ISSN 2692-3912

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Homesick

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La limpieza es la profesión de los latinos —contesté, cuando me preguntaron por qué limpiaba ventanas para vivir.

            Siempre pensé que los espejos de alguna manera estaban relacionados con las ventanas, si no eran sus hermanos ricos, al menos eran sus parientes lejanos, y si me dejaban los propietarios: los limpiaba con esmero, aunque no fuera parte de mi trabajo. Les pasaba un paño húmedo y luego los secaba con papel periódico hasta dejarlos relucientes. Sin rastro de polvo o huella dactilar.

            Fue justamente cuando limpiaba los espejos de la sala, cuando vi a la señora Sherwood despojarse de la bata que llevaba puesta. Vi su reflejo en el cristal y fue como si estuviera a unos centímetros de mí. Tenía una figura bonita, que preservaba las proporciones de su juventud.

            Pude comprobar que el tiempo no pasa en vano. Que la firmeza de sus carnes ya no eran las de aquellos tiempos, los de su juventud. Era más bien un cuerpo de muslos flácidos, alicaídos.

            Ese día, la señora Sherwood caminó lentamente, pero con pasos firmes hacía mí. Metió sus brazos largos y huesudos entre mis sobacos y apretándome contra ella, me dijo al oído que le hiciera un favor. Fue un susurro suave, como quien apaga una vela de cumpleaños con delicadeza.

            Me quedé sentado en el sillón, como una piedra petrificada.

            —Móntame—dijo, mientras me quitaba la camiseta con esos dedos que, por unos instantes, me parecieron tenazas de metal, frías y afiladas.

            Tenía el cabello rubio y corto, y el rostro que sólo tienen las mujeres de clase alta. Un rostro soberbio como el caballo árabe. Unas cuantas pecas invalidaban su nariz respingada.

            Me apenó verme más bajo de estatura que ella. Los colombianos no nos distinguimos por ser personas altas. Estando muy cerca a ella, me sentí como un perro chihuahua a lado de un gran danés, bien cuidado y perfumado.

            No entiendo porqué accedí a sus peticiones, quizás porque en este país, siempre he estado obligado a obedecer. Tal vez porque mi cuerpo reaccionó a la provocación de su desnudez. A esa belleza madura, casi maternal.

            Me tomó de la mano y me condujo, como a un ciego al que hay que guiar, hacía el centro de la sala. Colocó una toalla sobre el sofá. Un sofá que sobresalía, como una reina de belleza, en ese departamento blanco de decorado minimalista y paredes impolutas.

            Enfocó una cámara de video hacia la toalla y con un movimiento elegante se puso a gatas con el rostro gacho. Enseguida, abrió su sexo y me incitó a entrar a su templo. Yo había estado parado atrás de ella, esperando ese dulce mandato.

            Mientras ambos forcejeábamos, buscando un ritmo, sincronizando nuestros cuerpos como nadadores olímpicos, capitaneando ese barco hacía el placer inminente, ella dijo.

            —No creo que sea hombre suficiente para darme placer —.

            Me desconcertó. No supe qué responder. Pensé que se dirigía a mí y me reclamaba mi hombría, después me di cuenta de que le hablaba a la cámara de video.

            —Este cuerpo no es para ti —continuó diciendo. —Lo único que te queda Phillip es masturbarte, qué pena, cuánto lo siento, mate.

            Cuánto lo siento, Phillip, con lo bacano que es estar adentro de la señora Sherwood —pensé por un instante —.  Sin embargo, las palabras que ella iba soltado como cuchillos afilados contra el pobre Philip, mi libido disminuyó.

            —Imagina si fueras tú, Philip, pero no creo que puedas, eres demasiado cobarde para esto. Too bad, —dijo esto último entre gemidos de gusto, retorciéndose.

            En algún momento pensé estar teniendo sexo con dos personas. Como si el cuerpo y la persona que le hablaba a la videograbadora fueran completamente distintas, pero repentinamente, nuestros cuerpos alcanzaron el clímax, y ella quedó tendida en la toalla por unos segundos.

            Su piel blanca había enrojecido por los movimientos o por las secreciones liberadas en su interior. Me miró con unos ojos verdes que se entrecerraban como quien lucha por no quedarse dormido, después se levantó y apretó un botón de la videograbadora y dijo: —Gracias, Santiago—, con voz cansada, a lo que yo contesté con una sonrisa boba mientras pensaba en Rosa, mi enamorada.

 

            Cuando me vestía, durante un lapso, observé a través de las ventanas panorámicas del piso: La silueta de la catedral de Saint Paul. Destacaba, entre las edificaciones antiguas del barrio. En el cielo una bandada de pájaros migraba al poniente y en el piso, ese cuerpo que había gastado horas en sesiones de yoga, que se había alimentado con frutas y vegetales orgánicos, permanecía inerte.

            Esa misma noche recibí una llamada de Jairo, quien había sabido aprovecharse de inmigrantes ilegales en mi situación, de los sueldos bajos que ofrecía a personas que no estaba en condición de rechazarla y de la necesidad de la gente rica de tener ventanas limpias.

            Había sido él, Jairo, el que me reclutó en su empresa. Me ofreció el trabajo de cleaner, lo dijo así cleaner. En inglés. El trabajo resultaba hasta glamoroso, sonaba bonito, y uno se imaginaba hasta con oficina.

            Jairo venía de un pueblo muy cerca al mío, pero a diferencia mía, él tenía un buen olfato para el dinero y una capacidad enorme para venderte el trabajo de limpia-ventanas como un oficio sofisticado.

            —Le están buscando compadre, en que lío se ha metido usted —me dijo.

            Jairo podía ser un avaro, pero era un buen amigo. Él sabía mi situación. Yo le había contado como llegué a Londres, mucho tiempo atrás.

            Cómo un comerciante madrileño me escondió en su camión de tomates por 200 euros. Jairo bromeaba sobre ello, decía que abriría una agencia de viajes y ofrecería ‘Madrid to London via Harwich in a tomato lorry.’

            Con la misma franqueza, pero con mucha más vergüenza, le conté con detalle lo que había pasado con la señora Sherwood por la mañana. Él pidió que se lo contara detalle a detalle, pude ver en sus ojos la excitación mientras relataba lo sucedido.

            Según Jairo, el señor Phillip Sherwood era un hombre cruel y ocupaba un altísimo cargo en la Metropolitan Police de Londres. Me advirtió que le había dado mi dirección y que no me sorprendiera si me tocaban la puerta para agarrarme a golpes. Se disculpó por haberme delatado, dijo algo confuso, un murmullo que no capté, y después que tenía que entenderlo. Que él tenía mucho que perder, que él ya estaba establecido en el sistema por varios años, en cambio yo era una piedra sin rumbo. Que siempre habría un camión al cual subirme.

            —Será mejor que no me contactes por un tiempo —dijo finalmente y colgó la llamada.

            Rosa siempre llegaba a casa a las nueve, después de sus clases de inglés en el instituto. Había nacido en Caldas, en la zona cafetalera, muy cerca de Risaralda. Cada vez que cierro los ojos y pienso en ella, la veo tomando batidos. No, no es que sea fisicoculturista, simplemente quiere adelgazar y al parecer esos polvos blancos con olor a vainilla ayudan a quemar la grasa del cuerpo.

            Esa noche, mientras ella preparaba la cena, me entró una ansiedad horrible. No sabía cómo contarle el lío en que me he había metido. Ella rallaba un pedacito de queso parmesano para acompañar los espaguetis y yo presentía que en cualquier momento se iba a rallar la mano. Cada vez que la miraba me entraba una vaga tristeza de golpe, esa misma tristeza que se tiene cuando se está a punto de destruir lo que más se quiere. El vapor de la comida había empeñado los vidrios de la ventana, y la humedad en el ambiente me había producido cierto sopor.

            De pronto no puede más, el secreto salió por mi boca como un vómito que ennegreció nuestra pequeña pieza. No recuerdo de qué forma le conté la historia o de donde saqué el valor, sólo sé que hablé sin parar como quien se deshace de palabras que no son gratas en la boca.

            —No puedes andar jalando con tus patrones, dijo colérica.

            Cuando la comida estuvo lista ella había perdido el apetito y dejó su plato en la mesa.  Yo comí de mala gana, los espaguetis tenían un sabor distinto como a jebe, a soledad y harina.

            Llevamos viviendo casi un año juntos y es la primera vez que veo su rostro y veo a otra persona, veo su rostro y siento que no le pertenece, en todo caso, es un rostro que le pertenece a toda la humanidad entristecida.

            Una vez en la cama, observo pasar los minutos en el reloj despertador. Quiero dormir, pero no puedo, mi cabeza no para de dar vueltas, de pronto, siento que Rosa llora en silencio, pero la noche es muy fría como para obligarla a callar, tampoco tengo las palabras adecuadas para consolarla.

**

A la mañana siguiente, nos despiertan seis golpes en la puerta. Son seis, no dos ni tres. Seis es un número que detesto. Suenan como trompetas del Apocalipsis, como un anuncio siniestro.

   Han dado conmigo es lo primero que pienso, le hago unas señas a Rosa y ella las entiende de mala gana. Me levanto apresurado y me escondo en el armario que está empotrado en la pared. Desde ahí, escucho que alguien dice: ¿dónde está Santiago?, —con una voz autoritaria y agresiva.

   Rosa responde que no sabe, titubea, dice algo como: no ha venido a dormir, jefe. Se filtra la radio del departamento de enfrente y casi se me hace imposible distinguir lo que están hablando. Después de unos minutos, Rosa cierra la puerta. Se acerca al armario y susurra: ya puedes salir, condenao.

            Salgo sigilosamente, me acerco a la ventana y abro una rendija de la persiana. Abajo veo a dos personas, uno blanco y maduro que supongo es Mister Sherwood, y el otro es un hombre negro, bajo y relleno. Se ha dejado una barba para compensar la ausencia de cabello. Ambos conversan, no sé si sobre mí o sobre el tiempo, parece una conversación casual, luego suben a un auto negro y parten.

El cielo de Londres es un remolino de nubes grises.

Esa tarde llamo a Jairo y pregunto por trabajo.

—No tengo plata — le digo.

Jairo se niega a darme trabajo.

—Tiene que desaparecer por un tiempo —me sugiere, luego con voz más calmada dice, —haré unas llamadas y veré como puedo salvarle el pellejo compadre. Vuelve a colgarme.

            Paso toda la tarde viendo televisión con el volumen bajo y las persianas cerradas. Las imágenes pasan enfrente de mi vista, por unos momentos me pierdo y no logro captar el significado de lo que veo. Mi mente está en otra parte y no hay manera de traerla a ver la televisión. Aparece la mujer que narra noticias en la bebece, las noticias son verdaderamente terribles. Pienso que no hay nada peor que mi situación actual.

            Tomo café instantáneo de cuando en cuando para mantenerme a la temperatura correcta, con Rosa hemos quedado en no usar la calefacción durante el día para mantener nuestra cuenta del gas al mínimo, esta ciudad es carísima, así que todo penique bien ahorrado es una bendición. Me enrosco una bufanda al cuello y vuelvo a sentarme en el sillón ajado.

            Cuando pienso que Jairo se ha olvidado de mí, me llama. En el timbre de mi móvil suena una sonata de Bach, aunque en realidad tenga el mismo tono desganado de todos los Nokia.

—Hay trabajo compadre —me dice con voz alegre. Me explica que debo viajar a Liverpool, su prima administra una empresa de limpieza allá y le ha salido un contrato para limpiar las ventanas de varios condominios.

—Pasa por tu ticket de tren a las seis  —me ordena, esta vez se despide antes de colgar.

***

Aquella noche, en el tren, con rumbo a Liverpool, celebraba mi éxito. Pensaba que estaba un paso más adelante que Mister Sherwood, sin tener la menor sospecha de que lo único que estaba haciendo era escapar o mejor dicho alargar mi tragedia.

            Al día siguiente Mister Sherwood había vuelto a visitar mi pobre refugio.

            Rosa volvió a negarme, pero esta vez entraron a la habitación y me buscaron debajo de la cama, en el armario y el baño.

—Es mejor que empieces a hablar —la amenazaron.

—Santiago me ha abandonado, ha tomado su mochila y se ha largado —contestó Rosa.

—La primera respuesta es siempre una mentira —dijo el hombre negro.

            Después de varios minutos de bravata, Mr. Sherwood dijo que regresaría en unos días y que esperaba encontrar una dirección con mi paradero para entonces.

            Rosa me contó todo esto con voz preocupada.

—Esto se está complicando demasiado Santiago —su voz sonaba entre cansada y llorosa.

            Yo le di instrucciones de que no abriera la puerta a nadie pero ella respondió malhumorada. Usó palabras como ‘encarcelada’, ‘recluida en mi propio piso’ y ‘monasterio.’ Al cabo de un rato, habló de Jairo.

 —Me ha dado doscientas mil cucas pero con eso no me llega para el arriendo —se quejó.

            Jairo siempre me pagaba en pesos colombianos, nunca en libras esterlinas. Era una mala costumbre que tenía, pero esta vez había ido más lejos pues me estaba pagando menos de lo acordado. No sé si lo hacía por guardar su silencio ante Mr. Sherwood o simplemente estaba aprovechándose de mi desgracia.

****

En Liverpool trabajaba doce horas diarias y dormía poco. En uno de los pisos vacíos habían dejado una bolsa de dormir y cartones doblados. Me daban dos comidas diarias. Una mujer parca era la encargada de traerme la comida en una fiambrera de plástico envuelto en papel aluminio. Generalmente era arroz con una pieza de pollo, otras veces pasta con pesto. Por las noches me tumbaba en el suelo y me quedaba mirando el techo por horas, otras noches me masturbaba para incitar el sueño.

            No recuerdo con exactitud, quizás fue un miércoles o un jueves en que encontré dos mensajes de texto en mi móvil. Eran de Rosa —reporte desaparecido —decía uno de ellos y el otro sólo contenía la palabra —urgente.

            Esa misma noche compré una tarjeta con crédito, recargué el balance y la llamé.

            Rosa sonaba aterrorizada. Me contó que la había vuelto a visitarla Mister Sherwood. Esta vez la había abofeteado el negro con la barba del diablo.

—Me han humillado —narró con voz temblorosa —Me ha amenazado con no extenderme la visa de estudiante si no te delato.

            El tal Sherwood le dijo que sus contactos le harían el favor con mucho gusto. Sentí repugnancia de solo oír el nombre de Sherwood.

 —Cosita seria es ese Sherwood —dijo Rosa llorando.

            Después me reclamó. Me echó en cara que todo era mi culpa. Que no había más remedio que regresar a Londres para afrontar el problema. Bastante daño ya le había hecho acostándome con esa mujer para también tener que soportar al marido de ésta.

—No tengas miedo —intenté calmarla —pero pareció no escucharme.

—Para ti es fácil decir eso. Si no me envían al hospital mañana lo harán pasado mañana —añadió con voz entrecortada.

—El sábado acabo el trabajo por acá. Apenas termine iré directo a Londres a solucionar las cosas —le prometí, pero al parecer ella no me entendió.

—No le copio —dijo y la señal desapareció. Intenté llamar varias veces, pero al primer timbrado se oía un sonido raro, como a vacío.

El sábado tomé el primer tren que pude de regreso a Londres. El aire acondicionado me hizo tiritar de frío o quizás fuera el miedo. Frente a mí se sentó una mujer gorda, leía literatura para chicas. Del tipo de novela que esta destinado a mujeres solteras, y en las que la heroína de la historia siempre termina a lado de su príncipe azul. Pensé que hubiera sido feliz dentro de esas páginas, pero yo estaba fuera de la literatura, con dirección a la ciudad que me molía a palos.

   De cuando en cuando me miraba a través de sus lentes de montura negra y esa mirada me irritaba. Una semana trabajando solo y durmiendo en el suelo me habían convertido en un misántropo.

  Lo primero que hice en Londres fue dirigirme al piso, a ver a Rosa. Aún no contestaba mis llamadas y eso me tenía preocupado. Una vez en el departamento metí la llave y la puerta no abrió. Habían cambiado la cerradura. Toqué la puerta y llamé a Rosa en voz alta pero no había respuesta, al cabo de un tiempo, apareció mi vecino.

—A tu compañera la han echado a la calle ayer —me dijo, al fondo de su sala pude notar la radio prendida y una voz monótona narraba las noticias del clima. Le pregunté a donde podría estar y me dijo que no sabría decirme mientras se encogía de hombros.

            Bajé a la calle y reconocí a unos cien metros al hombre negro que acompañaba a Mister Sherwood. Venía en dirección mía, llevaba puesto un gorro azul marino y la barba le tapaba el cuello. En ese momento no se me ocurrió otra idea que parar un taxi y escapar. Para mi suerte pasaba uno en ese mismo instante. Lo paré, me introduje en el black cab y le di la dirección de una estación de metro al conductor.

            El motor se puso en marcha y el tipo prendió el taxímetro.

            Minutos más tarde, miré hacia atrás y había un auto negro siguiéndonos. Agaché mi cabeza para tratar de ocultarme, pero el conductor del taxi me ordenó que me sentara adecuadamente, dijo que si no le obedecía me botaría del taxi. Tenía acento de la India, entonces noté que todo el carro olía a curry.

            De pronto me vino unas arcadas, toda la ciudad me olía a curry, uno picante que me llevaba hasta las lagrimas. La imagen de pájaros migrando por los cielos cruzó por mi mente. visualicé Saints Paul, Millenium bridge y las aguas turbias del Támesis, la ciudad entera me expulsaba.

            Traté de sentarme correctamente mientras deseaba hundirme en ese asiento como el Titanic.

—¿A qué te dedicas? —me preguntó el taxista mientras me clavaba sus ojos negros por el retrovisor.

— A limpiar ventanas —dije.

—¿Por qué limpias ventanas?

—La limpieza es la profesión de los latinos —le contesté.

La imagen de los pájaros migratorios cruzó mi cabeza por segunda vez. Esta vez el cielo era azul marino como el mar Pacifico. Un mar que se encontraba tan lejos, que empezaba a desaparecer de mi memoria.

 

 

Gunter Silva, escritor peruano, autor de la colección de cuentos “Crónicas de Londres” Lima, 2012. Y la novela “Pasos Pesados” Fondo Editorial UCV, Lima, 2016. Obtuvo una maestría en Literatura y Creatividad Literaria por la Universidad de Westminster, Londres.

Entre el ver y el mirar

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Nuestro mundo es el mundo de la luz. Por la luz el mundo se hace visible al ojo, pero es por la mirada que llegamos a lo invisible que toda visibilidad entraña. Ver la luz es despertar el mundo, despertar al mundo, instalarse en él y relacionarse con lo que en él habita. La luz hace posible el habitar el mundo.

Podría pensarse que el ámbito de la visibilidad es exclusivo de las artes plásticas, las artes del espacio, y ajeno a las artes del tiempo. Pero he aquí que la poesía extiende sus raíces en ambos territorios. Tomemos como ejemplo el poema “Junto a mí”, de la poeta uruguaya Circe Maia:

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Trabajo en lo visible y en lo cercano

—y no lo creas fácil—.

No quisiera ir más lejos. Todo esto

que palpo y veo

junto a mí, hora a hora

es rebelde y resiste.

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Para su vivo peso

demasiado livianas se me hacen las palabras

(La pesadora de perlas 98).

Este texto expone la complejidad de dar sentido a la experiencia. Noé Jitrik, en un ensayo publicado en Revista de la Universidad de México,[1] a propósito de la traducción del poema “soneto en ix” de Mallarmé, plantea que la escritura es un espacio de transformaciones: no sólo las virtualidades de la lengua se actualizan en un discurso sino, previamente, lo “pulsional” deviene signo. Se trata de una transformación de lo prelingüístico en lingüístico. Esto quiere decir que el primer trabajo del poeta consiste, justamente, en la reconstitución de la experiencia vivida a través de la escritura.

Jitrik establece una analogía entre la escritura y la fotografía. Esa primera impresión de lo pulsional correspondería al “negativo”, o sea, a la vivencia que se ha captado en una imagen pero que no se puede ver porque es aún ininteligible. Para hacerla visible se requiere una operación de “inversión” o “negación” y así obtener la imagen en positivo, que sería lo lingüístico (192). Lo que Jitrik describe es el paso del nivel de las precondiciones del sentido al discurso.

Por su parte, el semiótico francés Jacques Fontanille afirma que “una de las propiedades más interesantes del discurso es su capacidad de esquematizar globalmente nuestras representaciones y nuestras experiencias” (Semiótica del discurso 71). En ese proceso de esquematización o bien de “traducción”, la percepción juega un papel central, en la medida en que los discursos “principalmente de tipo literario, representan la elaboración del sentido a partir del mundo sensible” (Fontanille, La base perceptiva de la semiótica 9-10).

Todo acto de enunciación está asentado en un acto de percepción. Esta “elaboración” del sentido es, en efecto, como dice Circe Maia, un “trabajo”, un trabajo de los sentidos primero y de las palabras después. Si bien en nuestra aprehensión del mundo sensible hay la colaboración de todos los canales sensoriales, ésta no siempre se da de la misma manera ni en el mismo grado. Parece haber una jerarquía de los sentidos, la cual es histórica. César González Ochoa, en Apuntes acerca de la representación, reseña de manera puntual el primer capítulo del libro de Donald Lowe, Historia de la percepción burguesa, en el que se señala que la totalidad del campo de la percepción no es ajeno a las determinaciones históricas que operan bajo ciertas variables, como el impacto de los medios de comunicación y la jerarquía de los sentidos que cada época impone en función de una episteme particular.

El privilegio del que goza el sentido de la vista en nuestra actual cultura se explica por ciertos hechos históricos. Uno de ellos ha sido la invención de la imprenta, la cual dio lugar a una cultura tipográfica, que fue desplazando paulatinamente a la cultura oral pero sin jamás excluirla del todo. De esta manera el oído fue cediendo su puesto protagónico a la vista. Otro factor que afirmó el sentido de la vista fue la invención de la perspectiva en el Renacimiento. Estos hechos, desde luego, se vinculan con la episteme del momento. Si en el Medioevo ésta era regida por lo anagógico, en el Renacimiento será regida por el orden, según César González Ochoa. El siguiente periodo, el clásico, no hará sino reafirmar el dominio de lo visual con la invención de la fotografía, dominio que aún continúa.

Si bien los sentidos no operan de manera independiente sino en conjunto, también es cierto que cada uno tiene una particularidad: “el oído es el más continuo y penetrante […] El tacto es el más realista, por ello es el de la prueba, de la verificación. A diferencia de los demás, la vista establece una relación de distancia crítica, o de juicio, porque se puede analizar y medir; ver es comparar” (González Ochoa, Apuntes acerca de la representación 7). De esta manera, dependiendo de la jerarquía de los sentidos que establezca cada época, se tendrá una determinada experiencia de lo real.

Me parece que el poema de Circe Maia pone en evidencia que hay, en efecto, un predominio de la vista: “Trabajo en lo visible”. Sin embargo, el tacto siempre está como telón de fondo, no sólo de la visión y del oído, sino de todos los sentidos. Existe una visión táctil o tactilizada, lo que se conoce como visión háptica. Por ello, para Merleau-Ponty ver es “palpar con la mirada” (Lo visible y lo invisible 168). Del mismo modo, el sonido significa un contacto, un roce, con la piel, por lo cual, con gran razón, Herman Parret define la voz, en tanto fenómeno sonoro, como un “pedazo del cuerpo” que se escurre y toca al oído (17). Lo mismo sucede con el olfato y con el gusto, pues tanto el olor como el sabor, de alguna manera, tocan.

Aun en las culturas caracterizadas como orales, verbigracia la Grecia clásica, hay un componente visual fuerte que se advierte en el lenguaje mismo. Al respecto, Raúl Dorra ha llamado la atención sobre este tema en su libro La retórica como arte de la mirada. Como se sabe, la lectura silenciosa se “inventa” propiamente en la Edad Media. En los siglos pasados la lectura era más bien oral, y quien la realizaba debía entrenarse para repartir el sonido entre la audiencia. Este lector público —y sobre todo el orador, al que se refiere Raúl Dorra— se vuelve una suerte de escritura parlante. Su cuerpo, con toda su riqueza gestual, es como una página que el escucha también ve, de manera tal que el público es audiencia y espectador: escucha y ve. No es difícil imaginar que las palabras del ciego Homero tuvieran tal viveza que harían ver las hazañas de los valerosos aqueos a quienes acudían a escucharlo con ánimo de saciar su asombro.

Habría que reconocer entonces un rasgo visual en el lenguaje si se piensa en que desempeña, en cierta medida, una función de representación. Ello se mostraría a través de algunas estrategias discursivas como la descripción y, en su forma más elaborada, la hipotiposis. Siguiendo a Lausberg, Helena Beristáin señala que la hipotiposis se logra cuando el discurso descriptivo “contiene un cúmulo de pormenores precisos, intensamente claros y verosímiles, de modo que resulta viva y enérgica, y permite al receptor compenetrarse con la situación del testigo presencial” (136), esto es, cuando el receptor se instala como aquél que ve eso que las palabras ponen ante sus ojos.

Volviendo al poema de Circe Maia, se constata que el (arduo) trabajo del poeta radica en recrear la experiencia vivida a través del discurso de la manera más fiel: “Para su vivo peso / demasiado livianas se me hacen las palabras”. Pero antes debe hacer otra labor: transitar del sentir al percibir, es decir, de la sensación a la percepción, dicho de otro modo, de lo sensible a lo inteligible: “Todo esto / que palpo y veo / junto a mí, hora a hora / es rebelde y resiste”. Este tránsito se hace justamente a través del ojo y de la mano. El ojo focaliza, analiza, discrimina, lo que el tacto terminará por corroborar.

Ya que he aludido a los conceptos sensación y percepción, me detendré en sus definiciones. El “sentir” se define como la experimentación de sensaciones, sean estas causadas por agentes externos o internos al sujeto. “Percibir” sería más bien la captación de imágenes, sensaciones o impresiones externas. He aquí una primera diferencia: experimentar una sensación sugiere una cierta pasividad, el que “siente” recibe en su cuerpo una impresión sensorial. En cambio, el captar, rasgo propio de la percepción, alude a una actividad de aprehensión por parte del sujeto. La captación involucra la atención y la discriminación de la impresión sensorial; por ello una de las acepciones de “percibir” es “comprender y conocer algo”.

Por su parte, Ferrater Mora afirma que “la palabra percepción parece implicar, pues, desde el primer momento algo distinto de la sensación, pero también algo distinto de la intuición intelectual, como si estuviera situada en el centro equidistante de ambos actos. Por eso se ha llegado a definir la percepción en un sentido amplio como la ‘aprehensión directa de una situación objetiva’. […] es característico de casi todas las doctrinas modernas y contemporáneas acerca de la percepción el hecho de situarla siempre en el mencionado territorio intermedio, entre el puro pensar y el puro sentir”. (720-721)

En cuanto al “sentir”, o bien la sensación, en filosofía, suele definirse en relación con la percepción. La sensación pertenece al ámbito de lo afectivo-sensible, mientras que la percepción se vincula a la consciencia, a “la advertencia de la modificación sensible” (J. Ferrater Mora 850). De manera más simple podría decirse que el sentir está ligado a lo sensible mientras que el percibir está más del lado de lo inteligible.

Por su parte, Raúl Dorra, en “Entre el sentir y el percibir”, no sólo vincula el “sentir” con lo sensible, sino además con lo viviente y afirma que “el sentir es la manifestación propia de la vida [por ello dicha manifestación] debemos pensarla como un hecho elemental [puesto que] es la presencia de la vida en cuanto tal” (257). En este sentido, el autor advierte que no habría entonces un órgano particular del sentir porque es del orden de lo continuo. Por el contrario, el percibir, dado que se inclina hacia lo inteligible, se trata de una actividad analítica, la cual requiere la acción de los sentidos, especialmente de los ojos. Así, el autor afirma que la principal diferencia entre el sentir y el percibir es “la que va de lo genérico a lo específico o, dicho con más exigencia, de lo continuo a lo discreto” (Dorra, Entre el sentir y el percibir 267).

Precisamente, por su capacidad para discriminar y juzgar, el ojo sería el órgano más habilitado para operar ese paso de lo continuo a lo discreto. Al menos, así parece establecido en el orden epistémico actual. No obstante, podríamos pensar que cada uno de los sentidos tiene sus gradientes y que cada uno, si se educa, es capaz de alcanzar un grado de refinamiento como el que se le atribuye al ojo; por ejemplo, un catador de vinos podría discriminar todos los componentes y matices de esa sustancia. Bajo este supuesto de que es posible hallar gradaciones, trataré de proponer los gradientes de la visión.

Conviene comenzar por definir el término que propondría como genérico, el de la visión. Por ésta se entiende “la función fisiológica y psicológica por medio de la cual el ojo y el cerebro determinan información transmitida del exterior en forma de energía radiante llamada luz” (Braun 11). Tomando en cuenta los polos planteados por Raúl Dorra, lo continuo y lo discreto, podría pensarse en una visión más continua, de tipo panorámico, y una visión más analítica. Existen dos términos de los que se podría echar mano para denominar estos polos: ver y mirar. A continuación, examinaré cada uno.

Según filólogo José Moreno de Alba, ver y mirar guardan diferencias en su origen etimológico, de tal suerte que no pueden considerarse del todo sinónimos. Por un lado, “ver” deriva del latín “videre” que tiene como antecedente el vocablo “veer” y significa ver (se encuentra en algunos vocablos compuestos como “proveer” o “prever”. Mientras que “mirar”, derivado del latín “mirari”, significa “admirarse”. Según el análisis de este autor, hay una diferencia semántica entre estos dos términos: “En pocas palabras, puede decirse que ver alude más a una determinada capacidad, y mirar a cierto acto consciente y deliberado: ciertamente, vemos todo lo que miramos pero no miramos todo lo que vemos; basta tener los ojos abiertos para ver, pero para mirar necesitamos ejercer, en alguna medida, la voluntad” (s/p).

Según esta perspectiva, el ver estaría ligado a la capacidad sensorial de los ojos, los órganos habilitados para ello. Sería una acción plenamente biológico-orgánica. En cambio, mirar sería una actividad que precisa de los ojos pero que, en última instancia, depende de la consciencia.

Sin embargo, en el uso que se hace de esos vocablos, en el español de México, el ver de algún modo está vinculado también a la acción cognoscitiva del comprender. Conviene, entonces, detenerse un momento en el empleo de estos términos que registran los diccionarios. Por ejemplo, en el drae, encontramos una lista de 22 acepciones para “ver”. En ellas los términos que más se repiten son: percibir, comprobar, observar, examinar, poner atención, advertir, reflexionar.[2] Esto muestra un predominio de lo inteligible, pues se trata de acciones que involucran la atención, la racionalidad y la inteligencia. Asimismo, María Moliner en su Diccionario de uso del español[3] presenta acepciones semejantes a las del drae. De esta manera, a diferencia de lo que registra Moreno de Alba, el ver estaría más bien ligado a lo inteligible y no sólo a una acción biológico-física, la de percibir con los ojos algo mediante la acción de la luz.

En cuanto a “mirar”, tanto el drae como el Diccionario de Moliner consignan algunas acepciones que se asemejan a las de ver,[4] y algunas otras que no. Es en éstas últimas donde podríamos encontrar la nota distintiva:

1. tr. Dirigir la vista a un objeto. U. t. c. intr. y c. prnl.

8. intr. Concernir, pertenecer, tocar.

9. intr. Cuidar, atender, proteger, amparar o defender a alguien o algo.

10. intr. Tener un objetivo o un fin al ejecutar algo.

11. prnl. Tener algo en gran estima, complacerse en ello.

12. prnl. Tener mucho amor y complacerse en las gracias o en las acciones de alguien. (drae)

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1. (“a, hacia”) tr. Aplicar a algo el sentido de la vista, para verlo.

4. Mostrar estimación a una persona o tener atenciones con ella.

7 y 8. En imperativo y, generalmente en tono exclamativo es el verbo que se emplea para llamar la atención de otros sobre cierta cosa. (Moliner)

Considerando todos estos usos, se advierte que, si bien “ver” y “mirar” tienen ciertos elementos en común que los vuelven sinónimos (como la atención, el examen, la reflexión), el “mirar” tiene otros rasgos que no parecen estar enfatizados en el “ver”. Se trata, sobre todo, de dos componentes vinculados con lo afectivo: el cuidado/la estimación y tener un objetivo. Se diría que el ver está implicado en el mirar, aunque no siempre el mirar está presente en el ver. Así como el ver, el mirar involucra el discernimiento y además, si existiera la palabra, diría el “concernimiento”.

El “concernir” abarca el atañer, el afectar, el interesar. Es por ello que afirmamos que tiene un rasgo patémico o bien afectivo. Incluso, en la acepción “tener un objetivo”, una mira o un punto de mira, implica una intención y, agregaríamos, una intencionalidad, en sentido fenomenológico: un ir hacia, un destino. De hecho, la primera de las acepciones de “mirar” registrada por Moliner se utiliza para indicar la dirección, de ahí la presencia de las preposiciones “a”, “hacia”.

Dicho rasgo afectivo se expresa con mayor claridad en el vínculo entre “mirar” y “admirar”. Joan Corominas señala que el término “admirar” hace su aparición hacia 1140. Este vocablo proviene del latín “mīrari” [sic], como ya se ha dicho anteriormente, y significaba “admirar”, “asombrarse” e incluso “extrañar”. Tal significación pasó al español antiguo, según el etimólogo español. Después, hacia 1250, desplazó su sentido al de “contemplar” y, en el siglo xv, significó mirar. Por otra parte, habría que destacar que el prefijo ad- tiene los siguientes sentidos: “dirección, tendencia, proximidad, contacto”. De tal suerte que ad-mirar vendría a ser un mirar dirigido, intencional, un mirar que aproxima al objeto mirado al sujeto para así establecer un contacto.

Según el diccionario de María Moliner, “admirar” es “experimentar hacia algo o alguien un sentimiento de gran estimación, considerando la rareza o dificultad que envuelve la cosa admirada o sintiéndose uno mismo incapaz de hacer o ser lo mismo. Tiene como sinónimos “asombrar”, “maravillar”, “pasmar”, vocablos que por sí mismos están cargados de un contenido afectivo.

En este mismo tenor, se encuentra el término “contemplar”, que es “prestar atención”, es decir, un “mirar” alguna cosa o acontecimiento “con placer”, “tranquila o pasivamente”, como señala Moliner. También en este vocablo se hace patente ese rasgo afectivo del que hemos hablado.

A partir de este recorrido lexicográfico, podría resumir como rasgos más característicos del “ver” los siguientes:

 Comprobar (que se define como un buscar la verdad o dar certeza de algo).
 Observar (definido como prestar atención a algo para saber cómo es o cómo funciona o bien cómo ocurre).
 Examinar (definido como juzgar la suficiencia o aptitud de algo).
 Considerar (definido como dirigir el pensamiento a una cosa para conocer sus distintos aspectos).
 Advertir (definido como hacer ver a alguien la conveniencia de algo para prevenirlo o llamar su atención al respecto).

En cuanto al “mirar”, los rasgos que aparecen más propios de éste son:

 Orientar (que funciona como sinónimo de dirigir y encauzar, esto es, poner en cierta dirección).
 Concernir (cuyos sinónimos son atañer, afectar).
 Cuidar (entendido como discurrir sobre algo y como dedicar atención o interés a una cosa para que no sufra daño).
 Estimar (definido como atribuir un valor, también como sentir afecto).

Tomando en cuenta todo lo anterior, propondría un espectro o gama de la visión, en el que se podrían reconocer dos dimensiones: la del ver que tendería hacia lo inteligible y la del mirar, que tendería hacia lo sensible. Una representación gráfica de estos gradientes sería ésta:

Visión

Sensible

Inteligible

Orientar

.

Concernir

.

Cuidar

.

Estimar

.

Contem-plar

Advertir

Observar

Considerar

Examinar

Comprobar

Mirar

.

Fuente/Mira

[Sujeto]

Ver

.

Meta/Captación

[Objeto]

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Es importante hacer hincapié en que ver y mirar no son categorías opuestas, en estricto sentido, sino dimensiones que componen la visión. Los términos lexicales señalados aquí serían sólo gradaciones, matices, de una visión que puede privilegiar lo inteligible o bien lo sensible sin que ello signifique excluir la otra dimensión. En esta gráfica, he colocado los términos de menor a mayor inteligibilidad (de izquierda a derecha). Así, orientar se puede emparentar con el concepto fenomenológico de fuente, incluso también se le denomina mira, en tanto ella es un encauzar la visión, la intencionalidad, el deseo de aprehensión. Mientras que el mayor grado de inteligibilidad sería el comprobar, lo que supone una captación lograda aunque no necesariamente perfecta. En el mirar el sujeto parecería que adquiere mayor protagonismo, en tanto punto de partida de la visión, mientras que en el ver la escena parecería ocuparla más bien el objeto; sin embargo, preferiría dejar entre paréntesis esta última observación, pues no la considero una afirmación contundente.

Toda enunciación está asentada en un acto de percepción. La percepción, desde la perspectiva fenomenológica, siempre es percepción de algo, esto es, tiene como implícito una intencionalidad. Así, una de las primeras articulaciones del espacio tensivo (nivel de las precondiciones del sentido) está dada por la relación entre una fuente y una meta, posiciones que se traducirán en sujeto y objeto. El sujeto crea con su cuerpo propio (deixis) un campo perceptivo, en donde ingresarán diversas presencias, pero sólo aquella que “despierte” el interés del sujeto o bien que irrumpa afectando al sujeto, se volverá objeto de su intencionalidad. Hacia dicho objeto el sujeto tenderá y procurará captarlo.

Lograr esta captación tiene sus dificultades —como bien lo dice el poema de Circe Maia: “Todo esto que palpo y veo junto a mí, hora a hora es rebelde y resiste”—, entre otras razones porque la percepción del sujeto tiene límites, es imperfecta. Según Husserl, la intencionalidad tiene dos componentes, la orientación y la completud. Pero dicha completud nunca llega a ser totalmente plena. En otras palabras, la plenitud de la captación tiene grados que dependen de tres parámetros (Fontanille, La base perceptiva de la semiótica 25-26):

1.La extensión de la plenitud, dada por el número y la densidad de los aspectos percibidos.
2.La vivacidad de la plenitud, dada por la intensidad de la percepción de tales aspectos.
3.El contenido de realidad de la plenitud, dada por la densidad y la complejidad sensorial (el número de canales sensoriales que participen).

Dada esta relación dificultosa entre el sujeto y el objeto de la percepción, el sujeto se ve obligado a adoptar un punto de vista. Al respecto, Jacques Fontanille, en Les espaces subjectifs, ofrece una tipología del observador (Focalizador, Espectador, Asistente y Asistente-participante) construida a partir de la manipulación y donación del saber —cuánto de lo que sabe el narrador de una historia es dicho u ocultado— para el desarrollo de la historia, por lo que se trata de una tipología de gran utilidad para la narratología.

Sin embargo, no habría que dejar de destacar la presencia misma de un sujeto perceptor cuyo principal, mas no único, canal sensorial es la visión. También interesaría ver el grado de “objetividad” y “subjetividad” con respecto al objeto de la visión, pero no en los términos de manipulación del saber como Fontanille propone, sino en términos del grado de adhesión, de compenetración, con el objeto de la visión.

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1.Bibliografía

Maia, Circe. La pesadora de perlas. Obra poética. Conversaciones con María Teresa Andruetto. Córdoba: Viento de fondo, 2013.

Jitrik, Noé. «Negatividad y significación.» Tópicos del seminario. Revista de semiótica 18 (2007): 191-199.

Fontanille, Jacques. «La base perceptiva de la semiótica.» Morphé 9-10 (1993-1994): 9-35.

González Ochoa, César. Apuntes acerca de la representación. México: Instituto de Investigaciones Filológica UNAM, 2001.

Merleau-Ponty, Maurice. Lo visible y lo invisible. Trad. José Escudé. Barcelona: Seix Barral, 1979.

Parret, Herman. De la semiótica a la estética. Buenos Aires: Edicial, 1995.

Beristáin, Helena. Diccionario de retórica y poética. 8a. México: Porrúa, 2000.

Ferrater Mora, José. Diccionario de Filosofía. 3a. Buenos Aires: Sudamericana, 1951.

Dorra, Raúl. «Entre el sentir y el percibir.» Landowski, Eric, Raúl Dorra y Ana Claudia Oliveira. Semiótica, estesis, estética. São Paulo-Puebla: Educ-Buap, 1999.

Braun, Eliezer. El saber y los sentidos. 3a. México: Fondo de Cultura Económica, 2014.

Moreno de Alba, José . «Minucias del lenguaje.» s.f. Fondo de Cultura Económica. 18 de octubre de 2015. <http://www.fondodeculturaeconomica.com/obras/suma/r3/buscar.asp?idVocabulum=411&starts=V&word=ver+%2F+mirar>.

Gómez de Silva, Guido. Breve diccionario etimológico de la lengua española. México: Fondo de Cultura Económica/Colegio de México, 1985.

González Ochoa, César. «La mirada y el nacimiento de la filosofía.» Tópicos del seminario 2 (1999): 65-81.

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  1. El ensayo en cuestión lleva por título “Las dos traducciones”. Apareció en el volumen XXXII, número 2, en octubre de 1977, pp. 26-36. Consulté este texto para agregar algunas notas al artículo de Noé Jitrik “Negatividad y significación” que apareció en el número 18 de la revista Tópicos del Seminario, 1997, editado por Luisa Ruiz Moreno.

  2. Estas son algunas de las definiciones: 1. tr. Percibir con los ojos algo mediante la acción de la luz. 2. tr. Percibir con la inteligencia algo, comprenderlo. 3. tr. Comprobar algo con algún sentido. 4. tr. Observar, considerar algo. 5. tr. Examinar algo, reconocerlo con cuidado y atención. 8. tr. Poner atención o cuidado en lo que se ejecuta. 9. tr. Darse cuenta de algo. 10. tr. Considerar, advertir o reflexionar. Las cursivas son mías.

  3. He aquí algunas muestras: 1 Poseer el sentido de la vista. Percibir algo por el sentido de la vista. 2 Percibir algo con cualquier sentido o con la inteligencia. 3 Entender una cosa. 4 Mirar cierta cosa con atención para enterarse de ella o enterarse por ella de algo. Examinar. 7 Investigar, experimentar o hacer lo necesario para enterarse de cierta cosa. Las cursivas son mías.

  4. Por ejemplo, 2. tr. Observar las acciones de alguien. 3. tr. Revisar, registrar. 4. tr. Tener en cuenta, atender. 5. tr. Pensar, juzgar. 6. tr. Inquirir, buscar algo, informarse de ello. 13. prnl. Considerar un asunto y meditar antes de tomar una resolución.

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Blanca Alberta Rodríguez es ensayista y periodista. Magíster por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha estudiado a profundidad la obra literaria de Gloria Gervitz, presentando los ensayos Las voces del cuerpo y La configuración de la página en la poesía de Gloria Gervitz. Editó una selección de Migraciones (junto con Raúl Dorra)

Tres poemas

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Desliz

Alguna vez has resbalado,
después de limpiar los pisos y secarlos, después de encerarlos;
después de dejar la superficie lisa y limpia, de manera que todo es así un desliz en la lisura.

Un día caí sobre mi coxis:
la madre del coxis que me parió,
no hubo ni había ni habrá dolor menos doliente… exagero, sé de dolores pero no los conjuro, no los llamo, no los..:

vayamos a otras conversaciones
el desliz, ya te decía
desliza la piel de la planta contra el piso
y no hay nadie que detenga la caída
si podrías las manos quizá un poco
pero del sentón
nada
nadie
te libra.

Una vez así en la lisura de las conversaciones
de las sobremesas
de las bueno,
ojalá una pudiese
pudiera acomodar mejor la cosas:
así como el sentón,
pero ¡ah! el desliz ajeno,
tan visble
tan insuperable siempre.
Ay si una pudiera…
un desliz imperceptible
como el aleteo del
colibrí:
traer un chupamirto sin
que el desliz,
ya te decía:
porque dicen que se dice:
que siempre cae más rápido un hablador que un cojo:
y ese es el problema
la caída,
el desliz
feliz
de ragaliz
sin fín
el problema de las resbaladas en pisos ajenos
en lisuras
impropias
recién blanqueadas.

 

Son como erratas

 No hay desliz que dure cien años ni locura que lo aguante:
son como erratas,
se deslizarán en actas en actos en acciones irresolubles o no:
quizá solubles como ese café ficticio e instantáneo que sucede cuando
a uno se le escapa lo inacabado lo
ya sabes, algo de terror, una sombra, una filosa incoherencia,
así en un desliz:
en condiciones ordinarias y extraordinarias
mujeres que deslizan la inestabilidad y la alegría de que suceda
un poco el horror,
del que no depende, o sí: el calentamiento en los polos o la deforestación de las selvas;

pero, ¿quién dijo que un desliz no podría arreglar que convivamos
alrededor de una fogata en la playa?
¿quién no pudo conciliarse con su propio monstruo en la almohada en las aves en los closets?
¿a quien no se le ocurrió
que una errata,
un desliz
son formas imantadas de ir puliendo el horror, disolviendo
en alegrías en inestabilidades lo que es errata horror pena y prenda de lo que no sabemos
lo inexplicable: calentamiento, deforestación?

Y no es probable que en un escándalo, en una
historia no se cuele
un acto inesperado:
un resbalarse por donde ya no se sabe a dónde o cómo
mujeres que conducen concomitantes por carreteras donde el horror lo
inacabado,
lo ordinario extraordinario que produce la entropía la
carestía, el desliz
de lo que ya no se acomoda de ninguna forma
y queda balbuciendo
como errata
como desliz como

gota o ruta o grato deslizarse en condiciones ordinarias extraordinarias que se desbaratan en islas de hielo que se deshacen en polos en glaciares en laderas que se desbaratan que se diluyen como terrones de azúcar en tazas de café soluble y se llevan fauna y flora como erratas felices y afortunadas cuando dios quería o no, pero no hay desliz que dure tanto así. El desliz, lo inacabado y el horror que es errata pero monstruo pero almohada y dura lo que sea, aunque no aguante cien años o alegrías en condiciones ordinarias extraordinarias eso que diluimos, el horror y la alegría: deslizar como no queriendo la inestabilidad la alegría y conducirse siendo una errata en condiciones ordinarias y extraordinarias.

 

Desliz, coda con rola

Si yo tuviera el corazón,
el mismo que…; uno que no se sentará hasta el sentón del coxis:
me abrazaría a tu ilusión
o algo
deslizarme sobre o entre o arriba y abajo del tuyo: como veladura como
ya sabes esencia de jazmín entre los dedos:
como espuma
que inerte,
aunque de todas maneras resbalaría, pienso:
ah, del desliz.

 

Maricela Guerrero nació en la Ciudad de México. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Es autora de Se llaman nebulosas y Kilimanjaro, entre otros títulos. Su obra aparece en las antologías: Efectos secundarios, Un orbe más ancho: 40 poetas jóvenes, Divino tesoro, Cuatro poetas recientes de México, México 20: La nouvelle poésie mexicaine y Sombra roja: diecisiete poetas mexicanas.

La travesía que encierra el nombre

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Si tendríamos que ubicar un espacio y un tiempo, me imagino que esta historia transcurre alrededor del motor de un automóvil. Cuatro hombres se reúnen a su alrededor con el pretexto de intentar repararlo o en realidad están en un siglo en el que el fuego ha sido desplazado como el lugar en donde se cuentan las historias. Estos hombres son hermanos y aún no lo saben, pero pertenecen a una especie que se encuentra en vías de extinción. Son los Bujeiro, viven en México, pero descienden de un hombre que vino hacia el fin del siglo XIX desde Galicia, España. No se sabe si este individuo vino a buscar fortuna, un nuevo destino, una familia o exactamente qué. Murió y no dejó detrás de sí nada más que el apellido y cinco hijos que intentaron reproducir la especie. No porque intuyan el estar en peligro de desaparecer, sino simplemente porque es algo que los humanos hacen sin cuestionarse: dejar constancia de un pedazo de ellos en los que le siguen. Yo pertenezco a esta especie en peligro, pero mi tipo de constancia es más bien incierta. Soy un testigo, a mí sólo me toca contar la historia. En este preciso momento no sé alrededor de qué estamos. Puede ser una pantalla, un teatro o alrededor de mi escritorio. Yo siento que el escenario ideal debe ser el asiento trasero de un taxi, porque es ahí donde he escuchado las mejores historias.

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Como dramaturga nunca pensé en abandonar la máscara del personaje. Pienso siempre en la lección de Kafka, en el trasvase que encuentro entre sus diarios y la forma en la que se arropa de una botarga de gorila, rata, topo o escarabajo. En como se resta el nombre hasta dejarlo en una letra para poder pasar desapercibido. Mis ejercicios de escritura de adolescencia me enseñaron, sin saberlo, el ejercicio de Kafka. Hablé con la cara de un perro, la máscara de un niño asesino, las piernas de una mujer rota. Así me hallé en el mundo de la escritura y lo teatral me vino más tarde como anillo al dedo. Nunca me lo planteé, ni me pasó por la cabeza ir de la tercera a la primera, como un cambio de velocidades que pudiese acelerarme hacia otro plano de la realidad. Poco entendía del ensayo literario y esa declaración en la que Montaigne se reconocía como la materia misma de sus escritos. Pensaba yo que era cuestión de narcisismo, falta de ideas, textos de vista corta. Estigmas preconcebidos en la franca ignorancia o en alguna clase de trauma que no sabría explicar en donde adquirí. Todo esto cambió con un mensaje.

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La red social es una forma de ser fácilmente localizable, expuesto, un lugar en donde ser y ser visto. Y si bien casi todos abrimos una cuenta para husmear en la vida de nuestros conocidos, promocionar nuestros nimios logros cotidianos o saber algo de la suerte del compañero aquel del que nos enamoramos en tercero de primaria, hay quienes expanden sus búsquedas a ciertas cuestiones que a otros nos pasan desapercibidas. La génesis de esta historia comienza en ese entorno con el mensaje de un hombre con el que comparto apellido, más no geografía, la comunicación era simple: me pregunta cómo es que “Bujeiro” llegó hasta donde estoy. Antes de contestar, pasé por su perfil y sólo pude ver que lo único que se mostraba eran las fotos pornográficas de un gato. Interactuar con semejante individuo no me pareció nada atractivo y lo dejé pasar. El tema siguió a la deriva y no pasó mucho tiempo para que recibiera un mensaje similar. Esta vez provenía de una historiadora radicada en Galicia, quien se encontraba realizando una investigación sobre la migración del apellido. Nuestro intercambio fue más amable y en la conversación me di cuenta que no sabía absolutamente nada de mi ancestro, el señor aquel que se bajó de un barco en México sepa por qué motivos. No sabía nada, ni siquiera su nombre y eso que llevo su apellido a cuestas. El nombre de familia es algo tan propio y extraño a la vez. Durante toda tu vida pasas lista, te identifican en las credenciales, los pasaportes, da lugar a los apodos y quizás porque lo llevo pegado, rara vez me pregunté por él. En la adolescencia me enteré que venía de Galicia y hasta entrada la adultez supe que había un idioma Gallego que precedía históricamente al Portugués. He cargado conmigo esa cosa que me distingue del resto y que a la vez no me pertenece. Esa cosa que contiene un universo que me es completamente desconocido. Me pregunto por qué el bisabuelo no dejó más que el nombre. Ninguna tradición, platillo, dicho, canto, nada. La historia que los hombres alrededor del motor cuentan es que murió joven, dejando atrás varios hijos de los que mi abuelo era el mayor. Ninguno de los cuatro sobrevivientes de esa familia nuclear hablaron lo suficiente del hombre que vino de lejos, ni sus motivos para reubicarse en una tierra tan lejana, sólo certificaban su existencia con una carta de permiso de trabajo emitida por el Rey de España, misma que se perdió entre los hijos de los hijos. Y así yo cargo el nombre, el nombre conmigo. No nos molestamos, ni nos sorprendemos cuando nos preguntan de dónde viene, cuando le insertan una ‘r’ y nos identifican con las brujas o las bujías de un automóvil. Tampoco cuando nos dicen que es raro y es que en verdad lo es, somos la única familia en México con ese apelativo. Sin saberlo, la historiadora gallega me abrió una puerta hacia ese horizonte y más cuando me reveló la inquietante noticia que el apellido Bujeiro estaba en peligro de extinción. Esa pauta me dio a pensar que ahí se encontraba el germen de una obra. Una obra que no podía imaginar en un ámbito que me fuese conocido, pues no podía concebir que tal historia pudiese ser dicha por un personaje que no fuera yo. Desde ese mensaje y la noticia de nuestra inminente desaparición me propuse avanzar sobre esa geografía ignota, no sin una duda: ¿Uno mismo puede ser el personaje de sí mismo?

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Todo escribano sabe lo que es tener una tentación de historia. Algo que contar con el motivo de mantener la atención de otros por un momento de sus vidas. Ese tiempo suspendido que nos ayuda a pasar de largo y quizás deje fijo algo en la memoria del otro, algo de nosotros. Una necesidad de dejar huella y más aún si hay una amenaza de desaparición. Gracias a la tentación de historia que tenía enfrente me tenía que atrever a acceder a esa temida primera persona, sin saber si esto estaba permitido para mi género literario tan propio al juego del disfraz y la máscara. No pasó mucho tiempo en que la fortuna me puso a un lado de Sergio Blanco en un encuentro de dramaturgos, el autor uruguayo que se ha convertido en el embajador de la autoficción escénica, cuya poética y práctica me permitió pensar en una vía posible para la resolución de mi relato. Blanco me ha ayudado a pensar en los interesantes meandros que componen la entelequia de la primera persona, pues siempre hay una carga de verdad y mentira sobre nosotros mismos, como la imagen que nos devuelve el espejo, que es muy distinta a lo que miran los demás de nosotros. Y tal parece que todo llegó a tiempo, porque decirse a uno mismo está en boga, ya que el siglo XXI estableció la caída de los grandes relatos como norma. Ahora todas las historias mínimas se han vuelto importantes, todos somos susceptibles a tener un reality, crearnos una persona en redes sociales o intentar salvarnos por algún medio porque estamos en peligro de extinción. Me parece que todo esto puede ser reducido a la idea del viaje en taxi, en donde el conductor siempre cuenta una historia de la cual es el protagonista. Puede adornarla tanto como quiera. Mentir y agrandar los detalles. No podemos juzgarlo por todo lo que dure el viaje, somos su público cautivo. Hay veces que urgimos bajar y otras en las que el relato nos invita a esperar un poco más, sin importar que siga corriendo el taxímetro.

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A diferencia de otros que quieren fincar una historia de familia, yo carezco de evidencias comunes. No hay fotos, anécdotas, rastros de ese hombre que vino de tan lejos portando un nombre que correría con la poca suerte de ser preservado. ¿Qué queda de nuestro paso por la tierra sin esas huellas? ¿Quién podrá decir que hemos existido? La respuesta es simple: las actas de nacimiento y defunción. Esos documentos que certifican una existencia por medio de la descripción de escenas, testigos, causas. Todas retratan escenas similares en las que un nuevo ser humano es presentado ante los vivos, otro deja constancia de cómo se aleja de la existencia. Por suerte hallé el acta de defunción de mi bisabuelo en un sitio de internet que cobra por investigar tu árbol genealógico. Ahí se describe una escena clara: está acompañado de dos hombres, recuerda el nombre de sus progenitores, el lugar de su nacimiento (Santa María, A Coruña), dice que está casado, pero no se sabe con quién. De los hijos que deja tras de sí nadie habla, no están ahí. Este hombre llegó solo a este continente y así se fue. Murió solo en un cuarto lejos de su hogar, rememorando una tierra que nunca volvió a ver. Compruebo según las fechas que no murió tan joven como dicen, ni en las fechas que yo calculaba. Al parecer estaba desterrado de su propia familia por un motivo que desconozco. En mi indagación descubrí que el gallego tiene un sentimiento particular: la morriña, una tristeza o melancolía cuando se está lejos de la tierra natal. Las actas de defunción comunes no dicen tanto y por la cantidad de información que contiene el documento de despedida de Casimiro Serafín Bujeiro Otero, es claro que el hombre sostuvo este sentimiento en sus últimos momentos de vida.

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En la tentación de esta historia siento que yo soy la encargada de volver a esa tierra, tengo la intención de trama heroica de ser la primer Bujeiro que regresa a Galicia después de 120 años para recorrer los pasos perdidos de ese extraño del que desciendo y así ver con mis propios ojos ese lugar que dio origen a nuestra especie. Mis planes de viaje se pusieron en marcha a la vez que el curso de un virus se salía de control. Sobra decir qué, cómo y cuándo, todo se detuvo. Quedó en pausa no sólo la vida cotidiana, sino la lucha feminista, las demandas por la ecología y los movimientos migratorios masivos, entre muchas cosas más. Me da la impresión que estábamos en el juego de las sillas y la música paró indefinidamente, dejando a los jugadores confusos y cansados por no poderse mover de su sitio. Con una situación similar en mil ochocientos noventa y tantos, mi bisabuelo, Casimiro Serafín Bujeiro Otero no hubiera podido llegar nunca a México. Habría tenido que permanecer en Galicia, una tierra rezagada en la miseria agrícola, en la que la revolución industrial permanecía fuera de su alcance. Una tierra que pedía perdón a sus habitantes por no poder darles un lugar en donde poder prosperar. Quizás hubiera muerto allá de hambre o de viejo o en un accidente de tránsito. Yo, por supuesto, nunca habría existido, no estaría aquí y ahora escribiendo esto. La tentación persiste, pero mi historia pierde escala de importancia o la gana, según el ánimo o el día. Es 2020 y no somos sólo nosotros, se potencia el riesgo de desaparición de la especie humana en general. ¿Valdrá la pena seguir con esta necedad? ¿Dejarse llevar en el río de lo general por lo particular? ¿Dar marcha atrás en la primera y volver al disfraz? Todo parece poco probable, todo parece posible. Vuelvo a los escenarios que ya he creado en mi mente y pienso en aquellos hombres alrededor del motor. Algo me dice que esperan mi historia. En sueños, quizás, ellos me dicen que es un tiempo apto para las elegías. Estamos suspendidos en un movimiento imaginario. La travesía del nombre apenas ha comenzado.

 

 

 

Verónica Bujeiro es dramaturga, guionista e ilustradora mexicana. Licenciada en Lingüística por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Es egresada del curso de Guión Cinematográfico por el Centro de Capacitación Cinematográfica.

De entre sus obras llevadas a la escena destacan: La tristeza de los cítricos, La inocencia de las bestias, Nada es para siempre Producto farmacéutico para imbéciles. Colabora frecuentemente en publicaciones como Letras Libres y la revista Casa del Tiempo-UAM. Asimismo se desempeña como docente de talleres de dramaturgia y creación literaria.

Ha sido becaria del Instituto Mexicano de Cinematografìa, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y la Fundación para las Letras Mexicanas.

En el ámbito del teatro, ha participado en los programas del Lark Play Development Center (Nueva York), el Instituto de Teatro de Praga y Panorama Sur (Buenos Aires).

En 2002, fue finalista del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo.

Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-FONCA.

Los teatros en la ruta de Cortés

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Si hablamos de cartografía, hablemos del surgimiento del edificio teatral en América, una historia que en realidad nos propone una doble lectura. No será un recorrido exhaustivo, pero espero ilustre los caminos que el teatro profesional español recorrió para instaurarse en el Caribe y en México, antes de que lo mismo ocurriera en Sudamérica y en los Estados Unidos, las otras dos rutas de introducción del teatro en América. No omitimos la influencia del teatro de evangelización y de las propias tradiciones autóctonas en la conformación de nuestros teatros nacionales, pero nos interesa concentrarnos en la tradición instaurada a través del edificio teatral.

Fue en La Española (hoy República Dominicana) donde se llevaron a cabo las primeras representaciones teatrales españolas, a principios del s.XVI, pero los primeros corrales de comedias se establecieron en la Ciudad de México en los inicios de la Colonia. El más antiguo, sin embargo, se conserva en Puebla: el corral llamado actualmente “Gregorio de Gante”, en Tecali de Herrera, que según se cuenta fue construido elrededor de 1540 y aún se emplea para representaciones. Lo importante, en este caso, es identificar el momento en que la población comienza a observar al teatro como un componente de la arquitectura urbana. Los corrales son, por lo general, edificaciones en el interior de una casa que se componen por un patio central, un piso elevado de balconería y un escenario frontal. A diferencia de lo que ocurre con los espectáluos religiosos y cívicos realizados en las plazas públicas, los corrales popularizan las funciones privadas y, por tanto, la profesionalización del teatro para disfrute de criollos y mestizos.

Durante el s. XVII aparecen y desaparecen corrales y coliseos (que así empiezan a llamarse), casi siempre por el cambio de giro del inmueble o por los estragos del fuego, enemigo mortal de los teatros de madera. También surgen las primeras compañías estables (estrictamente españolas), como la del Hospital Real de Naturales, fundada en 1672.

Tenemos que remontarnos a 1753 para consignar la inauguración del primer teatro de América, el Nuevo Coliseo de la Ciudad de México, así llamado porque sustitúa al viejo edificio de madera que funcionó por 30 años. Durante 178 años abrió sus puertas este inmueble, bautizado después como Teatro Principal, hasta que un incendio lo destruyó en 1931, al final de una función encabezada por Joaquín Pardavé. Hay que decir que el Nuevo Coliseo o Teatro Principal no fue sino el primero de una serie de teatros que definirían el estilo de la nueva comedia y el género musical, que comenzaban a popularizarse en la América española.

Hago un somero recuento de algunos de los principales teatros construidos entre fines del XVIII y el siglo XIX, sólo para establecer los ejes de nuestro argumento. Por eso volvemos a Puebla, donde en 1761 se inaugura el Teatro Principal, el más antiguo de los que aún existen y funcionan como tal; de allí vamos a Guanajuato para constatar la apertura en 1788 del Corral de Comedias que más tarde será rebautizado como Teatro Principal (aún existente, aunque modificado); a Mérida donde en 1806 abre el teatro San Carlos (en el mismo predio donde más tarde se asentará el Peón Contreras); a Campeche donde en 1834 se inaugura un teatro de estilo neoclásico que lleva el nombre de la ciudad (actualmente rebautizado como “Francisco de Paula Toro)”, y finalmente a Veracruz, que el mismo año inaugura su Teatro Principal. En Cuba, mientras tanto, se desata una ola edificadora que permite la apertura de los teatros Tacón, en 1838; el Principal, de Camagüey, en 1847; el Sauto de Matanzas, en 1863; y el Irijoa de La Habana (hoy Teatro Martí), inaugurado en 1884. Volviendo a México, cabe consignar también la construcción del teatro Ocampo de Morelia, entre 1828 y 29; la inauguración del teatro de Iturbide en la ciudad de Querétaro (hoy Teatro de la República), en 1852; y el Degollado de Guadalajara, cuya función inaugural tuvo lugar en 1866.

Los datos anteriores nos sirven para identificar un mapa, pero sobre todo una ruta comercial: la ruta comercial del teatro.

Desde que esta disciplina se instauró en América como espectáculo profesional, el negocio estuvo siempre en manos de los españoles, que viajaban al continente para realizar largas temporadas; el teatro criollo o mestizo no gozaba de prestigio y se demandaba entonces la presencia de los profesionales de la península, que arrastraban la fama del gran teatro que se hacía por entonces en la madre patria. Manuel Mañón afirma que el primer actor español instalado en México fue “un tal Navijo”, llegado en 1595, y desde entonces se estableció la costumbre de fijar elencos encabezados por actores migrantes. Viajar al continente resultaba muy caro para las compañías establecidas en la península, por eso la construcción de teatros en la ruta de los viajes a la América constituyó una estrategia magistral para permitir la rentabilidad de obras y compañías.

Desde el siglo XVII y hasta bien entrado el XX, la actividad teatral estuvo dominada por las compañías españolas que emprendían viajes trasatlánticos de muchos meses, a veces de años, instalándose primero en Santiago de Cuba, para realizar después temporadas en Matanzas, Camagüey y La Habana, antes de emprender el viaje a México por la ruta de Mérida, Campeche, Veracruz, Puebla y la Ciudad de México, que constituía la parada culminante para las agrupaciones artísticas. Aunque no era tan frecuente, a veces las compañías seguían la ruta hacia el norte haciendo base en Querétaro, Guanajuato, Morelia y Guadalajara. La permanencia en cada teatro y ciudad dependía del éxito y el tamaño del repertorio de la compañía, aunque de una u otra forma la renta mínima estaba garantizada por el acuerdo de presentación en cada una de las sedes, también manejadas por empresarios españoles.

Propongo concentrar un momento la mirada en este mapa y en esta segunda ruta de Cortés para identificar la forma en que se consolidó esta específica conquista cultural que ha dado forma al teatro hispanoamericano. Resulta sorprendente su fuerza y penetración, al grado de que todavía un siglo después de consumada la Independiencia, en algunos teatros se exigía a los actores el ceceo español.

Cierro con una anécdota leída en Olavarría o en Reyes de la Maza, que podría explicar aquella dependiencia teatral: en 1827 se emitió el decreto de expulsión de los españoles en México y los teatros se desplomaron luego de que artistas españoles que habían fijado su residencia en nuestro país tuvieron que refugiarse en Cuba o volver a Europa. Durante dos o tres años fue imposible contar con los elencos profesionales a los que el público estaba acostumbrado; los actores mexicanos eran rechazados por su falta de experiencia y fatal pronunciación. Ni siquiera los esfuerzos de Lucas Alamán por encargar la conformación de una compañía mexicana profesional acallaron las críticas, de tal forma que el presidente Bustamante tuvo que emitir otro decreto de excepción para que los artistas teatrales españoles pudiesen trabajar en México. A partir de entonces, los teatros volvieron a llenarse de malinchistas.

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Referencias

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10 teatros históricos en Cuba, recuperado en https://www.excelenciascuba.com/noticia/10-teatros-historicos-de-cuba
Mañón, M. (1932), Historia del Teatro Principal, 1753-1931, México, Ed. Cultura.
Moncada, LM. (2010) Diccionario histórico del teatro en México (1900-1950), recuperado en: http://reliquiasideologicas.blogspot.com/search/label/Diccionario%20Histórico%20del%20Teatro%20en%20México%201900-1950
Recchia, G. (1993), Espacio teatral en la Ciudad de México, siglos XVI-XVIII, México, Citru-INBA.
Terán Bonilla, J. El corral de comedias en Tecali de Herrera. Recuperado en:  http://www.revistas.unam.mx/index.php/bitacora/article/download/25191/23679

 

 

 

Luis Mario Moncada (Hermosillo, Sonora, 1963). Dramaturgo, actor, docente, investigador y gestor cultural. Egresado con mención honorífica de la Licenciatura en Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Ha estrenado 35 obras y adaptaciones, así como cuatro series televisivas que, en conjunto, le han valido más de 20 premios nacionales e internacionales, entre ellos la nominación al Premio Emmy Internacional 2010, y el Premio de dramaturgia “Juan Ruiz de Alarcón” 2012. Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés, portugués, alemán, francés e italiano, y se han presentado en escenarios y festivales internacionales como el Festival Iberoamericano de Cádiz, el Festival de Manizales, el Grec de Barcelona, el Festival de las Américas de Montreal, el mítico teatro La Mamma de Nueva York, y el World Shakespeare Festival, realizado en el marco de las Olimpiadas de Londres 2012.

Como investigador ha escrito Así pasan, Efemérides teatrales 1900-2000Diccionario Histórico del Teatro en México (1900-1950) y artículos en revistas especializadas, además de fundar y dirigir Documenta Citru (1995-97), revista especializada en investigación teatral. En 2006 participó en la fundación del portal dramaturgiamexicana.com del que fue su primer director y que a la fecha aglutina a un centenar de autores.

Ha sido titular del Centro de Investigación Teatral “Rodolfo Usigli” (CITRU), del Centro Cultural Helénico, así como coordinador del Colegio de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La Semana Internacional de Dramaturgia Contemporánea, que fundó junto con Boris Schoemann en 2002, es el evento en su tipo más longevo de México. También fundó y delineó el Premio Nacional de Dramaturgia Joven “Gerardo Mancebo del Castillo”, que al momento acumula más de diez ediciones. Actualmente es director artístico de la Compañía Titular de Teatro de la Universidad Veracruzana.

Fragmento de “El Cartógrafo” y “Mapas”

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Cartografo

 

 

Mapas

 

 

Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. Realiza sus estudios superiores de Filosofía en la UNED y de Matemáticas en la UAM. Obtiene la licenciatura en ambas disciplinas en 1988. Amplía estudios en Münster (1990), Berlín (1991)  y París (1992). Se doctora en Filosofía  en 1997 con una tesis sobre Walter Benjamin , “Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin”, por la que recibe el premio extraordinario.

Ha estudiado Dramaturgia con Marco Antonio de la Parra, José Sanchis Sinisterra y en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. Ha sido profesor de Matemáticas en Madrid y Alcalá de Henares, profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y director del seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo en el Instituto de Filosofía del CSIC. Ha dado talleres de dramaturgia y conferencias sobre teatro y filosofía en diversos países. Ha sido miembro del consejo de redacción de la revista “Primer Acto” y fundador del colectivo teatral “El Astillero”.

Actualmente es Director de la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid.

Entre otros ha obtenido los premios Nacional de Teatro (2007), Nacional de Literatura Dramática (2013), Valle-Inclán (2009), Ceres (2013), La Barraca (2013), Premio Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013) y Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales (2016).

 

Bowí Visual Art Group

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By Christopher Stanley

Cartography Cartographic

 Cartography (/kɑːrˈtɒɡrəfi/; from Greek χάρτης chartēs, “papyrus, sheet of paper, map”; and γράφειν graphein, “write”) is the study and practice of making maps. Combining scienceaesthetics, and technique, cartography builds on the premise that reality (or an imagined reality) can be modeled in ways that communicate spatial information effectively.

 In the grand tradition of Art, there is an off shoot called Cartography.  Like the practice of anatomical rendering, cartography allows for the merging of Art and Science and gives the creator the ability to host both tangible and intangible realities sometimes in the same map.  Traditions such as Paper Towns and Trap Streets lend to the idea that both the real and the imagined can exist in the same space.  I think this is what  the great Spanish painter El Greco was touching with his paintings showing the concrete and the immaterial world of the spirit. 

The project before set before you is an attempt to  re-signify lost pathways and connections.  In essence we are attempting to re-make a map that at one time is new, but in another ancient.

The movement back and forth from Chihuahua, Mexico, to Odessa Texas, through the cities of Ojinaga and Presidio

  Tarahumara word for themselves, Rarámuri, means “runners on foot” or “those who run fast”

 


Autora: Gaby Híjar
Título: Mapeo de cicatrices y recuerdos.
Técnica: Collage de fotografía digital.
Año: 2020
Texto de la obra. Tengo una cicatriz en forma de ojo en mi antebrazo derecho. Mi mamá dice que me pico una araña, yo no lo recuerdo. Tengo dos cicatrices en el brazo derecho de la vacuna TB, dicen que la primera no me hizo reacción y cuando me la pusieron de nuevo reaccionaron juntas. Tengo una cicatriz más grande en mi rodilla derecha, tuve una reacción alérgica a otro piquete de araña, apenas recuerdo estar acostada en el cuarto de mis papás con la pierna hinchada cuando un doctor me revisaba. Tengo otra cicatriz en la barbilla, recuerdo que me gustaba balancearme entre dos muebles apoyándome de los brazos, un día me di demasiado vuelo y me abrí la barbilla al golpearme con el suelo. Tengo una cicatriz en la mano derecha, me corté con un cutter haciendo una escultura. Ninguna de esas cicatrices son éstas.
Gaby Híjar originaria de Creel, Chihuahua, México nació en el año de 1990.  Estudió su licenciatura en artes plásticas con la especialidad de escultura en la Universidad Autónoma de Chihuahua del 2008 al 2013. En el 2015 comenzó su maestría en artes con especialidad en Cerámica y metales pequeños en la universidad Stephen F. Austin State University de Nacogdoches, Texas. Su maestría en producción tiene pase a doctorado directo por lo que se graduó del doctorado en el 2018, mismo año en el que realizó dos residencias artísticas, la primera en Hofsós, Islandia y la segunda en la ciudad de México. En el 2019 ingresa como docente a la Facultad de artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua impartiendo materias a nivel licenciatura y maestría de escultura, teoría e historia del arte, arte y cuerpo, arte sonoro entre otras.

 


 

Autor: Javier Espinosa Mómox
Título: Mi cuerpo es mi tierra
Técnica: Ilustración digital
Año: 2020

 

Francisco Javier Espinosa Mómox (Puebla, Mexico; Enero 28, 1989). Licenciado en Artes Visuales por la Facultad de Artes Visuales de la Universidad Veracruzana (2014). Especializado en técnicas y materiales cerámicos incluyendo la técnica tradicional de la Talavera Poblana siendo artista residente de Uriarte Talavera (Puebla) donde cuenta con dos colecciones de autor en venta permanente. Sus diseños y patrones constituyen una exploración de los límites entre los objetos artesanales, el diseño endémico y étnico, y el Arte en el campo de la cerámica. Su trabajo también gira en torno a la escultura, el dibujo y la instalación, su obra ha sido exhibida tanto colectiva como individualmente en Xalapa, Ciudad Mendoza, Puebla, Ciudad de México y Dallas donde, en 2016, fue artista residente como parte de la exhibición Clay between two seas. En 2017, formó parte del segundo encuentro nacional de Jóvenes Creativos, Lazos por la inclusión. En 2018 fue aceptado en el programa de maestría en materiales cerámicos y vítreos del Royal College of Art en Londres Inglaterra.

 


 

 


Autor: Ramón Deanda

 

Título: El gran sacrificio por la libertad
Técnica: Relief Printmaking
Año: 2018

 

Título: Rumbo al paraiso
Técnica: Óleo
Año: 2016

 

Ramón Deanda estudió en la Universidad de Texas—Permian Basin. Y la maestría la obtuvo en la Universidad de Alabama. Actualmente, es maestro de Arte en una escuela prepataroria en el oeste de Texas.

La tierra desolada

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Al haber nacido y habitado la mayor parte de mi vida en una ciudad donde tiembla con frecuencia, el tema de los terremotos me conmueve particularmente. Escribir sobre eso — la impresión, el miedo, y, en mi caso, la fobia que causan los movimientos telúricos, sean trepidatorios u oscilatorios, nos sorprendan de día, de noche o de madrugada, sin la advertencia de la alarma de la ciudad con su voz masculina de guerra mundial o con su puntual sirena que concede el tiempo justo (a veces) para bajar escaleras y abrir puertas a la calle—, parecería no sólo necesario sino también fácil. Pues lo cierto es que he escrito muy poco sobre mi experiencia con los temblores y prefiero leer lo que otros poetas, ensayistas, cuentistas, novelistas y cronistas han escrito al respecto. Tampoco me niego a ver documentales y películas que reproducen los momentos de terror y posterior desolación que éstos dejan. Entre los poemas que más me han impresionado sobre el tema está Agadir (1961), de Artur Lundkvist.

Quien lo haya leído, recordará sus fuertes imágenes desprendidas del terremoto que el 29 de febrero de 1960 devastó barrios enteros de esa ciudad marroquí, dejando, por lo menos, 15,000 muertos. El poeta sueco, quien vivió en carne propia ese terremoto junto a su esposa, escribió, en cuestión de dos semanas, y bajo el vértigo de los recuerdos más trágicos, un poema largo y extraordinario. En éste, la oscuridad profunda, sin vestigio de luz, es la noche, y también, el miedo a lo desconocido, a la fuerza devastadora de la naturaleza y, detrás de ello, al dolor físico y a la muerte.

En cuanto cesa el terremoto, descrito con inigualable fuerza por Lundkvist, y todo se sume bajo las tinieblas que el poeta equipara a un frío mortal envuelto por un polvo que cierra la garganta, es la aparición de una primera luz, de una segunda, de una tercera, lo que parece devolver la esperanza de vida. ¿Qué luces son esas? ¿De dónde provienen? Las primeras, de faroles llevados por personas que parecen extraviadas; las segundas, luces de una bicicleta “que avanzaba penosamente”, y después, más distantes, las de los faros de un coche. Se encenderá asimismo, tras apagarse y prenderse, la luz detrás de una ventana, pero también emergerán, casi al mismo tiempo, los gritos, y en una habitación vecina del hotel en el que se hospeda el matrimonio Lundkvist, la luz de una vela iluminando a dos viejos que se visten en medio de la destrucción, y en otra: “… una mujer joven, rendida y sola, entre los escombros, encendiendo cerilla tras cerilla”.

Para esas primeras luces, los adjetivos que emplea el poeta, aunque constituyan símbolos de vida, también expresan duda. Son “errantes”, “inseguras”, “vacilantes”, “desparramadas”, “difusas”, y habrá que esperar la luz natural: “Una noche prehistórica, una interminable espera del alba,/ espera de la luz del día, espera del sol, espera del mundo del orden,”.  En este poema poderoso el día se nos presenta como la posibilidad de recomenzar aún en medio de la pérdida. Los sobrevivientes, a quienes describe sentados frente al mar en la noche, recibiendo de frente la brisa y soportando réplicas del terremoto pero bajo la bóveda del cielo, ya sin ningún techo que pueda derrumbárseles encima, quedan pasmados, y sólo al amanecer  “los grupos se rompían, se movían como una materia en ebullición, arrastrados en diferentes direcciones por los rayos de luz”.

Lo impresionante en Agadir con respecto al tratamiento de la luz es que ésta transita por muy distintas fases. Ya las luces primeras, en medio de la total oscuridad que se instaura en la ciudad tras el terremoto, son no estables, provengan de faro, de linterna, de vela o de cerillo. Y aunque la luz del día, al romper, impulsa a los sobrevivientes a levantarse de entre las piedras para echar a andar, lo harán para buscar a sus heridos, a sus desaparecidos y a sus muertos, así como para comprobar que sus casas se han derrumbado. Lo terrible del poema estriba en que es, justamente, bajo la claridad de la luz, donde se recorre la devastación. Acaso uno de los versos menos duros es el que dice “las ratas dando vueltas, perdidas y blancas a la luz del sol, desvergonzadas,” y en la ciudad destruida donde proclama la ausencia de Dios, se pregunta: “¿Tengo que darle las gracias a Dios por haberme salvado?”

Poema, pues, de la verdad, Agadir no miente sobre lo que sucede y tampoco sobre lo que ve. No calla lo que duele: el sufrimiento de los otros es un permanente sobresalto y un recordatorio de la fragilidad humana. Al momento del terremoto, el poeta cae de la cama (no recuerda si por la fuerza del temblor o porque él se tira al piso), y, con los brazos sobre la cabeza, en la boca del lobo, escucha cómo todo se derrumba a su alrededor. Cree y siente que va a morir: “somos sonámbulos a punto de despertar en el momento de la muerte, justamente cuando caemos en la oscuridad que es igual que la luz,/ cuando la membrana del espejo de nuestra conciencia se rompe y el vacío se funde en el vacío”.

Osadía de fundir la luz y la oscuridad, Agadir se vuelve, en esa parte del libro, reunión de contrarios y texto de anagnórisis, del instante eterno en el que, quien cree que va a morir, experimenta una conversión. El poeta habla entonces de Dios, de un Dios que manifiesta su existencia a través de su poder y, sobre todo, de su voluntad. Un Dios que, en su caso, no se había manifestado nunca así. Tras esa conversión que nace del reconocimiento de la insignificancia del hombre, Lundkvist se abre a la compasión, y lo hace contando historias de otros al momento de la tragedia. Si fueron reales, se las contaron o las imaginó, poco importa; necesita escribir sobre el gato atrapado vivo: “sus llameantes ojos verdes no le servían de nada en este bloque de tinieblas sin el más mínimo rayo de luz”, y que finalmente, tras días y días de espera en el refugio de un armario, logra saltar al exterior cuando se abren las ruinas; sobre la novia de quince años que enviuda el mismo día de su boda; sobre el panadero que gracias a su oficio sobrevive tras nueve jornadas de agónico encierro; sobre el hombre herido que rescatan entre perforadoras, y que cierra con esta imagen: “y en la luz cegadora se agrietaron las tinieblas como una cáscara de huevo”.

Siempre la luz versus las tinieblas, la ciudad de Agadir se convierte aquí en “la ciudad blanca de la vida y de la muerte, vida y muerte unidas en un solo cuerpo”, al igual que la luz de la revelación en el instante más oscuro del terremoto que nos somete.

Poema de piedras, de rosas que no pueden respirar sin aire, de animales que presienten el temblor de tierra, Agadir es, también, poesía de señales ¿y de premonición? Por algo cierra así: “Agadir,/ preparación, advertencia/ de lo que quizá nos espera: la gran aniquilación,/ el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la/ muerte desvaneciéndose en el espacio…”

Los grandes poemas trascienden la experiencia personal del autor, aunque por su naturaleza puedan ser descriptivos, históricos, anecdóticos, y lo consiguen, quizá, porque esa experiencia única, que podría permanecer hecha un nudo, se destraba y se extiende en una larga, casi infinita cuerda, semejante al horizonte en el mar. En eso radica, también, la generosidad del poeta: en su deseo y en su voluntad de expandir imágenes y resonancias que después todos podamos mirar y escuchar.

El mismo día del temblor del 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, salí corriendo de mi departamento de 1937 en la colonia Hipódromo-Condesa, con el pulso acelerado y convencida de que iba a morir junto a mi esposo sin alcanzar la salida a la calle. Fue tal el impacto, que esa misma noche, con una maleta pequeña a rastras, nos fuimos para no volver. Ese día, antes de irnos al sur de la ciudad, caminamos una buena parte de las colonias Roma y Condesa y lo que fuimos viendo, y a quienes fuimos viendo, nos transmitían desolación: todo fue cerrando, no había ni un baño a donde ir a orinar; y a medida que fue oscureciendo, no se encendieron las luces. Cuando nos subimos a uno de los pocos metrobuses que pasaron, en la parada de Sonora, frente a un pelotón de soldados que descendía de un camión, y a unos pasos de un edificio ya en escombros, me sorprendió que fuera casi vacío: nosotros dos, y una familia de tres, con su perro y dos maletas, también huyendo de aquella desolación. Me tomó casi tres años convencerme de que podía dormir otra vez en ese antiguo departamento, al entender que era poco probable que en esas dos o tres noches elegidas se presentara otro temblor de ese calibre. Sé que me atreví, en buena medida, por haber leído Agadir por segunda vez, después de 20 años de no haber abierto ese libro publicado por Seix Barral, con su triste portada, y en la espléndida traducción de Francisco J. Uriz.

La Ciudad de México ahora, en tiempos de la Covid, llegó a lucir, también, desolada, especialmente en los meses de abril y mayo de 2020. Recorrer sus avenidas principales con casi todos los comercios cerrados, los parques y plazas acordonados, el reducido transporte público y los pocos transeúntes, me recordó las horas y los días posteriores a los terremotos más fuertes que ha sufrido la ciudad. Me recordó lo imprevisible. Cada vez que pasaba por un anuncio hecho con grandes letras de plástico sobre avenida Insurgentes, ponía en duda, aunque fuera por unos segundos, su mensaje: “Vivir es increíble”.

 

 

Claudia Hdez. de Valle-Arizpe es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM, ha publicado once libros de poesía y tres de ensayo. En 1997 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta por su libro Deshielo. Poemas suyos aparecen en no pocas antologías y han sido traducidos al inglés, neerlandés, francés y chino mandarín, entre otras lenguas. Por Perros muy azules obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada 2010. Ganó el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2015, en poesía, por A salvo de la destrucción. Ha sido Coordinadora Cultural de La Casa del Poeta “Ramón López Velarde”  y es miembro activo del Sistema Nacional de Creadores de Arte de su país.

La cueva de ropa

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Era un lugar que quedaba lejos de todas partes. La entrada, casi al ras del piso, fue construida por miles de soldados, entre mi cama y las camas de mis hermanas. Para abrir la puerta había que llorar o reír, sino no valía. Esa era nuestra contraseña sagrada de Alí Babá.

Un sábado a la tarde llovía coronitas en el patio. El salpicar era más fuerte que todos los sonidos del mundo. Una por una, desaparecían las canciones de los pajaritos que vivían en el pino de la flaca, las voces de la radio en la cocina y las explosiones de las chapas que se estrellaban en la calle, voladas por el viento.

María Cecilia tenía miedo por la tormenta y sin querer abrió la puerta de la cueva de ropa. Como estábamos aburridos, nos metimos los tres. Para no perdernos, enroscamos una sábana y la usamos como soga. Cada uno tenía que agarrarla fuerte con las manos.

El túnel iba para abajo. En su oscuridad flotaban estrellas infinitesimales. Eran átomos y células —les expliqué a mis hermanas. El suelo también brillaba, porque estaba hecho de pepitas de oro.

Tiempo después, leí Viaje al centro de la Tierra, y supe que todo lo que contaba Axel Lidenbrok era verdad, porque la cueva de ropa también pasaba por bosques de hongos gigantes, también era habitada por dinosaurios y terminaba en el mar.

Pasaron los años y ahora soy grande.

Veo la nada desde mi balcón. Es de noche y llueve. Tengo la pierna en alto contra la baranda, porque me desgarré un gemelo. El viento sopla fuerte igual que en la Provincia; la zanja, crecida, arrastra hojas de paraísos y estrellas federales; el farol de la esquina se apaga.

Esta lluvia y esta noche hacen buena pareja con aquella lluvia y aquella noche. Imagino que tal vez se están mezclando a través del agua y que estas gotas que caen sobre mis manos son en realidad aquellas que caían en el patio de Celina.

Esta negrura que veo desde el balcón tiene forma de cueva. Eso me da cierta esperanza. Para abrir la puerta, primero pruebo llorando, pero tanta agua lava las lágrimas; después pruebo riendo, pero la risa es falsa, y la puerta no me cree.

Decepcionado, entro de nuevo al living y cierro la ventana del balcón. Voy a la cocina, tomo agua y apago la luz.

El sueño me llevará hacia el campito.

Caminaré despacio, porque seré un anciano. Miraré las golondrinas que volverán oscuras hacia el norte. Estaré tan débil y sediento que la sombra de un árbol me aplastará las piernas.

Caeré al piso y me fracturaré la cadera. Escucharé entonces el crujir de las piedras de tosca expuestas al calor del verano y me parecerá que hablan. La muerte me resultará algo imposible, una especie de cuento.

Horizontal sobre la gran esfera, recordaré el nombre de mis seres queridos y pensaré, afiebrado, que sus caras desfilan en la luz.

Hablaré con ellos y les contaré cosas. Pero sólo me devolverán silencio y la charla en realidad será un monólogo lento, entrecortado.

De pronto, el cielo se tornará gris, gris oscuro y después negro y en el horizonte por fin aparecerá la tormenta. Las coronitas que caían en el patio de mi infancia ahora lo harán en el campito. Los pájaros desaparecerán y los brillos se apagarán.

Pasarán varios días y otras personas me encontrarán. Alguien me reconocerá:

—Es Juan Diego Incardona, el escritor de Villa Celina.

Primero comprobarán mi muerte. Después intentarán levantarme. Pero no será fácil. Mis pies estarán semienterrados en un suelo más duro de lo habitual. Ellos no sabrán que ese suelo en realidad está hecho de baldosas rojas y amarillas del patio de mi casa.

Cada vez más gente se acercará para ver mi cadáver. Las personas me rodearán y debatirán cómo hacer para sacarme de allí.

El rigor mortis será tan fuerte que no podrán despegar la mano de mi pecho.

Mis abuelos Giuseppe y Lucía vendrán a buscarme. Yo les preguntaré por mis hermanas y me dirán que ellas me esperan en la cueva de ropa, que para entrar sólo tengo que reír o llorar.

 

Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió la revista El interpretador. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Melancolía I (2015), Las estrellas federales (2016) y cuentos en distintas antologías, diarios y revistas. Actualmente, dicta talleres literarios, coordina un ciclo de cine en el ECuNHi (Espacio Cultural Nuestros Hijos) y realiza actividades en escuelas y bibliotecas populares, en representación de la conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).

En primera persona

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Para hablar de situaciones encontradas, o esos episodios de la vida que se te presentan simultáneamente, entrecruzados, enredados, entrelazados, y que confrontan tus sentimientos, tu disposición, tu desempeño y hasta tus principios y que, en todo caso, te animan y te inquietan al mismo tiempo, voy a poner como ejemplo la carta que me escribió Isabel y que desató estas reflexiones.

          A la vez que me da la buena noticia de que ha contratado mi libro, me advierte que, dada su naturaleza de testamento literario, como yo misma me refiero a él, tendré que viajar a Barcelona a presentarlo. Comunicación que de inmediato contrapone mi gusto a mi angustia, situación encontrada que Isabel refuerza al recordarme que, contratar este libro mío, ha sido su última gestión como agente literaria pues, al haber cumplido ahora cinco décadas de dirigir la agencia, se retira. “Nunca me voy a despedir de ti, siempre te daré solamente la bienvenida”, me escribe, y firma.

          Ha pasado el tiempo. Mi vida ha cambiado en uno y en tantos sentidos. Empecé a ser autora de Isabel en 1985, no con el primero, pero sí con el segundo libro que publicaba, en momentos en que lo obvio, lo plano, lo tópico, era que los más bienintencionados de mis colegas dictaminaran que semejante logro no se debía sino a que yo era la escritora joven y principiante, casada con el escritor mayor y reconocido. Perceptiva deducción que, desde un principio, y después con el buen acuerdo de Isabel, contrarresté al oponerme, desde aquella tierna época, a que en las solapas de mis libros apareciera el dato, no sólo de con quién estaba yo casada, sino de quién había sido yo discípula. El anticipado y clarividente entendimiento de Isabel a esta circunstancia mía, su comprensión total de la paradoja específica que en adelante conformaría mi existencia, desató una amistad entre nosotras que el tiempo que ha corrido no ha hecho sino incrementar. A lo largo de los treinta y dos años que duró mi matrimonio, que terminó cuando él murió, viajé con mi esposo por el mundo y, cuando a Europa, siempre con escalas, en ocasiones de meses de duración, en España, en especial en Barcelona. Y si me ocupo de registrar estos hechos es porque bien podrían poner en cuestionamiento la aprehensión que ahora experimenté cuando, en su carta, Isabel me advertía que fuera preparando mi viaje, pues tenía que estar presente para el lanzamiento y la subsecuente presentación de mi testamento literario, cuya contratación, me recordaba, representaba la última gestión que ella habría hecho como agente literaria, pues se retiraba. Si es cierto que, desde que enviudé, he vuelto a viajar, también es cierto que, en comparación, ahora mis viajes han sido de más corta duración y, además, menos frecuentes, aparte de que tampoco han incluido necesariamente a España ni, específicamente, a Barcelona, ni en su planteamiento ni en su realización. Por otro lado, aún cuando buena parte de esta nueva etapa viajera mía, la hice, por fortuna, en compañía de W, mi nueva pareja, cuando se trataba de alguna invitación mía y él no podía acompañarme, viajé sola, pero con una angustia tan profunda que no tardé en admitir que, a pesar de mi larga experiencia de viajera, era un hecho que yo no sólo no sabía viajar, y todavía menos si viajaba sola, sino que viajar se había convertido en una necesidad, o una responsabilidad, que, a mí, simplemente no me gustaba, y que, como podía confirmar, con el paso del tiempo cada vez me gustaba menos, aun cuando se planteara como un viaje de placer. Realidad que se ha ido agravando a tal extremoso grado que en las ocasiones, por raras que por fortuna sean, en las que he recibido alguna invitación, no comunico el caso a mi pareja, por temor a que él, que desde que nos unimos se ha empeñado en hacer valer, o en que yo misma reconozca y ejerza, mis facultades de independencia y autonomía, por frágiles que, de nacimiento, estas condiciones sean en mí, me compela a aceptar y, en consecuencia, me orille a viajar y enfrentarme, sola, a la realidad que me depare la situación.

           Sin embargo, la oportunidad de viajar que Isabel me planteaba en su carta tenía tal peso en sí misma, por tantas razones, encabezadas por el atractivo que ejercía en mí presentar allá mi testamento literario, que le expuse a W el asunto completo, con apenas una que otra maña en la exposición. En un disimulado, pero desesperado, intento de que él se compadeciera de mí y me liberara del conflicto que la carta de Isabel había provocado en mí, lo más seductoramente que pude le pregunté si me acompañaría. Con no poca dulzura me contestó que yo sabía de sobra que no, que no me acompañaría, que, incluso, yo conocía muy bien las razones por las que él no podía acompañarme. “¿Ni siquiera porque se trata de ir a Barcelona?”, que es su ciudad natal, insistí. Pero insistí inútilmente. Y lo cierto es que así fue cómo, en vez de que él condescendiera ante mis vacilaciones y me apoyara a no viajar, lo que hizo fue, digamos, aliarse intuitivamente con Isabel y, después de opinar que a mi edad y como la escritora que a estas alturas yo debería asumir que soy, ya era hora de que me dejara de inseguridades y que, sencillamente, me concentrara en preparar mi viaje. Para animarme, me aseguró que todo iba a salir bien y que, como no negaré que suele sucederme, una vez del otro lado del Atlántico yo misma iba darme cuenta de que todos y cada uno de mis temores y desvelos habían sido, una vez más, en vano.

          Acepté, o cedí, o me resigné, pero no sin establecer con W las condiciones más sólidas de las que pude echar mano para justificar mis dubitaciones, además de para armarme, aunque sólo fuera apenas, con un poco de seguridad.

          La primera condición que te pongo, W, es que, en vista de que acepto que tú no me acompañes, viajaré únicamente si puedo cruzar el Atlántico acompañada, y entonces hacerlo por lo tanto y siempre que mi plan sea factible, acompañada por mi hermano L. (Aunque a mis cuatro hermanos les aplico al menos uno de los “pensamientos mágicos”, el que sostiene que, si estoy a su lado, no me puede ocurrir nada negativo, a L, mi hermano el que vive en Zurich, y quizá porque es el mayor, aparte le aplico otro de estos “principios mágicos”, el de que a él mismo no le puede ocurrir, nunca, nada negativo. Por más conciencia que yo haga de lo absurdo que, a mis setenta años, resulta aplicar estos principios, que son los que les abren camino y guían y orientan y protegen a los niños, confieso que yo sigo aplicándolos. Y advierto que abarcan absolutamente todos y cada uno de los aspectos de la existencia de una persona. Así, a quienquiera que yo se lo aplique, se convierte, para mí, en alguien que, por ejemplo, no se puede enfermar y tampoco puede fracasar en lo que sea que fuera su quehacer en la vida, cuando no llego al extremo de presuponer que tampoco puede sufrir un accidente y que, por extensión y en pocas palabras, no se puede morir.)

          Como el editor contemplaba que la presentación de mi libro fuera en el mes de enero, en cuanto se asentaron mis emociones encontradas, le escribí a mi hermano que, aun cuando vive en Zurich, durante las fiestas de fin de año tradicionalmente pasa, con su familia y con nosotros, un mes largo aquí, en la Ciudad de México. Le pregunté exactamente cuándo tenía previsto su regreso a Zurich, ahora que viniera en diciembre, pues yo estaba invitada a presentar mi libro en Barcelona a principios del año nuevo y mi intención era no atravesar el Atlántico a menos que pudiera atravesarlo acompañada, es decir, acompañada por él y su esposa, mi cuñada M. Y lo cierto es que, con el dato que a vuelta de correo me mandó, pude establecer con el editor la fecha de la presentación de mi libro.

          De este modo, una vez cumplida la primera de las condiciones sine qua non que le expuse a W, la de que viajaría porque viajaría con mi hermano, armé la segunda, que lo concernía directamente a él y que, de aceptara, aliviaría aún más la intensidad de mis inquietudes. En todo caso, consistía en que los quince días que yo pasaría entre Zurich y Barcelona él debía pasarlos en la casa de Cuernavaca, en donde trabajaría más distendidamente que en la Ciudad de México, y en donde pasaría mejor el tiempo. Además de trabajar en su exposición Juego de letras, con intención de terminarla, durante los días de mi ausencia tendría que escribir las palabras de aceptación del Doctorado Honorio causa que la Universidad Iberoamericana le acababa de otorgar, y con el que, a mi regreso del viaje, en momentos en que él estaría cumpliendo ochenta y siete años de edad, lo investirían. Me tranquilizó visualizarlo entre su estudio luminoso y el jardín, luminoso también, con sus entretenimientos de siempre, la prensa, la lectura, la música, además de los específicos de Cuernavaca, la piscina, los perros y los gatos. Asimismo me tranquilizó que W estuviera de acuerdo con mi plan, por más que entonces me dejara sin excusas para seguir sosteniendo que la carta de Isabel había desatado en mí sentimientos encontrados, como era por una parte el deseo de presentar mi libro, y, por otra, la inquietud de viajar, de viajar sin W, de dejar solo a W.

          En este punto empecé a organizar la constelación de responsabilidades que tendría que atender al mismo tiempo que me preparaba para el viaje. Responsabilidades de todo tipo, desde habilitar la casa que nos acababa de entregar el arquitecto y que mi hermano y su familia estrenarían (mientras W y yo empacábamos la casa de Dulce Olivia, en Coyoacán), hasta escribir las palabras que, como invitada, yo leería en Guadalajara en el homenaje a mi amiga poeta Ida Vitale, consagrada a los noventa años con el Premio Reina Sofía, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el Premio Cervantes; desde acabar la autobiografía intelectual que me solicitó un editor y enviársela, hasta adelantar las colaboraciones al diario en el que colaboro y que tendría que enviar desde el otro lado del Atlántico. Atender estas responsabilidades, todas, y atenderlas simultáneamente; atenderlas, todas, con la atención y la dedicación absolutas que cada una requería; atenderlas, todas, a riesgo de las consecuencias que me deparara atenderlas con las inevitables y crecientes prisa y angustia que experimentaba ante la perspectiva y la inminencia del viaje. Como ejemplo de estas consecuencias, mencionaré la más grave, que sencillamente consistió en no haber podido leer las pruebas de la autobiografía intelectual que el editor me mandó la víspera de que yo saliera de viaje. (A pesar de que fue una omisión mía, en su momento lamentaría tanto mi descuido que no lograría asumir ni mucho menos celebrar su publicación, de la que incluso casi reniego, si no fuera porque, meses después, Ediciones Era la publicó sin mancha.) En contraste, menciono el desafío más grande que enfrenté, y del que por fortuna sí salí airosa, en esos días en que me preparaba para viajar. Consistió en idear la forma en la que debía dejar preparados los medicamentos que W tomaría a lo largo de los quince días que duraría mi viaje, que fue quizá la responsabilidad que me entretuvo más especialmente. El logro de haberlo resuelto me reconforta al grado de aumentar la confianza en mí misma, como quizá ninguno de los cumplimientos de mis otras responsabilidades consiguió hacer. (Busqué un tarjetero con al menos quince hojas o columnas verticales, una por día, con cinco tarjetas individuales y apartados horizontales cada una; el primero, para las pastillas que W toma en ayunas; el segundo, para las que toma con el desayuno; el tercero, para las que toma con la comida; el cuarto, para las que toma con la cena; y, el quinto, para la sublingual, que toma justamente antes de dormir. En la tapa interior del tarjetero, afiancé los datos del cardiólogo que lo trata y, también, una lista con los nombres de los medicamentos y la manera en la que administrarlos. Verticalmente, en la parte superior de cada columna, un indicador de la fecha; horizontalmente, al lado de las cinco hileras de tarjetas, un indicador del momento del día en que tomar las correspondientes pastillas, grageas, cápsulas.)

          Una vez del otro lado del Atlántico, en Zurich, en casa de mi hermano y mi cuñada, en donde estaría la semana previa a la que pasaría en Barcelona, alternaba mis paseos por la ciudad y las montañas nevadas, abrigada para el invierno que corría, con la atención que debía a todavía más responsabilidades, tanto las que habían quedado pendientes como otras, nuevas, que se me fueron presentando de la manera en la que se manifiestan a todo aquel que esté presente y en acción en la vida. Entre las nuevas, varias ya encaminadas a preparar la presentación de mi libro, que era el motivo central del viaje. Hablaba con W diariamente, una o dos veces al día, hablaba con Isabel todos los días, nos oíamos reír, las dos incrédulas ante la realidad que vivíamos, ante la proximidad de nuestro significativo encuentro, significativo por tantas razones.

          La primera responsabilidad que atendí una vez en Zurich fue la que habría de marcar, con mayor intensidad que ninguna de las otras, el más profundo carácter del viaje, que, como pude prever desde que recibí la carta de Isabel en la que me inducía y casi me exhortaba a viajar, y como confirmo al escribir estas líneas, consistió simplemente en la definición última de mi identidad. Soy como soy. Tómame o déjame, Oh, Vida!, Oh, Amor, Oh Literatura. Soy como soy. Y lo que propició la revelación, por más que una revelación anunciada, aunque tímidamente, constantemente a lo largo de mi septuagenaria existencia, fue la entrevista que desde Madrid me hizo Javier Rodríguez Marcos, para la columna “En pocas palabras”, de Babelia, de El País, que se publicó el 08 de febrero de 2019, titulada con mi respuesta a la pregunta de qué libro me habría gustado escribir, “Me gustaría haber escrito Rinconete y Cortadillo, de Cervantes.”

          Esta entrevista se trata de un parteaguas tan claro en mi camino que a continuación la transcribo completa.

P: ¿Qué libro le hizo querer ser escritora?
R: Son dos: The Catcher in the Rye (1951), de J.D.Salinger, y Rayuela (1963), de Julio Cortázar.
P: ¿Y cuál ha sido el último que le ha gustado?
R: The Life of Images: Selected Prose (2015), de Charles Simic.
P: ¿Qué libro ajeno le habría gustado escribir?
R: Rinconete y Cortadillo (1613), de Cervantes.
P: ¿Uno que no pudiera terminar?
R: ¿Sólo uno?
P: De no ser escritora, le habría gustado ser…
R: Escritor.
P: ¿Cuál es el último libro que ha entrado en su biblioteca para quedarse?
R: Shop Talk: A Writer and his Colleagues and their Work (2001), de Philip Roth.
P: Antes que la Academia Sueca, usted destacó los valores poéticos de Bob Dylan. ¿A qué otro músico le daría el Nobel?
R: A Leonard Cohen.
P: ¿Qué cuento triste posterior a la salida de su antología incluiría ahora en ella?
R: “En la azotea desnuda”, en mis Vidas en vilo (2007).
P: ¿Qué tres libros de la literatura mexicana reciente recomendaría?
R: Lunas (2010), La dueña del Hotel Poe (2014) y La buena compañía (2017), los tres, de Bárbara Jacobs.
P: ¿Cuál es la película que más veces ha visto?
R: The Hours (2002), de Stephen Daldry.
P: Si tuviese que usar una canción como autorretrato, ¿cuál sería?
R: Oscilo entre Cry Baby, de Janis Joplin, y Mother, de John Lennon.
P: ¿Qué encargo no aceptaría jamás?
R: Ser una escritora fantasma, es decir, escribir en nombre de otra persona.

Y esta entrevista es un parteaguas en mi identidad porque la contesté con auténtica espontaneidad, desde el fondo más profundo de mi ser, sin otra consideración ante mí misma que la de decir la verdad y, en atención al requisito que me hizo el entrevistador, la de contestar con la mayor precisión y con la menor cantidad de palabras posible.

          Y la experiencia es parteaguas en mi identidad porque la acabó de definir. Soy como soy, me oí declarar para mis adentros al enviarla, absolutamente despejada del temor, la prudencia, el mejor juicio, de revelar verazmente lo que yo pienso, lo que yo siento, lo que yo aprecio, lo que yo sé, en su dimensión real, por osado y hasta escandaloso que pudiera resultar mostrar a este grado mi desnudez. Aun cuando todo lo que hubiera sostenido hasta ese momento hubiera sido auténtico y veraz, me despedí para siempre de la actitud de sostener lo que hasta entonces creí que se esperaría que yo sostuviera, que yo pensara, que yo sintiera, que yo apreciara, que yo supiera. Quiero decir que respondí sin trabas, que, como dicen, me solté el pelo, me desnudé. No ignoro ni oculto que el parteaguas del que hablo, por más intensa y sorpresivamente que a mí misma se me hubiera presentado, como de hecho sucedió, en realidad se tratara del resultado de un proceso, de la respuesta anhelada, anticipada, anunciada al ánimo indagatorio con la que siempre viví. Pero lo cierto es que al poner punto final a la entrevista, y de profundidades recibir la revelación de que Soy como soy, verdad que pronuncié en silencio, asombrada y agradecida, supe finalmente que al reconocer que Soy como soy reconocía mis aciertos tanto como mis equivocaciones, mis principios tanto como mis contradicciones; que al reconocer que Soy como soy reconocía tanto mi conocimiento, como mi ignorancia. Al reconocer que Soy como soy reconocí, igualmente asombrada y agradecida, que si soy sensible, como siempre he sido, honesta, soñadora, responsable, también soy, y por lo visto tampoco dejaré de ser nunca, una atormentada, como siempre he sido, insegura, dubitativa, como siempre he sido. Soy como soy.

Es claro que cuando recibí la carta de Isabel, decisiva para que yo hiciera el viaje a Barcelona a presentar mi testamento literario, no imaginaba cuál era el verdadero centro de la meta hacia la que me dirigía. Sin embargo, si pienso en la naturaleza del libro que iba yo a presentar, podría deducir que me encaminaba a presentarme a mí misma como si me presentara a mí misma ante el notario antes de exponerle las particularidades que constituyeran mi herencia.

          En todo caso, al recibir y contestar la entrevista en Zurich, días antes de mi llegada a Barcelona, sin haberlo previsto, cumplí con el punto decisivo en el significado final del viaje. Mientras tanto, a la vez que convivía con una familiaridad muy especial con mi hermano y mi cuñada, y paseaba con ellos por la ciudad y por las montañas nevadas, atendía una que otra responsabilidad ajena al viaje, pero que, al haberlas empezado a atender durante los días previos a mi llegada a Barcelona, y días, precisamente, en los que yo había alcanzado la revelación de mi identidad, se incorporaron a esta conciencia de que Soy como soy.

          Así, desde Zurich, como pareja de W que soy, y porque Soy como soy, complaciente de naturaleza y por convicción, para nada desafiante, cada vez más atenta únicamente a mis propios principios de lo que significa ser una mujer y una escritora libre, independiente y autónoma, a solicitud de los organizadores de la ceremonia de doctorado que la Universidad Iberoamericana preparaba para W en la Ciudad de México, animadamente conformé y envié la lista de invitados que, en nuestras llamadas diarias, pulí con W. De igual modo, como viuda que soy de T, y porque Soy como soy, desde Zurich atentamente escribí la carta de recomendación que, desde la Universidad de California, me pidió PB, crítico de arte argentino, escritor, investigador y profesor de literatura, que treinta años atrás fue alumno de mi esposo en la Universidad de Stanford, el más destacado de sus alumnos de aquel curso, para su solicitud de una beca en la Universidad de Princeton, que es la que tiene los papeles de T, con el proyecto de una investigación precisamente sobre el que considera su más rememorado y más reconocido maestro. Si, porque Soy como soy, confiaba en el buen resultado que pudiera tener la lista de invitados que armé para investidura de W en la U. Iberoamericana, porque Soy como soy, en cambio, dudaba del resultado que pudiera tener en la Universidad de Princeton mi carta de recomendación para el estudioso de T.

          Bueno, y en esos añorables y añorados días en Zurich, en los que me supe como nunca parte natural de mi hermano y mi cuñada, compenetrada sin miramientos en su vida diaria, quizá por lo mismo, logré contestar una carta decisiva para el proyecto que tengo entre manos de donar mi biblioteca y mis papeles, respuesta que en los días previos al viaje, atestados de tensiones y quehaceres como estuvieron, me había sido imposible conformar, a pesar de su importancia, a pesar de la necesidad que tengo de atender el asunto.

           Como debía ser, por supuesto, mientras tanto igualmente preparé mi llegada a Barcelona. Estuve en contacto permanente con la encargada de la editorial de organizarme entrevistas en los medios previos a la presentación. Del mismo modo, por supuesto, mientras tanto igualmente entretejí el envío de invitaciones a la presentación de mi libro. Para mí fue sumamente significativo animarme, ¡atreverme!, a hacer la selección que hice de amigos a los que invitar. Pues, aun cuando conocí y me relacioné con innumerables personas y amistades a lo largo de los más de treinta años de viajes que hice por el mundo y, en particular, por España al lado de mi esposo, como sucedió después con las que conocí y me relacioné al enviudar y, desde hace quince años, empezar a viajar con W, y porque Soy como soy, yo no podía considerar como propia a ninguna de estas amistades. ¿Accedo al derecho de heredarlas yo como yo, o yo, como una prolongación de T y de W? En todo caso, la nueva fuerza que me daba la conciencia de que Soy como soy me impulsaba a atender mi complejo deseo de enviar invitaciones a determinadas personas para la presentación de mi libro.

          El primer filtro que me puse para animarme a hacer la selección de invitados fue que se tratara de alguien que, si nos cruzábamos por la calle, me reconociera. Es decir, que me reconociera individualmente a mí, es decir, a mí sola, no a mí al lado de mi esposo, no a mí al lado de W. Lo cierto es que logré invitar a unos veinte amigos españoles, catalanes, o de otras nacionalidades pero que vivieran en España, aparte de la familia de W, y aparte de mi sobrina nieta, A, que emigró a Barcelona y quien, por cierto, junto con F, su pareja, me acompañó en todo momento, y no únicamente durante la presentación de mi testamento literario.

          La víspera de tomar el avión a Barcelona, mientras mi hermano, mi cuñada y yo cenábamos alrededor de la mesa, ante la vista del Lago Zurich iluminado, sonó mi celular. Desde la Ciudad de México, llamaba el técnico que, un mes atrás, se había llevado a arreglar el refrigerador, nuevo y defectuoso, de mi casa, nueva, apenas inaugurada, precisamente por mi hermano y su familia. Quería saber en qué momento podía regresarlo y reinstalarlo. Ay, ¡el refrigerador! Precisamente, el mismo que nuestros huéspedes inaugurales habían estrenado, con la casa, en diciembre; precisamente, el causante de que las sobras de la cena de Nochebuena, preparada íntegramente por mi hermano y mi cuñada, se hubieran echado a perder, inconveniente que, por lo tanto, nos privó, a todos, del esperado recalentado, con el que todos contábamos, expectantes y entusiasmados.

           Mi hermano me acompañó a Barcelona. En cuanto nos registramos en el hotel y salimos a buscar en dónde comer, oí a mis espaldas una voz de hombre que me llamaba. Volvimos la cara a ver de quién se trataba, a ver quién me había reconocido a mis espaldas y decía mi nombre. Era J, uno de los nietos de W. Aunque yo estaba enterada de que era probable que en esos días él pasara por Barcelona, el encuentro no dejó de asombrarme. Para mí, una circunstancia tan cargada de significado que de inmediato me hizo sentir ser parte de una armonía definitiva, si no con el Universo, al menos sí con los hilos que tejen mi propia existencia. En todo caso, la calidad de sorpresivo que tuvo el encuentro con J, a pesar de haber sido hasta cierto punto anunciado, fue la misma que impregnó el resto de mis encuentros y de cuanto me sucedió y experimenté a lo largo de mi estancia, trascendental, aun cuando casi fugaz, en Barcelona.

          Para empezar, por más previsible que desde el principio hubiera sido que me encontraría con Isabel, la incitadora por excelencia de mi viaje, en cuanto nos encontramos, la tarde misma de mi llegada, el encuentro me sorprendió. Es cierto que hacía tiempo que no nos veíamos, algunos años, en 2008, con W, pero el motivo de mi sorpresa surgía de otra dimensión.

          Así como atender la instigación de Isabel a viajar, para presentar mi testamento literario en Barcelona, solamente había sido posible porque me di cuenta de que Soy como soy, es decir, la misma, pero otra; en el mismo centro del torbellino de oscilaciones, dubitaciones y quehaceres encontrados en el que ha consistido mi existencia entera, pero, porque ahora confirmo que Soy como soy, sin esperar más que mis dubitaciones, oscilaciones y quehaceres encontrados cesen, consciente de que no cesarán nunca, me incorporé sin resistencia a esta conciencia iluminadora y clarividente que es, finalmente, la fuerza que me hace existir, con su impulso, puedo continuar con mi existencia hasta el momento en el que buenamente esta existencia mía llegue a su fin.

          De igual modo, Isabel era la misma de siempre, pero ahora era otra. De ahí mi sorpresa. Las dos habíamos cumplido con nuestros respectivos pasados, el pasado en el que cada una recordaba a la otra, ella a mí, yo a ella, y al tenernos enfrente la una a la otra ahora, aunque nos reconocíamos, sabíamos que éramos otras. Las mismas de siempre, pero otras.

          Éramos las mismas de siempre, pero algo nos había ocurrido que nos hacía ser otras, sin dejar de ser las mismas. Con Josep, en la nochecita Isabel llegó al hotel a recibirme, con mi hermano, los cuatro con los brazos abiertos. Al abrazarnos, a las dos los ojos se nos llenaron de lágrimas, que humedecieron nuestras mejillas, en las que se mezclaron y se confundieron. Como se confundió, entre una desbordada emoción y una más desbordada sorpresa, nuestra risa, un saludo sin palabras posibles, atravesaba tiempo y distancia, y atravesaba también cambios en nosotras, tan sorpresivos que parecían abruptos, precipitados, atolondrados, eran muchos, eran diferentes, se arrebataban unos a otros no sé qué derecho a imponerse, a aplastar al que se les hubiera adelantado a presentarse y que, por lo tanto, ni siquiera hubiera acabado de definirse.

          Agente literaria desde sus veinte años, en 1966, que ahora, en sus setentas, se retiraba de su agencia, fundada en Buenos Aires en 1939, para dedicarse a leer, frente al mar, en su casa de Cadaqués. Contratar mi testamento literario, su despedida. “A ti siempre te daré la bienvenida, de ti nunca me voy a despedir”, me dijo. Activista en todas las causas que se respetan. Republicana, hija de luchador en la Guerra Civil. Isabel, independentista, feminista, con insignias alusivas prendidas de su ropa. Cuando nos conocimos, hace más de treinta años, llevaba insignia en el pelo, mechones de los colores de la bandera de la República, rojo, amarillo, morado, entre el pelo que pesaba sobre sus hombros, castaño, hoy blanco. Eres la misma, pero eres otra.

          A lo largo de todas estas décadas, yo había llegado escritora a Barcelona, con libros bajo el brazo que Isabel contrataba. A lo largo de todas estas décadas yo había llegado escritora a Barcelona, del brazo de T. Cuando enviudé de T, seguí llegando escritora a Barcelona, del brazo de W. Ahora, en cambio, esta vez, ahora, llegaba escritora a Barcelona, acompañada de mi hermano, aunque no de su brazo. A lo largo de todas estas décadas, Isabel contrató mis libros, me presenté ante los medios a medida que se fueron publicando, pero el que se publicaba ahora, el último que contrataría Isabel, era el primero que presentaría tanto ante los medios como en una presentación propiamente dicha, en una librería, ante un público, acompañada por el editor y por mi presentadora, SHH, poeta, novelista, periodista, crítica, investigadora catalana. Yo era la misma de antes, pero ahora era otra.

          Isabel estuvo conmigo los días que duró mi estancia en Barcelona, fugaz, pero trascendental “Llegas en primera persona”, me dijo Isabel. Así fue. Por primera vez llegaba a Barcelona, escritora, en primera persona, Soy la misma, pero soy otra, porque Soy como soy.

          Durante la hora de trayecto hacia la Universidad Autónoma de Barcelona, a donde SHH me había invitado a presentarme, dentro del Grupo de Estudios de Exilio Literario, al cual ella pertenece, Isabel y yo platicamos en el asiento de atrás del taxi que nos llevó, mientras mi hermano, al lado del conductor en el asiento delantero, sostenía una conferencia telefónica con colegas suyos científicos. Nosotras platicamos sobre todos los temas de nuestra vida diaria. Ella, de su añosa relación intrincada y armoniosa con el multifacético y pintoresco Josep, mucho menor que Isabel; de su hermana; de su sobrina, a quien le acababa de ceder la dirección de la Agencia. Yo le platiqué, a mi vez, por ejemplo, de W y sus más recientes trabajos, un mural de piedra y un vitral en movimiento, ambos en edificios coloniales del Centro Histórico de la capital del país; de nuestra próxima mudanza a la casa que yo heredé y que, precisamente mi hermano L y su familia acababan de inaugurar, en el antiguo barrio de Chimalistac, al suroeste de la Ciudad de México. Asimismo le conté, de viva voz, del episodio grave, de salud, por el que exactamente dos años atrás yo había pasado, sobre el cual escribí un testimonio que se publicó en Crítica, revista universitaria de Puebla, y del que W hizo una edición privada, de cien ejemplares, de los que en otro momento le daría uno a Isabel. La plática era familiar, pero tan íntima, tan desbordada, tan fluida, que parecía como si las dos temiéramos que pudiera ser la última, aunque, a ese grado de desbordamiento y de fluidez, a ese grado de enfrentamiento y confrontamiento, más bien se tratara de la primera, en las tres décadas que duraba ya nuestra relación.

          Isabel me acompañó a la entrevista que me hizo Radio Nacional de España; se sentó con mi hermano en un rincón de la sala del hotel mientras a mi me entrevistaban, en otra, los diferentes periódicos. Me acompañó, por supuesto, a la presentación de mi libro, de hecho, la primera presentación propiamente dicha, individual, personal, que ha tenido un libro mío en España, de todos los contratados por Isabel a lo largo de los años, que, si bien presenté ante los medios, nunca tuvieron una presentación propiamente dicha, personal, individual, como la que tuvo ahora mi testamento literario.

           Entre actividades, Isabel nos llevó a conocer la nueva sede de la Agencia que ella, entonces veinteañera, había heredado de los fundadores, de la que ahora, medio siglo después, se retiraba. Como la oficina anterior, en donde mi esposo y yo la conocimos, las nuevas instalaciones me resultaron más que atractivas y agradables, modernas y acogedoras, un lugar de trabajo luminoso, organizado, con un equipo de trabajo excepcional, siete mujeres jóvenes, profesionales, guapas, tres políglotas, dos responsables de la administración, una, encargada de los pagos, y la otra, encargada de los derechos y los contratos. En un principio, la Agencia de Isabel representaba en lengua hispana a agencias y editores de las otras lenguas. Entre los autores a los que representó y que sigue representando, se encuentran Sigmund Freud, Thomas Mann, J.S.Salinger, John Dos Passos, J.R.R. Tolkien. A partir de un momento dado, empezó a representar, ante editores y agentes de otras lenguas, a autores de lengua hispana. Al primero que tomó en esta nueva faceta de sus actividades, fue a Augusto Monterroso.

          Me gustaría destacar la presencia de cada una de las treinta o cuarenta personas que me acompañaron en la presentación de mi libro. Destacaré la de P, la hermana de W, nonagenaria, casi ciega, que, aparte de haber escrito la biografía de su familia, y de haber tenido una exposición de imágenes abstractas que configura en papel, es tan activa, tan sociable, que para la ocasión de la que hablo fue quien convocó a buena parte de los asistentes. Entre familia, amigos y asistentes, pues, entre otros, invitó al joven antropólogo venezolano que, en momentos libres del doctorado que cursa en la universidad, es acompañante de personas mayores y más o menos discapacitadas. O al historiador A, cronista del barrio en el que vivió la familia de W. Destacaría la presencia de un compañero mío de la preparatoria del Colegio Madrid, en la Ciudad de México, que emigró a Barcelona, y al que no veía desde 1969, cuando el grupo se dispersó. J, el nieto de W, con quien en un aparte convinimos en no comunicar a P, su tía abuela paterna, la noticia de la embolia que acababa de sufrir, en la Ciudad de México, su papá, el hijo de W, noticia tremenda que los dos conocimos desde hacía dos días y que, por otra parte, lo obligaba a él a suspender el viaje y regresar a casa. Los sobrinos de W; A, mi sobrina nieta, gastrónoma, con F, su pareja, especialista en computación. De igual modo, destaco la presencia en primera fila de JAM, el esposo de SHH, mi presentadora. JAM es poeta, novelista, crítico, periodista, autobiógrafo, amigo de T desde antes de que yo conociera a T y me casara con él. Destacaría a una amiga científica de mi hermano, con quien se sentó, en la última fila; destacaría a la bella y encantadora AC, esposa de R, cantautor, amigo muy querido de W, famoso desde que, en los años sesenta del siglo XX, durante el gobierno del dictador que derrocó a la República, se atrevió a desafiarlo y cantar en catalán, lengua proscrita durante la dictadura; la galerista de la AR, que esperaba ver entre los asistentes a W, como yo misma habría deseado que hubiera sido; V, esposa del poeta AA, especialista en Juan Ramón Jiménez, padres de C, chelista que dejó la música por el cine.

          Dos días antes de la presentación, en nuestras llamadas diarias, W me comunico la inquietante noticia de que V, su hijo, músico y editor, de cincuenta y nueve años de edad, acababa de sufrir una embolia. De inmediato, W había dejado Cuernavaca y había regresado a la Ciudad de México, directamente al hospital. Noticia y hechos tremendamente perturbadores con los que, incapaz de hacer nada más ante ellos, conviví.

          A PS, el editor, lo había conocido en persona el mismo día de la presentación, cuando a mi hermano y a mí nos invitó a comer. Es un entusiasta de los libros, la literatura y la edición. Nuestro encuentro fijó la simpatía que sentimos el uno por el otro desde que Isabel nos presentó por correo electrónico. Tras el café, subimos a conocer la editorial, editorial independiente, que está en el edificio al lado del restaurante en el que comimos.

           Después de la presentación, que tuvo lugar en la librería Laie, de Pau Claris, mi hermano y yo, A, nuestra sobrina nieta y F, su pareja, y con SHH y JAM, fuimos a cenar a la vuelta de la librería, alegre y memorable cena con la que cerramos nuestra estancia en Barcelona. A la mañana siguiente, mi hermano y yo tomamos el avión, vía Amsterdam, de regreso a Zurich y, del aeropuerto de Zurich, el tren a Thalwill, en donde específicamente viven mi hermano y mi cuñada, y en donde pasé dos noches más, antes de viajar, sola, sin mi hermano, por KLM, vía Amsterdam, en clase Business, gracias tanto a los puntos que acumula en KLM mi hermano, como a su ingenio, aunque justificablemente, por el que además consiguió que tanto en los aeropuertos, como al abordar el avión y al aterrizar, la aerolínea me hiciera trasladar en silla de ruedas. Esta fue la manera en la que regresé a la Ciudad de México, directamente a los brazos de W, que, sonriente, sonriente, me estaba esperando.

          Así que regresé, digo, a los brazos de W y, a partir de mi regreso de ese sinuoso y trascendental viaje mío, y porque Soy como soy, a continuar con lo que nos esperaba. Visitar a V, el hijo de W, en el hospital; asistir, enfrentar, la ceremonia de investidura del Doctorado honoris causa que la Universidad Iberoamericana otorgó a W. Continuamos con el proceso de mudanza de la casa de Dulce Olivia, en Coyoacán, a la casa que heredé y que arreglamos en Chimalistac; atender con alguna entrevista a distancia la publicación de la primera edición de mi biografía intelectual, fechada en Guadalajara el 23 de abril, Día Mundial del Libro. Dos días antes, al principiar la primavera, yo, sola, viajé a Lagos de Moreno a presentarme en la Cátedra Sergio Pitol, a la que FS me invitó a presentarme en primera persona, como quien finalmente ocupa íntegramente los zapatos de su propia identidad.

 

 

Bárbara Jacobs nació en 1947 en la Ciudad de México, dentro de una familia de inmigrantes libaneses, los abuelos paternos judíos y los maternos cristianos. Fue profesora e investigadora de traducción en El Colegio de México, y de lengua inglesa en la Universidad Iberoamericana. Ha publicado: Doce cuentos en contra (cuentos, 1982); Escrito en el tiempo (ensayos, 1985), Las hojas muertas (novela, 1987, Premio Xavier Villaurrutia”), Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (novela, 1992), Vida con mi amigo (novela, 1994), Juego limpio (ensayos, 1997), Adiós humanidad (novela, 2000), Atormentados (ensayos, 2002), Florencia y Ruiseñor (novela, 2006), Vidas en vilo (cuentos, 2007), Nin reír (ensayo narrativo, 2009), Lunas (novela, 2010), Leer, escribir (ensayos, 2011), Un amor de Simone (ensayo, 2012), Antología del caos al orden (ensayo, 2013); La dueña del Hotel Poe (novela, 2014), Hacia el valle del sueño (ensayo, 2014), La buena compañía (testamento literario, 2017), La época horizontal de Bárbara (testimonio, 2018), Rumbo al exilio final (autobiografía intelectual, 2019). Con Augusto Monterroso, Antología del cuento triste (1992). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con un artículo en las páginas de cultura del diario mexicano La Jornada. Ha sido reconocida por la comunidad libanesa en México con el Premio Biblos” al Mérito 2013; en 2019, recibió en México la Medalla de Bellas Artes en el área de Literatura.

 

Foto por: Juan Barbosa