mí me aceptaba por médico y por amigo, más lo segundo que lo primero, ambos en calidad de testigo. A Marie la aceptaba de un modo más complejo que contradictorio, como recriminándole algo y como a alguien que ha padecido algo semejante. Quizá para recriminarle justo que ha padecido, con anterioridad, algo semejante, aunque esto solo fuera una intuición suya (difícil hablar de una ‘certeza’, de una ‘corazonada’, de una ‘intuición’, en alguien en ese estado; son palabras demasiado enérgicas, vitales), y la gravedad de lo mismo, aunque fuera algo jamás compartido y, por lo mismo, imposible de medir.[1]
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Aquellos ejercicios, comentar las cartas mediante la escritura en el cuaderno, fueron previos a su verdadero desplome, ante el cual yo no era capaz de respuesta. Pasé largos ratos sentado en su recámara, en el único sillón. Él se sentaba del todo vestido en la cama. O se paraba frente a la ventana, pero me era obvio que no miraba nada, y que el solo sostenerse de pie parecía requerir un gran esfuerzo, como los caballos, que se dice duermen de pie, las articulaciones fijas en su sitio. (Locked into place.) Lo cual también describe la psique, el ánimo, el espíritu de quien padece la melancolía. Hasta en eso más insecto que hombre. Marie no lograba que comiera, pero le dejaba los alimentos sobre una charola que, ya en mis visitas, parecía colocada arbitrariamente sobre cualquier superficie, incluso sobre el piso. Creo que a veces lograba comer algo; pensar lo contrario, de que eran alimañas de un tipo u otro, las que consumían parte de los alimentos, me parecía demasiado repulsivo. Así como Marie no lograba que comiera, tampoco lograba que llorara, lo cual ella intuía sería un importante alivio y señal del inicio de una recuperación. Yo, como médico, le dije que estaba en lo cierto, que el llanto era a veces una función fisiológica tan elemental como la respiración. Era frecuente que quien llorara, recuperara después el apetito, o conciliara el sueño. ¡Sonriera! Llorar era bueno para los nervios maltrechos. Su rostro demacrado, pero con los pómulos como dos pequeños puños, más pálido que de costumbre, de tono grisáceo verde, los iris ya no del color usual sino como deslavados, los ojos abiertos, sin pestañear y extrañamente secos. Pero era su olor acre lo que me alejaba finalmente de la habitación, un tufo distinto al del sudor seco, al de la falta de aseo, de la comida fría que había comenzado su descomposición, distinto también de la ropa de cama o de la ropa del mismo Gregor que ahora era la misma de días anteriores, semanas y no, como de costumbre, solo parecida en que toda su ropa lo era, pero ahora, un olor distinto, el de la enfermedad, mezcla de lo demás, pero no reducible a ello. Marie procuraba que alguna de las sirvientas que no fuera Rosa aseara la habitación en la medida en que Gregor lo permitiera; esto se dificultaba en que él se negaba a ver a alguien que no fuera su madre o yo. Cuando dejaba pasar a la sirvienta, lo hacía parado frente a la ventana y mirando hacia afuera, inmóvil como una estatua o, mejor, como una gruesa cortina. También procuraba Marie que se bañara. El agua le haría bien. Se lo sugería cuando estaban solos en la pensión y no tenía por qué temer toparse con alguien en los pasillos. Lo visualicé debajo de la regadera, más flaco de lo usual, con el vientre distendido. Pero jamás salió al pasillo.
Marie entraba con la jofaina y le daba baños de medio cuerpo y piernas con agua tibia y toallas limpias. Sacaba la bacinica de debajo de la cama. Observé sus heces en varias ocasiones: regía poco o regía suelto. Más detalles solo son de interés médico. Llegué a pensar que nunca los había visto tan cercanos a Marie y a Gregor.
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A usted se lo digo y se lo digo brevemente porque creo que me entiende. Era un tema nuestro hablar de la literatura, compartíamos libros. En una sola ocasión de su enfermedad me dijo que se sentía como Orestes acosada por las furias. De inmediato se avergonzaba, la sangre le corría al rostro (lo cual era rarísimo en él, y más en ese tiempo de su enfermedad). Dijo que era soberbio expresarse así. Además, el arte, la misma tragedia, era para los griegos finalmente asunto de belleza y de armonía. No se contemplaba el mal. Yo en aquel momento no le iba a llevar la contraria, ni recordarle otras ocasiones en las que había hablado de modo distinto sobre los griegos y su poesía trágica. Gregor no era un esteta. Habló un poco más, yo no lo interrumpí, y todo era referente a su propia culpabilidad. Guardó silencio, exhausto. En todo ese rato no me había mirado, pero ahora lo hacía menos. Me atreví a decir, con todo y la convicción de que mis propias palabras en esas circunstancias no podían más que resultar banales, extraño exceso –es decir, haberme ido sin decir nada hubiera sido lo correcto, lo terapéutico– que él no había matado a su mamá. “Pero no la he honrado, como tampoco he honrado a mi padre”. Así me respondió. Me pareció tan cierto lo que decía, por universal, y a la vez tan absurdo (dada su propia realidad ambigua con respecto a sus padres), que salí ya sin decir nada. Obvio decir que aquí no se trataba de las perras furiosas de su madre, las Furias, acosando a Orestes por su matricidio, como tampoco de la madre, Clitemnestra, cuando aún tenía vida y urdía el triste destino a Agamenón, con mentirosa lengua y dulce sonrisa. Porque Orestes aquí, con todo y la mezcla de formación judía y germano griega de Gregor –bildung, aparte, en gran medida autodidacta y como lector; en lo primero, recibió su enseñanza a manos de Roth; en lo segundo, me acompañó a mí, en las lecturas y en las discusiones cuando yo hacía las tareas para el gymnasium y luego en la universidad… todo le interesaba, pero la literatura era su materia favorita–, no tenía sustancia, mucho menos las Erinias, mucho menos las perras. Si acaso, él se sentía Erinia, pero creo, estoy casi seguro, que de haberle planteado yo la pregunta “¿no parecen fantasmas de un sueño?”, él no habría respondido y de haberlo hecho diría que no hay sueño, no hay fantasmas, no hay apariencia. Lo cual no quita que yo salí en esa ocasión de su cuarto con una emoción que solo pude poner en palabras al releer la historia de Orestes, así como la cuenta Esquilo. La primera es cuando Casandra dice: nada se remedia con callar. La segunda es cuando Electra, refiriéndose a su propia madre, Clitemnestra, dice: me cerraba la puerta de mi propia casa, como a un perro. Si nada se remedia con callar, ¿cómo expresar algunas cosas? ¿Darles una expresión no fragmentaria y efímera? No hay modo. La única respuesta humana es la de Casandra, y no siempre. En cuanto a Gregor, no es que su madre sea una perra –quien haya sido su madre–, ni que las perras de su madre lo acosen, sino que él es como un perro sentado ante la puerta cerrada de su propia casa.
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Cuando le pregunté si no quería ver a Rosa masculló algo que no entendí pero que solo pude interpretar como culpa, vergüenza, o ambas. Laco quería que yo me lo llevara al hospital. Así me lo dijo. Lléveselo. Me habló de usted solo en esa ocasión. Cuando dije algo sobre la dificultad de diagnosticar su enfermedad, preguntó si no sería preferible el hospital psiquiátrico. Pareció darle calma la auto-reclusión de Gregor a su propia recámara, así como el hecho de que dejara de ser tema de plática entre los pensionistas o comensales. Al inicio, me preguntó seguido y de diversas maneras, sobre la posibilidad de que Gregor fuera tóxico. Quise entenderle. Volvió a plantear su inquietud: de que si lo de Gregor era contagioso. Lo consolé asegurándole todo lo contrario, aunque yo mismo no estaba seguro al respecto, y aún no lo estoy. Por momentos mis temores eran muy próximos a los del señor Samsa. A veces salía yo de la habitación de Gregor como quien huye, casi llevándome la mano a la nariz. ¿Qué le pasa? ¿Qué le ha sucedido a Gregor?, me preguntaba. ¿Cómo ubicar aquello en lo que había devenido Gregor?
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Él no era del todo responsable. Yo no lo acusaba de serlo. De hecho, no lo acusaba de nada; me era imposible formular o emitir un juicio. Posiblemente por eso aceptaba mis visitas. También, cabe pensar que él veía en mí algo que él había perdido. Algo que yo sabía que no le era ajeno hasta hacía poco. Podría decir: ¡Obvio, la cordura! Pero sería una respuesta fácil, si no cínica. Es verdad que había perdido por lo pronto la posibilidad de valerse por sí mismo, ¿y cómo saber por cuánto tiempo?
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Era una sensación rara. Él no decía nada, y no como quien se guarda los pensamientos, pero, a la vez, los dos estábamos acompañados de algo que no era propiamente ni de uno ni del otro, algo frente a lo cual no era posible estar, pero sin lo cual no nos hallaríamos en aquel silencio. ¿Incómodo? No. ¿Indiferente? Tampoco. Al menos no para mí. Sentía seguido que aquel a quien yo pretendía acompañar no estaba presente. Aquel hombre, disminuido en todos los sentidos pero, también, por lo mismo, alarmante, era una especie de sirviente, de criado (manservant) que ocupaba el sitio de su patrón, y lo hacía con la mayor economía posible aunque el beneficio no fuera evidente o, peor, lo hacía con el mínimo esfuerzo, la expresividad facial y corporal indispensable para no gastar un céntimo más de lo necesario, nada superfluo, el mayor empleo de los nutrientes y el metabolismo (para cambiar a un lenguaje más mío, médico y no financiero), pero sin aprovechamiento evidente o aparente. Era una especie de artista del hambre (vanishing act), cuyo arte es ayunar; a ese paso, el sirviente se iba a consumir del todo antes del arribo, o retorno, de su patrón (amo). La primera señal de este arribo es que platicarían entre los dos, y no sobre dónde estuvo cuando ausente sino de lo que traía de vuelta.
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Lo que parecía un repliegue era todo lo contrario a un repliegue. Sin desearlo lo visualicé sobre una de las planchas del quirófano. Estaba vivo, pero a penas. Sí pensé, aunque pareciera ilógico, que posiblemente lo que yo tenía frente a mí era una persona que hacía todo por sanarse, aunque ella misma no lo supiera. Dicho de otra manera: él estaba en lo recóndito, más que si se hubiese detenido para no moverse más, o solo lo indispensable, en alguna de las pensiones de las ciudades que frecuentaba como vendedor, ya que la Pensión Samsa le era ajena, siempre lo había sido.
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Testigo en cuanto a mi neutralidad, en cuanto a la capacidad suya de verme de modo objetivo (son suposiciones mías); no sentiría que yo lo mirara, midiera, con todo y ser médico; no sentiría que yo fuera a escandalizarme, a reclamarle algo, a exigirle… ¿no sé qué? ¿A que volviera en sí? De nueva cuenta, mi formación médica me ha acostumbrado a la posibilidad de que la gente no vuelva en sí. ¿Gregor, o lo que restaba de él, percibiría esto? Incluso decir, lo que restaba de él, ¿no es una apreciación médica, casi fisiológica? ¡Como si todo lo que no restaba de él fuera tan notable, tan valioso! Un vendedor de telas, soltero, que vive en el mismo cuarto de pensión casi desde que tiene memoria (no es lo mismo a decir en casa de sus papás), cuyos pasatiempos son alquilar un bote para remar, nadar en la escuela civil de natación sobre el Vltava, tomarse un refrigerio en el Café Arco los jueves por la tarde, casi siempre con los mismos conocidos, a menos de estar de viaje. Por otro lado, ¿en qué sentido no es notable lo anterior? ¿Pero quién soy yo para aquilatar el valor de una vida? Más si el único valor para un médico es ese, lo que conforma una vida, la salud, y no lo que acaba con ella. Aunque parezca extraño, el asunto del médico es la salud, no la enfermedad. Uno podría pensar lo contrario, habiendo sido yo su mejor amigo. ¿Pero lo era de aquel Gregor? ¿Podía acaso platicar con él sobre el viaje que realizamos él y yo a Bratislava en tren, con dos amigas mías enfermeras? ¿Sobre la discusión con los nacionalistas húngaros en el mísero Café Savoy el mes anterior? Y un largo etcétera. Así como él nunca habló de su inocencia, de su calidad de víctima, yo tampoco pretendí en ningún momento que lo fuera.
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Apuntes del pasante en medicina y mejor amigo de Gregor Samsa ↑
Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.