El héroe y el payaso

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El héroe y el payaso

Abanicando con alas, los pichones aterrizaban en el adoquín del parque y de buenas a primeras se ponían a picotear los granos que un viejo esparcía. Entre picoteos, saltos y aleteos, unos machos sacaban arrullos de sus buches hechos acordeones. Mientras las melodías de sus cortejos reverberaban en el aire lleno de polvo, barrían el suelo con sus alas como si asearan la pista de baile.

Sentado en una banca, Pavle observaba a un pichón desenvuelto en su presunción que no escatimaba esfuerzos para hacer notorio su primor. Presumía el brillo de su plumaje en el sol del atardecer. Un collar de arcoíris aparecía y desaparecía según la postura que el cantor asumía en el despliegue de su redondez. Ante el remolineo de plumas y arrullos, Pavle se acordó del palomar de su infancia. Envuelto en redes de alambre, estaba casi a prueba de garras felinas y manos ladronas.

Dos muchachos penetraron en el parque gesticulando y hablando a gritos. Sin previo aviso, se acomodaron en la banca haciendo sándwich de Pavle.

–Hola Pavle –uno de los recién llegados soltó el saludo y Pavle se quedó mirándolo. –¿No te acuerdas de mí?

–No. ¿Debería acordarme de ti?

–Ah, ya no te acuerdas de los viejos amigos. –Negó con la cabeza el recién llegado como si quisiera sacudirse la decepción que le ocasionó la reacción de Pavle. Pero, la mueca del decepcionado recorrió el camino del olvido para recordar a Pavle aquella cara infantil de su infancia.

–Claro que me acuerdo de ti Mile. ¿Quién se puede olvidar de un compañero de la primaria como tú? –Pavle se acordó de las mañas y las perfidias precoces de su compañero. –¿Y te acuerdas de él? –Mile lanzó la mirada hacia su amigo que estaba sentado al otro lado de Pavle.

–¿Cómo no me acordaría de Vlada, un amigo sincero y un jugador de futbol de primera? – Una sonrisa se estiró en la cara de Pavle mientras se acordaba de las puñaladas traperas que estos bribones le habían asestado durante sus primeros pasos de la vida escolar. Fue una introducción a la vida real que contribuyeron a su formación y, acaso, a la deformación.

Vlada devolvió la sonrisa a Pavle descubriendo sus dientes hasta las encías. Apareció la cara equina que este había estrenado de niño. Además de la dentadura formidable, Pavle notó que los músculos de Vlada ponían a prueba su camisa delgada.

–Pues, ¿qué están haciendo compañeros? –Pavle trató de superar la sorpresa con palabras mistosas y una palmada en el hombro de Vlada.

–Nada nuevo, por aquí –respondió Vlada.

–¿A qué se dedican? –Preguntó Pavle con ojos llenos de curiosidad por la vida de sus amigochos.

–A lo que se ofrezca. Todo el mes pasado trabajamos en la estación de trenes, pero a Mile lo echaron por flojonazo –y Vlada pasó saliva como si degustara su comentario.

–Conseguí mejor trabajo –replicó Mile–. En una gasolinera. Trabajo fácil y con propina –y puso cara de satisfacción.

Poco a poco, los dos se pusieron a contar a Pavle sobre sus destrezas laborales y propinas notables. Sus manos diestras han realizado labores diversas y acumulado dinero contante y sonante. La mano de Vlada confirmó las ganancias con una palmadita sobre su bolsillo de pantalón.

Pavle levantó una ceja al enterarse que Mile se había casado. A una muchacha afortunada a su casa trajo, pero, una noche, por ingenuidad o malestar estomacal, esta salió a la calle a tomar aire y se perdió. El dolor estomacal puede ocasionar la disfunción mental, así le dijo el médico de la colonia sin cobrarle por esta mentira piadosa.

Según las palabras fidedignas de Vlada, la familia de Mile salió en tropel a buscarla por las calles del suburbio. Por tanto apuro que requirió la seriedad del asunto, la suegra olvidó la olla de frijoles en la estufa. Una vez rendidos ante la imposibilidad de recuperar a la preciosa esposa, regresaron a casa cabizbajos. Antes de pisar el umbral de la puerta, el humo y el olor agrio les salieron al encuentro. Al incursionarse humo adentro, descubrieron que la olla había sufrido una erupción. La lava de frijoles por la estufa corrió y, en el piso, chorreó. En primera instancia, el olor a frijol y chamorro de puerco tentó el olfato del vecindario, pero su llegada a la olla fue impedida por el recuerdo de la disposición bélica de la familia de Vlada. Por tanto, la comida quedó desperdiciada y la vecindad desanimada. Se les salieron lágrimas a los suegros. A uno por la comida requemada, a la otra, por la ayuda de la nuera desperdiciada. Mientras limpiaban el piso, las lágrimas diluían el dolor ocasionado por la doble pérdida.

Escuchando la contra ofensiva de Mile, Pavle averiguó que Vlada tuvo mejor suerte con su dama. No hubo pérdida de comida ni alboroto en la colonia, todo se dio con sigilo y premeditación. Mientras Vlada pintaba una escuela, un electricista de mucha labia embelesó a su mujer y a su pueblo la acareó. Esta le pintó un dedo a Vlada por no haber cumplido con su promesa de una casa de sus suegros alejada. Según Mile, la mano del electricista fue tan inspirada por la mujer de Vlada que, en menos de una semana, la mitad de la calle quedó electrificada.

Mientras Vlada y Mile sus difamaciones intercambiaban y con los toques personales coloreaban, Pavle se acordó de aquel día en que estos pícaros sacaron al maestro de matemáticas de sus casillas. De los confines de la memoria de Pavle, surgieron las oraciones embrolladas de sus compañeros. “Yo no copié nada maestro. Llegando a mi casa, me puse a trabajar hasta que se acabó el aceite del quinqué. Se lo puede confirmar mi abuelita. Palabra de honor, maestro”. “Y tú Mile ¿de uién copiaste la tarea, ¿ah?” “¿Cómo cree maestro? Tomé el autobús después de las clases y fui derechito a mi casa para hacer mis tareas. Vlada se lo puede atestiguar, allí se estuvo todo el tiempo, en mi casa.” “¿Ah, sí? Allí se estuvo en tu casa electrificada y a la vez consumió el aceite del quinqué de su abuelita.” La lluvia de bofetadas tronó en las mejillas de los narradores de historias encontradas. Con una meticulosidad sádica, la atención del maestro alternaba de un muchacho a otro. Con una mano jalaba de la oreja de Vlada mientras bofeteaba a Mile con la otra. Luego alternaba las actividades de sus manos para completar las raciones ameritadas. Un rubor vivo afloró en los cachetes de ambos, tan vivo que el maestro lo definió como prueba incuestionable del arrepentimiento por el pecado cometido “en el tortuoso camino de la mentira”. Los padres de los castigados felicitaron al maestro por abrir el camino de formación integral a sus hijos.

–Oye Pavle. Nos dicen que fuiste al otro lado del charco. ¿Qué hacías por allá? –peguntó Vlada.

–Si lo supiera, se lo diría, compañeros. Nunca tuve la oportunidad de averiguarlo. Creo que me perdí. Es fácil perderse cuando uno anda lejos de su casa.

–¿Cómo que te perdiste? ¿Son tan enormes las ciudades por allá? –insistió Vlada. –Sí, enormes, más que nada fantasmagóricas. En las calles se cruzan muchas corrientes como si estuvieras en el mar abierto. Suele suceder que los forasteros se zambullen en una corriente y otra los arrastra. Sus tripas revienten de tanta purga salada. Así se dejan llevar del tingo al tango aguardando el momento de agarrarse a las piedras de fango.

–Como si estuvieras en las redes de pesca que el mar enreda y arrastra ya pa’ un lado, ya pa’l otro. ¿No?

–Así es, Vlada. Quedas a la merced de las corrientes fuertes e ineludibles.

–¿Qué es ineludible? –preguntó Vlada.

–Quiere decir que, aunque te revuelques como un pez, las redes te aprietan y zarandean hasta dejarte atónito y manso. Luego, los surfistas se lanzan a tu búsqueda, motivados por la prima que cada

pez gordo conlleva. Entre más alejado de la costa te encuentres, mejores son sus probabilidades de pescarte. No sé qué te conviene menos, que los surfistas te enganchen o que te ahogues. Supongo que depende de lo que aborrezcas más, el sabor de sal marina o el aprieto de una lata de sardinas. ¿Entienden ahora lo que ineludible significa en alta mar?

Las frentes de Vlada y Mile quedaron más arrugadas que durante todas las clases de matemáticas juntas. Más que nunca, sus mentes quedaron empapadas de nociones opacas. Una y otra vez, buscaron la salvación en las explicaciones de Pavle que contribuyeron poco al entendimiento y mucho al enmarañamiento.

–¿Por qué los surfistas no buscan a sus marineros locales sino a los extranjeros? –preguntó Vlada–. No son tan mala onda después de todo, salvan a los forasteros, ¿ah?

–Porque sus marineros no muestran signos de pánico ni revelan su ubicación pataleando. Ellos conocen el mar y dejan que la marea los lleve a buen puerto. No necesitan que los surfistas los enganchen.

–¿Y qué hacen los forasteros durante las maniobras de salvación? –inquirió Mile. –Patalean y piden ayuda a gritos. Se comprometen con dar todo de sí mismos para no acabar en el fondo del mar. Aunque su salvación implique ser carne de cañón del mero dueño del tutti frutti. –¿Qué es eso, turituti? Dímelo en nuestro idioma –preguntó Vlada.

–Es un término que conjuga distintos sonidos surtidos de varios idiomas, pero no falla en acertar en el mismo significado. En la lingüística, el término baila y se viste de distintos colores. Pero, en la práctica, todas las versiones coinciden con el mismo significado.

–No friegues, dímelo para que lo entienda. –La voz de Vlada cobró un tono de enojo. –No necesito decírtelo, ya lo sabes –y las miradas de Pavle y Vlada se cruzaron. –¿Es lo que pienso? –preguntó Vlada.

–En esta ocasión, afortunadamente, no tienes que pensar mucho. No es una ecuación de matemáticas con números positivos y negativos –y Pavle rio.

–Y a ti, ¿te engancharon bien durante la salvación? –siguió indagando Vlada. –No, yo me enganché a la tormenta –Pavle hizo cuadritos de sus dedos imitando las garras de una fiera– y cuando el hato de surfistas vino por mí, nadé como condenando. A pesar de ser mal nadador, llegué a la costa sano y exhausto. Tuve suerte, por gracias divina, estaba en los bajos cuando naufragué.

–Te estás burlando de nosotros, pero espérate un momentico, compañero. Cuando te agarren los nuestros, te van a enganchar con un anzuelo formidable –y Vlada buscó la confirmación de su predicción en la cara de Mile.

–Así es la vida –comentó Pavle observando el cortejo de los pichones–. Todo tiene su principio, medio y fin. No hay de otra. Miren estos pichones, ahora bailando y cortejando, pero algunos de estos bailarines presumidos no sobrevivirán el invierno. Es el destino de los seres vivos. El privilegio de gozar la vida tiene que pagarse con la muerte.

–¿Tú estás listo para pagar la deuda de tus burlas? –preguntó Vlada.

–Tú hablas de mi deuda. Yo siento que, a mí, me deben por aquí y por allá, pero cada quien tiene su manera de registrar deberes y haberes. Supongo que el más fuerte se encarga de revisar las cuentas y declarar el monto final –Pavle bajó la mirada para contemplar un pichón que se acercó a su pie en búsqueda de un grano–. Pero, solo la muerte tiene la potestad de finiquitar todas las deudas.

–No lo tomes con tanto dramatismo, Pavle –comentó Mile enfatizando el término “dramatismo”, orgulloso de usar una palabra culta.

–Tienes razón. Me equivoqué de nuevo. ¿Cómo debería tomarlo? –preguntó Pavle. –Es que la gente habla de ti –dijo Mile meneando la cabeza para mostrar la falta de importancia que atribuye a los chismes–. Hasta algunos de tus familiares, pues, tienen dudas sobre ti.

–Tienen razón. Más vale desconfiar y equivocarse que confiar y fallar. Y más que nada, hay que desconfiar de los prójimos. Son los que consuman las más dolorosas traiciones. Mile y Vlada despegaron sus miradas de la cara de Pavle que se sonrojaba por la llegada de mal ánimo. Mile se recostó sobre el respaldo de la banca y Vlada inició la extracción de un cigarrillo de su cajetilla roja.

–¿Sabes qué escuchamos sobre ti el año pasado? –Mile sacó la pregunta que había guardado para el momento adecuado.

–No sé, pero debe ser algo importante si todo un año permaneció en tu memoria. Se hizo una pausa molesta. Mile y Vlada se reacomodaron en la banca y volvieron a intercambiar miradas. Las palabras les hicieron cosquillas en la lengua, pero ellos dudaron en soltarlas.

–Si quieren, compañeros míos, continuaremos nuestra conversación en alguna otra ocasión – Pavle amagó la retirada apoyándose en la banca.

–Espera, te lo cuento, te va a interesar. –Mile puso la mano sobre el hombro de Pavle y este permaneció sentado–. ¿De veras no sabes?

–En general, sé las cosas que el mundo desconoce e ignoro las conocidas –replicó Pavle. –Se dice que tú salvaste un avión que no podía aterrizar allá al otro lado del charco. ¿Es cierto? –peguntó Mile con una mirada inquisitiva.

–Sí, es cierto.

–También dijeron que iban a hacerte una entrevista en una cadena televisiva, pero tú no quisiste –continuó tanteando Mile.

–Es cierto. Me pidieron que no haga comentarios al respecto. En aquel entonces, tenía un poco más de confianza en esa gente. Por eso, más vale desconfiar que confiar, aunque uno se equivoque o se encuentre en alta mar. ¿Entienden? –Comentó Pavle y dio un codazo amistoso a Mile.

–¿Y cuánta gente estaba en el avión? –inquirió Vlada olvidando encubrir su curiosidad con indolencia.

–189, incluyéndome a mí y la tripulación, pero no estoy seguro. Es posible que hayan sido 179. En momentos como esos, le entra a uno el agua salada por todos los orificios y diluye la información.

–No te lo creo. Son de nuevo tus patrañas –tronó la voz de Vlada–. Vámonos a comer nuestras tortas y que Pavle se quede a contar sus cuentos a los pichones.

–Espera, mi tío trabaja en el aeropuerto, me lo platicó –comentó Mile–. ¿Qué problema tenía el avión Pavle?

–No podía sacar las ruedas antes del aterrizaje. Parece que se acostumbraron a escarmentar en partes originales como los hacemos nosotros con autobuses –comentó Pavle sonriendo. –¿Qué pasó exactamente? –preguntó Mile y los dos muchachos fijaron sus miradas en Pavle. –Estaba dormitando en un asiento ubicado tras el ala del avión cuando me di cuenta que este volaba en círculos. La temporada alta se acabó y el verano pasó. No debería hacer círculos como una urraca cuyo nido ha sido comprometido. Luego, el maldito avión hizo otra vuelta como si contemplara dos opciones, ¿aterrizo en tierra firme o el mar?

–Luego –continuó Pavle tragando saliva–, un chorro lechoso fue expulsado por algún orifico situado debajo del ala o la panza del avión. Ahora sí, sentí el cosquilleo del sudor en la frente. Sentí que finalmente me tocó el as negro, empero yo no tuve prisa para recogerlo. Al enderezarme en el asiento, vi, más allá de fila tras fila de respaldos y nucas, una azafata que surgió de la cabina del piloto. Se precipitó al compartimiento que colindaba con la cabina, estaba tantito por arriba de su cara. En su afán de abrirlo, le dio un arañazo con las uñas que escuché o imaginé. Pero sé que en la primera falló en dar con la asadura. Luego dio un zarpazo con acierto y la tapa del compartimento cayó abierta.

Se puso a escarbar con desesperación, como una ardilla en búsqueda de su avellana. Volaban los papeles, sacaba los folders, libros y panfletos, les echaba un vistazo y los arrojaba de regreso en el hueco de tal modo que estos obstruían su búsqueda. De improviso, quedó pasmada ante la cubierta plastificada de un librote. Sin cerrar el compartimiento, se escurrió de vuelta a la cabina con su avellana.

–Madre mía, qué ardillita tan comprometida con la búsqueda de la avellana escondida. Entonces, vi otro chorro de gasolina y me dije, ahora sí, vamos de panzazo al infierno. Qué tal si me muevo lo más lejos posible del tanque, el motor, los aceites… Me levanté con la intención de mudarme a la mera cola del avión. Hay que apostar en algún asiento y ver qué fortuna nos depara la ruleta de la turbina. Ojalá mi nuevo asiento no resulte ganador de un número de color negro.

–Al pasar por un espacio entre las rodillas de un señor y el respaldo de un asiento, le murmuré “nos vemos en el infierno”. Antes de emprender la retirada por el pasillo bordeado de caras dormilonas, mi mirada se enganchó en los ojos de una azafata, azules y brillosos de alarma. Estaba junto a la cabina de pilotos. Con un ademán de la mano, me conminó a sentarme. En lugar de doblar hacia el fondo como mi buen juicio lo indicaba, me dirigí hacia la azafata.

–Antes de que me acercara a ella, me azotó con sus gritos: “¡Tome su asiento!”, “¡Estamos por aterrizar!” Su cara estaba temblorosa, me acerqué y le dije con tranquilidad como si pidiera una soda: “lo sé, puedo ayudarles”. La duda se asomó a sus ojos y la duda siempre abre un espacio para la espera y la esperanza. Me acerqué a su oreja y olí una fragancia a fruta dulce.

Hable con el piloto –susurré–, yo les puedo ayudar. Trabajo con los aviones, es mi negocio. ¿Me entiende? Cheque mi itinerario. Ahora estamos en el mismo… barco, ¿no? –Funcionó, tomé partida en un juego sin conocer sus reglas, así como lo hacemos nosotros por acá, ¿verdad compañeros? –Vlada hacía muecas agrias y sus ojos giraban en sus orbitas como solía hacer en clases de matemáticas después de recibir sus exámenes manchados de tinta roja–.

–La azafata de ojos azules –Pavle retomó su narración observando a un pichón que estrenaba sus pisoteadas de la danza flamenca– regresó de la cabina dando traspiés y susurró a mi oído que las ruedas del avión estaban trabadas en su compartimiento. Al acercarse a mi cara, sentí el aroma del jardín repleto de frutas y abejas que había abandonado en mi niñez. Aquel niño resurgió en el avión y quiso jugar de nuevo. Le dio ganas de escarbar en algún rincón como lo hizo la ardillita rubia hacía un rato. Se acordó de las palabras roncas de su abuelo “a veces la solución está enfrente de tu nariz, pero no la ves porque la buscas más allá”.

–Todas las maniobras que se me vinieron a la mente no sirvieron para nada –comentó Pavle con un tono adolorido por sentirse decepcionado por su creatividad– porque ya las habían intentado. El piloto presionó la palanca o el botón más de lo debido por si acaso no hacía contacto, pidieron información del centro de soporte, informaron la torre de control sobre la posibilidad de un aterrizaje en llamas, dios sabe qué otra cosa se me ocurrió. Me gustó el juego. Yo susurro al oído de la azafata, ella se zambulle de prisa en la cabina, regresa con una expresión de desolación mezclada con esperanza y yo intento de nuevo.

–Pensé, qué atentos están a mis comentarios cuando se trata de sus pellejos. El único inconveniente, pero sin remedio, era que también mi pellejo estaba en jaque. El sudor de mi frente ya no se dejaba ocultar. Entre más la enjugaba, más sudor la empapaba. No lograba secar la frente ni sacar un truco para las ruedas.

–Cuando se acabó el goteo de las ideas de niño reparador y destructor de objetos encontrados, asumí una postura de solemnidad. Mi semblante se ensombreció para promover la búsqueda de la solución. Aunque no me crean, en ese momento, la imposibilidad de resolver el enigma me pesaba más que la posibilidad de sacar un número negro en la lotería del aterrizaje de panzazo.

Qué sabrosa experiencia –continuó Pavle cruzando las piernas en el apretón ocasionado por sus compañeros curiosos–, dar indicaciones a los expertos sobre la materia de la que no tienes la menor

chispa de conocimiento. Tenía razón ese rufián de la filosofía que alabó la importancia de la apariencia y el simulacro, aunque prefiguren una espantosa chamuscada.

–Para fomentar el flujo de ideas que nutren el juego y postergan la parrillada no planeada, en la que no quise pensar y de la que el sudor me recordaba con fastidio, solicité bajar al compartimiento del equipaje para ver la posibilidad de abrirme el paso a las ruedas.

–Oye, Pavle –terció Vlada– no pensaste en salir por la ventana y sacar las ruedas por fuerita como lo haría Superman. –Vlada rompió en risas y Mile volteó la cabeza de lado para disimular la mueca. Pavle pasó por alto la burla y reanudó su plática. Disfrutaba por segunda vez el postre agridulce que le habían servido durante aquel vuelo.

–Me zambullí por una trampa en el piso, justo detrás de la cabina del piloto, y me encontré entre cajas metálicas llenas de equipaje, bien alineadas y aseguradas como suele suceder en el primer mundo. Lástima que el funcionamiento de las ruedas de aquel avión estuviera inspirado por algún modelo tercermundista.

–En las entrañas del avión, me sentí mecido por una marea que subía por debajo de mis pies y llenaba mi cabeza. Entonces, tuve la impresión de que el avión aterrizaba y que iban a hacer un bistec ranchero de mi carne tercermundista. Pensé, entre más cambian las cosas, más permanecen iguales.

–En un momento de pánico, les grité que no aterrizaran hasta que subiera. La azafata de ojos azules se dio cuenta de mi semblante descompuesto y empezó a bajar por la escalera para quitarme los sustos. Cuando vi sus chamorros redondos bajar con seguridad, me dio pena y le solicité que subiera de nuevo.

–Te dio tembeleque, ¿ah? –dijo Vlada sonriendo.

–La inmensidad de las cajas y la tensión de los cinturones que las ceñían me desesperaron. Qué ilusión tan zafada, llegar a las ruedas y destrabarlas, ¿cómo no? Ahora sí me toca pagar las cuentas tantas veces postergadas de todos los postres tragados sin pagar. Sentí una oleada fuerte de mareo y me apoyé en un nicho con una pequeña caja asegurada con cinturón.

–Esta caja va a ser mi última fuente de babosadas, pensé. Con manos temblorosas, desaté el cinturoncito y abrí la caja de acero. Contenía objetos metálicos, tornillos y tubos extraños. Deteniéndome del cinturón, di un empujón a la caja con saña. Esta cayó con estrépito y el piso tembló bajo mis pies. El temblor alumbró mi mente.

–¿Tembló el piso más que tus rodillas? –averiguó Vlada.

–Corrí escalera arriba como una ardilla con la cola en llamas. Sonreí a la azafata, abrí la puerta de la cabina como si fuera mía y le dije al piloto sin esperar que este se volteara: “Se trabaron y hay que sacudirlas. Todos los pasajeros deben dar un pisotón al mismo tiempo mientras aplastas el botón y las ruedas se destrabarán”. Decírselo me liberó de la tensión que me proporcionaron la desesperación y el pavor de la parrillada.

–Unos momentos más tarde, con el micrófono en la mano, frente a los pasajeros, me dio ganas de reírme. Pensé, ¿para qué me preocupo? Si esto no funciona, no habrá testigos de la puesta en escena de mi última farsa, la caja negra suele perderse o se hace perdidiza. Bueno, expliqué a los pasajeros que cuando terminara de contar de tres a uno, todos debían dar un pisotón contra el suelo.

–Sé que te has echado mil fintas, brincos y actuaciones en aquella cancha de futbol –dijo Vlada–, pero esta, no te la creo.

–Espera, espera. ¿Y funcionó? –preguntó Mile.

–No, al primer intento, se soltó solo una rueda. Luego aumentamos a dos pisotones y ambas se destrabaron. El piloto gritó de felicidad. La torre del aeropuerto confirmó la posición de las ruedas y las ardillas acurrucadas en sus nidos, con las cabezas entre las piernas, aterrizaron. –¿Qué pasó en el aeropuerto? –averiguó Mile.

–Mil felicidades, abrazos, se rieron cuando les expliqué que no tenía el menor conocimiento de los aviones y un señor me hizo el favor de no arrestarme por sospechoso, espía o mentiroso. Cuando llegué a mi destino, la mayor cadena de televisión me invitó a su programa, pero tuvo que declinarla por razones personales.

–Un par de días más tarde, mi jefe me sugirió que les solicitara la residencia permanente por mi hazaña. Lo hice y debo confesar que el piloto me impresionó con su apoyo. El recuerdo de sus maniobras de apoyo se grabó en mi mente para acompañarme hasta la muerte. En ocasiones, hasta los humanos pueden dar sorpresas placenteras. Bueno, para no alargar la historia tanto, tras mil y una negaciones que duraron un par de semanas, mi solicitud de residencia recibió dos opciones. Ya saben cuáles, las esenciales.

–¿Te dieron la nacionalidad? –Preguntó Vlada.

–Dijo la residencia. Es como en Alemania –lo corrigió Mile.

–Ya les dije, la negociación se redujo a la posibilidad del trueque basado en los géneros esenciales para la pervivencia en la cultura occidental.

–¿Qué es esenciales? –Preguntó Vlada.

–¡Qué sonso eres! –Ladró Mile.

–Quiere decir lo más importante –explicó Pavle con tranquilidad como si estuviera convenciendo a una nueva tripulación de su impecable conocimiento de la materia en cuestión–, lo que hace latir nuestra civilización, la crème de la crème.

–¿Puedes decírmelo de manera que se entienda? Nosotros no fuimos a la universidad. Alguien tuvo que trabajar –y Pavle sintió el odio en la voz de Vlada que germinó en su infancia y solo creció. –El trámite de mi residencia era factible –retomó Pavle–, pero no me pareció correcto como tantas otras cosas en la vida. La primera opción, pura plata, bien grueso el paquetito. La segunda, menos plata, pero servida con tutti frutti. Al final de cuentas, resultó que el extranjero era un arrogante y prepotente payaso que no respetaba los protocolos del primer mundo y que además se burló del supervisor que lo interrogó después del aterrizaje.

–Te lo dije Mile –gritó Vlada–. Si fuera cierta, toda esta historia, le hubieran dado el pasaporte y todo. Puras patrañas de Pavle.

–Pues, los británicos y algunos otros países, si no me equivoco, me ofrecieron sus pasaportes. Según sus palabras, sin nada por escrito ni firmas, iban a tramitar mis papeles sin paquetito ni tutti frutti. Parecieron sinceramente agradecidos porque el avión contaba con un par de sus ciudadanos abordo. Pensé en mudarme, pero tenía asuntos no resueltos…

–Debiste haberlo hecho. Un día te arrepentirás. Vas a ser un don nadie como nosotros – comentó Mile.

–No, soy un héroe que con su sonsera contribuyó al protocolo oficial de emergencias aéreas y, de regreso a tierra firme, se transformó en payaso arrogante. Pero mi representación dramática se acabó y, ahora sí, les toca a ustedes convidarme a una torta del quiosco de la esquina.

Al capitán, su asistente y los aventureros de alta mar

   Parte de la colección Cuentos y mentiras

 


Pol Popovic Karic es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey. Publicó cuarenta artículos y cuatro libros académicos. Editó nueve antologías monográficas. Ha sido integrante de ocho comités editoriales. Organizó doce coloquios y nueve “Encuentros con autores”. Es miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias y miembro correspondiente de las academias de la lengua española de Venezuela, Estados Unidos y Paraguay. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel II).

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