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El surgimiento de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey

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El surgimiento de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey

 

Introducción

Al pie del Cerro de la Silla y durante casi todo el siglo xx, la ciudad de Monterrey se movió al ritmo del silbato de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey. En este trabajo se presentarán los aspectos socioculturales que dieron pie a la creación de esta empresa. La historia y la gente regiomontanas han sido fundamentales para este estudio sin perder de vista la situación sociopolítica y la económica del país. Se analizarán las influencias de los políticos y los hombres de negocios al igual que los movimientos socioculturales de la época. Estos aspectos nutrieron la Fundidora de manera análoga al carbón proveniente de las minas del norte de México.

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Aspectos socioculturales

La Fundidora inició sus labores en los albores del nuevo siglo, el día 5 de mayo de 1900. Sin embargo, empezó como parte de un proceso de industrialización iniciado en 1854 con el establecimiento de una industria textil, La Fama, en el municipio de Santa Catarina. Decir que Monterrey se “movía” al ritmo del silbato de la Fundidora no es gratuito, puesto que las horas del cambio de turno y la terminación del día estaban marcadas por su silbido. Empero, todos los ruidos de la Fundidora callaron el 8 de mayo de 1986.

La influencia de la Fundidora no fue solo a través del sonido de su silbato. Al ocupar mano de obra de todos los niveles, su impacto se sintió en varios estados atrayendo a su población. También, surgieron muchas pequeñas empresas que prestaron sus servicios a la naciente acería. Javier Rojas Sandoval (1997) informa que el personal que laboraba en la Fundidora la bautizó “Maestranza”, es un nombre que evoca el taller de fabricación y reparación de piezas de artillería. La Real Academia Española (rae) indica que la noción de “maestranza” se vincula a los talleres donde se llevan a cabo tareas de reparación o mantenimiento. Curiosamente, el conjunto de los trabajadores dedicados a este oficio también se llamaba “Maestranza”.

El marco legal que le faltaba a la infraestructura fue proporcionado por el gobernador Lázaro Garza Ayala, al emitir en 1887 la primera Ley Protectora de la Industria. También se necesitaban concesiones para establecer fundiciones, las exenciones y las facilidades en los permisos y las tarifas de importación. Muchas fueron proporcionadas por Bernardo Reyes. Finalmente, se actualizó la Ley de vagos y maleantes en 1851. Esto proporcionó un tejido racionalizado según Nuncio (1997: 96).

  Las autoridades federales tenían el respaldo de la ley promulgada el 30 de mayo de 1893 (Ley de exención de impuestos). Respaldándose en esta, el gobierno otorgaba por cinco años franquicias y concesiones a las empresas que garantizaban una inversión de capitales en el desarrollo de la industria del país. La vigencia de las franquicias no excedía diez años y el capital de la empresa beneficiada era de 250,000 pesos mínimo. Por el capital invertido, las franquicias y las concesiones contaban con la disminución de impuestos federales directos por diez años y la importación de maquinaria, aparatos, herramientas y materiales para construcción (Contreras y Gámez, 2004: 93).

Con la expansión fabril de la ciudad de Monterrey, se adquirió la experiencia laboral por el obrero regiomontano en las plantas textiles, las fundiciones de plomo argentífero, la planta cervecera y las otras dos fundiciones. Ya se contaba con el funcionamiento de grandes empresas como la Compañía Minera Fundidora y Afinadora Monterrey, la Compañía Metalúrgica Peñoles, la Compañía de la Gran Fundidora Nacional Mexicana y, posteriormente, American Smelting and Refining Company. Los trabajadores se formaban poco a poco y empezaban a laborar en la Fundidora, donde la producción empezaba a ser masificada (Contreras y Gámez, 2004: 93).

  Para cumplir con las demandas del desarrollo industrial, se trajo también personal técnico de Europa y Estados Unidos con el fin de capacitar al personal nacional en el proceso de producción de hierro y acero. La junta directiva, por su parte, llamó a algunos de sus miembros a ocupar puestos directivos y administrativos. Al igual que los obreros, los directivos no tenían conocimiento de lo que era la fundición y refinación del hierro y el acero. Esta situación provocó serios problemas en la operación de la planta, sobre todo durante los primeros años (Contreras y Gámez, 2004: 93).

  En la Ciudad de México las cosas no fueron tan fáciles, el secretario de Hacienda (José Yves Limantour) no quiso conceder privilegios a una compañía que consideraba “minera accesoriamente”. Sin embargo, los buenos oficios y contactos de los socios de la compañía, Antonio Basagoiti y León Signoret, residentes de la capital, consiguieron una exención de impuestos por 20 años. Lo que significaba diez años adicionales a los otorgados por la Ley de Fomento Industrial de 1893. Tampoco se otorgaron exenciones y franquicias a otras compañías que hubieran competido con la Fundidora Monterrey (Contreras y Gámez, 2004: 103).

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El general Bernardo Reyes

Además de su capacidad como militar, el general Bernardo Reyes tuvo la suficiente sensibilidad política para entender que junto con el trabajo de gobernar venía la responsabilidad de elaborar y establecer una infraestructura administrativa sólida para soportar el peso de la naciente industria, dejando en manos de las empresas locales y foráneas el desarrollo científico y tecnológico. El desarrollo industrial de Monterrey no sólo requirió de apoyos fiscales, sino también de técnicos que sus gobernantes le facilitaron.

Bernardo Reyes gobernó Nuevo León en dos mandatos: el primero, de 1885 a 1887, y el segundo, de 1889 a 1909. Durante sus mandatos, la vida en la ciudad de Monterrey se trasformó: se impulsaron la industria y la educación; se inauguró una línea de tranvía de Zaragoza a Topo Chico; se construyeron el Palacio de Gobierno, la Penitenciaría y el sistema de agua y drenaje de la ciudad; se definieron los límites con los estados vecinos de Tamaulipas y Coahuila, así como los de los municipios internos del estado de Nuevo León. Estos límites representaban un problema por más de 50 años. Además, el 19 de junio de 1895, se emitió el decreto que estipulaba la aplicación en todo el territorio nacional del sistema métrico decimal en las pesas y medidas. El sistema usado hasta entonces tenía sus orígenes en el medioevo español (Ciencia uanl, 2003).

En Los orígenes de la industrialización en Monterrey (2001), Isidro Vizcaya explica que uno de los aspectos que más ayudaron a la formación de una conciencia industrial y fabril en Monterrey fueron las exposiciones industriales llevadas a cabo en la década de los ochenta del siglo xix. El autor marca algunos puntos de importancia: se pone de manifiesto el desarrollo de los talleres y las artesanías; se evidencia el contacto de los obreros regios con las artes mecánicas que fueron retomadas en el siguiente periodo por la gran industria (es importante mencionar aquí que si bien los obreros no estaban totalmente adiestrados, sí tenían cierto grado de contacto con las herramientas y diversos equipos); y por último, los fabricantes locales se vieron motivados a participar en otras exposiciones fuera del territorio mexicano, como fue el caso de Nueva Orleáns (1884-1885), la Feria internacional de París (1889) y la Feria y la exposición internacional de San Antonio (1889) (Vizcaya, 2001).

Así, poco a poco Nuevo León comenzó a distinguirse de los demás estados de la república por la mano firme de su gobernante Bernardo Reyes quien continuó con la obra de sus antecesores. Se procedía sin precipitación y se creaba un ambiente de seguridad lo cual provocó la creación de industrias. Al llegar capital de todas partes y el establecimiento de numerosas fábricas, se abrieron nuevas oportunidades laborales y empresariales en la región (Roel, 1973).

Pero el gran sinodal lo constituye sin duda la exposición de Chicago en 1893; según el historiador John Fiske, el año de 1893 sería recordado largo tiempo por la Gran Feria Universal de Chicago, en la celebración del descubrimiento de América. Esta exposición se haría notable sobre todas las anteriores (Londres 1851 y 1862, París 1867, Viena 1873, Filadelfia 1876 y París 1878 (Ciencia uanl, 2003).

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Empresarios regiomontanos y el contexto socioeconómico de la región

Un aspecto fundamental de la historia empresarial, industrial y comercial de la ciudad de Monterrey tiene que ver con su ubicación en el norte de México, particularmente por su posición centro-oriental, debajo del estado norteamericano de Texas. El norte mexicano resultó una prolongación regional del mercado estadounidense, peculiaridad estratégica que se da a mediados del siglo xix y que abre la posibilidad de un contacto directo con la economía. En 1870, Monterrey ingresaba con plenitud en la segunda revolución industrial (Cerutti, 2006).

  La posición central en un área fronteriza permitió a la ciudad de Monterrey abrirse a un capitalismo que finalmente le confirió un protagonismo en el escenario global de la periferia. La frontera cercana permitió al empresariado local un acceso a diversos mercados, del cual Monterrey y sus comerciantes saldrían especialmente beneficiados (Isidro Vizcaya, 2001).

  Las familias empresariales regiomontanas surgieron durante la segunda mitad del siglo xix, demostrando una gran capacidad de adaptación y perdurabilidad que ya en el siglo xx les confirió característica de liderazgo a escala nacional. Una de las características predominantes de esta permanencia en la burguesía regional ha sido el mantenimiento de las redes familiares. Algunos de los apellidos de aquella primera época son: Prieto, Rivero, Berardi, Belden, Armendáriz, Maiz, Mendirichaga, Milmo, Hernández, Shnaider, Shmid, Buchard, Bremer, Cram, Langstroth, Hass, Robertson, Strozzi, Ferriño, Ferrara, Brandi y Price.

Estas familias desarrollaron lazos comerciales con las empresas de los Estados Unidos. En su momento, este fenómeno se observó también en el norte de Italia y el País Vasco con respecto de las economías avanzadas del noroeste europeo (Ciencia uanl, 2003).

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Los industriales de primera y segunda generación

Como pudimos constatar en las secciones anteriores, los primeros empresarios regiomontanos importaron tecnología, mano de obra calificada y dinero. Así, iniciaron su desempeño industrial con el establecimiento de La Fama y concluyeron con la primera colada de la Fundidora en 1903. La industria regiomontana es obra de dos generaciones que se sucedieron sin que ocurriera un rompimiento, cada una aportó las modalidades propias de su entorno histórico (Fuentes, 1976: 57, 59 y 60).

En su momento, el ingeniero Fernando García Roel describe al empresario de primera generación como un individuo de mucha inteligencia, audacia y capacidad, aunque sin preparación académica. Al referirse al empresario de segunda generación, lo describe como una persona con preparación académica formal que además incluye en su quehacer diario la impronta de una serie de preocupaciones sociales. En la empresa regiomontana, no se dio el rompimiento entre la primera y segunda generación, sino que, sin ser calca de la anterior, la segunda generación actuó como una generación de relevo. Estos empresarios jóvenes vivieron en los tiempos de la Revolución mexicana y se adaptaron a ellos.

Como ejemplo de los industriales de primera generación figuran don José Calderón, don Isaac Garza, don Vicente Ferrara y don Adolfo Prieto. Un cambio generacional ocurre cuando la nueva generación adopta una jerarquía de valores distinta de la que implementó la generación anterior. Como lo indica de manera acertada Fuentes, no es extraño que cada generación adopte su propio esquema axiológico y su modo de ver el mundo (Fuentes, 1976: 62-63). En este sentido, y como dato importante, el relevo generacional regio se produce bajo la circunstancia de haber vivido en un círculo de ideas fronterizas y tiempos cambiantes (Fuentes, 1976: 58-59). Como ejemplo, podemos mencionar a don Eugenio Garza Sada y su hermano Roberto Garza Sada que además de contar con una preparación académica y técnica contaban con una sobresaliente capacidad intelectual.

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El positivismo en México

Desde el principio de su mandato, el general Porfirio Díaz fue partidario de la educación laica. Para establecerla, creó un sistema de educación oficial en el cual la base filosófica era la educación científica que se deducía del positivismo de Augusto Comte. Con esta intención, se incluyeron en los programas educativos teorías “escandalosas” para la época, como el evolucionismo de Darwin y de Herbert Spencer, teorías que lastimaron la sensibilidad de algunas personas. Sin embargo, con la anuencia del régimen, se logró establecer un sistema paralelo de educación que fue manejado principalmente por jesuitas. El objetivo primordial fue el de educar a las futuras clases dirigentes de acuerdo a los principios de la moral cristiana.

Las diferencias en cuanto a la interpretación del mundo trajeron otro problema insoluble: la diferencia entre clases sociales. Esta no sólo estaba determinada por los ingresos, el estilo de vida y las costumbres, sino también por la ideología. Esto ocasionó que las clases media y alta se convirtieran en conservadoras en términos ideológicos y políticos, pero liberales por conveniencia económica. Así, el régimen porfirista era ideológicamente liberal, pero conservador y represivo en la práctica social. El problema consistía en la falta de un proyecto de nación claro que permitiera crear un modelo educativo sólido y generalizable. Los pocos avances se dieron con la creación de las escuelas normales, lo cual consistió precisamente en establecer las normas educativas generales que permitieran la formación pedagógica de los maestros.

  Después del triunfo de la República en México, la derrota de los agresores franceses y el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, el presidente Benito Juárez llamó a Gabino Barreda a quien le encomendó la tarea de reestructurar la educación del país. Parte de esta reestructuración estuvo representada por la creación de la Escuela Nacional Preparatoria. Como respuesta a la petición presidencial, Barreda introdujo las doctrinas positivistas del filósofo francés Augusto Comte, hecho que en sí mismo representó un punto cardinal en el desarrollo de México y se convirtió en pauta educativa del Estado mexicano.

  La adaptación de la doctrina positivista en México fue un trabajo difícil y no faltaron ataques ni detractores. Desde su inicio, Gabino Barreda modificó las premisas básicas de Comte. Según el intelectual mexicano Justo Sierra, el positivismo fue un instrumento al servicio de la “burguesía mexicana” en un momento en que la situación creada por la dictadura de Porfirio Díaz conducía implacablemente al deterioro y la caducidad de doctrinas que en su momento parecían la respuesta a todos los problemas nacionales (Zea, 2002).

Todo régimen político suele fincar su legitimidad en una idea o una ideología. El porfiriato no fue la excepción. Desde los primeros meses en el poder, en 1877, Porfirio Díaz fundamentó su gobierno en una filosofía apartada del liberalismo puro, propugnado por los hombres de la Reforma liberal de 1857. Así, se proponía la abolición de los fueros e inmunidades del clero y de la milicia, la desamortización de los bienes raíces de la Iglesia católica, la destrucción del monopolio que la Iglesia ejercía en la educación y la consolidación de la igualdad política y social ante la ley de todos los ciudadanos mexicanos. En pocas palabras, una secularización del país (Krause y Zerón-Medina, 1993).

El vehículo de difusión de esta nueva propuesta ideológica, de corte positivista, fue un efímero periódico llamado, paradójicamente, La Libertad, fundado por un grupo de jóvenes entre los que se encontraban, entre otros, Justo y Santiago Sierra, Francisco G. Cosmes, Telésforo García y Jorge Hammenken. El nombre del periódico resulta paradójico ya que en realidad su objetivo limitaba la libertad: “Declaramos no comprender la libertad si no es realizada dentro del orden, y somos por eso conservadores; ni el orden si no es el impulso normal hacia el progreso, y somos por tanto liberales”. Formados en la Escuela Nacional Preparatoria (fundada en 1867 por Gabino Barreda), estos jóvenes creían aplicable a la realidad mexicana la doctrina positivista de las tres etapas de la humanidad: la teológica, la metafísica y la positiva. México, país religioso en su origen y metafísico en tiempos de la Reforma de 1857, podía tener acceso a una etapa “positiva” a costa de sacrificar el fanatismo religioso y la libertad. A la postre, la tríada de valores será la divisa de don Porfirio: orden, paz y progreso. Además del positivismo comtiano, los porfiristas utilizaron las teorías evolucionistas de Herbert Spencer y algunos elementos de darwinismo social. Así, Sierra –ideólogo del régimen– pudo sostener que México había conocido tres etapas de evolución a partir de un pasado indígena y colonial casi inerte: “la Independencia, que dio vida a nuestra personalidad nacional; la Reforma, que dio vida a nuestra personalidad social; y la paz (la paz porfiriana), que dio vida a nuestra personalidad internacional” (Krause y Zerón-Medina, 1993).

La filosofía y la espiritualidad del país han impregnado la mentalidad de los regiomontanos. En el ámbito educativo, la filosofía y el manejo de la política, el liberalismo y el conservadurismo se han enfrentado a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en la organización de la Fundidora, un régimen estricto y una jerarquía bien definida han sido características de esta gran empresa.

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Los ferrocarriles en México

El periodo comprendido entre finales del siglo xix y principios del xx se caracteriza por la construcción a gran escala de la red ferroviaria en México y este cambio ha tenido un impacto fundamental en el desarrollo de la Fundidora. En 1876 se contaba con 650 kilómetros de vía, y para 1911 la longitud de la red ferroviaria era de 24,000 kilómetros. En este periodo se consideró que la comunicación era un factor indispensable para el crecimiento del país, y los ferrocarriles fueron determinantes para lograr este objetivo, sobre todo entre las principales ciudades de México, es decir, aquellas que se veían beneficiadas por las políticas de estímulo de inversiones. Así, México se convirtió, junto con Argentina y Uruguay, en un país cuya vía férrea llegaba a las regiones más importantes del país (Vázquez, 1999).

  Entre 1880 y 1910 la red ferroviaria mexicana experimentó un crecimiento sorprendente: de 1,074 km de vías que había en el primer año, la cifra aumentó en los siguientes 20 años a 19,280 km. La construcción de estos tendidos de vías se realizó básicamente con capital extranjero, alguna aportación de empresarios nacionales y el apoyo del gobierno federal y los gobiernos estatales, a través de subvenciones y franquicias. Vale comentar que durante los primeros cinco años el tendido de vías se quintuplicó para posteriormente continuar a un ritmo menor (Cardoso, 1990: 439).

Entre 1876 y 1910 la economía mexicana se abrió a la inversión extranjera. Bajo este influjo capitalista comenzaron a cobrar vigor las inversiones, atrayendo sobre todo a inversionistas ingleses y estadounidenses, provocando un auge en la construcción y la operación de los ferrocarriles. Fue gracias a este influjo de capital que se aceleró el desarrollo de la industria. Al finiquitar las viejas deudas, se abrieron nuevamente las puertas de la Banca Europea. Por la política liberal que no ponía un límite a las concesiones del capital externo y la falta de regulación fomentaron un gran número de inversiones directas, no solo en las vías férreas, sino también en los energéticos y la industria manufacturera. En esta última, también se invirtió capital mexicano (Paz, 2000: 10).

  Los esfuerzos por atraer inversionistas para la construcción de una red ferroviaria comenzaron a tener fruto en el periodo del general Manuel González (1880-1884). Justo Sierra opinaba al respecto:

Es innegable que la inmigración de capitales, necesidad suprema de los países nuevos, tiende a acelerarse. El abastecimiento de útiles e instrumentos destinados a la producción industrial más considerable hoy; ayer era raquítico y mezquino; es de presumirse, en vista del crecimiento de nuestras necesidades, de la plétora de la industria de maquinaria entre nuestros vecinos (los Estados Unidos) y la áspera competencia que se inicia entre ella y la europea en los mercados hispanoamericanos, que ese abastecimiento superará mañana a nuestras aptitudes productoras cuyo aumento tiende a ser más lento. Asciende a algunos millones de libras esterlinas el capital extranjero en las industrias de trasporte invertido (sic). La falta de vías naturales de comunicación es causa de la importancia capital que tiene en nuestro territorio esta industria, con cuyo establecimiento soñaron cerca de medio siglo nuestros gobiernos: es el eje de todo progreso material mexicano (citado en Paz, 2000: 28).

Como los ferrocarriles se construyeron de una manera acelerada, las fallas fueron muchas. A ese respecto opina Pablo Macedo:

Los cuatro años posteriores correspondientes a la administración presidencial del señor general don Manuel González, fueron de una actividad casi febril en la materia que nos ocupa. La política de esa administración así como la de las posteriores del señor general Díaz hasta 1891, consistió en otorgar liberalmente, casi con prodigalidad, concesiones de ferrocarriles con subvención a todo el que las pedía, sin tasas ni medida, y pudiera decirse también que sin orden ni concierto […] y aunque ella no dejó de ocasionar algunas veces dificultades hacendarias de consideración […] aun los espíritus más meticulosos tienen que sentirse inclinados no solo á absolver, sino a aplaudir a estos gobernantes, que tuvieron la ciega y absoluta confianza en que el crecimiento del país recibiría, con la construcción de ferrocarriles, un impulso de tal suerte considerable, que bastaría para que el tesoro público, cuyo recursos son el obligado reflejo de las fuerzas económicas del país, pudieran soportar las pesadas cargas y los grandes compromisos que sobre él se echaban (citado en Paz, 2000: 28).

Una de las consecuencias de la construcción de las líneas férreas fue la resurrección económica del país, y con ella un auge en las finanzas públicas. Desgraciadamente, esa coyuntura no se aprovechó con un presupuesto debidamente equilibrado (Paz, 2000: 28).

  La era ferrocarrilera se caracterizó también por una racha de corrupción prematura, que contrastaba de manera dramática con la parsimonia del primer periodo del general Díaz. Escaseaban entonces las oportunidades, pero se multiplicaron rápidamente con la llegada de la locomotora, y las mejoras materiales daban amplio margen para el medro recíproco:

El soborno era un secreto a voces, la compraventa de progreso legitimaba las combinaciones de los intermediarios, y el medro alcanzó tales proporciones que el autor de un libro de escándalo titulado Manuel González y su gobierno no dudaba de lo que decía al declarar que casi no ha habido alto funcionario ni empleado superior que pudiendo robar no robase… y la opinión se admira de que el funcionario no robe. La negación del delito, que es un deber en todas partes, ha llegado a ser allí una virtud extraordinaria (Roeder, en Paz, 2000: 28).

Como ya se comentó, la operación de los ferrocarriles y el tendido de las vías férreas se encargó a empresarios extranjeros. Veamos ahora en la opinión de Pablo Macedo cómo estaba la política gubernamental:

En aquellos años, se comentaba que las concesiones de ferrocarriles, de la década comprendida entre los años de 1880 a 1890, pueden contarse por centenares; que en ellas no se cuidó que un sistema uniforme y bien definido en todas líneas, pues fueron autorizadas vías de anchuras variables desde 60 centímetros hasta un metro 49.5 centímetros, hubo concesiones sin subvención y con ella, subvenciones en dinero en efectivo, en vales de tierras nacionales, en bonos del seis por ciento, que se emitían a tipos diferentes, y en certificados admisibles en pago de los derechos de importación; a alguna empresa se otorgó, en la forma de garantía de intereses sobre un capital determinado por kilómetros de vía, el derecho de recibir una suma fija durante un cierto número de años; y así sucesivamente (citado en Paz, 2000: 51).

Cuando el daño causado ya era irreparable, en 1891, se estableció la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, que se ocupó de los correos, teléfonos, telégrafos, ferrocarriles, obras portuarias, carreteras, ríos, lagos y también de las obras de utilidad social y de los monumentos públicos, como por ejemplo el desagüe del Valle de México (Paz, 2000: 51).

  Para Macedo, “la nueva Secretaría comenzó a poner más orden y a ser menos liberal en cuanto a ferrocarriles; pudiendo decirse que hacia 1892, este espíritu que pudiera llamarse restrictivo, por contraste con el que venía dominando desde 1890, adquirió notable incremento con el sistema de severa previsión” (citado en Paz, 2000: 51).

  Es importante mencionar que en los días 8, 13 y 14 de septiembre de 1880, se otorgaron las concesiones del Ferrocarril Central Mexicano que correría entre las ciudades de México y Ciudad Juárez; del Ferrocarril Nacional Mexicano que lo haría de la Ciudad de México a Nuevo Laredo, y del Ferrocarril Internacional Mexicano que cubriría la ruta Durango-Piedras Negras, que junto con el ferrocarril de Sonora en la ruta Guaymas-Nogales, integraba las conexiones con la frontera norte. En 1908 se fusionan los ferrocarriles Central, Internacional y Nacional para formar los Ferrocarriles Nacionales de México (stfrm).

  En cuanto al desarrollo del ferrocarril en la ciudad de Monterrey, al analizar la posición geográfica de esta ciudad, nos percatamos de su ubicación privilegiada. A 200 kilómetros de la frontera con los Estados Unidos, es la ciudad norteña más próxima a este país, manteniendo también una relativa cercanía con la cuenca carbonífera del estado de Coahuila. En cuanto a líneas de comunicación, en 1890, Monterrey fue conectado con Torreón por el Ferrocarril Mexicano Internacional (la línea Piedras Negras-Torreón). En 1891, se concluyó la vía a Tampico y en 1903, la línea directa a Torreón a través de Saltillo. En 1905, Monterrey se comunicó con el puerto de Matamoros, quedando así la capital de Nuevo León como una de las ciudades mejor comunicadas de la República Mexicana (Fuentes, 1976: 46-47).

  Así, Monterrey se convirtió en la ciudad más cercana a los Estados Unidos, los habitantes de la ciudad de Saltillo tenían que pasar por ella para llegar a Laredo, o seguir la larga ruta de Piedras Negras, Coahuila. Asimismo, la ciudad de Chihuahua quedó aproximadamente a 400 km de la frontera norte y Hermosillo a 300 km (Fuentes, 1976: 48).

A principios del siglo xix, Veracruz perdió sus privilegios portuarios y el comercio marítimo fue monopolizado por los puertos de Soto la Marina y San Gregorio (Matamoros) facilitando el comercio de ultramar a Monterrey.

Durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1889), al ser bloqueados los puertos sudistas por la Armada de la Unión, las mercancías salían o entraban desde Europa a través de los puertos antes mencionados. Es decir, todo se manejaba en la ciudad neutral más próxima: Monterrey. Durante esos años, el contrabando fue una de las actividades florecientes y el dinero generado del comercio lícito o ilícito propició los medios económicos necesarios para la industrialización (Fuentes, 1976: 46-47)..

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Las minas mexicanas

En sus inicios la Fundidora se alimentaba del mineral de hierro extraído de una mina ubicada en la parte norte del estado de Nuevo León, aproximadamente a cien kilómetros de la ciudad de Monterrey, en el municipio de Lampazos de Naranjo. En algunos registros, la mina fue nombrada Piedra Imán y en otros Mina Golondrinas.

El nombre “Imán” se le dio porque su fuerte magnetismo alteraba a las brújulas, el mineral tenía aproximadamente 70% de magnetita. La mina se explotaba a través de ocho entradas o túneles, con una longitud total de 70 kilómetros. La mina se explotó por casi un siglo, tiempo en el cual el mineral se bajaba por teleférico hasta los vagones que posteriormente lo llevarían a la Fundidora de Monterrey. En la parte baja de lo que fue un pueblo de mineros, aún se encuentran los restos de un vagón de ferrocarril. Se puede apreciar que fue en su momento un espacio ejecutivo con todo lo necesario para trabajar, viajar y descansar (Ordaz, 2006).

  En el Primer Informe Anual (31 de enero de 1902) de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey también se mencionan otras minas de esta empresa. La compañía era propietaria de los grandes criaderos de fierro localizados en el Cerro del Carrizal, en las cercanías de Lampazos, Nuevo León. De acuerdo con los diferentes títulos de propiedad, estos se registraban con sus extensiones medidas en hectáreas: Anillo de Hierro con una extensión de 230 hectáreas; Piedra Imán con 100 hectáreas; La Chueca, también con 100 hectáreas; Cinco de Mayo con 50 hectáreas; Monterrey con 35 hectáreas, que en conjunto formaban una propiedad de 550 hectáreas. En el mismo documento, se mencionan los trámites de varias denuncias registradas en el Cerro del Carrizal, esperando tener en poco tiempo los títulos correspondientes (no se hace mención de los nombres de las otras minas) (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).

Como dato adicional, pero no por ello menos importante, se hace notar que las minas están conectadas al Ferrocarril Nacional Mexicano, en la estación Golondrinas, por medio de un ramal construido por la propia compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).

  En este sentido, se contemplaba que para los primeros tiempos de operación todo el mineral de hierro necesario sería extraído de las minas Anillo de Hierro y Piedra Imán que entraron en operación al quedar terminadas las instalaciones de las dos líneas de cable del sistema “Bleichart”. Estas tenían una capacidad diaria de transportar 600 toneladas del mineral de hierro a los carros del ferrocarril. En cuanto a las minas La Cueva y Cinco de Mayo, su explotación se dejó para otro tiempo ya que se encontraban alejadas de la estación de ferrocarril de la compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).

  En cuanto a otros yacimientos del mineral de hierro, en el mismo informe se menciona que la compañía adquirió otras propiedades mineras de fierro localizadas en Monclova, en el estado de Coahuila, con la ventaja de que las propiedades se encontraban cerca del Ferrocarril Internacional Mexicano. Así, el abastecimiento del mineral de hierro fue provisto por dos vías del ferrocarril: el Nacional Mexicano y el Internacional. En el informe se menciona que además de las propiedades antes mencionadas, se adquirieron posteriormente los derechos de participación en otras propiedades cercanas a la ciudad de Monclova, las cuales se encontraban conectadas con los Ferrocarriles Mineral de Monterrey y del Golfo. Estos derechos se adquirieron como otra fuente de suministro para la compañía. Se menciona también la compra de importantes yacimientos de ferro manganeso, mineral de suma importancia en el proceso de fabricación de hierro o acero (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).

  Los predios mineros iniciales de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero estaban formados por tres grupos al comenzar sus operaciones, a saber: el grupo Golondrinas, el grupo de Monclova y el grupo de Barroterán. En los dos primeros se encontraban los minerales de fierro y en el de Barroterán el carbón. También tenían propiedades mineras de fierro en el estado de Coahuila, cerca de la ciudad de Monclova, llamadas “María N° 1”, “María N° 2”, “El Cambio” y “Las Alazanas”, que proporcionaban material muy limpio. En estas propiedades y las de Carrizales, se efectuaron estudios para determinar los medios más convenientes de extracción del mineral de fierro. Concluyeron que el sistema de ferrocarril de vía angosta se podía emplear en ambos emplazamientos y que era superior al de cable. Además, se reportaron beneficios económicos (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).

  Otro elemento importante para la operación exitosa de la planta era el suministro de combustible. Se veía con temor la dependencia a las pocas compañías dedicadas a la explotación del carbón natural. Por tal motivo, se hicieron las gestiones para adquirir algunos yacimientos y de preferencia cercanos. Después de efectuar los reconocimientos y estudios pertinentes, se adquirieron las propiedades de San Enrique y la Merced, localizadas en los distritos de Colombia e Hidalgo, así como la de Barroterán en el estado de Coahuila. Se comenta que su adquisición era de casi pleno dominio y a bajo costo. De tal modo que los requerimientos de combustible quedaron resueltos por algún tiempo. También fue importante la calidad, la abundancia y las diferentes clases de carbón para la generación de gas y la fabricación de coque o coke (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).

  Posteriormente se adquirió otra propiedad en cuyos terrenos se encontraban yacimientos de fierro, la cual se localizaba en el distrito de La Ventura, en el estado de Coahuila. El fundo en cuestión tenía una extensión de diez hectáreas y se llamaba La Rabiosa. Se menciona en el reporte que el depósito de mineral era grande y de muy buena calidad (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).

En los terrenos de San Felipe, también propiedad de la compañía, se encontró un extenso manto de carbón mineral dotado de un tiro de exploración. Además de contar con toda la maquinaria requerida, fue conectado por un ramal de la vía al Ferrocarril Internacional Mexicano que llegaba a San Felipe. El carbón extraído de esa mina se empleó como combustible en las diferentes dependencias de la compañía y los remanentes fueron puestos a la venta (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).

A los finales de 1902, se formó en la ciudad de Monterrey una “Compañía Anónima” cuya finalidad era explotar las minas de carbón, de bastante importancia, ubicadas en Múzquiz, en el estado de Coahuila. La Fundidora decidió participar y comprar acciones de dicha compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).

  En los primeros años del siglo xx, la compañía también mantuvo contrato con algunas empresas que le suministraban las materias primas para su operación. Entre ellas, aparecen Río Grande Coal Company (1909), carbón; Compañía Carbonífera de Río Escondido, S. A. (1910), carbón de gas; Compañía Carbonífera Agujita y Anexas, S. A. (1911), coque; Mexican Coal & Coke Co. (1911), coque; Compañía Mexicana de Petróleo “El Águila” (1912), gas oil; Compañía Carbonífera de Sabinas, S. A. (1917), coque; Central Iron & Coal Co. (1919), coque; y Texpata Pipe Line (1926), aceite (Los Hornos Altos de Fundidora, 2003: 13).

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Conclusión

El espíritu emprendedor, el potencial financiero, la riqueza mineral de las tierras norteñas, la creatividad de la gente regiomontana y los aspectos socioculturales de la época propiciaron la creación de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey. A pesar de las dificultades, su impacto industrial y su oferta de trabajo han marcado la región de Monterrey. Los vestigios de esta industria aún permanecen en su lugar como espacios reservados para el turismo y el esparcimiento. Estos recuerdan los tiempos de innovación y emprendimiento a las nuevas generaciones que solo pueden adivinar una parte del impacto que esta industria regiomontana contribuyó al desarrollo de la región.

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Bibliografía

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Ambrosio Sánchez Albíztegui nació en Durango, Durango, el 14 de julio de 1948. Diez años después, su familia se trasladó a Jalapa, Veracruz. Allí estudió la primaria, la secundaria y el bachillerato. En 1966, llegó a Monterrey para estudiar en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey. Recibió el título de Ingeniero Mecánico Electricista en 1971. Recibió una beca para estudiar una maestría en Ingeniería Mecánica con espacialidad en Ingeniería de control y recibió el título en 1977. En 2001, recibió una beca para estudiar un doctorado en Estudios Humanísticos con especialidad en Ciencia y Cultura. Durante 30 años, impartió clases de índole científica y humanística.

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Tres poemas – Three poems

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Pronóstico del tiempo


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Algo sé de las cosas.

No se me han revelado las claves de la muerte

ni converso con ángeles o estatuas,

pero entiendo que al agua de los charcos

y al reflejo de un rostro en esas aguas

no se les llame de la misma forma.

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Las ramas del naranjo

son manecillas de un reloj de frutos.

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Aunque, a decir verdad, todo lo ignoro

tratándose de charcos y reflejos.

El tiempo es lo que pasa por delante

sin verme ni siquiera de reojo:

por delante del agua y de las piedras.

Yo apenas averiguo qué hay debajo,

qué hay detrás, qué hay adentro.

Algo sé de las cosas, como he dicho:

sé que van a perderse.

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El árbol de minutos

deja caer los más redondos

y conserva los tenues e inasibles.

Después de todo, el ángel y la estatua

conversan entre sí, miran al cielo

y pronostican, por su cuenta,

lluvias o tolvaneras o bonanzas.

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Forecast of Time


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I’ve learned a thing or two.

I haven’t had the codes of death revealed to me,

and I don’t converse with angels or statues,

but I realize that the water in a puddle

and a reflection of a face across that water

don’t share a name.

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The branches of an orange tree

are hands of a fruit-bearing clock.

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Although, in truth, I don’t know much at all

when it comes to puddles and reflections.

Time is what hurries on ahead

without a sidelong glance at me:

ahead of the water and rocks.

I’ve barely caught a glimpse of what’s below,

behind, within.

I’ve learned a thing or two, just like I said:

I know they’re destined to be lost.

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The tree of minutes

lets the roundest fruits drop down

and keeps the tentative, the unattainable.

In the end, the angel and the statue

chat between themselves, study the sky,

and forecast, on their own account,

thunderstorms,dust clouds, or fair weather.

 

El mismo día

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para Carlos Ulises

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En amaneceres repetidos

de meses, de años repetidos,

hojas repetidas

de fresnos repetidos

absorben la luz y la fragmentan

al otro lado de la calle.

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Desde la misma ventana

de la misma casa,

los mismos ojos

miran las mismas partículas de luz

de los mismos follajes.

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Mientras dura esa luz,

pájaros diferentes atraviesan el cielo

como si fueran cielos diferentes

cruzados por el mismo pájaro,

hasta que la noche oculta las hojas de los fresnos

y las ventanas aceptan apagarse.

 

The Same Day

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for Carlos Ulises

On repeated dawns

in repeated months and years,

repeated leaves

of repeated ash trees drink

the light and fragment it

across the street.

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From the same window

of the same house,

the same eyes

watch the same light particles

of the same foliage.

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While this light lasts,

different birds flit through the sky

as if they were different skies

crossed by a single bird,

until the night conceals the ash leaves

and the windows consent to be snuffed out.

Escena con dibujante y modelo

Medimos un milímetro cuadrado.
En la punta de un lápiz
cabemos mientras quepa nuestra piel,
mientras haya lugar para las uñas.
Cabemos en moléculas plateadas:
oscuros hueso adentro,
descalzos absolutamente.

Cabemos con los ojos
de los primeros que nos vieron,
con los nombres ocultos
del odio y la vergüenza,
con el color ausente de la ropa
y con los animales que vemos en las nubes.

En los compactos minerales
de la punta de un lápiz
cabemos de dos modos:
con la espalda y el pecho al mismo tiempo,
el sueño y la memoria,
tu cara en el registro de mis ojos.

 

Scene With Artist and Model

We measure one square millimeter.
We can fit on a pencil point
as long as our skin fits,
as long as there’s enough room for our nails.
We fit inside silvery molecules:

dark-boned,utterly barefoot.

We fit with the eyes
of the first who ever saw us,
with the hidden names
of hate and revenge,
with the absent color of clothing,

the animals we glimpse in clouds.

In the compact minerals
of a pencil point,
we fit in two ways:
with back and chest at once,
dream and memory,
your face in the chronicle of my eyes.

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Traducción de / Translated by Robin Myers


 Luis Vicente de Aguinaga es poeta, ensayista y traductor mexicano nacido en 1971. Es doctor en letras románicas por la Universidad Paul Valéry de Montpellier y profesor titular del Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado once libros de investigación literaria, crítica y ensayo, entre los cuales figuran De la intimidad (2016) y La luz dentro del ojo (2018). Es, además, autor de trece poemarios, el más reciente de los cuales, Qué fue de mí, apareció en 2017.

Carta suicida

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Carta suicida

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Esta no es una disculpa, tampoco una nota acusatoria. Algo así no tendría sentido cuando voluntariamente he tomado la noche por casa y la demencia como el curso lógico de una vida.

Tan solo quiero dejar constancia de lo que se siente, del lugar que ocupo y de los pasos elípticos que me han traído hasta aquí. Me gusta y no quiero cambiarlo. Aunque, no sé si realmente deseo caer. ¿Cómo me sentiré cuando comience a cerrar los ojos?

Quiero invitarte a una fiesta, una de esas de las que no se vuelve. ¿Bailarías conmigo?

Dance, dance, dance… el sonido que viene de la discoteca, eso y el viento soplando es lo único que escucho. Mi corazón y su disonancia, una supernova imperceptible. Sparagmos en cada latido.

Pienso en el arcano del Diablo que apareció en mi última lectura, en sus alas azules y en la redención ofrecida por el infierno, la continuidad de una sola naturaleza, humana y animal en el momento de la disolución, justo antes del florecimiento.

¿Cuándo lo dejé entrar? A ciencia cierta no lo sé. El peso de sus cadenas rodeando mi cuello me hizo tomar conciencia; no solo de él, sino también de una parte de mí, una que nunca será mía. Cierro los ojos y la miro, escucho su voz de otro tiempo. Al hacerlo estos miembros se deshacen en medio de una dulce viscosidad. Es bien sabido que la manzana es más roja y apetecible cuanto más alta.

Esta noche, lo que hay de natural en ella, me mira. Quieta y cariñosa. La coincidencia de opuestos, el silencio y la euforia, lo vulgar y lo sublime, el caos y el orden vibrando en el palpitar de un zumbido divino también están dentro de mí.

Esta noche se prolonga demasiado. Quizás por eso pierdo el compás. ¿Debería sentir vergüenza? No, no hay culpa. La música que escucho y su minimalismo repetitivo combinan tan bien con mi alma, resuenan tan bien allí.

A veces pienso que me odias, y por eso no eres capaz de comprender.

Quiero acariciar tu rostro.

Quiero librarme de ti.

Pero cuando me dispongo a huir clavas tus garras. La sangre brota y con ella el perfume de los afectos. Me tiras al suelo, pero no me rompo. Si esta es la manera de amar que te gusta, hagámoslo así. Sabes que es tarde para dominar a través de la palabra, de todo aquello que mucho y nada tiene que ver con el sexo, para dar forma a lo que soy.

El viento sopla y arrastra las hojas, pero no el dolor. Reposa junto a nosotros como un niño pequeño que, de vez en cuando, tiene espasmos y solloza inmerso en sus pesadillas. Mis piernas se abren. Su boca, sus ojos, sus manos traen consigo algo muy parecido al gozo.

Se podría decir que estoy a punto de ser feliz, pero solo apunto, porque echo en falta el amor, lo que sentía antes de que mostrara su poder destructivo y me enseñara a hacer lo mismo. Ya no es un dios, pero aun así lo beso con el instinto del hambre, porque está lleno de mí. Hacerlo es casi como mirar el rostro encendido de un autorretrato.

—Querida mía… eres maravillosa.

Vierte palabras como esas para salvar la distancia. Sonrío y lo beso nuevamente, esta vez de una manera más cálida, más humana. Quizás en el fondo lamenta que le haya servido de puta. Sus ojos tienen esa vaguedad de animal domesticado.

Susurra que en este combate no hay vencedor. ¿De verdad lo crees? Al cabo de unos instantes el calor de la oscuridad en mi cuerpo, y el olor de la Reina de la Noche, lo adormece. Es una planta hermosa, benéfica, pero también muy cruel. En la Antigüedad dedicaron cánticos y ofrendas al genio que baila en su interior.

Dicen que puede traer alivio, pero también la muerte y la locura.

Dicen que los muertos son más sabios. Los locos, más agudos.

Cada uno de mis sentidos recorre la escena: la humedad del aire y su sabor metálico, las luces, el parque sereno, la tierra mojada y la niebla que empieza a caer. Mis dedos se extienden para acariciar el césped, pero algo se opone, el filo de un cristal en el suelo.

Si fuera una de aquellas doncellas germanas, defendería mi honor. Lo ataría de pies y manos mientras pienso —un poco de manera hipócrita— que no quiero atravesar su pecho. Diría, tan solo para mis adentros: “Despierta”.

Sin embargo, lo miro con ojos desnudos. No estoy en contra de nada. Mi voluntad ha elegido la vida, es decir, la verdadera muerte.

 


Victoria Marín (San José, 1991) es filóloga clásica y estudiante de Filosofía y de la Maestría en Literatura Clásica. Dirige la plataforma literaria Revista Virtual Quimera. Es compiladora del libro de relatos Anábasis, antología de narrativa fantástica y ficción histórica (Nacimiento, CR, 2020). Figura como autora en Donde contamos hormigas y segundos (Poiesis Editores, 2020), Antología Nueva Poesía Costarricense (MCJ, 2020), Voices (Centro Cultural de México, 2021), Rollos de Vuelo (EUNED, 2021), 56 Altares: Filos y Espejos (Testigo Ediciones, 2022), Fin de siglo (EUNA) y Hay algo, urgente que te tengo que decir (Medusa Editores). Ganó el XIV Concurso de Escritura Creativa en Lenguas Extranjeras (Universidad de Costa Rica) en la categoría de poesía en lengua portuguesa. En 2022 publicó su primer poemario La Edad de Hierro (Medusa Editores), el cual fue presentado ese mismo año en la Feria Internacional del Libro de Chihuahua.

Ha participado en diversos eventos nacionales e internacionales como el VIII Congreso Internacional de la Cátedra UNESCO para la lectura y la escritura, el I Congreso Nacional de Estudiantes de Artes y Letras (UCR), el Festival Internacional Primavera Bonita (Fundación del Centro Cultural del México Contemporáneo et al.), el XXVI Simposio Nacional de Estudios Clásicos, el II Congreso Internacional sobre el Mundo Clásico (Universidad del Nordeste, Argentina), el I y II Encuentro Internacional de Poesía en Xochimilco y el I Coloquio Nacional de Narrativas Especulativas, de lo Insólito y del Horror (BUAP, México), entre otros.

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El reclamo desde la desnudez

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.El reclamo desde la desnudez

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Enriqueta Ochoa es una poeta que vivió en los sótanos de las palabras desde donde forjó una poesía que nos estremece en todo momento. Ha salido de ahí cantando y ha venido a la superficie como un Lázaro que reconoce nuevamente su latido y lo abraza, y se reconcilia con su condición humana, porque como Vicente Rojo dice: “La poesía es el brazo armado del amor.”

  Enriqueta Ochoa afirmó siempre que la creación poética es una semilla que debe germinar en la oscuridad y, fiel a sí misma, practicó de esta manera su intensa experiencia vital al trasvasarla a la palabra. Los ríos subterráneos en los que su poesía abreva fueron los que su lengua materna le dio al mostrarle, a lo largo de su vida, los alcances que tienen la ausencia, el anhelo, el vacío y el desasosiego al verterlos en la palabra. Debe ser por eso que, al releerla a través de los años, su poesía encuentra nuevos intersticios en nosotros para atacarlos con su belleza contundente, con sus alas de imposibilidad que tanto nos duelen y hermanan con esa oscuridad que nos arroja, una y otra vez, a la vida que hemos perdido innumerables veces.

  El poema “Los himnos del ciego” es el encargado de abrir el libro del mismo nombre. Enriqueta tenía 40 años cuando este poemario fue publicado en 1968 y se trata de un gran canto calcinado, pero también de una oración y una poética desgarradoras. Un acto de desesperación verbalizado al límite en donde la voz lírica comienza diciendo, ni más ni menos: “El que canta es un ciego”.

  Con sus “labios de raíz oscura”, con una mirada vacía, declara que los hombres son los ojos que Dios dejó escondidos y entonces se dirige a esta deidad, igualmente ciega, a quien pide fervorosamente que de no darles la vista, dé voz a los hombres que se hallan viviendo hacinados en un mismo surco de confusión y rabia. Esta voz, cuya única manera de ver es a través del llanto, asegura que si fuera advertida por esa divinidad, la noche ontológica se rompería para siempre.

  Pero al igual que la oración de Job, sentado en su trono de ceniza, sin recibir palabra de nadie y esperando que Dios retire el castigo de su cuerpo, esta plegaria dice: “Otra vez somos lo que fuimos”, y es aquí en dónde aparecen los elementos cristianos que Enriqueta Ochoa conjuga en su universo poético; en este poema son: la lengua seca de Cristo, el Monte Sinaí y la figura de Moisés, para señalar que una y otra vez podrán comenzar las eras, reiniciarse el éxodo del mundo, sin que la humanidad logre recobrarse a sí misma.

  Y de pronto el yo lírico viaja al interior e interrumpe la súplica para hablar de la pasión, “signo de destrucción” por quien “el tiempo adquiere un rojo morado de locura” y revela su condición de calcinada al decir: “Sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”. Las escarpaduras de la pasión la han trazado y destrozado: “Sólo el que ama entero desde su centro diáfano se consume; muere y vuelve a nacer en sí mismo, en su propia blancura incandescente”. La pasión: ese territorio en donde la intrapunición nos centrifuga, nos segmenta.

  Y retoma con urgencia la oración para pedir que estas palabras sean salvadas junto con todos los hombres que se hallan en el abismo de una muerte continua. La deidad es llamada “Amoroso Sastre” y ante ella se reconoce desnuda al confesar que cuando abrió los ojos al mundo escuchó su rumor, pero jamás esta figura se detuvo a vestirla, ¿por qué? Es entonces que reclama que debió recibir un traje y no jirones que jamás llegaron a alcanzarla en la tierra y deja claro que, gracias a esa desnudez, su cuerpo de leña sin vestido cada noche arde, crepita. En ningún momento esta voz monta en cólera, de hecho, sus palabras están llenas de compasión; está rezando y se muestra más bien dispuesta a tratar de entender las razones de un abandono de tales proporciones.

Dice Job, cuando decide hablar con Dios:

Mi alma está hastiada de mi vida; daré yo rienda suelta a mi queja; hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: No me condenes; hazme entender por qué contiendes conmigo. ¿Te parece bien que oprimas, que deseches la obra de tus manos y que resplandezcas sobre el consejo de los malvados? ¿Tienes tú ojos de carne? ¿Ves tú como ve el hombre? ¿Son tus días como los días del hombre, o tus años como los días del ser humano, para que indagues mi iniquidad y busques mi pecado? […].

“Otra vez somos los que fuimos”, dice Enriqueta en su poema, sobre la humanidad vestida con algo que no le corresponde. Lo dice una ciega con su visión de lágrimas que queman.

  En la actualidad este poema se redimensiona de una manera espeluznante al cotejarlo con el tiempo que atravesamos, en donde el olvido parece ser el mayor de nuestros éxitos y, esas ropas ajustadas de manera inexacta que describe la poeta, son las modas que nos dicta una globalización que nos mantiene ciegos ante la incertidumbre generada por nuestra indiferencia hacia la injusticia; una humanidad que se ha convertido en una red y no en una estructura, en donde la velocidad del progreso no nos tranquiliza y, de vez en vez, acaba por excluirnos, como lo señala el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman. Esas semillas que han caído de golpe en el surco, apretadas, sin poder ver la luz del movimiento en el poema “Los himnos del ciego”, somos los hombres que ni somos ni perecemos, pero sí erramos. La poeta tiene el poder de hablarnos de un dolor místico y de un dolor humano desde una desnudez única: la de su palabra trabajada en el subsuelo de los días, en la penumbra de las horas. Desde la profundidad de este poema filosófico, la irrepetible Enriqueta Ochoa nos describe como: un hambriento rebaño, un espantado coro de hombres que se estrella, cito: “contra los acantilados de la incomprensión y el poder”.

  La visión del poeta es lo que muere hasta el final, no así su esperanza. “La palabra: ese cuerpo hacia todo, la palabra: esos ojos abiertos”, dice Roberto Juarroz, y justamente la palabra de Ochoa en este poema es una realidad expansiva: un cuerpo hacia todo, porque la mirada del ciego no es otra cosa que esa palabra mirando el devenir de la humanidad y por ello en “Los himnos del ciego” se entienden ojos por lenguaje, mirada por incertidumbre y ausencia de dios, y ausencia de dios por condición humana. Este poema es un signo de nuestro tiempo y es un fruto de la urgencia, un reclamo desde la desnudez.

Reparemos en la ecuación de la imagen que Ochoa ejecuta, es decir, esta manera de traducir en el verso las magnitudes que interfieren en el fenómeno poético de este canto-quemadura:

 “el que canta es un ciego que se quemó de ver”
 “mirada ciega, potencia de una luz encanecida”
 “sobre la más alta roca del amor he llorado esta noche”
 “un estallido de todas las suturas del espacio”
 “toda borrasca de pasión es ala de torturas”
 “el tiempo adquiere un rojo morado de locura”
 “sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”
 “anoche, leña mi cuerpo, chisporroteaba, ardía”

Leer a Enriqueta Ochoa, además de una intensa experiencia vital, ha sido siempre una prueba irrefutable de lo que Marguerite Duras dice: “Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que uno escribe”.

 


Claudia Berrueto (Saltillo, 1978) es Licenciada en Letras españolas por la Universidad Autónoma de Coahuila. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones, en el área de poesía de Jóvenes creadores. Premio Nacional de Poesía Tijuana 2009 y Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2016. Ha publicado Polvo doméstico, Costilla flotante y Sesgo, este último, reeditado en Venezuela y Ecuador en 2021 en una coedición del Centro Editorial La Castalia y línea imaginaria Ediciones y por Cinosargo Ediciones, sello editorial chileno con sede en México, en 2022. De 2018 a 2021perteneció al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente es presidenta de la corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana en Arteaga, Coahuila.

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A mí me aceptaba

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mí me aceptaba por médico y por amigo, más lo segundo que lo primero, ambos en calidad de testigo. A Marie la aceptaba de un modo más complejo que contradictorio, como recriminándole algo y como a alguien que ha padecido algo semejante. Quizá para recriminarle justo que ha padecido, con anterioridad, algo semejante, aunque esto solo fuera una intuición suya (difícil hablar de una ‘certeza’, de una ‘corazonada’, de una ‘intuición’, en alguien en ese estado; son palabras demasiado enérgicas, vitales), y la gravedad de lo mismo, aunque fuera algo jamás compartido y, por lo mismo, imposible de medir.[1]

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Aquellos ejercicios, comentar las cartas mediante la escritura en el cuaderno, fueron previos a su verdadero desplome, ante el cual yo no era capaz de respuesta. Pasé largos ratos sentado en su recámara, en el único sillón. Él se sentaba del todo vestido en la cama. O se paraba frente a la ventana, pero me era obvio que no miraba nada, y que el solo sostenerse de pie parecía requerir un gran esfuerzo, como los caballos, que se dice duermen de pie, las articulaciones fijas en su sitio. (Locked into place.) Lo cual también describe la psique, el ánimo, el espíritu de quien padece la melancolía. Hasta en eso más insecto que hombre. Marie no lograba que comiera, pero le dejaba los alimentos sobre una charola que, ya en mis visitas, parecía colocada arbitrariamente sobre cualquier superficie, incluso sobre el piso. Creo que a veces lograba comer algo; pensar lo contrario, de que eran alimañas de un tipo u otro, las que consumían parte de los alimentos, me parecía demasiado repulsivo. Así como Marie no lograba que comiera, tampoco lograba que llorara, lo cual ella intuía sería un importante alivio y señal del inicio de una recuperación. Yo, como médico, le dije que estaba en lo cierto, que el llanto era a veces una función fisiológica tan elemental como la respiración. Era frecuente que quien llorara, recuperara después el apetito, o conciliara el sueño. ¡Sonriera! Llorar era bueno para los nervios maltrechos. Su rostro demacrado, pero con los pómulos como dos pequeños puños, más pálido que de costumbre, de tono grisáceo verde, los iris ya no del color usual sino como deslavados, los ojos abiertos, sin pestañear y extrañamente secos. Pero era su olor acre lo que me alejaba finalmente de la habitación, un tufo distinto al del sudor seco, al de la falta de aseo, de la comida fría que había comenzado su descomposición, distinto también de la ropa de cama o de la ropa del mismo Gregor que ahora era la misma de días anteriores, semanas y no, como de costumbre, solo parecida en que toda su ropa lo era, pero ahora, un olor distinto, el de la enfermedad, mezcla de lo demás, pero no reducible a ello. Marie procuraba que alguna de las sirvientas que no fuera Rosa aseara la habitación en la medida en que Gregor lo permitiera; esto se dificultaba en que él se negaba a ver a alguien que no fuera su madre o yo. Cuando dejaba pasar a la sirvienta, lo hacía parado frente a la ventana y mirando hacia afuera, inmóvil como una estatua o, mejor, como una gruesa cortina. También procuraba Marie que se bañara. El agua le haría bien. Se lo sugería cuando estaban solos en la pensión y no tenía por qué temer toparse con alguien en los pasillos. Lo visualicé debajo de la regadera, más flaco de lo usual, con el vientre distendido. Pero jamás salió al pasillo.

Marie entraba con la jofaina y le daba baños de medio cuerpo y piernas con agua tibia y toallas limpias. Sacaba la bacinica de debajo de la cama. Observé sus heces en varias ocasiones: regía poco o regía suelto. Más detalles solo son de interés médico. Llegué a pensar que nunca los había visto tan cercanos a Marie y a Gregor.

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A usted se lo digo y se lo digo brevemente porque creo que me entiende. Era un tema nuestro hablar de la literatura, compartíamos libros. En una sola ocasión de su enfermedad me dijo que se sentía como Orestes acosada por las furias. De inmediato se avergonzaba, la sangre le corría al rostro (lo cual era rarísimo en él, y más en ese tiempo de su enfermedad). Dijo que era soberbio expresarse así. Además, el arte, la misma tragedia, era para los griegos finalmente asunto de belleza y de armonía. No se contemplaba el mal. Yo en aquel momento no le iba a llevar la contraria, ni recordarle otras ocasiones en las que había hablado de modo distinto sobre los griegos y su poesía trágica. Gregor no era un esteta. Habló un poco más, yo no lo interrumpí, y todo era referente a su propia culpabilidad. Guardó silencio, exhausto. En todo ese rato no me había mirado, pero ahora lo hacía menos. Me atreví a decir, con todo y la convicción de que mis propias palabras en esas circunstancias no podían más que resultar banales, extraño exceso –es decir, haberme ido sin decir nada hubiera sido lo correcto, lo terapéutico– que él no había matado a su mamá. “Pero no la he honrado, como tampoco he honrado a mi padre”. Así me respondió. Me pareció tan cierto lo que decía, por universal, y a la vez tan absurdo (dada su propia realidad ambigua con respecto a sus padres), que salí ya sin decir nada. Obvio decir que aquí no se trataba de las perras furiosas de su madre, las Furias, acosando a Orestes por su matricidio, como tampoco de la madre, Clitemnestra, cuando aún tenía vida y urdía el triste destino a Agamenón, con mentirosa lengua y dulce sonrisa. Porque Orestes aquí, con todo y la mezcla de formación judía y germano griega de Gregor –bildung, aparte, en gran medida autodidacta y como lector; en lo primero, recibió su enseñanza a manos de Roth; en lo segundo, me acompañó a mí, en las lecturas y en las discusiones cuando yo hacía las tareas para el gymnasium y luego en la universidad… todo le interesaba, pero la literatura era su materia favorita–, no tenía sustancia, mucho menos las Erinias, mucho menos las perras. Si acaso, él se sentía Erinia, pero creo, estoy casi seguro, que de haberle planteado yo la pregunta “¿no parecen fantasmas de un sueño?”, él no habría respondido y de haberlo hecho diría que no hay sueño, no hay fantasmas, no hay apariencia. Lo cual no quita que yo salí en esa ocasión de su cuarto con una emoción que solo pude poner en palabras al releer la historia de Orestes, así como la cuenta Esquilo. La primera es cuando Casandra dice: nada se remedia con callar. La segunda es cuando Electra, refiriéndose a su propia madre, Clitemnestra, dice: me cerraba la puerta de mi propia casa, como a un perro. Si nada se remedia con callar, ¿cómo expresar algunas cosas? ¿Darles una expresión no fragmentaria y efímera? No hay modo. La única respuesta humana es la de Casandra, y no siempre. En cuanto a Gregor, no es que su madre sea una perra –quien haya sido su madre–, ni que las perras de su madre lo acosen, sino que él es como un perro sentado ante la puerta cerrada de su propia casa.

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Cuando le pregunté si no quería ver a Rosa masculló algo que no entendí pero que solo pude interpretar como culpa, vergüenza, o ambas. Laco quería que yo me lo llevara al hospital. Así me lo dijo. Lléveselo. Me habló de usted solo en esa ocasión. Cuando dije algo sobre la dificultad de diagnosticar su enfermedad, preguntó si no sería preferible el hospital psiquiátrico. Pareció darle calma la auto-reclusión de Gregor a su propia recámara, así como el hecho de que dejara de ser tema de plática entre los pensionistas o comensales. Al inicio, me preguntó seguido y de diversas maneras, sobre la posibilidad de que Gregor fuera tóxico. Quise entenderle. Volvió a plantear su inquietud: de que si lo de Gregor era contagioso. Lo consolé asegurándole todo lo contrario, aunque yo mismo no estaba seguro al respecto, y aún no lo estoy. Por momentos mis temores eran muy próximos a los del señor Samsa. A veces salía yo de la habitación de Gregor como quien huye, casi llevándome la mano a la nariz. ¿Qué le pasa? ¿Qué le ha sucedido a Gregor?, me preguntaba. ¿Cómo ubicar aquello en lo que había devenido Gregor?

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Él no era del todo responsable. Yo no lo acusaba de serlo. De hecho, no lo acusaba de nada; me era imposible formular o emitir un juicio. Posiblemente por eso aceptaba mis visitas. También, cabe pensar que él veía en mí algo que él había perdido. Algo que yo sabía que no le era ajeno hasta hacía poco. Podría decir: ¡Obvio, la cordura! Pero sería una respuesta fácil, si no cínica. Es verdad que había perdido por lo pronto la posibilidad de valerse por sí mismo, ¿y cómo saber por cuánto tiempo?

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Era una sensación rara. Él no decía nada, y no como quien se guarda los pensamientos, pero, a la vez, los dos estábamos acompañados de algo que no era propiamente ni de uno ni del otro, algo frente a lo cual no era posible estar, pero sin lo cual no nos hallaríamos en aquel silencio. ¿Incómodo? No. ¿Indiferente? Tampoco. Al menos no para mí. Sentía seguido que aquel a quien yo pretendía acompañar no estaba presente. Aquel hombre, disminuido en todos los sentidos pero, también, por lo mismo, alarmante, era una especie de sirviente, de criado (manservant) que ocupaba el sitio de su patrón, y lo hacía con la mayor economía posible aunque el beneficio no fuera evidente o, peor, lo hacía con el mínimo esfuerzo, la expresividad facial y corporal indispensable para no gastar un céntimo más de lo necesario, nada superfluo, el mayor empleo de los nutrientes y el metabolismo (para cambiar a un lenguaje más mío, médico y no financiero), pero sin aprovechamiento evidente o aparente. Era una especie de artista del hambre (vanishing act), cuyo arte es ayunar; a ese paso, el sirviente se iba a consumir del todo antes del arribo, o retorno, de su patrón (amo). La primera señal de este arribo es que platicarían entre los dos, y no sobre dónde estuvo cuando ausente sino de lo que traía de vuelta.

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Lo que parecía un repliegue era todo lo contrario a un repliegue. Sin desearlo lo visualicé sobre una de las planchas del quirófano. Estaba vivo, pero a penas. Sí pensé, aunque pareciera ilógico, que posiblemente lo que yo tenía frente a mí era una persona que hacía todo por sanarse, aunque ella misma no lo supiera. Dicho de otra manera: él estaba en lo recóndito, más que si se hubiese detenido para no moverse más, o solo lo indispensable, en alguna de las pensiones de las ciudades que frecuentaba como vendedor, ya que la Pensión Samsa le era ajena, siempre lo había sido.

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Testigo en cuanto a mi neutralidad, en cuanto a la capacidad suya de verme de modo objetivo (son suposiciones mías); no sentiría que yo lo mirara, midiera, con todo y ser médico; no sentiría que yo fuera a escandalizarme, a reclamarle algo, a exigirle… ¿no sé qué? ¿A que volviera en sí? De nueva cuenta, mi formación médica me ha acostumbrado a la posibilidad de que la gente no vuelva en sí. ¿Gregor, o lo que restaba de él, percibiría esto? Incluso decir, lo que restaba de él, ¿no es una apreciación médica, casi fisiológica? ¡Como si todo lo que no restaba de él fuera tan notable, tan valioso! Un vendedor de telas, soltero, que vive en el mismo cuarto de pensión casi desde que tiene memoria (no es lo mismo a decir en casa de sus papás), cuyos pasatiempos son alquilar un bote para remar, nadar en la escuela civil de natación sobre el Vltava, tomarse un refrigerio en el Café Arco los jueves por la tarde, casi siempre con los mismos conocidos, a menos de estar de viaje. Por otro lado, ¿en qué sentido no es notable lo anterior? ¿Pero quién soy yo para aquilatar el valor de una vida? Más si el único valor para un médico es ese, lo que conforma una vida, la salud, y no lo que acaba con ella. Aunque parezca extraño, el asunto del médico es la salud, no la enfermedad. Uno podría pensar lo contrario, habiendo sido yo su mejor amigo. ¿Pero lo era de aquel Gregor? ¿Podía acaso platicar con él sobre el viaje que realizamos él y yo a Bratislava en tren, con dos amigas mías enfermeras? ¿Sobre la discusión con los nacionalistas húngaros en el mísero Café Savoy el mes anterior? Y un largo etcétera. Así como él nunca habló de su inocencia, de su calidad de víctima, yo tampoco pretendí en ningún momento que lo fuera.

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  1. Apuntes del pasante en medicina y mejor amigo de Gregor Samsa


    Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.

Sobre el libro “Lealtad del fantasma” (2022), de Enrique Serna

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El espectro en el espejo: Lealtad del fantasma, de Enrique Serna

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Los siete cuentos de este último volumen (Alfaguara, 2022) de Enrique Serna se distinguen por los personajes, unos más estelares que otros, con psicologías complejas que caminan en el límite del quebrantamiento y algunos de ellos se sumergen sin reparos hasta lo más fondo de la piscina del crimen. Algunos personajes son redimidos en el trance tortuoso de la indecisión que mantiene en vilo al lector, imaginando a estos seres que como en todas las historias, deben tomar una decisión fundamental. Sus cuentos están afilados con la sonrisa incisiva del humor negro, poderoso pedernal para hacer cortes milimétricos como una forma sofisticada del “lingchi” o muerte por mil cortaduras de papel.

En el primer cuento, “El anillo maléfico”, un maestro de historia cae preso de las insinuaciones de una “Lolita” (Irene, 25 años más joven que él). El “profe” preparatoriano se debate entre traicionar a su mujer porque se siente preso en “la jaula de la monogamia” o estuprar a una chica donde “la voluptuosidad libraba cruentas batallas con la inocencia”. El personaje, con el apropiado nombre de “Fidel”, se ve inmiscuido en el chantaje de un alumno (David Gaxiola), que se ha dado cuenta del desliz del maestro con la alumna; posee un video para probar los escarceos. Como en una escena de la película American Beauty (1999), (esa fábula del aburrimiento en los suburbios), Fidel observa los contoneos pélvicos de la muchacha en una coreografía. Pero la historia tiene una inesperada vuelta de tuerca cuando aparece un novelista que interroga a su personaje como en aquella novela Niebla (1907), de Miguel de Unamuno; o como en Stanger than Fiction (2006), si se requiere de un ejemplo cinematográfico. El novelista le ofrece un catálogo de opciones para su personaje siempre y cuando no ponga en peligro la historia o parezca “una intriga de brocha gorda”. El narrador decide un peor infierno para el personaje y lo arroja al “décimo círculo del infierno, donde arden eternamente los arrepentidos de arrepentirse”. El narrador por medio del personaje novelista, como un titiritero mayor, le tiende un castigo mayúsculo por reprimir su deseo por Lolita. ¿Qué hubiera pasado si el personaje de Nabokov hubiera optado por el recato y la mojigatería? Este cuento se puede leer también como una poética de la cuentística serniana, dado que el autor deja entrever el cuidado psicológico que da a sus personajes para no sacrificar la verosimilitud de sus historias.

El cuento “La fe perdida” toma lugar en el “juego de la soga” racial en el contexto estadounidense. Elpidia está obsesionada con Melanie (de origen mexicano) y Sid Flannagan, dos personajes de la farándula que ella sigue enajenada por redes sociales en su celular. Elpidia reniega de su pasado mexicano, pero se indigna cuando ofenden su cultura. Elpidia, enceguecida por un insulto racial en contra de Melanie, toma una pistola para vengar a su ídolo y sigue al ofensor a un concierto donde lo ejecuta a balazos. Sin embargo, en un giro de tuerca, Melanie es acusada del crimen. Elpidia cae en cuenta que los verdaderos héroes que deberían seguir los reflectores son a su padre, que cruzó la frontera y trabajaba sin parar porque “había salido de pobre con unos huevotes de caballero águila”. Elpidia vence su enajenamiento cuando aniquila (literalmente) a su ídolo por quien existía vicariamente.

 

En “El paso de la muerte”, un amor platónico de la juventud tiene una segunda oportunidad. Elvira, la muchacha inalcanzable de la escuela ahora muestra interés en el despreciado muchacho, Samuel, hombre de fama que ella invita a una fiesta. Este cuento se concibe como la indecisión de un hombre pacato entre seguir en un matrimonio en ruinas o irse con su sueño nostálgico de la mujer ideal. Serna pone de manifiesto la tortura del personaje que se debate entre el “deber y el pecado”, agobiado por el sentimiento de culpa de abandonar a su hija Tania. Dice el personaje: “Cambié el amor seguro por el incierto, la tierra firme por el lomo de una yegua loca”. Serna es un experto en cruzar alambres del matrimonio común para cuestionar sus dogmas, el pedestal del “hombre de familia” y los barrotes invisibles de la “gran familia mexicana”. Se refiere así de su esposa Consuelo: “la carcelera que elegía sus corbatas, sus amistades, sus diversiones, al grado de impedirle cualquier decisión espontánea”. Samuel es un personaje atormentado por una moral despótica que no lo deja vivir con libertad y que arde en el fuego lento del remordimiento.

En “Paternidad responsable” destaca una pareja “prudente” de doctores en humanidades que navegan de muertito su relación y para darle resucitación artificial a su matrimonio adoptan a una mascota. Pero el perrito se convierte en la cuña de la discordia al confrontar distintas maneras de cuidar al animal, apodado Zeus. Pero la pareja decide quedarse unida por el bien de los sentimientos del perro que se estaba enfermando por las reyertas escandalosas de sus dueños. Ambos encuentran alternativas con otras personas a sus desfogues sexuales para cumplir con el adoptado perrhijo.

“El blanco advenimiento” escudriña del deterioro de Felipe, un gigoló obsesionado con su cuerpo esculpido de gimnasio que cuenta con un séquito de mujeres casadas con las que le pone el cuerno a su mujer. Pero el don Juan debe enfrentar los embates de su cuerpo en franco decaimiento y es sometido a una cistoscopía que sumó de último momento en una prostatoctomía, cuya secuela es eyaculación retrógrada y el subsecuente apaciguamiento de la líbido. Felipe se resigna al sexo conyugal con Rita, su mujer quince años menor que él y que sostiene también sus propias relaciones extramaritales. La vuelta de tuerca inesperada al final del cuento y la redención de la mujer que no resulta ser la chica resignada que pensaba Felipe recuerda a la novela de Serna El vendedor de silencio (2019), en tanto que las mujeres son de armas tomar (literalmente) y no corresponden con el estereotipo de la mujer abnegada que se muerde el rebozo ante el patriarca.

“Abuela en brama” es un cuento de largo aliento escrito desde la perspectiva de una mujer mayor que reactiva su sexualidad después de la muerte de su marido. Delfina Tamez, una mujer blanca, de clase alta, comerciante de 57 años, tiene un amor a destiempo con Efraín Pimentel, de 28, moreno y poeta. La novela es un estudio de la “lucha de clases” en su versión contemporánea de la guerra cultural mexicana de “fifís” contra “chairos” en el marco de la elección del presidente en turno. Serna lleva esa escisión político-cultural al cuadrilátero de una cama y pone a los amigos de ambos amantes a dialogar hasta los gritos sobre temas espinosos como la construcción del aeropuerto. Serna escribe: “Solo hay una aristrocracia verdadera: la de los buenos amantes”. El cuento es una válvula de escape para desazolvar las reyertas de ambos lados del espectro político e inspeccionar los modelos estereotípicos de estación. Efraín es visto como “un pandillero torvo de Ecatepec” y Delfina es vista como “abuela en brama, ruca padroteada, compradora de amor”. Sin embargo, el cuento deja a los dos personajes bien parados. Así como Delfina, al final del cuento, acude al psicólogo para drenar y entender sus sentimientos de rechazo de su clan que no le perdonan el desliz con un “chairo” el cuento sirve de catarsis para expresar en la ficción estigmas zahirientes que flotan en el pulso político actual.

“Lealtad del fantasma”, título homónimo del libro, juega con el tema borgiano del doble para explorar cómo los extremos se tocan. Jean-Marie es un drogadicto entregado a todos los placeres y tropelías que su dinero le permiten, pero su mundo se ve interferido por la aparición de un monje que atestigua su moral sentina y es el otro lado de la moneda: un monje consumido por imágenes de pecados astrosos. Jean-Marie es la pesadilla o el fantasma del monje trapense que intenta vencer los malos pensamientos. La estrategia de este cuento se puede remontar también al cuento “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar, el cruce de tiempos, la confusión de espacios. Este cuento contiene la clave que engarza los cuentos de este volumen y resumen las fuerzas que pugnan en casi todos los personajes: la lucha de un monje de clausura y un libertino a ultranza.

Serna encuentra la anécdota de sus cuentos detrás de las ventanas calmas y las puertas cerradas de la clase media y alta. Cuando empuja el picaporte de la alcoba, el lector advierte la jungla de las relaciones de pareja, los laberintos de emociones, arreglos silenciosos y extraños que sostienen el entramado psicológico que compone el enredijo de “la relación”. Serna urde cada uno de los hilos de esa maraña para presentarle al lector el universo descuadrado de las traiciones, indecisiones, arrepentimientos, enojos, sentimientos de culpa, micro-agresiones, “pactos de infelicidad”, canitas al aire, fajes pretéritos o imaginados y jadeos pasionales que enrarecen o componen las relaciones humanas. Como en el último cuento, el lector participa de esas tramas bien construidas, de personajes con psicologías congruentes con sus extrañas acciones. Esos personajes se presentan como la imagen de un espejo y cuestionan si acaso no somos nosotros el fantasma de ellos y les debemos guardar lealtad para que ambos sobrevivamos “como el hilacho de un viejo sueño cuando tu cuerpo se pudra bajo la tierra”.

Los cuentos de Serna se construyen en la impertérrita batalla del bien y el mal, una lucha moral que sucede en la arena mental de los personajes. “El anillo maléfico” (maestro seducido por la tentación), “La fé perdida” (fanática chicana desilusionada), “El paso de la muerte” (huir con el amor platónico de juventud), “Paternidad responsable” (pareja que se separa por bien del perrihijo), “El blanco advenimiento” (el deterioro de un Casanova), “Abuela en brama” (fifís vs chairos en la cama), “Lealtad del fantasma” (monje vs díscolo en el multiverso). Si el lector tuviese que visualizar los personajes de estos cuentos, sería recomendable recurrir a un cuadro del Bosco de un San Antonio agobiado por las tentaciones del mundo o como en Goethe, un Fausto visitado por Mefistófeles. Los dramas construidos por Serna están compuestos con diálogos creíbles que pueden remitir a su experiencia construyendo parlamentos para telenovelas. Cuando sus personajes salen a escena en sus cuentos (por así decirlo), se anticipa que el autor cuestionará sus mundos apacibles y los despojará de sus certezas hasta empujarlos al límite. Por ejemplo, su cuento más largo en este volumen, “Abuela en brama”, allí aparecen dos personajes opuestos que se convencen de haberse “emparejado en la cama”, pero en el laboratorio serniano se irán contrapunteando del odio al amor; al abrir el gran angular se advertirá el humor atractivo de poner a dos personajes supuestamente dispares en el espectro político y de clase, dispuestos a intercambiar fluidos y escupitajos, para dar cuenta al lector de la construcción de una división absurda y grotesca.


Martín Camps es profesor de la University of the Pacific en Stockton, California, donde es también Director de Estudios Latinoamericanos. Sus dos últimas ediciones de ensayos son La sonrisa afilada: Enrique Serna ante la crítica (UNAM, 2017) y Transpacific Literary and Cultural Connections: Latin American Influence over Asia (Palgrave, 2020). También ha publicado cinco libros de poesía, entre los que se encuentran Extinción de los atardeceres y Los días baldíos. También es autor de la novela Horas de oficina.

Don de la oblicuidad

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Don de la oblicuidad, de Julio Eutiquio Sarabia

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La última grata sorpresa que no puede ser ignorada, es el noveno libro de Julio Eutiquio Sarabia, titulado Don de la oblicuidad, publicado por Ediciones Monte Carmelo en 2022. Se trata de un poemario de cien páginas, dedicado a Raúl Dorra, con poemas de diferente índole. Una obra bien lograda que nos hace caminar en la oblicuidad de la vida, de la existencia, del día a día, de los sueños, de los temores, de todo aquello que encierra lo humano; cada poema es un texto fluido y el título muy sugerente, puede ser que la voz poética y el poeta de carne y hueso se camuflen en una sola misma voz para estar en todos lados y en ninguno.

 

En este poemario de treinta y seis poemas cada palabra es como la nota más sutil de una sinfonía. Libre de toda hojarasca. Fluido. Preciso. Su forma y composición se asemejan al más delicado aroma que verso tras verso maduran en la interioridad de aquel que esté atento a respirar los más fragantes perfumes.

Hay historias y símbolos teñidos de gris, pero muy encantadores como en Cartas desordenadas en la mesa, los versos son adecuados, despiertan diferentes emociones, sensaciones. Palabras que calman en sus inicios, pero de pronto confrontan. Como cuando alguna situación de la vida nos pone en nuestro lugar, a veces a la fuerza, a veces porque lo buscamos:

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…No se figuren un sueño en el abismo

ni conciban el descanso feliz en los sepulcros:

me reconforta Angélica Inés en el momento

que el facultativo estrecha mi mano

y confunde con haberes jugosos

para ultimar al Señor Cancer (11).

Todos los poemas de Sarabia tienen una característica, cada verso está bien elaborado. En esta propuesta se encuentran poemas extensos que, sin darnos cuenta, llegamos al final y queremos más, o dejan perplejo al lector; pero también, están los poemas cortos, delicados pero contundentes que despiertan toda cantidad de vibraciones, por ejemplo, La pregunta, un poema breve, con mucha fuerza:

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– ¿Está el barco en silencio todavía?

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Debe ser el ahogado quien pregunta

con el estupor súbito en los ojos

que ensalzan la fijeza.

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– ¿Cómo será la imagen de un barco que se hunde?

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Ya no eres el niño en la bahía

aunque después de la lluvia

aparezcas en la calle

con un barquito de papel en cada mano

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Tú sólo sigues hablando para oírte (29).

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En la oblicuidad del texto, el autor pone sobre la mesa una carta, to be, or not to be. Definitivamente, la potencia de Sarabia sitúa a todo lector exigente en su lugar. Elementos como la naturaleza, sus sutilezas requieren volver al texto más de una vez, intertextualidades elegantes, capturan el interés y atraen. También hay ironías como el título de la cuarta sección del libro, Partituras; allí hay poemas que se asemejan a una canción (lírica) como Imágenes truncadas que cuenta con las tradicionales cinco estrofas, pero el silabeo difiere con los acostumbrados: versos aconsonantados de entre nueve y catorce silabas. Sin lugar a duda, es algo muy bien pensado y bien logrado:

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Un extremo vigor en lengua mixta:
en las horas de luz, luz altiva para el caso,

un caprichoso juego de naipes y escaleras

avisa a los magos cuánta ilusión

es sólo recuerdo de la infancia;

pero en la noche de los pájaros que alteran sus sentidos,

el tren nocturno de Lisboa… (67).

Desde la primera sección hasta la quinta, cada poema se entreteje. Es un poemario revelador que sorprende, un libro ameno, una voz lírica, simbolismo y metáforas. La sorpresa de Sarabia es tan laudable que una reseña no es suficiente como tomar el libro en solitud y escuchar cada verso que el autor nos ha preparado.

 


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Luis Enrique Morales es un aforista, escritor y columnista nacido en Quetzaltenango, Guatemala, en 1989. Reside en Suecia desde el 2012. Estudió filosofía y pedagogía en la Universidad de Estocolmo, licenciándose en 2018. Ha hecho su debut con su libro: Aforismos y otras mentiras (2020) publicado por Simon Editor en Jönköping, Suecia. Seguido de Aforismos de noviembre (2021) por Editorial Rötter de Estocolmo. Actualmente es columnista en la revista gAZeta de Guatemala y está preparando algunas traducciones de la aforística clásica sueca.

El golpe maestro

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El golpe maestro

Richard, que pintaba bosques, seres celestiales, sílfides y escenas crepusculares, mató a su padre durante un paseo por el campo; a Francisco una enfermedad, nunca claramente diagnosticada, y de la que se sabe le producía un ruido constante en la cabeza que devino en sordera, trastocó su obra hasta alcanzar grados expresionistas no intuidos en sus pinturas anteriores; Vincent creó su cuadro-vorágine-oído interno La noche estrellada siete meses después de haberse cortado el lóbulo de su oreja izquierda, tras una supuesta riña con Paul Gauguin; Martín creó casi a escondidas durante 33 años en un manicomio y en papeles de desperdicio una obra de túneles, caballos, jinetes y vías ferroviarias, después de su llegada como migrante a un Estados Unidos en declive económico; en Leonora colapsaron las estructuras emocionales, en periodo de guerra, su estómago se convirtió en símil de una ciudad y posteriormente en cuadros que se antojan un montaje alquímico y mitológico de su pensamiento.

  Y en ese laberíntico itinerario, incluidos la alteración o intento de corrección a la casi siempre espantosa monotonía, y el empeño por abatir tales o cuáles circunstancias históricas o sociales dentro del perímetro de la existencia artística individual, ¿en qué momento fisiológico, o por cuál trastorno, aparte del mental, digamos, del hígado, o a partir de qué desarreglo, digamos, del sistema digestivo, naufraga la razón y surge victoriosa la locura?

  ¿Qué órgano interno del cuerpo humano participará preeminentemente en esa ciega elección de instantes que es a veces el arte?

  En agosto de 1843, el pintor inglés Richard Dadd asestó cuchilladas a su padre (hay quienes dicen que fueron hachazos). Pasó más de 40 años en manicomios. Saber que Dadd sufrió un desplome psíquico durante un viaje por el Nilo, en donde consumió opio a raudales y fue supuestamente obnubilado por el dios Osiris, no basta para adentrarse en la alucinante y orgásmica maraña visual de su obra mayor The Fairy Teller’s Master Stroke (El golpe maestro del narrador de cuentos de hadas), un hervidero de duendes, elfos, flores descomunales, ramajes. Acaso, más ilustrativo sería, sobre todo para los detractores del misterio en el arte, algún dato sobre el funcionamiento del laberinto de su oído, como en el caso de Francisco de Goya y Lucientes.

  Poco se sabrá de las diligencias o contenciones sexuales de Vincent van Gogh, en un estricto sentido de actividad genito-muscular, que hayan incidido en su decisión de obsequiar su lóbulo mutilado a una prostituta.

  Del mexicano Martín Ramírez lejos se está de indagar sus condiciones fisiológicas en el tiempo en que creó su obra, puesto que, casi de golpe, en los últimos años el mito ya acaparó su condición mental y social como explicaciones únicas de todo su tunelerío.

   Quizá la “locura” no pueda recordarse a sí misma, o mirarse de frente, como la muerte. Ni tampoco la mente sea solo el sitio desde donde brotan y se reparten dislocamientos y la realización de monstruosidades y prodigios artísticos. He sabido de un caso en que un golpe en una rodilla desató una gran habilidad escultórica.

   En Memorias de abajo, Leonora Carrington narra los casi seis meses que se le mantuvo confinada, en 1940, en una clínica en Santander. Bien conocidos son los “supuestos” motivos que sirven de simiente a su extravío o huida interior: la detención de su amante Max Ernst y el envío de éste a un campo de concentración. En marco de guerra europea que amenaza con expandirse hacia España, Leonora cree encontrar en ese país el territorio propicio para detener el avance nazi. Aquí la artista se convierte, en mente y cuerpo, en el único conducto posible de poner un cese a la guerra. Una trama muy propia en su cruce con mitos ancestrales o lo que podría ser una nightmare, vasta en horrores y sufrimiento psíquico y físico.

  A la trama de la mente, habría que agregar la propia del cuerpo, tan fascinante como la primera, aunque difícilmente se les pueda disociar. “Me pasé veinticuatro horas provocándome vómitos”, narra Leonora, y: “mi estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad”. Y más adelante: “En medio de la confusión política y un calor tórrido, tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo”. “La disentería que más tarde sufrí no fue otra cosa que la enfermedad de Madrid que tomaba forma en mi aparato intestinal.”

  No hay quizá en el ámbito del arte final más feliz de la locura que el ocurrido a Leonora Carrington, como no hay en su obra cuadro alguno que estampe de manera encarnada los horrores padecidos en ese periodo; hay, sí, reflejos de su imaginación cual sombras desprendibles.

  Nadie cuenta con suficiente memoria como para narrar su propia locura.

  Y el arte quizá sea una ciega elección de instantes de la mente y de la mano, o una expresión vidente de algún órgano interno.

"Todo México", óleo sobre tela, 200 x 150 cm
“Todo México”, óleo sobre tela, 200 x 150 cm
"Paisaje de San Fernando, Tamaulipas", óleo sobre madera, 110 x 264 cm.
“Paisaje de San Fernando, Tamaulipas”, óleo sobre madera, 110 x 264 cm.

La beneficencia social en la construcción de la feminidad colombiana 1919-1934

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La beneficencia social en la construcción de la feminidad colombiana 1919-1934

Giovana Suárez Ortiz

Universidad de San Buenaventura (Bogotá).

Resumen

A través del análisis de textos publicados en revistas, diarios locales y de circulación nacional en Colombia durante los años veinte del siglo pasado, este artículo muestra el modo en que se le asignó a las mujeres el espacio privado como único lugar de acción posible. A pesar de esa asignación y de su respectiva asociación con categorías como cuidadora-madre-virtuosa se muestra, también, que la aceptación por parte de las mujeres a tal confinamiento sirvió, paradójicamente, para que ellas llevaran a cabo acciones concretas (resistencias activas) en el espacio público.

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Palabras clave: mujeres, años veinte, beneficencia social, ascética femenina.

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Abstract

Through the analysis of texts in both locally and nationally published magazines and newspapers during the 1920s in Colombia, this article shows how women were assigned the private sphere as their only possible space of action. Despite this imposition and the correspondent models of conduct that came with this —as care-givers, mothers and virtuous, Mary-like women—, the acceptance of this reclusion to the private sphere by Colombian women paradoxically served them to carry out concrete actions (active resistances) within the public spheres.

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Keywords: women, 1920s, social welfare, asceticism of femininity.

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[…] las mujeres supieron apoderarse

de los espacios que se les dejaba o se les confiaba,

y desarrollar su influencia hasta

las puertas mismas del poder

(Perrot 1993).

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Introducción

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Uno de los debates contemporáneos en torno a las relaciones de género es la oposición público/privado. Esta oposición debe entenderse en el marco de la discusión acerca de la correspondencia o no de cada una de sus partes con la dicotomía de géneros hombre/mujer. A pesar de que había una esencialización del discurso sobre las mujeres que las confinaba a lugares considerados “privados” como el hogar, en los años veinte del siglo XX las mujeres colombianas transitaron de la esfera privada hacia la esfera pública para intervenir en la producción de conocimiento (un conocimiento en torno a la pobreza y a la salud, en el que ellas asumieron el papel de “misioneras sociales”) y extendieron su campo de acción más allá de las paredes de sus casas al asumir la misión de evangelizar, higienizar y disciplinar a las familias. Desde fuentes escritas para y por las mujeres colombianas durante el periodo de 1919-1934 este escrito muestra que la beneficencia social en Colombia fue la condición necesaria para que algunas mujeres definieran su lugar en el espacio privado y transitaran de allí al espacio público, todo ello a la luz de las siguientes preguntas: ¿cómo se construyó el modo de ser mujeres cuidadoras-madres-virtuosas dentro del discurso de la beneficencia social en Colombia? ¿Por qué el lugar de las mujeres en la beneficencia social fue la condición de posibilidad para que ellas transitaran entre lo público y lo privado?

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1.I. Las Benefactoras: caridad y no filantropía

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El 15 de mayo de 1891 el papa León XIII informó sobre la situación de las clases trabajadoras en el mundo a través de la encíclica Rerum Novarum: “[…] la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda (XIII 1891)”. La Rerum Novarum afirmaba que los socialistas fomentaban el odio entre las clases menos favorecidas y la clase capitalista, y que el resultado de ese odio era el exterminio de la propiedad privada y la violencia excesiva contra los poseedores de bienes (XIII 1891); así, además de oponerse al socialismo apoyaba la propiedad privada. Como contracara de este rechazo y de la evidente consolidación de la fuerza obrera, León XIII comprometió a la Iglesia con el apoyo a los obreros para que fundaran organizaciones conjuntas con el fin de reclamar unas condiciones laborales y salariales dignas, y frenar la consolidación de grupos obreros que estuvieran en contra de sus patronos.

Esta preocupación del mundo católico no era nueva: a mediados del siglo XIX habían surgido iniciativas católicas para este fin, como la Acción Católica Social,[1] asociación de laicos fundada en Europa, que a pesar de los esfuerzos que el mismo León XIII, hizo para integrar asociaciones de este tipo desde 1882 con su encíclica sobre la situación española Cum Multa,[2] carecía de unidad institucional. Para mostrar su compromiso con la fuerza obrera en el mundo y combatir la influencia del socialismo en Latinoamérica la Iglesia católica envía a Colombia en 1910 al padre jesuita José María Campoamor,[3] quien no tardó en darse cuenta, de que el catolicismo no debía preocuparse por la influencia del socialismo en Colombia, al menos en el caso de Bogotá, debido a que la escasa industrialización hacía que el sector obrero fuera aún pequeño, todavía lejos de las formas de organización que alcanzarían en los años veinte (Botero Londoño y Alberto 1994, 14). En lugar de asociaciones obreras, el grueso de la población productiva era artesana.[4]

A la llegada de Campoamor a Colombia ya existían instituciones de beneficencia que ayudaban a la población empobrecida de algunas de las grandes urbes, pero no se habían instituido aún asociaciones de Acción Católica en Bogotá.[5] En aquel entonces en Colombia la beneficencia se practicaba de dos modos distintos: caridad y filantropía. De un lado, estaban Las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul,[6] en su mayoría extranjeras, que hicieron honor a su nombre a través de una actividad anónima y directa de ayuda a las personas empobrecidas en nombre de la Iglesia. De otro lado, se encontraban los hombres ilustres de la Asociación de San Vicente de Paúl; ellos practicaron la beneficencia a través de la filantropía, actividad de “personas que daban dinero o algún tipo de ayuda para el socorro de los necesitados, pero sin que esa ayuda diese lugar a ninguna participación directa de las actividades que económicamente se apoyaban” (Castro, 2007, pág. 159).[7]

Los miembros de la Asociación de San Vicente de Paúl acogieron a Campoamor, quien no tenía intenciones de convertirse en filántropo. Su interés estaba centrado en solidificar la caridad. Su tarea, conforme a su condición de miembro de la Iglesia católica, consistió en ayudar a las personas empobrecidas, en ser director espiritual de los feligreses y en ofrecerles dirección moral.

De acuerdo con estos objetivos, Campoamor fundó en 1913 el Círculo de Obreros y, en 1915, su filial femenina Las Marías; dos instituciones que tuvieron como finalidad mejorar las condiciones de vida de la clase obrera de las ciudades (especialmente en Bogotá) —Círculo de Obreros— y ayudar a las niñas huérfanas y empobrecidas que llegaban del campo a la ciudad —Las Marías—. En síntesis, ambas instituciones promovieron un modelo de vida acorde con el cristianismo que consistió tanto en la promoción de una vida donde no hubiera lugar para los vicios y las malas costumbres, como en la adquisición de buenos hábitos de higiene, de ahorro y de fidelidad religiosa (Londoño y Restrepo 1995, 15-16). Tanto Las Marías como el Círculo de Obreros ofrecieron un trato especial a las mujeres para, entre otras razones, salvaguardar la virtud femenina e instruir y apoyar a aquellas que no tenían a quien acudir (De Zuleta 1996, 423).

El interés de Campoamor por la caridad y no por la filantropía puede explicar por qué la mayoría de los recursos con los que se financiaron estas fundaciones salieron de las apreciables donaciones de 97 mujeres acomodadas que posteriormente fueron conocidas como las Benefactoras.[8] María Teresa Vargas[9] y la señora Julia Restrepo de Ortiz, iniciaron las donaciones[10] con las que Campoamor fundó parte de la obra con los obreros y niños empobrecidos de la capital colombiana. Cuenta el sacerdote jesuita Manuel Briceño que —Julia Restrepo de Ortiz—, al ver a Campoamor recorrer las calles le dijo “Padre, su Reverencia necesita alimentar a estos niños, y yo deseo secundar en cuanto pueda el bien que está haciendo” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 25). Estas mujeres hicieron caridad no solo con su dinero, sino con su tiempo y ello, como se verá, en el marco de la iteración del discurso mariano.

El mencionado discurso, el marianismo, debe entenderse como una forma de constitución de la subjetividad femenina en la segunda década de la Colombia del siglo pasado. Constitución de subjetividad, o mejor, un modo de elaborar y construir un cuerpo femenino, no solo dependiente de unas creencias concretas sobre lo que era ser mujer, sino de la promoción de las mismas en discursos de diverso orden que podían salir del púlpito, de la escuela, de la familia, entre otros espacios sociales; un discurso que tuvo como modelo de mujer a la virgen María, y que como se muestra a continuación sirvió de guía a las Benefactoras.

Estas mujeres que ayudaron a Campoamor tuvieron tareas concretas asociadas con el cuidado,[11] tanto en el Círculo de Obreros como en Las Marías. La extensión de esta actividad fue la educación pues no en pocas ocasiones dictaron clases en las instituciones nombradas, como lo testimonia el relato de una integrante de Las Marías:

Yo tengo por ahí un retrato de todas: de la señora Sofía, la señora Amalia, la señora Nina que había sido la hija del presidente Reyes y todas fueron colaboradoras de aquí. Y las hijas también. Había una hija muy querida de la señora Sofía. Y ella daba clases de religión. Y en casa María Teresa había muchas profesoras, otras de sociedad, otras enseñaban modistería (Londoño y Restrepo 1995, 87).

Las Benefactoras no solo promovieron la formación y el desarrollo de las capacidades intelectuales, morales y afectivas; su actividad docente se extendió a las labores manuales y, como si fuera poco, llevaron a cabo labores administrativas[12] que iban desde la contabilidad[13] hasta la redacción de informes. Paralelamente a la beneficencia y en general a esas actividades del cuidado que llevaban a cabo en Las Marías, el grupo de las Benefactoras, dio visibilidad a su trabajo a través de artículos publicados en diferentes medios de la época. Estos llegaron incluso a tomar la forma de libros que se publicarían años más tarde contando la experiencia del trabajo en Las Marías, El padre Campoamor y su obra el Círculo de obreros de María Casas Fajardo es uno de estos.

En lo que sigue, las diversas fuentes que nos dan acceso a la labor de las Benefactoras, además de los documentos que ellas mismas produjeron, servirá para mostrar cómo algunas mujeres de la clase social alta colombiana ayudaron a difundir unos modos de ser mujer a partir de principios promovidos por el catolicismo —marianismo— y gracias al soporte institucional de la Iglesia. El análisis también visibilizará que sus acciones posibilitaron que ellas transitaran del espacio privado al espacio público.

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2.II. Ser mujer: más allá de las clases sociales

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Este escenario nos muestra a mujeres diferenciadas por su condición económica: las mujeres de clase social alta, entre las que se cuenta el grupo de las Benefactoras, y algunas mujeres empobrecidas que llegaron a instituciones como Las Marías. Estas últimas, además de alojamiento y comida, recibían instrucción religiosa, moral e intelectual y fuentes de empleo. No obstante, ambos tipos de mujeres compartían la imposibilidad de alcanzar una formación superior,[14] o de desempeñar una función diferente a la hogareña, su función social y política estaba clara: el cuidado de la casa y los hijos.

Estos elementos definitorios de su condición de mujeres se convirtieron en la vía de acceso a la vida fuera del hogar. Por ejemplo, ya para 1933 aparece en Civilización revista de ideas y de cultura[15] el artículo “La misión de la mujer moderna”, allí se nombra a la señora Carmen Archila “dama bogotana” como la mujer moderna colombiana por excelencia, una mujer que cumple con su “deber caritativo”. Enfermera graduada de la Cruz Roja Nacional y administradora de la Gota de Leche, designada por la sección de Protección Infantil del Departamento de Higiene. Sin embargo, este acceso a lo público había empezado a conquistarse tiempo atrás, cuando mujeres privilegiadas encontraron en la ayuda a personas empobrecidas una vía de acceso a otros mundos. Esta salida no es el efecto de confrontar su rol tradicional; todo lo contrario, como lo recuerda Ruskin: “En la filantropía, gestión privada de lo social, las mujeres ocupan un sitio privilegiado; “El Ángel de la casa” es también “la buena mujer que redime a los caídos”, esta actividad es una extensión de las tareas domésticas” (Perrot 1993, 462).

Parte de las restricciones sufridas por las mujeres estaba asociada con el modo en que se las encasillaba en su condición de cuidadoras. El Senador colombiano Arturo Hernández en una presentación en contra del proyecto de Ley “Fernández de Soto sobre los derechos de la mujer”, además de dar razones mostrando que las obligaciones de las mujeres estaban limitadas al hogar, puso sobre ellas todo el peso del buen funcionamiento de éste: “Y si durante la vida conyugal se llega a procedimientos diferentes de los que indican armonía y la buena marcha de los hogares, es culpa de la misma mujer que no tuvo el talento y el tacto para escoger un marido” (El proyecto sobre derecho de la mujer fracasó ayer en el Senado de manera oprobiosa. Hoy será la clausura del Senado. Los senadores Barberi y Arturo Hernández atacarón el proyecto con las razones más estrafalarias. Se desintegró el quorum 1928, 2).

El Vaticano hacía lo propio en relación con la limitación de las actividades de las mujeres y su naturalización en el hogar: “[…] hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la prosperidad de la familia” (XIII 1891, 31). Asociada con el Estado, la Iglesia reforzó este modo de ser mujeres: los feligreses no solo recibieron la difusión de estos modos de ser a través de los diarios religiosos locales, revistas y diarios no religiosos de circulación nacional, sino también a través del culto.

La educación que recibían las mujeres tanto en sus casas como en los limitados espacios de formación donde tenían acceso, fue otro medio de difusión de la imagen de mujer cuidadora; una educación con un importante componente religioso. Luego de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), se emitieron en Colombia una serie de leyes que tenían el fin de organizar la administración pública en el país. Dentro de esas leyes está la ley 39 de 1903 reglamentada por el decreto 491 de 1904, la cual estipulaba que la educación en el país debía estar regida por los cánones de la religión católica y que la educación primaria debería ser gratuita pero no obligatoria. El artículo 12 de la constitución nacional de entonces lo confirma (promulgada en 1886 e inmediatamente seguida de la firma de un Concordato):

[…] la educación e instrucción pública en universidades, colegios y escuelas deberá organizarse y dirigirse en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica. En esos centros será obligatoria la enseñanza religiosa y la observancia de las correspondientes prácticas piadosas. […] el artículo 3 otorga a los obispos el derecho a inspeccionar y elegir los textos de religión y moral. (González González 1939).

El púlpito y la legislación no fueron los únicos medios para promover la figura de la mujer en el hogar, publicaciones hechas por mujeres como el Tratado sobre economía doméstica para el uso de las madres de familia i de las amas de casa de María Josefa Acevedo de Gómez contribuyeron también. En el capítulo I titulado “de la economía del tiempo” se afirma:

Las mujeres para quienes escribo, tienen el deber de oír la misa en el templo más inmediato, de enseñar a los suyos la religión del Evangelio, de presidir las oraciones diarias con que una familia cristiana debe comenzar y concluir el día, de confesarse y comulgar cuando lo manda la iglesia, y de consagrarse de resto al exacto cumplimiento de los deberes de su estado (Acevedo de Gómez 1848, 10).

Como si no fuera suficiente, en la publicidad de la época o en las secciones de la prensa dirigidas al público femenino se encuentran imágenes de mujeres dándole de comer a sus bebes, o frases como: “¡Cuanto agrada la joven siempre que posea el carácter dulce y mortificado! Es el mejor adorno, la más grande, más sublime, la más bella prenda a que podemos aspirar” (Treelles 1931, 803), “Ensalzad un poco la virtud, la maternidad, los deberes de la mujer. Tal vez de tanto machacar sobre estos puntos se logre persuadir a las cabezas de pájaro de las señoritas de hoy” (Miau 1932, 930). No es extraño que un artículo de la revista Hogar muestre la fuerte influencia del discurso católico en las publicaciones de circulación nacional dirigidas al público femenino. En otro artículo del 14 de febrero de 1926 titulado “La caridad”, de la sección “La educación de los hijos” en la misma revista Hogar, Madame Daudet dice que la caridad es una actitud constitutiva de la mujer: Actitud que “[…] como la religión; no es un conocimiento aparte, no se hace una hora de caridad semanal, ni aun cinco minutos diarios, es necesario que en toda oración se manifieste, ya en la actitud generosa, ya en un ligero sacrificio […] en un silencio” (Daudet 1926, 2). Las mujeres desde el hogar, en sus espacios propios deben no solo impartir la caridad con el ejercicio constante y cotidiano, como lo expresa la autora del artículo citado, si no, hacer de esta un aprendizaje que los hijos deben recibir de ella:

[…] Una jovencita de quince o dieciséis años, puede y debe acompañar a su madre, en sus visitas a los pobres. Debe ver por sus propios ojos la desnudez de ciertos hogares, darse cuenta de la miseria increíble de los desheredados de la suerte, ponerse en contacto con las penas y los sacrificios de los demás, a fin de llegar a ser más compasiva, más indulgente, más generosa (Daudet 1926, 2).

Son incontables los ejemplos que muestran la imagen de las mujeres atadas a lo doméstico que circula uniformemente por ámbitos tan disímiles como las instituciones del Estado, la Iglesia, los medios impresos y los centros de enseñanza y el hogar. No parece difícil probar que la figura de la mujer cuidadora llegaba a manos de las mujeres. Ir a misa era una práctica ampliamente extendida, la enseñanza, poca o mucha, igualmente fue recibida por las mujeres, bien por educación formal, bien por los centros de beneficencia. Además, al menos en lo que se refiere a artículos como el citado, se evidencia a qué público van dirigidos: a las mujeres de la clase alta colombiana. No solo por la referencia de la visita a las personas empobrecidas sino también porque en esas revistas se ofrecen productos de consumo exclusivo, se promociona la ropa que se debe usar según la estación del año, se invita a que ellas tomen clases de conducción[16] en las secciones publicitarias. La recurrencia al tema de la generosidad de las mujeres en la educación como medio para ser una persona misericordiosa, y sus actividades en el hogar como su único lugar posible de accionar, afianzó los modos de ser caritativa. La conjunción de espacios consolidó una imagen de mujer cuidadora asociada a la caridad, al hogar, a sus hijos y a su marido. Las mujeres que esperaba tener el país, como apareció citado en el artículo “El civismo en la mujer” de la Revista Femenina de Barranquilla:

La mujer como madre, es la llamada a inculcar en el corazón de sus hijos el amor por la patria, el respeto que deben todos en todos los actos cívicos, el valor por su defensa. […] es deber de la madre enseñar a balbucear la oración cotidiana para pedir a Dios el pan de cada día y también añadirá alguna jaculatoria como esta: “Amo a mi patria”, “Dios mío protege a Colombia (X 1931, 873).

No parece probable en cambio que ese tipo de textos llegaran a las mujeres empobrecidas, o al menos no como un objeto de consumo directo. Los salarios de las mujeres que habían ingresado al mundo laboral en el periodo del que se está hablando eran bajos y, es evidente que dichas promociones no iban dirigidas a ellas. Además, el promedio de salario para los obreros en la industria en 1920, apenas alcanzaba la suma de $1,25 (el día) en el sector urbano y $1.16 en el sector agrícola.[17] Y dado que muchas de las protestas femeninas en el mundo fabril a comienzos de los años veinte se debieron, por lo general, a que ganaban menos que los hombres, se puede inferir que los costos de las revistas dirigidas al público femenino, como los periódicos con secciones para las mujeres —Cromos de 1920-1930 $0,15 centavos, El Espectador en 1924 $5 centavos, Letras y Encajes en 1932 $0,20— podían resultar excesivos (Vega Cantor 2004, 16).

A pesar de ello, basta recordar el lugar que el Estado le dio a la Iglesia tanto en el orden escolar como en la orientación de la moral ciudadana. De este modo, el Estado se convirtió en uno de los garantes de la difusión de la imagen de la mujer cuidadora, y tal imagen no tuvo problemas para aparecer con regularidad en los diarios y/o revistas de circulación nacional[18] .

Toda la información que recibían las mujeres acomodadas por revistas y otros medios era transmitida a muchas mujeres empobrecidas a través de las “visitas domiciliarias”, una de las formas en que se encarnó la caridad en Colombia: “atención directa, cuyo objetivo era conocer la situación real de una familia específica, para poder de esta forma determinar de la manera más exacta posible sus necesidades y el tipo de asistencia que se debía brindar” (Castro C 2009, 243). En el caso de las Benefactoras, apoyadas por Campoamor, se afianzó el discurso de cuidadora-madre-virtuosa por medio de aquellas visitas: “Su Reverencia [el Padre Campoamor] había insinuado a algunas de ellas cómo convenía visitar a las familias de los niños y enterarse de las necesidades morales. Las señoras podían penetrar hasta donde no es posible que pueda llegar un sacerdote (Casas Fajardo 1995, 50).

A pesar de sus disimiles lugares sociales, las Benefactoras y las mujeres beneficiadas —en adelante Las Marías— tuvieron acceso a un mismo discurso: la mujer cuidadora. Como se evidenció —en las citas de los periódicos, revistas, proyectos de ley, etc.— ser cuidadora se cultivó y se difundió como modelo. La fijación en temas en torno a lo doméstico, a la organización del hogar, la caridad y el cuidado de los otros estaba más allá de las clases sociales.

De allí que resulte razonable afirmar que a las mujeres, sin importar su clase social, se les pidió que desarrollaran valores como la caridad, el sacrificio, la castidad, el decoro femenino entre otros. Y más allá de todo eso, se exigió a las mujeres que ellas misma fueran las que se regularan para alcanzar esos valores. Las mujeres quedaban, así, como las responsables de hacer de sí mismas “unas buenas mujeres”, “unas buenas cristianas” y, por ende, unas buena marianas. Por eso, aunque la clase social a la que se pertenecía determinaba el acceso a los discursos sobre “cómo ser mujer”, estos, más allá de las clases se condensaban en una ascética de la feminidad: el discurso de mujer casta, obediente, humilde, piadosa y caritativa transcendió las clases para encontrar diferentes formas de aceptación entre buena parte de las mujeres colombianas. Así, el marianismo como una matriz transclasista[19] reducía a las mujeres al papel de cuidadoras-madres-virtuosas.

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3.III. La ascética femenina

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El reglamento de la comunidad semiconventual Las Marías, titulado “Nuestro modo de ser”, es un buen ejemplo de esta ascética femenina que definió los modos de ser de las mujeres en Colombia durante los años veinte. El reglamento es más que una lista de las acciones que se pueden o no se pueden hacer. El título evidencia que las mujeres de Las Marías tenían que alcanzar una condición concreta. La cual queda definida en los 21 puntos del reglamento organizados en 8 grupos. Exceptuando el primero y el último de estos grupos, ellos se redactaron en conformidad con las llamadas virtudes femeninas, las cuales definirían la “naturaleza” de Las Marías.[20] Una naturaleza que estaba sustentada en las virtudes marianas: las mujeres que ingresaban a esta fundación debían ser discretas, calladas y respetuosas, pero, sobre todo, íntegras y católicas.

El segundo grupo del reglamento (Pobreza), cuando se ocupa del trabajo en lugar de hablar de las actividades que realizan las miembros de esta organización resalta la pobreza de las obreras y subraya la importancia de un tipo definido de apariencia, en concreto del vestido, que debe mostrar su función y señalar que son trabajadoras, sin excesos de adornos, pues “[…] no sólo consume(n) la riqueza, aparta(n) el corazón de la vida cristiana y modesta” (Restrepo Mejía 1914, 86). Reforzando lo anterior el reglamento continua afirmando: […] nos gloriamos del honrado trabajo, y así lo manifestamos en nuestro vestido, que ha de tener las características de la clase obrera, realzados por el aseo, la modestia, y el perfecto arreglo sin admitir ni conatos de vanidad o lujos (Londoño y Restrepo 1995, 34).

No es el recato lo que importa señalar acá, sino el énfasis en el vestuario. María Betulia recuerda que a Campoamor no le gustaba que las mujeres usaran escotes: “Eso que le viera a uno una manga corta, mejor dicho, la manga corta no se usaba […] nada de escotes. Eso tenía uno que usar los vestidos largos” (Londoño y Restrepo 1995, 95). Hay versiones correspondientes de esta asociación del vestido y la correcta forma de ser mujer dirigidas a mujeres de la clase alta. Buena parte de las revistas consultadas[21] cuentan con una sección de moda, en la que se hace referencia al papel del vestido en la construcción de lo femenino. La Revista Hogar de 1926 en su sección “La mujer y la moda” dice:

Toda mujer que sigue las indicaciones de su modisto, viste con elegancia; la que se guía por su sola inspiración, suele equivocarse lamentablemente. […] guardando la diferencia, el modisto puede compararse al doctor que, conociendo nuestra naturaleza, ordena el régimen a seguir para conservar y lucir con todo su esplendor su belleza (Claire 1926, 10).

La comparación entre el modisto y el médico indica la importancia que se le otorga al vestuario de la mujer. Ella requiere orientación al respecto y el modisto es la persona capacitada para dar las repuestas acertadas y rápidas a los problemas de la apariencia, él trabaja con cuerpos, esculpe la forma adecuada de estos a través de la ropa. Esta preocupación por el vestuario elevada a una condición definitoria del ser mujer como parte de la ascética femenina, no se limita a una cuestión de clase social. Caso concreto de esto, aunque de signo contrario, es el artículo “La ropa interior” de 1926: “La mujer elegante cuida principalmente su ropa interior; muchas veces poseerá vestidos sencillísimos, y, no obstante, su feminidad se impondrá gracias al lujoso tocador” (La ropa interior. 1926, 9).

Podrían seguirse listando citas de este tipo,[22] que coinciden en afirmar la importancia que se le da al trabajo que la mujer hace a diario en la selección y porte de su vestuario. Y si bien este tema de la moda está atravesado por una cuestión de clase social —como puede verse en las citas, el valor que se le otorga al vestuario es diferente según el sector social al que se dirija el comentario—, usar el vestido como preocupación definitoria de la mujer es común a todas ellas. En el Obrero católico una autora, describiendo “Las jóvenes que hoy hacen falta”, asegura que: “Necesitamos jóvenes cuyo ideal no sea arrastrar por las calles la cola del vestido o mostrar impúdicas desnudeces […] Jóvenes que vistan con elegante decencia y repudien las modas necias y grotescas. Necesitamos jóvenes bondadosas, afables, […] puras y modestas […]” (Marden 1932, 4).

Hay una necesidad de promover un comportamiento pudoroso y recatado en el vestuario, se les pide a las mujeres que no usen ropa sensual y provocativa. La cita evidencia cómo el vestuario es la expresión de las mujeres en la sociedad colombiana de los años veinte, “connota el lugar que ocupan los sujetos en una cultura, si entendemos la cultura como la serie de aquellos códigos o sistemas de significación, entre los que se encuentra el vestido” (Rendón Domínguez 2004, 103). También en torno al vestido, el punto 10 del reglamento (del grupo Castidad) se ocupa de la moderación que deben tener Las Marías a la hora de vestir: […] conservamos la castidad con nuestro recato, y con la modestia de nuestro vestido, desconfiando de nosotras mismas para evitar todas las ocasiones y peligros, y confiando en la gracia de Dios que no nos ha de faltar […] (Londoño y Restrepo 1995, 34-35).

Estas citas muestran que ser recatada es la condición suficiente para conservar la castidad y que las condiciones necesarias de esa castidad son ser modestas a la hora de vestir; sin embargo, de esta acción (que es ejecutada por un ser humano) hay que desconfiar y solo dios puede iluminar a las mujeres que desconfíen de sus acciones. A través de los discursos de aquella época la castidad buscaba promover entre las mujeres una idea que se describe bien en la revista Civilización, cuando en la sección Temas femeninos a cargo de Doña Julia Amador de Castillo, se advierte que:

[…] el noviazgo es el enemigo del amor, porque estraga el corazón en juegos vanos, en disipaciones malsanas, y le imposibilita para la verdadera condición de la suerte. “Vírgenes, guardad cuidadosamente nuestro primer amor para vuestro primer marido.” Yo me permito cambiar un poco de fórmula, y os digo: “No tengáis novio nunca, hasta que estéis seguras de estar verdaderamente enamoradas y en cuanto estéis seguras de vuestro amor casaos con él (Martínez Sierra 1931, 27).

De nuevo, al igual que en el reglamento de Las Marías, la tarea recae sobre las mujeres. Ellas, al igual que cuando eligen el vestuario, deben velar por su virtud, buscar lo que les conviene y decidir el momento propicio, pero siempre en el marco de unas virtudes previamente definidas.

Esta exigencia de autocontrol se repite, aun cuando sus capacidades son desbordadas debido a su “imperfección” constitutiva. En el punto 18 (del grupo Piedad) se observa cómo la tarea vuelve a ser de las mujeres: “Si hemos de vencer nuestra debilidad, necesitamos del auxilio de Dios, que lo hemos de conseguir por la oración y por la frecuente recepción de los sacramentos” (Casas Fajardo 1995, 35). La piedad tiene una cara positiva, es decir, es una virtud activa de la ascética femenina. Ello debido a que las mujeres, gracias a esta virtud, pueden adquirir lo que les falta, pueden superar sus carencias, pero todo en el marco del catolicismo. Y si la piedad alberga una ambigüedad entre la incapacidad natural de las mujeres y las actividades que estas pueden llevar a cabo para alcanzar su naturaleza, mucho más presente está dicha ambigüedad en el caso de la mansedumbre y de la humildad. Sobre la primera, el punto 19 del reglamento de Las Marías dice:

[…] fomentar la mansedumbre de corazón que nos enseña Jesucristo, y que se manifiesta en la cortesanía, en esa bondad y dulzura tan contraria a la volubilidad de nuestro genio, y a ese mal humor más o menos acentuado que es tan común en el género humano […] Más moscas se casan con una gota de miel que con una vasija de vinagre (Casas Fajardo 1995, 36).

Mientras que en el punto 20, a propósito de la humildad, se afirma: “[…] Si nuestro corazón está enseñoreado por la vanidad y por la soberbia, cegamos, y nunca salimos de nuestra pequeñez y miseria; pero si hay en nosotras humildad, miraremos como un beneficio de Dios que nos adviertan nuestros defectos” (Casas Fajardo 1995, 36). Si bien es cierto que la palabra mansedumbre implica un grado de pasividad, no es menos cierto que en la cita se les pide a las mujeres fomentar una actitud que contradice no solo su “temperamento propio” si no la tendencia humana a la irascibilidad. La ascética femenina se confirma también desde el punto de vista de la mansedumbre, debido a que para ser mansa algo tienen que vencer las mujeres sobre sí mismas. Por su parte, en lo que se refiere a la humildad, y de nuevo en torno al tema de la apariencia física un texto publicado en el diario El amigo del pueblo del departamento del Huila el 17 de julio de 1932 dice:

Es fea cuando habla demasiado. Fea cuando ríe por ostentación. Más fea cuando se ocupa de asuntos políticos. Muchísimo más fea cuando se ocupa de criticar las vidas ajenas. Horrible cuando en la calle no observa la modestia que debe darle realce a su dignidad. Más horrible, cuando es presuntuosa y está creída que ella vale más que las demás. Espantable cuando descuida sus quehaceres domésticos para cuidar como de un ídolo, su belleza, sin acordarse de que la vida es un sueño y un apostolado (Cuando una mujer es fea 1932, 2).

Aquí la humildad les recuerda a las mujeres no descuidar sus tareas más propias (las que tienen que hacerse en el hogar) por ocuparse excesivamente de su belleza o, peor aún, asuntos que no le competen. Como lo dice el reglamento de Las Marías, la humildad consiste en saber escuchar lo que otros tienen que decir sobre la conducta propia. La ascética femenina les hablaba a mujeres sin distinción de clase social; las virtudes exigidas a las mujeres aparecen tanto en el reglamento de Las Marías como en las revistas de moda. Ese modo de ser mujer implicó, por un lado, que ellas tuvieran la fuerza para construirse por sí mismas bajo el ideal de mujer que se promovía, pero, por otro lado, dicho ideal no les daba más opciones que ser mujeres casadas.

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4.IV. Sobre el matrimonio

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Ser mujeres casadas. Hacia allí apuntaba la ascética femenina y, a pesar de que hay cierto grado de actividad de las mujeres para alcanzar el ideal propuesto, pues sin obtener la fuerza suficiente ellas no llegarían a tener control sobre su vida, todos los esfuerzos se limitaban a la búsqueda y conservación de un marido. En este punto coinciden incluso los intelectuales. En 1920 en los debates sobre “Los problemas de la raza en Colombia”,[23] se insistió en la necesidad del matrimonio femenino, no solamente como una cuestión relevante para cada mujer, sino ya como un problema social de amplio margen:

Quizás en un vicio educativo resida también nuestra poca nupcialidad. Acostumbrados como estamos a hacer de la mujer el blanco y el juguete de nuestros instintos sexuales, cada uno procura su perdición sin medir sus consecuencias. Sin ley ni instituciones de índole moral que la protejan, la mujer no tiene entre nosotros más defensa que su mismo hogar. Faltando éste, el medio ambiente que la rodea constituye un peligro (Muñoz Rojas 2011, 250).

El medio y estar sola constituían un riesgo, por eso las mujeres debían hacerse lo suficientemente fuertes para evitar sucumbir ante los peligros a los que se exponían fuera de casa. Peligros que menguaban con el matrimonio, institución que les brindaba un refugio y un respaldo. Pero ¿qué pasaba con aquellas que no podían casarse, que eran demasiado pobres para esperar por la llegada de un buen hombre, para mantenerse a sí mismas, para fortalecerse en las virtudes cristianas, para procurar mínimamente conservar su belleza? ¿No sería el medio demasiado hostil para ellas, no estarían condenadas por la precariedad de su vida, la escasez de sus recursos, la falta de educación? Esta pregunta ilumina el sentido al que apunta un proyecto como el de Las Marías y muestra que allí no solo se ayudaba a solucionar los problemas económicos en que se podían encontrar las mujeres más empobrecidas, ni solo se buscaba promover una actividad que le permitía a las mujeres acomodadas realizar labores del cuidado por fuera de su hogar.

No sería exagerado decir, aun cuando no aparece siquiera en el reglamento de Las Marías, que el matrimonio fue uno de los ejes de esta filial del Círculo de Obreros. Y esto no solamente desde el punto de vista de las beneficiarias del equipo de Campoamor, sino desde las Benefactoras mismas. Para estas últimas, parte de los resultados alcanzados se resumían en lograr que las personas empobrecidas que allí llegaban pudieran “salir del pecado”, y para ello ofrecían su ayuda como mediadoras:

Hace cinco años lo recordamos muy bien, llegaron al sitio de nuestro trabajo dos señoras; con mucho interés nos exhortaron a dejar la mala vida y nos ofrecieron ayudarnos con lo que fuera necesario para salvar nuestras almas y dignificarnos por medio del matrimonio […] Ahora estamos todos resueltos a seguir sus consejos, y queremos que ellas vuelvan a visitarnos…” (Casas Fajardo 1995, 53).

Las diversas acciones en torno a la beneficencia entendida como caridad que llevaban a cabo mujeres de la clase alta colombiana como María Casas (Mujer soltera, colaboradora de Campoamor desde el inicio de sus obras), es una muestra de cómo durante la década de los años veinte este tipo de mujeres alcanzaron un lugar importante en la sociedad: llegar a las casas de las personas empobrecidas a decirles cómo debían tratar la comida, educar a sus hijos, comportarse con sus parejas, etc.

La difusión de este modo de ser mujer lleva inserto, además, un discurso higienista que contribuyó a cambiar las costumbres de muchos de los obreros que llegaban a la capital colombiana. La asistencia que prestaban aquellas mujeres contribuyó a la construcción de “un mejor país” y no fue reconocida durante los debates en torno a la raza, ni en la literatura reciente. Como se ha podido verificar en las fuentes consultadas, cuando se habla de las visitas domiciliarias, se dice que fueron inicialmente coordinadas por algunos hombres laicos de la clase alta colombiana que hacían parte de la Sociedad de San Vicente de Paúl y por algunas de las Hermanas de la Caridad, y gradualmente, gracias a la intervención del padre Campoamor, esta actividad pasó a ser mayoritariamente de mujeres laicas acomodadas, al menos en lo que se refiere a Bogotá, y lentamente se fue extendiendo a otras ciudades del país. La apropiación de las labores de beneficencia por parte de mujeres como las Benefactoras hizo que el discurso divulgado por la Iglesia, al ser respaldado por el Estado produjera adhesión incondicional: la mujer en el hogar que extiende sus actividades de cuidado a la calle afianza un modo de ser mujer.[24] En suma, si la acción caritativa es el obrar de todo buen cristiano, en Colombia en los años veinte fue algo que les competía sobre todo a las mujeres, ellas debían ir a dar su caridad a los “desheredados de suerte”;[25] la caridad y el sacrificio estarían de la mano, más aún, constituía parte del modo de ser ejemplar que toda mujer debía procurar alcanzar, parte de la virtuosidad de las mujeres.

Como se dijo líneas atrás, las labores de beneficencia de las mujeres acomodadas las acercaron a un mundo ajeno a su propio hogar. También fueron —para personas de otras clases sociales— la posibilidad de conocer el mundo de aquellas mujeres y recibir una ayuda en muchas ocasiones beneficiosa. A la inversa, el contacto directo, regular y cotidiano con problemas de higiene y pobreza, les dio a las Benefactoras acceso a datos empíricos concretos que fueron la posibilidad de producir conocimiento; un conocimiento que, por lo que se sabe hasta ahora, o no fue utilizado en esferas distintas de la caridad, o si lo fue, las productoras de este saber han sido invisibilizadas; la acción de los hombres de la época no las contó. Lo que sí se sabe, no solo por el testimonio de María Casas, es que este saber de las mujeres alcanzó alguna difusión más allá del círculo de Campoamor: las mujeres de clase social alta dieron conferencias,[26] escribieron algunos manuales, publicaron artículos en la prensa nacional. Además de una ampliación del circuito del hogar, la beneficencia dio a las mujeres la oportunidad de acumular y sistematizar, así solo fuera incipientemente, un saber que, si bien se asociaba a su condición de cuidadora, no se limitaba ni a su familia en particular, ni a su vida privada en general.

Tanto por el nivel de publicidad que alcanzaron sus trabajos,[27] pero sobre todo por su labor regular en las actividades de caridad, las mujeres tuvieron un fuerte impacto en el proceso de “regularización”, de “homogenización”, de “modernización” si se quiere de buena parte de las familias colombianas urbanas: ellas introdujeron en muchos hogares, sin duda también en el suyo propio, prácticas higiénicas, de salubridad, incluso de vestuario, tema central para los intelectuales de la época.[28] El médico Jorge Bejarano en su conferencia dictada en el Teatro Municipal de Bogotá el 11 de septiembre de 1936 titulada “Influencia del vestido y del zapato en la personalidad y salud del individuo” afirmó que:

El obrero o la sirvienta que visten con decencia, está absolutamente demostrado que no vuelven a entrar a la chichería, porque ya ese vestido les da cierto nivel social y cierta personalidad bien distintas del medio que predomina en la taberna donde se expende el licor que ha perseguido por tanto tiempo a nuestras razas del altiplano (Bejarano 1936, 9).

Ni en los textos revisados de Bejarano ni de otros médicos e intelectuales de la época se reconoce la tarea desempeñada por las mujeres en la acumulación de información y la propagación de prácticas higiénicas en el hogar. A pesar de ello, todos coinciden en que esas prácticas son imprescindibles para el buen desarrollo de la sociedad colombiana, pero no mencionan, ni siquiera sugieren, que las mujeres desempeñen actividades en este campo.

Conclusiones

La falta de reconocimiento es, como su nombre lo indica, la omisión de algo que se hizo, pero no una ausencia de ello. Ya se sabe cómo, al menos en lo que se refiere a la caridad, mujeres como las Benefactoras no solo intervinieron sino que desempeñaron un papel central en la promoción de prácticas higiénicas modernas en espacios donde los hombres no tuvieron acceso. Esto les dio a las mujeres que practicaban la caridad acceso a información y a conocimientos que los hombres, si lo tuvieron, fue apenas desde la teoría y solo lo ejecutaron en debates públicos.

El conjunto de actividades prácticas e intelectuales que desempeñaron las Benefactoras a través de la caridad permite apreciar aspectos del modo en que su trabajo se ajustó a los principales objetivos de los políticos colombianos. Procurar cambios en el vestido, fomentar el matrimonio y las formas de trabajo femenino —de mujeres de clases desfavorecidas— que las alejaran de la prostitución, significaba contribuir en la construcción del tipo de ciudadanos que se querían para el país no solo en lo que se refiere a esas mujeres, sino en tanto ellas se convertirían en las madres y esposas, es decir, en las productoras y cuidadoras de otros tantos ciudadanos.

En la mayoría de los artículos escritos por y para las mujeres en los diarios de circulación nacional, en el discurso católico y en el reglamento de Las Marías del periodo estudiado, hay una similitud en la difusión del discurso, es decir que, aunque la ascesis femenina les exigía a las mujeres llevar un trabajo sobre sí mismas para hacerse buenas cristianas, buenas esposas, buenas seguidoras de dios y promotoras de la caridad cristiana, en el matrimonio se jugaba la formación de las mujeres.

Allí ellas lograban refugiarse de los peligros del mundo exterior, pero no por ello perdían las exigencias de la ascética de la feminidad. En el caso de Las Marías tampoco parecía posible vivir por fuera del matrimonio, o se casaban con un obrero, o se casaban con dios. En este último caso Las Marías dedicaban su vida entera a hacer obras de caridad y a trabajar en pro de las fundaciones, su vida era una especie de vida semiconventual: “Religiosas sin hábito y sin votos” (Casas Fajardo 1995, 80). En el primer caso, la vida estaba en función de la familia. Respecto de la ascética femenina la única diferencia entre estas mujeres consiste en que las de la clase social alta no se ven ante la disyuntiva de Las Marías: estando casadas podían extender su labor caritativa a las personas empobrecidas. En cualquier caso, Marías y Benefactoras estaban obligadas a actuar dentro de los parámetros de la Iglesia católica.

Los discursos cultivaron y difundieron cómo ser cuidadora-madre-virtuosa, un modelo que se caracterizó por ir más allá de las clases sociales y se construyó sobre la base de un estereotipo de mujer tradicional. La prensa respondió a esos intereses con páginas de servicios que cubrían desde la alimentación y la moda, hasta la belleza y la decoración del hogar. Y esa construcción y difusión fue también la posibilidad de acción de algunas de las mujeres de la clase social alta en Colombia durante los años veinte. Aquellas actividades aprendidas en el hogar que las definieron, les posibilitaron ampliar su territorio de acción hasta el espacio público, dónde se convirtieron en agentes activos de la transformación y la modernización de la vida familiar en Colombia. Aunque se naturalizó al hogar como el lugar de las mujeres, a pesar de las exigencias de la ascética femenina, a pesar de que no se les consideró completas sino a través del matrimonio, hubo mujeres como las Benefactoras que, gracias a la aceptación pasiva de su condición femenina, pudieron no solo diseminar este modo de ser mujer en mujeres obreras, sino ampliar su rango de acción más allá del hogar y se convirtieron tanto en productoras de conocimiento como en agentes del cambio social.

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  1. Para combatir la extensión de las vicisitudes políticas y para procurar “el bienestar material de la clase obrera” se crea en Colombia la Acción Católica en 1913 (Colombia, 1913, pág. 3).

  2. (XIII, XIII, Encíclica Rerum Novarum sobre la situación de los obreros 1891)

  3. José María Álvarez Campoamor (1875-1946).

  4. “Esta división de la fuerza obrera, claramente visible hacia la década de 1910, coincidió con la sustitución gradual de los artesanos como líderes del movimiento laboral colombiano por obreros ligados a la producción industrial, los sistemas de transporte y la producción de Café” (Sowel 2006, 17).

  5. En 1910 el Papa Pío X envió una carta a los “VENERABLES HERMANOS Bernardo, arzobispo de Bogotá, y a sus Sufragáneos; diciendo que: “Al implantar entre vosotros […] la acción católica social, os hacéis, Venerables Hermanos, patronos de una causa insigne, a saber, la causa de aquellos a quienes oprime la adversa fortuna y de quienes, por divino consejo, estáis constituidos en padres y ayudadores (Fernández, 1915, pág. VIII).

  6. “Orden religiosa francesa dedicada a servir a la comunidad, especialmente a los pobres” (Castro C, 1990, pág. 78).

  7. “La filantropía es una palabra poco utilizada entre nosotros, en ese período, por lo menos, y que aparece realmente en contadas ocasiones en los escritos sobre la atención a la población “desvalida”, a diferencia de caridad, palabra que es mencionada de manera permanente. Es notable también que el concepto de caridad no haya recibido nunca adjetivos peyorativos, y que más bien siempre recibiera valoraciones positivas y fuera una acción recomendada, digna de gentes socialmente respetables preocupadas por el bien de sus semejantes” (Castro, 2007, pág. 161).

  8. La lista completa de las Benefactoras puede encontrarse en el libro Diez historias de vida “Las Marías” (Londoño y Restrepo 1995, 14).

  9. “[…] de parte del mundo femenino, apareció una mujer, como la describe el libro de los Proverbios, cuyo nombre quedará indeleblemente unido al Círculo de obreros, la señorita María Teresa Vargas y con ella otras nobles damas” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 35).

  10. En el catolicismo en Latinoamérica las mujeres han estado siempre presentes, mujeres blancas, indígenas, negras esclavizadas, mulatas o mestizas. Aunque diferenciadas no solo por su raza sino por su clase social, todas tuvieron algo el común: estaban bajo el dominio de los varones. Sin embargo, desde aquel lugar fueron agentes de difusión de la doctrina católica, recibieron el discurso, lo transformaron y lo difundieron (Bidegaín, 2009, pág. 11).

  11. Las actividades vinculadas con el arreglo de la ropa, cuidar de la familia —hijos, ancianos— de la casa, preparación de alimentos todo dentro del ámbito privado. Según el discurso que operaba en la época estas actividades eran propias de las mujeres.

  12. Desde el siglo XVI las monjas de los conventos en Colombia tenían organizada una economía importante y compleja (De Zuleta 1996, 436).

  13. “[…] la Caja de ahorros del Círculo de Obreros, se había iniciado en forma de ensayo un poco antes. La señorita María Teresa Vargas, en meses anteriores hacía esta prueba, recibiendo las cuotas del ahorro a las sirvientas los domingos y a las señoras los lunes, y llevaba la contabilidad. Este dinero ingresó como cuota inicial a la Caja el día de la fundación” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 51).

  14. “El ingreso de la mujer a la Universidad Nacional” artículo del periódico El Tiempo 2 de dic/1927 el nuevo ministro de Instrucción y Salubridad Públicas José Vicente Huertas entregó al Congreso el memorial que algunas señoritas le enviaron solicitando una “reforma en el sentido de permitir el ingreso de la mujer en los establecimientos oficiales de enseñanza secundaria y profesional”.

  15. Publicación quincenal barranquillera.

  16. Patricia Londoño en “Publicaciones periódicas dirigidas a la mujer en Colombia 1858-1930 muestra que desde finales del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX los periódicos para las mujeres tenían entre sus finalidades educar y generar entretención a las damas de las clases altas colombinas con artículos y textos literarios de autores extranjeros y nacionales (Londoño P. , 1995, pág. 9).

  17. En El Espectador en el artículo “La pavorosa situación de los obreros bogotanos” apartado “Once pesos por metro cúbico de aire” aparece cuánto paga un obrero por una habitación en Bogotá: “[…] tenemos que el promedio del cubaje por persona en el Paseo Bolívar es de 3-9 mc; el de número de personas por habitación de 6, y el precio del arriendo por metro cúbico, de $0,11; en las Cruces son de 8,18 mc, 5 y $0,72 […]” (Dussán Canais 1922, 1).

  18. “Y la prensa ¿por qué no habría de ejercer su influencia poderosa en la cristiana educación de los obreros? El periódico breve, la hoja volante, los pequeños folletos deberían producirse sin intermisión y difundirse sin tregua en los hogares, talleres, gremios, escuelas, congregaciones, etc.” (Restrepo Mejía 1914, XXIV).

  19. Llamo matriz —núcleo— transclasista al discurso mariano que decía que las mujeres debían ser cuidadoras-madres-virtuosas y que llegó a las mujeres colombianas independientemente de su clase social, creo hábitos y valores específicos con el fin de afianzar la idea de que solo se podía ser mujer si se era madre cuidadora de los suyos.

  20. Objetivo y presentación de la filial (puntos 1-3), Pobreza (4-9), Castidad (10-13), Obediencia (14-17), Piedad (18), Mansedumbre (19), Humildad (20), Gobierno (21).

  21. Revista Civilización: ideas y cultura: —Temas femeninos (Barranquilla-Colombia), Letras y Encajes —La Moda—. Revista femenina al servicio de la cultura (Medellín), Argos: la revista del hogar —Página femenina (Bucaramanga), Hogar: suplemento dominical del Espectador (Bogotá), Letras, pedagogía, ciencia, literatura y arte (Sincelejo), Letras: literatura, crítica, buen humor —Página femenina (Barranquilla), Familia cristiana —Lecturas del Hogar (Medellín) Máscaras (Bogotá), La nación (Barranquilla y Bogotá), Mundo al día —La moda al día (Bogotá), La Prensa (Barranquilla), Cromos —Elegancias (Bogotá), Femeninas (Pereira), Colombia la revista de las damas (Bogotá), Revista Femenina. Órgano de la sociedad de damas de la buena prensa —mensual— (Bucaramanga), El amigo del pueblo (Íquira-Huila), Semanario el Carmen (Ibagué-Tolima), Ideales órgano de interés y literatura (Antioquia), Colombia deportiva (Medellín), Obrero católico semanario de Acción social —Femeninas(Medellín), El Colombiano diario de la mañana —Elegancias (Antioquia), Revista Bogotá (Bogotá), Revista Universidad (Bogotá), Revista Sábado (Medellín).

  22. “[…] toda mujer que desee ir bien vestida debe poner cuidado en la elección de los adornos y en el corte de sus vestidos […]” (Conchita 1931, 768).

  23. El 12 de octubre de 1920, en el marco de la entonces llamada Fiesta de la Raza, salió a la luz un volumen bajo el título de Los problemas de la raza en Colombia. El libro compilaba una serie de conferencias dictadas por intelectuales y médicos colombianos. Las conferencias habían sido organizadas por la Asamblea de Estudiantes, con el fin de someter a discusión la tesis del doctor Miguel Jiménez López, según la cual la población colombiana atravesaba un proceso de ‘degeneración’ a causa de la influencia negativa del medio ambiente en la zona tropical y de los ‘vicios’ o deterioro biológico heredado de los ancestros (Muñoz Rojas, 2011, pág. 11).

  24. En el departamento de Antioquia entre 1910 y1930 se fundaron 109 fundaciones de beneficencia con apoyo de la Iglesia católica (Arango de Restrepo 2004). En Barranquilla estaba La gota de leche. Estas fundaciones en su mayoría tenían el apoyo de mujeres laicas acomodadas.

  25. “No basta para socorrer a los pobres enseñarles el catecismo y darles la limosna material. Es preciso ponerse en comunicación con ellos, tratarlos con cariño, inspirarles confianza, que vean en los de arriba un verdadero cariño de hermanos, un sincero deseo de trabajar por elevar el nivel moral e intelectual en que se encuentran, para redimirlos de la miseria y de la degradación” (Casas Fajardo 1995, 50).

  26. En el IV Congreso Internacional femenino celebrado en Bogotá “las delegadas Susana (Antioquia) y Virginia Camacho Moya (Boyacá) creían que la mujer tenía la responsabilidad de participar en las campañas en favor de la higiene social y del progreso nacional” (Camacho 1931).

  27. “El Savoir-vivre o código del buen tono extractado de los más autorizados maestros y adaptado a nuestro país con reglas y observaciones originales por una dama colombiana apareció en 1913. Su autora, anónima, retomó usos y maneras de la hidalguía española, […] un vademécum del hombre de mundo, de la gran señora, de la muchacha casadera, de la madre de familia, del joven que entra en sociedad, del rico, del pobre […] Es una guía de cómo comportarse para ambos sexos, que cubre niñez, primera comunión, boda, saludos, recibos, bailes” (Londoño Vega 2017).

  28. “Sin tener en cuenta la repugnancia natural, se encargaron voluntariamente del aseo personal de los niños, llevando a cabo ellas mismas esta difícil tarea…Distribuían los vestiditos de baño y las toallas necesarias; luego empezaba la lucha, […]” (Casas Fajardo 1995, 48-55).


    Giovana Suárez Ortiz nacida en Armenia- Quindío (Colombia) Doctora en Filosofía -Universidad de Leipzig-Alemania. Mis áreas de interés son la presencia de las feminidades en el campo del saber, los feminismos contemporáneos, la filosofía feminista de la diferencia, la Violencia contra las mujeres por razones de género VcM, la filosofía del lenguaje y la filosofía política en sus relaciones con los estudios de género. Es directora de los programas de Filosofía de la Universidad San Buenaventura sede Bogotá Colombia.

Presentación del Dossier. Mujeres: subjetividades liminales

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Mujeres: subjetividades liminales

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Dra. Norma Luz González, Dra. Mónica Torres Torija, Dra. Joyzukey Armendáriz.

Universidad Autónoma de Chihuahua.

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Para abordar el resultado del riquísimo encuentro entre diversas autoras en esta edición, proponemos situarnos primero en el entendimiento del concepto de mujeres, propuesto por Marcela Lagarde, que las define a partir de su condición, o situación, y subjetividad; siendo la condición de la mujer (“mujer” en singular y como concepto abstracto) un fenómeno histórico, es decir: un conjunto de características que definen el lugar que las mujeres ocupan en las relaciones económicas y sociales (2011)

La condición de las mujeres ha sido trazada por una historia de apropiación de sus cuerpos (Federici, 201) por lo que deseamos cuestionar esas formas de opresión y la reproducción de éstas que, a veces, llevamos a cabo las mismas mujeres, como expone en la presente edición Edith Ibarra Araujo que analiza el texto dramático de Concepción Sada en El tercer personaje: la imposibilidad de la mujer de situarse en un lugar diferente.

También debemos entender a las mujeres de acuerdo a sus condiciones reales de vida: la sociedad en que nace, vive y muere cada una; las relaciones de producción- reproducción y con ello la clase; los niveles de vida y el acceso a los bienes materiales y simbólicos; la lengua, la religión, los conocimientos, el grupo de edad, y la relaciones con otras mujeres, con los hombres y con el poder. Todas estas circunstancias históricas particulares son conceptualizadas como La situación de las mujeres (Lagarde, 2011)

Sabemos que las relaciones de las mujeres con los hombres se encuentran permeadas con frecuencia por una violencia estructural tal como lo aborda Lizeth Rodríguez Zambrano en su trabajo El cine contemporáneo como representación de una realidad violenta en las zonas serranas del Norte de México. Una aproximación a la película Noche de fuego de Tatiana Huezo” en el que propone una aproximación crítica hacia las formas en que se representa la violencia en el cine mexicano contemporáneo.

Inicialmente Lizeth menciona poco a las mujeres y a las niñas, pero después las presenta claramente como seres vulnerables, en constante peligro, como madres angustiadas debido al narcotráfico y es así como nos lleva de la mano de Tatina Huezo a revisar desde una perspectiva femenina lo caótico y cruel que es el mundo patriarcal donde los mismo varones son vulnerados en este sistema jerárquico donde la variable de la clase social hace que algunos de ellos emigren y las mujeres queden aún más desprotegidas.

Las mujeres, de una forma distinta que los hombres, experimentan la migración como un proceso de desterritorialización donde sus cuerpos se convierten en el reflejo de este proceso. Dicha reflexión nos lleva al trabajo de Michelle Monter Arauz “Transgresiones y transformaciones: identidad, cuerpo y memoria en la narrativa de Adriana García Roel, Irma Sabina Sepúlveda y Sofía Segovia” en donde analiza la narrativa de tres autoras del noreste de México, a través de las categorías de identidad, cuerpo y memoria. Las personajas principales de las obras elegidas experimentan la violencia y la migración como dinámicas que las movilizan a transgredir y transformar el territorio que habitan.

  No todas las mujeres experimentan los mismos procesos, pues de acuerdo a Haraway el género se representa en una persona en tanto que ésta es perteneciente a una clase; sin olvidar por otro lado, que el género es la contestación de la naturalización de la diferencia sexual en múltiples terrenos de lucha, por ello la teoría más adecuada del género “requiere de historiar las categorías del sexo, carne, cuerpo, biología, raza y naturaleza” (Haraway, 1991: 221 y 38).

Vemos que desde estas particularidades las mujeres luchan, y tratan de mejorar sus condiciones de vida, reflexionan y buscan otras formas de supervivencia que las lleve a una vida más digna, tratando de deconstruir este mundo violento. Es así como Julia Isabel Eissa Osorio nos presenta su trabajo Valeria Luiselli en Los niños perdidos o una reflexión sobre la “responsabilidad compartida en materia migratoria, y plantea como en las últimas décadas, los procesos migratorios se han agravado debido a diversas problemáticas a nivel mundial como la violencia, la falta de empleo y las diferencias socio-culturales.

Con el tema de la violencia como común denominador, Galicia García Plancarte escribe “Miradas femeninas y masculinas: representación y significación de la violencia a través de Aquello que nos resta acerca de una obra de Liliana Pedroza, cuyas temáticas principales son la soledad, el desamparo y la violencia. Y ante estas estas circunstancias nos preguntamos ¿por qué parece el mundo un lugar tan sinsentido para las mujeres? Tal vez porque ha sido trazado por un sistema patriarcal que es definido como aquel en el que se establecen relaciones de desigualdad entre varones y mujeres, que legitima y reproduce un supremacismo de género masculino que, a la vez es, racista y clasista (Crenshaw, 1995, cit. en López Guerreo, 2012: 10).

¿Qué podemos hacer las mujeres ante un sistema opresivo que es sexista y racista? Nuestra propia revolución a través del movimiento feminista, que es además un conjunto de teorías y metodologías que pretende construir un mundo igualitario en que las mujeres sean, seamos, reconocidas como humanas, y que nuestros cuerpos dejen de ser apropiado y construidos por un “conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” acuñado como Sistema Sexo/Género por Gayle Rubin (1986).

Conociendo estos antecedentes, Susana Idalia Jáquez Pérez, en su trabajo “Feminismo y libertad de acción en los personajes femeninos de La miel derramada” analiza a los personajes femeninos de José Agustín, y parte de la relación entre el feminismo, libertad y sexualidad.

No hay uno solo feminismo, sino muchos, en función de nuestra experiencia entre la opresión, explicada por el concepto de interseccionalidad. La interseccionalidad es el cruce de variables sexuales, raciales, económicas y culturales que muchas veces se enfrentan: volviendo más complejas las diferencias y desigualdades (Kimberlé Crenshaw, 1989. cit. en Romero, 2010: 17). Sin perder de vista esta interseccionalidad Jahel López Guerrero, y sus colaboradoras, en su trabajo “Contribuciones de la Categoría de Derecho Sentido al Estudio de la Relación entre Mujeres Indígenas Jóvenes y Espacio Público Urbano”, reflexionan sobre la categoría de derecho sentido, propuesta por Teresa del Valle para abordar la ciudadanía de las mujeres indígenas y su relación con el espacio público urbano.

También bajo el concepto de interseccionalidad, Rosa María Burrola Encinas, en su trabajo “El género femenino como síntoma epistolar en Gertrudis Gómez de Avellaneda”, se centra en el carácter ambiguo, inestable e insumiso que presenta el discurso femenino en su correspondencia. Nos enfrentamos entonces a una forma única de experimentar la realidad derivada de un conjunto de variables que al interseccional producen también la posibilidad de reaccionar de una forma única a situaciones y condiciones de opresión, esto desde la subjetividad.

La subjetividad de las mujeres es entendida como la especificidad de cada mujer que se desprende tanto de las formas de ser y de estar en el mundo y aprenderlo: consciente e inconscientemente. “Se organiza en torno a la forma de percibir, sentir, racionalizar y accionar sobre la realidad” (Lagarde, 2011: 13); sin olvidar, como argumenta Michelle Rosaldo, que “el lugar de la mujer en la vida social humana no es de forma directa producto de las cosas que hace sino del significado que adquieren sus actividades a través de interacciones sociales concretas” (1980: 400).

La subjetividad es abordada también por Dalina Flores Hilerio que en su trabajo “Literatura infantil escrita por mujeres: una mirada más allá del cuerpo” reflexiona acerca de la importancia del trabajo de algunas escritoras mexicanas al reconocer los proceso emocionales que deben ser tomados en cuenta para abordar fenómenos sociales y cuestionar nuestra realidad.

Por otro lado, Daniela Ornelas en su texto “Mujeres sosteniendo el paso migrante en México en tres materiales audiovisuales mexicanos: Sin señas particulares de Fernanda Valadéz, Te nombré en el silencio de José María Espinoza, y María en tierra de nadie de Marcela Zamora”, va más allá de la subjetividad al identifica también liminalidad como estrategias de resistencia ante el necropoder, lo que a nosotres nos recuerda los postulados de Susan Deeds (2002) respecto a que las mujeres de varias etnias y clases sociales pueden desafiar el orden patriarcal invirtiendo las jerarquías de sexo, al ocupar espacios liminales (Deeds, 2002: 30)

Entendemos pues la liminalidad como una ruptura irremediable de fronteras que, aunque se encuentra plagada de ambigüedad resulta para muchas mujeres una estrategia de sobrevivencia. Esto nos lleva al trabajo de Natalie Navallez Yáñez “Las fronteras difusas entre los espacios simbólicos en La cresta de Ilión (2002), de Cristina Rivera Garza” que invita a repensar las fronteras existentes entre el mundo real y el mundo ficcional. En este sentido, es posible hablar de la coexistencia de un espacio real y uno posible, así como del momento de su yuxtaposición: la ficcionalización del encuentro de dos escritoras dentro de un espacio simbólico. Es así como este texto se centra en el espacio simbólico, la ficción y realidad, de la frontera de género.

Existe entonces una infinidad de estrategias que son llevadas a cabo por las mujeres para resistir a las relaciones opresivas fortaleciendo sus agencias a través del liderazgo o la infusión de esperanza, o de la subversión de los roles establecidos según sus géneros. Estas dinámicas son visibles en el trabajo “El sustento femenino en la Épica Fantástica de Tolkien” de Joyzukey Armendáriz Hernández y Norma Luz González Rodríguez.

En el mismo sentido de la subversión oculta en la docilidad, el trabajo “La beneficencia social en la construcción de la feminidad colombiana 1919-1934” de Giovana Suárez Ortiz nos muestra el modo en que en se les asignó a las mujeres el espacio privado como único lugar de acción posible, el cual fue aprovechado para darle un sentido propio y resistir desde él.

Dejamos, a consideración de quien lee, reconocer las experiencias propias en este entramado de subjetividades femeninas que proponen otro mundo posible, donde los cuerpos y los territorios sean reconocidos y respetados, aunque para ello haya que transgredir las fronteras que han sido trazadas desde la violencia.

  

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Bibliografía

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Deeds, Susan. 2002. “Brujería, género e inquisición en Nueva Vizcaya” Desacatos núm. 10 otoño-invierno. Pp. 30-47.

Federici, Silvia2010. Calibán y la bruja.Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva. Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza (Trad.). Historia 9 Traficantes de Sueños.

Haraway, Donna. 1991. Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.

Lagarde, Marcela.2011 (5ta. Edición). Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monja, putas, presas y locas. México: Universidad Autónoma de México.

López Guerrero, Jahel. 2012. Mujeres indígenas en la zona metropolitana del Valle de México: experiencia juvenil en un contexto de migración. Tesis de doctorado no publicada. Universidad Nacional Autónoma de México.

Rosaldo, Michelle Zimbalist1980, “The use and Abuse of Anthropology: Refections on Feminism and Crossing Cultural understanding”. Signs, vol. 5, núm. 3. Pp. 389-417. Chicago: University of Chicago Press.

Rubin, Gayle. 1986. “El tráfico de mujeres: Notas sobre la ‘economía política’ del sexo”. Revista Nueva Antropología, noviembre, año/vol. VIII, núm. 030. Pp. 95-145.

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