ISSN 2692-3912

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La travesía que encierra el nombre

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Si tendríamos que ubicar un espacio y un tiempo, me imagino que esta historia transcurre alrededor del motor de un automóvil. Cuatro hombres se reúnen a su alrededor con el pretexto de intentar repararlo o en realidad están en un siglo en el que el fuego ha sido desplazado como el lugar en donde se cuentan las historias. Estos hombres son hermanos y aún no lo saben, pero pertenecen a una especie que se encuentra en vías de extinción. Son los Bujeiro, viven en México, pero descienden de un hombre que vino hacia el fin del siglo XIX desde Galicia, España. No se sabe si este individuo vino a buscar fortuna, un nuevo destino, una familia o exactamente qué. Murió y no dejó detrás de sí nada más que el apellido y cinco hijos que intentaron reproducir la especie. No porque intuyan el estar en peligro de desaparecer, sino simplemente porque es algo que los humanos hacen sin cuestionarse: dejar constancia de un pedazo de ellos en los que le siguen. Yo pertenezco a esta especie en peligro, pero mi tipo de constancia es más bien incierta. Soy un testigo, a mí sólo me toca contar la historia. En este preciso momento no sé alrededor de qué estamos. Puede ser una pantalla, un teatro o alrededor de mi escritorio. Yo siento que el escenario ideal debe ser el asiento trasero de un taxi, porque es ahí donde he escuchado las mejores historias.

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Como dramaturga nunca pensé en abandonar la máscara del personaje. Pienso siempre en la lección de Kafka, en el trasvase que encuentro entre sus diarios y la forma en la que se arropa de una botarga de gorila, rata, topo o escarabajo. En como se resta el nombre hasta dejarlo en una letra para poder pasar desapercibido. Mis ejercicios de escritura de adolescencia me enseñaron, sin saberlo, el ejercicio de Kafka. Hablé con la cara de un perro, la máscara de un niño asesino, las piernas de una mujer rota. Así me hallé en el mundo de la escritura y lo teatral me vino más tarde como anillo al dedo. Nunca me lo planteé, ni me pasó por la cabeza ir de la tercera a la primera, como un cambio de velocidades que pudiese acelerarme hacia otro plano de la realidad. Poco entendía del ensayo literario y esa declaración en la que Montaigne se reconocía como la materia misma de sus escritos. Pensaba yo que era cuestión de narcisismo, falta de ideas, textos de vista corta. Estigmas preconcebidos en la franca ignorancia o en alguna clase de trauma que no sabría explicar en donde adquirí. Todo esto cambió con un mensaje.

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La red social es una forma de ser fácilmente localizable, expuesto, un lugar en donde ser y ser visto. Y si bien casi todos abrimos una cuenta para husmear en la vida de nuestros conocidos, promocionar nuestros nimios logros cotidianos o saber algo de la suerte del compañero aquel del que nos enamoramos en tercero de primaria, hay quienes expanden sus búsquedas a ciertas cuestiones que a otros nos pasan desapercibidas. La génesis de esta historia comienza en ese entorno con el mensaje de un hombre con el que comparto apellido, más no geografía, la comunicación era simple: me pregunta cómo es que “Bujeiro” llegó hasta donde estoy. Antes de contestar, pasé por su perfil y sólo pude ver que lo único que se mostraba eran las fotos pornográficas de un gato. Interactuar con semejante individuo no me pareció nada atractivo y lo dejé pasar. El tema siguió a la deriva y no pasó mucho tiempo para que recibiera un mensaje similar. Esta vez provenía de una historiadora radicada en Galicia, quien se encontraba realizando una investigación sobre la migración del apellido. Nuestro intercambio fue más amable y en la conversación me di cuenta que no sabía absolutamente nada de mi ancestro, el señor aquel que se bajó de un barco en México sepa por qué motivos. No sabía nada, ni siquiera su nombre y eso que llevo su apellido a cuestas. El nombre de familia es algo tan propio y extraño a la vez. Durante toda tu vida pasas lista, te identifican en las credenciales, los pasaportes, da lugar a los apodos y quizás porque lo llevo pegado, rara vez me pregunté por él. En la adolescencia me enteré que venía de Galicia y hasta entrada la adultez supe que había un idioma Gallego que precedía históricamente al Portugués. He cargado conmigo esa cosa que me distingue del resto y que a la vez no me pertenece. Esa cosa que contiene un universo que me es completamente desconocido. Me pregunto por qué el bisabuelo no dejó más que el nombre. Ninguna tradición, platillo, dicho, canto, nada. La historia que los hombres alrededor del motor cuentan es que murió joven, dejando atrás varios hijos de los que mi abuelo era el mayor. Ninguno de los cuatro sobrevivientes de esa familia nuclear hablaron lo suficiente del hombre que vino de lejos, ni sus motivos para reubicarse en una tierra tan lejana, sólo certificaban su existencia con una carta de permiso de trabajo emitida por el Rey de España, misma que se perdió entre los hijos de los hijos. Y así yo cargo el nombre, el nombre conmigo. No nos molestamos, ni nos sorprendemos cuando nos preguntan de dónde viene, cuando le insertan una ‘r’ y nos identifican con las brujas o las bujías de un automóvil. Tampoco cuando nos dicen que es raro y es que en verdad lo es, somos la única familia en México con ese apelativo. Sin saberlo, la historiadora gallega me abrió una puerta hacia ese horizonte y más cuando me reveló la inquietante noticia que el apellido Bujeiro estaba en peligro de extinción. Esa pauta me dio a pensar que ahí se encontraba el germen de una obra. Una obra que no podía imaginar en un ámbito que me fuese conocido, pues no podía concebir que tal historia pudiese ser dicha por un personaje que no fuera yo. Desde ese mensaje y la noticia de nuestra inminente desaparición me propuse avanzar sobre esa geografía ignota, no sin una duda: ¿Uno mismo puede ser el personaje de sí mismo?

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Todo escribano sabe lo que es tener una tentación de historia. Algo que contar con el motivo de mantener la atención de otros por un momento de sus vidas. Ese tiempo suspendido que nos ayuda a pasar de largo y quizás deje fijo algo en la memoria del otro, algo de nosotros. Una necesidad de dejar huella y más aún si hay una amenaza de desaparición. Gracias a la tentación de historia que tenía enfrente me tenía que atrever a acceder a esa temida primera persona, sin saber si esto estaba permitido para mi género literario tan propio al juego del disfraz y la máscara. No pasó mucho tiempo en que la fortuna me puso a un lado de Sergio Blanco en un encuentro de dramaturgos, el autor uruguayo que se ha convertido en el embajador de la autoficción escénica, cuya poética y práctica me permitió pensar en una vía posible para la resolución de mi relato. Blanco me ha ayudado a pensar en los interesantes meandros que componen la entelequia de la primera persona, pues siempre hay una carga de verdad y mentira sobre nosotros mismos, como la imagen que nos devuelve el espejo, que es muy distinta a lo que miran los demás de nosotros. Y tal parece que todo llegó a tiempo, porque decirse a uno mismo está en boga, ya que el siglo XXI estableció la caída de los grandes relatos como norma. Ahora todas las historias mínimas se han vuelto importantes, todos somos susceptibles a tener un reality, crearnos una persona en redes sociales o intentar salvarnos por algún medio porque estamos en peligro de extinción. Me parece que todo esto puede ser reducido a la idea del viaje en taxi, en donde el conductor siempre cuenta una historia de la cual es el protagonista. Puede adornarla tanto como quiera. Mentir y agrandar los detalles. No podemos juzgarlo por todo lo que dure el viaje, somos su público cautivo. Hay veces que urgimos bajar y otras en las que el relato nos invita a esperar un poco más, sin importar que siga corriendo el taxímetro.

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A diferencia de otros que quieren fincar una historia de familia, yo carezco de evidencias comunes. No hay fotos, anécdotas, rastros de ese hombre que vino de tan lejos portando un nombre que correría con la poca suerte de ser preservado. ¿Qué queda de nuestro paso por la tierra sin esas huellas? ¿Quién podrá decir que hemos existido? La respuesta es simple: las actas de nacimiento y defunción. Esos documentos que certifican una existencia por medio de la descripción de escenas, testigos, causas. Todas retratan escenas similares en las que un nuevo ser humano es presentado ante los vivos, otro deja constancia de cómo se aleja de la existencia. Por suerte hallé el acta de defunción de mi bisabuelo en un sitio de internet que cobra por investigar tu árbol genealógico. Ahí se describe una escena clara: está acompañado de dos hombres, recuerda el nombre de sus progenitores, el lugar de su nacimiento (Santa María, A Coruña), dice que está casado, pero no se sabe con quién. De los hijos que deja tras de sí nadie habla, no están ahí. Este hombre llegó solo a este continente y así se fue. Murió solo en un cuarto lejos de su hogar, rememorando una tierra que nunca volvió a ver. Compruebo según las fechas que no murió tan joven como dicen, ni en las fechas que yo calculaba. Al parecer estaba desterrado de su propia familia por un motivo que desconozco. En mi indagación descubrí que el gallego tiene un sentimiento particular: la morriña, una tristeza o melancolía cuando se está lejos de la tierra natal. Las actas de defunción comunes no dicen tanto y por la cantidad de información que contiene el documento de despedida de Casimiro Serafín Bujeiro Otero, es claro que el hombre sostuvo este sentimiento en sus últimos momentos de vida.

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En la tentación de esta historia siento que yo soy la encargada de volver a esa tierra, tengo la intención de trama heroica de ser la primer Bujeiro que regresa a Galicia después de 120 años para recorrer los pasos perdidos de ese extraño del que desciendo y así ver con mis propios ojos ese lugar que dio origen a nuestra especie. Mis planes de viaje se pusieron en marcha a la vez que el curso de un virus se salía de control. Sobra decir qué, cómo y cuándo, todo se detuvo. Quedó en pausa no sólo la vida cotidiana, sino la lucha feminista, las demandas por la ecología y los movimientos migratorios masivos, entre muchas cosas más. Me da la impresión que estábamos en el juego de las sillas y la música paró indefinidamente, dejando a los jugadores confusos y cansados por no poderse mover de su sitio. Con una situación similar en mil ochocientos noventa y tantos, mi bisabuelo, Casimiro Serafín Bujeiro Otero no hubiera podido llegar nunca a México. Habría tenido que permanecer en Galicia, una tierra rezagada en la miseria agrícola, en la que la revolución industrial permanecía fuera de su alcance. Una tierra que pedía perdón a sus habitantes por no poder darles un lugar en donde poder prosperar. Quizás hubiera muerto allá de hambre o de viejo o en un accidente de tránsito. Yo, por supuesto, nunca habría existido, no estaría aquí y ahora escribiendo esto. La tentación persiste, pero mi historia pierde escala de importancia o la gana, según el ánimo o el día. Es 2020 y no somos sólo nosotros, se potencia el riesgo de desaparición de la especie humana en general. ¿Valdrá la pena seguir con esta necedad? ¿Dejarse llevar en el río de lo general por lo particular? ¿Dar marcha atrás en la primera y volver al disfraz? Todo parece poco probable, todo parece posible. Vuelvo a los escenarios que ya he creado en mi mente y pienso en aquellos hombres alrededor del motor. Algo me dice que esperan mi historia. En sueños, quizás, ellos me dicen que es un tiempo apto para las elegías. Estamos suspendidos en un movimiento imaginario. La travesía del nombre apenas ha comenzado.

 

 

 

Verónica Bujeiro es dramaturga, guionista e ilustradora mexicana. Licenciada en Lingüística por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Es egresada del curso de Guión Cinematográfico por el Centro de Capacitación Cinematográfica.

De entre sus obras llevadas a la escena destacan: La tristeza de los cítricos, La inocencia de las bestias, Nada es para siempre Producto farmacéutico para imbéciles. Colabora frecuentemente en publicaciones como Letras Libres y la revista Casa del Tiempo-UAM. Asimismo se desempeña como docente de talleres de dramaturgia y creación literaria.

Ha sido becaria del Instituto Mexicano de Cinematografìa, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y la Fundación para las Letras Mexicanas.

En el ámbito del teatro, ha participado en los programas del Lark Play Development Center (Nueva York), el Instituto de Teatro de Praga y Panorama Sur (Buenos Aires).

En 2002, fue finalista del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo.

Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-FONCA.

Los teatros en la ruta de Cortés

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Si hablamos de cartografía, hablemos del surgimiento del edificio teatral en América, una historia que en realidad nos propone una doble lectura. No será un recorrido exhaustivo, pero espero ilustre los caminos que el teatro profesional español recorrió para instaurarse en el Caribe y en México, antes de que lo mismo ocurriera en Sudamérica y en los Estados Unidos, las otras dos rutas de introducción del teatro en América. No omitimos la influencia del teatro de evangelización y de las propias tradiciones autóctonas en la conformación de nuestros teatros nacionales, pero nos interesa concentrarnos en la tradición instaurada a través del edificio teatral.

Fue en La Española (hoy República Dominicana) donde se llevaron a cabo las primeras representaciones teatrales españolas, a principios del s.XVI, pero los primeros corrales de comedias se establecieron en la Ciudad de México en los inicios de la Colonia. El más antiguo, sin embargo, se conserva en Puebla: el corral llamado actualmente “Gregorio de Gante”, en Tecali de Herrera, que según se cuenta fue construido elrededor de 1540 y aún se emplea para representaciones. Lo importante, en este caso, es identificar el momento en que la población comienza a observar al teatro como un componente de la arquitectura urbana. Los corrales son, por lo general, edificaciones en el interior de una casa que se componen por un patio central, un piso elevado de balconería y un escenario frontal. A diferencia de lo que ocurre con los espectáluos religiosos y cívicos realizados en las plazas públicas, los corrales popularizan las funciones privadas y, por tanto, la profesionalización del teatro para disfrute de criollos y mestizos.

Durante el s. XVII aparecen y desaparecen corrales y coliseos (que así empiezan a llamarse), casi siempre por el cambio de giro del inmueble o por los estragos del fuego, enemigo mortal de los teatros de madera. También surgen las primeras compañías estables (estrictamente españolas), como la del Hospital Real de Naturales, fundada en 1672.

Tenemos que remontarnos a 1753 para consignar la inauguración del primer teatro de América, el Nuevo Coliseo de la Ciudad de México, así llamado porque sustitúa al viejo edificio de madera que funcionó por 30 años. Durante 178 años abrió sus puertas este inmueble, bautizado después como Teatro Principal, hasta que un incendio lo destruyó en 1931, al final de una función encabezada por Joaquín Pardavé. Hay que decir que el Nuevo Coliseo o Teatro Principal no fue sino el primero de una serie de teatros que definirían el estilo de la nueva comedia y el género musical, que comenzaban a popularizarse en la América española.

Hago un somero recuento de algunos de los principales teatros construidos entre fines del XVIII y el siglo XIX, sólo para establecer los ejes de nuestro argumento. Por eso volvemos a Puebla, donde en 1761 se inaugura el Teatro Principal, el más antiguo de los que aún existen y funcionan como tal; de allí vamos a Guanajuato para constatar la apertura en 1788 del Corral de Comedias que más tarde será rebautizado como Teatro Principal (aún existente, aunque modificado); a Mérida donde en 1806 abre el teatro San Carlos (en el mismo predio donde más tarde se asentará el Peón Contreras); a Campeche donde en 1834 se inaugura un teatro de estilo neoclásico que lleva el nombre de la ciudad (actualmente rebautizado como “Francisco de Paula Toro)”, y finalmente a Veracruz, que el mismo año inaugura su Teatro Principal. En Cuba, mientras tanto, se desata una ola edificadora que permite la apertura de los teatros Tacón, en 1838; el Principal, de Camagüey, en 1847; el Sauto de Matanzas, en 1863; y el Irijoa de La Habana (hoy Teatro Martí), inaugurado en 1884. Volviendo a México, cabe consignar también la construcción del teatro Ocampo de Morelia, entre 1828 y 29; la inauguración del teatro de Iturbide en la ciudad de Querétaro (hoy Teatro de la República), en 1852; y el Degollado de Guadalajara, cuya función inaugural tuvo lugar en 1866.

Los datos anteriores nos sirven para identificar un mapa, pero sobre todo una ruta comercial: la ruta comercial del teatro.

Desde que esta disciplina se instauró en América como espectáculo profesional, el negocio estuvo siempre en manos de los españoles, que viajaban al continente para realizar largas temporadas; el teatro criollo o mestizo no gozaba de prestigio y se demandaba entonces la presencia de los profesionales de la península, que arrastraban la fama del gran teatro que se hacía por entonces en la madre patria. Manuel Mañón afirma que el primer actor español instalado en México fue “un tal Navijo”, llegado en 1595, y desde entonces se estableció la costumbre de fijar elencos encabezados por actores migrantes. Viajar al continente resultaba muy caro para las compañías establecidas en la península, por eso la construcción de teatros en la ruta de los viajes a la América constituyó una estrategia magistral para permitir la rentabilidad de obras y compañías.

Desde el siglo XVII y hasta bien entrado el XX, la actividad teatral estuvo dominada por las compañías españolas que emprendían viajes trasatlánticos de muchos meses, a veces de años, instalándose primero en Santiago de Cuba, para realizar después temporadas en Matanzas, Camagüey y La Habana, antes de emprender el viaje a México por la ruta de Mérida, Campeche, Veracruz, Puebla y la Ciudad de México, que constituía la parada culminante para las agrupaciones artísticas. Aunque no era tan frecuente, a veces las compañías seguían la ruta hacia el norte haciendo base en Querétaro, Guanajuato, Morelia y Guadalajara. La permanencia en cada teatro y ciudad dependía del éxito y el tamaño del repertorio de la compañía, aunque de una u otra forma la renta mínima estaba garantizada por el acuerdo de presentación en cada una de las sedes, también manejadas por empresarios españoles.

Propongo concentrar un momento la mirada en este mapa y en esta segunda ruta de Cortés para identificar la forma en que se consolidó esta específica conquista cultural que ha dado forma al teatro hispanoamericano. Resulta sorprendente su fuerza y penetración, al grado de que todavía un siglo después de consumada la Independiencia, en algunos teatros se exigía a los actores el ceceo español.

Cierro con una anécdota leída en Olavarría o en Reyes de la Maza, que podría explicar aquella dependiencia teatral: en 1827 se emitió el decreto de expulsión de los españoles en México y los teatros se desplomaron luego de que artistas españoles que habían fijado su residencia en nuestro país tuvieron que refugiarse en Cuba o volver a Europa. Durante dos o tres años fue imposible contar con los elencos profesionales a los que el público estaba acostumbrado; los actores mexicanos eran rechazados por su falta de experiencia y fatal pronunciación. Ni siquiera los esfuerzos de Lucas Alamán por encargar la conformación de una compañía mexicana profesional acallaron las críticas, de tal forma que el presidente Bustamante tuvo que emitir otro decreto de excepción para que los artistas teatrales españoles pudiesen trabajar en México. A partir de entonces, los teatros volvieron a llenarse de malinchistas.

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Referencias

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10 teatros históricos en Cuba, recuperado en https://www.excelenciascuba.com/noticia/10-teatros-historicos-de-cuba
Mañón, M. (1932), Historia del Teatro Principal, 1753-1931, México, Ed. Cultura.
Moncada, LM. (2010) Diccionario histórico del teatro en México (1900-1950), recuperado en: http://reliquiasideologicas.blogspot.com/search/label/Diccionario%20Histórico%20del%20Teatro%20en%20México%201900-1950
Recchia, G. (1993), Espacio teatral en la Ciudad de México, siglos XVI-XVIII, México, Citru-INBA.
Terán Bonilla, J. El corral de comedias en Tecali de Herrera. Recuperado en:  http://www.revistas.unam.mx/index.php/bitacora/article/download/25191/23679

 

 

 

Luis Mario Moncada (Hermosillo, Sonora, 1963). Dramaturgo, actor, docente, investigador y gestor cultural. Egresado con mención honorífica de la Licenciatura en Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Ha estrenado 35 obras y adaptaciones, así como cuatro series televisivas que, en conjunto, le han valido más de 20 premios nacionales e internacionales, entre ellos la nominación al Premio Emmy Internacional 2010, y el Premio de dramaturgia “Juan Ruiz de Alarcón” 2012. Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés, portugués, alemán, francés e italiano, y se han presentado en escenarios y festivales internacionales como el Festival Iberoamericano de Cádiz, el Festival de Manizales, el Grec de Barcelona, el Festival de las Américas de Montreal, el mítico teatro La Mamma de Nueva York, y el World Shakespeare Festival, realizado en el marco de las Olimpiadas de Londres 2012.

Como investigador ha escrito Así pasan, Efemérides teatrales 1900-2000Diccionario Histórico del Teatro en México (1900-1950) y artículos en revistas especializadas, además de fundar y dirigir Documenta Citru (1995-97), revista especializada en investigación teatral. En 2006 participó en la fundación del portal dramaturgiamexicana.com del que fue su primer director y que a la fecha aglutina a un centenar de autores.

Ha sido titular del Centro de Investigación Teatral “Rodolfo Usigli” (CITRU), del Centro Cultural Helénico, así como coordinador del Colegio de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La Semana Internacional de Dramaturgia Contemporánea, que fundó junto con Boris Schoemann en 2002, es el evento en su tipo más longevo de México. También fundó y delineó el Premio Nacional de Dramaturgia Joven “Gerardo Mancebo del Castillo”, que al momento acumula más de diez ediciones. Actualmente es director artístico de la Compañía Titular de Teatro de la Universidad Veracruzana.

Fragmento de “El Cartógrafo” y “Mapas”

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Cartografo

 

 

Mapas

 

 

Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. Realiza sus estudios superiores de Filosofía en la UNED y de Matemáticas en la UAM. Obtiene la licenciatura en ambas disciplinas en 1988. Amplía estudios en Münster (1990), Berlín (1991)  y París (1992). Se doctora en Filosofía  en 1997 con una tesis sobre Walter Benjamin , “Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin”, por la que recibe el premio extraordinario.

Ha estudiado Dramaturgia con Marco Antonio de la Parra, José Sanchis Sinisterra y en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. Ha sido profesor de Matemáticas en Madrid y Alcalá de Henares, profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y director del seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo en el Instituto de Filosofía del CSIC. Ha dado talleres de dramaturgia y conferencias sobre teatro y filosofía en diversos países. Ha sido miembro del consejo de redacción de la revista “Primer Acto” y fundador del colectivo teatral “El Astillero”.

Actualmente es Director de la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid.

Entre otros ha obtenido los premios Nacional de Teatro (2007), Nacional de Literatura Dramática (2013), Valle-Inclán (2009), Ceres (2013), La Barraca (2013), Premio Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013) y Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales (2016).

 

Bowí Visual Art Group

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By Christopher Stanley

Cartography Cartographic

 Cartography (/kɑːrˈtɒɡrəfi/; from Greek χάρτης chartēs, “papyrus, sheet of paper, map”; and γράφειν graphein, “write”) is the study and practice of making maps. Combining scienceaesthetics, and technique, cartography builds on the premise that reality (or an imagined reality) can be modeled in ways that communicate spatial information effectively.

 In the grand tradition of Art, there is an off shoot called Cartography.  Like the practice of anatomical rendering, cartography allows for the merging of Art and Science and gives the creator the ability to host both tangible and intangible realities sometimes in the same map.  Traditions such as Paper Towns and Trap Streets lend to the idea that both the real and the imagined can exist in the same space.  I think this is what  the great Spanish painter El Greco was touching with his paintings showing the concrete and the immaterial world of the spirit. 

The project before set before you is an attempt to  re-signify lost pathways and connections.  In essence we are attempting to re-make a map that at one time is new, but in another ancient.

The movement back and forth from Chihuahua, Mexico, to Odessa Texas, through the cities of Ojinaga and Presidio

  Tarahumara word for themselves, Rarámuri, means “runners on foot” or “those who run fast”

 


Autora: Gaby Híjar
Título: Mapeo de cicatrices y recuerdos.
Técnica: Collage de fotografía digital.
Año: 2020
Texto de la obra. Tengo una cicatriz en forma de ojo en mi antebrazo derecho. Mi mamá dice que me pico una araña, yo no lo recuerdo. Tengo dos cicatrices en el brazo derecho de la vacuna TB, dicen que la primera no me hizo reacción y cuando me la pusieron de nuevo reaccionaron juntas. Tengo una cicatriz más grande en mi rodilla derecha, tuve una reacción alérgica a otro piquete de araña, apenas recuerdo estar acostada en el cuarto de mis papás con la pierna hinchada cuando un doctor me revisaba. Tengo otra cicatriz en la barbilla, recuerdo que me gustaba balancearme entre dos muebles apoyándome de los brazos, un día me di demasiado vuelo y me abrí la barbilla al golpearme con el suelo. Tengo una cicatriz en la mano derecha, me corté con un cutter haciendo una escultura. Ninguna de esas cicatrices son éstas.
Gaby Híjar originaria de Creel, Chihuahua, México nació en el año de 1990.  Estudió su licenciatura en artes plásticas con la especialidad de escultura en la Universidad Autónoma de Chihuahua del 2008 al 2013. En el 2015 comenzó su maestría en artes con especialidad en Cerámica y metales pequeños en la universidad Stephen F. Austin State University de Nacogdoches, Texas. Su maestría en producción tiene pase a doctorado directo por lo que se graduó del doctorado en el 2018, mismo año en el que realizó dos residencias artísticas, la primera en Hofsós, Islandia y la segunda en la ciudad de México. En el 2019 ingresa como docente a la Facultad de artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua impartiendo materias a nivel licenciatura y maestría de escultura, teoría e historia del arte, arte y cuerpo, arte sonoro entre otras.

 


 

Autor: Javier Espinosa Mómox
Título: Mi cuerpo es mi tierra
Técnica: Ilustración digital
Año: 2020

 

Francisco Javier Espinosa Mómox (Puebla, Mexico; Enero 28, 1989). Licenciado en Artes Visuales por la Facultad de Artes Visuales de la Universidad Veracruzana (2014). Especializado en técnicas y materiales cerámicos incluyendo la técnica tradicional de la Talavera Poblana siendo artista residente de Uriarte Talavera (Puebla) donde cuenta con dos colecciones de autor en venta permanente. Sus diseños y patrones constituyen una exploración de los límites entre los objetos artesanales, el diseño endémico y étnico, y el Arte en el campo de la cerámica. Su trabajo también gira en torno a la escultura, el dibujo y la instalación, su obra ha sido exhibida tanto colectiva como individualmente en Xalapa, Ciudad Mendoza, Puebla, Ciudad de México y Dallas donde, en 2016, fue artista residente como parte de la exhibición Clay between two seas. En 2017, formó parte del segundo encuentro nacional de Jóvenes Creativos, Lazos por la inclusión. En 2018 fue aceptado en el programa de maestría en materiales cerámicos y vítreos del Royal College of Art en Londres Inglaterra.

 


 

 


Autor: Ramón Deanda

 

Título: El gran sacrificio por la libertad
Técnica: Relief Printmaking
Año: 2018

 

Título: Rumbo al paraiso
Técnica: Óleo
Año: 2016

 

Ramón Deanda estudió en la Universidad de Texas—Permian Basin. Y la maestría la obtuvo en la Universidad de Alabama. Actualmente, es maestro de Arte en una escuela prepataroria en el oeste de Texas.

La tierra desolada

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Al haber nacido y habitado la mayor parte de mi vida en una ciudad donde tiembla con frecuencia, el tema de los terremotos me conmueve particularmente. Escribir sobre eso — la impresión, el miedo, y, en mi caso, la fobia que causan los movimientos telúricos, sean trepidatorios u oscilatorios, nos sorprendan de día, de noche o de madrugada, sin la advertencia de la alarma de la ciudad con su voz masculina de guerra mundial o con su puntual sirena que concede el tiempo justo (a veces) para bajar escaleras y abrir puertas a la calle—, parecería no sólo necesario sino también fácil. Pues lo cierto es que he escrito muy poco sobre mi experiencia con los temblores y prefiero leer lo que otros poetas, ensayistas, cuentistas, novelistas y cronistas han escrito al respecto. Tampoco me niego a ver documentales y películas que reproducen los momentos de terror y posterior desolación que éstos dejan. Entre los poemas que más me han impresionado sobre el tema está Agadir (1961), de Artur Lundkvist.

Quien lo haya leído, recordará sus fuertes imágenes desprendidas del terremoto que el 29 de febrero de 1960 devastó barrios enteros de esa ciudad marroquí, dejando, por lo menos, 15,000 muertos. El poeta sueco, quien vivió en carne propia ese terremoto junto a su esposa, escribió, en cuestión de dos semanas, y bajo el vértigo de los recuerdos más trágicos, un poema largo y extraordinario. En éste, la oscuridad profunda, sin vestigio de luz, es la noche, y también, el miedo a lo desconocido, a la fuerza devastadora de la naturaleza y, detrás de ello, al dolor físico y a la muerte.

En cuanto cesa el terremoto, descrito con inigualable fuerza por Lundkvist, y todo se sume bajo las tinieblas que el poeta equipara a un frío mortal envuelto por un polvo que cierra la garganta, es la aparición de una primera luz, de una segunda, de una tercera, lo que parece devolver la esperanza de vida. ¿Qué luces son esas? ¿De dónde provienen? Las primeras, de faroles llevados por personas que parecen extraviadas; las segundas, luces de una bicicleta “que avanzaba penosamente”, y después, más distantes, las de los faros de un coche. Se encenderá asimismo, tras apagarse y prenderse, la luz detrás de una ventana, pero también emergerán, casi al mismo tiempo, los gritos, y en una habitación vecina del hotel en el que se hospeda el matrimonio Lundkvist, la luz de una vela iluminando a dos viejos que se visten en medio de la destrucción, y en otra: “… una mujer joven, rendida y sola, entre los escombros, encendiendo cerilla tras cerilla”.

Para esas primeras luces, los adjetivos que emplea el poeta, aunque constituyan símbolos de vida, también expresan duda. Son “errantes”, “inseguras”, “vacilantes”, “desparramadas”, “difusas”, y habrá que esperar la luz natural: “Una noche prehistórica, una interminable espera del alba,/ espera de la luz del día, espera del sol, espera del mundo del orden,”.  En este poema poderoso el día se nos presenta como la posibilidad de recomenzar aún en medio de la pérdida. Los sobrevivientes, a quienes describe sentados frente al mar en la noche, recibiendo de frente la brisa y soportando réplicas del terremoto pero bajo la bóveda del cielo, ya sin ningún techo que pueda derrumbárseles encima, quedan pasmados, y sólo al amanecer  “los grupos se rompían, se movían como una materia en ebullición, arrastrados en diferentes direcciones por los rayos de luz”.

Lo impresionante en Agadir con respecto al tratamiento de la luz es que ésta transita por muy distintas fases. Ya las luces primeras, en medio de la total oscuridad que se instaura en la ciudad tras el terremoto, son no estables, provengan de faro, de linterna, de vela o de cerillo. Y aunque la luz del día, al romper, impulsa a los sobrevivientes a levantarse de entre las piedras para echar a andar, lo harán para buscar a sus heridos, a sus desaparecidos y a sus muertos, así como para comprobar que sus casas se han derrumbado. Lo terrible del poema estriba en que es, justamente, bajo la claridad de la luz, donde se recorre la devastación. Acaso uno de los versos menos duros es el que dice “las ratas dando vueltas, perdidas y blancas a la luz del sol, desvergonzadas,” y en la ciudad destruida donde proclama la ausencia de Dios, se pregunta: “¿Tengo que darle las gracias a Dios por haberme salvado?”

Poema, pues, de la verdad, Agadir no miente sobre lo que sucede y tampoco sobre lo que ve. No calla lo que duele: el sufrimiento de los otros es un permanente sobresalto y un recordatorio de la fragilidad humana. Al momento del terremoto, el poeta cae de la cama (no recuerda si por la fuerza del temblor o porque él se tira al piso), y, con los brazos sobre la cabeza, en la boca del lobo, escucha cómo todo se derrumba a su alrededor. Cree y siente que va a morir: “somos sonámbulos a punto de despertar en el momento de la muerte, justamente cuando caemos en la oscuridad que es igual que la luz,/ cuando la membrana del espejo de nuestra conciencia se rompe y el vacío se funde en el vacío”.

Osadía de fundir la luz y la oscuridad, Agadir se vuelve, en esa parte del libro, reunión de contrarios y texto de anagnórisis, del instante eterno en el que, quien cree que va a morir, experimenta una conversión. El poeta habla entonces de Dios, de un Dios que manifiesta su existencia a través de su poder y, sobre todo, de su voluntad. Un Dios que, en su caso, no se había manifestado nunca así. Tras esa conversión que nace del reconocimiento de la insignificancia del hombre, Lundkvist se abre a la compasión, y lo hace contando historias de otros al momento de la tragedia. Si fueron reales, se las contaron o las imaginó, poco importa; necesita escribir sobre el gato atrapado vivo: “sus llameantes ojos verdes no le servían de nada en este bloque de tinieblas sin el más mínimo rayo de luz”, y que finalmente, tras días y días de espera en el refugio de un armario, logra saltar al exterior cuando se abren las ruinas; sobre la novia de quince años que enviuda el mismo día de su boda; sobre el panadero que gracias a su oficio sobrevive tras nueve jornadas de agónico encierro; sobre el hombre herido que rescatan entre perforadoras, y que cierra con esta imagen: “y en la luz cegadora se agrietaron las tinieblas como una cáscara de huevo”.

Siempre la luz versus las tinieblas, la ciudad de Agadir se convierte aquí en “la ciudad blanca de la vida y de la muerte, vida y muerte unidas en un solo cuerpo”, al igual que la luz de la revelación en el instante más oscuro del terremoto que nos somete.

Poema de piedras, de rosas que no pueden respirar sin aire, de animales que presienten el temblor de tierra, Agadir es, también, poesía de señales ¿y de premonición? Por algo cierra así: “Agadir,/ preparación, advertencia/ de lo que quizá nos espera: la gran aniquilación,/ el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la/ muerte desvaneciéndose en el espacio…”

Los grandes poemas trascienden la experiencia personal del autor, aunque por su naturaleza puedan ser descriptivos, históricos, anecdóticos, y lo consiguen, quizá, porque esa experiencia única, que podría permanecer hecha un nudo, se destraba y se extiende en una larga, casi infinita cuerda, semejante al horizonte en el mar. En eso radica, también, la generosidad del poeta: en su deseo y en su voluntad de expandir imágenes y resonancias que después todos podamos mirar y escuchar.

El mismo día del temblor del 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, salí corriendo de mi departamento de 1937 en la colonia Hipódromo-Condesa, con el pulso acelerado y convencida de que iba a morir junto a mi esposo sin alcanzar la salida a la calle. Fue tal el impacto, que esa misma noche, con una maleta pequeña a rastras, nos fuimos para no volver. Ese día, antes de irnos al sur de la ciudad, caminamos una buena parte de las colonias Roma y Condesa y lo que fuimos viendo, y a quienes fuimos viendo, nos transmitían desolación: todo fue cerrando, no había ni un baño a donde ir a orinar; y a medida que fue oscureciendo, no se encendieron las luces. Cuando nos subimos a uno de los pocos metrobuses que pasaron, en la parada de Sonora, frente a un pelotón de soldados que descendía de un camión, y a unos pasos de un edificio ya en escombros, me sorprendió que fuera casi vacío: nosotros dos, y una familia de tres, con su perro y dos maletas, también huyendo de aquella desolación. Me tomó casi tres años convencerme de que podía dormir otra vez en ese antiguo departamento, al entender que era poco probable que en esas dos o tres noches elegidas se presentara otro temblor de ese calibre. Sé que me atreví, en buena medida, por haber leído Agadir por segunda vez, después de 20 años de no haber abierto ese libro publicado por Seix Barral, con su triste portada, y en la espléndida traducción de Francisco J. Uriz.

La Ciudad de México ahora, en tiempos de la Covid, llegó a lucir, también, desolada, especialmente en los meses de abril y mayo de 2020. Recorrer sus avenidas principales con casi todos los comercios cerrados, los parques y plazas acordonados, el reducido transporte público y los pocos transeúntes, me recordó las horas y los días posteriores a los terremotos más fuertes que ha sufrido la ciudad. Me recordó lo imprevisible. Cada vez que pasaba por un anuncio hecho con grandes letras de plástico sobre avenida Insurgentes, ponía en duda, aunque fuera por unos segundos, su mensaje: “Vivir es increíble”.

 

 

Claudia Hdez. de Valle-Arizpe es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM, ha publicado once libros de poesía y tres de ensayo. En 1997 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta por su libro Deshielo. Poemas suyos aparecen en no pocas antologías y han sido traducidos al inglés, neerlandés, francés y chino mandarín, entre otras lenguas. Por Perros muy azules obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada 2010. Ganó el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2015, en poesía, por A salvo de la destrucción. Ha sido Coordinadora Cultural de La Casa del Poeta “Ramón López Velarde”  y es miembro activo del Sistema Nacional de Creadores de Arte de su país.

La cueva de ropa

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Era un lugar que quedaba lejos de todas partes. La entrada, casi al ras del piso, fue construida por miles de soldados, entre mi cama y las camas de mis hermanas. Para abrir la puerta había que llorar o reír, sino no valía. Esa era nuestra contraseña sagrada de Alí Babá.

Un sábado a la tarde llovía coronitas en el patio. El salpicar era más fuerte que todos los sonidos del mundo. Una por una, desaparecían las canciones de los pajaritos que vivían en el pino de la flaca, las voces de la radio en la cocina y las explosiones de las chapas que se estrellaban en la calle, voladas por el viento.

María Cecilia tenía miedo por la tormenta y sin querer abrió la puerta de la cueva de ropa. Como estábamos aburridos, nos metimos los tres. Para no perdernos, enroscamos una sábana y la usamos como soga. Cada uno tenía que agarrarla fuerte con las manos.

El túnel iba para abajo. En su oscuridad flotaban estrellas infinitesimales. Eran átomos y células —les expliqué a mis hermanas. El suelo también brillaba, porque estaba hecho de pepitas de oro.

Tiempo después, leí Viaje al centro de la Tierra, y supe que todo lo que contaba Axel Lidenbrok era verdad, porque la cueva de ropa también pasaba por bosques de hongos gigantes, también era habitada por dinosaurios y terminaba en el mar.

Pasaron los años y ahora soy grande.

Veo la nada desde mi balcón. Es de noche y llueve. Tengo la pierna en alto contra la baranda, porque me desgarré un gemelo. El viento sopla fuerte igual que en la Provincia; la zanja, crecida, arrastra hojas de paraísos y estrellas federales; el farol de la esquina se apaga.

Esta lluvia y esta noche hacen buena pareja con aquella lluvia y aquella noche. Imagino que tal vez se están mezclando a través del agua y que estas gotas que caen sobre mis manos son en realidad aquellas que caían en el patio de Celina.

Esta negrura que veo desde el balcón tiene forma de cueva. Eso me da cierta esperanza. Para abrir la puerta, primero pruebo llorando, pero tanta agua lava las lágrimas; después pruebo riendo, pero la risa es falsa, y la puerta no me cree.

Decepcionado, entro de nuevo al living y cierro la ventana del balcón. Voy a la cocina, tomo agua y apago la luz.

El sueño me llevará hacia el campito.

Caminaré despacio, porque seré un anciano. Miraré las golondrinas que volverán oscuras hacia el norte. Estaré tan débil y sediento que la sombra de un árbol me aplastará las piernas.

Caeré al piso y me fracturaré la cadera. Escucharé entonces el crujir de las piedras de tosca expuestas al calor del verano y me parecerá que hablan. La muerte me resultará algo imposible, una especie de cuento.

Horizontal sobre la gran esfera, recordaré el nombre de mis seres queridos y pensaré, afiebrado, que sus caras desfilan en la luz.

Hablaré con ellos y les contaré cosas. Pero sólo me devolverán silencio y la charla en realidad será un monólogo lento, entrecortado.

De pronto, el cielo se tornará gris, gris oscuro y después negro y en el horizonte por fin aparecerá la tormenta. Las coronitas que caían en el patio de mi infancia ahora lo harán en el campito. Los pájaros desaparecerán y los brillos se apagarán.

Pasarán varios días y otras personas me encontrarán. Alguien me reconocerá:

—Es Juan Diego Incardona, el escritor de Villa Celina.

Primero comprobarán mi muerte. Después intentarán levantarme. Pero no será fácil. Mis pies estarán semienterrados en un suelo más duro de lo habitual. Ellos no sabrán que ese suelo en realidad está hecho de baldosas rojas y amarillas del patio de mi casa.

Cada vez más gente se acercará para ver mi cadáver. Las personas me rodearán y debatirán cómo hacer para sacarme de allí.

El rigor mortis será tan fuerte que no podrán despegar la mano de mi pecho.

Mis abuelos Giuseppe y Lucía vendrán a buscarme. Yo les preguntaré por mis hermanas y me dirán que ellas me esperan en la cueva de ropa, que para entrar sólo tengo que reír o llorar.

 

Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió la revista El interpretador. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Melancolía I (2015), Las estrellas federales (2016) y cuentos en distintas antologías, diarios y revistas. Actualmente, dicta talleres literarios, coordina un ciclo de cine en el ECuNHi (Espacio Cultural Nuestros Hijos) y realiza actividades en escuelas y bibliotecas populares, en representación de la conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).

En primera persona

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Para hablar de situaciones encontradas, o esos episodios de la vida que se te presentan simultáneamente, entrecruzados, enredados, entrelazados, y que confrontan tus sentimientos, tu disposición, tu desempeño y hasta tus principios y que, en todo caso, te animan y te inquietan al mismo tiempo, voy a poner como ejemplo la carta que me escribió Isabel y que desató estas reflexiones.

          A la vez que me da la buena noticia de que ha contratado mi libro, me advierte que, dada su naturaleza de testamento literario, como yo misma me refiero a él, tendré que viajar a Barcelona a presentarlo. Comunicación que de inmediato contrapone mi gusto a mi angustia, situación encontrada que Isabel refuerza al recordarme que, contratar este libro mío, ha sido su última gestión como agente literaria pues, al haber cumplido ahora cinco décadas de dirigir la agencia, se retira. “Nunca me voy a despedir de ti, siempre te daré solamente la bienvenida”, me escribe, y firma.

          Ha pasado el tiempo. Mi vida ha cambiado en uno y en tantos sentidos. Empecé a ser autora de Isabel en 1985, no con el primero, pero sí con el segundo libro que publicaba, en momentos en que lo obvio, lo plano, lo tópico, era que los más bienintencionados de mis colegas dictaminaran que semejante logro no se debía sino a que yo era la escritora joven y principiante, casada con el escritor mayor y reconocido. Perceptiva deducción que, desde un principio, y después con el buen acuerdo de Isabel, contrarresté al oponerme, desde aquella tierna época, a que en las solapas de mis libros apareciera el dato, no sólo de con quién estaba yo casada, sino de quién había sido yo discípula. El anticipado y clarividente entendimiento de Isabel a esta circunstancia mía, su comprensión total de la paradoja específica que en adelante conformaría mi existencia, desató una amistad entre nosotras que el tiempo que ha corrido no ha hecho sino incrementar. A lo largo de los treinta y dos años que duró mi matrimonio, que terminó cuando él murió, viajé con mi esposo por el mundo y, cuando a Europa, siempre con escalas, en ocasiones de meses de duración, en España, en especial en Barcelona. Y si me ocupo de registrar estos hechos es porque bien podrían poner en cuestionamiento la aprehensión que ahora experimenté cuando, en su carta, Isabel me advertía que fuera preparando mi viaje, pues tenía que estar presente para el lanzamiento y la subsecuente presentación de mi testamento literario, cuya contratación, me recordaba, representaba la última gestión que ella habría hecho como agente literaria, pues se retiraba. Si es cierto que, desde que enviudé, he vuelto a viajar, también es cierto que, en comparación, ahora mis viajes han sido de más corta duración y, además, menos frecuentes, aparte de que tampoco han incluido necesariamente a España ni, específicamente, a Barcelona, ni en su planteamiento ni en su realización. Por otro lado, aún cuando buena parte de esta nueva etapa viajera mía, la hice, por fortuna, en compañía de W, mi nueva pareja, cuando se trataba de alguna invitación mía y él no podía acompañarme, viajé sola, pero con una angustia tan profunda que no tardé en admitir que, a pesar de mi larga experiencia de viajera, era un hecho que yo no sólo no sabía viajar, y todavía menos si viajaba sola, sino que viajar se había convertido en una necesidad, o una responsabilidad, que, a mí, simplemente no me gustaba, y que, como podía confirmar, con el paso del tiempo cada vez me gustaba menos, aun cuando se planteara como un viaje de placer. Realidad que se ha ido agravando a tal extremoso grado que en las ocasiones, por raras que por fortuna sean, en las que he recibido alguna invitación, no comunico el caso a mi pareja, por temor a que él, que desde que nos unimos se ha empeñado en hacer valer, o en que yo misma reconozca y ejerza, mis facultades de independencia y autonomía, por frágiles que, de nacimiento, estas condiciones sean en mí, me compela a aceptar y, en consecuencia, me orille a viajar y enfrentarme, sola, a la realidad que me depare la situación.

           Sin embargo, la oportunidad de viajar que Isabel me planteaba en su carta tenía tal peso en sí misma, por tantas razones, encabezadas por el atractivo que ejercía en mí presentar allá mi testamento literario, que le expuse a W el asunto completo, con apenas una que otra maña en la exposición. En un disimulado, pero desesperado, intento de que él se compadeciera de mí y me liberara del conflicto que la carta de Isabel había provocado en mí, lo más seductoramente que pude le pregunté si me acompañaría. Con no poca dulzura me contestó que yo sabía de sobra que no, que no me acompañaría, que, incluso, yo conocía muy bien las razones por las que él no podía acompañarme. “¿Ni siquiera porque se trata de ir a Barcelona?”, que es su ciudad natal, insistí. Pero insistí inútilmente. Y lo cierto es que así fue cómo, en vez de que él condescendiera ante mis vacilaciones y me apoyara a no viajar, lo que hizo fue, digamos, aliarse intuitivamente con Isabel y, después de opinar que a mi edad y como la escritora que a estas alturas yo debería asumir que soy, ya era hora de que me dejara de inseguridades y que, sencillamente, me concentrara en preparar mi viaje. Para animarme, me aseguró que todo iba a salir bien y que, como no negaré que suele sucederme, una vez del otro lado del Atlántico yo misma iba darme cuenta de que todos y cada uno de mis temores y desvelos habían sido, una vez más, en vano.

          Acepté, o cedí, o me resigné, pero no sin establecer con W las condiciones más sólidas de las que pude echar mano para justificar mis dubitaciones, además de para armarme, aunque sólo fuera apenas, con un poco de seguridad.

          La primera condición que te pongo, W, es que, en vista de que acepto que tú no me acompañes, viajaré únicamente si puedo cruzar el Atlántico acompañada, y entonces hacerlo por lo tanto y siempre que mi plan sea factible, acompañada por mi hermano L. (Aunque a mis cuatro hermanos les aplico al menos uno de los “pensamientos mágicos”, el que sostiene que, si estoy a su lado, no me puede ocurrir nada negativo, a L, mi hermano el que vive en Zurich, y quizá porque es el mayor, aparte le aplico otro de estos “principios mágicos”, el de que a él mismo no le puede ocurrir, nunca, nada negativo. Por más conciencia que yo haga de lo absurdo que, a mis setenta años, resulta aplicar estos principios, que son los que les abren camino y guían y orientan y protegen a los niños, confieso que yo sigo aplicándolos. Y advierto que abarcan absolutamente todos y cada uno de los aspectos de la existencia de una persona. Así, a quienquiera que yo se lo aplique, se convierte, para mí, en alguien que, por ejemplo, no se puede enfermar y tampoco puede fracasar en lo que sea que fuera su quehacer en la vida, cuando no llego al extremo de presuponer que tampoco puede sufrir un accidente y que, por extensión y en pocas palabras, no se puede morir.)

          Como el editor contemplaba que la presentación de mi libro fuera en el mes de enero, en cuanto se asentaron mis emociones encontradas, le escribí a mi hermano que, aun cuando vive en Zurich, durante las fiestas de fin de año tradicionalmente pasa, con su familia y con nosotros, un mes largo aquí, en la Ciudad de México. Le pregunté exactamente cuándo tenía previsto su regreso a Zurich, ahora que viniera en diciembre, pues yo estaba invitada a presentar mi libro en Barcelona a principios del año nuevo y mi intención era no atravesar el Atlántico a menos que pudiera atravesarlo acompañada, es decir, acompañada por él y su esposa, mi cuñada M. Y lo cierto es que, con el dato que a vuelta de correo me mandó, pude establecer con el editor la fecha de la presentación de mi libro.

          De este modo, una vez cumplida la primera de las condiciones sine qua non que le expuse a W, la de que viajaría porque viajaría con mi hermano, armé la segunda, que lo concernía directamente a él y que, de aceptara, aliviaría aún más la intensidad de mis inquietudes. En todo caso, consistía en que los quince días que yo pasaría entre Zurich y Barcelona él debía pasarlos en la casa de Cuernavaca, en donde trabajaría más distendidamente que en la Ciudad de México, y en donde pasaría mejor el tiempo. Además de trabajar en su exposición Juego de letras, con intención de terminarla, durante los días de mi ausencia tendría que escribir las palabras de aceptación del Doctorado Honorio causa que la Universidad Iberoamericana le acababa de otorgar, y con el que, a mi regreso del viaje, en momentos en que él estaría cumpliendo ochenta y siete años de edad, lo investirían. Me tranquilizó visualizarlo entre su estudio luminoso y el jardín, luminoso también, con sus entretenimientos de siempre, la prensa, la lectura, la música, además de los específicos de Cuernavaca, la piscina, los perros y los gatos. Asimismo me tranquilizó que W estuviera de acuerdo con mi plan, por más que entonces me dejara sin excusas para seguir sosteniendo que la carta de Isabel había desatado en mí sentimientos encontrados, como era por una parte el deseo de presentar mi libro, y, por otra, la inquietud de viajar, de viajar sin W, de dejar solo a W.

          En este punto empecé a organizar la constelación de responsabilidades que tendría que atender al mismo tiempo que me preparaba para el viaje. Responsabilidades de todo tipo, desde habilitar la casa que nos acababa de entregar el arquitecto y que mi hermano y su familia estrenarían (mientras W y yo empacábamos la casa de Dulce Olivia, en Coyoacán), hasta escribir las palabras que, como invitada, yo leería en Guadalajara en el homenaje a mi amiga poeta Ida Vitale, consagrada a los noventa años con el Premio Reina Sofía, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el Premio Cervantes; desde acabar la autobiografía intelectual que me solicitó un editor y enviársela, hasta adelantar las colaboraciones al diario en el que colaboro y que tendría que enviar desde el otro lado del Atlántico. Atender estas responsabilidades, todas, y atenderlas simultáneamente; atenderlas, todas, con la atención y la dedicación absolutas que cada una requería; atenderlas, todas, a riesgo de las consecuencias que me deparara atenderlas con las inevitables y crecientes prisa y angustia que experimentaba ante la perspectiva y la inminencia del viaje. Como ejemplo de estas consecuencias, mencionaré la más grave, que sencillamente consistió en no haber podido leer las pruebas de la autobiografía intelectual que el editor me mandó la víspera de que yo saliera de viaje. (A pesar de que fue una omisión mía, en su momento lamentaría tanto mi descuido que no lograría asumir ni mucho menos celebrar su publicación, de la que incluso casi reniego, si no fuera porque, meses después, Ediciones Era la publicó sin mancha.) En contraste, menciono el desafío más grande que enfrenté, y del que por fortuna sí salí airosa, en esos días en que me preparaba para viajar. Consistió en idear la forma en la que debía dejar preparados los medicamentos que W tomaría a lo largo de los quince días que duraría mi viaje, que fue quizá la responsabilidad que me entretuvo más especialmente. El logro de haberlo resuelto me reconforta al grado de aumentar la confianza en mí misma, como quizá ninguno de los cumplimientos de mis otras responsabilidades consiguió hacer. (Busqué un tarjetero con al menos quince hojas o columnas verticales, una por día, con cinco tarjetas individuales y apartados horizontales cada una; el primero, para las pastillas que W toma en ayunas; el segundo, para las que toma con el desayuno; el tercero, para las que toma con la comida; el cuarto, para las que toma con la cena; y, el quinto, para la sublingual, que toma justamente antes de dormir. En la tapa interior del tarjetero, afiancé los datos del cardiólogo que lo trata y, también, una lista con los nombres de los medicamentos y la manera en la que administrarlos. Verticalmente, en la parte superior de cada columna, un indicador de la fecha; horizontalmente, al lado de las cinco hileras de tarjetas, un indicador del momento del día en que tomar las correspondientes pastillas, grageas, cápsulas.)

          Una vez del otro lado del Atlántico, en Zurich, en casa de mi hermano y mi cuñada, en donde estaría la semana previa a la que pasaría en Barcelona, alternaba mis paseos por la ciudad y las montañas nevadas, abrigada para el invierno que corría, con la atención que debía a todavía más responsabilidades, tanto las que habían quedado pendientes como otras, nuevas, que se me fueron presentando de la manera en la que se manifiestan a todo aquel que esté presente y en acción en la vida. Entre las nuevas, varias ya encaminadas a preparar la presentación de mi libro, que era el motivo central del viaje. Hablaba con W diariamente, una o dos veces al día, hablaba con Isabel todos los días, nos oíamos reír, las dos incrédulas ante la realidad que vivíamos, ante la proximidad de nuestro significativo encuentro, significativo por tantas razones.

          La primera responsabilidad que atendí una vez en Zurich fue la que habría de marcar, con mayor intensidad que ninguna de las otras, el más profundo carácter del viaje, que, como pude prever desde que recibí la carta de Isabel en la que me inducía y casi me exhortaba a viajar, y como confirmo al escribir estas líneas, consistió simplemente en la definición última de mi identidad. Soy como soy. Tómame o déjame, Oh, Vida!, Oh, Amor, Oh Literatura. Soy como soy. Y lo que propició la revelación, por más que una revelación anunciada, aunque tímidamente, constantemente a lo largo de mi septuagenaria existencia, fue la entrevista que desde Madrid me hizo Javier Rodríguez Marcos, para la columna “En pocas palabras”, de Babelia, de El País, que se publicó el 08 de febrero de 2019, titulada con mi respuesta a la pregunta de qué libro me habría gustado escribir, “Me gustaría haber escrito Rinconete y Cortadillo, de Cervantes.”

          Esta entrevista se trata de un parteaguas tan claro en mi camino que a continuación la transcribo completa.

P: ¿Qué libro le hizo querer ser escritora?
R: Son dos: The Catcher in the Rye (1951), de J.D.Salinger, y Rayuela (1963), de Julio Cortázar.
P: ¿Y cuál ha sido el último que le ha gustado?
R: The Life of Images: Selected Prose (2015), de Charles Simic.
P: ¿Qué libro ajeno le habría gustado escribir?
R: Rinconete y Cortadillo (1613), de Cervantes.
P: ¿Uno que no pudiera terminar?
R: ¿Sólo uno?
P: De no ser escritora, le habría gustado ser…
R: Escritor.
P: ¿Cuál es el último libro que ha entrado en su biblioteca para quedarse?
R: Shop Talk: A Writer and his Colleagues and their Work (2001), de Philip Roth.
P: Antes que la Academia Sueca, usted destacó los valores poéticos de Bob Dylan. ¿A qué otro músico le daría el Nobel?
R: A Leonard Cohen.
P: ¿Qué cuento triste posterior a la salida de su antología incluiría ahora en ella?
R: “En la azotea desnuda”, en mis Vidas en vilo (2007).
P: ¿Qué tres libros de la literatura mexicana reciente recomendaría?
R: Lunas (2010), La dueña del Hotel Poe (2014) y La buena compañía (2017), los tres, de Bárbara Jacobs.
P: ¿Cuál es la película que más veces ha visto?
R: The Hours (2002), de Stephen Daldry.
P: Si tuviese que usar una canción como autorretrato, ¿cuál sería?
R: Oscilo entre Cry Baby, de Janis Joplin, y Mother, de John Lennon.
P: ¿Qué encargo no aceptaría jamás?
R: Ser una escritora fantasma, es decir, escribir en nombre de otra persona.

Y esta entrevista es un parteaguas en mi identidad porque la contesté con auténtica espontaneidad, desde el fondo más profundo de mi ser, sin otra consideración ante mí misma que la de decir la verdad y, en atención al requisito que me hizo el entrevistador, la de contestar con la mayor precisión y con la menor cantidad de palabras posible.

          Y la experiencia es parteaguas en mi identidad porque la acabó de definir. Soy como soy, me oí declarar para mis adentros al enviarla, absolutamente despejada del temor, la prudencia, el mejor juicio, de revelar verazmente lo que yo pienso, lo que yo siento, lo que yo aprecio, lo que yo sé, en su dimensión real, por osado y hasta escandaloso que pudiera resultar mostrar a este grado mi desnudez. Aun cuando todo lo que hubiera sostenido hasta ese momento hubiera sido auténtico y veraz, me despedí para siempre de la actitud de sostener lo que hasta entonces creí que se esperaría que yo sostuviera, que yo pensara, que yo sintiera, que yo apreciara, que yo supiera. Quiero decir que respondí sin trabas, que, como dicen, me solté el pelo, me desnudé. No ignoro ni oculto que el parteaguas del que hablo, por más intensa y sorpresivamente que a mí misma se me hubiera presentado, como de hecho sucedió, en realidad se tratara del resultado de un proceso, de la respuesta anhelada, anticipada, anunciada al ánimo indagatorio con la que siempre viví. Pero lo cierto es que al poner punto final a la entrevista, y de profundidades recibir la revelación de que Soy como soy, verdad que pronuncié en silencio, asombrada y agradecida, supe finalmente que al reconocer que Soy como soy reconocía mis aciertos tanto como mis equivocaciones, mis principios tanto como mis contradicciones; que al reconocer que Soy como soy reconocía tanto mi conocimiento, como mi ignorancia. Al reconocer que Soy como soy reconocí, igualmente asombrada y agradecida, que si soy sensible, como siempre he sido, honesta, soñadora, responsable, también soy, y por lo visto tampoco dejaré de ser nunca, una atormentada, como siempre he sido, insegura, dubitativa, como siempre he sido. Soy como soy.

Es claro que cuando recibí la carta de Isabel, decisiva para que yo hiciera el viaje a Barcelona a presentar mi testamento literario, no imaginaba cuál era el verdadero centro de la meta hacia la que me dirigía. Sin embargo, si pienso en la naturaleza del libro que iba yo a presentar, podría deducir que me encaminaba a presentarme a mí misma como si me presentara a mí misma ante el notario antes de exponerle las particularidades que constituyeran mi herencia.

          En todo caso, al recibir y contestar la entrevista en Zurich, días antes de mi llegada a Barcelona, sin haberlo previsto, cumplí con el punto decisivo en el significado final del viaje. Mientras tanto, a la vez que convivía con una familiaridad muy especial con mi hermano y mi cuñada, y paseaba con ellos por la ciudad y por las montañas nevadas, atendía una que otra responsabilidad ajena al viaje, pero que, al haberlas empezado a atender durante los días previos a mi llegada a Barcelona, y días, precisamente, en los que yo había alcanzado la revelación de mi identidad, se incorporaron a esta conciencia de que Soy como soy.

          Así, desde Zurich, como pareja de W que soy, y porque Soy como soy, complaciente de naturaleza y por convicción, para nada desafiante, cada vez más atenta únicamente a mis propios principios de lo que significa ser una mujer y una escritora libre, independiente y autónoma, a solicitud de los organizadores de la ceremonia de doctorado que la Universidad Iberoamericana preparaba para W en la Ciudad de México, animadamente conformé y envié la lista de invitados que, en nuestras llamadas diarias, pulí con W. De igual modo, como viuda que soy de T, y porque Soy como soy, desde Zurich atentamente escribí la carta de recomendación que, desde la Universidad de California, me pidió PB, crítico de arte argentino, escritor, investigador y profesor de literatura, que treinta años atrás fue alumno de mi esposo en la Universidad de Stanford, el más destacado de sus alumnos de aquel curso, para su solicitud de una beca en la Universidad de Princeton, que es la que tiene los papeles de T, con el proyecto de una investigación precisamente sobre el que considera su más rememorado y más reconocido maestro. Si, porque Soy como soy, confiaba en el buen resultado que pudiera tener la lista de invitados que armé para investidura de W en la U. Iberoamericana, porque Soy como soy, en cambio, dudaba del resultado que pudiera tener en la Universidad de Princeton mi carta de recomendación para el estudioso de T.

          Bueno, y en esos añorables y añorados días en Zurich, en los que me supe como nunca parte natural de mi hermano y mi cuñada, compenetrada sin miramientos en su vida diaria, quizá por lo mismo, logré contestar una carta decisiva para el proyecto que tengo entre manos de donar mi biblioteca y mis papeles, respuesta que en los días previos al viaje, atestados de tensiones y quehaceres como estuvieron, me había sido imposible conformar, a pesar de su importancia, a pesar de la necesidad que tengo de atender el asunto.

           Como debía ser, por supuesto, mientras tanto igualmente preparé mi llegada a Barcelona. Estuve en contacto permanente con la encargada de la editorial de organizarme entrevistas en los medios previos a la presentación. Del mismo modo, por supuesto, mientras tanto igualmente entretejí el envío de invitaciones a la presentación de mi libro. Para mí fue sumamente significativo animarme, ¡atreverme!, a hacer la selección que hice de amigos a los que invitar. Pues, aun cuando conocí y me relacioné con innumerables personas y amistades a lo largo de los más de treinta años de viajes que hice por el mundo y, en particular, por España al lado de mi esposo, como sucedió después con las que conocí y me relacioné al enviudar y, desde hace quince años, empezar a viajar con W, y porque Soy como soy, yo no podía considerar como propia a ninguna de estas amistades. ¿Accedo al derecho de heredarlas yo como yo, o yo, como una prolongación de T y de W? En todo caso, la nueva fuerza que me daba la conciencia de que Soy como soy me impulsaba a atender mi complejo deseo de enviar invitaciones a determinadas personas para la presentación de mi libro.

          El primer filtro que me puse para animarme a hacer la selección de invitados fue que se tratara de alguien que, si nos cruzábamos por la calle, me reconociera. Es decir, que me reconociera individualmente a mí, es decir, a mí sola, no a mí al lado de mi esposo, no a mí al lado de W. Lo cierto es que logré invitar a unos veinte amigos españoles, catalanes, o de otras nacionalidades pero que vivieran en España, aparte de la familia de W, y aparte de mi sobrina nieta, A, que emigró a Barcelona y quien, por cierto, junto con F, su pareja, me acompañó en todo momento, y no únicamente durante la presentación de mi testamento literario.

          La víspera de tomar el avión a Barcelona, mientras mi hermano, mi cuñada y yo cenábamos alrededor de la mesa, ante la vista del Lago Zurich iluminado, sonó mi celular. Desde la Ciudad de México, llamaba el técnico que, un mes atrás, se había llevado a arreglar el refrigerador, nuevo y defectuoso, de mi casa, nueva, apenas inaugurada, precisamente por mi hermano y su familia. Quería saber en qué momento podía regresarlo y reinstalarlo. Ay, ¡el refrigerador! Precisamente, el mismo que nuestros huéspedes inaugurales habían estrenado, con la casa, en diciembre; precisamente, el causante de que las sobras de la cena de Nochebuena, preparada íntegramente por mi hermano y mi cuñada, se hubieran echado a perder, inconveniente que, por lo tanto, nos privó, a todos, del esperado recalentado, con el que todos contábamos, expectantes y entusiasmados.

           Mi hermano me acompañó a Barcelona. En cuanto nos registramos en el hotel y salimos a buscar en dónde comer, oí a mis espaldas una voz de hombre que me llamaba. Volvimos la cara a ver de quién se trataba, a ver quién me había reconocido a mis espaldas y decía mi nombre. Era J, uno de los nietos de W. Aunque yo estaba enterada de que era probable que en esos días él pasara por Barcelona, el encuentro no dejó de asombrarme. Para mí, una circunstancia tan cargada de significado que de inmediato me hizo sentir ser parte de una armonía definitiva, si no con el Universo, al menos sí con los hilos que tejen mi propia existencia. En todo caso, la calidad de sorpresivo que tuvo el encuentro con J, a pesar de haber sido hasta cierto punto anunciado, fue la misma que impregnó el resto de mis encuentros y de cuanto me sucedió y experimenté a lo largo de mi estancia, trascendental, aun cuando casi fugaz, en Barcelona.

          Para empezar, por más previsible que desde el principio hubiera sido que me encontraría con Isabel, la incitadora por excelencia de mi viaje, en cuanto nos encontramos, la tarde misma de mi llegada, el encuentro me sorprendió. Es cierto que hacía tiempo que no nos veíamos, algunos años, en 2008, con W, pero el motivo de mi sorpresa surgía de otra dimensión.

          Así como atender la instigación de Isabel a viajar, para presentar mi testamento literario en Barcelona, solamente había sido posible porque me di cuenta de que Soy como soy, es decir, la misma, pero otra; en el mismo centro del torbellino de oscilaciones, dubitaciones y quehaceres encontrados en el que ha consistido mi existencia entera, pero, porque ahora confirmo que Soy como soy, sin esperar más que mis dubitaciones, oscilaciones y quehaceres encontrados cesen, consciente de que no cesarán nunca, me incorporé sin resistencia a esta conciencia iluminadora y clarividente que es, finalmente, la fuerza que me hace existir, con su impulso, puedo continuar con mi existencia hasta el momento en el que buenamente esta existencia mía llegue a su fin.

          De igual modo, Isabel era la misma de siempre, pero ahora era otra. De ahí mi sorpresa. Las dos habíamos cumplido con nuestros respectivos pasados, el pasado en el que cada una recordaba a la otra, ella a mí, yo a ella, y al tenernos enfrente la una a la otra ahora, aunque nos reconocíamos, sabíamos que éramos otras. Las mismas de siempre, pero otras.

          Éramos las mismas de siempre, pero algo nos había ocurrido que nos hacía ser otras, sin dejar de ser las mismas. Con Josep, en la nochecita Isabel llegó al hotel a recibirme, con mi hermano, los cuatro con los brazos abiertos. Al abrazarnos, a las dos los ojos se nos llenaron de lágrimas, que humedecieron nuestras mejillas, en las que se mezclaron y se confundieron. Como se confundió, entre una desbordada emoción y una más desbordada sorpresa, nuestra risa, un saludo sin palabras posibles, atravesaba tiempo y distancia, y atravesaba también cambios en nosotras, tan sorpresivos que parecían abruptos, precipitados, atolondrados, eran muchos, eran diferentes, se arrebataban unos a otros no sé qué derecho a imponerse, a aplastar al que se les hubiera adelantado a presentarse y que, por lo tanto, ni siquiera hubiera acabado de definirse.

          Agente literaria desde sus veinte años, en 1966, que ahora, en sus setentas, se retiraba de su agencia, fundada en Buenos Aires en 1939, para dedicarse a leer, frente al mar, en su casa de Cadaqués. Contratar mi testamento literario, su despedida. “A ti siempre te daré la bienvenida, de ti nunca me voy a despedir”, me dijo. Activista en todas las causas que se respetan. Republicana, hija de luchador en la Guerra Civil. Isabel, independentista, feminista, con insignias alusivas prendidas de su ropa. Cuando nos conocimos, hace más de treinta años, llevaba insignia en el pelo, mechones de los colores de la bandera de la República, rojo, amarillo, morado, entre el pelo que pesaba sobre sus hombros, castaño, hoy blanco. Eres la misma, pero eres otra.

          A lo largo de todas estas décadas, yo había llegado escritora a Barcelona, con libros bajo el brazo que Isabel contrataba. A lo largo de todas estas décadas yo había llegado escritora a Barcelona, del brazo de T. Cuando enviudé de T, seguí llegando escritora a Barcelona, del brazo de W. Ahora, en cambio, esta vez, ahora, llegaba escritora a Barcelona, acompañada de mi hermano, aunque no de su brazo. A lo largo de todas estas décadas, Isabel contrató mis libros, me presenté ante los medios a medida que se fueron publicando, pero el que se publicaba ahora, el último que contrataría Isabel, era el primero que presentaría tanto ante los medios como en una presentación propiamente dicha, en una librería, ante un público, acompañada por el editor y por mi presentadora, SHH, poeta, novelista, periodista, crítica, investigadora catalana. Yo era la misma de antes, pero ahora era otra.

          Isabel estuvo conmigo los días que duró mi estancia en Barcelona, fugaz, pero trascendental “Llegas en primera persona”, me dijo Isabel. Así fue. Por primera vez llegaba a Barcelona, escritora, en primera persona, Soy la misma, pero soy otra, porque Soy como soy.

          Durante la hora de trayecto hacia la Universidad Autónoma de Barcelona, a donde SHH me había invitado a presentarme, dentro del Grupo de Estudios de Exilio Literario, al cual ella pertenece, Isabel y yo platicamos en el asiento de atrás del taxi que nos llevó, mientras mi hermano, al lado del conductor en el asiento delantero, sostenía una conferencia telefónica con colegas suyos científicos. Nosotras platicamos sobre todos los temas de nuestra vida diaria. Ella, de su añosa relación intrincada y armoniosa con el multifacético y pintoresco Josep, mucho menor que Isabel; de su hermana; de su sobrina, a quien le acababa de ceder la dirección de la Agencia. Yo le platiqué, a mi vez, por ejemplo, de W y sus más recientes trabajos, un mural de piedra y un vitral en movimiento, ambos en edificios coloniales del Centro Histórico de la capital del país; de nuestra próxima mudanza a la casa que yo heredé y que, precisamente mi hermano L y su familia acababan de inaugurar, en el antiguo barrio de Chimalistac, al suroeste de la Ciudad de México. Asimismo le conté, de viva voz, del episodio grave, de salud, por el que exactamente dos años atrás yo había pasado, sobre el cual escribí un testimonio que se publicó en Crítica, revista universitaria de Puebla, y del que W hizo una edición privada, de cien ejemplares, de los que en otro momento le daría uno a Isabel. La plática era familiar, pero tan íntima, tan desbordada, tan fluida, que parecía como si las dos temiéramos que pudiera ser la última, aunque, a ese grado de desbordamiento y de fluidez, a ese grado de enfrentamiento y confrontamiento, más bien se tratara de la primera, en las tres décadas que duraba ya nuestra relación.

          Isabel me acompañó a la entrevista que me hizo Radio Nacional de España; se sentó con mi hermano en un rincón de la sala del hotel mientras a mi me entrevistaban, en otra, los diferentes periódicos. Me acompañó, por supuesto, a la presentación de mi libro, de hecho, la primera presentación propiamente dicha, individual, personal, que ha tenido un libro mío en España, de todos los contratados por Isabel a lo largo de los años, que, si bien presenté ante los medios, nunca tuvieron una presentación propiamente dicha, personal, individual, como la que tuvo ahora mi testamento literario.

           Entre actividades, Isabel nos llevó a conocer la nueva sede de la Agencia que ella, entonces veinteañera, había heredado de los fundadores, de la que ahora, medio siglo después, se retiraba. Como la oficina anterior, en donde mi esposo y yo la conocimos, las nuevas instalaciones me resultaron más que atractivas y agradables, modernas y acogedoras, un lugar de trabajo luminoso, organizado, con un equipo de trabajo excepcional, siete mujeres jóvenes, profesionales, guapas, tres políglotas, dos responsables de la administración, una, encargada de los pagos, y la otra, encargada de los derechos y los contratos. En un principio, la Agencia de Isabel representaba en lengua hispana a agencias y editores de las otras lenguas. Entre los autores a los que representó y que sigue representando, se encuentran Sigmund Freud, Thomas Mann, J.S.Salinger, John Dos Passos, J.R.R. Tolkien. A partir de un momento dado, empezó a representar, ante editores y agentes de otras lenguas, a autores de lengua hispana. Al primero que tomó en esta nueva faceta de sus actividades, fue a Augusto Monterroso.

          Me gustaría destacar la presencia de cada una de las treinta o cuarenta personas que me acompañaron en la presentación de mi libro. Destacaré la de P, la hermana de W, nonagenaria, casi ciega, que, aparte de haber escrito la biografía de su familia, y de haber tenido una exposición de imágenes abstractas que configura en papel, es tan activa, tan sociable, que para la ocasión de la que hablo fue quien convocó a buena parte de los asistentes. Entre familia, amigos y asistentes, pues, entre otros, invitó al joven antropólogo venezolano que, en momentos libres del doctorado que cursa en la universidad, es acompañante de personas mayores y más o menos discapacitadas. O al historiador A, cronista del barrio en el que vivió la familia de W. Destacaría la presencia de un compañero mío de la preparatoria del Colegio Madrid, en la Ciudad de México, que emigró a Barcelona, y al que no veía desde 1969, cuando el grupo se dispersó. J, el nieto de W, con quien en un aparte convinimos en no comunicar a P, su tía abuela paterna, la noticia de la embolia que acababa de sufrir, en la Ciudad de México, su papá, el hijo de W, noticia tremenda que los dos conocimos desde hacía dos días y que, por otra parte, lo obligaba a él a suspender el viaje y regresar a casa. Los sobrinos de W; A, mi sobrina nieta, gastrónoma, con F, su pareja, especialista en computación. De igual modo, destaco la presencia en primera fila de JAM, el esposo de SHH, mi presentadora. JAM es poeta, novelista, crítico, periodista, autobiógrafo, amigo de T desde antes de que yo conociera a T y me casara con él. Destacaría a una amiga científica de mi hermano, con quien se sentó, en la última fila; destacaría a la bella y encantadora AC, esposa de R, cantautor, amigo muy querido de W, famoso desde que, en los años sesenta del siglo XX, durante el gobierno del dictador que derrocó a la República, se atrevió a desafiarlo y cantar en catalán, lengua proscrita durante la dictadura; la galerista de la AR, que esperaba ver entre los asistentes a W, como yo misma habría deseado que hubiera sido; V, esposa del poeta AA, especialista en Juan Ramón Jiménez, padres de C, chelista que dejó la música por el cine.

          Dos días antes de la presentación, en nuestras llamadas diarias, W me comunico la inquietante noticia de que V, su hijo, músico y editor, de cincuenta y nueve años de edad, acababa de sufrir una embolia. De inmediato, W había dejado Cuernavaca y había regresado a la Ciudad de México, directamente al hospital. Noticia y hechos tremendamente perturbadores con los que, incapaz de hacer nada más ante ellos, conviví.

          A PS, el editor, lo había conocido en persona el mismo día de la presentación, cuando a mi hermano y a mí nos invitó a comer. Es un entusiasta de los libros, la literatura y la edición. Nuestro encuentro fijó la simpatía que sentimos el uno por el otro desde que Isabel nos presentó por correo electrónico. Tras el café, subimos a conocer la editorial, editorial independiente, que está en el edificio al lado del restaurante en el que comimos.

           Después de la presentación, que tuvo lugar en la librería Laie, de Pau Claris, mi hermano y yo, A, nuestra sobrina nieta y F, su pareja, y con SHH y JAM, fuimos a cenar a la vuelta de la librería, alegre y memorable cena con la que cerramos nuestra estancia en Barcelona. A la mañana siguiente, mi hermano y yo tomamos el avión, vía Amsterdam, de regreso a Zurich y, del aeropuerto de Zurich, el tren a Thalwill, en donde específicamente viven mi hermano y mi cuñada, y en donde pasé dos noches más, antes de viajar, sola, sin mi hermano, por KLM, vía Amsterdam, en clase Business, gracias tanto a los puntos que acumula en KLM mi hermano, como a su ingenio, aunque justificablemente, por el que además consiguió que tanto en los aeropuertos, como al abordar el avión y al aterrizar, la aerolínea me hiciera trasladar en silla de ruedas. Esta fue la manera en la que regresé a la Ciudad de México, directamente a los brazos de W, que, sonriente, sonriente, me estaba esperando.

          Así que regresé, digo, a los brazos de W y, a partir de mi regreso de ese sinuoso y trascendental viaje mío, y porque Soy como soy, a continuar con lo que nos esperaba. Visitar a V, el hijo de W, en el hospital; asistir, enfrentar, la ceremonia de investidura del Doctorado honoris causa que la Universidad Iberoamericana otorgó a W. Continuamos con el proceso de mudanza de la casa de Dulce Olivia, en Coyoacán, a la casa que heredé y que arreglamos en Chimalistac; atender con alguna entrevista a distancia la publicación de la primera edición de mi biografía intelectual, fechada en Guadalajara el 23 de abril, Día Mundial del Libro. Dos días antes, al principiar la primavera, yo, sola, viajé a Lagos de Moreno a presentarme en la Cátedra Sergio Pitol, a la que FS me invitó a presentarme en primera persona, como quien finalmente ocupa íntegramente los zapatos de su propia identidad.

 

 

Bárbara Jacobs nació en 1947 en la Ciudad de México, dentro de una familia de inmigrantes libaneses, los abuelos paternos judíos y los maternos cristianos. Fue profesora e investigadora de traducción en El Colegio de México, y de lengua inglesa en la Universidad Iberoamericana. Ha publicado: Doce cuentos en contra (cuentos, 1982); Escrito en el tiempo (ensayos, 1985), Las hojas muertas (novela, 1987, Premio Xavier Villaurrutia”), Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (novela, 1992), Vida con mi amigo (novela, 1994), Juego limpio (ensayos, 1997), Adiós humanidad (novela, 2000), Atormentados (ensayos, 2002), Florencia y Ruiseñor (novela, 2006), Vidas en vilo (cuentos, 2007), Nin reír (ensayo narrativo, 2009), Lunas (novela, 2010), Leer, escribir (ensayos, 2011), Un amor de Simone (ensayo, 2012), Antología del caos al orden (ensayo, 2013); La dueña del Hotel Poe (novela, 2014), Hacia el valle del sueño (ensayo, 2014), La buena compañía (testamento literario, 2017), La época horizontal de Bárbara (testimonio, 2018), Rumbo al exilio final (autobiografía intelectual, 2019). Con Augusto Monterroso, Antología del cuento triste (1992). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con un artículo en las páginas de cultura del diario mexicano La Jornada. Ha sido reconocida por la comunidad libanesa en México con el Premio Biblos” al Mérito 2013; en 2019, recibió en México la Medalla de Bellas Artes en el área de Literatura.

 

Foto por: Juan Barbosa

 

Tres poemas

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Pastoral de privados

Vuelve el peso del verdor. Vuelve
a florecer
el peso.

Vas acercándote al centro, un meollo
en que las plantas cantan su pigmento
a todo aquel que escucha con los ojos
o sabe
callarse
para ver.

Las hojas no se cimbran en la boscosidad
surcada por el ímpetu del tren.

Es la rara quietud antes de la tormenta
o la vaga señal de algún revelamiento:

sumido en la frecuencia de un historial sin fechas
qué logra perturbarlo allá en la gruta
de lo intransitable,
en el cañón ignoto
donde los cascabeles del envés
son un licor acústico que mece a la conciencia.

Es el vagón que tiembla, a lo sumo,
con la gota de escarcha
que se precipita
de una corola
a otra
sin vaporizarse.

Algo inaudito está por suceder
pero puede que no nos enteremos.

 

 

Ciencia infusa

Ráfaga que ocurre, breve
cada vez
más breve.
Francisco Ferrer Lerín

 

Me abandono a la marea de lo informe
hasta perder noticia.

Todo es tan relativo
que lo mismo da
pesar o no pesar.

Undosa evanescencia
la de estar aquí, la de ir aconteciendo
rozando apenas el suelo,
tangenciando una patria
al habitarla,

tocando muy por encima
el barniz del planeta
al transcurrir veloz de la existencia.

Durar es escurrirse hacia la muerte,
caerse de costado, sobre la línea del tiempo,
virar rumbo al otoño, dando vuelta continua, doblar
perpetuamente.

En el fluir del ímpetu, en los lapsos
de goce repentino
anidan recovecos
donde la eternidad obsequia su primicia.

 

 

Puntos sobre las íes

A espaldas de este mes
que a duras penas sobreviviremos
se extiende la gran fosa, el imponente vado
donde reposa, hiberna,
fermenta
y
se dilata
el huevo del vacío.

Hay agua y pan
pero no son, no el ritmo
de las epifanías
y los descubrimientos incesantes
abriéndose como una flor nocturna
que incita al estupor y suministra
el don de tener sed.

Hay lo mínimo
pero no lo esencial, y este ir pasándolo
quemando los cartuchos de las horas fecundas, produciendo bilis
y fustigando el hígado
con brebajes de cólera infructuosa y elíxires de autodesmemoria
es ya nuestro deporte sedentario, nuestro reconfortante
y medicinal
juego de mesa.

Jamás saldremos del hoyo
ni haremos rodar la roca
más allá de la cuesta.

 

 

Jorge Ortega es poeta y ensayista nacido en Mexicali, Baja California, en 1972. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado una docena de títulos de poesía en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (tsé-tsé, Buenos Aires, 2003), Estado del tiempo (Hiperión, Madrid, 2005), Devoción por la piedra (Coneculta Chiapas, 2011; Mantis, Guadalajara, 2016) y Guía de forasteros (Bonobos, México, 2014). Poemas, artículos y reseñas suyos han aparecido en variados medios literarios y culturales de Hispanoamérica, tales como Nexos, Letras Libres, Crítica, Quimera, Revista de Occidente y Periódico de Poesía, así como en otros del mundo anglosajón: Bulletin of Hispanic Studies, The Black Herald, The Bitter Oleander, World Literature Today, Poetry International e International Poetry Review. Además del inglés, su trabajo poético ha sido traducido al chino, alemán, portugués, francés e italiano, y forma parte de múltiples antologías de poesía mexicana reciente. Su libro Dévotion pour la pierre fue publicado en Québec en 2018 en Les Éditions de La Grenouillère en versión al francés de Françoise Roy, y en 2020 el sello romano Edizioni Fili d´Aquilone editó Luce sotto le pietre, antología de su obra poética traducida al italiano por Alessio Brandolini. Entre otros reconocimientos, ha obtenido el Premio Estatal de Literatura de Baja California en los géneros de poesía y ensayo, el Premio Nacional de Poesía Tijuana, y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines. En 2007 ingresó al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.

Tres poemas

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El aire en tus vestidos

saborear el viento
ser el aire que enreda tus tobillos
y sube por tu piel hasta morderte
                                                       pasar

como el arco a las cuerdas más tuyas
seguirte como el aire en tus vestidos

como aquella canción de no bailar
sino ser esos puntos en tus uñas
                                                       morir

para resucitar en tu tacto
besar entre los dedos de tus pies
tu carne y no palabras
                                              caos guturales
rayar tus huesos con mis uñas hondas
porque nada importa cantar
sólo romperse contigo

 

La celta

ahora que el celo de la celta no se halla en cama
me levanto temprano otra vez:
no hay nada ni a nadie
que ni a quien dejar
para irse a la ducha ronroneante

enciendo pues temprano mi lap-top
y hurgo en sus teclas:
rayas y letras sólo
para llenar de nuevo lo imposible

recuerdo que me iba a trabajar
y era un perro amaestrado en el subterráneo
con tu voz al oído como guía

destapo mi lap-top y hurgo en la nieve
a ver si encuentro un paso
una stella polaris
un hueso de palabras que morder
hueco
         estéril
                   rancio

un hueso tuyo ninfa que roer
para fundir contigo
esta nieve del alba
esta sábana tiesa de diciembre

 

Las noches de afrodita

Una cama king zise para alguien solo
es como un automóvil de cuatro puertas
para uno sin familia
                                   aunque esa oceanidad
sea la mejor de las previsiones
para una visita de la diosa

oleajes de satín para la venus
que cuelga el cinturón en el perchero
y mira con sus ojos pavonados
entre mandones y suplicantes:

bello hijo de gea
levanta esa karáfa
escancia su rubí sobre mi cuello
y bébelo en mi pecho
                                     pasa por los canales que la hebilla
dibuja para darse a la avidez
de tu lengua

y luego acércate a morir
al ponto que desean todos los dioses
como hombres verdaderos:
los que aman el mar
                                     piérdete como ícaro
y vuélvete leyenda
al goce del mayor de los naufragios

 

Juan Leyva (ciudad de México, 1960) es autor de cuatro libros y de siete en coautoría. Ha publicado poesía en diversos diarios y revistas de circulación local e internacional, así como ensayos, artículos, reseñas, crónicas de viaje, reportajes y traducciones. Su más reciente libro (en coautoría con Rosalina Ríos): Voz popular, saberes no oficiales: humor, protesta, disidencia y organización desde la escuela, la calle y los márgenes (México, siglo XIX), UNAM/Bonilla Artigas, 2016.

La casa del ciervo

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Sentada sobre aquella mesa circular, Ciervo
me dio por seguir el llamamiento en la Baross Utca;

era la hora de un saberse cubierta por el tiempo;

saberse un agua de tiempo como el aire;

un tiempo de luz que con su mismo sopor
va prolongando la vida;
ese tiempo fue uniéndose al sonido de campanas;
al griterío del concierto en la esquina donde los gitanos
se habían detenido a cantar y beber.

Escribía sobre la mesa circular
un apunte para un programa de radio
cuando escuché a la gente ir bajando del tranvía.

Aquella mañana había ido por flores
para un cumpleaños
y el florista pensó que yo era
una mujer turca
y le simpaticé.

Desde la mesa circular
veía ahora las flores
relumbrar de cansancio.

Poco a poco ese peso del tiempo
se fue convirtiendo en hastío;
ese cargar con todas las dudas del mundo
sin saber dónde colocarlas;
cómo huir de ellas.

Me levanté y eché a andar contigo, Ciervo.

Ibas a mi lado guiándome, ahora lo sé.

Eras pequeño entonces,
pero mi casa iba creciendo en tu cornamenta.

Con la extrañeza de estar sola en mis pasos
y saber que era una desconocida para todos,
anduve por las calles de Budapest.

Este abrazarme a mi puro estar empezó por ahí,
al mirar una ventana rota en el antiguo barrio judío,
y saber que esa falla y lo que había detrás
me pertenecían.

Lo mismo la sombra de la humedad en las puertas
que, de haber atravesado el umbral,
me habrían llevado a su libertad;

de cualquier manera llegó en la voz de aquel hombre:

le di un saludo perfecto en su idioma
y quiso entonces hablar, hablar, hablar.

Yo le di mis ojos, toda el habla de mis ojos,
toda la concordia de mis ojos,
y supe que lo que había por decir
estaba muy allá de esas palabras;

lo que había por decir
entraba ya a la sinagoga y a su orden desierto.

El abandono caminaba por ahí.

Entonces te sentí descansar a mi lado, en la banca,
sobre el pasillo que conduce al altar.

Nadie, sólo tú y yo, mi Ciervo, en ese sitio
al que tantos no pudieron volver.

Respiré con el mío, otro silencio.
Escuché su dignidad acomodarse
humildemente en el vacío.

Su invocación al perdón se irguió en
la madera y las piedras de lápidas
anónimas.

Avancé contigo hasta llegar al árbol de los nombres;
el árbol de las lágrimas de metal;
de las hojas como cuchillas pequeñas
para cortarse las muñecas
y sangrar en el centro de un jardín.

El olor de la sangre
es otra cosa de la que el tiempo desiste
sin abandonar, sin olvidar.

Ahí lo comprendí mientras carrozas
con miles de muertos marchaban
frente a nosotros en visiones de aire,
pues no había nada
nada,

más que el árbol de los nombres;

tú y yo, y el viento sordo meciendo el sauce
de lágrimas de acero.

Salimos a la noche.

La rueda de la fortuna interrumpió la sonoridad
del río y yo no supe a dónde ir, ni si quería.

Eché a andar y bastaba.

Crucé la calle de bares atestados y mi vaguedad se hizo
más feliz y profunda.

En la misma calle donde una mujer bien vestida,
había querido patear a otra, por pordiosera,
caminaban los turistas;
jóvenes salían de las oficinas a los bares
con alegría y fuerza para escarbar la noche.

Llegué en el tranvía número dos a la estación central,
intricada como el interior de un aparato electrónico
(me dije, “¿qué parte del aparato seré?”).

Bajando caminé por el lado de Pest. Seguía en el escaparate
la corbata rosada en la boutique que no abre jamás.

El zapatero que hace calzado a la medida también había cerrado la puerta.

Me adentré en la Fö Utca. Vi la cúpula del Kyráli.
¿Quién podría imaginar el manantial de paz dentro de esa ruina;
el tiempo de agua entre sus aguas deslizado en la piel hecha raíz,

prolongación del mismo tiempo?

Lo mejor del silencio es la manera en que todo llama
provocándote con su presencia inabarcable.

Por cualquier camino al que me dirigía llegaba al mismo deslumbramiento,
a la misma orfandad;
pero mi corazón era del frío, del viento y la noche;
de la humedad y el sudor.

No hay manera de negarse al llamado cuando se es parte de la perdición
y descubres en ella la vida irradiando.

Lo supe en el momento de trasponer la calle
para entrar al estudio y a mi habitación;
el universo respiraba a través de mí, agotado;
caía sobre la gata de Vania, la vecina
cuando salí del ascensor y abrí la puerta en el portal,Ç
a oscuras, y entré en el espejo de las cosas
que me saludaban sin dejar de mirarme,
incluida la mesita redonda donde, Ciervo,
echaste a dormir
en el centro de una pradera de cobre.

 

* Fragmento XXVIII perteneciente al libro del mismo título.

 

Araceli Mancilla (Estado de México, 1964) vive en la ciudad de Oaxaca. Es abogada con posgrado en Cultura Contemporánea. Ha publicado los libros de poesía: Desde la sombra (UNAM, colección El ala del tigre, México, 1999); Al centro de la ínsula (Instituto Oaxaqueño de las Culturas, 2001); A luz más cierta (IOC, 2004); Instantes de la llama (Almadía, Oaxaca, 2005); La mujer del umbral (Mano Santa editores, Guadalajara, 2016), Brazos del tiempo (Universidad Autónoma Metropolitana, 2017), El último río (Ediciones La Maquinucha, IAGO, Oaxaca, 2019); y el libro de ensayo Los astros subterráneos. Mito y poesía en Clara Janés (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2016). Trabajos suyos forman parte de antologías y publicaciones mexicanas y del extranjero. Colabora regularmente como articulista en periódicos y revistas locales y nacionales. Actualmente se dedica a la promoción cultural, a la edición de publicaciones literarias bilingües en lenguas originarias y es consejera y facilitadora docente en el Centro de Estudios Universitario del Pueblo Xhidza (CEUXHIDZA), situado en la población de Santa María Yaviche, Sierra Norte de Oaxaca, donde se imparte una educación de diálogo intercultural.