ISSN 2692-3912

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La nekyia de Rulfo

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A Rocío

La imagen de la orfandad

 

La orfandad es uno de los temas medulares de Pedro Páramo.[1] A partir de una prosa concebida desde la poesía, de una estructura narrativa combinatoria y de un estilo literario de gran poder suscitante, Juan Rulfo logró pulsar las cuerdas de la orfandad —y la búsqueda por redimirse de esa condición de falta originaria, no obstante que dicha búsqueda desemboca en una forma de abismamiento—. En el mundo de Pedro Páramo percibimos una orfandad que ni siquiera concluye en la ficticia región de los muertos; al contrario, desde esa región sombría podemos vislumbrar que la orfandad es irredimible y sin límites.

Hallamos el tema de la orfandad en uno de los poemas más antiguos de Occidente: La epopeya de Gilgamesh. El héroe mítico de Babilonia se siente desamparado cuando descubre que morirá de manera definitiva y, transido por la angustia, decide ir en busca del secreto que le otorgue la inmortalidad. Cruza el reino de la noche y llega a los confines del mundo pero, como no pertenece al orbe de los dioses, no tiene derecho a la inmortalidad y sólo le indican dónde hallar una hierba que hace recuperar la juventud; sin embargo, una vez obtenida, ésta le es robada por una serpiente. Con ese conocimiento y en esa pérdida, Gilgamesh asume su condición mortal, su plenitud humana, pero queda herido para siempre por un sentimiento de hondo desamparo. Y este sentimiento de orfandad lo hereda a toda la literatura occidental.

          Sería fatigoso enumerar las obras que abordan los diversos tópicos de la orfandad que incluye el descenso a la región de la oscuridad —al mundo de los muertos, al hades, al sheol, al infierno, al mictlán o al inframundo— en busca de un conocimiento, de un padre, de un pacto o de algo mágico que logre absolver al personaje de su condición órfica, de su caída, de su falta, de su exilio, etcétera. De la Odisea a la Eneida, de la Divina comedia al Fausto y del Quijote a Pedro Páramo, sus autores nos muestran a héroes y antihéroes que descienden a las fronteras donde el hombre no tiene ya ningún asidero y busca asirse a algo que lo religue o lo devuelva a un posible estado de plenitud. Sin embargo, en el caso de Pedro Páramo, los personajes ni siquiera hallan asidero en la región de la muerte.

          Cuando Juan Preciado va en busca de su padre, busca su origen, pero esa búsqueda es, en realidad y sin saberlo, un descenso a la región de los muertos, pues el edén originario evocado por su madre se ha convertido en un purgatorio donde las almas yerran sin sosiego, corroídas por sus culpas y remordimientos. El camino hacia el padre está sembrado de incertidumbre, miedo, muerte y, por si esto fuera poco, la orfandad alcanza su límite cuando Preciado se descubre alma en pena, un murmullo más en ese concierto de murmullos que lo han matado de miedo.[2]

          Y aún más, como ha señalado Rodríguez Monegal, la novela empieza con la búsqueda del padre y termina con la muerte de ese padre a manos de uno de sus hijos.[3] Ahora bien, si consideramos la novela desde la cronología de sucesos, cuando Juan Preciado emprende la búsqueda del padre, éste ya ha sido asesinado muchos años atrás; y si de alguna manera Preciado es simbólicamente todos los hijos de Pedro Páramo, entonces concluiremos que el hijo decide buscar al padre después de haberlo matado; por eso no puede buscarlo sino en la región de los muertos y para ello es conducido por varios psicopompos: Abundio, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y, en la sepultura, por Dorotea. En este extremo, la orfandad es trágica porque, primero, es producto del abandono y, después, consecuencia del parricidio. La búsqueda del origen, el viaje iniciático en busca de la tierra de promisión, no podría desembocar sino en la muerte.

 

Dorotea dirige la orquesta de murmullos

 

En el fragmento 36,[4] cerca de la mitad de la novela, los lectores descubrimos que desde el principio Juan Preciado ha estado conversando con Dorotea y que los fragmentos sobre la infancia, adolescencia y ascenso del cacique Pedro Páramo son “murmullos” de otros tiempos que, a modo de contrapunto, se han integrado al relato de Juan Preciado. Y se han intercalado en su narración porque el mismo Preciado, a petición de Dorotea, le ha contado qué dicen los muertos de las tumbas vecinas.

          En ese punto, cuando Juan Preciado y Dorotea conversan, abrazados en la misma tumba, los lectores descubrimos que la novela completa está articulada por murmullos, que ese archipiélago textual es una polifonía de ultratumba, que la historia de Comala y sus habitantes es contada por las almas en pena y que, en última instancia y como un nigromante, Rulfo ha invocado a los muertos y sólo ha sido un escucha, un amanuense de ese concierto de voces dolientes.[5] Los diversos tiempos narrativos convergen de pronto en un presente perpetuo, pues el tiempo de los muertos es vertical y sin orillas.

          Dorotea, una mujer perturbada de sus facultades mentales y con una pierna tullida —le apodan La Cuarraca—, es quizá el personaje más complejo, profundo y lúcido de la novela, pues se revela como la memoria y la conciencia de un pueblo. Y es ella la que da origen a Pedro Páramo, pues en el fragmento 36 interpela a Juan Preciado: “Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?”, y esta pregunta nos remite al principio de la novela, a la apertura del texto y a la respuesta de Juan Preciado: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

          En vida, Dorotea es una mujer marginada, es la loca del pueblo, no tiene familia, vive de la caridad pública y va siempre con un molote en el rebozo y lo trata como si fuera su bebé. Sin embargo, ya muerta se magnifica: dirige, a modo de directora de orquesta, la polifonía de voces. Además de dar pie a la narración, podemos decir incluso que es un personaje que inventa a su autor, pues inventa a Juan Rulfo para que éste escriba una historia cuyos hilos va tejiendo gracias a la mediación de Juan Preciado. Cuando Dorotea le pide a Preciado que le cuente qué dicen los muertos de las tumbas contiguas, está en realidad pidiéndole a Rulfo que escriba lo que dicen los muertos. En este sentido, Juan Preciado es una de las máscaras narrativas de Juan Rulfo. La novela Pedro Páramo es así una gran polifonía de ultratumba, y Rulfo es un nigromante que ha convocado a los muertos en ese espacio de la imaginación que llamamos creación literaria, un espacio donde Rulfo se diluye en el concierto de murmullos; es decir, el autor es devorado por su propia creación.

 

Demiurgo mediante la desaparición

 

El mundo de la novela es un mundo en ruinas, calcinado y de almas en pena, es decir, el apocalipsis ha sucedido, por eso es justo decir que el ambiente es post-apocalíptico. Cabe entonces preguntar: si todos están muertos,[6] si el narrador en tercera persona es incluso una voz fantasma en el coro de murmullos, ¿quién escribe la novela?

          Sabemos, por supuesto, que Rulfo la ha escrito, pero hago esta pregunta retórica para señalar que el poeta-narrador Juan Rulfo no aparece en ninguna parte del texto que ha escrito.[7] A diferencia de los autores que son personajes, presencias, sombras o enunciados de autoridad en sus obras, el escriba de Pedro Páramo logró desaparecer de su novela, como actor y autor, y consiguió la proeza de crear un mundo regido por sus propias leyes. Mediante la escritura, Rulfo creó un mundo autosuficiente, un mundo que se reinventa a sí mismo a partir de la voz de sus personajes, un mundo que se impone a nuestra conciencia lectora como si nadie lo hubiese inventado, como si existiera más allá de un posible autor.

          Y lo paradójico consiste en que Rulfo desapareció de su escritura porque logró elevar su orfandad a la condición de ley universal y, desde la poesía, nos impuso su desamparada visión del mundo.

 

Las dos vidas después de la muerte

 

Aunque el mundo narrativo de Rulfo parte de la cosmovisión cristiana y se comprende en ella, en los fragmentos 36 y 38, además de contener la clave de los hilos narrativos, hay un motivo que contradice a la escatología cristiana: aparte del alma, los restos mortales —la carroña, los huesos, el polvo— tienen conciencia del ser que han sido en vida y mantienen una forma de vida en la muerte —este tópico recuerda, por cierto, el soneto “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo—. Ambos fragmentos, correspondientes a un mismo pasaje de la novela, han provocado equívocos diversos entre los críticos debido a su ambigüedad, pues la novela no explica cómo Juan Preciado abraza a Dorotea en la misma tumba, si ella y Donis, según lo dicho por la misma Dorotea, entierran a Juan Preciado. Citaré dos pasajes de cada uno de los fragmentos para exponer luego mis hipótesis:

 

[Fragmento 36, habla Dorotea:]

Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. “Nadie me hará caso”, pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti.

 

[Fragmento 38, Juan Preciado y Dorotea conversan:]

—¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: “Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más”. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

 

Pese a la ambigüedad y lo fragmentario de la novela, podemos conjeturar que Dorotea y Donis hallan muerto a Juan Preciado en la plaza de Comala y se disponen a enterrarlo; una vez que Preciado yace al fondo de la sepultura, Dorotea “decide” morir al pie de la tumba abierta; suponemos entonces que Donis la arroja sobre Juan Preciado y entierra a ambos. Esta conjetura explicaría las palabras de Dorotea citadas líneas arriba: “Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos”.

           En la tradición cristiana, el cuerpo es considerado cárcel del alma y en él radican las posibilidades de salvación o pérdida de aquélla. La religión es entonces una guía moral para salvarse, pues para el cristiano la vida verdadera no está en el más acá sino en el más allá y tiene que apegarse a los preceptos religiosos si quiere gozar de una supuesta vida eterna. Si la vida en la tierra es insoportable, el cuerpo debe prevalecer en los tormentos, pues su misión consiste en salvar esa “porción divina” del ser humano que se denomina “alma”. Sin embargo, en el caso de Dorotea, el alma y el cuerpo se enemistan y luchan; el cuerpo se rebela contra todos los preceptos cristianos y decide aniquilarse para dar fin a sus sufrimientos; es decir, opta por una forma de suicidio.

           En esa lucha, el cuerpo vence porque la vida ha sido para él un dolor continuo, una carga inhumana; decide cuándo morir, cuándo renunciar a sí mismo para dar fin a sus padecimientos, y no le importa ya si esa renuncia significa, para el alma, la errancia sin sosiego y la pérdida de la salvación eterna. Camus escribe que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.[8] Los personajes de Pedro Páramo no filosofan, viven y, en las orillas extremas de la vida, responden a la pregunta fundamental de la existencia. En este contexto, Dorotea descubre en un momento límite de miseria que la vida ha sido absurda y que es absurdo seguir “arrastrando la vida” en un mundo desolado y hostil, y decide que en esa frontera de lo insoportable “se acaba el camino”.

          En esta perspectiva, si los huesos de Dorotea se resuelven “a quedarse quietos” a pesar de los ruegos del alma; si la lucha interior de Dorotea en sus últimos momentos, su agonía, es de una intensidad desoladora, pues decide abismarse para dar fin a su desesperación, esta lucha y esta renuncia a la vida es un sí a la creación literaria. Su suicidio engendra a un autor llamado Juan Rulfo. En vida habla poco (“parece ser que le sucedió una desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó”, dice Damiana Cisneros)[9] pero en la muerte, en esa condición de ser donde ni siquiera es alma sino cuerpo en estado de descomposición, es una psicopompa: una guía de almas en el más allá,[10] pues conduce las voces de los muertos de tal modo que logra una de las polifonías narrativas más originales y abismales de la narrativa moderna.

 

La conciencia separada

 

La doctrina cristiana considera que, en el acto de morir, el alma se separa del cuerpo, y que en el alma prevalece la memoria y la conciencia —esto explica el tormento de las almas en el Infierno de Dante, por ejemplo—. A su vez, considera que en cuanto el alma abandona al cuerpo, éste es sólo materia, carne para los gusanos, polvo en el polvo. Sin embargo, en la novela de Rulfo, la memoria y la conciencia permanecen en los restos del cuerpo inerte, en la cruda materialidad de lo que fue una persona; y los huesos guardan tantos recuerdos, tantas emociones, tantas pasiones y culpas como el alma misma. Aquí la visión de Rulfo entronca con el poema de Quevedo.

           En “Amor constante más allá de la muerte” el alma, que sólo obedece a la ley del amor, pierde el respeto a la “ley severa”, y afirma que los amantes, aunque mueran, seguirán unidos en la región de la muerte, pero no sólo como almas sino que sus restos físicos seguirán ardiendo de amor, pues “polvo serán, mas polvo enamorado”. En el soneto, pues, los enamorados están juntos en cuerpo y alma, se aman incluso cuando los cuerpos son ya sólo ceniza y polvo, desafían todos los preceptos de la doctrina cristiana porque consideran que el amor no sólo vence a la muerte sino que vence a la ley del dios.[11]

           Del mismo modo pero de signo contrario, los personajes de Pedro Páramo, tanto las almas errantes como los muertos en sus tumbas, recuerdan su vida —incluso pareciera que algunos de ellos no saben que están muertos y hablan como si estuviesen vivos—. En todo caso, como nos lo muestra Dorotea, cuando una persona muere, se divide radicalmente y se vuelve dos conciencias por completo ajenas entre sí, y cada una vive su muerte: el alma, en la pena sin fin; el cuerpo, en la rememoración plácida mientras se pulveriza su carne. En Quevedo, el alma se reúne con el cuerpo —aunque éste ya sea sólo polvo— con la única finalidad de eternizar la pasión amorosa; en Rulfo, el cuerpo se enemista y se divorcia del alma, y se condenan a un mutuo extravío.

           El alma en pena ansía ser redimida: continúa sufriendo, se halla en condición de pérdida debido a los pecados cometidos por su cuerpo, de algún modo debe expiar sus faltas y, cuando encuentra a una persona viva, le pide que rece por ella, pues sólo mediante las oraciones de los vivos podría redimirse. (Este ruego de las almas en pena es lo que aterra a Juan Preciado cuando camina por las calles de Comala y estos “murmullos” son los que lo matan de miedo). Por lo contrario, los muertos en su tumba consideran su condición de materia inerte como algo mucho menos penoso que la vida, pues duermen buena parte del tiempo, incluso quizá sueñan en su muerte.

          Para Dorotea, por ejemplo, estar en la tumba significa estar en el paraíso, pues ha dado fin a sus humillaciones, a su sufrimiento y a su miseria: “cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del Infierno, más vale no haber nacido… El Cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora”.[12] Dorotea considera que yacer en esa tumba —donde ya no padece ni carga con la responsabilidad de salvar su alma— es una de las formas de la redención. Dorotea significa “donada por dios”, ¿es recurso literario, paradoja o ironía que Rulfo haya escogido ese nombre para un personaje que, con discapacidad mental y física, subvierte de manera radical la visión del mundo cristiana?

 

Conclusión

Pedro Paramo se inscribe en una tradición que vertebra toda la literatura occidental. En la nekyia de Juan Preciado resuena, con la particularidad de cada caso, la poderosa nekyia de Gilgamesh, la de Odiseo, la de Eneas, la de Dante, la de Fausto, la de don Quijote. Una resonancia cuya música, cuya poesía, nos abandona en la orilla de una orfandad inapelable.

 

Bibliografía citada

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Camus, Albert, El mito de Sísifo. El hombre rebelde, trad. de Luis Echávarri. Buenos Aires: Losada, 1957.

Lee Masters, Edgar, Antología de Spoon River, edición bilingüe, trad. de Jaime Priede. Madrid: Bartleby, 2012.

Moreno-Durán, R.H., “La sublimación y la expresión del mito”, en De la barbarie a la imaginación. La experiencia leída. México: Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 367-375

Quevedo, Francisco de, “Amor constante más allá de la muerte”, en Obra poética, vol. I, edición de José Manuel Blecua. Madrid: Castalia, 1969, p. 657.

Rodríguez Monegal, Emir, “Relectura de Pedro Páramo”, en Narradores de esta América, t. II. Buenos Aires: Alfa Argentina, 1974, pp. 174-191.

Rulfo, Juan, Los murmullos [mecanuscrito: pre-texto de Pedro Páramo]. México: Centro Mexicano de Escritores, 1954, 127 pp. [Depositado en el Fondo Reservado de la Hemeroteca Nacional].

Rulfo, Juan, Pedro Páramo, edición de José Carlos González Boixo, 16a. ed. Madrid: Cátedra, 2002.

 

 

 

[1] Es también un tema cardinal en varios cuentos de El Llano en llamas y de la novela disfrazada de guion para cine titulada El gallo de oro; puedo afirmar incluso que la orfandad es quizá el tema primordial de la obra y la vida de Rulfo.

[2] Uno de los títulos previos de la novela fue Los murmullos, pues el autor llama, en el discurso de la novela, “murmullos” a las voces de los muertos.

[3] Emir Rodríguez Monegal, “Relectura de Pedro Páramo”, p. 186.

[4] El fragmento 36 empieza: “—¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?” En este ensayo me baso en la 16ª. edición de Pedro Páramo preparada por José Carlos González Boixo (véase bibliografía) en la que establece de manera definitiva que la novela consta de 69 fragmentos. Recomiendo al lector esa notable edición crítica.

[5] Ya varios críticos han señalado las coincidencias entre Pedro Páramo y Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters. Véanse, por ejemplo, los comentarios de R.H. Moreno-Durán en su ensayo “La sublimación y la expresión del mito”, pp. 367-375.

[6] Durante varias décadas hubo cierta controversia respecto de los personajes. Si nos basamos en la perspectiva del diálogo de ultratumba entre Dorotea y Preciado —que es el punto de vista que retomo en este ensayo—, todos los personajes están muertos. Si nos basamos en la lectura lineal de la novela, por supuesto que Juan Preciado llega vivo a Comala, asimismo están vivos los hermanos incestuosos y Dorotea; pero Preciado no sabe que Abundio, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y otros están muertos. Hago este deslinde sólo para evitar equívocos en este pasaje.

[7] Hay detalles que nos permiten establecer una relación entre la novela y la biografía de Rulfo; pero no me refiero a eso.

[8] Albert Camus, El mito de Sísifo, p. 13.

[9] Fragmento 37: “Al amanecer, gruesas gotas de lluvia…”

[10] Abundio, Eduviges Dyada y Damiana Cisneros son también psicopompos, pero sólo Dorotea alcanza el estatuto de guía polifónica al tomar como médium a Preciado-Rulfo.

[11] Quevedo, Obra poética, vol. I, p. 657.

[12] Fragmento 38: “Allá afuera debe estar…”

 

 

 

Felipe Vázquez ha publicado tres libros de poesía: Tokonoma (1997), Signo a-signo (2001) y El naufragio vertical (2017); cuatro de crítica literaria: Archipiélago de signos. Ensayos de literatura mexicana (1999), Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible (2003), Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto (2010) y Cazadores de invisible (2013); y dos de varia invención: De apocrypha ratio (1997) y Vitrina del anticuario (1998). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía CREA en 1987, el Premio Universitario de Poesía (unam) en 1988, el Premio Nacional de Poesía Miguel N. Lira en 1991, el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen en 1999 y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 2002.

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The Birth and Development of “Minority” Communities in Odessa/Midland, TX: Beyond the Railroad Tracks

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Shortly after I arrived in Odessa, from Boston, MA, I started trying to understand the social fabric of the society in the town where I had accepted a job as a Sociology professor at the University of Texas and was going to bring up my two little children.  My academic research until then included global divisions of labor issues, with a concentration on inequalities, especially relating to racial, class and gender disparities, the development of shantytowns and of the informal economy.  Thus, I began looking and soon discovered that there was very little information in the library about the “minority” communities in the area. The term minority is used here in the sociological sense of people who do not hold the economic and political power, since the Latinx or Hispanic population numerically exceeded the Anglo population.   I also soon discovered that what I had read in the book “Friday Night Lights” (Buzz Bissinger, 1990) a published account on race relations in Odessa was not far from the truth.  Indeed, as noted in the book, there was a physical separation of communities by race. Latinx (typically referred to as Hispanic in West Texas) families predominantly inhabited the West Side, while the railroad tracks marked the boundaries to the South side of town, the Black community. Shortly after that, I attended the funeral of one of the most respected doctors in the South Side, and indeed the entire community, Dr. Stewart.  He single-handedly with the unmatched assistance of his wife Mrs. Emma Jo Stewart, during the period of segregation served for about 40 years as the sole doctor of the entire Black and Latinx community.  Many noteworthy events were forever gone with the loss of Dr. Stewart, like many more people before him. evidently, there were few written accounts documenting significant developments of social progress affecting the growth of Odessa’s African-American, Latinx and indigenous communities. Details of noteworthy events may be forever lost with the passing of members by not documenting their experiences. I, at that point, felt the urgency of critically examining the history of the early development of the communities through the mouths of the people who really could tell it best, its members.

 

In order to capture a sense of what life was like for individuals migrating to Odessa from other parts of Texas, a sociology project was undertaken to collect oral histories from long time Odessa residents of the African-American community and subsequently the Latinx and Indigenous communities. Oral histories provide an opportunity for interviewees to tell about life from their own perspective or worldview (Baum, 1987).

             The project was established, and students who were interested and committed were trained as assistants.  Thus, often the interviews were conducted by two assistants at the same time, but more often than not, I also participated, to fulfill my fascination with the intriguing stories told.  The participants we interviewed shared “birthmarks” of ascribed race and ethnicity. For example, they all were born from African American families who were already established in Texas. They and their families came to Odessa with the expectation of finding work. However, their histories reveal dimensions of development, which include the influence of background, particular people and events, uniqueness and commonalties, to experiences of minority status. These interviews were not meant to be biographies, but instead a glimpse of their values, some noteworthy life experiences/decisions and their future perspectives.

More information about the regional economic development can be found in my article (2014). “Historical Growth of the African American Community in Odessa/Midland, Texas” National Forum of Multicultural Issues Journal. 11(1):1-18

 

The following interviews with elders of the Black community show the complexity and multiple dimensions of individual and social development of the community.

 

 

Mr. Winfred U. Richmond: 1927 – 2017

Mr. Richmond was born in Axtell, Texas.

He attended the following colleges: Prairie View A&M, Colorado State University, San Francisco State and Texas Southern.

He was valued Assistant principle and mentor at Blackshear Jr. High and later a principle at Ector High School (1982-87).

Mr. Richmond believed in helping others and he and his wife set the example for others to follow for many years. He was a good Christian,  a patient educator, and an honest man with a great heart and mind, and he left behind a legacy of community cooperation.

 

 

Mrs. Arlene M. Campbell: 1915-2010

Longtime educator and civic leader of Odessa, Texas, formerly of Austin.

“We did not come on the same ship but we are on the same boat”

“want to know about Black History? I am it!!!!”

“There is nothing you really can’t do”

“if you don’t work you don’t eat”

She was a member of several Boards including the Gertrude Bruce

 

 

Mrs. Emma Penny: 1911 – 2008

She was a longtime resident of Odessa, Texas, moving to the city in 1935 from east Texas with her husband, the late E.P. Penny. Following a brief illness in 2001, she moved to live with her son James in Ruston.

The E.P. and Emma Home is recognized as a landmark by the Heritage of Odessa Foundation for opening their home to African-American travelers during a period of segregation. Mrs. Penny was a long-time member of Parks Memorial Church of God in Christ, where she served as church mother and district missionary until her retirement in 1997.

She is recognized as a Minority Trailblazer by The Castanettes Social Civic and Arts Club of Odessa.

 

 

Joanna Hadjicostandi, Ph.D.

Born in Alexandria Egypt of Greek parents, Dr. Joanna Hadjicostandi, is an Associate
Professor of Sociology at the University of Texas Permian Basin (UTPB) in Odessa, TX,
USA. She has earned her BA in Sociology at Greenwich University, London, England,
and her M.A. and Ph.D. in Sociology at Northeastern University, Boston, Massachusetts.
Her multifaceted research interests in International Development and Migration, Gender,
Race, Ethnicity, Social Class and Drug Use and Abuse has been published in many
prestigious journals and presented in numerous national and international conferences.
Her working knowledge of Arabic, Greek, English, Italian and French, and progressive
learning of Spanish has helped her through her extensive travels and research. Her
research in progress includes oral histories of the Black community in Odessa/Midland
and the influx of refugees in Europe and especially Greece.
Dr. Hadjicostandi was the recipient of several awards including, the UTPB President’s
Outstanding Service Award, the UT System Chancellor's Council Outstanding Teacher
Award, the UTPB President’s Award for Student Success and the UTPB La Mancha
Research Award. She is also involved in professional, student and community
organizations locally, nationally and internationally.

 

 

Dos poemas

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Caballo

¿Qué te da el caballo
que no puedo darte yo?

Te observo cuando estás solo
y cabalgas en el campo, detrás de la cuadra,
con tus manos hundidas
en las oscuras crines de la yegua.

Conozco entonces lo que yace detrás de tu silencio:
tu desprecio, tu odio por mí, por nuestro matrimonio.
Y aun así pides mis caricias. Lloras
como lloran las novias, pero te miro
y noto que no hay niños en tu cuerpo.
Entonces ¿qué hay en ti?

Nada, pienso. Sólo la prisa
por morir antes que yo.

En un sueño te he visto cabalgar
sobre los campos arrasados. Luego
desmontas; caballo y tú caminan juntos
en la oscuridad, sin sombras.
Y yo sentía las sombras venir hacia mí
–ellas, dueñas de su albedrío por la noche,
pueden ir a cualquier parte.

Mírame. ¿Crees que no lo entiendo?
¿Qué cosa es el caballo
sino un pasaje fuera de esta vida?

 

El fuego

Si hubieras muerto cuando estábamos juntos
no hubiera querido nada de ti.
Ahora te pienso como si hubieras muerto, es mejor.

A menudo, en las frescas tardes de primavera
cuando, con los primeros brotes,
entra al mundo todo lo que es mortal,
encendía una fogata para los dos,
con ramas de pino y manzano.
Una y otra vez
las llamas disminuyen, arden
mientras cae la noche y podemos
vernos uno al otro con claridad.

Durante el día nos contentamos,
como antes,
con la hierba alta,
con las verdes puertas de madera y las sombras.

Y tú nunca dices
“déjame”
a los muertos no les gusta estar solos.

 

Versiones de Jorge Esquinca

 

Louise Glück imparte clases de literatura y creación literaria en la Universidad de Yale. Poeta y ensayista estadounidense, ha escrito más de diez libros entre los que destacan El triunfo de Aquiles (1985), Ararat(1990) y Averno (2006). Su obra ha sido reconocida con los premios Pulitzer (1993) y el Nacional del Libro (2014); finalmente, con el Premio Nobel de Literatura 2020. 

Linepithema humile

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San Diego, 8 de julio de 2019

 

I

Es la hormiga feroz, viajera y solidaria
que teje el mundo con el empuje de sus patas.
Es la hormiguita bimilimétrica que anteayer
dejó la Amazonía para hacerse un hueco
a patadas y dentelladas por las grietas y caminos
de varias islas y cuatro continentes.

En los artículos científicos y en las noticias de los diarios
la llaman la terrible hormiga invasora,
la belicosa hormiga argentina,
la humilde Linepithema.
En nuestra casa, son las hormiguitas que viven en el cañón
y que pululan por las esquinas del baño y la cocina.

Un grupo de investigadores japoneses afirma
que la enormidad de su población
sólo es comparable a la de las sociedades humanas
y que su propagación por el planeta está ligada
a las rutas incontables de nuestra especie.

Se sabe que forman megacolonias de miles de kilómetros
(ya atan las costas de California, Nueva Zelanda,
Japón y el Mediterráneo con su ordenado bullicio
y los recios hilos de su trillonario tránsito).
También se sabe que hay muy poca variación genética
entre grupos diferentes y que, a diferencia de otras hormigas,
raramente atacan a miembros de otras colonias de su misma especie.
Con estos intercambian residencias y comparten caminos,
protegen al pulgón y chupan su dulce ligamaza.
A las hormigas de otras especies las expulsan a dentelladas.

Los anarquistas del principio del pasado siglo
las verían como un modelo de mutualismo,
trabajo solidario y acción revolucionaria.
Otros hablarían de su éxito al aprovechar ciertas ventajas
evolutivas dentro de un mundo globalizado
definido por la competencia feroz entre todos los seres.

Pero no busquéis aquí, amigos, símbolos ni modelos de nada.
Aquí solo encontrareis lo irreductible, lo inefable, lo pasmoso:
hormigas tan solo,
mínimas hormigas,
las voraces y humildes linepithemas:

pequeños insectos de cuerpo trillonésimo
que tejen y empujan
la esfera viva del mundo
con sus ínfimas querencias
y su inquieto caminar.

 

II

 

Un día aparecieron algunas en la cocina,
entre la cafetera y los botes de legumbres.

Tras un breve debate (en el que la higiene venció
a la hospitalidad y al respeto por la vida) decidimos
comprar unos cebos con un líquido transparente
—límpido y venenoso rocío de miel—
que las atraería por millares, se les pegaría a las patas
y acabaría con sus nidos.

Efectivamente, después de unas semanas
abandonaron la ruta de las legumbres
y aparecieron en el baño de arriba, junto al váter.

Recuerdo haber limpiado algunas docenas de cadáveres
que Alba dejó en su descuidado caminar de dos años.
Belén me comentó que en una página web
un usuario de los cebos narraba su experiencia
con el producto en forma de extensa crónica de guerra.

Repetimos el proceso —el debate, el cebo, el acarreo—
y, una vez más, se fueron y volvieron
por otra ruta que quizá era la misma.

Desde entonces las ignoramos.

Esta mañana una transitaba por el lavabo
mientras me lavaba los dientes.
Hace una semana otra recorría la rodilla de Luna.

Junto a la puerta de la calle
brotan a borbotones desde una grieta en el suelo.

 

 

Daniel Ares-López nació en el Barrio del Puente de la ciudad de Lugo (España) en 1978. Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de Compostela-Lugo (España). Desde el año 2006, vive y trabaja en Estados Unidos. Se doctoró en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Wisconsin-Madison y actualmente es profesor en el Departamento de Español y Portugués de San Diego State University en San Diego (California).

 El cuaderno mundano (de próxima aparición) es su primer libro de poesía y el primer volumen de un proyectado ciclo de eco-poesía y escritura creativa ambiental.

Dos poemas

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Benjamin

 

Guardo cascajo

alcoholes dípteros

condecoraciones desastres mapas

o bien:

el límpido tequila de Jalisco

el díptero e himenóptero desastre/ y

sus condecoraciones pontificias.

Capital físico y capital

en ruinas tijereadas sin rima

(el ritmo de la acumulación se mantiene estable

con angustiosos picos veraniegos y post-Hannukah).

Se recorta periódico y se organiza en cajas

libros se deshojan y revistas

se administran postales trípticos sobres

se transcribe inutilidad a domicilio

–me digo y me convenzo y me contrato

por tiempo indefinido.

Pero básicamente

se guarda cascajo en la caja craneal

en la órbita ocular en la

bóveda palatina en

la pelusa nasal. Digamos

adherencias digamos

estela

de oración o párrafo

sin párrafo sin rima

y sin salida:

regaban flores y decían ingenuas,

mi torre de mental esparcimiento,

cuerpo largo y bronceado de un hindú,

en el sueño neurótico de Adán /:

bustrofedón de ruinas que

junto a impresos cables zapatos medicina

(o lo que tercie)

se doran en conserva en domicilio fijo

pues no me diste, Señor, saber bailar

ni angulosa mandíbula

ni canela en rama ni la

marca de la bestia de la tribu

–léase multiplicar florines o gefilte fish

sino esta cualidad malpegajosa

que retiene cláusulas solteras

acentos al azar

y gente sin predicado.

Qué herencia más prominente legaremos

mi patrón y yo

sino estas adherencias dáctilas

sino obleas troqueas

ácidos yámbicos

canjeables en la banca de la risa

por dos pianosdecola

cien mil bitcoins

o la península de la Florida,

obra maestra esta alcancía de retazos

que aquí ponemos, hijos,

a su disposición: botón

de muestra:

el prójimo porcino y gallináceo

decir cualquier beocio o filisteo

me instruí en mis funciones consulares

el gabinete del psicoanalista

el brusco despertar de los feroces

peleó en las filas de Rufino Barrios

y yo sigo otra vez volando solo

un viejo clavicordio Pompadour

donde hablaron fogosos

señor conde de nom-

legación de España

la dulce sustancia

oradores

la fruta

villegas o

primitivo

aceptar un

una

estupenda castidad de actos:

lo bueno, diosbendito, que la

paternidad asusta.

 

 

 

654

 

 

esto es,

lo que vengo diciendo

es decir

la fe

es decir

la oblea córnea ósea que no llega

o lo que es lo mismo

manejamos la salida en falso

esto que el mar rechaza, digo, es mío

esto de aquí: rincón, este desufijado, la

cresta de la ágrafa

o sea no

quiero creer pero me llega espuma

vengo sorteando la espuma en la

garganta de la fe

surfeo en el sufijo de la femenina singular

es decir

llegan córneas cacharros liendres cubrebocas

la totalidad de las cosas

del mundo las no cosas del

mundo el todo del mundo

incluido esto y lo otro y el

no mundo

y nada falta

es decir, esto

es la fe

sin ayuno

sin abuela

sin kibutz

sin hebreo

sin menorah

sin kosher

sin abonos

sin bar-mitzvah

sin velas

sin mar rojo

sin rabí

sin raíz fuerte

sin klezmer

sin errancia

sin scholem aleichem

sin yiddish

sin shabbat

sin sinagoga

sin primos

sin estado

sin kippa

sin profetas

sin matzah

sin bashevis

sin jofar

sin cam

sin asch

sin ley

sin yod

sin roth

sin job

y no obstante

tampoco.

 

 

 

Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es profesor de la Universidad de las Américas. Ha colaborado en distintas publicaciones periódicas y es autor de Ballenas, Profesores y Los restos del banquete, entre otros libros.

Cartografía teatral de un espacio de excepción

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En enero de 2008 el teatro me llevó a la ciudad de Varsovia, en la que nunca había estado. Una mañana, libre de compromisos, eché a andar dejándome guiar por el mapa que me habían dado en la recepción de mi hotel. Y a mi hotel estaba volviendo para comer después de visitar el restaurado casco viejo de la ciudad cuando mi mirada cayó sobre lo que parecía una antigua iglesia. Al acercarme, vi que el edificio, a cuya puerta había un coche policial, no era una iglesia sino una sinagoga. Yo nunca había estado en ninguna, si bien –recordé en aquel momento– de niño, en Madrid, yendo hacia la Biblioteca Popular de la calle Felipe el Hermoso, pasé muchas veces ante un edificio que, según oí decir entonces, era una sinagoga. A cuya puerta, por cierto, siempre había, como ante ésta, un coche policial.

La sinagoga ante la que ahora me encontraba se podía visitar fuera del horario de culto, cosa que hice. Tras observar con atención el templo –tan parecido a las iglesias cristianas, tan distinto de ellas–, descubrí una escalera que llevaba a la planta superior. Allí, en una pequeña sala, una mujer preparaba una exposición. Se trataba, según me explicó, de fotos del gueto recientemente descubiertas. Junto a cada foto, la mujer colocaba un cartelito, en polaco y en inglés, indicando el lugar en que probablemente se tomó la instantánea sesenta años atrás. A mí se me ocurrió sacar mi mapa y marcar con cruces esos lugares. Al salir del templo, en vez de reanudar mi camino hacia el hotel, busqué el lugar más cercano entre los que había señalado en el mapa. Cuando llegué a ese lugar, no encontré nada de lo que acababa de ver en la foto. Faltaban, desde luego, las personas, pero también todo lo que en las fotos las rodeaba. Anduve hacia la siguiente cruz y, de nuevo, encontré que todo –personas y paisaje– se había desvanecido. Continué caminando, guiado por las cruces de mi mapa, hasta un pequeño parque en que me detuve ante una piedra negra en que estaban escritos los nombres de lo sublevados de abril del 43, que allí habían muerto. Entonces, ante la piedra negra, me di cuenta de que la noche había caído sobre mí.

Algún tiempo después empecé a escribir mi pieza El cartógrafo, cuyo subtítulo es Varsovia, 1: 400.000 y en la que una experiencia semejante a la que acabo de relatar es vivida por Blanca, esposa de un diplomático español destinado en Varsovia. En mi ficción, Blanca entra en la misma sinagoga en la que yo entré, y cuando vuelve a ella para ver otra vez las viejas fotos del gueto, conoce a un hombre que le cuenta la leyenda del cartógrafo. Conforme a esa leyenda, durante la ocupación alemana, un cartógrafo anciano e inválido se propuso dibujar un mapa del gueto, es decir, el mapa de un lugar en que todo –empezando por las cuatrocientas mil personas allí enjauladas– estaba en peligro. No pudiendo salir él a las calles, el éxito de su tarea dependía de una niña, su nieta, que iba donde él le indicaba a buscar los datos con que hacer y rehacer el mapa. La leyenda del cartógrafo –inventada por mí, creo– impulsa las dos tramas sobre las que se desarrolla la obra: la de Blanca buscando en la Varsovia actual aquel mapa y la del anciano y la niña construyéndolo sesenta años atrás. Finalmente, las dos tramas parecen converger cuando Blanca encuentra en la Varsovia actual a una anciana llamada Deborah en la que ella quiere ver a la niña cartógrafa. Pero Deborah niega ser aquella niña y dice no creer en la leyenda. Sin embargo, Deborah reconoce que le gustaría que la leyenda se transmitiese, preferiblemente a través de una obra de teatro porque, según afirma, “en el teatro todo responde a una pregunta que alguien se ha hecho. Como los mapas”.

Raramente comparto las opiniones de mis personajes, pero creo que la vieja Deborah acierta al comparar el arte del teatro con el de los mapas. Los cuales, según explica a su nieta el viejo cartógrafo en una de las primeras escenas de mi pieza, nunca son neutrales en la medida en que se construyen a partir de una pregunta decisiva: ¿Qué incluir y qué dejar fuera? Pregunta que es precisamente la primera que toma el hombre de teatro –el dramaturgo, el director, el actor…–, que jamás es neutral.

Unos ciudadanos, los actores, convocan a la ciudad para darle a examinar posibilidades de la vida humana: eso es el teatro. Nace de la escucha de la ciudad, pero no puede conformarse con devolver a la ciudad su ruido; ha de entregarle una experiencia poética. No es un calco, es un mapa. Arte político en la medida en que se hace ante una asamblea, lo será especialmente si los actores convierten el escenario en espacio para la crítica y para la utopía: en lugar para el examen de este mundo y para la imaginación de otros mundos. Es decir, si los actores se enfrentan a este mundo. Si suele decirse que el teatro es el arte del conflicto, debe añadirse que no hay conflicto más importante entre los que puede ofrecer el teatro que aquel que se da entre los actores y el público. El teatro convoca a la ciudad para desafiarla. Por eso, igual que un mapa, un teatro que no provoque controversia es un teatro irrelevante. El mejor teatro divide la ciudad. Pone ante la ciudad lo que la ciudad no quiere ver. En vez de a lo general, a lo normal, a lo acordado, atiende a lo singular, a lo anómalo, a lo incierto. A aquello que la ciudad quiere expulsar del territorio y del mapa. Un teatro valioso, como un valioso mapa, nos sitúa otra vez en la escena original: aquella en que la ciudad establece sus límites.

Tuve todo eso en la cabeza al escribir El cartógrafo. Muchas dudas también. Temía estar sumándome a aquellos que se acercan a espacios de sufrimiento por su siniestro glamour, por el paradójico brillo aurático que de ellos se desprende y que atrae al creador de ficciones como si al ubicar éstas allí las dotase de un prestigio adicional, de un valor suplementario. Temía dar respuestas ingenuas a problemas mayores de la ética de la representación: ¿Cómo representar aquello que parece tener una opacidad insuperable?, ¿cómo comunicar aquello que parece incomprensible?, ¿cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? Temía estar eludiendo una pregunta que todo hombre de teatro ha de hacerse: ¿Qué derecho tengo a dar un cuerpo a la víctima, a darle un rostro? Pero junto a aquellas dudas, sé que también me acompañaron razones especialmente fuertes, también de orden moral antes que estético, para empeñarme en la escritura de El cartógrafo.

Estoy entre los que creen que no podemos ceder el escenario a negacionistas o revisionistas, ni dejar la representación del sufrimiento en manos de quienes trivializan el dolor, desprecian a las víctimas o son comprensivas con los verdugos. Y estoy entre los que creen que la memoria de la injusticia es nuestra mayor arma de resistencia contra viejas y nuevas formas de dominio del hombre por el hombre. Hacer un teatro que dé a mirar esos lugares de sufrimiento es parte de nuestra responsabilidad para con los muertos y para con los vivos.

El teatro no puede hacer del espectador un testigo, pero acaso sí un portador de testimonio. No puede resucitar a los muertos, pero sí construir una experiencia de la pérdida. No puede hablar por las víctimas, pero sí hacer que se escuche su silencio. El teatro, arte de la palabra pronunciada, puede hacernos escuchar el silencio. El teatro, arte del cuerpo, puede hacer visible su ausencia. Y así, ayudarnos a ser más críticos y combativos, más vigilantes, más valientes contra la dominación del hombre por el hombre. Al proyecto de olvido de los verdugos y de sus herederos debería oponerse un teatro de la memoria que participe en el combate contra la docilidad y el autoritarismo.

En El cartógrafo, una mujer herida vaga por las calles de Varsovia en busca de un mapa que, sin saberlo, está dibujando con sus pasos. Mi sueño es que, al ver la obra en escena, algún espectador encuentre el mapa que yo no he sabido trazar.

 

Juan Mayorga, Elipses (Ensayos 1990-2016)

Ediciones La uÑa RoTa (Segovia, 2016)

 

Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. Realiza sus estudios superiores de Filosofía en la UNED y de Matemáticas en la UAM. Obtiene la licenciatura en ambas disciplinas en 1988. Amplía estudios en Münster (1990), Berlín (1991)  y París (1992). Se doctora en Filosofía  en 1997 con una tesis sobre Walter Benjamin , “Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin”, por la que recibe el premio extraordinario.

Ha estudiado Dramaturgia con Marco Antonio de la Parra, José Sanchis Sinisterra y en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. Ha sido profesor de Matemáticas en Madrid y Alcalá de Henares, profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y director del seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo en el Instituto de Filosofía del CSIC. Ha dado talleres de dramaturgia y conferencias sobre teatro y filosofía en diversos países. Ha sido miembro del consejo de redacción de la revista “Primer Acto” y fundador del colectivo teatral “El Astillero”.

Actualmente es Director de la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid.

Entre otros ha obtenido los premios Nacional de Teatro (2007), Nacional de Literatura Dramática (2013), Valle-Inclán (2009), Ceres (2013), La Barraca (2013), Premio Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013) y Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales (2016).

 

Foto: Paco Navarro

Las Guerras Blancas

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Luis Ayhllón, dramaturgo multimedia, ganador del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2015, entre otros múltiples reconocimientos. Ha escrito una cincuentena de piezas para la escena y estrenado alrededor de 30 en México, Estados Unidos, Europa y Latinoamérica. Ha sido traducido al inglés, francés y griego. Ha escrito dos óperas contemporáneas. Su antología Les chameaux et autres pièces, fue presentada por el prestigioso académico y dramaturgo francés Joseph Danan, en la ciudad de París, en 2014.

En cine ha escrito y realizado tres largometrajes, todos ellos con nominaciones o premios, entre los que destaca Nocturno (2016), ganador del Premio al Mejor Largometraje en el prestigioso UK Film Festival, Londres, 2016; así como Selección Oficial en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (2017), entre varios más. Su estreno en Estados Unidos fue en el notable Los Angeles Film Festival (2017), en competencia oficial.

Homesick

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La limpieza es la profesión de los latinos —contesté, cuando me preguntaron por qué limpiaba ventanas para vivir.

            Siempre pensé que los espejos de alguna manera estaban relacionados con las ventanas, si no eran sus hermanos ricos, al menos eran sus parientes lejanos, y si me dejaban los propietarios: los limpiaba con esmero, aunque no fuera parte de mi trabajo. Les pasaba un paño húmedo y luego los secaba con papel periódico hasta dejarlos relucientes. Sin rastro de polvo o huella dactilar.

            Fue justamente cuando limpiaba los espejos de la sala, cuando vi a la señora Sherwood despojarse de la bata que llevaba puesta. Vi su reflejo en el cristal y fue como si estuviera a unos centímetros de mí. Tenía una figura bonita, que preservaba las proporciones de su juventud.

            Pude comprobar que el tiempo no pasa en vano. Que la firmeza de sus carnes ya no eran las de aquellos tiempos, los de su juventud. Era más bien un cuerpo de muslos flácidos, alicaídos.

            Ese día, la señora Sherwood caminó lentamente, pero con pasos firmes hacía mí. Metió sus brazos largos y huesudos entre mis sobacos y apretándome contra ella, me dijo al oído que le hiciera un favor. Fue un susurro suave, como quien apaga una vela de cumpleaños con delicadeza.

            Me quedé sentado en el sillón, como una piedra petrificada.

            —Móntame—dijo, mientras me quitaba la camiseta con esos dedos que, por unos instantes, me parecieron tenazas de metal, frías y afiladas.

            Tenía el cabello rubio y corto, y el rostro que sólo tienen las mujeres de clase alta. Un rostro soberbio como el caballo árabe. Unas cuantas pecas invalidaban su nariz respingada.

            Me apenó verme más bajo de estatura que ella. Los colombianos no nos distinguimos por ser personas altas. Estando muy cerca a ella, me sentí como un perro chihuahua a lado de un gran danés, bien cuidado y perfumado.

            No entiendo porqué accedí a sus peticiones, quizás porque en este país, siempre he estado obligado a obedecer. Tal vez porque mi cuerpo reaccionó a la provocación de su desnudez. A esa belleza madura, casi maternal.

            Me tomó de la mano y me condujo, como a un ciego al que hay que guiar, hacía el centro de la sala. Colocó una toalla sobre el sofá. Un sofá que sobresalía, como una reina de belleza, en ese departamento blanco de decorado minimalista y paredes impolutas.

            Enfocó una cámara de video hacia la toalla y con un movimiento elegante se puso a gatas con el rostro gacho. Enseguida, abrió su sexo y me incitó a entrar a su templo. Yo había estado parado atrás de ella, esperando ese dulce mandato.

            Mientras ambos forcejeábamos, buscando un ritmo, sincronizando nuestros cuerpos como nadadores olímpicos, capitaneando ese barco hacía el placer inminente, ella dijo.

            —No creo que sea hombre suficiente para darme placer —.

            Me desconcertó. No supe qué responder. Pensé que se dirigía a mí y me reclamaba mi hombría, después me di cuenta de que le hablaba a la cámara de video.

            —Este cuerpo no es para ti —continuó diciendo. —Lo único que te queda Phillip es masturbarte, qué pena, cuánto lo siento, mate.

            Cuánto lo siento, Phillip, con lo bacano que es estar adentro de la señora Sherwood —pensé por un instante —.  Sin embargo, las palabras que ella iba soltado como cuchillos afilados contra el pobre Philip, mi libido disminuyó.

            —Imagina si fueras tú, Philip, pero no creo que puedas, eres demasiado cobarde para esto. Too bad, —dijo esto último entre gemidos de gusto, retorciéndose.

            En algún momento pensé estar teniendo sexo con dos personas. Como si el cuerpo y la persona que le hablaba a la videograbadora fueran completamente distintas, pero repentinamente, nuestros cuerpos alcanzaron el clímax, y ella quedó tendida en la toalla por unos segundos.

            Su piel blanca había enrojecido por los movimientos o por las secreciones liberadas en su interior. Me miró con unos ojos verdes que se entrecerraban como quien lucha por no quedarse dormido, después se levantó y apretó un botón de la videograbadora y dijo: —Gracias, Santiago—, con voz cansada, a lo que yo contesté con una sonrisa boba mientras pensaba en Rosa, mi enamorada.

 

            Cuando me vestía, durante un lapso, observé a través de las ventanas panorámicas del piso: La silueta de la catedral de Saint Paul. Destacaba, entre las edificaciones antiguas del barrio. En el cielo una bandada de pájaros migraba al poniente y en el piso, ese cuerpo que había gastado horas en sesiones de yoga, que se había alimentado con frutas y vegetales orgánicos, permanecía inerte.

            Esa misma noche recibí una llamada de Jairo, quien había sabido aprovecharse de inmigrantes ilegales en mi situación, de los sueldos bajos que ofrecía a personas que no estaba en condición de rechazarla y de la necesidad de la gente rica de tener ventanas limpias.

            Había sido él, Jairo, el que me reclutó en su empresa. Me ofreció el trabajo de cleaner, lo dijo así cleaner. En inglés. El trabajo resultaba hasta glamoroso, sonaba bonito, y uno se imaginaba hasta con oficina.

            Jairo venía de un pueblo muy cerca al mío, pero a diferencia mía, él tenía un buen olfato para el dinero y una capacidad enorme para venderte el trabajo de limpia-ventanas como un oficio sofisticado.

            —Le están buscando compadre, en que lío se ha metido usted —me dijo.

            Jairo podía ser un avaro, pero era un buen amigo. Él sabía mi situación. Yo le había contado como llegué a Londres, mucho tiempo atrás.

            Cómo un comerciante madrileño me escondió en su camión de tomates por 200 euros. Jairo bromeaba sobre ello, decía que abriría una agencia de viajes y ofrecería ‘Madrid to London via Harwich in a tomato lorry.’

            Con la misma franqueza, pero con mucha más vergüenza, le conté con detalle lo que había pasado con la señora Sherwood por la mañana. Él pidió que se lo contara detalle a detalle, pude ver en sus ojos la excitación mientras relataba lo sucedido.

            Según Jairo, el señor Phillip Sherwood era un hombre cruel y ocupaba un altísimo cargo en la Metropolitan Police de Londres. Me advirtió que le había dado mi dirección y que no me sorprendiera si me tocaban la puerta para agarrarme a golpes. Se disculpó por haberme delatado, dijo algo confuso, un murmullo que no capté, y después que tenía que entenderlo. Que él tenía mucho que perder, que él ya estaba establecido en el sistema por varios años, en cambio yo era una piedra sin rumbo. Que siempre habría un camión al cual subirme.

            —Será mejor que no me contactes por un tiempo —dijo finalmente y colgó la llamada.

            Rosa siempre llegaba a casa a las nueve, después de sus clases de inglés en el instituto. Había nacido en Caldas, en la zona cafetalera, muy cerca de Risaralda. Cada vez que cierro los ojos y pienso en ella, la veo tomando batidos. No, no es que sea fisicoculturista, simplemente quiere adelgazar y al parecer esos polvos blancos con olor a vainilla ayudan a quemar la grasa del cuerpo.

            Esa noche, mientras ella preparaba la cena, me entró una ansiedad horrible. No sabía cómo contarle el lío en que me he había metido. Ella rallaba un pedacito de queso parmesano para acompañar los espaguetis y yo presentía que en cualquier momento se iba a rallar la mano. Cada vez que la miraba me entraba una vaga tristeza de golpe, esa misma tristeza que se tiene cuando se está a punto de destruir lo que más se quiere. El vapor de la comida había empeñado los vidrios de la ventana, y la humedad en el ambiente me había producido cierto sopor.

            De pronto no puede más, el secreto salió por mi boca como un vómito que ennegreció nuestra pequeña pieza. No recuerdo de qué forma le conté la historia o de donde saqué el valor, sólo sé que hablé sin parar como quien se deshace de palabras que no son gratas en la boca.

            —No puedes andar jalando con tus patrones, dijo colérica.

            Cuando la comida estuvo lista ella había perdido el apetito y dejó su plato en la mesa.  Yo comí de mala gana, los espaguetis tenían un sabor distinto como a jebe, a soledad y harina.

            Llevamos viviendo casi un año juntos y es la primera vez que veo su rostro y veo a otra persona, veo su rostro y siento que no le pertenece, en todo caso, es un rostro que le pertenece a toda la humanidad entristecida.

            Una vez en la cama, observo pasar los minutos en el reloj despertador. Quiero dormir, pero no puedo, mi cabeza no para de dar vueltas, de pronto, siento que Rosa llora en silencio, pero la noche es muy fría como para obligarla a callar, tampoco tengo las palabras adecuadas para consolarla.

**

A la mañana siguiente, nos despiertan seis golpes en la puerta. Son seis, no dos ni tres. Seis es un número que detesto. Suenan como trompetas del Apocalipsis, como un anuncio siniestro.

   Han dado conmigo es lo primero que pienso, le hago unas señas a Rosa y ella las entiende de mala gana. Me levanto apresurado y me escondo en el armario que está empotrado en la pared. Desde ahí, escucho que alguien dice: ¿dónde está Santiago?, —con una voz autoritaria y agresiva.

   Rosa responde que no sabe, titubea, dice algo como: no ha venido a dormir, jefe. Se filtra la radio del departamento de enfrente y casi se me hace imposible distinguir lo que están hablando. Después de unos minutos, Rosa cierra la puerta. Se acerca al armario y susurra: ya puedes salir, condenao.

            Salgo sigilosamente, me acerco a la ventana y abro una rendija de la persiana. Abajo veo a dos personas, uno blanco y maduro que supongo es Mister Sherwood, y el otro es un hombre negro, bajo y relleno. Se ha dejado una barba para compensar la ausencia de cabello. Ambos conversan, no sé si sobre mí o sobre el tiempo, parece una conversación casual, luego suben a un auto negro y parten.

El cielo de Londres es un remolino de nubes grises.

Esa tarde llamo a Jairo y pregunto por trabajo.

—No tengo plata — le digo.

Jairo se niega a darme trabajo.

—Tiene que desaparecer por un tiempo —me sugiere, luego con voz más calmada dice, —haré unas llamadas y veré como puedo salvarle el pellejo compadre. Vuelve a colgarme.

            Paso toda la tarde viendo televisión con el volumen bajo y las persianas cerradas. Las imágenes pasan enfrente de mi vista, por unos momentos me pierdo y no logro captar el significado de lo que veo. Mi mente está en otra parte y no hay manera de traerla a ver la televisión. Aparece la mujer que narra noticias en la bebece, las noticias son verdaderamente terribles. Pienso que no hay nada peor que mi situación actual.

            Tomo café instantáneo de cuando en cuando para mantenerme a la temperatura correcta, con Rosa hemos quedado en no usar la calefacción durante el día para mantener nuestra cuenta del gas al mínimo, esta ciudad es carísima, así que todo penique bien ahorrado es una bendición. Me enrosco una bufanda al cuello y vuelvo a sentarme en el sillón ajado.

            Cuando pienso que Jairo se ha olvidado de mí, me llama. En el timbre de mi móvil suena una sonata de Bach, aunque en realidad tenga el mismo tono desganado de todos los Nokia.

—Hay trabajo compadre —me dice con voz alegre. Me explica que debo viajar a Liverpool, su prima administra una empresa de limpieza allá y le ha salido un contrato para limpiar las ventanas de varios condominios.

—Pasa por tu ticket de tren a las seis  —me ordena, esta vez se despide antes de colgar.

***

Aquella noche, en el tren, con rumbo a Liverpool, celebraba mi éxito. Pensaba que estaba un paso más adelante que Mister Sherwood, sin tener la menor sospecha de que lo único que estaba haciendo era escapar o mejor dicho alargar mi tragedia.

            Al día siguiente Mister Sherwood había vuelto a visitar mi pobre refugio.

            Rosa volvió a negarme, pero esta vez entraron a la habitación y me buscaron debajo de la cama, en el armario y el baño.

—Es mejor que empieces a hablar —la amenazaron.

—Santiago me ha abandonado, ha tomado su mochila y se ha largado —contestó Rosa.

—La primera respuesta es siempre una mentira —dijo el hombre negro.

            Después de varios minutos de bravata, Mr. Sherwood dijo que regresaría en unos días y que esperaba encontrar una dirección con mi paradero para entonces.

            Rosa me contó todo esto con voz preocupada.

—Esto se está complicando demasiado Santiago —su voz sonaba entre cansada y llorosa.

            Yo le di instrucciones de que no abriera la puerta a nadie pero ella respondió malhumorada. Usó palabras como ‘encarcelada’, ‘recluida en mi propio piso’ y ‘monasterio.’ Al cabo de un rato, habló de Jairo.

 —Me ha dado doscientas mil cucas pero con eso no me llega para el arriendo —se quejó.

            Jairo siempre me pagaba en pesos colombianos, nunca en libras esterlinas. Era una mala costumbre que tenía, pero esta vez había ido más lejos pues me estaba pagando menos de lo acordado. No sé si lo hacía por guardar su silencio ante Mr. Sherwood o simplemente estaba aprovechándose de mi desgracia.

****

En Liverpool trabajaba doce horas diarias y dormía poco. En uno de los pisos vacíos habían dejado una bolsa de dormir y cartones doblados. Me daban dos comidas diarias. Una mujer parca era la encargada de traerme la comida en una fiambrera de plástico envuelto en papel aluminio. Generalmente era arroz con una pieza de pollo, otras veces pasta con pesto. Por las noches me tumbaba en el suelo y me quedaba mirando el techo por horas, otras noches me masturbaba para incitar el sueño.

            No recuerdo con exactitud, quizás fue un miércoles o un jueves en que encontré dos mensajes de texto en mi móvil. Eran de Rosa —reporte desaparecido —decía uno de ellos y el otro sólo contenía la palabra —urgente.

            Esa misma noche compré una tarjeta con crédito, recargué el balance y la llamé.

            Rosa sonaba aterrorizada. Me contó que la había vuelto a visitarla Mister Sherwood. Esta vez la había abofeteado el negro con la barba del diablo.

—Me han humillado —narró con voz temblorosa —Me ha amenazado con no extenderme la visa de estudiante si no te delato.

            El tal Sherwood le dijo que sus contactos le harían el favor con mucho gusto. Sentí repugnancia de solo oír el nombre de Sherwood.

 —Cosita seria es ese Sherwood —dijo Rosa llorando.

            Después me reclamó. Me echó en cara que todo era mi culpa. Que no había más remedio que regresar a Londres para afrontar el problema. Bastante daño ya le había hecho acostándome con esa mujer para también tener que soportar al marido de ésta.

—No tengas miedo —intenté calmarla —pero pareció no escucharme.

—Para ti es fácil decir eso. Si no me envían al hospital mañana lo harán pasado mañana —añadió con voz entrecortada.

—El sábado acabo el trabajo por acá. Apenas termine iré directo a Londres a solucionar las cosas —le prometí, pero al parecer ella no me entendió.

—No le copio —dijo y la señal desapareció. Intenté llamar varias veces, pero al primer timbrado se oía un sonido raro, como a vacío.

El sábado tomé el primer tren que pude de regreso a Londres. El aire acondicionado me hizo tiritar de frío o quizás fuera el miedo. Frente a mí se sentó una mujer gorda, leía literatura para chicas. Del tipo de novela que esta destinado a mujeres solteras, y en las que la heroína de la historia siempre termina a lado de su príncipe azul. Pensé que hubiera sido feliz dentro de esas páginas, pero yo estaba fuera de la literatura, con dirección a la ciudad que me molía a palos.

   De cuando en cuando me miraba a través de sus lentes de montura negra y esa mirada me irritaba. Una semana trabajando solo y durmiendo en el suelo me habían convertido en un misántropo.

  Lo primero que hice en Londres fue dirigirme al piso, a ver a Rosa. Aún no contestaba mis llamadas y eso me tenía preocupado. Una vez en el departamento metí la llave y la puerta no abrió. Habían cambiado la cerradura. Toqué la puerta y llamé a Rosa en voz alta pero no había respuesta, al cabo de un tiempo, apareció mi vecino.

—A tu compañera la han echado a la calle ayer —me dijo, al fondo de su sala pude notar la radio prendida y una voz monótona narraba las noticias del clima. Le pregunté a donde podría estar y me dijo que no sabría decirme mientras se encogía de hombros.

            Bajé a la calle y reconocí a unos cien metros al hombre negro que acompañaba a Mister Sherwood. Venía en dirección mía, llevaba puesto un gorro azul marino y la barba le tapaba el cuello. En ese momento no se me ocurrió otra idea que parar un taxi y escapar. Para mi suerte pasaba uno en ese mismo instante. Lo paré, me introduje en el black cab y le di la dirección de una estación de metro al conductor.

            El motor se puso en marcha y el tipo prendió el taxímetro.

            Minutos más tarde, miré hacia atrás y había un auto negro siguiéndonos. Agaché mi cabeza para tratar de ocultarme, pero el conductor del taxi me ordenó que me sentara adecuadamente, dijo que si no le obedecía me botaría del taxi. Tenía acento de la India, entonces noté que todo el carro olía a curry.

            De pronto me vino unas arcadas, toda la ciudad me olía a curry, uno picante que me llevaba hasta las lagrimas. La imagen de pájaros migrando por los cielos cruzó por mi mente. visualicé Saints Paul, Millenium bridge y las aguas turbias del Támesis, la ciudad entera me expulsaba.

            Traté de sentarme correctamente mientras deseaba hundirme en ese asiento como el Titanic.

—¿A qué te dedicas? —me preguntó el taxista mientras me clavaba sus ojos negros por el retrovisor.

— A limpiar ventanas —dije.

—¿Por qué limpias ventanas?

—La limpieza es la profesión de los latinos —le contesté.

La imagen de los pájaros migratorios cruzó mi cabeza por segunda vez. Esta vez el cielo era azul marino como el mar Pacifico. Un mar que se encontraba tan lejos, que empezaba a desaparecer de mi memoria.

 

 

Gunter Silva, escritor peruano, autor de la colección de cuentos “Crónicas de Londres” Lima, 2012. Y la novela “Pasos Pesados” Fondo Editorial UCV, Lima, 2016. Obtuvo una maestría en Literatura y Creatividad Literaria por la Universidad de Westminster, Londres.

Entre el ver y el mirar

0

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Nuestro mundo es el mundo de la luz. Por la luz el mundo se hace visible al ojo, pero es por la mirada que llegamos a lo invisible que toda visibilidad entraña. Ver la luz es despertar el mundo, despertar al mundo, instalarse en él y relacionarse con lo que en él habita. La luz hace posible el habitar el mundo.

Podría pensarse que el ámbito de la visibilidad es exclusivo de las artes plásticas, las artes del espacio, y ajeno a las artes del tiempo. Pero he aquí que la poesía extiende sus raíces en ambos territorios. Tomemos como ejemplo el poema “Junto a mí”, de la poeta uruguaya Circe Maia:

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Trabajo en lo visible y en lo cercano

—y no lo creas fácil—.

No quisiera ir más lejos. Todo esto

que palpo y veo

junto a mí, hora a hora

es rebelde y resiste.

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Para su vivo peso

demasiado livianas se me hacen las palabras

(La pesadora de perlas 98).

Este texto expone la complejidad de dar sentido a la experiencia. Noé Jitrik, en un ensayo publicado en Revista de la Universidad de México,[1] a propósito de la traducción del poema “soneto en ix” de Mallarmé, plantea que la escritura es un espacio de transformaciones: no sólo las virtualidades de la lengua se actualizan en un discurso sino, previamente, lo “pulsional” deviene signo. Se trata de una transformación de lo prelingüístico en lingüístico. Esto quiere decir que el primer trabajo del poeta consiste, justamente, en la reconstitución de la experiencia vivida a través de la escritura.

Jitrik establece una analogía entre la escritura y la fotografía. Esa primera impresión de lo pulsional correspondería al “negativo”, o sea, a la vivencia que se ha captado en una imagen pero que no se puede ver porque es aún ininteligible. Para hacerla visible se requiere una operación de “inversión” o “negación” y así obtener la imagen en positivo, que sería lo lingüístico (192). Lo que Jitrik describe es el paso del nivel de las precondiciones del sentido al discurso.

Por su parte, el semiótico francés Jacques Fontanille afirma que “una de las propiedades más interesantes del discurso es su capacidad de esquematizar globalmente nuestras representaciones y nuestras experiencias” (Semiótica del discurso 71). En ese proceso de esquematización o bien de “traducción”, la percepción juega un papel central, en la medida en que los discursos “principalmente de tipo literario, representan la elaboración del sentido a partir del mundo sensible” (Fontanille, La base perceptiva de la semiótica 9-10).

Todo acto de enunciación está asentado en un acto de percepción. Esta “elaboración” del sentido es, en efecto, como dice Circe Maia, un “trabajo”, un trabajo de los sentidos primero y de las palabras después. Si bien en nuestra aprehensión del mundo sensible hay la colaboración de todos los canales sensoriales, ésta no siempre se da de la misma manera ni en el mismo grado. Parece haber una jerarquía de los sentidos, la cual es histórica. César González Ochoa, en Apuntes acerca de la representación, reseña de manera puntual el primer capítulo del libro de Donald Lowe, Historia de la percepción burguesa, en el que se señala que la totalidad del campo de la percepción no es ajeno a las determinaciones históricas que operan bajo ciertas variables, como el impacto de los medios de comunicación y la jerarquía de los sentidos que cada época impone en función de una episteme particular.

El privilegio del que goza el sentido de la vista en nuestra actual cultura se explica por ciertos hechos históricos. Uno de ellos ha sido la invención de la imprenta, la cual dio lugar a una cultura tipográfica, que fue desplazando paulatinamente a la cultura oral pero sin jamás excluirla del todo. De esta manera el oído fue cediendo su puesto protagónico a la vista. Otro factor que afirmó el sentido de la vista fue la invención de la perspectiva en el Renacimiento. Estos hechos, desde luego, se vinculan con la episteme del momento. Si en el Medioevo ésta era regida por lo anagógico, en el Renacimiento será regida por el orden, según César González Ochoa. El siguiente periodo, el clásico, no hará sino reafirmar el dominio de lo visual con la invención de la fotografía, dominio que aún continúa.

Si bien los sentidos no operan de manera independiente sino en conjunto, también es cierto que cada uno tiene una particularidad: “el oído es el más continuo y penetrante […] El tacto es el más realista, por ello es el de la prueba, de la verificación. A diferencia de los demás, la vista establece una relación de distancia crítica, o de juicio, porque se puede analizar y medir; ver es comparar” (González Ochoa, Apuntes acerca de la representación 7). De esta manera, dependiendo de la jerarquía de los sentidos que establezca cada época, se tendrá una determinada experiencia de lo real.

Me parece que el poema de Circe Maia pone en evidencia que hay, en efecto, un predominio de la vista: “Trabajo en lo visible”. Sin embargo, el tacto siempre está como telón de fondo, no sólo de la visión y del oído, sino de todos los sentidos. Existe una visión táctil o tactilizada, lo que se conoce como visión háptica. Por ello, para Merleau-Ponty ver es “palpar con la mirada” (Lo visible y lo invisible 168). Del mismo modo, el sonido significa un contacto, un roce, con la piel, por lo cual, con gran razón, Herman Parret define la voz, en tanto fenómeno sonoro, como un “pedazo del cuerpo” que se escurre y toca al oído (17). Lo mismo sucede con el olfato y con el gusto, pues tanto el olor como el sabor, de alguna manera, tocan.

Aun en las culturas caracterizadas como orales, verbigracia la Grecia clásica, hay un componente visual fuerte que se advierte en el lenguaje mismo. Al respecto, Raúl Dorra ha llamado la atención sobre este tema en su libro La retórica como arte de la mirada. Como se sabe, la lectura silenciosa se “inventa” propiamente en la Edad Media. En los siglos pasados la lectura era más bien oral, y quien la realizaba debía entrenarse para repartir el sonido entre la audiencia. Este lector público —y sobre todo el orador, al que se refiere Raúl Dorra— se vuelve una suerte de escritura parlante. Su cuerpo, con toda su riqueza gestual, es como una página que el escucha también ve, de manera tal que el público es audiencia y espectador: escucha y ve. No es difícil imaginar que las palabras del ciego Homero tuvieran tal viveza que harían ver las hazañas de los valerosos aqueos a quienes acudían a escucharlo con ánimo de saciar su asombro.

Habría que reconocer entonces un rasgo visual en el lenguaje si se piensa en que desempeña, en cierta medida, una función de representación. Ello se mostraría a través de algunas estrategias discursivas como la descripción y, en su forma más elaborada, la hipotiposis. Siguiendo a Lausberg, Helena Beristáin señala que la hipotiposis se logra cuando el discurso descriptivo “contiene un cúmulo de pormenores precisos, intensamente claros y verosímiles, de modo que resulta viva y enérgica, y permite al receptor compenetrarse con la situación del testigo presencial” (136), esto es, cuando el receptor se instala como aquél que ve eso que las palabras ponen ante sus ojos.

Volviendo al poema de Circe Maia, se constata que el (arduo) trabajo del poeta radica en recrear la experiencia vivida a través del discurso de la manera más fiel: “Para su vivo peso / demasiado livianas se me hacen las palabras”. Pero antes debe hacer otra labor: transitar del sentir al percibir, es decir, de la sensación a la percepción, dicho de otro modo, de lo sensible a lo inteligible: “Todo esto / que palpo y veo / junto a mí, hora a hora / es rebelde y resiste”. Este tránsito se hace justamente a través del ojo y de la mano. El ojo focaliza, analiza, discrimina, lo que el tacto terminará por corroborar.

Ya que he aludido a los conceptos sensación y percepción, me detendré en sus definiciones. El “sentir” se define como la experimentación de sensaciones, sean estas causadas por agentes externos o internos al sujeto. “Percibir” sería más bien la captación de imágenes, sensaciones o impresiones externas. He aquí una primera diferencia: experimentar una sensación sugiere una cierta pasividad, el que “siente” recibe en su cuerpo una impresión sensorial. En cambio, el captar, rasgo propio de la percepción, alude a una actividad de aprehensión por parte del sujeto. La captación involucra la atención y la discriminación de la impresión sensorial; por ello una de las acepciones de “percibir” es “comprender y conocer algo”.

Por su parte, Ferrater Mora afirma que “la palabra percepción parece implicar, pues, desde el primer momento algo distinto de la sensación, pero también algo distinto de la intuición intelectual, como si estuviera situada en el centro equidistante de ambos actos. Por eso se ha llegado a definir la percepción en un sentido amplio como la ‘aprehensión directa de una situación objetiva’. […] es característico de casi todas las doctrinas modernas y contemporáneas acerca de la percepción el hecho de situarla siempre en el mencionado territorio intermedio, entre el puro pensar y el puro sentir”. (720-721)

En cuanto al “sentir”, o bien la sensación, en filosofía, suele definirse en relación con la percepción. La sensación pertenece al ámbito de lo afectivo-sensible, mientras que la percepción se vincula a la consciencia, a “la advertencia de la modificación sensible” (J. Ferrater Mora 850). De manera más simple podría decirse que el sentir está ligado a lo sensible mientras que el percibir está más del lado de lo inteligible.

Por su parte, Raúl Dorra, en “Entre el sentir y el percibir”, no sólo vincula el “sentir” con lo sensible, sino además con lo viviente y afirma que “el sentir es la manifestación propia de la vida [por ello dicha manifestación] debemos pensarla como un hecho elemental [puesto que] es la presencia de la vida en cuanto tal” (257). En este sentido, el autor advierte que no habría entonces un órgano particular del sentir porque es del orden de lo continuo. Por el contrario, el percibir, dado que se inclina hacia lo inteligible, se trata de una actividad analítica, la cual requiere la acción de los sentidos, especialmente de los ojos. Así, el autor afirma que la principal diferencia entre el sentir y el percibir es “la que va de lo genérico a lo específico o, dicho con más exigencia, de lo continuo a lo discreto” (Dorra, Entre el sentir y el percibir 267).

Precisamente, por su capacidad para discriminar y juzgar, el ojo sería el órgano más habilitado para operar ese paso de lo continuo a lo discreto. Al menos, así parece establecido en el orden epistémico actual. No obstante, podríamos pensar que cada uno de los sentidos tiene sus gradientes y que cada uno, si se educa, es capaz de alcanzar un grado de refinamiento como el que se le atribuye al ojo; por ejemplo, un catador de vinos podría discriminar todos los componentes y matices de esa sustancia. Bajo este supuesto de que es posible hallar gradaciones, trataré de proponer los gradientes de la visión.

Conviene comenzar por definir el término que propondría como genérico, el de la visión. Por ésta se entiende “la función fisiológica y psicológica por medio de la cual el ojo y el cerebro determinan información transmitida del exterior en forma de energía radiante llamada luz” (Braun 11). Tomando en cuenta los polos planteados por Raúl Dorra, lo continuo y lo discreto, podría pensarse en una visión más continua, de tipo panorámico, y una visión más analítica. Existen dos términos de los que se podría echar mano para denominar estos polos: ver y mirar. A continuación, examinaré cada uno.

Según filólogo José Moreno de Alba, ver y mirar guardan diferencias en su origen etimológico, de tal suerte que no pueden considerarse del todo sinónimos. Por un lado, “ver” deriva del latín “videre” que tiene como antecedente el vocablo “veer” y significa ver (se encuentra en algunos vocablos compuestos como “proveer” o “prever”. Mientras que “mirar”, derivado del latín “mirari”, significa “admirarse”. Según el análisis de este autor, hay una diferencia semántica entre estos dos términos: “En pocas palabras, puede decirse que ver alude más a una determinada capacidad, y mirar a cierto acto consciente y deliberado: ciertamente, vemos todo lo que miramos pero no miramos todo lo que vemos; basta tener los ojos abiertos para ver, pero para mirar necesitamos ejercer, en alguna medida, la voluntad” (s/p).

Según esta perspectiva, el ver estaría ligado a la capacidad sensorial de los ojos, los órganos habilitados para ello. Sería una acción plenamente biológico-orgánica. En cambio, mirar sería una actividad que precisa de los ojos pero que, en última instancia, depende de la consciencia.

Sin embargo, en el uso que se hace de esos vocablos, en el español de México, el ver de algún modo está vinculado también a la acción cognoscitiva del comprender. Conviene, entonces, detenerse un momento en el empleo de estos términos que registran los diccionarios. Por ejemplo, en el drae, encontramos una lista de 22 acepciones para “ver”. En ellas los términos que más se repiten son: percibir, comprobar, observar, examinar, poner atención, advertir, reflexionar.[2] Esto muestra un predominio de lo inteligible, pues se trata de acciones que involucran la atención, la racionalidad y la inteligencia. Asimismo, María Moliner en su Diccionario de uso del español[3] presenta acepciones semejantes a las del drae. De esta manera, a diferencia de lo que registra Moreno de Alba, el ver estaría más bien ligado a lo inteligible y no sólo a una acción biológico-física, la de percibir con los ojos algo mediante la acción de la luz.

En cuanto a “mirar”, tanto el drae como el Diccionario de Moliner consignan algunas acepciones que se asemejan a las de ver,[4] y algunas otras que no. Es en éstas últimas donde podríamos encontrar la nota distintiva:

1. tr. Dirigir la vista a un objeto. U. t. c. intr. y c. prnl.

8. intr. Concernir, pertenecer, tocar.

9. intr. Cuidar, atender, proteger, amparar o defender a alguien o algo.

10. intr. Tener un objetivo o un fin al ejecutar algo.

11. prnl. Tener algo en gran estima, complacerse en ello.

12. prnl. Tener mucho amor y complacerse en las gracias o en las acciones de alguien. (drae)

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1. (“a, hacia”) tr. Aplicar a algo el sentido de la vista, para verlo.

4. Mostrar estimación a una persona o tener atenciones con ella.

7 y 8. En imperativo y, generalmente en tono exclamativo es el verbo que se emplea para llamar la atención de otros sobre cierta cosa. (Moliner)

Considerando todos estos usos, se advierte que, si bien “ver” y “mirar” tienen ciertos elementos en común que los vuelven sinónimos (como la atención, el examen, la reflexión), el “mirar” tiene otros rasgos que no parecen estar enfatizados en el “ver”. Se trata, sobre todo, de dos componentes vinculados con lo afectivo: el cuidado/la estimación y tener un objetivo. Se diría que el ver está implicado en el mirar, aunque no siempre el mirar está presente en el ver. Así como el ver, el mirar involucra el discernimiento y además, si existiera la palabra, diría el “concernimiento”.

El “concernir” abarca el atañer, el afectar, el interesar. Es por ello que afirmamos que tiene un rasgo patémico o bien afectivo. Incluso, en la acepción “tener un objetivo”, una mira o un punto de mira, implica una intención y, agregaríamos, una intencionalidad, en sentido fenomenológico: un ir hacia, un destino. De hecho, la primera de las acepciones de “mirar” registrada por Moliner se utiliza para indicar la dirección, de ahí la presencia de las preposiciones “a”, “hacia”.

Dicho rasgo afectivo se expresa con mayor claridad en el vínculo entre “mirar” y “admirar”. Joan Corominas señala que el término “admirar” hace su aparición hacia 1140. Este vocablo proviene del latín “mīrari” [sic], como ya se ha dicho anteriormente, y significaba “admirar”, “asombrarse” e incluso “extrañar”. Tal significación pasó al español antiguo, según el etimólogo español. Después, hacia 1250, desplazó su sentido al de “contemplar” y, en el siglo xv, significó mirar. Por otra parte, habría que destacar que el prefijo ad- tiene los siguientes sentidos: “dirección, tendencia, proximidad, contacto”. De tal suerte que ad-mirar vendría a ser un mirar dirigido, intencional, un mirar que aproxima al objeto mirado al sujeto para así establecer un contacto.

Según el diccionario de María Moliner, “admirar” es “experimentar hacia algo o alguien un sentimiento de gran estimación, considerando la rareza o dificultad que envuelve la cosa admirada o sintiéndose uno mismo incapaz de hacer o ser lo mismo. Tiene como sinónimos “asombrar”, “maravillar”, “pasmar”, vocablos que por sí mismos están cargados de un contenido afectivo.

En este mismo tenor, se encuentra el término “contemplar”, que es “prestar atención”, es decir, un “mirar” alguna cosa o acontecimiento “con placer”, “tranquila o pasivamente”, como señala Moliner. También en este vocablo se hace patente ese rasgo afectivo del que hemos hablado.

A partir de este recorrido lexicográfico, podría resumir como rasgos más característicos del “ver” los siguientes:

 Comprobar (que se define como un buscar la verdad o dar certeza de algo).
 Observar (definido como prestar atención a algo para saber cómo es o cómo funciona o bien cómo ocurre).
 Examinar (definido como juzgar la suficiencia o aptitud de algo).
 Considerar (definido como dirigir el pensamiento a una cosa para conocer sus distintos aspectos).
 Advertir (definido como hacer ver a alguien la conveniencia de algo para prevenirlo o llamar su atención al respecto).

En cuanto al “mirar”, los rasgos que aparecen más propios de éste son:

 Orientar (que funciona como sinónimo de dirigir y encauzar, esto es, poner en cierta dirección).
 Concernir (cuyos sinónimos son atañer, afectar).
 Cuidar (entendido como discurrir sobre algo y como dedicar atención o interés a una cosa para que no sufra daño).
 Estimar (definido como atribuir un valor, también como sentir afecto).

Tomando en cuenta todo lo anterior, propondría un espectro o gama de la visión, en el que se podrían reconocer dos dimensiones: la del ver que tendería hacia lo inteligible y la del mirar, que tendería hacia lo sensible. Una representación gráfica de estos gradientes sería ésta:

Visión

Sensible

Inteligible

Orientar

.

Concernir

.

Cuidar

.

Estimar

.

Contem-plar

Advertir

Observar

Considerar

Examinar

Comprobar

Mirar

.

Fuente/Mira

[Sujeto]

Ver

.

Meta/Captación

[Objeto]

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Es importante hacer hincapié en que ver y mirar no son categorías opuestas, en estricto sentido, sino dimensiones que componen la visión. Los términos lexicales señalados aquí serían sólo gradaciones, matices, de una visión que puede privilegiar lo inteligible o bien lo sensible sin que ello signifique excluir la otra dimensión. En esta gráfica, he colocado los términos de menor a mayor inteligibilidad (de izquierda a derecha). Así, orientar se puede emparentar con el concepto fenomenológico de fuente, incluso también se le denomina mira, en tanto ella es un encauzar la visión, la intencionalidad, el deseo de aprehensión. Mientras que el mayor grado de inteligibilidad sería el comprobar, lo que supone una captación lograda aunque no necesariamente perfecta. En el mirar el sujeto parecería que adquiere mayor protagonismo, en tanto punto de partida de la visión, mientras que en el ver la escena parecería ocuparla más bien el objeto; sin embargo, preferiría dejar entre paréntesis esta última observación, pues no la considero una afirmación contundente.

Toda enunciación está asentada en un acto de percepción. La percepción, desde la perspectiva fenomenológica, siempre es percepción de algo, esto es, tiene como implícito una intencionalidad. Así, una de las primeras articulaciones del espacio tensivo (nivel de las precondiciones del sentido) está dada por la relación entre una fuente y una meta, posiciones que se traducirán en sujeto y objeto. El sujeto crea con su cuerpo propio (deixis) un campo perceptivo, en donde ingresarán diversas presencias, pero sólo aquella que “despierte” el interés del sujeto o bien que irrumpa afectando al sujeto, se volverá objeto de su intencionalidad. Hacia dicho objeto el sujeto tenderá y procurará captarlo.

Lograr esta captación tiene sus dificultades —como bien lo dice el poema de Circe Maia: “Todo esto que palpo y veo junto a mí, hora a hora es rebelde y resiste”—, entre otras razones porque la percepción del sujeto tiene límites, es imperfecta. Según Husserl, la intencionalidad tiene dos componentes, la orientación y la completud. Pero dicha completud nunca llega a ser totalmente plena. En otras palabras, la plenitud de la captación tiene grados que dependen de tres parámetros (Fontanille, La base perceptiva de la semiótica 25-26):

1.La extensión de la plenitud, dada por el número y la densidad de los aspectos percibidos.
2.La vivacidad de la plenitud, dada por la intensidad de la percepción de tales aspectos.
3.El contenido de realidad de la plenitud, dada por la densidad y la complejidad sensorial (el número de canales sensoriales que participen).

Dada esta relación dificultosa entre el sujeto y el objeto de la percepción, el sujeto se ve obligado a adoptar un punto de vista. Al respecto, Jacques Fontanille, en Les espaces subjectifs, ofrece una tipología del observador (Focalizador, Espectador, Asistente y Asistente-participante) construida a partir de la manipulación y donación del saber —cuánto de lo que sabe el narrador de una historia es dicho u ocultado— para el desarrollo de la historia, por lo que se trata de una tipología de gran utilidad para la narratología.

Sin embargo, no habría que dejar de destacar la presencia misma de un sujeto perceptor cuyo principal, mas no único, canal sensorial es la visión. También interesaría ver el grado de “objetividad” y “subjetividad” con respecto al objeto de la visión, pero no en los términos de manipulación del saber como Fontanille propone, sino en términos del grado de adhesión, de compenetración, con el objeto de la visión.

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1.Bibliografía

Maia, Circe. La pesadora de perlas. Obra poética. Conversaciones con María Teresa Andruetto. Córdoba: Viento de fondo, 2013.

Jitrik, Noé. «Negatividad y significación.» Tópicos del seminario. Revista de semiótica 18 (2007): 191-199.

Fontanille, Jacques. «La base perceptiva de la semiótica.» Morphé 9-10 (1993-1994): 9-35.

González Ochoa, César. Apuntes acerca de la representación. México: Instituto de Investigaciones Filológica UNAM, 2001.

Merleau-Ponty, Maurice. Lo visible y lo invisible. Trad. José Escudé. Barcelona: Seix Barral, 1979.

Parret, Herman. De la semiótica a la estética. Buenos Aires: Edicial, 1995.

Beristáin, Helena. Diccionario de retórica y poética. 8a. México: Porrúa, 2000.

Ferrater Mora, José. Diccionario de Filosofía. 3a. Buenos Aires: Sudamericana, 1951.

Dorra, Raúl. «Entre el sentir y el percibir.» Landowski, Eric, Raúl Dorra y Ana Claudia Oliveira. Semiótica, estesis, estética. São Paulo-Puebla: Educ-Buap, 1999.

Braun, Eliezer. El saber y los sentidos. 3a. México: Fondo de Cultura Económica, 2014.

Moreno de Alba, José . «Minucias del lenguaje.» s.f. Fondo de Cultura Económica. 18 de octubre de 2015. <http://www.fondodeculturaeconomica.com/obras/suma/r3/buscar.asp?idVocabulum=411&starts=V&word=ver+%2F+mirar>.

Gómez de Silva, Guido. Breve diccionario etimológico de la lengua española. México: Fondo de Cultura Económica/Colegio de México, 1985.

González Ochoa, César. «La mirada y el nacimiento de la filosofía.» Tópicos del seminario 2 (1999): 65-81.

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  1. El ensayo en cuestión lleva por título “Las dos traducciones”. Apareció en el volumen XXXII, número 2, en octubre de 1977, pp. 26-36. Consulté este texto para agregar algunas notas al artículo de Noé Jitrik “Negatividad y significación” que apareció en el número 18 de la revista Tópicos del Seminario, 1997, editado por Luisa Ruiz Moreno.

  2. Estas son algunas de las definiciones: 1. tr. Percibir con los ojos algo mediante la acción de la luz. 2. tr. Percibir con la inteligencia algo, comprenderlo. 3. tr. Comprobar algo con algún sentido. 4. tr. Observar, considerar algo. 5. tr. Examinar algo, reconocerlo con cuidado y atención. 8. tr. Poner atención o cuidado en lo que se ejecuta. 9. tr. Darse cuenta de algo. 10. tr. Considerar, advertir o reflexionar. Las cursivas son mías.

  3. He aquí algunas muestras: 1 Poseer el sentido de la vista. Percibir algo por el sentido de la vista. 2 Percibir algo con cualquier sentido o con la inteligencia. 3 Entender una cosa. 4 Mirar cierta cosa con atención para enterarse de ella o enterarse por ella de algo. Examinar. 7 Investigar, experimentar o hacer lo necesario para enterarse de cierta cosa. Las cursivas son mías.

  4. Por ejemplo, 2. tr. Observar las acciones de alguien. 3. tr. Revisar, registrar. 4. tr. Tener en cuenta, atender. 5. tr. Pensar, juzgar. 6. tr. Inquirir, buscar algo, informarse de ello. 13. prnl. Considerar un asunto y meditar antes de tomar una resolución.

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Blanca Alberta Rodríguez es ensayista y periodista. Magíster por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha estudiado a profundidad la obra literaria de Gloria Gervitz, presentando los ensayos Las voces del cuerpo y La configuración de la página en la poesía de Gloria Gervitz. Editó una selección de Migraciones (junto con Raúl Dorra)

Tres poemas

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Desliz

Alguna vez has resbalado,
después de limpiar los pisos y secarlos, después de encerarlos;
después de dejar la superficie lisa y limpia, de manera que todo es así un desliz en la lisura.

Un día caí sobre mi coxis:
la madre del coxis que me parió,
no hubo ni había ni habrá dolor menos doliente… exagero, sé de dolores pero no los conjuro, no los llamo, no los..:

vayamos a otras conversaciones
el desliz, ya te decía
desliza la piel de la planta contra el piso
y no hay nadie que detenga la caída
si podrías las manos quizá un poco
pero del sentón
nada
nadie
te libra.

Una vez así en la lisura de las conversaciones
de las sobremesas
de las bueno,
ojalá una pudiese
pudiera acomodar mejor la cosas:
así como el sentón,
pero ¡ah! el desliz ajeno,
tan visble
tan insuperable siempre.
Ay si una pudiera…
un desliz imperceptible
como el aleteo del
colibrí:
traer un chupamirto sin
que el desliz,
ya te decía:
porque dicen que se dice:
que siempre cae más rápido un hablador que un cojo:
y ese es el problema
la caída,
el desliz
feliz
de ragaliz
sin fín
el problema de las resbaladas en pisos ajenos
en lisuras
impropias
recién blanqueadas.

 

Son como erratas

 No hay desliz que dure cien años ni locura que lo aguante:
son como erratas,
se deslizarán en actas en actos en acciones irresolubles o no:
quizá solubles como ese café ficticio e instantáneo que sucede cuando
a uno se le escapa lo inacabado lo
ya sabes, algo de terror, una sombra, una filosa incoherencia,
así en un desliz:
en condiciones ordinarias y extraordinarias
mujeres que deslizan la inestabilidad y la alegría de que suceda
un poco el horror,
del que no depende, o sí: el calentamiento en los polos o la deforestación de las selvas;

pero, ¿quién dijo que un desliz no podría arreglar que convivamos
alrededor de una fogata en la playa?
¿quién no pudo conciliarse con su propio monstruo en la almohada en las aves en los closets?
¿a quien no se le ocurrió
que una errata,
un desliz
son formas imantadas de ir puliendo el horror, disolviendo
en alegrías en inestabilidades lo que es errata horror pena y prenda de lo que no sabemos
lo inexplicable: calentamiento, deforestación?

Y no es probable que en un escándalo, en una
historia no se cuele
un acto inesperado:
un resbalarse por donde ya no se sabe a dónde o cómo
mujeres que conducen concomitantes por carreteras donde el horror lo
inacabado,
lo ordinario extraordinario que produce la entropía la
carestía, el desliz
de lo que ya no se acomoda de ninguna forma
y queda balbuciendo
como errata
como desliz como

gota o ruta o grato deslizarse en condiciones ordinarias extraordinarias que se desbaratan en islas de hielo que se deshacen en polos en glaciares en laderas que se desbaratan que se diluyen como terrones de azúcar en tazas de café soluble y se llevan fauna y flora como erratas felices y afortunadas cuando dios quería o no, pero no hay desliz que dure tanto así. El desliz, lo inacabado y el horror que es errata pero monstruo pero almohada y dura lo que sea, aunque no aguante cien años o alegrías en condiciones ordinarias extraordinarias eso que diluimos, el horror y la alegría: deslizar como no queriendo la inestabilidad la alegría y conducirse siendo una errata en condiciones ordinarias y extraordinarias.

 

Desliz, coda con rola

Si yo tuviera el corazón,
el mismo que…; uno que no se sentará hasta el sentón del coxis:
me abrazaría a tu ilusión
o algo
deslizarme sobre o entre o arriba y abajo del tuyo: como veladura como
ya sabes esencia de jazmín entre los dedos:
como espuma
que inerte,
aunque de todas maneras resbalaría, pienso:
ah, del desliz.

 

Maricela Guerrero nació en la Ciudad de México. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Es autora de Se llaman nebulosas y Kilimanjaro, entre otros títulos. Su obra aparece en las antologías: Efectos secundarios, Un orbe más ancho: 40 poetas jóvenes, Divino tesoro, Cuatro poetas recientes de México, México 20: La nouvelle poésie mexicaine y Sombra roja: diecisiete poetas mexicanas.