ISSN 2692-3912

Inicio Blog Página 25

Ciudad líquida

0

Si tuviera que definir a la Ciudad de México primero lo haría por lo lacustre, con sus dos temporadas, la de lluvia y la de no lluvia, de seis meses cada una,  ya que fue para mí siempre un lugar lacustre y lleno de áreas de vegetación silvestre, minas de arena, pedregales, lagunas de temporal, arroyos y bosques y, sólo después, el área alrededor al Valle del Anáhuac, empezando en el círculo de la ciudad misma y expandiéndose en círculos concéntricos cada vez más amplios, y, sólo después, por el centro, su mezcla de pasado virreinal y realidad moderna, y los restaurantes donde nos llevaban mis dos abuelos, tradicionales y de comida criolla (criolla supongo por virreinal e hispanomexicana, aunque nada más mestizo, más mexicano, que esta comida, tan distinta, por otra parte, a las fritangas), los dos por separado aunque coincidían en buena medida en cuanto a sus gustos.

          En los primeros años de primaria, tenía un amigo que vivía en Pedregal. Tengo la idea de que caminábamos—es posible que nos haya acercado en el coche su mamá pero estoy casi seguro que no, que el trayecto entero lo hacíamos a pie, esa era la libertad y la seguridad de la que gozábamos—desde su casa para llegar a un enorme cuerpo de agua que nos llegaba hasta la cintura en la temporada de lluvias. Era, lo pienso ahora, tenía que ser, parte de la antigua cuenca de México, hacia el lago de Chalco y, más allá, de Xochimilco. Eran los humedales, el agua dulce, a diferencia del agua salobre, y recuerdo, lo de siempre y siempre inagotable,  una enorme extensión de agua reflejando el cielo y las nubes y al fondo el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. ¡Imagen que me ha conmovido siempre! Con pequeñas redes sacábamos pececillos y renacuajos y volvíamos con ellos en frascos a la casa de mi amigo. Yo también me llevaba estas criaturas a mi casa. Me fascinaba ver la metamorfosis de los renacuajos. Siempre me han encantado las ranas. De niño y adolescente siempre tuve acuario.

          Lo lacustre también eran las tiendas de animales y de peces como la que se encontraba sobre la pequeña plaza  justo calle arriba del Parque de San Patricio en San Ángel (ahí también compramos los camaleones cornudos que de lacustre no tenían nada, también serían mascota muchos años, con su extraña mezcla entre criatura prehistórica y de ciencia ficción, dragón y caballero medieval, una de mis mascotas preferidas muchos años; los soltábamos—hablo en plural porque otro amigo que vivía en la cerrada de Las Flores también tenía uno—en  los predios o lotes baldíos donde había hormigas para luego llevarlos de vuelta a casa), o la pequeña tienda de acuarios y todo lo relacionado con los peces, incluyendo lombriz pequeñísima y larva viva de mosquito, en un local diminuto sobre Av. Revolución justo pasando el mercado de flores. También íbamos a la Merced a buscar ranas, y a ver diferentes criaturas, entre ellas los ajolotes, que me llamaban enormemente la atención, pero nunca tuve uno en casa, en el acuario u otro acuario. Llegamos a pescarlos alguna vez, rastreando las lagunas cerca de las orillas con red de mano en busca de renacuajos y acociles, pero los devolvíamos al agua cuidando no lastimarlos.

          De niño, mi abuelo materno nos llevaba a picnics al Parque Nacional El Chico, pasando Pachuca, donde comprábamos pastees y mi mamá los agregaba como un complemento a lo que ya llevaba en la canasta. Le encantaban los mapas, sus instrumentos de ingeniero, todo lo relacionado con el automóvil. Casi llegué a sospechar que anticipaba con entusiasmo algún problema mecánico para aplicar su know how. Era Ingeniero geólogo, así que nos hablaba de la topografía, de las capas y tipo de piedra cuando pasábamos un cerro cercenado por la construcción de la carretera, de las eras geológicas. Mientras los adultos platicaban sobre el mantel puesto en algún sitio agradable de algún prado y bajo un árbol, mis hermanos y yo íbamos a los arroyos, donde nos metíamos hasta las rodillas y procurábamos atrapar renacuajos. Recuerdo el brillo verde eléctrico o azul turquesa de las libélulas.

         El rincón nororiente de la casa de mis papás, donde estaba el cobertizo para la leña y el rectángulo de ladrillo para la composta, a un lado de los cuartos de servicio y su baño, comenzaba el terreno enorme de una quinta abandonada años antes de que nosotros llegáramos a vivir ahí. No era la única, pero era la más cercana y la más bella. Tenía una casa de dos pisos que daba a la avenida del otro lado, Calzada de los Leones, así como su reja. A un lado de la casa estaba la alberca que en temporada de lluvias se llenaba y se daba toda clase de vida acuática. El resto de la propiedad, unos dos mil o tres mil metros cuadrados, eran un jardín botánico silvestre, cuyos únicos transgresores, ya que no cultivadores, aquello se daba solo, éramos nosotros. Lo del rifle era un pretexto. Lo que más nos gustaba era hallar y atrapar distintos animales, para después soltarlos. Un hallazgo muy especial, y no difícil, eran las preciosas culebras, que encontrábamos en el pasto, debajo de las rocas, tomando el sol o en el agua de la alberca. Eran de distintas tonalidades de verde, no más grandes que un lápiz, con pequeños ojos negros un poco saltones. Las traíamos, mi hermano yo, a veces junto con otro amigo, enredadas en los dedos o en el bolsillo de la camisa y, a cierta edad, era común que llevara una a la escuela. Era un lugar misterioso, en potencia peligroso por las posibles serpientes o ratas, pero llegamos a sentirlo como nuestra patria chica, por decirlo de algún modo, la otra cara de la moneda de lo que era nuestra propia casa, ordenada al extremo, con los jardines bellos y trabajados, donde lo único silvestre era de lo que también nos encargábamos, o me encargaba, subiendo a las tejas y canelones de los techos de dos aguas para desenraizar los pastos y pequeños árboles que comenzaban a crecer ahí, o llevar en un frasco a los caracoles con mi mamá para que los contara y luego darles yo muerte no recuerdo bien de qué manera. Me pagaba cinco centavos por x, o veinte centavos por y, no recuerdo el pago a mis servicios, a nuestros servicios con respecto a los caracoles, ya que sí recuerdo a mi hermano en esa actividad, pero era un tabulario establecido de antemano. Los mismos caracoles que luego comeríamos en el restaurante francés en la Nápoles donde íbamos con cierta frecuencia. No se me escapó la ironía ni siquiera a esa edad. Tiempo después, mi mamá compraría conchas de caracoles, recuerdo el recipiente tubular transparente, para prepararlos en casa, no sé con qué fin ya que los caracoles ya venían con su propia concha y no nos comíamos las babosas, pero también contaban en nuestro trabajo como exterminadores de pestes, aunque a un menor precio.

          La Tasqueña, casa de mis abuelos, era una casa de campo inglesa en un terreno de unos siete mil metros cuadrados cuyo dueño y constructor había partido del país a fines del porfiriato y frente a la revuelta social que se veía venir para volver a Inglaterra. Mi abuelo se la compró a él o a sus herederos en los años veinte. Yo la recuerdo, y fui cada semana hasta los doce años, todavía en despoblado, rodeada por tres lados por campos de maíz y de alfalfa. Había acequias y la parte oriente del Río Churubusco no se había entubado aún y estaba bordeado por grandes eucaliptos. Tlalpan era una avenida amplia pero mucho menos transitada que diez años después, en cuyo camellón central corría el tranvía doble Tlalpan-Centro Histórico de la Ciudad de México. Fue trazada y construida por los mexicas en el siglo XIII, y era una de las tres calzadas que unían el islote México-Tenochtitlán con los, en aquel entonces, pobladores de tierra firme, y solución a como transportar mediante un acueducto el agua potable de los manantiales de Huitzilopochco y Coyoacán. También servía para separar las aguas dulces de las salobres. Sobre la misma entraron los conquistadores españoles por vez primera a la ciudad, dándose ahí el encuentro entre Moctezuma Xocoyotzin y Hernán Cortés, el 8 de noviembre de 1519. Lo más cercano a la casa de mis abuelos era el Club Campestre Churubusco.

          Un poco más grande y durante años salíamos de la casa para andar en bicis por toda la zona al occidente de Las Siete Chimeneas, en un extremo el Panteón Jardín, en la parte alta las minas de arena y una que otra presa, así como el inicio del bosque, y del otro extremo Barranca del Muerto, Plateros y el recién inaugurado Aurrera donde comprábamos pingüinos y latas de root beer, me parece con la figura de un oso, para refrescarnos. Yo tenía una bicicleta para la cual había trabajado y ahorrado y que le había comprado a un compañero del colegio. Fue mi primera pertenencia mayor y que yo había adquirido. Estaba casi nueva. Era casi como tener un caballo, tal era mi orgullo, y una combinación ideal para usarla campo a través, para trucos, o para andar en la calle. Tenía un asiento tipo banana, llanta trasera más grande y ancha que la delantera, lisa, frenos de pedal para la trasera y frenos de mano para la delantera, y la delantera era todo lo contrario a lisa, off road, para tener buen agarre. Podía hacer bastantes trucos con ella, levantarme sobre la llanta trasera, recorrer distancias de esa manera, como montarla a toda velocidad y luego aplicar los frenos traseros para patinar, pero lo que más me gustaba era llevarla a esos sitios donde uno tenía que hacerse su propio camino, y cruzar de una parte a otra con uno o dos amigos. Era dorada y plateada y del todo inaceptable, a mi parecer, ponerle calcomanía alguna.

          En la preparatoria, nos fuimos de pinta dos o tres veces a la Avenida Observatorio a tomar el camión a Toluca para bajarnos en La Marquesa. En una ocasión, incluso pesqué una pequeña trucha en la presa y nos la prepararon en unos de los puestos de quesadillas, junto con lo demás que almorzamos. Íbamos al Ajusco, a los Dinamos, donde también pescábamos, adrede pocas, y pequeñas ya que las truchas sólo se dan de cierto tamaño en esas aguas, casi sólo para probarlas y por la emoción de pescar, en el río Magdalena que era el mismo que pasaba frente al Altillo y a la casa de mis primos en Coyacán. Los papás de un amigo que vivía en Lomas, nos llevaban a las lagunas de Zempoala. Más grandes, cuando comenzamos a acampar, regresaríamos por nuestra cuenta e iríamos a muchos otros sitios preciosos,  la Sierra de las Cruces y la Presa Iturbide rumbo al Centro Ceremonial Otomí y, del otro lado, los pueblos de San Pedro Arriba y San Pedro Abajo, así como a La Marquesa y a Jajalpa y, un poco más grandes, a lugares más remotos como Pucuato Sabaneta y Mata de Pinos en Michoacán o a la Sierra de Puebla; todo esto en la secundaria y en la preparatoria. Un lugar que se volvió de nuestros favoritos y fuimos unas cinco veces a lo largo de esos años, fue al volcán Nevado de Toluca o Xinantécatl (Señor Desnudo). Subíamos hasta la cima, desde donde se veían los alrededores pero también los dos cráteres con sus lagunas, la del Sol y la de la Luna, en su interior. También pescábamos trucha ahí o no pescábamos trucha y comíamos sólo lo que habíamos llevado para alimentarnos. Nunca he pasado fríos como en la madrugada de algunas de aquellas ocasiones, esperando a que el sol librara el labio altísimo del volcán para darnos directamente y calentarnos. Pescamos una vez en el Río Tenancingo, muy cerca del Nevado, y de ahí fuimos a Ixtapan de la Sal a las aguas termales y al calor. Y lo anterior sólo para hablar de las aguas frías y limpias del altiplano mexicano y de los bosques del Estado de México, Puebla y  Michoacán. Mata de Pinos, Pucuato, Sabaneta, Zempoala, Río Frío, Laguna del Sol en el volcan Xinantécatl, Zacapoaxtla. Los lugares donde habita la trucha arcoíris siempre son de aguas frías y cristalinas, en bosques de coníferas y otros árboles de clima templado.

          La impresión sigue muy fuerte. Era otro día de campo. Tendría más o menos ocho o nueve años. Tomó bastante tiempo llegar ya que estaba en el nororiente de la ciudad, lo cual ya incrementaba la emoción así como la impaciencia. Cuando llegamos era como hacerlo a un sitio que ya no era la ciudad misma. Creo que era donde iban a dar todos los grandes ríos, ahora de aguas negras, el Río Churubusco, el Río de la Piedad, el Río Consulado, y más al norte el Río de los Remedios, para desembocar cada uno en el Gran Canal de Desagüe. Muchos de ellos habían sido entubados y ahora pasaban por debajo de avenidas con su mismo nombre. No sé en qué sitio desde el Gran Canal de Deasgüe y su confluencia con el Río Remedios, desde donde parten otras tres corrientes, entre ellas, el Río Tula, estábamos nosotros aquel día. Tampoco sé en qué punto de la construcción del drenaje profundo realizado entre los años de 1967 y 1975, pero si más o menos el año, 1970, ya que yo tendría unos 10 años, los años de Echeverría.

          No sé bien con qué fin nos llevaron ahí. Era una estructura muy grande, con oficinas y distintas áreas de operación. Recuerdo que estábamos parados sobre un piso de parrilla de muchos metros cuadrados y justo encima de las aguas.  El líquido potente y profundo parecía correr a escasos metros bajo nosotros aunque la distancia real era mayor. Había barandales a los lados y si uno veía hacia abajo lo único que lo separaba del agua que corría, potente y amenazadora, extraña ya que no se parecía a nada que hubiéramos visto antes, clara y negra, espumosa y café, con basura, y lo que nos separaba de ellas, la cuadrícula de hierro, parecía frágil y de un tejido demasiado abierto. Con decir que nos llegaba la brizna, levísima ¿o imaginada?, y el gesto era taparse la boca con la mano o la camiseta. Pero lo que más nos impresionó eran los cadáveres inflados, sobre todo de perros, aunque sí vimos una vaca, que pasaban por debajo con cierta  periodicidad, como en una estrafalaria coreografía. Si en épocas pasadas los ríos y las lagunas del Valle de México habían sido navegables, incluso por un barco de vapor, no eran navegables esas aguas que pasaban por debajo de nosotros, como tampoco nosotros éramos una nave o estábamos suspendidos en una nave; al contrario, la sensación era de gran peligro y caminábamos sobre aquella superficie que nos separaba de ellas como si fuera vidrio.

          No recuerdo que fuera tanto el olor que desprendían, o que fuera lo que más nos impresionó. El hedor venía por rachas, venía y se iba, como todo lo demás. Eran las aguas residuales de todo tipo de la ciudad de México y sus ríos y arroyos, entubados o no, que incluían el agua copiosa de las lluvias. Aquello fue mi primera experiencia de lo sublime. No lo sabía a esa edad pero lo sé ahora. ¿Me sirve de algo? No, no lo creo. Rara manera de vivirlo, pero así fue, como también lo fue de una estética muy distante a la de lo bello y armónico, la de lo feo y de lo grotesco, (el brazo del general Obregón, “mi general”, en su monumento en Chimalistac, aportó algo, supongo, pero era más absurdo que grotesco). Volvimos a la escuela casi todo el largo trayecto en silencio, cada quien ensimismado en sus propias cavilaciones. Habíamos conocido lo terrible y le habíamos dado otro rostro a la ciudad.

          Años después, ya en la prepa, fuimos a acampar a la presa Endhó, construida en los años 1947-1952 con el fin de contener toda el agua de lluvia que ingresaba al distrito de riego y almacenarla, cuerpo de agua limpia, para el Distrito de Riego 03 de Mixquiahuala y para abrevadero de animales de libre pastoreo, se convertiría por decreto del presidente en recipiente de las aguas negras del Distrito Federal y del área metropolitana. El Río Tula nace así en estas aguas negras. También quisimos pescar ahí. No dábamos con el lugar porque sólo se veía una extensión enorme de verde desde el camino de terracería. Cuando llegaron los vientos, desplazaron en muy poco tiempo las plantas acuáticas a la otra mitad de la enorme presa, abriendo un cuerpo enorme de agua. Creo que todos gritamos ante el espectáculo. No pescamos nada, también hicimos intentos, en el Río Tula, pero ya se notaba algún grado de contaminación, del cual se quejaban los lugareños.

          En 2010, para hablar por un momento de fechas mucho más recientes, la presa Endhó, ubicada al sur del Valle del Mezquital, a 20 minutos de donde se encuentran los Atlantes de la cultura Tolteca, recibe alrededor de 3 465 millones de litros de aguas negras diariamente. El hedor es insoportable y sus aguas matan a los animales que abrevan ahí. También existieron las arboledas de ahuejotes en el Valle de México, una especie endémica a los lagos de México.

          El agua es más mi medio que la tierra, o eso llegué a sentir en muchos momentos. Las albercas me encantan y son otro de esos sitios memorables de la niñez, alrededor del cual se sitúa lo demás. Pero también el espacio de la regadera, sentado en un rincón y envuelto con la toalla, con sus canceles verdes, también acuáticos. Espacio interior lo más cercano a estar sentado en la rama de un árbol, supongo, así que árbol y alberca se encuentran. Las tinas también siempre me han gustado, pero eran pocas las veces que usaba la tina en el baño de mi hermana. La alberca de la Casa Azul, de Mamá Tití en Cuautla y en Revolcadero, del hotel venido a menos y llena de gardenias en San Fortín de las Flores, con su mesa de billar pandeada, así como la de ping pong, y los colchones, lo cual nos divirtió, y luego estaba la hija de los amigos de mis papás, un poco mayor que yo, y el café y el pan dulce, de agua friísima en Cuernavaca y Villa Guerrero.

         Había sido tapada la alberca que estaba en el jardín principal de Las siete chimeneas por el dueño anterior, el señor Charlie Jagou, porque el hijo de sus vecinos se había ahogado y eso los había impresionado mucho. Cuando nosotros vivimos en la casa, aquello funcionaba como aljibe, como reserva de agua. Era extraño levantar una tapadera pesada de hierro y percibir, más que ver, el agua abajo, todo en lo que parecía sólo ser un jardín con césped. Había muchas historias de aparecidos, sobre todo entre las personas que vivían con nosotros como servidumbre. No era poca la ayuda: una cocinera, una muchacha, a veces dos, el chofer, que también era multichambas, y el jardinero, que era de entrada por salida. Siempre supuse que a quien veían era el niño ahogado, pero seguido hablaban de una niña o de una parejita, niño y niña; sólo de adulto supe que eso había sido en la casa de los vecinos.

          También íbamos a Tequesquitengo, pero a esquiar. Mi madre de niña iba seguido los fines de semana a una cabaña que había construido mi abuelo. Los adultos jugaban cartas, platicaban, tomaban y comían. Mi mamá se paseaba por el lago en su lancha de remos con su perro Cocky, sobre todo para ir a una resbaladilla de concreto del otro lado que daba al agua. También limpiaba por una tarifa la lobina que pescaban los señores, y jugaba con algunas amistades del pueblo. En una ocasión se trepó en un guayabo y comió mucho fruto que no había madurado. Se enfermó y hasta la fecha no aguanta el olor de la guayaba.

          Agua Hedionda en Cuautla era otro de nuestros lugares preferidos.

           Los Water Boatman o Hidrómetra, del abrevadero para los caballos en Jajalpa, se volverían presagio del remo en mi último año y meses de preparatoria. También me regresaría al deporte que practiqué tres o cuatro horas diarias de los diez a los trece años, la natación, en el Club Pedregal. Posiblemente era más water spider sobre el skiff, que nadando. Uno de las emociones más memorables para mí es justo  sentirse uno con la madera y el metal de aquel artefacto, la sensación de sincronía, de extensión y velocidad, de una capa sobre otra capa, tanto de la mano y el remo, como del esquife y el agua, asunto de contiguidad pero no de indiferenciación excepto por momentos, más de intersticios. Dos de mis compañeros de clase practicaban dicho deporte y uno de ellos, S A, el más cercano en ese momento, me invitó a su club, el Club Alemán. El otro amigo, A G, remaba en el Club España. La casa de  remo del club estaba en Xochimilco. La separaba un canal de la plataforma del extremo sur de Cuemanco. La casa club estaba casi en ruinas. Era una construcción de dos pisos y el piso de arriba estaba agujerado y se podía ver hacia la planta de abajo, donde estaban las pesas y algunos de los barcos. Los demás estaban en el hangar, al otro extremo de la pista olímpica de remo y canotaje Cuemanco y su entrada principal. Practiqué y concursé primero, como todo mundo, en el  ocho con timonel, en la punta por ser el más novato y más ligero. Luego me concentraría en el esquife y doble skull remo corto. Pero antes había que aprender a remar en un esquife gordo y ancho que habían apodado, si no mal recuerdo, la “madrina”. Por los madrazos, creo, y no por la policía judicial. Era difícil voltearlo, aun cuando uno perdiera los remos, pero aparte de eso los mecanismos, el asiento que se deslizaba, el largo de los remos, eran lo mismo. ¡Remé semanas por los canales del viejo Xochimilco, por las casas, bajo los cipreses, ahuejotes y otros árboles, entre las chinampas! Era una realidad insólita, lo urbano junto con lo laboral y, éste, a su vez, inseparable de lo natural. Veía las actividades en los patios traseros de las casas. Era limpia el agua, incluso me sorprendió lo mismo, con vegetación pero no como para impedir el remo o el transporte de cualquier tipo, que para los habitantes del área seguía siendo principalmente por agua. Veía así, conocía, el Xochimilco más íntimo que el que conocen los turistas, y no por eso me volví habitante, lo cual sería falso y presuntuoso, me miraban pasar, sobre todo los niños de modo abierto, intercambiábamos saludos, a veces una breve conversación, seguido algo que llevara a la risa. Estaban acostumbrados a ver fauna como yo y creo que les parecía gracioso y un poco incomprensible lo que hacíamos. Aunque los mejores entrenadores y algunos de los mejores remeros, sobre todo en las canoas, eran nativos de Xochimilco, así que también era parte de su tradición. Luego me pasé a la pista olímpica, sin dejar de ir a la vieja casa club, ya que ahí me cambiaba, bajaba el esquife, a solas, o el skull, con algún compañero, lo metíamos al agua, cruzábamos los tres metros de aquel canal, desembarcábamos en la plataforma del otro lado y cargábamos el skull por encima de nuestras cabezas, los cinco o siete escalones para subir al nivel de la pista olímpica y luego nos introducíamos en ese amplísimo cuerpo de agua, como alberca fantástica,  para entrenar en su extremo sur o en toda su longitud. Nada como esas mañanas, esos amaneceres ahí, en el suroeste del valle de México, seguido visibles los volcanes, el sonido de los remos entrando en el agua, el aire fresco y el lugar límpido y diáfano. El entrenador nos acompañaba desde tierra firme, en el camino lateral, donde también entrenábamos corriendo, en su bici y con el megáfono en mano. Dejábamos los barcos en uno de los muelles en el extremo de los hangares y corríamos o subíamos y bajábamos las escaleras de las gradas. Los entrenamientos eran extremos, de tres o cuatro vueltas completas, y acabábamos exhaustos. Disfrutaba mucho después ir a una heladería en el centro del pueblo o a los licuados de alfalfa. Participé en varias regatas nacionales. En doble skull remo corto obtuvimos cuarto lugar. No hay deporte que he gozado más, pero nunca lo he vuelto a practicar. No hay sensación que se parezca a estar sobre el agua en una embarcación tan ligera y en apariencia frágil, inmersos en el líquido y a la vez no, el poder y el sonido de los remos, el movimiento sobre el banco en sincronía con el leve hundimiento seguido por el aligeramiento de la nave, esquife o skull.

         Los árboles han tenido una enorme importancia en mi vida, algo que también inició en mi primera niñez y en mi adolescencia y que, para mí, es inseparable del agua.  Los árboles, como ya he mencionado, de la Tasqueña, pero también de la casa grande y vieja en la que crecí, llena de escondites y lugares divertidos, como la torre alta con el tinaco verde o los techos de dos aguas  y teja con sus múltiples nichos. Las chimeneas, reales y falsas, que subían al cielo y, más, desde la azotea, y le daban su nombre a la casa. No The House of the Seven Gables, pero sí Las siete chimeneas. Había sitios donde uno podía pasar del techo directo a las ramas de un gran fresno, procurando no cuartear una de las tejas, pero, a veces, aunque uno hiciera todo por impedirlo, se oía y a la vez se sentía algo que cedía, de modo sonoro y táctil y, en un instante, bajo el peso del pie, un fracaso pero también una sensación placentera. También había muchos otros fresnos, un tejocote, una palma ancha que creció con nosotros, varias trepaderas como la frambuesa y el plúmbago, setos de pirocanto, una higuera, un pino y dos oyameles altísimos y más viejos que la casa, de uno colgaba el mecate y la vieja llanta que usábamos para treparnos y también para girar hasta marearnos.

          Cuando mi abuelo vendió La Tasqueña al Sindicato de Músicos, especificó en el contrato que se respetaría la casa y los árboles. Pero lo anterior no era obligatorio legalmente y la nueva obra destruyó del todo la anterior, como si nunca hubiese existido. Como ha sido el caso una y otra vez a lo largo de los siglos en México. Mi padre durante años, décadas, no tomaba el paso a desnivel en el cruce de Miguel Ángel de Quevedo y Tlalpan con tal de no ver aquel cambio. Nunca he estado en los interiores, pero el edificio cuadrado y enorme que se ve no tiene gracia alguna. Posiblemente el derrumbamiento de La Tasqueña sea el símbolo más fuerte y doloroso para mí de la ciudad de mi niñez.

          Donde estaba la casa y sus jardines, rodeada por tres costados de los sembradíos de alfalfa y maíz que, en mi mente de niño, parecían no tener fin, ahora, que escribo estas memorias, está la Central Camionera, la estación Taxqueña del Metro, un enorme supermercado; en breve, es una de las áreas más transitadas y congestionadas de esa tremenda megalópolis. San Ángel, Tlacopac y Coyoacán en mi niñez seguían siendo pueblos con sus barrios, ni se diga Tlalpan, e ir a Xochimilco era una excursión para un sábado o domingo, lo cual es aún más cierto de Milpa Alta que ya era medio camino a Oaxtepec (y quiera Dios que jamás se conurbe Milpa Alta).

          Cuando, de joven, universitario digamos y, después recién casado, le describía a otros los cambios de la Ciudad de México que me había tocado presenciar, me decían que lo que yo platicaba no era posible, eran palabras de un hombre de setenta u ochenta años, y no de veinte o treinta y pocos. Pero es la verdad. Para varios amigos míos muy queridos, también chilangos o capitalinos, más jóvenes que yo pero no por mucho, cinco o diez años, pero también amigos de mi misma edad o cinco años mayores, el que yo describa así la ciudad de mi niñez y adolescencia, que también fue la suya, les extrañaría sobremanera. La mayoría, ya adultos, huyeron del DF en cuanto tuvieron la oportunidad de hacerlo.

          El crecimiento desmedido de la ciudad y de la zona metropolitana, la urbanización de las zonas agrícolas y lacustres que aún existían, fue brutal en los setentas y ochentas, sobre todo después de las olimpiadas del ’68 y del mundial del ’70. Lo que cambió de modo violentísimo a la Ciudad de México, equiparable sólo al sismo del ’85, fueron los ejes viales dejados caer sobre la fisonomía del DF por su regente el “professor” Hank González, Gengis Hank, 1976-1982, obviando barrios y pueblos, incluso colonias más recientes, trazando una red de ejes rectos que pretendían ignorar siglos de historia. El Valle de Anáhuac ya no como una conurbación de distintos pueblos y ciudades, incluida la Ciudad de México, sino como una sola mancha urbana. Ese proyecto “modernizador”, que en realidad es expresión de barbarie y de una visión muy corta y seguido filistea, que ha acabado con cuadras enteras de los barrios históricos de tantas de nuestras ciudades. Esas nociones de “progreso” que nos han llevado al borde de tantos abismos.

          Habría que tomar en cuenta que la ciudad que me tocó es un poco insólita dadas las casas y las partes del valle en las que viví o más frecuenté, incluido el Centro Histórico, donde mi abuelo materno tenía su oficina, en la calle Dolores en el Barrio Chino, pequeño pero real. Décadas después también dejaría de existir Las siete chimeneas. En su lugar hay un edificio de veinte pisos sobre la lateral del Periférico.

Debo decir que, con todo y el increíble cambio, cada vez que vuelvo a la Ciudad de México, lo que más me emociona y llena de sensaciones gozosas, es esto mismo que amé de niño y preparatoriano: el brillo de la cantera, de la piedra, después de una lluvia; la ahora extraordinaria pero no menos magnífica transparencia; las montañas, y un poco más lejos, los volcanes, que la anidan; su cielo; ciertos olores, ciertos sonidos; sus mercados y restoranes; sus parques y algunas avenidas arboladas; su Zócalo y los edificios circundantes muchas calles a la redonda; la plaza central de cada pueblo que se conurbó; incluso, su caos y, sobre todo, su gente.

          En una ocasión, no sé a qué íbamos, de dónde veníamos o hacia dónde nos dirigíamos mi mamá y yo, sí recuerdo que era asunto de matar el tiempo, kill time, concepto extraño si los hay. Nos detuvimos en algún sitio entre la mancha urbana, en aquel espacio enormemente abierto y plano, el lecho del antiguo lago de Texcoco, y los volcanes. ¿Cómo describirlo? Creo que llegamos entre los dos a la frase panteón de árboles. Eran ahuehuetes en su mayoría, algunos de pie, esculturas fantásticas, casi metálicas, de hierro, mineralizadas por las sales y la intemperie, mi memoria los tiene como en parte fosilizados o en proceso de fosilización, quizá porque yo los relacionaba con los dinosaurios. Los demás tumbados y o trozados. Eso parecían, el esqueleto de una enorme criatura mitad árbol mitad dinosaurio, cada vertebra del ancho de una casa, con ramas del grosor de un vocho. Anduve trepándome por aquellos restos un par de horas. Me alejé con tristeza, consciente que dejaba atrás un lugar mágico pero también fúnebre. Pude imaginarme aquellos ahuehuetes enormes con vida, alzándose de la tierra humeda, a un lado de un río o del lago, hacia el cielo del altiplano.

         He visto la desaparición, destrucción o muerte de muchos grandes árboles en mi vida, un buen número de ellos en esta autobiografía que escribo y que sólo es sobre mi niñez y adolescencia. Ya adulto, he  tenido el proyecto durante décadas de fotografiar los grandes árboles vivos que restan en el país y escribir poemas sobre ellos. Sería el cuaderno de un testigo.

Fragmento de la obra en proceso, Ciudad líquida: una educación sentimental y política, que es una autobiografía sobre mi niñez y adolescencia.

Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.

La ciudad del fin de la historia

0

 

El papa Francisco llega al estadio Benito Juárez, sitio donde celebrará misa para más de 200 mil personas en Ciudad Juárez. Febrero 17, 2016. Foto: Julián Cardona.

Ciudad Juárez-La guerra comenzó con una ráfaga de fusil, la madrugada del 20 de enero de 2008. Un capitán de policía fue acribillado a bordo de su patrulla y a partir de entonces más de 13 mil personas han muerto asesinadas. Hay decenas de desaparecidos y miles más con las secuelas de la tortura y la extorsión. La era violenta golpeó como nunca a infantes y mujeres, cuya incidencia de homicidio y desaparición se elevó 500 por ciento. La impunidad prevalece en 97 de cada 100 casos.

Pero la desgracia se fraguó mucho antes. En 1984, con la firma de intención de México ante el Fondo Monetario Internacional, la ciudad fue uno de los escenarios en los que se experimentó el nuevo modelo de economía, que apostó a la captación de divisas mediante la instalación de multinacionales a lo largo de la frontera y desatendió el mercado interno. Se vivió entonces un primer estallido del sector maquilador, que terminó por afianzarse en 1995, al año de firmarse el  TLCAN.

Cientos de miles de mexicanos huyendo de la pobreza llegaron en busca de trabajo y garantías sociales. La industria se los daba a cambio de salarios que en principio promediaban el equivalente a tres mínimos. Juárez duplicó su población en 30 años, al mismo tiempo que ensanchó su población en condiciones de miseria. De los tres salarios mínimos se pasó a uno y medio, después de la crisis que siguió al tratado comercial con Estados Unidos y Canadá.

“Para el 1997 la ciudad ya había agotado no solamente la mano de obra femenina y masculina disponible en la ciudad y sus alrededores”, dice Hugo Almada, profesor investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, quien ha seguido el fenómeno desde la década de los 80. “Entonces se produce la gran migración de veracruzanos, orquestada por las mismas maquiladoras, que enviaban camiones por ellos”.

Un puñado de familias, de no más de diez, fomenta hasta la fecha el modelo para beneficiarse. El fundo legal del municipio ha crecido para su conveniencia. Cada alcalde desde 1979 proyectó la mancha urbana hacia las tierras yermas que poseen esos empresarios. En 1995 el Instituto Municipal de Investigación y Planeación concluyó que la inmensidad de territorio abierto dentro de la zona urbana –producto de la forma en que se especuló con la tierra- bastaba para construir otra ciudad de millón y medio de habitantes.

Juárez dispone hoy de un límite en el que cabrían tres ciudades iguales, pero en los linderos del sur, a 60 kilómetros del centro, se construyó la Ciudad Universitaria, en medio de la nada, sobre predios inmensos que pertenecen al principal artífice del modelo, Jaime Bermúdez Cuarón, quien también fue alcalde a mediados de los 80. Lo que se genera con ello es una ciudad desprovista de servicios de seguridad pública, transporte, limpia, con falta de espacios educativos, hospitalarios y recreativos. Un trozo de mancha en donde se han suscitado más de la mitad de los asesinatos y desapariciones de la última década.

“El crecimiento de Juárez es miserable, fuera de toda congruencia”, resume Miguel Fernández Iturriza, un millonario que poseyó la embotelladora de refrescos más grande de la ciudad y que en 1999 se propuso generar un cambio a la vocación económica consagrada a la maquila, para lo cual fundó una asociación civil llamada Plan Estratégico de Juárez. “La venta de terrenos y la construcción de vivienda generaron enormes cantidades de dinero a los dueños de la ciudad. Pero hablamos de un modelo sin respeto a la ley”.

En 2008, el año en que convergió la crisis financiera provocada por la estampida de maquilas hacia China, y la violencia extraordinaria a partir de la ocupación de siete mil soldados y cinco mil agentes federales, el abandono histórico de la agenda social provocó la peor de las devastaciones urbanas vistas hasta hoy en el país. Un estudio de la UACJ en 2012, estimó que una quinta parte de la población huyó entre 2008 y 2011. Y un municipio adyacente, Guadalupe Distrito Bravos, registró el más notable de los destierros: 90 por ciento de sus habitantes escaparon para sobrevivir.

Parte de esa jerarquía creadora del sistema juarense tomará asiento frente al Papa, que con su arribo, el miércoles 17 de febrero, cerrará su primera visita en México. El sumo pontífice llega en un año crucial, en el que habrán de renovarse gubernatura, congreso y alcaldías. Los candidatos del PRI, el partido que ha mantenido el poder 90 por ciento del tiempo, son parte de la misma clase empresarial que hizo de Juárez lo que hoy es, el gran referente de las atrocidades del mundo global, como sanciona en su sentencia final el Tribunal Permanente de los Pueblos.

“Hay dos palabras para definir la situación actual de la ciudad: amnesia y deuda. Y con esta última va ligada la ausencia. Cuando vez a una sociedad que se apropia el discurso gubernamental, en el sentido de que ya nos hemos recuperado, sin que se haya dado información contundente sobre lo que pasó, ocurre este proceso de amnesia. La deuda es por la impunidad, que es enorme y la ausencia porque no existen actores capaces de provocar el cambio”, dice Héctor Padilla, jefe del Departamento de Ciencias Sociales de la UACJ.

En julio pasado, en el marco del Encuentro Mundial de los Movimientos Populares celebrado en Bolivia, el Papa proclamó la Tierra, el Trabajo y el Techo como derechos sagrados. Juárez está lleno de obreros socavados y sin capacidad de mantener sus viviendas y de una legión entera despojada de sus propiedades en medio de amenazas, asesinatos y secuestros. Ninguno de ellos tendrá oportunidad siquiera de proclamarse, porque gobierno, empresarios y la misma Iglesia maniobran para negarles ese derecho.

 

LOS DE ABAJO

En 1994 se avecinaba un crecimiento desmedido de la maquila. El entonces gobernador del PAN, Francisco Barrio Terrazas, concibió junto con su gabinete y empresarios afines un modelo de ciudad en el que existieran parques industriales, plazas comerciales y casas para obreros y supervisores. Se ordenó entonces la expropiación de miles de hectáreas de un polígono conocido como Lote Bravo. Sus propietarios eran tres de las familias beneficiadas con ese modelo de economía: Bermúdez, Quevedo, Verdes.

Sobre ellas se construyó el entramado en el que se asientan los migrantes del sur traídos en los 90 por la maquiladora.

Francisca Rivera Antúnez es una de ellos. Llegó procedente de Huarache, Durango, en 2002. A pesar de su pobreza extrema, la Dirección de Asentamientos Urbanos del municipio le cedió un terreno de siete por 22 metros en una de las colonias concebidas para los trabajadores, llamada Simona Barba. Aún debe la mitad de los 30 mil pesos que se comprometió a pagar. Los primeros cuatro años los vivió en un cuarto de cartón, hasta que en 2006 un grupo de misioneros estadounidenses le construyó tres cuartos de madera con una sola ventana.

El viento gélido que se cuela por las ranuras de la choza hizo que ella y sus cuatro hijos se mantuvieran enfermos desde que comenzó el invierno. Francisca es una de las 76 personas despedidas por la multinacional Lexmark, que en 2015 reportó ganancias por tres mil 700 millones de dólares. Francisca y sus compañeros pretendieron constituir un sindicato independiente después de que les fue negado un aumento salarial de nueve pesos diarios. Hoy está en lucha con todos ellos. Levantaron frente a la planta un cuarto de madera y cartón, en el que realizan guardias permanentes desde el nueve de diciembre, cuando fueron despedidos. Nadie los escucha.

“Desde hace como tres o cuatro años tengo tendinitis por estirar tanto el brazo”, dice entre tosidos, sentada sobre una de dos sillas que tiene en su pequeña cocina, donde esa mañana hierve algo de verduras marchitas para comer.

Francisca mide 1.45 metros. Se destrozó el rotador del brazo derecho tras 10 años de laborar en Lexmark. Cada jornada estiraba el brazo 1,200 veces para jalar una caja en las que debía colocar los cartuchos de impresora, que es lo que fabrica la firma. El Seguro Social no le paga incapacidad. La razón es que autoridades federales, del trabajo, del estado y el municipio se confabulan para facilitarle a las empresas el desecho permanente de humanos enfermos, dice Susana Prieto, la abogada laborista que defiende su causa.

“Este trato es inhumano. Los trabajadores sufren violaciones a sus derechos humanos y nadie se entera en la sociedad. Tenemos entre 318 mil y 400 mil trabajadores en la industria maquiladora a quienes se les paga una miseria, un salario de 650 pesos semanales que no es siquiera la mitad de lo que el Inegi establece como mínimo para la canasta básica de una familia de cuatro, que es de 5,800 pesos al mes- dice. Hay un maridaje, un pacto establecido de cero concesión o apertura a los derechos de los trabajadores. El gobierno trabaja como perro para que en Juárez no haya sindicalismo libre”.

Los 76 trabajadores despedidos sobreviven con 200 o 300 pesos semanales. Reciben donativos de comida de unos cuantos ciudadanos de uno y otro lado de la frontera que se han enterado de lo que sucede por redes sociales. La prensa local también los confina a la invisibilidad. La abogada les dijo que posiblemente perderán el caso, pero ninguno piensa abandonar la lucha.

“Voy a seguir hasta el final, porque estoy en mi derecho”, dice Francisca, quien solo cursó hasta tercer año de primaria. “Me puedo morir de hambre, pero no pienso renunciar porque tenemos la razón”.

Ella y sus compañeros de causa saben que el Papa sostendrá un encuentro con trabajadores de Juárez y otras regiones del país. Tomaron el acuerdo de no acercarse siquiera a su paso porque lo consideran inútil. Ninguna autoridad eclesial los invitó, y menos los representantes del poder público. Susana Prieto tampoco hizo el esfuerzo para convencerlos de lo contrario. “Si vamos nos pueden matar -dice. Pero al menos ya le echamos un chingo al sistema y el Papa dice que no vendrá a hacerles el caldo gordo. Veremos”.

El 27 de agosto, después de ganar la demanda de 122 trabajadores contra la multinacional Foxconn, por trato indigno y acoso sexual, la abogada sufrió un atentado brutal en su despacho. Cuatro sujetos armados llegaron para despojarla de sus honorarios. Su esposo fue golpeado por el sujeto que dirigía la operación. Lo dejó bañado en sangre. Un día después lo identificaron ante la fiscalía, ellos dos y los 13 empleados de la oficina. Lo dejaron libre porque les dijeron que seguían otra línea de investigación. El caso sigue impune.

“Esta vez tengo mucho miedo. Sé de lo que son capaces en este gobierno y sé que una vez terminada la visita del Papa vendrán por nosotros”, confiesa la abogada.

 

IMPOSICIÓN DEL SILENCIO

El párroco de catedral, Eduardo Hayen Cuarón, cuya familia pertenece a las elites empresariales, justificó el gasto oneroso impulsado por la propia Iglesia, de cara a la visita de Francisco I. Para ello aludió un pasaje bíblico en el que Jesús ataja el cuestionamiento de Judas Iscariote al momento en el que María Magdalena perfuma sus pies con 300 gramos de nardo puro, equivalentes a un año de salario. “Déjala, estaba guardando el perfume para mí”, le dijo Jesús. “A los pobres siempre los tendrán entre ustedes, a mí no siempre me tendrán”.

En Juárez siempre estarán los pobres, de acuerdo con Hayen, pero “La visita del Papa Francisco es otra cosa, es la única oportunidad en su vida para muchos católicos de verlo”.

Basados en la idea, empresarios y autoridades, tanto públicas como eclesiásticas, han hecho lo posible por darle lustre a la ciudad y acallar sus males. Por las avenidas principales se colocaron panorámicos desde que se confirmó la visita del sumo pontífice. En ellas aparece el rostro de Francisco I, invariablemente rematado con un eslogan concebido para el giro de imagen que se busca: “Ciudad Juárez, la ciudad del amor”.

Para el acto principal, la misa que realizará el Papa al borde del río Bravo, la Diócesis local dispondrá de 21 mil sillas para invitados especiales. De ellas, solo 200 están previstas para madres de desaparecidos, tanto de Juárez como del resto de México. La forma en la que se les eligió es un misterio. Al menos lo es para José Luis Castillo, padre de Esmeralda Castillo Rincón, desaparecida desde 2009. Ni a él ni a cientos de madres y padres en la misma situación les fue extendida invitación.

“Lo que sé, es que a las que sí irán les prohibieron llevar pancartas y pronunciarse”, dice. En síntesis, solo asistirán a una misa.

De 2010 a la fecha, la fiscalía local recibió 2,505 reportes por desaparición de mujeres y lleva el registro de 775 homicidios, la inmensa mayoría impunes.

En una carta que le fue enviada en enero al Papa, los integrantes de El Barzón en Chihuahua resumen su lucha de 20 años, apelando a su mensaje de la triple T ofrecido en Bolivia.

“Como Tú, Padre Francisco, nosotros mantenemos una lucha constante contra la economía del descarte, que desecha a los seres humanos y a nuestra madre naturaleza en aras de la idolatría del dinero. Una lucha indeclinable por la justicia.  Por ello, con la franqueza y la sencillez que caracteriza a las mujeres y los hombres del campo te solicitamos  nos recibas en audiencia durante tu próxima visita a Ciudad Juárez, para compartirte nuestras luchas, sueños y esperanzas y escuchar tu palabra”, le dicen.

No hubo respuesta. Por lo tanto se organizan para por lo menos ser visibles. Piensan arribar con 250 tractores y hombres a caballo, pero ya sufrieron una primera advertencia de las autoridades. No se les permitirá llegar con ellos bajo el argumento de que entre todos concentrarán diésel en una cantidad que puede constituir una amenaza para el sumo pontífice. La Diócesis les ofreció 900 metros lineales para que se sumen a la valla humana preparada para la visita. El tramo concedido, sin embargo, ha sido bardeado con malla ciclónica por empresarios y autoridades, dice Martín Solís, uno de los líderes de El Barzón.

“Tenemos un plan B-anticipa. Francisco debe saber lo que pasa, de la realidad que se quiere ocultar. No tendremos otra oportunidad. Aunque él sabe ya la sentencia final del Tribunal Permanente de los Pueblos”.

El obispo de Saltillo, Raúl Vera, fue integrante del capítulo México del Tribunal. Fue él quien entregó en mano propia la sentencia final al Papa, en diciembre pasado. A días del arribo, reitera su molestia por la forma en la que el poder delegado a los gobernantes consolidó el modelo de economía para beneficio de unos cuantos, que se prestan para la instalación de las multinacionales y el amasamiento de los grandes capitales. “México es hoy el país más destruido del mundo, gracias a esta política”, dice.

Vera será uno de los pocos miembros de la Iglesia que acompañará a Francisco I en su recorrido por el país. Está convencido de que el Papa no solo traerá esperanza, sino que dejará a la Iglesia el peso de la enorme responsabilidad que supone el trabajo de la defensa de la justicia y derecho sociales.

“El Santo Padre nos anima a dejar nuestros templos y nos ha colocado con su mensaje en medio de los planteamientos que hace la sociedad, de la injusticia, de la terrible indiferencia hacia el sufrimiento humano. En su mensaje de paz el Papa nos dice que cuando la indiferencia toca al espacio público, la indiferencia entonces se ha globalizado. Y esa es la situación que estamos viviendo en México”, dice el obispo.

 

*Esta crónica fue publicada el 12 de febrero de 2016 en la revista Newsweek en Español. El autor autorizó su publicación en este número.

 

Ignacio Alvarado Álvarez ejerce como periodista desde 1989. Fue reportero de investigación de El Diario de Juárez y El Universal. Ha colaborado en revistas nacionales, así como en la agencia Al Jazeera y ARD Televisión Pública Alemana. Entre 2014 y 2018 co-dirigió Newsweek en Español. Ha dictado conferencias y coordinado talleres sobre periodismo, violencia y sistemas criminales en universidades de México, Estados Unidos y Europa.

El gran domingo

0

 

Cuando empezó el gran domingo, nadie vaticinó que duraría toda una vida.

          El gran domingo comenzó apenas como un asueto hiperbólico, alargado por una fiesta nacional o por alguna conmemoración desconocida. El tiempo todavía conservaba su antiguo significado.

          Cuando empezó el gran domingo, todos nos orientábamos en las horas con facilidad, apegados aún a la costumbre inocente de los días breves.

          El gran domingo fue creciendo, al principio, sin que nadie lo advirtiera, y cuando las palabras “día” y “semana” se volvieron insuficientes alguien confirmó, asomándose a la calle, que los edificios más próximos parecían deshabitados y desprovistos de profundidad, tan planos como un dibujo elaborado por un principiante. Mientras el tiempo se dilataba, el espacio se reducía.

          Cuando empezó el gran domingo, la extensión del mundo era inobjetable y del norte asomaban toscos nubarrones que teñían de gris los restos del sábado anterior, abandonados en las esquinas.

          El gran domingo estaba hecho de periódicos acumulados y abuelos durmiendo la siesta, como cualquier domingo, pero al cabo de algunas horas los insectos cruzaban las habitaciones y propagaban un temor visionario. Nadie cerraba entonces las cortinas ni soltaba la mano de sus hijos.

           Cuando empezó el gran domingo, pedir la hora o darle señas a un peatón extraviado eran actividades inofensivas.

          El gran domingo fue obligándonos a trazar las partes del tiempo en papeles fortuitos, luego en hojas de cuaderno y al fin en pliegos cada vez más extendidos. El oeste del gran domingo era la promesa rutinariamente postergada de un crepúsculo sereno y vacío, que contrastaba en la realidad con la multiplicación inevitable de ropa sucia, cubiertos usados y minutos largos como kilómetros.

          Cuando empezó el gran domingo, los mapas de las horas no existían, y los que se trazaron después registraron esa ignorancia original bajo el signo de una piedra que no sabe hacer preguntas.

           El gran domingo terminó abruptamente, sin que supiéramos cómo. Mientras anochecía, pusimos orden en las cocinas y secamos los restos de cerveza con el papel de los mapas, tachándolos de inservibles más por superstición que por sensatez.

           Cuando llegó el final, nadie atinó a decir que no sólo había terminado el gran domingo, sino la vida entera que, de saberlo, nos habría servido para medirlo.

 

Luis Vicente de Aguinaga es poeta, ensayista y traductor mexicano nacido en 1971. Es doctor en letras románicas por la Universidad Paul Valéry de Montpellier y profesor titular del Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado once libros de investigación literaria, crítica y ensayo, entre los cuales figuran De la intimidad (2016) y La luz dentro del ojo (2018). Es, además, autor de trece poemarios, el más reciente de los cuales, Qué fue de mí, apareció en 2017.

Londres: Sin mensajes para la eternidad

0

Llegué a Londres el jueves 25 de julio de 2019. A los pocos días cayó del cielo un migrante keniano. Los periódicos dicen que venía en un avión procedente de Nairobi. También afirman que era un “polizonte”; la noticia se concentró en el testimonio del propietario del jardín donde cayó el cuerpo, en Offerton Road: “Miré atentamente y vi que había sangre en todos los muros del jardín, fue cuando comprendí que aquel hombre había caído, estaba como un bloque de hielo”. La línea aérea Kenya Airways simplemente emitió un boletín en el que aseguró que el “polizonte” viajaba en el tren de aterrizaje del avión y que esto era muy peligroso por la falta de oxígeno y el frío extremo que se generan cuando el avión alcanza la altitud de crucero, finalmente especuló que el migrante pudo haber muerto antes de que cayera su cuerpo sobre la ciudad de Londres.

          El cuerpo siempre solo del migrante keniano, un “bloque de hielo” en los informativos; un cuerpo espectral cayendo sobre algún jardín privado de Londres; un cuerpo en la soledad de una caída que es interpretada como desesperación inservible, suicida, inexplicable.  Ningún refugio de vida para los muertos que cruzan desde las ex colonias inglesas; cuerpos ininteligibles de otros mundos a los que nunca se les deja preguntar, responder, decir, significar su propia caída. ¿Saben dónde queda Kenia? ¿Qué es Londres cuando los migrantes desesperados caen de los aviones en su soledad tenebrosa de “bloques de hielo”?

           Ninguna pregunta de algún agente del Home Department (Ministerio del Interior del Reino Unido): ¿Cuál es tu nombre? ¿Dónde naciste? ¿Cómo y cuándo entró tu cadáver a Inglaterra? ¿Qué responsabilidad crees que tiene nuestro país y su protectorado decimonónico en la miseria de tu pueblo, de tu familia, de tu barrio? ¿Tu caída es culpa de tus padres o de tu familia o de tus amigos o de tu novia o de tu gobierno o del capitalismo financiero que sonríe candorosamente desde Canary Wharf? ¿Pensabas colocar una bomba en Liverpool Street o en Charing Cross? ¿Perteneces a alguna célula terrorista? ¿Es verdad que en Mathare, tu barrio, viven 600 mil personas en ocho kilómetros cuadrados? ¿Sabías que tu país tiene un bajísimo nivel de vida en relación a los 196 países del ranking de PIB per cápita?

          En octubre de 2015, el viceministro de Inmigración británico, James Brokenshire, miembro también del Partido Conservador, afirmó lo siguiente: “A cualquiera que pensara que el Reino Unido es blando, no deberían quedarle dudas: si usted está aquí ilegalmente, vamos a tomar medidas para impedir que trabaje, alquile un piso, abra una cuenta bancaria o conduzca un automóvil”. Seguramente algo de epitafio había ya en estas palabras para el migrante keniano que cayó del avión en Londres; una lápida de palabras que siguen buscando que esos cuerpos como “bloques de hielo” que vienen de lugares remotos no se atrevan a viajar de “polizontes” a Londres.

          La muerte del migrante keniano sucedió el domingo 29 de julio. En otra nota perdida en internet se comenta que hace poco tiempo dos hombres peruanos, también “polizontes” para la prensa y las autoridades, sufrieron la misma suerte en un avión que iba de Guayaquil a Nueva York; murieron al caer del tren de aterrizaje. Quizás Londres y Nueva York son esas réplicas de algo que no conocemos pero que añoramos en sueños que vamos heredando sin darnos cuenta. No es ninguna casualidad que Inglaterra sea también el lugar que se replica en las investigaciones de Marx sobre el capitalismo; la “sede clásica” de un “modo de producción”, la ensoñación concreta, la imagen imposible de algo que nunca seremos: “El país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro”, dice Marx. Y el futuro del siglo XIX es también este siglo en el que caen del cielo de Londres migrantes cuya metáfora siniestra es la del “bloque de hielo”.

          Llegué a pensar todo esto porque es probable que haya una relación entre la lectura del periódico y los sueños; más bien, entre las pesadillas ajenas y las propias. Lo que en realidad quería decir es que cuando llegue a Londres yo también traía mis propias perturbaciones. Me veía obligado a encuadrar mi vida digamos que en una nueva conversación amarga e indeseada con la muerte. Y en el miedo que dejan las muertes al pasar. En menos de dos meses habían muerto mi tío Jorge, que vivía en Monterrey; mi sobrino Juan, al que poco conocía, pero con el que había conversado amenamente unos días antes de que cayera en el elevador de una construcción. Juan me había contado de su trabajo como ingeniero en la previsión de accidentes en el megaproyecto de un complejo de rascacielos que hoy dominan el sur de la Ciudad de México, con su imagen en la que se mezclan el asombro y la soberbia de la última modernización urbana. El día que viajé a Londres, el esposo de mi hermana mayor moriría de un infarto fulminante.

          El olvido y la memoria a veces también caen del cielo.

II

Quizás escuché que alguien decía que Charing Cross era su estación favorita. Sus ventanas de hotel del siglo XIX y esa columna como torpedo antiguo a punto de despegar…ningún recuerdo me lleva por este río imperial; el Támesis que es más río cuando se llega por el costado de piedras que es la boca de ese viejo barco, el Cutty Sark, enaltecido en su cuna de asfalto… decía que ninguna corriente de ríos desconocidos me había llevado a explicarme la dificultad para aceptar el encanto de estas calles que se cruzan de manera perpetua en un hacerse de añoranzas que van del presente a los infinitos pasados de mármol y de bronce; por este centro del mundo que en realidad también es la suma larguísima de historias de guerras y de conquistas en la que desfilan los nombres de almirantes, reyes y reinas acostumbrados a defender desde las columnas de hierro el pasado de esta amarga monarquía. Pero también es probable que cierto murmullo de palabras aflautadas por la prisa de pasar de una estación otra, simplemente me hayan confundido en mi torpe entender esa lengua flemática y Charing Cross regrese a ser en mí una simple referencia del transbordo.

           Salir de Charing Cross… cruzar las breves calles en las que también se doblan casi por el estómago dos o tres réplicas de los célebres doble decker bus… mirar Trafalgar Square que es reconstruida una vez más: placas de cemento, alambradas de protección, trabajadores contemporáneos vestidos de naranja y de amarillo con los cascos protectores a manera de hormigas incansables y que siguen las órdenes de la restauración, esa voz espectral que dicta los sueños reiterativos de la especie… en fin, los murmullos de acentos británicos, que se confunden con las otras lenguas de mundos coloniales, se suspenden en Trafalgar Square y en los cuatro leones de bronce que son cubiertos por esa capa finísima y sin respiro que es el polvo de hoy. Y en lo más alto de esa civilización a veces sin entrañas y de una columna, el almirante Nelson es ya indiferente a todas las batallas; con sus ojos de piedra y su espada inmóvil por los siglos de los siglos… en su dureza también se ha quedado quieto el otro bronce de los cañones y una furia de palomas desarmadas de odios y compasiones. Si algo espera el almirante Nelson, en ese abismo de nubes que es su tumba verdadera, es que cada quien muera por su lado; los ingleses y las nuevas guerras globales en nombre de la paz y los derechos humanos, pero también en el nombre oculto de la riqueza especulativa de este hedonismo del capital también sin entrañas; los demás en la triste lejanía de su idealización de Londres. Todas y todos enterrados también en el aire y en la nostalgia de nuestra propia lengua… sin mensaje alguno para la eternidad. Esa seguramente será su venganza.

 

Gustavo Ogarrio nació en la Ciudad de México, en 1970. Ha escrito crónica, ensayo y poesía. Es profesor de literatura latinoamericana en el Colegio de Estudios Latinoamericanos (FFyL / UNAM). Colaborador de La Jornada Semanal y de Luvina, entre otras publicaciones. Ganó el XXXIV Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés (2005), obtuvo el XXII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2006), y ganó el Premio “Letras Muertas”, Cuarto Concurso Universitario de Cuento sobre la Muerte (UNAM, 2004). Además, ganó la quinta edición del Concurso de Crónica Urbana Salvador Novo (2006) con el libro La mirada de los estropeados (FCE, colección Centzontle, 2010). Ha publicado también los libros Épicas menores (UNAM / SCDF / EÓN, 2011), Breve historia de la transición y el olvido (CIALC-UNAM, 2013), Bajo la misma noche. Ensayos políticos sobre literatura latinoamericana (FFyL / UNAM, 2014), el libro de cuentos Nunca seremos poetas (Dirección de Literatura / UNAM, 2018). En 2020 publicó el libro de crónicas ¿En qué país estamos, Agripina? (Nitro Press) y el de poesía Ningún país es mi país (Silla Vacía).

México

0

Espejo de extravío

Botellas rotas en lugar

de ojos, la ciudad nos mira

a cada paso, flores

de fisuras nos ofrece

y todos huyen por las grietas.

En la calle sólo vagan

los que no hallan su casa y al mirarme

algo preguntan a la niebla.

 

*

 

Como caerse de sí mismo,

vine: la ciudad

en fuga de su cuerpo, ajena

al ombligo de la luna

y nudo de fronteras

cada calle, sin embargo

aún espejo de extravío, hogar

del que huye de sí mismo, incluso

espacio errante al sino de mis pasos.

 

*

 

Café de azar en cada puerta

y pan de ajenjo, la ciudad

iba a tientas por la calle, daba

un extraño a cada espejo, aún

despierta en ruinas cada día

y las ciudades fantasma cada noche

me habitaban, no sé cómo

llegar a México es salir

del ser que somos: en mis pasos

oigo siempre el eco de otros pasos.

 

Errante raíz

De ajenjo un caracol

en vez de pregunta

daba el padre, en sesgo

por mi sangre

en otras venas vino

a resonar, en la angostura

suben los caballos por el río, no son

viga al naufragio de mi voz.

 

*

 

En este vaso tu respuesta

se curva contra sí, la casa

en espejo sobre el agua

daba cobras a la tarde, octubre

recala siempre en otro siglo

y en tu trenza de fronteras

un vaso de sed me respondía.

 

*

 

Nublados por el yerro y la sequía

no vieron la dorada

transparencia; errante

raíz, a la caverna

ataron el sueño del que ahora

taja el mecate de sus muertos; da,

contra sí, a las vértebras del verso

un silencio de sombras y extravío.

 

*

 

Ni canto de isla ni cantar, la casa

halla muros en la pira, los caballos

no eran sino puente, fuga

de navajas en mi sangre, te sabía

errante en la fijeza de mis días,

azogue en los vasos de mi carne, azar

donde el hacha duda de su canto y luego

la ciudad donde mis pasos eran de otro.

 

 

El canto de la sed

Abre en sí la puerta

y sale de su nombre,

el sol no brega ni

el caballo cruza el día,

la lluvia en mi desierto

no da vid, nos erosiona

el canto de la sed, en ti

estoy fuera de mis venas.

 

*

 

No hay regreso, a la raíz

llegan mis cenizas

pese al río, no cruzan

a caballo los vitrales, ni

albas de turquesa a bayas

dan caída, en el mezquite

son la savia que taja de raíz.

 

*

 

Ara y no halla tierra

donde tierra sea

ni siquiera es tumba

de sí mismo; en fuga

al filo del sería, pernocta

a orillas del ser, no dice:

arde en su voz y se deslíe.

 

Felipe Vázquez ha publicado tres libros de poesía: Tokonoma (1997), Signo a-signo (2001) y El naufragio vertical (2017); cuatro de crítica literaria: Archipiélago de signos. Ensayos de literatura mexicana (1999), Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible (2003), Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto (2010) y Cazadores de invisible (2013); y dos de varia invención: De apocrypha ratio (1997) y Vitrina del anticuario (1998). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía CREA en 1987, el Premio Universitario de Poesía (unam) en 1988, el Premio Nacional de Poesía Miguel N. Lira en 1991, el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen en 1999 y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 2002.

Mujer que sabe latín… tiene buen fin

0

          Desde el momento en que aceptamos la noción del patriarcado y la ponemos en práctica, indudablemente una miríada de ideologías anti-feministas le siguen. Estas ideologías incluyen creencias como las de encapsular a la mujer entre las cuatro paredes de su hogar o la de solo verla como un receptáculo para la procreación; desafortunadamente estas creencias acaban perpetuando esa bendita idea sobre “el lugar” de la mujer. Mujer que sabe latín, obra escrita por Rosario Castellanos es un libro que no solo reconoce las diferentes ideologías existentes a cuestas de la mujer si no también es un libro que ingeniosamente reta estas ideologías usando argumentos lógicos y proveyendo ejemplos encarnados en un compendio de trabajos por distintas escritoras que recalcan la importancia de la mujer en la literatura. Entre las ideas patriarcales que reta Rosario Castellanos están las que tienen que ver con la belleza de la mujer, el “lugar” de la mujer y el valor de mujer; en torno a estas ideas es que este papel centrará su exposición, explicación y análisis, culminando con el uso de la epistemología feminista y la voz de Sor Juana como herramientas analíticas.

          ¿Que significa ser bella como mujer? y ¿De donde se deriva esta definición? Estas son preguntas que contemporáneamente demandan más indagación y seriedad; pero sobre todo, ahora la propia mujer es libre de responder estas preguntas e interpretar su propia belleza. Sin embargo en el siglo XX (1973), siglo en el que Castellanos público Mujer que sabe latín, estas preguntas todavía eran mayormente respondidas por el hombre. “Supongamos, por ejemplo, que se exalta a la mujer por su belleza. No olvidemos, entonces, que la belleza es un ideal que compone y que impone el hombre…”(Castellanos, 10). No es ninguna sorpresa que en los años setenta (y antes de estos) el protocolo fuera que el hombre determinara lo que una mujer bella fuese o no fuese, ya que este protocolo dictaba que el hombre definiera el mundo a su alrededor. Aun con este “protocolo” socialmente establecido, Castellanos no titubea en su crítica hacia las ideas proyectadas hacia la mujer. Rosario Castellanos se rehúsa a aceptar que la belleza de una mujer es contingente con la interpretación arbitraria y patriarcal del hombre. Primeramente, esta interpretación es arbitraria porque la belleza de la mujer es relativa a lo largo del mundo y depende de ciertos epistemes culturales, ya que por ejemplo en la China el pie pequeño es símbolo de belleza y en Holanda y ciertos países Latinoamericanos la mujer “llenita” es una mujer bella. Segundo, la belleza de la mujer es definida patriarcalmente ya que los pies pequeños son forzados a ser de esta manera con el mismo fin con el cual se le robustece a la mujer: para la admiración masculina y su deseo. Castellanos advierte que si aceptamos que la mujer es bella en torno a su relación con el hombre, consecuentemente aceptamos la reducción de la mujer como un adorno sin capacidades cognitivas o intelectuales que valgan la pena reconocer. Aún más triste es que cuando la mujer finalmente reúne todos los requisitos (que el hombre demanda de ella) para ser bella, esta se convierte en una inválida, ya que toda una vida ella solo ha aprendido a complacer la mirada del hombre ya sea asfixiándose con fajas reductoras, dejándose las uñas largas que le impiden “el uso de las manos en el trabajo”, maquillándose o haciéndose el pelo. Siempre se le enfatiza la importancia de su cuerpo pero nunca la de su mente y es así es como el hombre y la sociedad logran que la mujer sea bella e inútil simultáneamente y esta paradoja acaba encaminando a la mujer a su “debido lugar”.

          Es entendible y se reconoce que alrededor de los años setenta, México se vuelve un país con más oportunidades para las mujeres sobre todo en los círculos profesionales, educativos, intelectuales (e.g. Rosario Castellanos) y hasta políticos, sin embargo pensar que estas oportunidades se extendían a lo largo del país entero sería tomar una posición ingenua. ¿A qué se debe esto? Porque, el mayor progreso siempre ocurre en las metrópolis pero no en los pueblitos rurales que usualmente son pobres, marginados y olvidados. De esta manera volvemos a una realidad con muy pocos ámbitos en los cuales la mayoría de las mujeres (Mexicanas o no) del siglo XX se desenvolvieran; es así que una vez más la mujer vuelve a “su lugar”. ¿Pero de qué lugar hablamos? Hablamos del lugar que tiene que ver con el matrimonio y la preñez y todo lo que estos dos estados físico-psicológicos confieren.

          Más allá de la función del matrimonio como instrumento moral y oficial para la procreación, el matrimonio sirve para “salvar” a la mujer de la soltería. Porque, quedarse solterona no tiene ninguna cabida en el lugar propio de una mujer. “Quedarse soltera significa que ningún hombre considero a la susodicha digna de llevar su nombre ni de remendar sus calcetines” (Castellanos, 27). Esta cita revela varios problemas adscritos a la soltería femenina. En primera, la soltería se vuelve sinónimo de la incapacidad femenina para atraer a un hombre y si hay incapacidad para atraer a un hombre quiere decir que la mujer nunca llegó a reunir los requisitos para ser bella y digna de ser contemplada. Segundo, si ella ni siquiera es considerada o escogida para ser esposa entonces ni siquiera es mujer, es solamente una “susodicha”. De cualquier ángulo que escojamos para observar, la mujer nunca escoge estar soltera, ni tiene la suerte de serlo. De ninguna manera. Por lo contrario, si nunca llega a casarse, su deber es arrimarse ya sea con sus padres, hermanos, tíos, primos o cualquier núcleo familiar. Porque solo un núcleo familiar podrá sustituir  la falta de un esposo, “el respaldo que le falta y el respeto que no merece por sí misma”(Castellanos, 27). Si una mujer no es capaz de ser esposa no puede ser capaz de cumplir con su propósito biológico, hogareño ni social, y si no cumple con estos preceptos socio-culturales pues entonces esta , estará traicionando su “honorable” lugar.

          La estrecha interpretación de lo que significa ser mujer y en donde es que ella pertenece, forzosamente nos lleva a creer que el valor de la mujer está en lo que ella puede hacer por la futura especie y por el hombre, sin apreciarla a ella como una entidad independiente. Por eso es que naturalmente para cumplir con el cometido de la procreación, la mujer no necesita “elocuencia, ni bien hablar, grandes primores de ingenio ni administración de ciudades, memoria o liberalidad. Basta un buen funcionamiento de las hormonas, una resistencia física y una buena salud” (Castellanos, 23). Y si acaso la mujer no posee la mejor salud y si por alguna razón trágica se encuentran en juego la vida de la madre y el primogénito, “la ley manda salvar la vida del niño y sacrificar la otra” (Castellanos, 20). Después de todo, ¿por qué le daríamos preferencia al medio que transporta la perpetuación de la especie? Al fin y al cabo la vida que importa más es la el ser humano naciente. ¿Pero que no también la mujer es una persona, un ser humano? Lo es. Entonces, ¿por qué no se le valora como tal? Porque tanto hombres como mujeres han aceptado que la mujer debe sacrificarse por la humanidad y anhelar las deformaciones de su cuerpo a causa de tal sacrificio, con orgullo. La madre debe “marchitarse sin melancolía ni reniego,” al contrario debería sentirse feliz de haber servido este propósito, porque recordemos que este es su lugar determinado. Y así es como el cuerpo de la mujer es usado generación tras generación y en este cuerpo ajeno y lejano a ella misma es que se posiciona su valor como mujer.

          En un cuerpo que la mujer jamás llega a explorar por sí misma, sino sólo a través de su preñez y a través de su mediador masculino es que de alguna manera ella tiene que aceptar su valor y virtud que están en su pureza y castidad corporal. Sobre todo pronostico, la mujer debe proteger a toda costa su virtud y honor, aunque no tenga idea qué es lo que está protegiendo tan celosamente. Esta ignorancia sobre su propio cuerpo es una de las más grandes críticas de Rosario Castellanos. En especial porque para preservar la virtud, a las mujeres “no se les enseña a discernir entre el bien y el mal, ni se le instruye acerca de la mecánica de las pasiones para que adquieran la posibilidad de manejarlas y dominarlas” (Castellanos, 21). Al contrario, a la mujer se le mantiene en la cueva de la ignorancia y para controlar las pasiones que la devoran se le inculca una práctica obsesiva de rezos compuestos por frases irónicamente endemoniadas y sin sentido. Así, bajo estos incomprensibles y anticuados regímenes patriarcales y religiosos es que la pureza de la mujer “es considerada como su más alto mérito y sus rubores como su mayor gracia” (Castellanos, 13). De esta manera la palabra pureza se vuelve sinónimo de la ignorancia y alrededor de esta ignorancia se desarrolla aún otra idea mas ignorante: la moral patriarcal.  Esta moral se compone alrededor del completo desconocimiento por la mujer sobre su feminidad, su cuerpo, su sexualidad y sensualidad. Más allá, esta moral redefine el sustantivo mujer, ya que este incita perversión y en su lugar se usan términos muchos más “decentes” como: dama, señora, señorita y hasta ama de casa. Esta renomenclatura del término mujer deja en claro que una dama o señora no debe conocer su cuerpo a través de su propias manos o de su propia vista. La señorita solo conoce su cuerpo a tientas y lo poco que conoce de él la llevan a establecer nociones equívocas y misteriosas. En fin, la exploración sensual y natural del cuerpo de la mujer debe ser llevada a cabo por un hombre, pero no cualquier hombre si no por su esposo, y ni por un instante se le debe ocurrir a ella misma causarse placer o entender su cuerpo, al menos que no le importe perder su pureza y virtud.

          Después de haber expuesto estas tres ideologías sobre la mujer, discutidas por Castellanos, se puede empezar a analizar más a fondo y validar sus argumentos haciendo uso de la epistemología feminista. La epistemología feminista concierne con las formas en las cuales los roles de género influencian o afectan nuestras concepciones del conocimiento y la verdad sobre cierta materia o tema, al igual que se preocupa por entender las prácticas de investigación y justificación usadas para llegar a las verdades sobre estas. Las epistemologas feministas como Maria Baghramian, afirman que las virtudes de la objetividad y racionalidad “son a menudo medios para fomentar los intereses patriarcales a costa de las mujeres y otros grupos en desventaja” (Baghramian, 238). En específico la doctrina filosófica que Baghramian usa para desacreditar al patriarcado es la del relativismo. El relativismo es una rama filosófica que postula que el “conocimiento científico y la verdad son el producto de condiciones específicas sociales, económicas y culturales” y que la verdad nunca es universal, completa o absoluta. Por eso en Relativismo sobre la Ciencia, Maria Baghramian se vale del relativismo epistémico para defender la interpretación de que la verdad que la ciencia o ciertos grupos parecen defender es meramente relativa en torno “a sus particulares marcos culturales e históricos” (Baghramian, 236). Con esta misma rama epistémica, yo también pretendo apoyar el trabajo de Rosario Castellanos presentado en Mujer que sabe latín.

          Al aplicar la epistemología feminista a las diferentes ideas que Rosario Castellanos desafía, no es difícil darnos cuenta que efectivamente el género masculino logra afectar las concepciones sociales sobre la verdadera definición de lo que significa ser mujer y en donde es que esta pertenece. Si tomamos en cuenta las ideas que el patriarcado forzó ante la sociedad sobre la mujer, podemos darnos cuenta de que estas fueron postuladas sin ninguna práctica investigativa que justifique su validez. El poder que el patriarcado ejerce es la justificación “suficiente” que el hombre necesita para validar sus definiciones y entendimientos sobre la mujer. Tristemente el patriarcado también le otorga al hombre el poder suficiente para promulgar estas ideologías por la sociedad entera como verdades. Sin embargo y pese a esto lo que debemos hacer es comprender que estas “verdades” que el patriarcado convenientemente adscribe hacia la mujer no son ni universales ni completas, más bien son relativas; relativas en cuanto a sus marcos culturales e históricos. Castellanos nos da un ejemplo de estos marcos culturales e históricos cuando menciona las prácticas culturales de la China y de Holanda. Ella también incluye otro ejemplo que personifica el relativismo: el ideal femenino de Occidente– del cual en gran parte somos herederos. El ideal femenino de la cultura Occidental está compuesto por la mujer que es fuerte, virtuosa y que demuestra su virtud siendo “leal, paciente, casta, sumisa, humilde, recatada, y abnegada” (Castellanos, 19). Ahora más que nunca nos podemos dar cuenta de la relatividad de estas virtudes porque contemporáneamente, al menos en las ciudades del mundo más cosmopolitas, por ejemplo, se espera que la mujer tenga confianza en sí misma y hasta presuma de ciertos talentos si quiere ser notada; antes la humildad era lo que llamaba la atención. Otro ejemplo contemporáneo es la lealtad o falta de ella, sin duda alguna esta era una de las grandes virtudes de la mujer, ahora se empieza a aceptar que la mujer participe en relaciones poliamorosas en las cuales ella es libre de “perder” su pureza cuantas veces quiera y con quien quiera. A la mujer poliamorosa se le considera moderna y abierta de mente. La mujer sumisa solía ser la epítome de una buena mujer y una buena esposa pero ahora una mujer sumisa es vista como débil. Por último una mujer recatada era aquella que por ejemplo se vestía decentemente, dejando todo a la imaginación y nada a la intemperie, ahora, si una mujer viste tan seriamente se le considera aburrida, tradicional, anticuada y hasta prejuiciosa en contra de otras mujeres. Todas estas virtudes eran requisitos vitales para la moralidad pero poco a poco y relativamente estos requisitos se han ido desprendiendo y se ha empezado a comprender que la moralidad es un concepto que no debe ser definido por modas cosmopolitas o comportamientos sexuales. No obstante y pese a que las definiciones sobre la mujer cambien relativamente, basta con que un hombre condene alguna de estas ideas para que se vuelva a cuestionar la belleza, el lugar y el valor de la mujer.

          Al analizar el patriarcado y la ignorancia en la cual este sistema deja a la mujer en torno a su sexualidad, consideremos el poema multicitado de Sor Juana: Hombres Necios. El poema de Sor Juana Inés de la Cruz es un poema satírico-filosófico que critica la manera en que el hombre incita a la mujer a la sexualidad y la expresión de esta, para luego condenarla y juzgarla por esta misma expresión. Sus primeras dos estrofas dejan esto muy en claro: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis:/ si con ansia sin igual/ solicitáis su desdén/¿por qué queréis que obren bien/ si las incitáis al mal?” (De la Cruz, 109). Aun cuando el hombre orquesta este encuentro, la mujer es la culpable y la indecente porque la mujer o bien es pura o bien es puta pero de ninguna manera puede ser decente y apasionada o lujuriosa a la misma vez; a esto se le conoce como el síndrome de la madonna y la puta. La madonna y la puta es un síndrome que se desarrolla en el psique de los hombres al no saber reconciliar lo que viven o ven en casa y lo que la sociedad patriarcal les enseña. El patriarcado irónicamente le enseña al hombre que todas las mujeres son perversas y putas, menos su madre o su mujer. Sor Juana captura exquisitamente esta complejidad en su quinto verso: “Queréis, con presunción necia,/ hallar a la que buscáis,/ para pretendida, Thais/ y en la posesión, Lucrecia” (De la Cruz, 109). De cualquier manera la mujer no acierta una, porque “Opinión, ninguna gana;/ pues la que más se recata,/ si no os admite, es ingrata,/ y si os admite, es liviana” (109). Sin embargo, hay un dilema aún más grande con este complejo y este es que, la mujer no sabe si ser sumisa y mojigata arriesgando ser aburrida o ser candente y apasionada aunque este comportamiento probablemente la lleve a ganarse el título de puta. Sea el título de puta o sea el título de pura, el punto es que el hombre es el único proporcionador del título y de la identidad de la mujer y en ningún momento es la mujer la que se identifica como tal o define su propia sexualidad.

          A lo largo de este ensayo se ha expuesto, explicado y pugnado tres diferentes ideologías patriarcales sobre la mujer, con la escritura propia de Rosario Castellanos. Además, se hizo uso de la epistemología feminista y el poema filosófico de Sor Juana Inés de la Cruz para analizar y criticar aún más las ideas presentadas a lo largo de este pieza. Al exponer, explicar y analizar la primera parte (narrativa) del trabajo de Rosario Castellanos de cierta manera cumplo con la segunda parte del libro: el celebrar la mente de la mujer y no solo su cuerpo. Mujer que sabe latín no es solo una crítica del patriarcado sino también es un compendio de trabajos reunidos y presentados por Castellanos que prueban la importancia de la mujer en diferentes ámbitos como la educación, su propio conocimiento, la religión, la sociedad, la filosofía y la literatura. La propia narrativa de Castellanos y los diferentes ensayos escritos por todas las mujeres incluidas en este libro son la manifestación física que representan la refutación del patriarcado. Sobre todo, este compendio literario reunido por Rosario Castellanos prueba que aunque el patriarcado o cualquier otro sistema o institución le pongan trabas a la mujer y la intenten dejar en la obscuridad, le recuerden de su “lugar” o reduzcan su valor, aquella que sabe latín tiene buen fin y aunque no supiese latín con su resiliencia de mujer basta.

 

Bibliografía:

Castellanos, Rosario. Mujer Que Sabe latín .. México: Fondo de Cultura Económica, 2015.

Maria Baghramian. Relativism About Science. Philosophy of Science, UOP, 2017.

Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas. México: Porrúa, 1997

 

Moraima Arias es oriunda de Jalisco, México pero creció en Manteca, California. Moraima obtuvo su licenciatura en filosofía en University of the Pacific, Stockton, CA. Anteriormente, fue reconocida como la Estudiante del Año por el Departamento de Filosofía en la misma institución y también fue nombrada como miembro de la sociedad intelectual Phi Betta Kappa. Actualmente es una estudiante de posgrado en San Jose State University donde comenzó su programa de Maestría en Filosofía. Moraima estuvo en la Marina de los Estados Unidos desde el 2011 hasta el 2015 y recientemente fue nombrada ganadora de la beca Fulbright-García Robles para estudiar en México.

Postal de Helsinki

0

Postal de Helsinki

El barco rompe hielo en la mañana soleada.

Sube el vapor de una alberca en Allas Spa,

su vaho se eleva como una oración inútil.

Camino feliz por estos hielos

que el sol convierte en un campo de diamantes.

Mujeres de la claridad de Helena,

de tan perfectas, desencadenan guerras.

Cielo cerrado,

la nieve no cesa sobre Helsinki,

mis pasos no se oyen,

me desplazo como un fantasma.

 

 

 Playa el faro, Ensenada.

La tormenta se acercó como dos murallas grises.

La lluvia hería la arena y ahuyentaba a los bañantes.

Una ola lisa y espumosa llegaba hasta mis pies

como una carta que se desliza bajo la puerta.

Los niños brincan en el oleaje

y el mar que se ríe con ellos.

A lo lejos dos barcos inmóviles gozan

de un pacto secreto con el piélago.

La ensenada es un seno de agua

metido en la tierra.

Un accidente geológico

como un cuerpo de redonda calma.

¿Es la tierra quien lo abraza o es el mar?

 

Gis de luz

Un rayo pinta el mapa de África

en cielo nublado

sobre unas vacas pastando

que cuidan cuatro hombres

con sus respectivas varas,

de la tribu Masai Mara.

 

 

El mundo es un pañuelo

Cae la hoja

para ver el árbol

cae el árbol

para ver el bosque

cae el bosque

para ver el horizonte

cae el horizonte

para ver el mundo.

 

 

Martín Camps es profesor de la University of the Pacific en Stockton, California, donde es también Director de Estudios Latinoamericanos. Sus dos últimas ediciones de ensayos son La sonrisa afilada: Enrique Serna ante la crítica (UNAM, 2017) y Transpacific Literary and Cultural Connections: Latin American Influence over Asia (Palgrave, 2020). También ha publicado cinco libros de poesía, entre los que se encuentran Extinción de los atardeceres y Los días baldíos. También es autor de la novela Horas de oficina.

Cartografía de la papa

0

 

Antes de empezar a contarles la historia que me he propuesto, le solicito a la traductora de mi texto que utilice la voz quechua papa en lugar de sus distintas equivalentes europeas -patata, potato, potet, kartoffel, cartof, krumpir, ziemniak, brambory o pomme de terre-, tal como decimos gol, web, clon, siesta o sushi. Después de todo, ¿cómo se dice cacao en francés, alemán, ruso, italiano, frisio, gaélico, esloveno, uzbeco y polaco? Sencillamente «cacao». Papa es una de esas palabras que debería ser universal, porque el mundo que conocemos sería impensable sin la papa. ¿Se imaginan que en cada lengua existiera una palabra distinta para viagra o condón? La humanidad viviría con más estrés, que por cierto es otra palabra universal menos en Suecia, donde estrés se dice påkänning.

          ¿Cómo es posible que la papa de los Andes, la papa de los incas y la papa de toda la vida tenga tantos nombres diferentes? Ni siquiera en España la llaman papa sino patata. Y en el colmo del sinsentido, papas fritas en inglés se dice French fries porque los soldados americanos las comieron así en Bélgica. O sea, que ni quechua ni francés ni inglés ni flamenco ni nada. Y que conste que los primeros cronistas que llegaron a los Andes en el siglo XVI, jamás llamaron patata a la papa. ¿Por qué se popularizó la voz patata en España?

          Para empezar, la voz patata proviene del taíno batata, fruto que nada tiene que ver con el primero, porque la batata o camote es un tubérculo dulce. Colón en su Diario (1492) habló de “unas raíces como rábanos grandes” que los indios “cuecen y asan y tienen sabor propio de castañas”[1]. En el Sumario de la Natural Historia de las Indias (1526) Gonzalo Fernández de Oviedo identificó aquellas raíces como batatas y volvió a hacer hincapié en que “asadas son excelente y cordial fruta”[2]. Mientras tanto en los Andes, Pedro Cieza de León, refiriéndose a los alimentos de los indios de Quito, relató en su Crónica del Perú (1553) que “Al vno llaman Papas, que es a manera de turmas de tierra: el qual después de cozido, queda tan tierno por de dentro como castaña cozida”[3]. Y para que quede claro que no se confundía con ningún otro fruto, Cieza de León afinó todavía más cuando escribió acerca de los cultivos de los Yungas de la costa: “críanse muchas batatas dulces, que el sabor de ellas es casi como el de castañas. Y assimismo hay algunas papas[4]. Por otro lado, en su Historia natural y moral de las Indias (1590), el jesuita José de Acosta volvió a ponderar la importancia de la papa como alimento, al señalar que los hombres de los Andes “suplen la falta de pan con unas raízes que siembran que llaman papas, las cuales debajo de la tierra se dan, y éstas son comida de los indios, y secándolas y curándolas, hacen de ella lo que llaman chuño, que es el pan y sustento de aquella tierra”[5]. Por último, el Inca Garcilaso en sus célebres Comentarios Reales de los Incas –publicados en 1609 y traducidos al inglés en 1625 y 1688 y al francés en 1633 y 1650- cuando escribió sobre las legumbres andinas proclamó rotundo: “Tiene el primer lugar la que llaman papa, que les sirve de pan; cómenla cocida y asada, y también la echan en los guisados”[6]. Y para evitar confusiones apostilló: “Lo que los españoles llaman batatas y los indios del Perú apichu, las hay de cuatro o cinco colores, que unas son coloradas, otras blancas, y otras amarillas, y otras moradas; pero en el gusto difieren poco unas de las otras; las menos buenas son las que han traído a España”[7]. Avecindado en Córdoba, el Inca seguramente habría saboreado las batatas malagueñas, aunque en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611)[8] Sebastián de Covarrubias no recogió ni papas ni batatas.

Recién en el siglo XVIII, con la edición del Diccionario de Autoridades (1726-1737), aparecen en la norma las primeras definiciones. Así, en la entrada dedicada a la «batata» leemos:

BATATA: Planta que cultivada y sembrada echa una raíz algo mayor de las que llaman papas, larga y tortuosa. Por de dentro es amarilla y por de fuera parda. Es mui sabrosa y dulce, y aunque de ella se hacen diversos dulces y almíbares muy delicados, con especialidad es más grata assada, y rociada después con vino y azúcar. En España se crían muchas en las cercanías de Málaga.

La definición anterior permaneció tal cual hasta 1817, conviviendo a lo largo de seis ediciones con la entrada correspondiente a papa:

PAPA: Ciertas raíces que se crían debaxo de la tierra, sin hojas y sin tallos.
Pardas por de fuera y blancos por de dentro. Es comida insípida[9].

Las papas continuaron siendo así de insípidas hasta la edición de 1817, aunque lo más curioso es que la voz patata fue definida –desde la primera edición de 1737 hasta la quinta de 1803- como “lo mismo que batata”. Por lo tanto, si el sustantivo patata viene del error de haberlo confundido con batata -aunque unas fueran dulces y las otras insípidas- quiere decir que desde el Descubrimiento de América hasta la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812, la papa o patata nunca fue un alimento de masivo consumo popular en la península ibérica, a pesar de las Crónicas de Indias, de los trescientos años de dominación colonial y de la españolísima tortilla de patatas, cuya invención celebro.

          No obstante, en otros países y en otras lenguas europeas la suerte del tubérculo andino fue muy diferente, pues luego de comprobar sus virtudes como ración marinera, el corsario Francis Drake llevó las primeras papas a Inglaterra en 1586[10], donde el botánico John Gerard certificó su valor alimenticio[11] y sir Walter Raleigh promovió su consumo[12]. Los británicos adaptaron al inglés la voz taína-española patata, mas no cayeron en la misma confusión semántico-culinaria porque una se convirtió en sweet potato y la otra en white potato, bastard potato o simplemente potato, tal como ya la encontramos en el quinto acto de la comedia Merry Wives of Windsor (1598)[13] y en el mismo acto quinto de la tragedia Troilus and Cressida (1602)[14], ambas de William Shakespeare.  A lo largo del siglo XVII la patata formó parte de la dieta cotidiana de campesinos rusos, irlandeses y polacos, así como del rancho del ejército de Prusia, donde Federico «El Grande» implantó su cultivo con fines militares en 1751. Precisamente, el boticario francés Antoine de Parmentier descubrió las posibilidades alimenticias de la papa mientras fue prisionero de los prusianos y en 1785 consiguió que Luis XVI patrocinara el cultivo masivo de la patata para combatir las hambrunas de Francia.

         Como se puede apreciar, a pesar de la curiosidad que despertaron las Crónicas de Indias desde el siglo XVI, el interés europeo por las «cosas» de América se concentró en los metales preciosos, relegando el conocimiento de la historia y la cultura de sus pueblos a esas minorías cultivadas que más tarde o más temprano siempre terminan aprendiendo o -en el mejor de los casos- cultivando. Es decir, cultivando papas, cultivando tomates y cultivando maíz, tres productos americanos que han revolucionado la gastronomía universal, por no hablar de otros alimentos andinos como la quinua.

¿Qué sería del mundo sin la papa?

Los españoles no tendrían ni su famosa tortilla ni las taurinas «patatas bravas»; los rusos no podrían preparar ni vodka ni aquella ensaladilla que por culpa de la «Guerra Fría» se llamó Olivier en Estados Unidos; los indios de la India se quedarían sin bonda y sin aloo pie; los suecos tendrían que olvidarse del lefse y del pitepalt; los gnochis desaparecían de las trattoria italianas y la raclette suiza dejaría de existir; en Japón echarían de menos las korokke y la nikujyaga; en Israel le dirían adiós al kugel y al knish, y los lituanos se quedarían sin su plato nacional –kugelis-, por no hablar de la infinidad de sopas, purés, souflés, ensaladas, vichyssoises, aguardientes y estofados ingleses, alemanes, irlandeses, italianos, franceses, escandinavos, escoceses y españoles que o son con papas o no son nada.

          Por otro lado, de la fécula de la papa se obtiene un almidón que permite elaborar bolsas biodegradables que ya se han convertido en la mejor alternativa a los plásticos, y el Centro Internacional de la Papa del Perú -en colaboración con la NASA- ha seleccionado 65 variedades de papas entre las más de 3 mil que crecen en los Andes, para determinar cuál de ellas se adaptaría mejor a los suelos de Marte y así poder alimentar a las futuras colonias marcianas, tal como fantasearon los productores de la película The Martian (2015). ¿Conservará la papa su nombre cuando la siembren en Marte?

         En El perfeccionista en la cocina (2003) el escritor británico Julian Barnes confiesa cómo le encanta preparar platos extraídos de libros antiguos y así nos habla de ‟las patatas cocidas con peras, receta de Montaigne, un plato que el ensayista descubrió en 1580, cuando atravesaba Suiza para ir a Italia”[15]. ¿Montaigne comió papas en Suiza en 1580? En mi edición española leo que Montaigne anotó que en Basilea ‟mezclan de buen grado rábanos o peras cocidas con el asado” y que en Lindau ‟mezclan ciruelas cocidas y tartas de pera y manzana al servicio de la carne”[16] y he confirmado que mi edición es fiel al original francés, lo que significa que Julian Barnes no se está alimentando nada bien, porque está mezclando proteínas, fructosa y carbohidratos. Sin embargo, le alabo el gusto porque entre el arte de comer y la ciencia de nutrirse, yo siempre elegiría lo más artístico.

         Como la justicia tarda pero llega, la peruanidad de la papa -que tanto ha dado que hablar y sobre todo de comer por el planeta- ha irrumpido con fuerza gracias al repentino auge de la gastronomía de mi país, pues la gran sofisticación culinaria del sibarita contemporáneo es tomar un Ceviche en Ginebra, pedir un Arroz chaufa en Venecia o probar un Tiradito en Montecarlo. ¿Cuáles son los platos peruanos que llevan a nuestra papa por bandera?

         En primer lugar la Causa, un puré de papas aliñado con ají y el incomparable limón peruano, que tradicionalmente se acompaña con atún, aguacate y huevo duro, pero que los modernos chefs han convertido en un entrante prodigioso. Otro primer plato sería la Papa rellena, donde la misma masa machacada se rellena de carne picada, cebolla, huevo duro, aceitunas y picantes que luego se reboza y se fríe procurando que quede crocante por fuera y tierna por dentro. Por último, tendríamos la Papa a la huancaína, que consiste en una crema de picantes y queso fresco sobre distintas variedades de papas cocidas. Varias regiones del Perú poseen recetas parecidas que se diferencian por el tipo de papa (sólo en el Perú existen más de tres mil variedades) y los picantes de la salsa, como es el caso de la Ocopa arequipeña.

         Si pasamos a los platos principales debería comenzar por el Lomo saltado, una maravilla creada por los inmigrantes chinos del siglo XIX, quienes metieron en sus woks todas las piltrafas desechadas por carniceros y matarifes, salteándolas con tomate, cebolla, pimiento, especias y por supuesto papas previamente fritas. Este plato acompañado de arroz blanco, es más bienhechor en los almuerzos que en las cenas. Otro extraordinario manjar de origen prehispánico vendría a ser la Carapulcra, cuyo origen se encuentra en las raciones de papa seca o deshidratada que los antiguos peruanos guisaban con carnes de llama o alpaca. Al parecer, los esclavos negros enriquecieron la primitiva receta andina con picantes, cacahuetes, canela, cebolla, pimienta, clavo de olor y otras carnes como la del pollo y el cerdo, pero siempre sobre la base de la papa seca de los Andes. Finalmente, no puedo concluir esta enumeración de platos principales sin mencionar el Ají de gallina, una deliciosa crema preparada con pollo cocido deshilachado, pan remojado en leche, quesos mantecosos y picantes andinos, servida sobre papas sancochadas, cuyo origen se encuentra en el barroco Manjarblanco español que era dulce en el siglo XVII, pero que los peruanos convertimos en salado y sobre todo picante.

Sin embargo, los antiguos peruanos jamás comieron papas fritas o sancochadas en agua hirviendo, sino cocidas o asadas como dejó escrito el Inca Garcilaso. Y ahora que ya sabemos que Michel de Montaigne jamás probó las papas en Suiza mientras viajaba hacia Roma, quisiera concluir precisando que al Señor de la Montaña le habría encantado conversar con el Inca Garcilaso, pues en el ensayo que le dedicó a «Los Carruajes» habló sobre los Incas del Cusco y sus palacios, tesoros, caminos, historia, conquista e incluso acerca de sus árboles:

…ni Grecia ni Roma ni Egipto pueden, ni por la utilidad ni por la dificultad ni por la nobleza, comparar ninguna de sus obras con el camino que se ve en el Perú, construido por los reyes del país, desde la ciudad de Quito hasta la de Cuzco -son trescientas leguas-, recto, liso, de veinticinco pasos de anchura, pavimentado, flanqueado a ambos lados por bellos y altos muros, y, a lo largo de éstos, por el interior, por dos acequias perennes bordeadas de hermosos árboles que llaman  mulli[17].

Aquellos hermosos árboles que evocó Montaigne se han convertido en parte del paisaje europeo gracias al penetrante aroma de sus hojas, pues el molle cusqueño es la Falsa Pimienta española o la Foux-Proivier o Proivier Sauvage francesa, tan común hoy en parques, viveros y jardines de la Europa Mediterránea. Si el Inca Garcilaso se encontrara ahora mismo en Biarritz o Bourdeaux con Montaigne, no le asombraría en absoluto que el humanista francés comiera papas. Más bien, lo que le extrañaría es que no las sazonara con hojas de molle, porque un buen manojo de molle perfuma las papas y les da un maravilloso sabor, entre sutil y feroz.

 

[1]. Cristóbal COLÓN: Textos y documentos completos, Edición de Consuelo Varela, Alianza Universidad (Madrid, 1992), p. 160.

[2]. Gonzalo Fernández de OVIEDO: Sumario de la Natural Historia de las Indias, edición de José Miranda, FCE (México, 1979), p. 234.

[3]. Pedro CIEZA DE LEON: Crónica del Perú. Primera Parte, edición de Franklin Pease G.Y., Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima, 1984), p. 130.

[4]. Op. Cit., p. 202.

[5]. José de ACOSTA: Historia Natural y Moral de las Indias, edición de Edmundo O’Gorman, FCE (México, 1979), p. 128.

[6]. Inca GARCILASO DE LA VEGA: Comentarios Reales de los Incas, edición de Carmelo Sáenz de Santa María, Biblioteca de Autores Españoles (Madrid, 1963), vol. II, p. 306.

[7]. Op. Cit., p. 307.

[8]. Sebastián de COVARRUBIAS: Tesoro de la Lengua Castellana o Española, edición de Felipe C.R. Maldonado, Castalia (Madrid, 1984).

[9]. DICCIONARIO DE AUTORIDADES [DA], Edición Facsímil, Real Academia Española – Gredos (Madrid, 1990).

[10]. Redcliffe N. SALAMAN: The History and Social Influence of the Potato, Cambridge University Press (Cambridge, 2000), p. 147. La humanidad no recuerda a ningún español como introductor de la papa en Europa, sino a un mortal enemigo de la corona española como el corsario Francis Drake. En 1853 la ciudad de Offenburg (Alemania) dedicó un monumento a Francis Drake, en cuyo pedestal el escultor Andreas Friederich buriló: «Sir Francis Drake, diseminator of the potato in Europe in the Year of Our Lord 1586. Millions of people who cultivate the earth bless his inmortal memory».

[11]. Op. Cit., p. 146.

[12]. Ibidem, pp. 148-149.

[13]. En la escena quinta del quinto acto de Merry Wives of Windsor Falstaff le dice a Mistress Ford: «My doe with the black scut! Let the sky rain potatoes; let it thunder to the tune of “Green Sleeves”; hail kissing-confits and snow eringoes, let there come a tempest of provocation, I will shelter me here». Lo curioso del caso es que el primer traductor al español de la obra de Shakespeare fue el poeta peruano José Arnaldo Márquez, quien tampoco tradujo «potatoes» por «papas», aunque ignoro si los editores españoles corrigieron su traducción que quedó finalmente así: “¿Es mi cierva de pequeña cola negra? Que lluevan patatas; que los truenos canten la tonada de las «Mangas Verdes»; que caigan por granizo confites azucarados, que haya una borrasca de todas las tentaciones; yo me refugiaré siempre aquí”. Ver Guillermo SHAKESPEARE: Dramas [traducción de José Arnaldo Márquez], E. Domenech y Cía. (Barcelona, 1883), p. 371.

[14]. En la segunda escena del quinto acto de Troilus and Cressida Thersites exclama: «How the devil Luxury, with his fat rump and potato finger; tickles these together! Fry, lechery, fry!»

[15]. Julian BARNES: El perfeccionista en la cocina [traducción de Jaime Zulaika], Anagrama (Barcelona, 2006), p. 71.

[16]. Michel de MONTAIGNE: Diario de viaje a Italia, por Suiza y Alemania. Edición y traducción de Jaume Casals Pons, Península (Barcelona, 1986), pp. 28 y 38.

[17]. Michel de MONTAIGNE: Los Ensayos. Prólogo de Antoine Compagnon y edición y traducción de J. Bayod Brau, Acantilado (Barcelona, 2011), p. 1368.

 

 

Fernando Iwasaki (Lima, 1961). Es historiador, crítico y escritor. Su especialidad son los estudios culturales con énfasis en las identidades, los imaginarios, las globalizaciones, la literatura comparada y la historia de las religiones. Es autor de Extremo Oriente y Perú en el siglo XVI (1992), Republicanos: cuando dejamos de ser realistas (2008), Nabokovia Peruviana (2011), Mínimo común literario (2014), Nueva Corónica del Extremo Occidente (2016) y ¡Aplaca, Señor, tu ira! Lo maravilloso y lo imaginario en Lima colonial (2018), entre más de treinta títulos que incluyen novelas, ensayos, relatos, crónicas y compilaciones de artículos. Es profesor titular de Retórica en la Universidad Loyola Andalucía de Sevilla. Más información en www.fernandoiwasaki.com.

Fotosíntesis

0
Portrait of Julián Cardona. Photo: Michelle Macfarlane.

 

 

Existe una zona oscura donde convergen el poder y el dolor, tangente al límite de nuestras capacidades humanas y propensa a ser presa del olvido. Es ahí donde, despojados de ideologías y nacionalismos, podríamos reconocernos como especie; no una hegemónica y avasalladora, sino frágil y vulnerable, al margen de los credos religiosos e integradora a la vez de todos ellos. El hombre.

El fotoperiodismo en su esencia más noble acude a las tinieblas y procura despojarlas de su velo. No siempre ha de conseguirlo, mas en la voluntad de hacerlo radica su espíritu, semilla de luz que pretende iluminar nuestro camino, regalarnos mejores vías.

Juárez, México, abril 30, 2020

 

At Casa del Migrante in Juarez, the wrists of Estela Magdalena Simon Esteban, 23 years old, and her three-year-old daughter, Zaida. These numbers are their place in line to apply for political asylum at the El Paso port of entry. Ciudad Juárez, November 16, 2018. Photo: Julián Cardona.

 

Young men and boys from southern Mexico light votives and pray for a safe crossing into los Estados Unidos before leaving the Sonoran town of Altar. Soon they will be loaded into vans and trucks and ferried North toward La Línea. Photo: Julián Cardona.

 

Telegraph office, Altar, Sonora. Immigrants line up to receive money from relatives in the United States to pay for the remainder of their journey. Photo: Julián Cardona.

 

A massive dump site in the Upper Altar Valley, Arizona; illegal immigrants meet representatives of their smugglers (coyotes) after a forty-mile walk through the desert; they are told to strip; dump their old clothes, packs, and jugs of water; and put on new, more “American”-looking clothes before traveling on to an urban stash house. April 2006. Photo: Julián Cardona.

 

Children forage in the blood-strewn aftermath of the massacre of ten patients at the Anexo de vida –Annexe of Life– drug rehabilitation clinic in Ciudad Juarez, one of many such massacres in rehab centres. September 2009. Photo: Julián Cardona.

 

To make extra money, a maquila worker collects metal scrap left by U.S. workers building the border wall in Anapra. Ciudad Juárez, April 4, 2017. Photo: Julián Cardona.

 

Manuel, an inmate of Vision in Action asylum for the mentally ill in Ciudad Juárez, tried to kill his mother during an attack of schizophrenia. He lost his mind after years of drug abuse. Photo: Julián Cardona.

 

Patio of the House of Death. On January, 2004, Mexican Federal Police unearthed 12 bodies from this court. Guillermo Eduardo Ramirez-Peyro, a.k.a. Lalo, an undercover informant on the payroll of the U.S. Bureau of Immigration and Customs Enforcement (ICE) is implicated in the murders. At least the first murder to take place in this house was audio recorded and the tape was provided to ICE agents in El Paso. These events only came to light when DEA agents in Juárez were mistakenly targeted by police working with narco-traffickers. Photo: Julián Cardona.

 

Mixtecs perform the “Danza de los diablos” (Dance of the Devils), traced to African slaves in Oaxaca who worshiped the god Ruja after the Spanish conquest of México. The dance is interpreted as a spiritual quest for freedom, asking for an end to slavery. The best-known version of the dance is from Santiago Collantes, Oaxaca. Arvin, California. June 2006. Photo: Julián Cardona.

 

Felicitas Ruiz Ramos, 88, stands in front of the house built by her son Gerardo Pérez Ruiz, who lives in the United States. San Andrés Ixtlahuaca, Oaxaca, November 2006. Photo: Julián Cardona.

 

Dulce Yolanda Gálvez, 19, from Jonacatepec, Morelos, tried to reunite with her parents and two brothers, who migrated to Minneapolis, Minnesota over an eight year period. Her aunt and cousin were in the same group attempting to cross through Las Chepas, near Palomas, Chihuahua. She almost died after being left behind by the group; a Border Patrol rescue team saved her life. September 2006. Photo: Julián Cardona.

 

The cotton field where the bodies of 8 murdered women were discovered on November 6-7, 2001. Photo: Julián Cardona.

 

In an example of the underground economy in Cd. Juarez, two men dressed as clowns juggle at a busy intersection to earn money. Many prefer this kind of work-selling food or toys, doing small performances, washing windows-to working in a maquiladora for the equivalent of $4 or $5 a day. Photo: Julián Cardona.

 

Mexican farmers block for three days the commercial lane of the Zaragoza International Bridge, in the El Paso/ Juarez area (the Rio Grande is on background,) in protest of the recently signed North America Free Trade Agreement (NAFTA.) They fear their crops will be displaced by highly subsidized American agricultural products. NAFTA took effect on January 1st, 1994. Photo: Julián Cardona.

 

Police photograph evidence in the murder of a man who had been stabbed about thirty times. He was found on the territorial boundaries of the La Fama and Los Calaveras gangs, in Colonia 16 de Septiembre. In Cd Juarez, an estimated 40 percent of the homicides in recent years can be attributed to gang violence. 1995. Photo: Julián Cardona.

 

Hosiery discarded by El Paso shopkeepers is bought, mended, dyed, and dried in the sun by a Cd. Juarez woman living in Colonia Puerto de Anapra, who then resells the stockings for the equivalent of about $1. Photo: Julián Cardona.

 

National Day of Action for immigrants’ Rights rally. Phoenix, Arizona. April 10, 2006. Photo: Julián Cardona.

 

Sisters of Sagrario González and friends of her church choir. Photo: Julián Cardona.

 

Paula Flores, mother of 17-year-old Sagrario González who was murdered in April 1998. On February 18, 2005, state police arrested José Luis Hernández Flores, a friend of Sagrario’s brother, and charged him with homicide. Hernández told the police that he had asked Sagrario to be his girlfriend but she turned him down. Later, he and a smuggler and another man kidnapped Sagrario, attacked her and disposed of her body in Loma Blanca, a desert area in the Juárez valley. In 2006, Paula’s husband, Jesús González, committed suicide. Photo: Julián Cardona.

 

Hermelando Ramírez died after a tree crushed him, October 21, 2006, while on the job for a logging company in Eureka, California. Tierra Blanca, Oaxaca, November 2006. Photo: Julián Cardona.

 

 

Julián Cardona

Portrait of Julián Cardona. Photo: Michelle Macfarlane.

Desde 1993, Julián Cardona comenzó a documentar fotográficamente, desde la frontera con Estados Unidos, la violenta entrada de México a la globalización: los efectos de la crisis causada por los bajos salarios de la industria maquiladora, el desgaste social de una frontera controlada por estructuras de poder económico a favor de los intereses financieros de Estados Unidos, los efectos del narcotráfico y los asesinatos de mujeres.

Nacido en la ciudad de Zacatecas, a los pocos meses de edad su familia emigró a la frontera, donde creció y estudió. En los ochenta, desde su puesto de técnico herramentista conoció el duro trabajo que desempeñaban las mujeres en las líneas de producción de las maquiladoras de Ciudad Juárez, hecho que marcaría su línea como fotoperiodista. Abandonó la industria y a los 31 años se mudó a su lugar de origen para enseñar Fotografía básica en el Centro Cultural de Zacatecas. En 1993 ingresó a El Fronterizo, en Ciudad Juárez y ese mismo año fue llamado a ingresar al equipo de fotógrafos de Diario de Juárez.

Cardona fue curador en 1995 de la exhibición Nada que ver, en la que participaron varios fotoperiodistas de Diario de Juárez (hoy El Diario), punto de partida para la posterior publicación del libro Juárez: The Laboratory of our Future (Nueva York: Aperture, 1998), con textos de Charles Bowden, Noam Chomsky y Eduardo Galeano.

El trabajo de Julián Cardona ha sido presentado en diversas obras y exposiciones en México y en el extranjero. Títulos publicados incluyen: No One Is Illegal, con textos de Justin Akers Chacón y Mike Davis (Chicago: Haymarket Books, 2006); Exodus/ Éxodo (Austin: University of Texas Press, 2008) sobre la histórica migración de mexicanos hacia Estados Unidos y Murder City (Nueva York: Nation Books, 2010), que aborda la explosión de violencia en Ciudad Juárez a consecuencia de la militarización ordenada por el presidente Felipe Calderón, ambos en colaboración con el escritor Charles Bowden. Se desempeñó como corresponsal de Reuters en Ciudad Juárez de 2009 a 2012. En septiembre de 2015, su proyecto actual, Abecedario de Juárez, en colaboración con la artista estadounidense Alice Leora Briggs, recibió una mención honorífica en el Premio Dorothea Lange-Paul Taylor, patrocinado por la Universidad de Duke. Será publicado en el otoño del 2021 por la University of Texas Press.

Julián Cardona, de 59 años, es fotoperiodista independiente y reside en Ciudad Juárez, México.

El tenue rededor del mundo

0

        En El tenue rededor del mundo (Conaculta, 2015), de Julio Eutiquio Sarabia, el lector tiene que atravesar un mundo descoyuntado, lo que implica además, como la pedagogía de los aventureros, parcelar territorios, reinventar un vocabulario, elaborar rutas de navegación; y finalmente, intentar ordenarlo. Pero para emprender esa tarea, es necesario merodearlo, dado que el mundo, vastísimo y cargado, sin mapa en la mano, puede condenarnos a la más dolorosa de las incertidumbres.

          Somos extremadamente conscientes de que la realidad hay que ordenarla. Sin embargo, en someterla (esa realidad platónica, aristotélica, del sentido común o ingenua) se nos va la vida en prenda.

          Ante el encadenamiento de sucesos ajenos a nuestra voluntad, incluyendo los creados por nosotros mismos, esos hechos y fantasías valiosos, tenemos que darles una orientación con un sentido específico. Un discurso.

          Por esto, la palabra reconfirma nuestra condición de necrófilos verbales y, a su vez,  por la multiplicidad y correlación de mundos discursivos, se consolida la premisa de que no hay lectura única.

          Cobra fuerza en este libro la metafísica del viaje, con la evocación directa del mar como resultado de la travesía.

          Los nombres de los capítulos que lo dividen configuran con densidad el itinerario de lectura: I. Adiós, muchachos; II. La cercanía; III. Interior; IV. Tumultos; V. Thalassa, Thalassa.

Todo desplazamiento exige tener a la mano  la brújula que ayude a encontrar el camino.

          La voz poética, no obstante,  articula su discurso y la realidad misma de manera siempre perversa—en el sentido radical del término; es decir, es la voz que toma otro camino—por eso reclama aventuras, invoca engaños y desengaños, mezcla voces, juega al palimpsesto, empalma experiencias sensoriales; especialmente, no reprime, jamás, sus emociones y lo que deje de fluir el estado de su ánimo.

          Extraigo de la primera parte estas dos líneas, que por sí mismas ponen de manifiesto la intensidad anímica, olfativa, de estar siempre en alerta máxima:  La reubicación de los tiestos / reveló el perfume del albahaca (16). El lector no sabe adónde va, ni de dónde viene. Hasta que la voz poética mexicaniza la trayectoria: Los Cabos; Topolabampo; Los Herrajes.

         Las referencias de una geografía aparentemente concreta forman parte de un orden topológico que trazan una jornada como elemento de una liturgia de las sensaciones internas que buscan confrontar y demoler  realidades normativas.

En esta tentativa de un orden estético totalizador el mundo se dilata y se contrae.

           El título del libro propone otras posibilidades óptimas para leer los mundos que construimos constantemente. Con esta dimensión social explícita, El tenue rededor del mundo motiva a descubrir y explorar la reconstrucción de matices entre culturas (antiguas y contemporáneas); las fronteras entre la vigilia y el sueño; los impactos de la ficción y la realidad al momento de organizar los itinerarios de vida; el papel que juegan la poesía y la prosa para moldear discursos; así como las lecturas en la que confluye vertebralmente la tradición homérica; espejismos que se escinden de las densas realidades; trampantojos, olores, sonidos, el fluir crocante del tiempo, climas y presentimientos de un yo poético, quien no sólo revela su identidad mediante el apelativo de Septimus, sino que declara ser el hijo de los sueños más escalofriantes.

Este poema anuncia los riesgos del viaje, remarcando su condición secular:

No busques veracidad en mi consejo
sino mutismo celebra que sea hondo,
que nunca exceda a la pátina en su prosa.

Sabes que eludo cuanto el oráculo concierta
y que no abrigo la ciencia de los números,
ni antes ni ahora que abrazo la deriva
—a la distancia su aura bienhechora,
finita en la redondez de cada viaje.

Mejor será si palpas tu pulso y descubres una estrella,
un sendero propicio que te revele los “méritos del alma”.
Mejor si alabas la penumbra y la avizoras
como el momentáneo quiebre de tu corazón.

No cruzarás sin mí dehesas o avenidas,
umbrales o listones.
Apegado a ti, ninguno seré
en la calina múltiple del nombre.

Veremos los mismos peñascos
y el óxido de los amaneceres
escupiremos ya de pie. (19)

El viaje (hecho de lecturas o no) puede durar un segundo o mil años. Este que propone Sarabia reconcilia tiempos heterogéneos. Con una imaginación visceral y, sobre todo, la disposición de que la palabra organice la aventura, porque es la que impone la trayectoria especulativa de todo el libro, pensando en una posible teoría de la construcción textual, destaca la manera en que la voz poética establece una introspección sobre la marcha de sus propios mecanismos de confección discursiva.

          En otras circunstancias, El tenue rededor del mundo formula la movilidad (literal o figurada) del lector en una era post-industrial y descolonizada. Incluso, germina el poder de crear mundos abstractos para que pueda recorrerlos con la convicción de que todo viaje infiere hazaña y aventura, donde el lector/viajero jamás pueda darse el lujo de convertirse en un sujeto ordinario; porque no podría derribar las realidades normativas que circundan el tenue rededor del mundo.