjes y clérigos, y que Jerónimo Bosh –El Bosco- representó en este gran cuadro La nave de los locos (1503-04) para ponerlos de relieve críticamente como sus ejemplos más característicos.
La nave de los locos (óleo sobre tabla), de El Bosco.
Ahora bien, estos vicios-pecados que para muchos hombres medievales llevaban a la locura eran en realidad palabras que nombraban, y nombran, inclinaciones, impulsos o deseos naturales de los hombres que al dominar sus mentes y sus conductas los conducen a transgredir sin pausa y sin límite la medida y proporción racional que debe tener todo acto para no enfermarlos o dañarles sus cuerpos y sus mentes.
Por eso Michel Foucault en su libro inicial Historia de la locura en la época clásica (1961), que preparó y escribió durante tres años aquí en Suecia en la Universidad de Uppsala entre 1956 y 1959, sostuvo que los locos ponen en evidencia con sus discursos delirantes y con sus conductas desordenadas verdades ocultas del ser de los hombres, de su naturaleza más íntima y propia cuando estas se viven o se practican sin límite ni orden racional. El lenguaje y conducta desordenada, desmedida e incoherente –a-lógica- que tienen los locos revela lo que los seres humanos que no lo son normalmente ocultan o reprimen, a saber, la presencia libre y dominante de sus deseos e impulsos naturales más profundos, de su verdadera naturaleza interior. Es la naturaleza no sujeta a las órdenes de la razón la que habla y se expresa en la vida y los discursos de los locos.
Primera edición de la Historia de la locura en la época clásica (1961).
Ahora bien, estos vicios no son impulsos naturales comunes a todos los seres humanos como supone Foucault; solo se apoderan de una parte de ellos. Y al ocurrir esto se abre efectivamente la posibilidad, solo la posibilidad, de que se vuelvan locos, de que pierdan la noción de la realidad, y la capacidad de juzgar y de obrar de modo racional. Sin embargo, al lado de ellos ha habido a lo largo de la historia, y hay, muchos otros seres humanos que, al contrario, tienen la virtud de la generosidad, de la sencillez, de la laboriosidad, de la serenidad, de comer con medida, de alegrarse con el bien ajeno, etc. Virtudes o cualidades que tal vez no les brotan en muchos casos de su naturaleza interior sino han aprendido de sus padres, maestros o de las experiencias que viven en el curso de sus vidas, es decir, son virtudes o cualidades en gran parte aprendidas culturalmente.
Por eso la imagen de los hombres atrapados en estos vicios que conviven de cerca o estrechamente con la locura muestra con claridad a los demás, a la inmensa mayoría que normalmente ordenan sus vidas cotidianas de un modo racional, lo que pueden llegar a ser, y de hecho siempre llegan a ser, en algún o algunos momentos; les recuerda la existencia del otro lado de sí mismos que, si bien han dejado de lado u ocultado, siempre está ahí al acecho para irrumpir con fuerza cuando la ocasión se preste o lo permita, y apoderarse, así sea por unos instantes, de sus vidas.
Pero existe, sin embargo, otro “vicio” totalmente diferente que también abre la posibilidad de la locura. Se trata del “vicio” de alguien que se entrega de manera compulsiva, sin pausa y sin límite, a realizar una misma labor diaria. Cuando una persona rebasa el límite racional del tiempo en realizar una misma labor o tarea se abre la posibilidad de que esa persona se canse demasiado, y se enferme. Resultado natural debido al gasto desmesurado de energías físicas y mentales que tiene que realizar. Sin embargo, algunos grandes y clásicos escritores como Miguel de Cervantes Saavedra y Gabriel García Márquez imaginaron, con razón, que la enfermedad a la que conduce un ejercicio diario, obsesivo y desmesurado de una misma labor o actividad no es una enfermedad física sino mental, la de la locura. Así, como se sabe bien, el hidalgo Alonso Quijano perdió la razón por el hecho de leer sin cesar y casi sin pausa todos los libros de caballería existentes, que eran muchos, y decidió convertirse en uno de esos caballeros valerosos que salían a recorrer el mundo para luchar por el bien, la justicia y la libertad. Y, por su parte, José Arcadio Buendía, padre fundador de la gran dinastía familiar, también enloqueció después de tratar de probar en el laboratorio que construyó en su casa, los viejos conocimientos, o mejor, que una vez le dejó el sabio Melquiades. Pero, como esos viejos conocimientos no eran en realidad tales, sino puros pseudo-conocimientos, no podía probarlos con los experimentos que llevaba a cabo. Fracaso que lo empujaba a intentarlo de nuevo una y otra vez, incesante y repetitivamente, hasta que llegó el día en que enfermó de la cabeza, en que perdió el juicio y la razón. De ahí que Úrsula, su mujer, se vio obligada a atarlo al árbol que había en huerto de la casa para evitar que continuara realizando esta labor absurda y sin sentido; árbol a cuya sombra y protección vivió en silencio hasta su muerte.
Así, entonces, podemos decir que el mayor o más grave “vicio” que puede conducir a los hombres a enfermar de sus cuerpos, e incluso de sus mentes, a perder la razón, es el de realizar una determinada actividad sin orden y medida racional, de manera totalmente desmesurada. Los “vicios” no son, entonces “pecados” o faltas contra la voluntad de Dios que los hombres cometían, como lo sostenían los jerarcas de la Iglesia católica en el Medioevo; ni tampoco puras expresiones simples y naturales de sus impulsos e inclinaciones naturales sino sus expresiones obsesivas y más desmesuradas, carentes de orden y medida racional, carentes de razón. Es ahí, entonces, donde se encuentra la razón de ser de su existencia que no deja de aparecer sin cesar en la existencia de los seres humanos.
Camilo García Giraldo es filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Fue profesor de filosofía y ética de diversas universidades bogotanas. Llegó a Suecia hace 34 años como refugiado político en donde ha escrito 8 libros de ensayos y reflexiones sobre temas filosóficos, culturales, sobre ética, religión y sobre la violencia. Es miembro de la Asociación de escritores suecos.