En enero de 2008 el teatro me llevó a la ciudad de Varsovia, en la que nunca había estado. Una mañana, libre de compromisos, eché a andar dejándome guiar por el mapa que me habían dado en la recepción de mi hotel. Y a mi hotel estaba volviendo para comer después de visitar el restaurado casco viejo de la ciudad cuando mi mirada cayó sobre lo que parecía una antigua iglesia. Al acercarme, vi que el edificio, a cuya puerta había un coche policial, no era una iglesia sino una sinagoga. Yo nunca había estado en ninguna, si bien –recordé en aquel momento– de niño, en Madrid, yendo hacia la Biblioteca Popular de la calle Felipe el Hermoso, pasé muchas veces ante un edificio que, según oí decir entonces, era una sinagoga. A cuya puerta, por cierto, siempre había, como ante ésta, un coche policial.
La sinagoga ante la que ahora me encontraba se podía visitar fuera del horario de culto, cosa que hice. Tras observar con atención el templo –tan parecido a las iglesias cristianas, tan distinto de ellas–, descubrí una escalera que llevaba a la planta superior. Allí, en una pequeña sala, una mujer preparaba una exposición. Se trataba, según me explicó, de fotos del gueto recientemente descubiertas. Junto a cada foto, la mujer colocaba un cartelito, en polaco y en inglés, indicando el lugar en que probablemente se tomó la instantánea sesenta años atrás. A mí se me ocurrió sacar mi mapa y marcar con cruces esos lugares. Al salir del templo, en vez de reanudar mi camino hacia el hotel, busqué el lugar más cercano entre los que había señalado en el mapa. Cuando llegué a ese lugar, no encontré nada de lo que acababa de ver en la foto. Faltaban, desde luego, las personas, pero también todo lo que en las fotos las rodeaba. Anduve hacia la siguiente cruz y, de nuevo, encontré que todo –personas y paisaje– se había desvanecido. Continué caminando, guiado por las cruces de mi mapa, hasta un pequeño parque en que me detuve ante una piedra negra en que estaban escritos los nombres de lo sublevados de abril del 43, que allí habían muerto. Entonces, ante la piedra negra, me di cuenta de que la noche había caído sobre mí.
Algún tiempo después empecé a escribir mi pieza El cartógrafo, cuyo subtítulo es Varsovia, 1: 400.000 y en la que una experiencia semejante a la que acabo de relatar es vivida por Blanca, esposa de un diplomático español destinado en Varsovia. En mi ficción, Blanca entra en la misma sinagoga en la que yo entré, y cuando vuelve a ella para ver otra vez las viejas fotos del gueto, conoce a un hombre que le cuenta la leyenda del cartógrafo. Conforme a esa leyenda, durante la ocupación alemana, un cartógrafo anciano e inválido se propuso dibujar un mapa del gueto, es decir, el mapa de un lugar en que todo –empezando por las cuatrocientas mil personas allí enjauladas– estaba en peligro. No pudiendo salir él a las calles, el éxito de su tarea dependía de una niña, su nieta, que iba donde él le indicaba a buscar los datos con que hacer y rehacer el mapa. La leyenda del cartógrafo –inventada por mí, creo– impulsa las dos tramas sobre las que se desarrolla la obra: la de Blanca buscando en la Varsovia actual aquel mapa y la del anciano y la niña construyéndolo sesenta años atrás. Finalmente, las dos tramas parecen converger cuando Blanca encuentra en la Varsovia actual a una anciana llamada Deborah en la que ella quiere ver a la niña cartógrafa. Pero Deborah niega ser aquella niña y dice no creer en la leyenda. Sin embargo, Deborah reconoce que le gustaría que la leyenda se transmitiese, preferiblemente a través de una obra de teatro porque, según afirma, “en el teatro todo responde a una pregunta que alguien se ha hecho. Como los mapas”.
Raramente comparto las opiniones de mis personajes, pero creo que la vieja Deborah acierta al comparar el arte del teatro con el de los mapas. Los cuales, según explica a su nieta el viejo cartógrafo en una de las primeras escenas de mi pieza, nunca son neutrales en la medida en que se construyen a partir de una pregunta decisiva: ¿Qué incluir y qué dejar fuera? Pregunta que es precisamente la primera que toma el hombre de teatro –el dramaturgo, el director, el actor…–, que jamás es neutral.
Unos ciudadanos, los actores, convocan a la ciudad para darle a examinar posibilidades de la vida humana: eso es el teatro. Nace de la escucha de la ciudad, pero no puede conformarse con devolver a la ciudad su ruido; ha de entregarle una experiencia poética. No es un calco, es un mapa. Arte político en la medida en que se hace ante una asamblea, lo será especialmente si los actores convierten el escenario en espacio para la crítica y para la utopía: en lugar para el examen de este mundo y para la imaginación de otros mundos. Es decir, si los actores se enfrentan a este mundo. Si suele decirse que el teatro es el arte del conflicto, debe añadirse que no hay conflicto más importante entre los que puede ofrecer el teatro que aquel que se da entre los actores y el público. El teatro convoca a la ciudad para desafiarla. Por eso, igual que un mapa, un teatro que no provoque controversia es un teatro irrelevante. El mejor teatro divide la ciudad. Pone ante la ciudad lo que la ciudad no quiere ver. En vez de a lo general, a lo normal, a lo acordado, atiende a lo singular, a lo anómalo, a lo incierto. A aquello que la ciudad quiere expulsar del territorio y del mapa. Un teatro valioso, como un valioso mapa, nos sitúa otra vez en la escena original: aquella en que la ciudad establece sus límites.
Tuve todo eso en la cabeza al escribir El cartógrafo. Muchas dudas también. Temía estar sumándome a aquellos que se acercan a espacios de sufrimiento por su siniestro glamour, por el paradójico brillo aurático que de ellos se desprende y que atrae al creador de ficciones como si al ubicar éstas allí las dotase de un prestigio adicional, de un valor suplementario. Temía dar respuestas ingenuas a problemas mayores de la ética de la representación: ¿Cómo representar aquello que parece tener una opacidad insuperable?, ¿cómo comunicar aquello que parece incomprensible?, ¿cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? Temía estar eludiendo una pregunta que todo hombre de teatro ha de hacerse: ¿Qué derecho tengo a dar un cuerpo a la víctima, a darle un rostro? Pero junto a aquellas dudas, sé que también me acompañaron razones especialmente fuertes, también de orden moral antes que estético, para empeñarme en la escritura de El cartógrafo.
Estoy entre los que creen que no podemos ceder el escenario a negacionistas o revisionistas, ni dejar la representación del sufrimiento en manos de quienes trivializan el dolor, desprecian a las víctimas o son comprensivas con los verdugos. Y estoy entre los que creen que la memoria de la injusticia es nuestra mayor arma de resistencia contra viejas y nuevas formas de dominio del hombre por el hombre. Hacer un teatro que dé a mirar esos lugares de sufrimiento es parte de nuestra responsabilidad para con los muertos y para con los vivos.
El teatro no puede hacer del espectador un testigo, pero acaso sí un portador de testimonio. No puede resucitar a los muertos, pero sí construir una experiencia de la pérdida. No puede hablar por las víctimas, pero sí hacer que se escuche su silencio. El teatro, arte de la palabra pronunciada, puede hacernos escuchar el silencio. El teatro, arte del cuerpo, puede hacer visible su ausencia. Y así, ayudarnos a ser más críticos y combativos, más vigilantes, más valientes contra la dominación del hombre por el hombre. Al proyecto de olvido de los verdugos y de sus herederos debería oponerse un teatro de la memoria que participe en el combate contra la docilidad y el autoritarismo.
En El cartógrafo, una mujer herida vaga por las calles de Varsovia en busca de un mapa que, sin saberlo, está dibujando con sus pasos. Mi sueño es que, al ver la obra en escena, algún espectador encuentre el mapa que yo no he sabido trazar.
Juan Mayorga, Elipses (Ensayos 1990-2016)
Ediciones La uÑa RoTa (Segovia, 2016)
Juan Mayorga nació en Madrid en 1965. Realiza sus estudios superiores de Filosofía en la UNED y de Matemáticas en la UAM. Obtiene la licenciatura en ambas disciplinas en 1988. Amplía estudios en Münster (1990), Berlín (1991) y París (1992). Se doctora en Filosofía en 1997 con una tesis sobre Walter Benjamin , “Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin”, por la que recibe el premio extraordinario.
Ha estudiado Dramaturgia con Marco Antonio de la Parra, José Sanchis Sinisterra y en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. Ha sido profesor de Matemáticas en Madrid y Alcalá de Henares, profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y director del seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo en el Instituto de Filosofía del CSIC. Ha dado talleres de dramaturgia y conferencias sobre teatro y filosofía en diversos países. Ha sido miembro del consejo de redacción de la revista “Primer Acto” y fundador del colectivo teatral “El Astillero”.
Actualmente es Director de la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid.
Entre otros ha obtenido los premios Nacional de Teatro (2007), Nacional de Literatura Dramática (2013), Valle-Inclán (2009), Ceres (2013), La Barraca (2013), Premio Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013) y Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales (2016).
Foto: Paco Navarro