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La travesía que encierra el nombre

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Si tendríamos que ubicar un espacio y un tiempo, me imagino que esta historia transcurre alrededor del motor de un automóvil. Cuatro hombres se reúnen a su alrededor con el pretexto de intentar repararlo o en realidad están en un siglo en el que el fuego ha sido desplazado como el lugar en donde se cuentan las historias. Estos hombres son hermanos y aún no lo saben, pero pertenecen a una especie que se encuentra en vías de extinción. Son los Bujeiro, viven en México, pero descienden de un hombre que vino hacia el fin del siglo XIX desde Galicia, España. No se sabe si este individuo vino a buscar fortuna, un nuevo destino, una familia o exactamente qué. Murió y no dejó detrás de sí nada más que el apellido y cinco hijos que intentaron reproducir la especie. No porque intuyan el estar en peligro de desaparecer, sino simplemente porque es algo que los humanos hacen sin cuestionarse: dejar constancia de un pedazo de ellos en los que le siguen. Yo pertenezco a esta especie en peligro, pero mi tipo de constancia es más bien incierta. Soy un testigo, a mí sólo me toca contar la historia. En este preciso momento no sé alrededor de qué estamos. Puede ser una pantalla, un teatro o alrededor de mi escritorio. Yo siento que el escenario ideal debe ser el asiento trasero de un taxi, porque es ahí donde he escuchado las mejores historias.

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Como dramaturga nunca pensé en abandonar la máscara del personaje. Pienso siempre en la lección de Kafka, en el trasvase que encuentro entre sus diarios y la forma en la que se arropa de una botarga de gorila, rata, topo o escarabajo. En como se resta el nombre hasta dejarlo en una letra para poder pasar desapercibido. Mis ejercicios de escritura de adolescencia me enseñaron, sin saberlo, el ejercicio de Kafka. Hablé con la cara de un perro, la máscara de un niño asesino, las piernas de una mujer rota. Así me hallé en el mundo de la escritura y lo teatral me vino más tarde como anillo al dedo. Nunca me lo planteé, ni me pasó por la cabeza ir de la tercera a la primera, como un cambio de velocidades que pudiese acelerarme hacia otro plano de la realidad. Poco entendía del ensayo literario y esa declaración en la que Montaigne se reconocía como la materia misma de sus escritos. Pensaba yo que era cuestión de narcisismo, falta de ideas, textos de vista corta. Estigmas preconcebidos en la franca ignorancia o en alguna clase de trauma que no sabría explicar en donde adquirí. Todo esto cambió con un mensaje.

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La red social es una forma de ser fácilmente localizable, expuesto, un lugar en donde ser y ser visto. Y si bien casi todos abrimos una cuenta para husmear en la vida de nuestros conocidos, promocionar nuestros nimios logros cotidianos o saber algo de la suerte del compañero aquel del que nos enamoramos en tercero de primaria, hay quienes expanden sus búsquedas a ciertas cuestiones que a otros nos pasan desapercibidas. La génesis de esta historia comienza en ese entorno con el mensaje de un hombre con el que comparto apellido, más no geografía, la comunicación era simple: me pregunta cómo es que “Bujeiro” llegó hasta donde estoy. Antes de contestar, pasé por su perfil y sólo pude ver que lo único que se mostraba eran las fotos pornográficas de un gato. Interactuar con semejante individuo no me pareció nada atractivo y lo dejé pasar. El tema siguió a la deriva y no pasó mucho tiempo para que recibiera un mensaje similar. Esta vez provenía de una historiadora radicada en Galicia, quien se encontraba realizando una investigación sobre la migración del apellido. Nuestro intercambio fue más amable y en la conversación me di cuenta que no sabía absolutamente nada de mi ancestro, el señor aquel que se bajó de un barco en México sepa por qué motivos. No sabía nada, ni siquiera su nombre y eso que llevo su apellido a cuestas. El nombre de familia es algo tan propio y extraño a la vez. Durante toda tu vida pasas lista, te identifican en las credenciales, los pasaportes, da lugar a los apodos y quizás porque lo llevo pegado, rara vez me pregunté por él. En la adolescencia me enteré que venía de Galicia y hasta entrada la adultez supe que había un idioma Gallego que precedía históricamente al Portugués. He cargado conmigo esa cosa que me distingue del resto y que a la vez no me pertenece. Esa cosa que contiene un universo que me es completamente desconocido. Me pregunto por qué el bisabuelo no dejó más que el nombre. Ninguna tradición, platillo, dicho, canto, nada. La historia que los hombres alrededor del motor cuentan es que murió joven, dejando atrás varios hijos de los que mi abuelo era el mayor. Ninguno de los cuatro sobrevivientes de esa familia nuclear hablaron lo suficiente del hombre que vino de lejos, ni sus motivos para reubicarse en una tierra tan lejana, sólo certificaban su existencia con una carta de permiso de trabajo emitida por el Rey de España, misma que se perdió entre los hijos de los hijos. Y así yo cargo el nombre, el nombre conmigo. No nos molestamos, ni nos sorprendemos cuando nos preguntan de dónde viene, cuando le insertan una ‘r’ y nos identifican con las brujas o las bujías de un automóvil. Tampoco cuando nos dicen que es raro y es que en verdad lo es, somos la única familia en México con ese apelativo. Sin saberlo, la historiadora gallega me abrió una puerta hacia ese horizonte y más cuando me reveló la inquietante noticia que el apellido Bujeiro estaba en peligro de extinción. Esa pauta me dio a pensar que ahí se encontraba el germen de una obra. Una obra que no podía imaginar en un ámbito que me fuese conocido, pues no podía concebir que tal historia pudiese ser dicha por un personaje que no fuera yo. Desde ese mensaje y la noticia de nuestra inminente desaparición me propuse avanzar sobre esa geografía ignota, no sin una duda: ¿Uno mismo puede ser el personaje de sí mismo?

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Todo escribano sabe lo que es tener una tentación de historia. Algo que contar con el motivo de mantener la atención de otros por un momento de sus vidas. Ese tiempo suspendido que nos ayuda a pasar de largo y quizás deje fijo algo en la memoria del otro, algo de nosotros. Una necesidad de dejar huella y más aún si hay una amenaza de desaparición. Gracias a la tentación de historia que tenía enfrente me tenía que atrever a acceder a esa temida primera persona, sin saber si esto estaba permitido para mi género literario tan propio al juego del disfraz y la máscara. No pasó mucho tiempo en que la fortuna me puso a un lado de Sergio Blanco en un encuentro de dramaturgos, el autor uruguayo que se ha convertido en el embajador de la autoficción escénica, cuya poética y práctica me permitió pensar en una vía posible para la resolución de mi relato. Blanco me ha ayudado a pensar en los interesantes meandros que componen la entelequia de la primera persona, pues siempre hay una carga de verdad y mentira sobre nosotros mismos, como la imagen que nos devuelve el espejo, que es muy distinta a lo que miran los demás de nosotros. Y tal parece que todo llegó a tiempo, porque decirse a uno mismo está en boga, ya que el siglo XXI estableció la caída de los grandes relatos como norma. Ahora todas las historias mínimas se han vuelto importantes, todos somos susceptibles a tener un reality, crearnos una persona en redes sociales o intentar salvarnos por algún medio porque estamos en peligro de extinción. Me parece que todo esto puede ser reducido a la idea del viaje en taxi, en donde el conductor siempre cuenta una historia de la cual es el protagonista. Puede adornarla tanto como quiera. Mentir y agrandar los detalles. No podemos juzgarlo por todo lo que dure el viaje, somos su público cautivo. Hay veces que urgimos bajar y otras en las que el relato nos invita a esperar un poco más, sin importar que siga corriendo el taxímetro.

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A diferencia de otros que quieren fincar una historia de familia, yo carezco de evidencias comunes. No hay fotos, anécdotas, rastros de ese hombre que vino de tan lejos portando un nombre que correría con la poca suerte de ser preservado. ¿Qué queda de nuestro paso por la tierra sin esas huellas? ¿Quién podrá decir que hemos existido? La respuesta es simple: las actas de nacimiento y defunción. Esos documentos que certifican una existencia por medio de la descripción de escenas, testigos, causas. Todas retratan escenas similares en las que un nuevo ser humano es presentado ante los vivos, otro deja constancia de cómo se aleja de la existencia. Por suerte hallé el acta de defunción de mi bisabuelo en un sitio de internet que cobra por investigar tu árbol genealógico. Ahí se describe una escena clara: está acompañado de dos hombres, recuerda el nombre de sus progenitores, el lugar de su nacimiento (Santa María, A Coruña), dice que está casado, pero no se sabe con quién. De los hijos que deja tras de sí nadie habla, no están ahí. Este hombre llegó solo a este continente y así se fue. Murió solo en un cuarto lejos de su hogar, rememorando una tierra que nunca volvió a ver. Compruebo según las fechas que no murió tan joven como dicen, ni en las fechas que yo calculaba. Al parecer estaba desterrado de su propia familia por un motivo que desconozco. En mi indagación descubrí que el gallego tiene un sentimiento particular: la morriña, una tristeza o melancolía cuando se está lejos de la tierra natal. Las actas de defunción comunes no dicen tanto y por la cantidad de información que contiene el documento de despedida de Casimiro Serafín Bujeiro Otero, es claro que el hombre sostuvo este sentimiento en sus últimos momentos de vida.

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En la tentación de esta historia siento que yo soy la encargada de volver a esa tierra, tengo la intención de trama heroica de ser la primer Bujeiro que regresa a Galicia después de 120 años para recorrer los pasos perdidos de ese extraño del que desciendo y así ver con mis propios ojos ese lugar que dio origen a nuestra especie. Mis planes de viaje se pusieron en marcha a la vez que el curso de un virus se salía de control. Sobra decir qué, cómo y cuándo, todo se detuvo. Quedó en pausa no sólo la vida cotidiana, sino la lucha feminista, las demandas por la ecología y los movimientos migratorios masivos, entre muchas cosas más. Me da la impresión que estábamos en el juego de las sillas y la música paró indefinidamente, dejando a los jugadores confusos y cansados por no poderse mover de su sitio. Con una situación similar en mil ochocientos noventa y tantos, mi bisabuelo, Casimiro Serafín Bujeiro Otero no hubiera podido llegar nunca a México. Habría tenido que permanecer en Galicia, una tierra rezagada en la miseria agrícola, en la que la revolución industrial permanecía fuera de su alcance. Una tierra que pedía perdón a sus habitantes por no poder darles un lugar en donde poder prosperar. Quizás hubiera muerto allá de hambre o de viejo o en un accidente de tránsito. Yo, por supuesto, nunca habría existido, no estaría aquí y ahora escribiendo esto. La tentación persiste, pero mi historia pierde escala de importancia o la gana, según el ánimo o el día. Es 2020 y no somos sólo nosotros, se potencia el riesgo de desaparición de la especie humana en general. ¿Valdrá la pena seguir con esta necedad? ¿Dejarse llevar en el río de lo general por lo particular? ¿Dar marcha atrás en la primera y volver al disfraz? Todo parece poco probable, todo parece posible. Vuelvo a los escenarios que ya he creado en mi mente y pienso en aquellos hombres alrededor del motor. Algo me dice que esperan mi historia. En sueños, quizás, ellos me dicen que es un tiempo apto para las elegías. Estamos suspendidos en un movimiento imaginario. La travesía del nombre apenas ha comenzado.

 

 

 

Verónica Bujeiro es dramaturga, guionista e ilustradora mexicana. Licenciada en Lingüística por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Es egresada del curso de Guión Cinematográfico por el Centro de Capacitación Cinematográfica.

De entre sus obras llevadas a la escena destacan: La tristeza de los cítricos, La inocencia de las bestias, Nada es para siempre Producto farmacéutico para imbéciles. Colabora frecuentemente en publicaciones como Letras Libres y la revista Casa del Tiempo-UAM. Asimismo se desempeña como docente de talleres de dramaturgia y creación literaria.

Ha sido becaria del Instituto Mexicano de Cinematografìa, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y la Fundación para las Letras Mexicanas.

En el ámbito del teatro, ha participado en los programas del Lark Play Development Center (Nueva York), el Instituto de Teatro de Praga y Panorama Sur (Buenos Aires).

En 2002, fue finalista del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo.

Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-FONCA.

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