caminando dentro de la línea amarilla de seguridad
mientras el cuerpo se deshace
como vómito por dentro
2
se parecía a ellos
él se parecía a ellos
había en su cara un tono azul
no creyó que fuera sola al mar
ella vio cuatro llaves doradas en su mano
como los recepcionistas
una mujer viajando sola a la playa
no
no le creía eso
lo dejaba por otro
ella pensó en una frase
decirla bastaría
al pronunciarla mataría al cangrejo verde
de la incredulidad
él hablaba
hablaba
como los recepcionistas
disimulaba
como los recepcionistas
ella apoyó sus ojos en la alfombra dócil
en sus tonalidades malvas
de una limpieza enferma
no quiso decir aquella frase roja
para convencerlo
contuvo las palabras
cuidó cada una de sus letras
las mismas que hacían del bombeo de su sangre
una sacudida
un dolor de brazo
y la tenían temblando en tardes amarillas
no las pronunció
temió que él las convirtiera en otra cosa
domador/el amo
Un hombre y una mujer usan su estómago por años. Una noche, en los labios del hombre hay gotas de aceite, un aceite que resbaló por la garganta hacia el estómago después de beberlo en una copa de cristal. Así tres veces o cuatro, después de beberlo en una taza de café, en un plato rojo.
Con el estómago descompuesto, finge que duerme sobre la cama.
El aceite raspa con su suavidad el interior. Se convierte en gajos, en gajos borrosos, tanto, que pesa más. Tanto, que hay certeza en lo difuso.
El aceite le hincha el vientre, se expande por sus venas. El hombre es ahora carne pesada.
El aceite da vueltas en su estómago, se engrandece, llega a su traquea, ahí aguarda, intenta abrir su garganta. El hombre se vuelve de lado, las manos del aceite dentro de la garganta intentan abrirse paso. El hombre apoya su codo sobre la cama, traga saliva, respira, se sienta, aprieta la quijada, suda. Apoya sobre la cama ambas manos, inclina la cabeza como una gaviota que busca en la arena. Hay una duda en su postura. Levantarse o no. Una duda por odiar lo que se bebe, asquearse de lo que se bebe.
El pulso del aceite intenta abrirse paso de nuevo. Queda atrapado entre la garganta y el estómago. El aceite enloquece, golpea el tímpano, el cráneo, el estómago. Un mareo sacude la visión del hombre como un golpe lateral de auto, lo invade la náusea, el sudor, el vértigo y vomita frente a sus pies. Se limpia la boca.
El hombre vuelve a recostarse de lado, siempre de lado mirando al piso o cerrando los ojos. Una mujer recostada en su cama, finge que no escuchó, no le quitará ese momento de dignidad.
Ella toca su espalda, toca el sudor. El hombre toma la mano de la mujer, envuelve con ella su cintura como una manta.
La náusea vuelve al hombre. Cierra sus ojos. Respira lento. Respira para que el mareo pase. Aprieta la mano de la mujer. Respira. Dice algo sobre el desprecio. La mujer siente como a su silencio le arrancan los ojos.
La náusea hace una pausa, se apiada. El hombre se vuelve hacia el rostro de la mujer. Ambos sellan sus ojos. Quedan frente a frente como dos avergonzados. La mujer lo rodea con los brazos. El hombre, busca los labios de ella, torpemente.
Como halcón que alimenta a su cría, el hombre deposita dentro de la boca de mujer el sabor del aceite.
Durante el beso, ella siente lo que la duda hace. Cómo golpea el vientre, el pecho, los ojos. Cómo sacude el mareo su respiración, su cabeza.
El hombre y la mujer sobre la cama, una cama que crece a medida del mareo; se apartan, hierven de frío. La náusea-fierro les atraviesa el estómago. El aceite explota en sus vientres, busca la traquea, golpea sus cabezas, oídos, ojos; ahora les quema el pecho, la nuca, la espalda; agrieta sus gargantas. Ambos intentan dejar la cama. Con brazos sofocados se incorporan.
El aceite quiebra sus rodillas, sus cuellos. Ahora son sombras que acarician el suelo. El cuerpo del hombre se dobla, su faringe hinchada se abre, su vientre se contrae : vomita. Arroja pulpos amarillos que se extienden sobre el suelo. La mujer se apoya en la cama, temblando lo mira como vaso de agua en medio de una mesa amplísima, inalcanzable. El pecho de ella se rasga por olas saladas que estallan dentro.
El aceite que sale de la boca del hombre se expande sobre el piso, sobre cosas que creía olvidadas.
Dos veces no bastan para devolver el estómago. No hay palabras para definir el desprecio. Mejor el vómito, el vómito tres veces, cinco, más. Mejor caer con los ojos plenos de amapolas de mar, derramando aceite por los ojos, oídos y boca.
Un último estremecimiento agita al hombre, abre su labios : asoman de su boca pescados grises transparentes. Uno tras otro los vomita. El hombre cae.
Ella se le acerca y alcanza su mano, procura no resbalar entre las olas suaves de aceite que rodean a los pescados, al hombre, a ella misma. El aceite va y viene, envuelve los tobillos de la mujer, mueve los brazos y piernas desfallecidos del hombre. Ella tiembla al aproximarse al cuerpo. También cae. Sus cabellos gotean. Otra vez sujeta la mano de él y, como a un último dios caído, lo abraza.
El aceite es ahora una forma enorme que se levanta del suelo, se encumbra. Camina mundanamente. Reconoce el lugar. La mujer cierra los ojos, de sus pestañas cae algo amargo y se aferra al cuerpo de hombre.
El aceite se abalanza, con manos deformes, arroja a los cuerpos unidos sobre la cama inmensa.
Vigila al hombre y a la mujer mientras atrapa a pescados, moluscos y los devora.
El aceite los ronda, camina lento. Mira el cuerpo brillante que abraza la mujer. Lo observa. La observa.
Se acerca a ellos, se inclina sobre ellos. Husmea y toca, suavemente, el hombro marchito de la mujer.
Mercedes Luna Fuentes (Monclova, Coahuila, 1969) Su libro Elogio a la incomodidad (Colección Siglo XX Escritores Coahuilenses UAdeC, 2011), “se cuenta entre los libros más extraños, fuertes y fascinantes de la reciente poesía hispaonamericana”, según palabras del poeta Raúl Zurita. Es también autora de los libros yo/carnicero (Icocult, Conaculta, 2008) y La mejor forma de usar un rifle (SEC-Conaculta, 2105). Ha participado en distintos suplementos culturales y festivales nacionales e internacionales. Ha sido jefa de cultura a nivel federal y consejera editorial del Grupo Reforma. En 2017 publicó con la poeta Lyn Coffin el libro de poemas Rifles and reception lines, en inglés y español. También en 2017, recibió la Presea Arte y Cultura otorgada por el gobierno de Monclova, su ciudad natal, y el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en Poesía entregado en 2018, por su libro La habitación higiénica, publicado por Mantis Editores en 2019. Ha publicado en Nexos, Milenio y Este país.
La obligación moral de despedirse de un autor mayor en líneas breves y apresuradas arroja invariablemente a quien la cumple —también al lector— a la experiencia pura y dura de la insatisfacción, vecina del pecado: quedamos siempre en falta ante el dios mudo que nos espía, como en el verso de Pellicer.
Sirva esa melancólica nota como excusa anticipada de las faltas —hermenéuticas, de información, incluso emotivas— que agobian a ésta, mi despedida del poeta mayor que persiste en ser Eduardo Lizalde, aun después de su muerte el pasado 25 de mayo.
Poeta estricto, si no es que escaso, aunque su escasez se haya construido sobre la denegación de su obra anterior a Cada cosa es Babel (1966), Lizalde participa del escogido grupo de autores —inscritos a su vez en la más ancha tradición de la poesía mexicana moderna— que, antes que al poema o al libro, concibieron al verso como unidad expresiva primordial, linaje sin descendencia donde convive con sus admirados Salvador Díaz Mirón, José Gorostiza, Juan José Arreola y Rubén Bonifaz Nuño, aunque el altar más alto se lo haya puesto a López Velarde (“Yo, tu entenado más fiel”).
Frente a la estrecha visión que identifica a esa estirpe con el esteticismo y la renuncia emocional, Lizalde llevó la contra. Hizo de la elegida primacía del verso una estrategia doble de autocontención y de autocrítica, a la vez que el recurso eficiente —tan gongorino como gorosticiano— para erigir sobre un fundamento firme y vigilado con escrúpulo la imponente arquitectura sonora de sus poemas. Y cuando digo eso, pienso, sin excepción, en todos los suyos, porque no hay en Lizalde ninguno que no esté hecho para ser dicho y oído, para ejecutarse con el instrumento de la voz y dirigirse al sentido del ritmo (que no es sólo auditivo). En suma, para gozarse verbalmente y con el cuerpo.
Por un efecto cercano al milagro, la fidelidad de Lizalde al verso visto como unidad viva, antes que obstaculizar su potente vigor expresivo o imponer una parda uniformidad a su obra, fungió en su caso como la herramienta magnífica para producir la variedad de estilos y registros que conviven en su obra, multiformidad voluptuosa que no cesa de intrigar a sus críticos de distintas generaciones —de Marco Antonio Campos a Nacho Helguera, de Luis Vicente de Aguinaga a Mayco Osiris Ruiz— y fascina a sus lectores.
También atraído por ese asunto, Jenaro Talens, uno de los pocos críticos extranjeros que ha estudiado la obra eduardiana, elaboró una de las explicaciones más convincentes al señalar que “los diferentes movimientos de una escritura que avanza en espiral, no en círculo” se corresponden con la construcción “no [de] un sujeto estable (que suele ser el que subyace a tanta literatura del yo), sino [de] un sujeto cambiante en continuo proceso de constitución”, atravesado, además, por la nítida conciencia sobre “la aventura de autoconocimiento en que consiste escribir” (prólogo a El vino que no acaba. Antología poética (1966-2011), Vaso roto, 2012), nuevo paralelo con Ramón.
Si bien se ve, justo de esa pasmosa proeza reconstitutiva —vivificante para la tradición, destructiva para la materia— se inscribe la imagen que compendia la trayectoria de siete décadas de Lizalde, tomada de las Metamorfosis de Ovidio y puesta como epígrafe de Algaida, el último de sus poemas mayores: “In nova fert animus mutatas dicere formas/ corpora” (“El ánimo mueve a decir las formas mudadas a nuevos cuerpos”, en traducción de Bonifaz Nuño).
La imagen es diáfana: los poemas y los cuerpos son vida cristalizada en formas. Muda el tiempo a la vida, la destruye, pero sólo mientras es forma se manifiesta y llega a persistir, aunque al final todo —cuerpos, poemas, mundo, “esta ensordecedora obra de nadie”— se acabe, como martillea el pesimismo radical del poeta, cuyo ácido se cuela incluso hacia el rabelesiano Tabernarios y eróticos (Vuelta, 1989), conjunto al fin nostálgico y de celebración abismal.
Más abundante fue la obra en prosa de Lizalde, formada por la novela Siglo de un día (Vuelta, 1993); el libro de cuentos La cámara (UNAM, 1960), medio siglo más tarde aumentado en el Almanaque de cuentos y ficciones (ERA, 2020); la colección de poemas en prosa de título y aspiración borgesianos Manuel de flora fantástica (Cal y Arena, 1997); la sostenida producción de artículos periodísticos, columnas y reseñas, antologada por él mismo en Tablero de divagaciones (FCE, 1999, 2 tomos), y por la apasionada producción radial, televisiva y crítica con que acompañó durante décadas su afición por la música de concierto y la ópera, compilada la parte escrita por Édgar Ceballos en La ópera hoy, la ópera ayer, la ópera siempre (Escenología–CNCA, 2003). Y claro, su Autobiografía de un fracaso, cuya brevedad compensa su resabiado rigor.
Con todo y sus excelencias, la prosa de Lizalde no equipara su altura con la lograda en su obra poética, eso nadie lo negará, por mucho que hoy resulte simpático y aleccionador recordar que, al publicarse por primera vez el cuento “La cámara”, en 1956, Antonio Acevedo Escobedo haya dicho de él que por “[sus] elementos, tan reales y trágicos por sí mismos, pudo ser una obra maestra”; y que al editarse en 1960 el libro que lo incluye y al que da título, José Emilio Pacheco, desde las páginas de la Revista Mexicana de Literatura, haya suscrito este entusiasta dictamen: “Por lo que se desprende de estas páginas, será la narración el verdadero camino de Lizalde. Si el libro carece de unidad en su temática y su técnica, contiene un cuento, ‘La cámara’, que es digno de figurar en las antologías mexicanas (…) (y que) no es hiperbólico calificar de magnífico” (núms. 16-18, octubre – diciembre de 1960, pp. 83-84).
También mucho más que este rápido apunte merece la persistente —y casi siempre de resultados felices— dedicación traductora de Eduardo Lizalde, a la que se entregó intentando siempre “no consumar glosas o abusar del estilo paródico o parafrástico”, y más bien procurando “conseguir traducciones leales, con presencia verbal y digno decoro rítmico en nuestra lengua” (“Nota del autor” a Baja traición, crestomatía de poemas traducidos, La Cabra–Conarte, 2009). Lo que viene a decir que las hizo con idéntico empeño riguroso al puesto en hacer sus poemas, lo cual nos autoriza a considerar sus traslados de Dante, Bocaccio, Ronsard, Du Bellay, Buffon, Benn, Joyce, Blake, Pessoa, Reis, Caeiro, Shakespeare, Rilke y Hölderlin (sobre versiones literales de Hilda Rivera), Valéry, Salgari, Lautréamont, Nerval, Gautier, Victor Hugo, Fournier, Baudelaire y Leopardi como una insospechada ampliación de su obra poética.
Ya concluyo. Desde que leí por primera vez “El viaje”, poema incluido en Bitácora del sedentario del que nadie habla, no he podido olvidarlo ni evitar ver en él una cifra de las ideas vitales y literarias de Eduardo Lizalde, suerte de credo laico en el que organizó sus avistamientos esenciales sobre la tradición, la vida y la muerte y aun sobre la condición del poeta como viajero. Hoy, al morir el autor admirado, la pieza adquiere una resonancia insospechada:
Sólo escribo para mi sucesor
—y él sólo puede oírme, sólo y solo—.
Y parto sólo de mí,
como la nave que es su propia materia,
su propio constructor.
Parto hacia mí y de mí,
para que otro prosiga el viaje
que no puedo empezar,
aunque parezca terminado (…)
No hay ruta entre esos puertos de partida y arribo
ni consabidas escalas, ni referencia alguna celestial.
El puerto, el buque, el muelle, la partida,
soy yo, somos nosotros:
divinas bestias pensantes, bestias enloquecidas
que han iniciado un viaje sin destino.
Al fin, cierro este adiós a Eduardo Lizalde con un apunte que comporta el señalamiento de una tarea colectiva. Celebrado de manera unánime —tras las partidas sucesivas de Paz en 1998, Sabines en 1999, Pacheco y Deniz en 2014— como el poeta mexicano vivo más importante, no hay, sin embargo, disponible en librerías una edición de la Nueva memoria del tigre (1949-2000) (FCE, 2005), la cual además de agotada está incompleta, pues falta por añadirle la producción de la primera década del milenio, última en la que produjo poemas y a la que pertenece el imponente y (hoy lo sabemos) testamentario Algaida (2004), cuya segunda edición (CNCA, 2009) salió agobiada de errores garrafales. Así las cosas, si deseamos deveras que las generaciones actuales y futuras lean a Lizalde más allá de las estrechas, reiterativas y al fin deformantes selecciones que circulan en internet; si deseamos deveras librarlo del “síndrome López Velarde”, limitando su prestigio a las fronteras de México, conviene ponerse ahora mismo a disponer su legado en ediciones cuidadas y accesibles de sus libros y su obra entera. Larga vida a Eduardo Lizalde.
Guanajuato, Gto., 29 de mayo de 2022
Carlos Ulises Mata nació en León, Guanajuato, en 1970. En 2001 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas con su libro La poesía de Eduardo Lizalde. Ensayos suyos han aparecido en las revistas Biblioteca de México, Crítica, Nexos, Confabulario, Laberinto y en los libros colectivos dedicados a Gabriel Zaid, José Lezama Lima y Eduardo Lizalde. En 2014 editó y anotó El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta, y en 2017, la poesía reunida de Margarita Villaseñor.
La misma razón por la que somos buenos en la cama.
2.
Porque hace mucho tiempo, el Creador nos dio a escoger: Puedes escribir como un dios indio, o puedes lanzar un tiro en suspensión más dulce que una lata de 44 onzas de jugo de uva del gobierno —lo uno o lo otro—. Todos, a excepción de Sherman Alexie, escogieron el tiro en suspensión.
3.
Sabemos cómo bloquear tiros, cómo hacer que te los tragues, porque cuando dices: “Tira”, oímos un howitzer y una Hotchkiss y un Springfield modelo 1873.
4.
Cuando los jugadores indios sudamos, emanamos un perfume a tortillas y a limpiador de pisos Pine Sol que obra como una poción para desorientar a nuestros oponentes y hacerles olvidar sus jugadas.
5.
Crecimos sabiendo que no hay diferencia entre una cancha de baloncesto y una iglesia. En serio, los nazarenos celebran misa en el gimnasio de la tribu los domingos por la tarde —el coro entona a todo pulmón “In the Sweet By and By” desde el poste bajo—.
6.
Cuando Walt Whitman escribió: “El mestizo se ata las correas de sus leves botas para competir en la carrera”, en realidad se refería a que todos los indios varones mayores de cuarenta tienen un par de Air Jordans clásicos en el armario y creen que aún conservan la magia suficiente para hacer que hasta el más corpulento commod bod se desplace de canasta a canasta y haga un tiro en bandeja.
7.
Los indios no tememos lanzar tiros de gancho durante un juego, aunque no haya indio alguno que haya encestado, al menos ninguno de una tribu reconocida federalmente. Aun así, nuestro descaro al practicar tiros de gancho en los calentamientos infunde miedo en nuestros oponentes, dándonos una ventaja psicológica.
8.
En la cancha es en el único lugar en donde nunca pasaremos hambre; la red es un vacío que podemos llenar durante todo el día.
9.
Fingimos que jugamos cada juego por una manta Pendleton y que el jugador más valioso recibe un cheque per cápita del tamaño de Mashantucket Pequot.
10.
En serio, todos los indios somos buenos para el baloncesto puesto que un balón nunca ha sido solo un balón. Sin embargo, ha sido siempre una luna llena en esta irremediable lobreguez, la única luz trasera del Granada gris de Jimmy Jack Lata Grande atajando por caminos vecinales para ir a traer cerveza, el corazón del Creador que Coyote robó de la pira funeraria condenándolo a andar solo por cada ocaso coralino. Ha sido siempre a una negra y robusta calabaza a la que le cantamos, el seno izquierdo de una mujer mojave tres Budweisers en la noche del sábado. Será siempre una bala astuta y brillante que podemos lanzar desde la línea de tres puntos con cinco segundos restantes en un reloj en el año de 1942, y mientras rasga la red, nuestros enemigos caerán sobre sus rodillas heridas, con desgarro del ligamento cruzado anterior.
Traducción de Haydeé Espino
Natalie Diaz es una poeta estadounidense, autora de los libros Postcolonial Love Poem (2020) y When My Brother Was an Aztec (2012). Ha sido merecedora de numerosos reconocimientos, incluyendo el Premio Pulitzer 2021, en el género de poesía.
—————-
Haydeé Espino es una poeta y traductora originaria de Chihuahua, México. Actualmente cursa el doctorado en Estudios de Traducción en la Kent State University.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
Juan Rulfo
En mayo de 2021 Valparaíso Ediciones publica, en su colección de poesía, Rumor de primavera interna en sueño negro. El poemario, compuesto por 40 poemas, conforma, según el propio autor nos advierte, un solo poema o “relato de origen”.
Rumor de primavera interna en sueño negro, un título fascinante, tiene su génesis en el poema “Espacio”, de Juan Ramón Jiménez. De ese poema, al que Octavio Paz había señalado como “monumento de la conciencia poética contemporánea” (Paz, 1986), toma el poeta su nombre. Arrancaba Espacio afirmando: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”, es decir, aletea en la conciencia del poeta una esencia que podríamos definir como la búsqueda de la totalidad perdida y que se manifiesta en ese anhelo metafísico, imperecedero, que, desde el pasado, nos abre la puerta del presente y que, mirando hacia el devenir, enlaza lo cotidiano, con el mito y lo mitológico. Esa y no otra es la “embriaguez rapsódica”, la “fuga interminable” que invocada por el poeta de Moguer (J.R. Jiménez, Prólogo, 1954), parece impulsar a Ruiz-Pérez cuando, buscando más atrás, se nutre en las barrancas hondas de aquel otro drama mitológico e iniciático que es el Popol Vuh, reliquia aborigen del nuevo mundo.
La literatura lejos de ser un discurso acrítico, formalista, es un material de naturaleza abierta, generador y beligerante. En su Introducción a la historia de la poesía mexicana, Octavio Paz sostiene que “a diferencia de todas las literaturas modernas [la poesía mexicana], no ha ido de lo regional a lo nacional y de éste a lo universal, sino a la inversa”, y que es la imaginación poética la principal generadora de mitos (Paz, 1983). Por su parte, Ruiz-Pérez, en su ensayo sobre José Emilio Pacheco (2018), al reflexionar y analizar lo que él, y otros críticos, consideran como un cambio de paradigma estético -propiciado por un grupo de poetas mexicanos, nacidos todos, como él mismo, entre los años 70 y 80- contrapone lo que define como paradigma crítico, estatizante, de Paz, “sistema estable de signos legibles en sí mismos”, a una nueva sentimentalidad lírica que estaría imbuida por el compromiso político y que, abriéndose a otra legibilidad o código de lectura y escritura, reinterpretaría el discurso poético recreando y modificando el pasado desde el presente.
Sin duda, la poesía, que es difícil de interpretar, invita a ser descifrada y seduce al transductor: aquel sobre quien recae la responsabilidad de establecer, a través de un comparatismo racional, los nudos dialógicos y autológicos que la sustentan. Sabemos que el poeta -que se abre paso y sale a flote a través de la historia y a partir de una geografía que es molde no solo de su voz sino de su sensibilidad misma- nos ofrece unos materiales literarios abiertos a la exégesis. Ruiz-Pérez forma parte de esa legión de escritores mexicanos que, cruzando la frontera sur, echaron raíces en los Estados Unidos, y que han contribuido a la construcción de un espacio cultural (transcultural, diríamos), simbólico, en constante intercambio, y en el que el tropo de la frontera ha encarnado alegóricamente a una identidad grupal movible y vulnerable que pugna, a través de la mediación, por establecer vínculos de pertenencia reconocibles.
Para el bosquejo de análisis de esta obra de Ruiz-Pérez y como criterio interpretativo matriz, haremos uso de la racionalidad. Sabemos que como cualquier material literario, el poema posee unos contenidos lógicos (materialidad física, contenido estético, ideas impulsadas por una voluntad constructivista, sicológica y personal) que pugnan por hacerse inteligibles y que deben ser interpretados… Siguiendo la definición de poesía del profesor Maestro: “… sistema racional de ideas, que exigen una explicación inteligible por parte del lector (…) filosofía en verso” (Maestro, Jesús G., 2017), y lejos de una interpretación idealista, aquella que “explica” a la literatura por los efectos sensibles que provoca en nosotros y que sustituye a la ontología por la sicología, utilizaremos las claves que el propio Ruiz-Pérez nos ha proporcionado e intentaremos señalar algunas de las ideas que nutren su poemario, así como la modalidad estética y formal que en él se abre paso.
Lo primero que se nos hace evidente es que, partir de una labor de autoinspección, Rumor de primavera interna en sueño negro “recrea la memoria de los paisajes urbanos y naturales de la infancia” insertando en su recorrido “imágenes, palabras y voces” (Ruiz-Pérez, 53) que resplandecen como puntos de referencia y que delimitan la constelación lirica en la que habita el poeta.
Del mismo modo que Popol Vuh nos ofrecía una visión cosmológica y cosmogónica del pueblo maya, quiché, sobre la creación del mundo: “esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado…” (Adrián Recinos, 23), Ruiz-Pérez, que en alguna parte dejó dicho que no le gusta hablar de poéticas sino de obsesiones, nos hace partícipes de su propio relato de origen, recreando un principio de los tiempos que se hallaría a mitad de camino entre la tradición indígena y la cristiana. Así, en los poemas iniciales, I a VI, con una lírica retórica y exultante, se invoca la existencia de un mundo primigenio que habría sido gobernado por un dios sordo, mudo y torvo … en el principio estaba el dios sordo / el torpe dios de la cabeza rota (…) siempre en silencio… pero que, incompleto, está a la espera de la llegada del ángel: Aquel que, en la Biblia -en el Antiguo Testamento- habría encarnado el rostro de un Yahvé mensajero… y llegó de pronto un ángel (…) y entonces su palabra / fue el universo (…) y el ángel escribió la noche con la lengua (…) y luego escribió el mar (…) y el ángel habló entonces y susurró las nubes / y los cielos… Este ángel epistemológico, que porta la palabra, habría llegado para dejar al poeta varado frente a sí mismo: y tu cuerpo es una isla a la deriva / un surco vacío espanto laberinto / muro de agua que refleja / el cielo atónito y perplejo… Y para que este, en última instancia, se libere y destrabe de su condición divina… ¿pero acaso hablaba el ángel? / ¿o era su torrente voz antigua / bocanada que venía del abismo / y resonaba en la memoria de los muertos?
A partir de este punto, el poema desciende por las aguas espasmódicas de la memoria y nos ofrece un autodiálogo mediante el cual el yo retórico del poeta se desborda y desdobla… y las hojas de los árboles, tus ojos y tus labios / musitan en silencio la música del fondo /en que yo caigo. Este uso de un yo rapsódico, huidizo, que se autoindaga, fue un recurso común en la lírica del siglo XX y lo encontramos, con cierta frecuencia, en la poesía de Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Pessoa, Borges o Pacheco. Como en este último, sin duda una de las referencias esenciales de Ruiz-Pérez, el “yo” del poeta se contempla a sí mismo y al mundo interior y exterior, como una sombra “que vaviene va”. Poesía que al escribirse se interroga sobre sí misma y que va más allá de las líneas del horizonte propio, para ejercer un diálogo y lectura metapoético: Escribo unas palabras / y al mismo / ya dicen otra cosa / significan / una intención distinta (J. M. Pacheco, 1968).
Rumor de primavera interna en sueño negro está organizado en secuencias y ciclos que se superponen y que dan cabida a las vivencias esenciales, recurrentes, que marcan la conciencia poética del autor: amor, soledad, infancia, desarraigo, desencanto. Sobre esta conciencia, atormentada y punzante: respuestas: no hay respuestas / solo este vacío que concluye / cielo de otro reino / noche de otras noches / niebla de otro espejo… fluyen y aletean voces y referencias que elevan el territorio retórico del poeta por encima del espacio fronterizo en el que habita y más allá de códigos estéticos, culturales y literarios estáticos. Creo que con este poemario el autor ha reivindicado la escritura como redención de un mundo, el mundo de la infancia (primavera): y volver / a ese lugar donde el sol / calcina árboles y pájaros /donde esta cicatriz supura esteros / ceibas que brotan / del suelo sin tocarlo… por más que este -mundo-, indefectiblemente, acabe siendo devorado por la memoria (sueño negro): y escribir / escribir con la lengua / esta ceiba que invento ahora / para que duerman / los cuervos que soñé más tarde.
Sin duda que esta contemplación autológica que sobre la niñez nos ofrece Ruiz-Pérez (primavera entrevista en la nebulosa de un sueño negro) consigue trascender lo individual, o lo regional, incrustándose retóricamente en un yo referencial que usurpa la identidad del sujeto existencial o personalizado, y que abre la puerta a la función representativa, universal, del poema:
… volver -repito- / aunque el fuego me devore / y solo queden mis cenizas…
… mi madre / relámpago tonante / agua espesa / tierra oscura refugio…
… en qué país estamos / padre / qué país es este / donde sólo se ve un abismo…
Existe, sin duda, un eje vertebrador, un impulso lírico que atraviesa el poemario de Ruiz-Pérez, y que está afectado por el desgarro mismo de la propia vida. “Eres”, se dice, nos dice el poeta, “una pregunta abierta”. Esta interpelación, que se escapa de sí mismo y que, como sombra y desolación atraviesa su poemario de principio a fin, cuestiona y salpica la experiencia emocional del poeta regresando a él, circularmente, en forma de desaliento: … tu país es la tristeza / nada tienes / un pudridero es ya tu lengua / y los ríos y montañas son sombras / y son sombras también / las alas pálidas del alba… Desencanto, sueño negro del poeta que solo encontrará remanso y redención en la memoria… en la mirada de ese niño que, al final del poema, habla de nuevo a solas.
Diremos, para finalizar, que dada la naturaleza formalista y esteticista y la elaboración crítica que el autor realiza sobre la complejidad y la realidad de la vida humana podemos insertar su poemario dentro de la estirpe genealógica de la Literatura sofisticada o reconstructivista. Los materiales literarios en él contenidos, construidos a base de episodios y vivencias, sirven de exploración o autognosis y son sometidos a un proceso de reconstrucción mediante el cual el texto se ve inmerso en un intertexto que yuxtapone, en forma de laberinto, recuerdos, vivencias, fragmentos y citas de otros textos, de otros autores, dotando al poema de una naturaleza escurridiza y poliédrica, preñada de innumerables claves y pistas que invitan circularmente a su relectura y, con ella, con ellas, a sumergirse en recorridos disímiles, paralelos o divergentes.
BIBLIOGRAFÍA
Maestro, Jesús G. (2017a), Crítica de la Razón Literaria. El Materialismo Filosófico como
Teoría, Crítica y Dialéctica de la Literatura (3 vols.), Vigo, Editorial Academia del Hispanismo.
Recinos, Adrián [1952], Popol Vuh, Las antiguas historias del Quiché, Fondo de Cultura
Económica, México.
Pacheco, José Emilio [1964-1968]: No me preguntes cómo pasa el tiempo, Editorial Joaquín
Mortiz, México.
Paz, Octavio [1983]: Las peras del olmo, Seix Barral, España.
Paz, Octavio [1986]: El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, México.
Ruiz-Pérez [2018]: José Emilio Pacheco en el imaginario de la poesía mexicana reciente: ética
de escritura y política de lectura, The University of Texas at Arlington, Estados Unidos.
Rulfo, Juan [1952]: El llano en llamas y otros cuentos. Fondo de Cultura Económica, México.
Amplia es la geografía de un poema, vacilantes son los caminos que se rotulan dentro de ella. Gustavo Ruiz Pascacio en su libro Cuadernos de Innsbruck (2020), asume distintos roles, ya sea como viajero, que sorprende y se deja sorprender por lo que tiene ante sus ojos, de caminante que se deja llevar por las rutas azarosas, pero sobre todo de cronista porque da cuenta vital de sus pasos.
El lector encontrará una crónica en su más esencial forma. No se trata de una enumeración detallada de fechas, lugares y circunstancias, el libro está signado desde la primera línea con la características de que “los cielos están abiertos” (p.19) y no se refiere a un parte meteorológico, sino a la condición esencial de todo viajero: abrir los sentidos al camino de la revelación, a esa profunda forma de conocimiento que en la antigua Grecia llamaban Alétheia y es la experiencia existencial auténtica, que recorre el velo para -valga la redundancia- desvelarlos una verdad sustancial, que va más allá de la mera correspondencia de las ideas y los hechos y se arraiga en el decir poético, que hurga en profundidades que se expresan en el lenguaje que se ve desbordado. Justo en este telón de fondo Ruiz Pascacio afirma “Qué augusta sensación la de escucharme.” (27) y me hace preguntarme ¿es acaso el soliloquio, la forma más genuina de recorrer el propio pulsar de la sangre, de dictar la propia sintaxis de las huellas.? Es bajo esta idea del poetizar donde el autor afirma que “Aprenderás la lección que te dio cada temblor de augurio cada curva del camino. (…) De la resurrección de los bosques aprenderás cada gramo de tu piel. Del reflejo matutino de la nevada, las estrías del firmamento” (35) la escritura de la noche, intrigante y apartada del tiempo (ya se ha dicho desde la astronomía que sólo vemos la historia del cosmos, que frente a nuestros ojos hay un cementerio de estrellas inexistente) aparece ante nosotros llena de “estrías” producto del adelgazamiento/ensanchamiento de la conciencia poética que la mira. Desde el apotegma de Heráclito estamos condenados a ser siempre otro distinto, que de manera falaz cree mirar las mismas cosas.
Un mérito del libro es su prosa poética, su recorrido único. Circunscrito por un espacio geográfico y referido en el reflejo de los mapas, pero evanescente por la conciencia que lo narra. Lo fino de sus metáforas, las imágenes literarias que aparecen, me hacen recordar la gran prosa poética de Gilberto Owen.
Ruiz Pascasio está dotado por un generoso conocimiento de la tradición poética, lo utiliza para hacer más intensa su crónica existencial de viajero. Por eso susurra que: “Salgo a recorrer este país. Un mundo por detrás y un cielo por delante” (24); esto es, se asume como un ser que ha de viajar con su historia, que el sendero que recorra ha de ser el de su biografía, pero con la actitud de todo viajero, para dejarse deslumbrar, inquietar o interrogar por el cielo y los designios que hacen de él, el viento, las nubes y el agua. Entonces, su biografía se reconstruye mientras avanza paisaje adentro.
En el prólogo, Luis Arturo Guichard hace una inteligente reflexión de que la poesía ocupa un lugar dentro de la vida, similar al del relámpago. Cuaderno de Innsbruck está lleno de ello, valga un ejemplo: “Cuál de todas las lunas es la de Innsbruck. La del aro gigante engarzada en tu aguda pupila. La de media semana cremosa en un tazón. La de olvido puro agendada sobre una taberna.” (45). Son imágenes evocadoras que, como el rayo, iluminan para dejarnos ver en el instante el contorno de las cosas para luego mantenerlo semi-oculto. Sin embargo, si hacemos caso a Borges con eso de que la lluvia “sucede en el pasado”, el libro está habitado por la llovizna y la bruma. Es por ello por lo que hay testimonio de apariciones sensoriales: “Líbrame el día del grito sin condimento. (61) Luego, el poeta habla de “ajos enteros y pimiento rojo” (75) que vienen acompañado de recuerdos concretos de la madre y el padre y de jocosas alusiones a los illuminati e hipotéticos extraterrestres.
Nos arguye el poeta que “París es un río de tinta llamado Sena, un carmesí de insignias” (81); con ello entendemos un principio irrenunciable, jamás escribimos solos. Siempre vienen a nuestra compañía los muchos otros que desde otra geografía y tiempo nos conmovieron a tal grado que sus versos se volvieron nuestros y algunas veces hacen dictado textual y otras se meten en nuestro inconsciente.
Los viajes como se ha dicho son introspección y descubrimiento, pendular juego de lo cóncavo y convexo y ahí han de aparecer siempre esos poetas que nos marcan el pulso de la escritura. El autor nos trae consigo y recorremos las ciudades junto con Mallarmé, Bosquet, Paz, Machado, entre otros. No como citas cultas, sino como acompañamiento vital, como el compañero de vagón o banca de plaza con el que necesitamos charlar.
Este escribir junto, con y desde los otros que nos preceden hace que todo poema sea un dialogo, pero también inhibe la que puede ser la aspiración -paradojal, por cierto- de todo poema que es alcanzar el silencio radical o profundo, que probablemente solo tenga la muerte o ¿la música?:
¿Qué diría de este viento sin rango, que apuesta a la última puerta del vagón en que sus luces encienden la calza de noche del violín que ha desertado del aflijo de una noche sin matriz?
¿Qué diría por ti y por mí y por todos los que escogen una ruta de jazz para volver a colmarse de lo que sobreviene desde ayer sin cromos de por medio? (71).
Quien lea el libro comprará un boleto para adentrarse a un viaje inteligente, donde podrá encontrar esquinas, cielos abiertos y noches por cicatrizar, que nos harán vagar por ciudades que, como la condición humana, nunca se terminan por descubrir.
Ramón Gerónimo Olvera (Chihuahua,1977) Licenciado en filosofía Universidad Autónoma de Chihuahua, maestro en Literatura por la Universitat de Barcelona, Doctor en Pensamiento Complejo por “Multiversidad Edgar Morin”. Maestro e investigador de tiempo completo en la UACH. A la fecha Director de Extensión y Difusión Cultural. Realizó una pasantía de investigación en la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá Colombia, donde escribió Sólo las cruces quedaron. Literatura y narcotráfico. Ha publicado 9 libros de ensayo y poesía en diversas editoriales. Además de diversas revistas académicas y de divulgación nacionales e internacionales. Es premio nacional de periodismo cultural.
Cyrus Console is an American poet, essayist, and memoirist from Topeka, Kansas. Console studied biology as an undergraduate at the University of Kansas. He also earned an MFA in writing from the Milton Avery Graduate School of the Arts at Bard College and a PhD in literature and creative writing from the University of Kansas. His first book of poetry, Brief Under Water, was published in 2008, and his second book of poetry, The Odicy, appeared in 2011. A memoir, Romanian Notebook, was published in March 2017 by Farrar, Straus and Giroux. Console is currently a professor at the Kansas City Art Institute.
El 19 de abril de 2022, al mediodía, Gloria Gervitz murió. Conocí su obra a través de Raúl Dorra,[1] en 1999. Su poesía habría de dejar en mí una impronta indeleble. La leí con avidez y pasión desde entonces. Tuve la oportunidad de conocerla en el año 2000, cuando Raúl Dorra la invitó a una lectura en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Recuerdo el asombro que me produjo su voz. Quien haya estado alguna vez en una de sus lecturas sabrá a qué me refiero. Gloria era una mujer más bien pequeña, de mirada penetrante y algo taciturna. Uno no espera que, de ese cuerpo menudo, emerja una voz poderosa, robusta, dominante. En su voz tomaba cuerpo la fuerza de su poesía.
Dorra, uno de los primeros y principales estudiosos de la poesía de Gervitz, además de su promotor y divulgador, murió el 13 de septiembre de 2019, casi dos meses después de haber tenido lugar esta entrevista, esta vez, íntegra. El 16 de julio, Gloria y yo hicimos una video-llamada a Raúl. Ninguno de los tres imaginaba que aquélla sería nuestra despedida. Fue Raúl quien me regaló a Gloria, por lo que no puedo sino entregar este texto en memoria de ambos.
La iniciativa de entrevistar a Gloria fue del poeta Fabrício Marques, con motivo del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2019 que el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile había otorgado a Gervitz en el mes de mayo. Por cuestiones de espacio, sólo una parte, con algunos fragmentos de Migraciones, se publicó el 8 de octubre de ese año en el portal de la revista brasileña Cult. La traducción al portugués, tanto de la entrevista como de los poemas, fue realizada por la escritora Nina Rizzi. Al mes siguiente, la versión en español sería publicada, también por Fabrício Marques, en el portal de Vallejo & Co. La conversación con Gervitz tuvo lugar el 16 de julio en su casa, en San Diego California, su último lugar de residencia.
––Hace cuarenta y tres años comenzaste a escribir un poema titulado Shajarit, un poema que como un árbol comenzaría a crecer hasta convertirse en lo que hoy conocemos como Migraciones. Aquellas palabras seminales fueron “En las migraciones de los claveles rojos donde revientan cantos de aves picudas y se pudren las manzanas antes del desastre”. ¿Qué te dicen ahora, en este momento de tu vida, estas palabras?
––Hasta la fecha no he podido saber realmente qué quieren decir esas palabras. Ha habido diversas interpretaciones que otros han escrito sobre estas líneas. Yo no tengo realmente ninguna. Sigo sin entenderlas. No sabría explicar qué quise decir con ellas. Las traía en la mente. No me acababan de hacer sentido. Simplemente me atreví a escribirlas y fue como si abriera algo. Una llave. Porque esto empezó a seguir y a seguir. Y simplemente me dejé llevar por el poema. Fue la primera vez que sentí que ésa era mi voz. Sentía que todo lo que había escrito antes no era mi voz todavía.
––Un nombre a veces termina por convertirse en un destino. Si pensamos que la palabra “migraciones” alude a un desplazamiento, en tu poema tenemos también voces que se desplazan de un sueño a otro, de un tiempo a otro, de un espacio a otro, incluso de una lengua a otra: encontramos oraciones en hebreo, fragmentos en inglés.
––Me doy cuenta de que el título acabó por quedarle muy bien al poema porque existen dentro de Migraciones muchas migraciones. Para mí, más que nada son migraciones interiores —aunque también hay migraciones hacia fuera: las mismas palabras, versos, a veces páginas enteras, migraron de un lugar a otro dentro del poema. Cuántas veces no hemos migrado dentro de nosotros. En ese sentido, podría decirte que mi vida ha tenido etapas tan distintas, como si fueran vidas diferentes, y quizá lo único que las une es que la protagonista he sido yo. Creo que nos pasa casi a todos, conforme vas viviendo más años, te vas moviendo dentro de ti, se mueven tus prioridades y las preguntas vitales se van contestando con la vida misma. El título lo encontré muy rápido. Fue cuando el Fondo de Cultura Económica por primera vez publicó [1991] las primeras tres partes que tenía en ese momento Migraciones [Fragmento de ventana, Del libro de Yiskor y Leteo]. Estas partes yo las consideraba poemas distintos pero que podían convivir juntos. Sentí que Migraciones agrupaba bien a los tres poemas, además porque en “Yiskor” hablo directamente de mujeres que migraron de Europa del Este a México.
––Y resultó muy significativo en muchos otros sentidos, porque la palabra “migración” alude a un desplazamiento, a estos movimientos de los que hablas. Y en el universo poético de Migraciones tenemos también voces que se desplazan, se desplazan de un sueño a otro, de un tiempo a otro, de un espacio a otro, por un parte. Y también resultó casi profético el título, porque ha sido un poema que ha migrado de una lengua a otra. No sólo dentro del poema mismo encontramos fragmentos escritos en otros idiomas. Hay oraciones en hebreo, fragmentos en inglés. También el poema ha tenido sus migraciones a otros idiomas a través de la traducción.
––El poema y yo tenemos una relación muy simbiótica. Hemos crecido juntos y hemos convivido durante cuarenta y tres años. Todavía por marzo y abril de este año le hice pequeños ajustes. Extrañamente, más que quitar, regresaron algunos versos. Yo los había eliminado de distintas partes del poema y me sorprendió que empecé a despertar varias mañanas y traía en la cabeza uno, dos o tres de estos versos en la cabeza que regresaban, como cuando sueñas con alguien que ya murió y el sueño es tan vívido que casi sientes que viste a esta persona. Parecían fantasmas que rondaban y me pedían regresar. De repente me di cuenta que había hecho bien en quitar ciertos fragmentos —que habían sido escritos en distintos momentos— y no es que estuvieran mal pero ya no le servían al poema, ya no le añadían nada. Habían funcionado como andamios que necesité incluso para seguir escribiendo, pero que ya no necesitaba ni yo ni el poema y pude quitarlos sin que se me cayera el edificio. Pero los versos que me regresaban sí decían, sí servían. Y terminaron por estar juntos, casi uno tras otro, en la primera parte del poema, aunque haya diferencia de treinta años entre ellos, quedaron bien juntos. Una vez que los rescaté para ponerlos en su lugar, dejaron de despertarme. Y no es que yo esté constantemente releyendo el poema. Sólo vuelvo a él cuando tengo alguna invitación a una lectura. Tengo como disciplina no leerlo ni aprendérmelo de memoria. Siento intuitivamente que, si lo hiciera, dejaría de verlo y lo repetiría como perico. Tengo una relación simbiótica con el poema y es como si él viniera a mí. El poema está dentro de mí y yo dentro de él. De hecho, en esta ultimísima versión al día de hoy, yo creo que sí nos estamos despidiendo el poema y yo. No voy a decir como en otras ocasiones, que ahora sí ya lo terminé, pero sí creo que cada vez nos acercamos más tanto el poema como yo a un final.
––Me parecen interesantes estas expresiones que usas: “El poema me pidió”, “me exigió” tal o cual decisión. Dejan ver que el acto de escritura no es totalmente voluntario. Percibo en tus palabras una especie de obediencia.
––Yo creo que hay cosas que no se pueden explicar. De algún modo escribo de lo que no sé. Si realmente supiera seguramente me encajonaría en reglas y no dejaría fluir las cosas. Lo que sí he sentido y hecho es estar al servicio del poema. He llegado a sentir que escribir se parece mucho a un voto monástico: tú te das a la poesía. Tú te le entregas y, al entregarte, ella responde o no. Por ejemplo, he pasado cuarenta y tres años para dejar escritas 266 páginas, aunque he escrito muchísimo más, pero eso es lo que quedó. He pasado temporadas a veces de años en que no he escribí una palabra, en que de verdad sentí que me había secado. Y eso me dolía porque no nos olvidemos de que vivimos una época en que la productividad, la cantidad, el mucho en todos sentidos (escribir, publicar…), es importante. Pero con la poesía estás más a la intemperie, más desamparada. No hay nada de qué agarrarse más que de la poesía misma. La tienes o no la tienes. Muchas veces traté de escribir poesía porque habían pasado tres o cuatro años sin escribir, y me forzaba. Y a lo mejor no estaba mal escrito, pero no tenía lo esencial: no tenía alma. En muchas cosas yo más bien soy impaciente y con la poesía aprendí a ser paciente. Una de las cosas que me ha tocado aprender en mi vida es precisamente la paciencia.
––Me has hecho recordar mucho esa reflexión de Paul Valéry en torno a “El cementerio marino”: “No sé si aún está de moda elaborar largamente los poemas, tenerlos entre el ser y el no-ser, suspensos ante el deseo durante años; cultivar la duda, el escrúpulo”. La espera es quizás el tiempo de que está hecho tu poema o ¿cómo es el tiempo de tu poesía?
––Creo que, la mayor parte de las veces, si no es que todas, el poeta es el menos indicado para hablar de su poesía. Uno no puede escribir poesía pensando si está de moda o no. Uno no escribe poesía para darle gusto a nadie. Uno escribe poesía porque no puede no escribirla.
––Me parece que es pertinente la reflexión de Valéry cuando dice que estos poemas compuestos largamente “toman poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma propia”. ¿Tú sientes que el poema también te transforma a ti?
––Estoy muy de acuerdo con Valéry. Ciertamente, yo fui transformando el poema y él a mí. Fuimos creciendo y aprendiendo juntos.
––En tu poesía hay una dimensión religiosa. Podemos encontrar oraciones hebreas pero también plegarias propias de la religión católica, ¿cómo se amalgaman estas tradiciones que conviven en y alimentan tu poesía?
––Alimentaron mi vida. Nací en la Ciudad de México. Provengo del lado paterno, así como del lado del papá de mi mamá, de judíos de Europa del este. Mi abuela materna era de Puebla. Viví prácticamente toda mi vida en México, hasta estos últimos años en que estoy en San Diego. Así que esas tradiciones no las veo antagónicas. Pueden convivir distintas lenguas y culturas. Esto se da en tantos ámbitos en nuestra época. Gracias, por ejemplo, al internet, puedes pasar de una cosa a otra. Yo escucho fragmentos de oraciones en hebreo, aunque mi familia no era muy estricta en llevar las tradiciones religiosas. Por otro lado, como lo digo en el poema, tuve esta nana ¾mi nana Lupe, que es el único nombre que menciono porque me salió del alma, era de Oaxaca y no hablaba muy bien español¾ que me llevaba a misa a escondidas de mis padres. Además, viviendo en México, acabas queriendo a la virgen de Guadalupe, que también es mi virgencita. Recuerdo haber ido a un encuentro de escritores judíos latinoamericanos en Jerusalén; ahí entré a un museo donde encontré una pintura de la Virgen de Guadalupe, sentí una emoción increíble, se me salieron las lágrimas. Estoy hecha de todo esto. Las irrupciones de algunas palabras o líneas en otros idiomas, por ejemplo, en hebreo o más bien arameo, están así porque así las oí. Y si las tradujera perderían ese sentido litúrgico que tienen al ni siquiera entenderlas. Creo que las cosas más importantes no las entiende uno muy bien. Mientras más tiempo vivo más me doy cuenta de que las cosas realmente importantes son un misterio y son las que luego nos van llevando y nos guían. Me ha sorprendido que llegué a escribir muchas cosas antes de que en realidad pasaran. Alguna vez leí en Brodsky que la poesía tiene algo de profético. Creo que es cierto. Mi explicación es que mucha de la poesía ocurre en una zona como de pre-conciencia de uno. Si fuera en el inconsciente no la podríamos detectar, pero tampoco está ahí en lo abierto o explicable, porque entonces eso impediría que fluyera.
––Aunque el poema no sea narrativo en tanto no nos cuenta una historia, creo que hay un relato. Incluso diría que de cierta manera Migraciones, además de lírico, es un poema épico: nos muestra la épica de la voz, el drama del decir. El conflicto en tu poema es esta continua tensión entre la voz y el silencio, más que entre la palabra y el silencio porque me parece que la Palabra también se constituye de silencio. Recuerdo que en la versión del año 2000 había un verso muy sugerente: “El silencio es un trabajo que durará toda su vida”. ¿En eso se juega el oficio de poeta?
––Yo creo que una parte sí porque de algún modo le estás todo el tiempo queriendo arrancar a la poesía palabras. Y al mismo tiempo esas palabras están sostenidas por el silencio. Las palabras toman cierta fuerza cuando las rodeas de silencio. En Migraciones hay muchas páginas rodeadas de silencio. Hay una en particular, donde aparece la línea “¿me oyes todavía?”, que está cargada hacia el margen derecho y el resto de la página vacía. La pregunta está rodeada de silencio y “expectativa”[2]. Es la voz que espera una respuesta, pero no sabemos si hay una respuesta. El poeta tampoco sabe si la habrá. En ese sentido, el poeta vive en una especie de intemperie, como en una orfandad constante. No tienes asideros. La voz dialoga consigo misma y con el silencio. Pesan las palabras. Y pesa el silencio. Y pesa esa intemperie de las palabras que están a su vez recogidas y amparadas por todo ese silencio, que las rodea y les da cuerpo y forma. El poeta está ahí expuesto, increíblemente vulnerable. Me sucedió que, en esta última época que ha sido muy creativa en la cual el poema me fue saliendo de muy de adentro, de las entrañas, yo me sentí muy expuesta con todo lo nuevo que tenía el poema. El miedo ha estado presente desde el principio, pero en esta última versión adquiere una presencia casi corporal. El miedo es otro de los interlocutores de la voz. Tanto el miedo le habla a esa voz que lleva el poema como esa voz interpela al miedo. Extrañamente, sí hay una cierta epifanía al escribir poesía, pero también estás muy huérfano ahí. Siempre me acuerdo de Gaston Bachelard, que decía que tan sólo poder escribir poesía ya es un regalo; no importa qué tan triste es lo que escribas, el hecho de escribir es ya una alegría en sí. Es una especie de vuelo, pero ¿cuánto puedes sostenerlo? Hay por eso una intemperie enorme en escribir, en habitar la poesía y en dejar que te habite.
––Rescato esto que decía Abraham de que la poesía es “una expectativa”, a la que está ligada la atención, la espera. En este sentido, el silencio es una forma de la atención y la tensión como se expresa con frecuencia en el poema: “¿Qué me vas a decir? ¿Qué más me vas a decir?”. Y a continuación de estas palabras se despliega el blanco que representa un silencio, pero no un silencio carente de significación, sino que expresa una suerte de promesa, de espera, de atención, de obediencia. El silencio tiene un protagonismo impresionante en tu poesía.
Sí lo tiene.
Abraham: Por eso le es tan importante el acomodo que tienen las palabras.
––Es la parte visual que tú trabajaste. Tu tesis de maestría tiene que ver con mi puesta en página. Retomando lo que decías de que el miedo tomó un papel más protagónico, el miedo ya estaba allí, pero de cierta manera a un lado. Yo siento que la presencia del silencio o el miedo están representados en la forma en la que me pide el poema. Es como sacar las palabras a escena. Las acomodo como si fueran escenografías. No hay que ponerlas como si fueran soldaditos; deben tener movimiento, aire, que vibren. Aunque son objetos, aún en su estatismo, hay un movimiento.
––También pensaba que, al lado de la voz (que es como “el tema” de la poesía), está el cuerpo. En tu poesía el cuerpo es un elemento crucial y que está explorado desde distintas formas: en lo erótico, lo sexual, lo sacrificial incluso, o visto en su desgarradura o en su gozo. También adquiere una dimensión sagrada, particularmente, en la sección que tuvo como nombre “Pythia”, esto se ve de manera muy clara. Me parece que la Palabra, esta gran figura en tu poesía, no es una entidad abstracta, sino que tiene una presencia muy concreta, casi corpórea, táctil. Las palabras, a su vez, son presencias corpóreas. ¿Cómo planteas tú el vínculo entre la palabra y el cuerpo o entre la voz y el cuerpo?
––Cada vez tengo más la idea de que la que es de carne es el alma. Se dice el alma y el cuerpo como si fueran entidades separadas. Por lo demás, todo lo que sentimos es a través del cuerpo, tanto el dolor como lo sublime, lo que nos lleva a eso es este cuerpo tan mortal en el que estamos metidos, tan fuerte y frágil al mismo tiempo, tan vulnerable. El cuerpo es absolutamente mortal y me sorprende lo valiente que somos: todos vamos a morir, pero tratamos de hacer esto y lo otro, contentos y llenos de proyectos como si fuéramos a ser eternos. Y es el alma la que es de carne. Yo creo que estas dicotomías del cuerpo y el alma, la carne y el espíritu, no son ciertas. El que es de carne es el espíritu, el alma; así como el cuerpo y la palabra son alma también. Todas las emociones, como la expresión erótica del amor, se sienten con el cuerpo, no en abstracto. Aunque te las imagines, tu imaginación está dentro de ti, anclada en ese cuerpo que eres tú. Nos parece tan extraño y casi absurdo el saber lo mortales que somos, el saber que, en el fondo, lo que vamos a acabar de ser todos, con todo los que hemos sido, nuestros sueños, nuestras ilusiones, nuestros miedos, es olvido y más olvido y más olvido. Nos aterra pensar que, en lo que vamos a acabar, va a ser en el olvido. La inmortalidad para mí está aquí, mientras estamos vivos. Porque qué otra inmortalidad hay, quién va a saber que va a ser inmortal de otro modo. Y eso es lo impresionante de la vida: que es un misterio.
––Cuando dices que alma es como el cuerpo o el cuerpo como el alma, es como esa pequeña eternidad que se nos regala…
––Este cuerpo, este instante es nuestra eternidad.
––Pero anclada en el cuerpo…
––Totalmente.
––La sección que inicialmente conocimos como “Septiembre”…
–que sigue cerrando el Poema.
––tiene ese anclaje en el cuerpo. Para continuar con el tema del cuerpo, hay una diversidad de cuerpos en tu poesía. Vemos una niña explorando su sexo o vemos a las muchachas reconociéndose en su corporalidad, a una mujer madura que está viéndose frente al espejo interrogándose “¿Yo? ¿Esa mujer soy yo?”. Tenemos el cuerpo en sus distintas edades, en su devenir cuerpo. Pero también hay una figura que a mí me parece clave en tu poesía, la de la sibila. Me parece que la sibila es ante todo un cuerpo, un lugar donde las voces se hacen presentes. Es como el gran lugar de la enunciación, pero ¿también podríamos pensar que es el lugar de la anunciación, como el lugar de las revelaciones? ¿La sibila sería una metáfora de lo que es el poeta?
––Quizás sí. La poesía extrañamente tiene algo de profético para el poeta. Porque ocurre en una parte de nosotros en la que no estamos muy conscientes, en una pre-conciencia, como cuando te estás despertando y logras aprehender algo de lo que soñaste, un fragmentito, como esta linda mascada de seda tan delicada que casi se te deshace de la mano; de esa penumbra logras arrancar algunas palabas y es como si violentaras esa delicadeza, esa seda, para extraerle algunas palabras que a veces acaban por decir cosas que años después sucedieron. Mucho de lo que escribí pasó o acabé por vivirlo, no exactamente como se dice en el poema, pero sí algo muy semejante. He escrito algunas cosas que en verdad me han sorprendido. Por ejemplo, yo no había visto morir a nadie y catorce años antes de que muriera mi papá escribí “Mis muertos son tan reales como yo, les hablo en ruso y en idish”. Mi papá llegó a México cuando tenía cerca de nueve años de edad, su idioma materno era el ruso y en su casa hablaban tanto en ruso como en idish. Y resulta que catorce años después, en los últimos tres o cuatro días que vivió mi papá, que desde que había llegado a México sólo habló español, lo olvidó y todo lo poquito que hablaba era en ruso y en idish. Mi pobre mamá, que no entendía ni ruso ni idish, le pedía que le hablara en español. También me impresionó el hecho de que una línea que escribí hace treinta y tantos años en lo que era “Yizkor” (“somos los que se van”), también fue escrita más o menos igual por un poeta judío polaco en una estación de tren en Polonia. Esto lo supe a través de un ensayo sobre Migraciones. Otro ejemplo, hace cincuenta años, uno de los primeros textos que publiqué decía: “Me voy a casar con Abraham”. Con esta frase le estoy dando voz a mi abuela poblana Carmen, que en efecto se casó con mi abuelo Abraham y que a los 70 años se suicidó de un tiro. Este episodio me impresionó mucho y fue por eso que escribí algunos poemas en prosa que se acercaban al tono que después tendría Migraciones. Esto fue hace cincuenta años, llevo escribiendo poesía cincuenta años, empecé a finales de 1969. Mi abuela paterna, mi abuela materna (a quienes reinvento en mi poesía) y mi mamá fueron en ese entonces una fuente de escritura, porque son tres mujeres muy complejas e incomprensibles para mí, verdaderos enigmas. Lo primero que escribo es como si fuera mi abuela ––eso fue el comienzo de Migraciones––, que dice cómo todo lo que importó en su vida, lo que le gustó y que guardó tanto, de repente se empaca en cajas que se sacan y de pronto todo se acabó. Lo primero que yo escribo, que siento que ya vale la pena, empieza diciendo “Me voy a casar con Abraham”. Claro que a la que estoy haciendo hablar es a mi abuela.
––Sin embargo, a la vuelta de los años, una mujer como tú se casa con un hombre que se llama Abraham. Esta anécdota nos deja ver una cuestión de fondo, de la poesía en general, y muy particularmente de la tuya, que tiene que ver con el tiempo. Estamos acostumbrados a pensar el tiempo como sucesión, como una línea que avanza en la que no hay retornos. No obstante, en Migraciones, encontramos retornos, no sé si en círculo, pero tal vez sí en espiral pues no se regresa exactamente al mismo lugar. Esta imagen que incluso me parece muy bella, la de la espiral, nos devuelve a una interioridad del tiempo mismo, como si el tiempo se pensara a sí mismo. ¿Cómo toma forma el tiempo en tu poesía? Hay muchos versos que aluden a ese retorno: “porque siempre es la primera vez / porque hemos nacido muchas veces / y siempre regresamos”, “todo no es sino tiempo”, “llego al lugar del principio donde comienza el comienzo”, “transcurrimos en nosotros mismos”. En estas líneas se expresa una forma particular de vivir el tiempo. ¿Cómo percibes el tiempo dentro de tu poema?
––Lo único que yo puedo decir es que tengo un sentimiento de tiempo largo. Para la mayoría de la gente parece que el tiempo pasa muy rápido, pero para mí el tiempo es largo, como que pasan muchas cosas dentro de ese tiempo. Siento que pasan tantas cosas dentro de mí que me hacen sentir que, en lugar de que pase rápido, es un tiempo largo, expandido, que se hace grande. Le caben muchas cosas al tiempo.
––En ese sentido, parece como si te estuvieras refiriendo a esas representaciones clásicas de la memoria como espacios, en donde colocamos las imágenes que deseamos recordar. Particularmente en tu caso, no se trata del tiempo lineal, sino de una esfera, una especie de contenedor, casi de matriz, donde cabe todo. Y lo pensaba por estas anécdotas que cuentas. Eso que parecía referirse al pasado se actualiza en un presente y es como si no hubiera transcursos sino retornos.
––En todo caso, te podría decir que quizá vivo el tiempo más así, como algo circular, más que lineal. Sí, he dicho “transcurrimos dentro de nosotros”. Siento que el verdadero tiempo está dentro de mí, porque es mi tiempo, el que habito, y ese tiempo tiene un espacio. Extrañamente también es un espacio en una especie de “presente perpetuo”, en el que regresan las cosas aunque sean transformadas. Como sucedió con lo que dije de “Me voy a casar con Abraham” o con la línea “somos los que se van”, siento que yo habito más en un tiempo circular. Siento el tiempo lento. Estamos apenas en julio, pero siento que ha pasado mucho tiempo, que este año ya lleva mucho tiempo. No siento que sea rápido. En este año me han pasado muchas cosas, fuera y dentro de mí.
––Esta concepción del tiempo está muy ligada al espacio. Recuerdo esta línea: “Aquí está todo, aquí está allá”. Esto es interesante porque Migraciones no es un poema estático sino que está hecho de desplazamientos que acontecen con suma lentitud, que por ello son difíciles de demarcar sus trayectorias.
––Pienso que sí y creo que tienes razón cuando dices que el tiempo para mí es esférico.
––Hay ondulaciones dentro de esa esfera.
–– Sí, y me pone muy nerviosa sentirme apurada, que tengo que hacer demasiadas cosas afuera. No me gusta, me pone nerviosa. Necesito mi tiempo, que es lento. Soy al revés de la gente que necesita estar haciendo una cosa y luego otra, que tiene que estar siempre ocupada. Me gusta quedarme muy quieta, casi sin hacer nada.
Abraham: Porque es cuando pasan cosas dentro de ti.
––Probablemente. Pero sin que me dé cuenta. No es que yo diga me voy a quedar quieta para que sucedan cosas dentro de mí. Siento que, si tengo que estar en demasiadas cosas al mismo tiempo y tienen que ver con el afuera, me canso, me agobio. Me agobia tener que estar como muy ocupada afuera.
––Eso habla mucho de tu trabajo también como poeta. El poema marca su propio ritmo.
––Sí, yo tuve que ajustarme a los tiempos del poema. El poema me impuso este tiempo lento en el cual, por lo visto, yo he acabado por sentir que es mi casa también. Yo habito ese tiempo lento.
Abraham: Es una concepción del tiempo totalmente diferente. A mí me impresiona tremendamente que de repente diga “ay, creo que se me corrió esta línea y creo que esa línea tiene que ir aquí”, de algo que escribió hace treinta años. ¿Cómo sabe que eso va ahí, en ese lugar?
––Y además esto que me contabas de la corrección de esas líneas que regresaban como fantasmas. De pronto, una línea que escribiste recientemente convive con una que escribiste hace treinta años, por ejemplo.
Abraham: No nada más convive, la exige. Ella siente que tiene que estar ahí.
––Es el poema el que me pide eso. Yo se lo doy.
––Tú obedeces.
––Yo obedezco.
––Aprovechando un poco esta intervención de Abraham sobre cómo las líneas migran y se acomodan. En ello hay una dimensión visual y espacial del poema. En la historia de Migraciones, lo visual ocupó una atención de tu parte. Recuerdo que, por ejemplo, la versión de Yiskor[3] estaba acompañada por unas reproducciones de pinturas de Julia Giménez Cacho y, de manera más enfática, en la edición de Pythia,[4] este poema está dividido en cinco partes y la quinta no está hecha de palabras sino de imágenes: tres colotipias de Luz María Mejía, donde se captura en movimiento el cuerpo de la bailarina Lola Lince. ¿Cómo viviste esa relación con estos otros discursos, la pintura y la fotografía, que corren paralelos a la poesía? Además, tú siempre tienes mucho cuidado en las ediciones al elegir la portada, para las que recurres mucho a reproducciones de Magali Lara. Tienes un vínculo muy fuerte también con las artes plásticas.
––Mira, a mí el mundo me entra por los ojos. Paradójica y tristemente, perdí un ojo. Tengo un solo ojo, a mí que me entra el mundo por los ojos. No querría y no podría vivir sin ver. Ver me es esencial. A mí me enriquecen, me gustan los objetos. Me gusta, por ejemplo, lo que para mí son cosas bellas. Me gusta que el libro también sea un objeto bello que tú puedas tener, sentir, tocar, que el color vaya de acuerdo al poema. Por ejemplo, hablando de Pythia, el color que elegí, café tierra, es uno de los menos comerciales. Lo elegí porque sentí que evocaba esas cuevas, que me imagino como espacios cerrados con tierra, en las que las sibilas estaban en Delfos. Por eso quise que el libro fuera de color café. Y estas colotipias, que son una técnica antigua de tomar fotografías, también tienen ese color. Yo tenía justo 50 años cuando escribí Pythia e hicimos esa sesión de fotografías con la bailarina Lola Lince. Estas colotipias enriquecían el poema.
––¿Cómo fue esa sesión?
––Esa sesión fue mágica. El pintor Arturo Rivera conectó a Luz María conmigo. Conocía el trabajo de Luz María y había leído algo mío y le pareció que debíamos hacer algo juntas. Así nos conocimos. Efectivamente, a ella también le gustó Pythia. Entonces yo fui a Guadalajara. Ella vivía en un lugar donde está la Barranca de Oblatos. Era un lugar extrañísimo. Las ventanas no tenían vidrios. Había telarañas que eran casi parte de la decoración. Era la primera vez que yo tenía una beca, a finales de 1992. Hicimos este proyecto como parte de la beca. Yo tenía escritos solamente unos doce fragmentos de Pythia. Tuvimos dos sesiones de fotografía. Una fue a las doce del día, otra a las dos de la tarde. Así lo quiso Luz María por la forma como caía la luz. A las doce no había sombra, a las dos ya. Me sentaron en un equipal. Lola llegó, traía como una capa, se la quitó, estaba desnuda. Tenía un cuerpo muy hermoso, pero era el cuerpo no de una muchacha sino el de una mujer en sus cuarenta. Encendieron copal.
––Como algo ritual.
––Muy ritual. Nos dieron, a cada una, una copita de tequila. Yo leo los pocos fragmentos que entonces tenía de Pythia. Los leo y Lola los interpreta con su cuerpo. Por eso ves de repente ese cuerpo como dice el poema: “Y ella sola en su fondo / larva / se estremece / se contrae como un molusco / pálida / en lo más hondo del adentro / acechando”. Lola hacía así, movimientos que puedes ver en las colotipias. Lola expresaba con su cuerpo mis palabras, mientras la otra tomaba las fotografías de las palabras interpretadas con los movimientos del cuerpo de Lola. Me acuerdo que hubiera dado no sé qué por tener más fragmentitos de lo que acabó por ser Pythia porque fue mágico, fue muy hermoso esto. Y de hecho, la sesión de fotografía me dio como tres o cuatro fragmentos después. Hay uno que dice “resquebrajamiento / entre los muros” ¾que antes decía blancos, luego quité los adjetivos¾, “espiral amarilla / nudo”; en realidad estaba viendo el cuerpo de Lola. Las palabras fueron corporales, me las dio el cuerpo de Lola. Y Luz María las retrató. También me acuerdo cuando entré con Luz María al cuarto oscuro, cuando estaba revelando las fotos. Fue muy emocionante. Las artes plásticas y toda esta cosa visual…
–– y corporal.
––Sí, aquí Pythia fue realmente visual y corporal.
––Por eso decidiste que esa quinta parte del poema fueran las colotipias.
––Totalmente, porque eran parte del poema. Fíjate, esa edición tiene todas estas cosas: es una edición que hizo Mario del Valle, una edición pequeña, muy bonita, y le pedí que quitaran la numeración a las páginas, porque los números metían ruido. Las páginas no están numeradas, no están más que las palabras solas en la página sin números.
––Es como un espacio también.
––Es un espacio también y la última parte son las palabras con cuerpo que, bueno, no son las palabras, pero es el cuerpo de Lola que habla también.
––Sin embargo, para las ediciones posteriores, tomas algunas decisiones importantes, como eliminar esa quinta parte.
––Ah, claro, porque si la hubiera dejado rompería el fluir del poema. Eso funcionó para esa edición. Pero nunca se me hubiera ocurrido dejar esas colotipias. Imagínate lo que hubieran hecho esas colotipias dentro del poema. Lo hubieran modificado radicalmente.
––No obstante, lo visual no desapareció absolutamente, porque tú pones mucha atención en ello. Por un lado, tienes mucha lucidez para ir podando el poema, eliminando cosas que le sobran…
––O agregando o regresándole cosas.
––Y también pones mucha atención en algo que no siempre es común, para un cierto modo de hacer poesía, que es la plasticidad del poema representado en la página. Para ti los espacios en la página son parte del significado. Tienen sentido.
––Totalmente. Soy muy visual. Para que las palabras puedan tener tanto la fuerza, como la delicadeza que requieren, necesito también del espacio de la página, que es el marco para poderlo dar. El espacio, la visualidad cuentan muchísimo. Es otro registro. Así como el silencio, de algún modo está sosteniendo también al poema, toda esta espacialidad de la puesta en página, lo visual, es otro de los sostenes del poema.
––Cuando trabajas sobre esos ajustes, ¿cómo logras tener esa distancia y esa lucidez? Así como la creación te exigía un cierto estado de conciencia, que tú llamas pre-conciencia, ¿la corrección te exige otro estado mental? ¿Cómo realizas ese trabajo de corrección?
––Yo creo que ahí el tiempo ha tenido mucho que ver porque el tiempo me ha permitido ver muchas de las cosas que no podía ver cuando estaba demasiado cerca, como te va pasando con tu vida misma. Es el tiempo el que te empieza a dar más perspectivas de tu propia vida. Es el tiempo el que hace que vayan cambiando tus prioridades. A través de él he podido ir haciendo este trabajo, como dices, de podar. En cuanto a las puestas en página, obedezco al poema. Allí no me cuesta mayor trabajo; sé cómo van las líneas. Desde hace mucho, prácticamente hago los poemas en la cabeza. Los veo, los oigo y los hago en mi cabeza. Los medio escribo a mano en un cuaderno con mi letra grandotota. De pronto tengo una línea y ésta me va llevando a otra. Y al mismo tiempo casi como que los veo en la página. Cuando veo que hay algo los paso a la computadora. Sé cuándo una línea dice algo que me va a llevar a otra cosa que quizá vale la pena. También sé cuando estoy escribiendo algo que la mera verdad no dice nada. Es muy fácil para el poeta, para el artista en general, engolosinarse con lo que hace. Y el tiempo me ha permitido tomar una distancia de lo que he escrito, me ha permitido poder ver las cosas casi como si yo no las hubiera escrito. Cuando tomas distancia puedes ver, ser mucho más objetiva. Lo último que has escrito suele ser lo que más te gusta porque es con lo que te sientes más cercana. Sientes que te quedó muy bien. Terminaste el trabajo y te sientes satisfecha, sientes que está muy bien. Y es con el tiempo cuando, de pronto, tú dices aquí la mera verdad me falló o esto no valía la pena y, en otras, dices mira esto está bien. El tiempo ha sido, en mi caso, un consejero, como un filtro, un decantador. Ahora bien, el tiempo también tiene un peligro muy grande, que es el de la costumbre. Tienes una cosa y te acostumbras a ella a tal grado que llega un momento en que ya no la ves. En ese sentido, tuve como regalo esta época muy reciente en que la poesía quiso visitarme, vamos a decirlo así. Y tuve esta época, de verdad muy creativa, en la que escribí como una cuarta parte del libro en un tiempo muy corto: escribí como 120 páginas que más o menos valían la pena o que al menos dejé lo mejor posible. Por otra parte, el estar tan dentro de la poesía como estuve ¾como pocas veces, esto duró casi dos años¾, de pronto me permitió estar lúcida y me permitió ver por primera vez muchas cosas a las que me había acostumbrado y no veía. Como ya te mencioné, me sorprendí con lo que una vez fue “Leteo”. Ahí fue donde vi los efectos de la costumbre y lo poco fiable que es el juicio del poeta sobre su propia obra. Porque para mí “Leteo” era una de las partes que me gusta mucho y solía leerla en las lecturas a las que me invitaban. Me sentía a gusto leyéndola. Y fue la parte, me atrevería a decirlo, que sufrió más cortes y más cambios. Le sobraban cosas. Eché fuera más de la mitad de lo que fue “Leteo”. Era el que tenía las partes más descriptivas, más narrativas. No eran malas, pero no le agregaban ya nada al poema. Fueron soportes en un momento dado, fueron puentes. De pronto no sólo no los necesitaba, estaban estorbando, y me di cuenta de que tenían que ver más con vivencias personales mías. Y cuando digo vivencias, quiero decir cosas para mí queridas, que me gustaban, que eran la peor parte del poema. Creo que pude ver qué era lo esencial.
––Para dar un cierre a esta plática, que te agradezco profundamente, porque ha sido reveladora, bella, sugerente, me gustaría hacer un juego. Yo te digo una palabra y tú me respondes de manera espontánea lo que te evoque: amor.
––Es una de las palabras más difíciles porque a fin de cuentas es lo que le da sentido a prácticamente todo lo que hacemos y somos. Y al mismo tiempo es de las cosas que más miedo nos da, tanto amar de veras a alguien como ser amados. Ser amados es una enorme responsabilidad. Es una palabra muy difícil y hay que usarla con pinzas. En la poesía también. Hay muchas formas de amor y todas tienen una fuerza enorme. Quizá son dos las que yo más manejo en el poema. Una es este amor que tiene que ver con el erotismo, el sexo, la intimidad que puede darse entre dos seres. Y el amor tan complicado, tan complejo ––porque está muy lleno de rencores y de malos entendido––, a la madre. Siento que estos dos son los polos tremendos del amor. El amor primero que todos tenemos a la madre es el primer vínculo con el mundo. Al mismo tiempo, fíjate, es ¾alguien lo dijo¾ la primera migración, porque para poder ser, para nacer, lo primero que haces es migrar del cuerpo de tu madre hacia fuera. La primera migración ocurre cuando naces. Migras del vientre materno a la vida, al mundo, a respirar por ti misma. Cortan el cordón umbilical y de pronto esa personita, ese ser, empieza a ser, a respirar y a luchar por sí misma. Es la primera migración de la cual no tenemos conciencia. La última es la de la muerte. De la que nadie ha regresado a decirnos cómo es, pero a la que, en lo personal, sí le tengo miedo. Porque todavía no me quiero morir. Así como cuando naces es tu madre la que te echa al mundo, y casi siempre hay alguien allí que ayuda a que salgas de ese cuerpo, también quisiera morirme de la mano de alguien que me quiera. ¿Sí me entiendes? A pesar de que el acto de nacer y el acto de morir son solitarios, quisiera una mano amiga o una presencia. Tuve la suerte de que mi mamá murió de mi mano. Estuve con ella y la tenía de su mano. Le hacía cariñitos en su frente y, de pronto, sentí cuando se murió. Sentí cómo de repente se soltó. Aquí también pasó algo que me afectó muchísimo, que logré medio ponerlo en palabras en el poema. Casi al momento en que ella murió, llegó el médico, alguien muy joven. Trató de oírle su corazón y me dijo: “Suéltala porque es tu pulso el que me está pasando”. Entonces la solté. Entonces supe que la solté. Así como ella me echó para afuera y cortaron el cordón, así yo la eché para afuera, ya no latía dentro de ella. Ella se fue, me alegra tanto, con mi pulso. Le di mi pulso hasta el mero final. Me alegro mucho haberlo podido hacer. Y fui la única de sus hijos que estuvo con ella.
En este punto de la conversación, Gloria estaba muy sensible al recordar la muerte de su madre. Inesperadamente sonó su teléfono y tuvimos que interrumpir la conversación. Posteriormente, ella retomó su relato y quiso completar su respuesta leyéndome algunos fragmentos.
––Tiempo después de la muerte de mi madre, empecé a sentir alivio. Te voy a leer.
¿oyes mi llanto?
¿oyes mi llanto que te cubre como una tela?
rásgala
rómpeme
cúbreme con tus cenizas
libérame
espero las noches como un animal amarrado que patea
patea
y te acuso
y de qué puedo culparte
¿cómo hubiera podido ser de otro modo?
el oráculo se cumple
déjame ir
suéltame
no regreses
no quiero quedar atrapada en tu sueño sin poder despertar
¿hacia dónde ir?
llego sólo al lugar del principio
regreso para besar tu pulso
para caer de rodillas
devotamente beso las arterias de tus manos
oh madre ten piedad de mí
sostenme
derrótame pero dame tu consuelo
apoyo mi cabeza de niña
toco tu corazón
cierro los ojos
estoy atada a ti como el ahogado
a la piedra anudada a su cuello
ya no tengo miedo
no puedo hundirme más abajo de tu corazón
llévate la luz
noche
––Y luego esto. Ahora vas a entender lo de la palabra amor.
y te hablaba a ti
y tú eras yo
y tan oscura el agua
como quien entrega el alma
y no hay quién
//
Y tanto cielo en tu cabeza
y el corazón que no quiere hundirse
hundiéndose
y yo como antes y como siempre
y desde para siempre obedeciéndote
no sé hacer otra cosa
nunca he sabido hacer otra cosa
obedezco te obedezco
y lo huérfano allí abierto
en canal
y la luna golpeándose bajo ese cielo
más pálido que el agua más pálido que tus sueños
más endeble
y tú me decías
-suéñate que es hermoso el sueño de la vida
muchacha
¿recuerdas?
no puedo despertar
[…]
estoy en tu silencio
en éste tu olvido –que es el mío
como un sol el cuerpo se arrodilla
y se hunde
estoy ahí en lo quieto
en ese tu fluir quietísimo
en esa tu luz
//
ahora eres tú la que llora
la que suplica
¿dónde estás llorando?
¿dónde en mí es que lloras?
//
soy la última
en estar con ella
en asistirla
en morirla
suéltala -me dicen
pero si pudiera le daría mi pulso
si pudiera cubriría de flores su espanto
si pudiera le pediría a la mismísima tierra
que la absuelva
y la perdone
perdóname tú a mí
perdonada
//
beso tu miedo
besos lo solo de tu miedo
tu huérfano miedo
tu para siempre miedo
tu miedo dentro de mí
y la devoción como una hoja de obsidiana
corta
//
el silencio en su semilla
la luz quieta
yo ahí
la luna
más frágil que tu sueño
//
y la palabra
rompe vuélcase
ahí
en su tajo
celda tú en mí
sin mí
//
ahora ¿qué me vas a decir?
¿qué más me vas a decir?
––Finalmente, Gloria concluyó diciéndome lo siguiente.
––Siento que el poema se está acabando porque el mismo poema me lo está diciendo. Mejor así a que, en este afán de escribir y escribir más, lo eche a perder. O que escriba yo dizque otra cosa, que ni vale la pena, y que es en detrimento del conjunto. Mira esto último que dice:
¿a quién apelo como Job ante Dios?
¿ante quién me interrogo?
a quién le estoy hablando?
¿quién me está hablando?
//
y la voz con sus esdrújulas
la loca con sus vocales aún más locas
y sus acentos y sus diéresis
y sus puntos y sus comas
se está muriendo
a zarpazos y a sollozos se me está muriendo
y yo aquí sola sola sola sola sola
y ella diciéndome que ya no tiene nada que decirme
[1] Raúl Dorra (Jujuy, Argentina, 1937 – Puebla, México, 2019). Además de diversos ensayos sobre la obra de Gervitz, es autor del estudio introductorio “La voz en la oscuridad” que abre la edición de Migraciones, de 1996 (Tucán de Virginia). En 2003, realizamos juntos la selección y el prólogo de una antología de Migraciones para la editorial Jitanjáfora. En 2013, tuvo a cargo la selección y la nota introductoria de la obra de Gervitz para el número 176 de la colección de Poesía Moderna de Materiales de Lectura de la UNAM.
[2] La palabra “expectativa” fue dicha por Abraham, el esposo de Gloria Gervitz, quien estuvo presente en una parte de la entrevista.
[3] Ésta fue una sección de Migraciones. Antes de integrase, se publicó de manera independiente en 1987.
[4] Al igual que Yiskor, Pythia se publicó de manera singular en 1993. La edición estuvo al cuidado de Mario del Valle.
Blanca Alberta Rodríguez es profesora e investigadora en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha estudiado a profundidad la obra literaria de Gloria Gervitz, en Las voces del cuerpo (2002) y La configuración de la página en la poesía de Gloria Gervitz (2006). Editó, junto con Raúl Dorra, una selección de Migraciones (2003).
(borrador para un diccionario de filosofía mundana)
Nadie crea símbolos ni conceptos
ni metáforas.
Apenas son un don y un fruto.
¿De quién? ¿de los dioses?
¿de nuestros ancestros?
¿de los pueblos que sembraron nuestro idioma
con el filo de una espada?
¿de sus viejas formas de pensar?
¿de sus hábitos y costumbres
sedimentados en sonidos
y trazos mudables?
¿o de esos esforzados homínidos
que experimentaron la lenta emergencia
del lenguaje y la cognición humanas?
Apenas de nadie.
Las palabras no son más que
el don y el fruto de esa indecible urdimbre
de seres y cosas inauditas que
nos han ceñido y modelado con su roce
(rama, grano, pájaro, bacteria, espejo…)
y que hemos ido ciñendo y modelando
en nuestro mundar diario y milenario
(herramienta, semilla, tierra, máquina, raíz…).
Extraños dones y frutos que,
en nuestras manos torpes de simio,
se vuelven ala o cuchillo,
perjurio o sustento,
verdad o veneno.
Si lo pensamos bien, en el fondo,
ninguna palabra es propiamente humana
sino fruto de un encuentro:
el don de la relación.
La poesía mundana no rebusca en la intimidad propia. Cuando rebusca en la intimidad es para rastrear los hilos, conductos y tejidos que unen y enlazan lo íntimo con el resto del mundo y de la vida.
La poesía mundana no rebusca en la intimidad sino en las heces, en la basura, entre los bichos y las malas hierbas. Es allí donde encuentra lo íntimo. Una intimidad compartida en la soledad cósmica de un planeta infestado de vida.
***
Como la mierda, la poesía mundana es mundo y se escurre con el mundo. Como las malas hierbas, germina entre la inmundicia y florece entre las grietas.
***
Estoy escuchando pájaros que desconozco y creo reconocer (gorriones, estorninos, vencejos…). Ahí están. Piando.
Pía que pía.
Su sonido efervescente araña mi piel con dulzura, se me cuela en la carne y la ata al mundo con los finos hilillos de las terminaciones nerviosas.
***
Acaso mi lengua torpe también podría aprender a piarlos a ellos. Sería hermoso rozar sus picos y sus alas, aprender el arte de sus trinos y sus gestos, piarnos mutuamente.
Podría ser (están lejos, pero no tanto). Podría, quizá, plantar mi tienda de campaña en el jardín, ocuparlo discretamente durante un año o un verano, ganarme su confianza, aprender sus signos, adiestrar mi lengua y mi garganta, mirar y escuchar con atención y paciencia minuciosas…
Lo sé, todo esto no es más que una majadería ociosa. Pero creo que al imaginarla estoy percibiendo algo esencial y recóndito de esos pájaros, de estos trinos.
***
Aquí no es de nadie ni nadie es de aquí.
Ser de aquí (de cualquier lugar, de este jardín) es un incesante acomodo entre extraños. Buscar formas de hacer nidos en este desconocido país de pájaros. Un hambre de permanencia en una tierra siempre extranjera.
Aquí soy. Soy de aquí.
El tránsito
San Diego, 12 de junio de 2019
La presencia contundente de una buena mierda
de cualquier especie —su olor, su textura, su forma y color,
su festival de vida bacteriana, su promesa de fecundidad vegetal—
tiene el poder de seducirme, de reclamar por unos momentos
toda mi curiosidad y mi aprecio.
Todavía más me seduce su cálida y jugosa caricia
al emerger lentamente por mi recto.
Ese instante feliz en el que la mierda anuncia su propio ser
sin dejar de ser parte de ese incesante tránsito sustancial
que nos hace y nos deshace.
Nunca olvidéis, mi gente, que también somos esa mierda que nos transita.
El tránsito lento e incesante de la digestión y la defecación.
La mierda gozosa y ruda que nos ata al mundo y nos recuerda
que seguimos viviendo y mundando y que somos mundo también.
Ni puras almas ni espejos de dioses.
Nada más que una especie de mierda.
La nada
A la memoria de los desaparecidos
en humo, en polvo, en sombra, en nada. Luis de Góngora
San Diego, 7 de julio de 2019
Pongamos las cosas en perspectiva.
Millones de años de lentísima y minuciosa evolución,
de tenaz y creativa adaptación a un hábitat asimismo cambiante,
de danza áspera y delicada con el resto de la vida
Para llegar hasta aquí.
A esta única vitalidad.
A esta belleza sin par de cuerpos milagrosamente únicos,
de cuerpos y vidas singularísimamente acopladas al aquí y ahora del mundo.
Y todo ello, en tan solo un segundo, queda arrasado para la eternidad.
Como lo fue Cartago bajo el odio y la sal corrosiva de Roma.
Como lo fue Tenochtitlan bajo la codicia y el fanatismo de mis ancestros.
Como nuestro cadáver que será humo, polvo, sombra y nada.
Pero no. No sirven estos símiles.
Aunque se parece, la extinción de una especie
(guacamayo glauco, homo floresiensis, bisonte del
Cáucaso) es algo todavía más absoluto y radical que
la muerte de un individuo o la destrucción de una civilización.
Probemos con otro.
Un agujero negro que absorbe y aniquila mundos o planetas.
Un agujero negro que aniquila no sólo el agitado
corretearde la existencia individual
sino también esa inacabable y acrobática carrera
de fondo que es la vida de la especie:
la sucesión perpetua y amorosa de los cuerpos,
la memoria y partitura inmemorial de los genes,
las posibilidades de inventar prodigios
y cambiar de nuevo el paso en la danza de los cuerpos con el mundo.
Con la aniquilación de una especie
(lucio azul, paloma migratoria, rana dorada)
en cualquier ignorado rincón de la Tierra
la vida toda se vuelve nada.
Agujero negro, vacío cósmico,
sombra de sombra, nada de nada.
Pero no. Para qué insistir con metáforas inútiles.
El vació de esta ausencia solo se podría nombrar
con la lengua de los vencidos, en lenguas muertas y extranjeras
que ya nunca habremos de conocer.
Daniel Ares López nació en el barrio del Puente de la ciudad de Lugo (Galicia) en 1978. Tras estudiar Filología Hispánica en su ciudad natal, comenzó (como tantos jóvenes españoles de la más reciente diáspora) una vida migrante que lo llevó a diversos puntos del Norte global: Edimburgo, Madrid, Málaga, Kansas, Texas, Wisconsin y, finalmente, la ciudad fronteriza de San Diego en el sur de California. Tras doctorarse en literatura y estudios culturales en la Universidad de Wisconsin, Daniel es profesor en la universidad estatal de San Diego. El cuaderno mundano es su primer libro de poesía y el primer volumen de un proyectado ciclo de eco-poesía y escritura creativa ambiental de título homónimo.
Pocos escritores existen y existieron con la capacidad intelectual de Carlos. Pocos escritores con la sonrisa por delante que a todos desarma. Carlos fue el actor, un juglar perfecto hecho escritor, el Santa Claus ebrio de Los caifanes, que las nuevas generaciones han olvidado y a quien deben redescubrir para conocer la historia intelectual de México de la segunda mitad del siglo XX. Entre mis colegas en la promoción cultural en Ciudad Juárez, Carlos Mosiváis se ganó el sobrenombre de “Porsiváis”. Esto no era gratis. Las múltiples solicitudes que abultaban su agenda hacían que sus anfitriones se esperaran una de dos posibilidades: que no apareciera en el aeropuerto o la terminal de autobuses o que quedara mal en alguna de sus citas. Sin embargo, siempre que lo invitamos, el impredecible amo de la improvisación oportuna y mordaz, el polifacético amigo de las palabras tejidas con gran inteligencia en los laberintos retóricos y frases de calendario, asistió a Ciudad Juárez sin la mínima resistencia.
Su primera visita fue en octubre de 1977. Para esas fechas, Carlos Monsiváis ya había publicado Días de guardar y Amor perdido, sus primeros dos libros de una amplia obra que culminaría con su muerte en 2010; luego de una estancia en Londres, en 1972 había tomado la dirección de La cultura en México −el referente de los suplementos culturales en esa época−, y poco después sostendría una destacada polémica con Octavio Paz en torno a la conciencia individual y la razón de Estado. Monsiváis, por esas fechas, ya había demostrado que reunía la inteligencia, el humor y la asertividad que lo convertirían no sólo en uno de los cronistas y ensayistas más brillantes de las letras mexicanas, sino en un gran conversador, aclamado por multitudes.
Aquella vez aprovechamos para darnos algunas escapadas a El Paso, Texas, y Chihuahua capital. Del aeropuerto nos fuimos al cruce fronterizo, pues su primer compromiso de ese día comenzaba en la Universidad de Texas, en El Paso. Ya del otro lado, hicimos una escala “para hacer tiempo” en una típica tienda de ropa, propiedad de un viejo y querido amigo, conocido en el mundo de las pandillas como Mon Jara. Era una “ánima piedrera” de la “Veinte de Abajo”, popular y agresivo barrio de la ciudad de Chihuahua y que, sabe Dios cómo, había inaugurado una tienda de ropa juvenil de marca en la calle Stanton y Paisano, en el centro de El Paso. La tienda llevaba el mismo apodo que él había adoptado desde que cruzó el Río Bravo: “Rasputín”.
“Rasputín” nos recibió con un estruendo luminoso por nuestra amistad acumulada durante años de ausencias sin olvido, tan grande y enmarañada como su larga cabellera y descomunal barba. Ese día tenía un inconfundible aliento a cerveza. “¿Quién es este vato?”, me preguntó, refiriéndose al desconcertado Monsiváis, quien miraba atónito aquella tienda de ropa con montones de camisas de colores electrizantes y pantalones de campana. Tan pronto le dije a “Rasputín” que Monsiváis era uno de nuestros intelectuales más importantes de México, se lanzó a la trastienda por unas cervezas para brindar con el “vato intelectual” frente a otros clientes que lo miraban en estado semi-cataléptico.
Ante la insistencia desbordada de “Rasputín”, Monsiváis seleccionó algunas prendas de la exótica variedad de camisas. Escogía la ropa sin fijarse en tallas ni colores. Tuve que irlas cambiando por medidas más próximas a su complexión y elegirlas al tanteo de diversos colores para que hicieran juego, sin saber si serían de su agrado. Al final, se le otorgó un generoso 50% de descuento. Nunca supimos si el cobro fue real y justo, o si todo era producto de una mente nublada por el alcohol.
Al final “Rasputín” dio el último performance de la mañana al tirarse al suelo para carcajearse de un joven cliente que se medía un pantalón frente al espejo, burlándose de lo mal que se le veía. Luego nos presentó a su amante, una bellísima rubia que apareció ante nosotros con la blusa mal abrochada, unas botas de “go-go girl” en la mano y balbuceando con acento gringo y evidente trastabilleo etílico. Le preguntó al oído: “¿Quiénes son estos vatos?”. Después de ese final feliz, Monsiváis y yo salimos corriendo a la Universidad, mientras aquel atípico tendero nos prometía que nos veríamos en la conferencia de la tarde.
Así como Monsiváis no tuvo ningún reparo en compartir cervezas con un ex pandillero, también tenía una predilección por vacilarse a los periodistas despistados. En las visitas a nuestro estado, sus encuentros con periodistas un tanto desinformados fueron constantes. Muy pocas ocasiones quedó complacido con las entrevistas. Pero se lo tomaba a broma. Recuerdo que en esa primera visita, al llegar al aeropuerto de Ciudad Juárez, un joven periodista se le acercó con un titubeo reverencial, seguro de que estaba frente a uno de los intelectuales emergentes de gran prestigio en nuestro país. Su primera pregunta fue inocente y a todas luces de un principiante: “¿Usted dónde escribe, señor Monsiváis?”, que fue respondida en automático, sin miramientos, como quien realiza un disparo a sabiendas de que espantará a una parvada de golondrinas: “Escribo en Alarma, Impacto y el Jaja”, fue la ráfaga de ocurrencias que dejaron a aquel joven con la expresión de “No lo creo”.
Ese tipo de respuestas las repetiría ese mismo día, horas después, en la Universidad de Texas, cuando un joven profesor chicano, de esos que titubean al hablar el español, le preguntó en esa mezcla de fervor y timidez: “Yo sé que usted es muy importante y muy famoso, pero, ¿dónde escribe?”. A lo que respondió con serenidad y rapidez: “En Reader’s Digest y en Lágrimas y Risas, serie que acabo de inaugurar en México”.
Pero también hubo entrevistas excepcionales, como la que le hizo en su primera visita a nuestra frontera el entonces joven periodista Pedro Garay. Acordamos que la hiciera en el bar del icónico hotel Sylvia’s de Ciudad Juárez. Los dejé para que charlaran cómodamente mientras yo atendía otros pendientes. A mi regreso, Monsiváis me preguntó con un tono de admiración contenida y naciente afecto por Garay, quién era ese periodista. Y me confesó con entusiasmo que era la mejor entrevista que le habían hecho en los últimos años.
De memoria recuerdo otros momentos en los que Monsiváis lanzaba sus dardos de frases demoledoras y de jocosa acidez en las más variadas situaciones. Al final de una conferencia, en una de las tantas ocasiones que lo invitamos a la Universidad Autónoma de Chihuahua, un periodista, tratando de ganar “la nota de ocho columnas”, le pidió que hiciera alguna declaración novedosa. Era el año 2000, época de campañas presidenciales. Monsiváis respondió con total convencimiento que estaba por lanzar su candidatura a la Presidencia de la República pues en su cuadra de la colonia Portales, en la Ciudad de México, varias personas ya lo habían hecho y él no quería quedarse atrás. En otra ocasión declaró que estaba considerando seriamente solicitar su ingreso al PRI, pues era el único partido que garantizaba su arribo a la Presidencia.
Unos años antes, en 1991, me tocó organizar un homenaje a Germán Valdés “Tin Tan” en el Museo de Historia de Ciudad Juárez, al que invité a Monsiváis. Llegado el momento de las preguntas y respuestas, después de su conferencia sobre el pachuco, un asistente le preguntó si no había conocido personalmente a Tin Tan. Monsiváis respondió: “No, lamentablemente no tuve el privilegio de conocerlo personalmente”, agregando con el sentido del humor que lo caracterizaba: “A los únicos cómicos que conozco personalmente son Ignacio López Tarso, David Reynoso y Julio Alemán”.
En otra ocasión, por ahí del año 2003, lo invitamos al Centro de Estudios Mexicanos de la Universidad de Texas en Austin, en donde después de una brillante conferencia titulada “El Nuevo Canon de la Literatura Mexicana”, una joven con aspecto de intelectual de Coyoacán, levantó la mano y se dirigió a él con un tono de afectada familiaridad: “Oye, Monsi, ¿qué opinas de…?”, a lo que él inició su respuesta: “No importa si también me dices vais…”.
En San Antonio, Texas, un avezado y suspicaz periodista, al enterarse de que Monsiváis daría una conferencia titulada “La crónica del bolero”, le pidió una entrevista. Tal vez con la pretensión de hacer una pieza de alto periodismo cultural y le preguntó: “¿Por qué hablar del bolero? ¿Por qué no mejor cantarlo?”. Monsiváis respondió con total aplomo y seriedad: “En realidad, siempre he tenido vocación de cantante de boleros. Lo que sucede es que hace muchos años, siendo muy joven, yendo por Insurgentes Sur en un taxi, justo frente a la UNAM, sufrimos un terrible accidente. Yo, en estado semiconsciente por aquel brutal encontronazo, fui trasladado por cuatro buenos samaritanos a las instalaciones de la UNAM, concretamente al edificio de la Facultad de Filosofía y Letras, donde obviamente sin mi consentimiento fui inscrito, quedándome atrapado allí hasta el día de hoy”. El periodista escribía en su laptop con la velocidad de las mecanógrafas de juzgado, hasta que frenó su ritmo al escuchar el desenlace. Sin saber qué decir dio las gracias y se retiró de escena.
La relación de Carlos Monsiváis con nuestro estado estuvo marcada por varios tipos de seducciones. Recuerdo a un Monsiváis seducido por las notas de la prensa local. Reía a carcajadas al leer las crónicas de sociales, páginas memorables para su archivo del absurdo y la comicidad involuntaria. Recuerdo su risa sardónica y malévola al tiempo que guardaba las hojas con gran celo, para reproducirlas en su sección “Por mi madre, bohemios” de la revista Siempre!
Para él, la posibilidad de ser invitado a la frontera era siempre de una seducción irresistible. La vida nocturna de finales de la década de los 70 le resultó siempre un atractivo fundamental, pues ese ambiente era entonces un imán para satisfacer su afición de coleccionista de lo insólito. Nos tocó presenciar los trucos de alta escuela de Lalo Díaz, bartender del antro Virginia’s, del otro lado de la barra. Era un hábil prestidigitador de quien Monsiváis escribió alguna entusiasta crónica. Visitamos, también en aquellos años, un bar pintado en su exterior con los colores de la bandera alemana, bar de puertas giratorias que dejaban escapar al exterior la música del folklore germano. La mayoría de los clientes eran jóvenes de cabello rubio y corte militar, que coreaban las nostálgicas canciones, acompañados de rubias alemanas dispuestas a brindarles sus encantos.
También conocimos un burlesque donde parpadeaban en luz neón las palabras “Day and Night”. Ahí presenciamos el show de “La Bella y la Bestia”, escenificado por una hembra curvilínea, ataviada mitad gorila y mitad encanto femenino. Otro lugar era El Quijote, un bar-congal travesti, en el que una pléyade de enormes maestras del engaño y la trasformación, esperaban a sus incautos visitantes para convencerlos de sus secretas artes amatorias.
Por aquellos años, Ciudad Juárez por definición era una fiesta de 24 horas los 365 días del año. Una explosiva y chispeante zona de combate, con música y parpadeo de anuncios de mil colores entre el pregón de vendedores ambulantes, pachucos olorosos a lavanda, soldados norteamericanos y alemanes de Fort Bliss; negros y negras ondulantes, gringas con mirada encandilante y ombligos al viento, cholas rítmicas y misteriosas, tacos de trompo, burritos, menudo, tortas, totopos, elotes y animadores de burdel. Todo esto y mucho más hizo que Monsiváis, como sucedió con la mayoría de los protagonistas de nuestra cultura que nos visitaron, quedara seducido al límite.
Aquella era la seducción del juaritos de los “divorcios al vapor”, pero también el juaritos del swing y el boogie bailados magistralmente por Tin Tan; el juaritos de las composiciones con presencia internacional de Juan Gabriel, del jazz de Tino Contreras, Roy Ramos y Chilo Morán, de Estelita Reynolds y la música de Lara y tantos más que le dieron luz y energía a la citada vida nocturna de la frontera: el divorcio de Elizabeth Taylor, la visita de Bob Dylan al Bar Kentucky, Los Platters en el Lobby, Carmen Cavallaro en La Cucaracha; la visita de Picasso, un tanto anónima, que dejó una obra en una casa particular…
II
Monsiváis padecía una profunda alergia a un cierto tipo de audiencia. Creo, sin temor a errar, que su resistencia a convivir y dirigirse a auditorios integrados por empresarios, distinguidos caballeros de cuello blanco y propietarios de casas para vacacionar en Miami y San Antonio, era casi una patología característica de su personalidad. A raíz de otra de sus visitas, durante el sexenio de Vicente Fox, un grupo de paisanos agrupados en la Asociación de Empresarios Mexicanos en San Antonio, se enteraron de la conferencia que Monsiváis daría en el Instituto de México. Me preguntaron si el “maestro Monsiváis”, como se referían a él, podría asistir a su desayuno mensual en un lujoso hotel de esa ciudad. Accedí por mi amistad con los dirigentes de ese momento, quienes habían sido solidarios y comprometidos con las actividades del instituto.
Aquellos amigos eran Emilio España, hombre inteligente y con un espontáneo sentido del humor, influido −como él mismo sostenía− por la “cultura de Azcapotzalco”, donde se encontraba la empresa familiar que dirigió por algún tiempo: la fábrica de dulces Usher. El otro era Alejandro Quiroz, empresario siempre con una vestimenta de elegancia casual, dedicado al negocio de las imprentas de alta tecnología y dueño de una empresa posicionada entre las mejores de nuestro país. Ambos, de alguna manera, eran pioneros de la citada organización de empresarios.
Un par de años antes de esta visita, ambos empresarios me invitaron para que me sumara al proyecto para la instalación, en el centro de la ciudad, de una escultura monumental de mi paisano y polémico escultor Sebastián. El proyecto estaba en sus inicios, pero la colaboración de mi persona desde la dirección del Instituto de México con la asociación daría sus frutos después de muchas batallas en las cuales la polarización entre quienes la proponíamos y quienes se negaban a aceptarla fue, además de divertida, muy aleccionante. La escultura, bautizada como Antorcha de la amistad, fue finalmente colocada en la intersección de las calles Álamo y Commerce, en el centro, justo a dos cuadras del histórico fuerte de El Álamo en San Antonio.
Pero regresemos a esa memorable visita de Monsiváis. El tema de su conferencia sobre el bolero era lo de menos, porque él era un tema en sí mismo. Un día antes habíamos hecho un paréntesis en Austin, Texas, para visitar algunas librerías y museos. Emilio España y yo recorrimos a la par de Monsiváis las bulliciosas calles de esa ciudad estudiantil, mientras ayudábamos al cronista a cargar los libros y discos que iba adquiriendo. La razón de nuestra visita a la capital de Texas, además de otros motivos, fue para asistir a una cena en la que Monsiváis era el invitado de honor. Emilio fungió, lo recuerdo bien, con toda amabilidad como nuestro chofer en su flamante Mercedes-Benz.
La cena fue en casa de su amiga la escritora Tita Valencia, quien con el preciso tino del anfitrión que conoce el nivel de su invitado, nos atendió con cortesía y excelsa comida, algo que pasaba totalmente inadvertido para Monsiváis. Para él era lo mismo una hamburguesa que una langosta. Salimos tarde de esta velada. En el trayecto de Austin a San Antonio, disfrutamos de la capacidad de Emilio para contar chistes. Era ya la 1:30 de la madrugada. Monsiváis medio se incorporaba de su estado de somnolencia con los ingeniosos chistes, momento que yo aprovechaba para recordarle que teníamos que levantarnos temprano para cumplir con nuestro compromiso y desayuno (que resultó fatídico). Aquel encuentro sería con un grupo de paisanos, que tenían un gran aprecio por nuestra cultura mexicana, y que además nos apoyaban continuamente en las diversas actividades del Instituto, razón por la que no podíamos fallar.
Él sólo me respondía una y otra vez con una pregunta, en su característico tono lacónico: “¿Qué, sí son muy importantes de verdad…?” Yo replicaba: “Mira, Carlos: Emilio, quien nos ha chofereado todo el día hasta concluir nuestra velada en casa de Tita, es una persona muy grata y servicial; además es él quien nos ha invitado al desayuno”.
A la mañana siguiente, nos esperaba el desayuno con la Asociación de Empresarios Mexicanos, quienes hicieron coincidir la fecha de su desayuno mensual con la estancia de Monsiváis en San Antonio. A las 7 de la mañana marqué desde mi casa a su cuarto de hotel. Después de varios timbrazos y en estado de obvia somnolencia, con su proverbial economía de palabras y el sueño que aún lo invadía, sólo repitió aquello de “si eran muy importantes los amigos del desayuno”. Insistí en que nuestro compromiso era en solidaridad con Emilio, quien había desempeñado generosamente su cargo de anfitrión, a lo que Monsiváis me respondió en tono apenas audible que le enviaría su solidaridad y agradecimiento por fax.
Minutos más tarde, ya en el lobby del hotel, marqué de nuevo a su cuarto. Simplemente no contestó. Sumido en un angustiante optimismo, pensé que estaría bajo la regadera, mientras observaba aproximarse al salón de banquetes a una gran cantidad de gente bien “ajuareada” y de gratos y costosos aromas, multitud evidentemente de la clase empresarial. Algunos me felicitaban por haber hecho posible este memorable encuentro, que incluía la posibilidad de escuchar el mensaje de Monsiváis, que seguramente sería “interesante e ilustrativo”. Mi angustia crecía ante la incertidumbre de saber si Monsiváis bajaría para “convivir” con aquel grupo.
Le pedí a Emilio que le marcara a su habitación para ver si tenía mejor suerte. No contestó en esa cuarta llamada. Pensé, rindiéndome de la circunstancia con nerviosismo, que aquella multitud de “amigos de la cultura mexicana” quedaría desencantada por haber asistido a un evento fallido. Inclusive llegué a imaginar una catástrofe: Emilio destituido de su puesto como dirigente en la asociación y yo pisoteado después de haber sido vapuleado a punta de bolsazos Prada y Louis Vuitton y patadas con tacones Gucci. Estaba en estas apocalípticas cavilaciones cuando se abrió una de las puertas de los elevadores: apareció Monsiváis. Era como un ser venido de las alturas celestiales a pesar de su atuendo: un suéter desteñido, al estilo César Costa, algunos “gallos” que estallaban en su melena y una cara de “¿dónde me estoy metiendo?”.
Sólo recuerdo una minitragedia que resultó de una inoportuna coincidencia. Al dirigirse Monsiváis a donde estábamos Emilio y yo, lo interceptó un grupo de “guapérrimas” mujeres de estilo high-class, con un aire de elegancia informal y exclamaciones de plástico: “Maestro, qué honor. ¿Sobre qué versará su charla que tanto ansiamos escuchar?”. Monsiváis les sonrió con otra mueca de plástico, diciéndoles que sería una sorpresa, y haciéndoles una salutación caravanesca se dirigió hacia nosotros, al tiempo que me decía: “Malvado mil veces”. Yo sólo pude argumentarle, frente aquella avalancha de señoras, señores, jovencitas y jóvenes, periodistas, camarógrafos, etcétera, que qué culpa tenía yo de su fama y capacidad de convocatoria, aduciendo que yo mismo me había sorprendido por la cantidad de comensales que estaba superando toda expectativa.
En aquel momento fue abordado por un periodista de la cadena televisiva Univisión y su camarógrafo, que le pidieron una entrevista sobre el fenómeno migratorio. Monsiváis, ante la amable presencia del joven periodista, dijo algo que me dio tranquilidad: “Al término del desayuno platicamos”. El joven periodista nos acompañó con gran entusiasmo, se adelantó y abrió la inmensa puerta de madera del salón, donde había unas trescientas personas. Era una verdadera avalancha de empresarios, familiares, amigos y demás agregados ocasionales. Del número acostumbrado de comensales matutinos, aquello se convirtió en un maremágnum de expectante y ávida audiencia deseosa por escuchar al autor de Días de guardar. Ese ambiente cordial quedó en silencio ante la despeinada presencia del visitante. Monsiváis frenó en automático, como queriendo echar reversa. Pero una espontánea lluvia de aplausos, más el empujoncito que le di con suavidad amistosa, lo introdujeron en ese enjambre de caras sonrientes y aromas a tocino y jamón de puerco ahumado, aderezados con lociones Armani y perfumes Versace.
Después de haber saludado a cientos de entusiastas admiradores, ocupamos nuestro lugar en la mesa principal. Monsiváis volvió a decirme en voz baja, sólo que ahora aumentando la cantidad: “Malvado diez mil veces”. Yo acepté con una amable sonrisa. En nuestra mesa había algunas autoridades de la ciudad, el concejal de cultura del cabildo, líderes del mundo de las finanzas y el comercio, y los dirigentes de la asociación: Emilio España y Alejandro Quiroz. Me incliné hacia Emilio y le dije: “Ya está aquí, a ti te toca hacerlo hablar”. Se ubicó frente a aquella nutrida audiencia y después de destacar las virtudes intelectuales y literarias de nuestro invitado y expresar los agradecimientos de rutina, se dirigió a Carlos para hacerle una sola pregunta: “¿Qué opina, señor Monsiváis, de los aciertos y desaciertos del Presidente Fox? ¿Cómo ve su desempeño?”. Monsiváis se dirigió al pódium. Antes, me susurró en voz baja: “Malvado un millón de veces”. Tomó el micrófono y con total aplomo y sincero acento, inició: “Nunca me había tocado hablar ante tanto indocumentado de corbata”. El estruendo de risas y aplausos apenas me permitieron escuchar lo que Emilio me comentaba al oído: “Es cierto, más del noventa por ciento de estos son indocumentados”. Acto seguido, se refirió a la pregunta planteada por Emilio: “Respecto al desempeño del Presidente Fox, lo puedo sintetizar así: demasiadas expectativas, escasas realizaciones, desencanto actual…”.
La sobremesa de aquel desayuno se prolongó más de lo planeado. Monsiváis transformó aquella cita con los “amigos mexicanos de la cultura” en una jornada de regocijo intelectual con una clase social que, aunque no estuviera de acuerdo con todo lo expresado, aplaudía con entusiasmo a este tejedor de frases oportunas. Recuerdo que concluyó diciéndoles que había pasado una noche pésima por una angustiante pesadilla que se repetía con cierta frecuencia, en la que le pedían un prólogo y texto de contraportada para el directorio telefónico de la Ciudad de México.
III
Las tareas como agregado cultural te llevan a recibir el favor de quienes menos te imaginas y a desarrollar una capacidad para mantenerte alejado de envidias y los menosprecios ajenos. En el verano del 2008 fui invitado a trabajar como agregado cultural en el Consulado General de México en El Paso, Texas. El cónsul Roberto Rodríguez Hernández me sugirió que reforzara la posibilidad del nombramiento con el apoyo de alguno de mis amigos en el gremio literario del país, pues había la percepción de que algún ser malvado, con desbordado interés en la posición que se me ofrecía, estuviera “grillando” para quedarse con el puesto.
Llamé a mi amigo Monsiváis. Con su solidaridad, un tanto carente de entusiasmo por el tono plano con que solía expresarse, me preguntó que a dónde habría que llamar. Le di los teléfonos de la Unidad de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Al ver que aquella llamada quizá no se llevaría a cabo, decidí recurrir a otro amigo: Carlos Fuentes, quien me expresó que él no conocía a nadie en el ámbito cultural de la Secretaría. Le respondí que si bien él no conocía a nadie, a él sí lo conocían muy bien. Le di los teléfonos al tiempo que me decía que llamaría para realizar la recomendación. Mi inseguridad de que aquellas llamadas se realizaran y tuvieran un destino feliz, continuaba vigente en mi ánimo. Hice una tercera llamada, ahora a Carlos Montemayor. No sólo me manifestó su disposición de hacer la llamada, sino que además me dijo, que conocía muy bien a la “segunda de a bordo” de asuntos culturales, a quien le plantearía la recomendación.
El cónsul Rodríguez me llamó al tercer día para decirme que los “misiles” lanzados de mi parte habían sido de tal calibre que era yo el virtual el agregado cultural. Sólo había que esperar el nombramiento y mis gastos de traslado e instalación. De manera inmediata llamé a Carlos Monsiváis para agradecer la generosidad de su llamada telefónica. Le confesé que había recurrido, por si acaso, a Carlos Fuentes y a Carlos Montemayor. Me respondió, con su chispeante capacidad de improvisación, que sólo me había faltado pedirles el favor a Carlos Slim y a Carlos Salinas de Gortari. Compartimos la risa ante esta ocurrencia.
Me quedé con el buen sabor de que un buen Carlos, o varios, siempre serán mensajeros de la buenaventura para el logro de una buena “chamba”, y sin duda, capaces de vencer cualquier grilla por poderosa que pudiera ser. Creo que mi duda en cuanto a la posible llamada de Monsiváis fue injusta, pues en el pasado ya había sido depositario de sus generosas recomendaciones, hasta sus “consejerías” con relación a las actividades culturales realizadas desde diversos espacios.
Cuando me llegó la carta de aceptación de Universidad de Harvard para estudiar Literatura y Educación de inmediato le consulté a Carlos cuál sería la mejor opción, tomando en cuenta que me dio también una carta para inscribirme en el Colegio de México para estudiar Literatura. Sin titubear, me dijo que me inscribiera en Harvard. Esta decisión me valió la amistad de Octavio Paz, a quien tuve como profesor en un excelente curso sobre la tradición del poema largo en la literatura moderna de lengua española. Por la amistad que tuve con muchos de estos escritores y artistas, con frecuencia me vi en medio de dos fuegos. Por un lado estaba la admiración que provocaban algunos de ellos en el gusto o preferencia de ciertos colegas; por el otro estaba el desprecio y condena, sin derecho de apelación, expresado sobre el mismo protagonista por sus más furiosos detractores. Yo, prudentemente, guardaba silencio ante tales enconos, sin “tomar partido”.
Al principio de mis actividades como promotor cultural solía preguntar sobre aquellos paisanos que habían iniciado exitosamente su carrera de escritores, esperando respuestas que confirmaran y reforzaran mi estima. Entrevistando a Monsiváis durante una primera ocasión ante las cámaras de la televisión universitaria de la Autónoma de Chihuahua, le pregunté su opinión sobre mi querido paisano Carlos Montemayor. Hirió mi espíritu de admiración al responderme: “Dada su imagen de intelectual de pipa y academia, lo deberíamos inscribir dentro de la corriente que incluía destacadas obras, como Chih-chin el teporocho y Sopita de fideos” Era evidente la animadversión que le profesaba al autor de Minas del retorno.
La percepción de Monsiváis respecto de mi admirado paisano tuvo un cambio súbito cuando se publicó su serie de obras relacionadas con los movimientos guerrilleros en nuestro país: Guerra en el paraíso, Los informes secretos, Las armas del alba, La fuga y Las mujeres del alba. En esta ocasión, estoy seguro, Monsiváis sí leyó con atención a nuestro escritor parralense, quien motivó, a partir de Guerra en el paraíso, su reconocimiento creciente sin el mínimo regateo.
Después tuvo una recaída en el aprecio recobrado hacia Montemayor. En esta ocasión fue relacionada con la faceta de cantante de ópera de mi buen paisano. Monsiváis contaba que estando en un hotel de Bogotá durante un encuentro de escritores latinoamericanos, Montemayor llegó con sus pistas bajo el brazo con una clara intención de amenizar aquella reunión. “Yo −continuó Monsiváis− ni tardo ni perezoso subí al segundo piso de aquel lobby. Para evitar el regocijo estético de aquel ‘recital’ me lancé a la calle fracturándome un pie, pero salvándome de escucharlo destrozar a voz en pecho algunas arias clásicas del Bel canto”.
IV
Desde nuestro primer contacto, siempre que marqué su número telefónico, la incertidumbre ante la posibilidad de que no aceptara visitarnos se fue desvaneciendo. Mis llamadas fueron siempre para solicitar su participación en diversas actividades, desde darnos una conferencia sobre temas muy diversos o inaugurar una exposición, hasta escribir un prólogo para un catálogo de arte o un libro colectivo de poetas de la frontera, o bien para participar como jurado en un concurso binacional fronterizo de poesía. Llegaban a tal grado los niveles de su erudición que recuerdo, en algún viaje en mi Volkswagen por las calles de Ciudad Juárez, haber iniciado yo una canción de The Del-Vikings, Elvis o el Piporro, sorprenderme al escuchar cómo Monsiváis la continuaba hasta terminarla. Su conocimiento y memoria musical iban, entre muchos más géneros e intérpretes, del rock clásico al bolero y al Piporro. A este último lo consideraba un creador excepcional.
Siempre contestaba la voz femenina de alguna de sus tías, quien me expresaba con transparente voz y sutil amabilidad que iba a ver si se encontraba el maestro, como ellas le decían. Yo, como ya lo dije, durante las primeras llamadas que le hice permanecía entre la ansiedad, la incertidumbre y el temor de que se negara a contestar, o bien, que aquella voz femenina me informara que había salido o que se encontraba descansando, algo que rara vez sucedió.
Durante los primeros meses del 2010, antes del fatal desenlace de su estancia en el Instituto Nacional de Nutrición, hablé con él varias veces. Habíamos acordado su participación en una conferencia que organizaba en el Consulado de México en El Paso, Texas, titulada “El pachuquismo y Tin Tan”. Nadie mejor que él para desarrollar este tema. Una de las últimas llamadas, justo antes de que ingresara al hospital, se volvió a manifestar su sentido del humor con la chispa que siempre lo caracterizó. Al preguntarle cómo se sentía, me respondió que no muy bien; su voz era algo disminuida y rasposa. Me dijo que en caso de morir, había una funeraria en la calle de Félix Cuevas, muy cerca de su casa, hasta donde podría irse caminando.
Por esos mismos días, en otra conversación, me comentó que habían tratado de extorsionarlo telefónicamente: “Era una voz amenazante y ruda. Me preguntó a gritos si me importaba la vida de mi hijo”. Pensaban que su asistente-secretario era su hijo, a quien veían entrar y salir frecuentemente de la casa de la colonia Portales. Me contó que con un gesto sonoro de “me da lo mismo” provocó la ira de aquel agresivo extorsionador, quien con la misma voz amenazante le dijo: “Aquí lo tenemos, y si no nos deposita 100 mil pesos, ahora mismo lo hacemos pedazos”. Monsiváis, sentado cómodamente, flanqueado por Fray Gatolomé de las Bardas y Miau Tse Tung, dos de sus gatos guardianes, y al ver a su secretario frente a él, les dijo: “Cumplan con su deber matándolo, yo cumpliré con el mío llorando”. Alcanzó a escuchar una mentada de madre igual de sonora y furiosa, al tiempo que colgaba el teléfono.
Su afición por las andanzas callejeras también lo llevó a tener experiencias desagradables. Monsiváis tenía un taxista que lo chofereaba por toda la ciudad. Era un hombre de su absoluta confianza, por aquello de los secuestros exprés. Una tarde de excepción que se vio obligado a parar un “libre”, y al ver el rumbo que tomaba aquel taxista, se le prendió la luz roja. Justo en el desvío hacia una zona poco amable, el taxi frenó intempestivamente con un ácido rechinido de llantas al tiempo que lo abordaba un personaje ataviado como “Pedro el Malo” con su característico antifaz, capa y cuchillo. Con amenazas le ordenó: “Quítate los lentes, cabrón. Y cierra los ojos si no quieres que te parta la madre”. Le respondió: “¿Para qué cierro los ojos? Sin mis lentes no veo nada”. “Otro chiste igual de pendejo y te parto la madre”, contestó el delincuente. Después de este asalto me decía: “Me sentí denigrado, subestimado y malo para improvisar un chiste que le bajara un poco lo violento a aquel engendro del mal”.
Una tarde-noche en la que Carlos caminaba por la Zona Rosa fue cercado intempestivamente por una mini pandilla de jóvenes, surgidos de las sombras de un callejón solitario. Le exigieron todas sus pertenencias de valor. En esa ocasión sucedió el milagro de la fama y la respetabilidad hacia el intelecto. Monsiváis, en estado “adrenalínico”, escuchó las órdenes que lanzó de súbito uno de los líderes de aquel comando citadino de asalto: “¡Momento! ¡Vámonos! Es compa, es el Monsi. No lo toquen”. La mini pandilla escapó rápidamente, de vuelta a la oscuridad.
V
Visitar su casa, en la calle San Simón en la colonia Portales, de la Ciudad de México, era penetrar en un espacio impregnado de un “surrealismo criollo” en el que los habitantes iban desde luchadores miniatura en posición de ataque hasta una pléyade de gatos que pululaba por sillones, mesas y estantes, fieles sirvientes del gran maestro de pelo hirsuto rodeado de libreros, y a quien Elena, su amiga de toda una vida, lo elevó a los altares, bautizándolo como Sansimonsi. Después de su partida quedamos en la orfandad muchos y fieles seguidores de sus aciertos ensayísticos. Llegar a su casa en un atardecer cualquiera, cuando la luz del día apagaba sus destellos, era entrar a un reino sombrío, con olor a cierta melancolía, casa en la que todos los habitantes permanecen en un mundo de colecciones empolvadas por la soledad que nos ha impuesto su ausencia definitiva.
El aroma, que con el tiempo van esparciendo libros y libreros, mezcla de un millón de lúcidas páginas y maderas de pino, aderezadas con el ronroneo musical de todos los hijos felinos adoptados en callejones y baldíos. Ellas: Miss Oginia, Miss Antropía, Coopelas o Maullas (Copi pa’ los amigos) y Bolita; ellos: Chocorrol, Miau Tse Tung y Fray Gatolomé de las Bardas, guardianes de esa fortificación de sabiduría y mil colecciones de insólitos objetos impregnados con la elocuente poesía de las calles, los mercados y las tiendas de usado; ecos de bruñidas voces que divulgan a gritos las maravillas de antigüedades y antiguallas, pregoneros de sabores a nieve de garrafa, a música de organilleros que lloran notas que coronan los días y vivifican la noche con melancólicas notas; fiesta callejera con sabor a tacos de trompo, a quesadillas sin queso, pero rellenas de flores de calabazas y pétalos de rosas, barrios en los que Sansimonsi ronda de noche buscando objetos que tal vez no sirvan para nada, pero que ahora, venturosamente, le dan vida al Museo del Estanquillo.
En una de estas llamadas contestó la voz femenina de siempre, pero esta vez era de una anciana. Supuse que era de la mayor de sus tías. Me preguntó de manera apenas audible y lentamente: “Bueno, ¿quién habla?” A lo que respondí: “Soy yo, Enrique Cortazar, señora. Busco a Carlos, mi amigo”. Me preguntó: “¿Es usted sacerdote?” No supe de momento qué responder. Se adelantó: “Es que necesito que me den la absolución, pues no tolero más la carga de mis pecados”. Al momento, ambos reímos al unísono. Él estaba seguro de que su engaño no cobraba sentido de realidad.
México recuerda y llora a Carlos porque, como pocos escritores, eliminó de sus actitudes la pedantería intelectual. A Monsiváis se le debe que los mexicanos al pensar acerca de la crónica, la literatura y la poesía sepamos que es divertida, insolente y disfrutable. Ojalá otros tantos autores activos aprendieran de Carlos la humildad necesaria para trascender los libros y vivir por siempre en la memoria de sus lectores.
Enrique Cortazar estudió una maestría en educación y literatura en la Universidad de Harvard. Hizo estudios en el programa doctoral en la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque. Fue promotor cultural y director de museos en Chihuahua y Ciudad Juárez. Ha publicado varios poemarios, entre ellos: Otras cosas y el otoño (Diana, 1978), La vida escribe con mala ortografía (Ediciones de Cultura Popular, 1987), Ventana abierta (UNAM, 1993), Suicidio aplazado (Claves Latinoamericanas, 1994), Variaciones sobre una nostalgia (UNAM, 1998), Crépuscule sur les pavés/Crepúsculo en las calles (Edición bilingüe, Écrites des Forges y Mantis Editores, Quebec, Canadá 2008), Don de la tarde (Mantis Editores, 2014). Algunos de sus poemas han sido publicados en libros de texto de secundaria en Estados Unidos, así como en antologías en Japón, Estados Unidos y España.