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El reclamo desde la desnudez

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.El reclamo desde la desnudez

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Enriqueta Ochoa es una poeta que vivió en los sótanos de las palabras desde donde forjó una poesía que nos estremece en todo momento. Ha salido de ahí cantando y ha venido a la superficie como un Lázaro que reconoce nuevamente su latido y lo abraza, y se reconcilia con su condición humana, porque como Vicente Rojo dice: “La poesía es el brazo armado del amor.”

  Enriqueta Ochoa afirmó siempre que la creación poética es una semilla que debe germinar en la oscuridad y, fiel a sí misma, practicó de esta manera su intensa experiencia vital al trasvasarla a la palabra. Los ríos subterráneos en los que su poesía abreva fueron los que su lengua materna le dio al mostrarle, a lo largo de su vida, los alcances que tienen la ausencia, el anhelo, el vacío y el desasosiego al verterlos en la palabra. Debe ser por eso que, al releerla a través de los años, su poesía encuentra nuevos intersticios en nosotros para atacarlos con su belleza contundente, con sus alas de imposibilidad que tanto nos duelen y hermanan con esa oscuridad que nos arroja, una y otra vez, a la vida que hemos perdido innumerables veces.

  El poema “Los himnos del ciego” es el encargado de abrir el libro del mismo nombre. Enriqueta tenía 40 años cuando este poemario fue publicado en 1968 y se trata de un gran canto calcinado, pero también de una oración y una poética desgarradoras. Un acto de desesperación verbalizado al límite en donde la voz lírica comienza diciendo, ni más ni menos: “El que canta es un ciego”.

  Con sus “labios de raíz oscura”, con una mirada vacía, declara que los hombres son los ojos que Dios dejó escondidos y entonces se dirige a esta deidad, igualmente ciega, a quien pide fervorosamente que de no darles la vista, dé voz a los hombres que se hallan viviendo hacinados en un mismo surco de confusión y rabia. Esta voz, cuya única manera de ver es a través del llanto, asegura que si fuera advertida por esa divinidad, la noche ontológica se rompería para siempre.

  Pero al igual que la oración de Job, sentado en su trono de ceniza, sin recibir palabra de nadie y esperando que Dios retire el castigo de su cuerpo, esta plegaria dice: “Otra vez somos lo que fuimos”, y es aquí en dónde aparecen los elementos cristianos que Enriqueta Ochoa conjuga en su universo poético; en este poema son: la lengua seca de Cristo, el Monte Sinaí y la figura de Moisés, para señalar que una y otra vez podrán comenzar las eras, reiniciarse el éxodo del mundo, sin que la humanidad logre recobrarse a sí misma.

  Y de pronto el yo lírico viaja al interior e interrumpe la súplica para hablar de la pasión, “signo de destrucción” por quien “el tiempo adquiere un rojo morado de locura” y revela su condición de calcinada al decir: “Sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”. Las escarpaduras de la pasión la han trazado y destrozado: “Sólo el que ama entero desde su centro diáfano se consume; muere y vuelve a nacer en sí mismo, en su propia blancura incandescente”. La pasión: ese territorio en donde la intrapunición nos centrifuga, nos segmenta.

  Y retoma con urgencia la oración para pedir que estas palabras sean salvadas junto con todos los hombres que se hallan en el abismo de una muerte continua. La deidad es llamada “Amoroso Sastre” y ante ella se reconoce desnuda al confesar que cuando abrió los ojos al mundo escuchó su rumor, pero jamás esta figura se detuvo a vestirla, ¿por qué? Es entonces que reclama que debió recibir un traje y no jirones que jamás llegaron a alcanzarla en la tierra y deja claro que, gracias a esa desnudez, su cuerpo de leña sin vestido cada noche arde, crepita. En ningún momento esta voz monta en cólera, de hecho, sus palabras están llenas de compasión; está rezando y se muestra más bien dispuesta a tratar de entender las razones de un abandono de tales proporciones.

Dice Job, cuando decide hablar con Dios:

Mi alma está hastiada de mi vida; daré yo rienda suelta a mi queja; hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: No me condenes; hazme entender por qué contiendes conmigo. ¿Te parece bien que oprimas, que deseches la obra de tus manos y que resplandezcas sobre el consejo de los malvados? ¿Tienes tú ojos de carne? ¿Ves tú como ve el hombre? ¿Son tus días como los días del hombre, o tus años como los días del ser humano, para que indagues mi iniquidad y busques mi pecado? […].

“Otra vez somos los que fuimos”, dice Enriqueta en su poema, sobre la humanidad vestida con algo que no le corresponde. Lo dice una ciega con su visión de lágrimas que queman.

  En la actualidad este poema se redimensiona de una manera espeluznante al cotejarlo con el tiempo que atravesamos, en donde el olvido parece ser el mayor de nuestros éxitos y, esas ropas ajustadas de manera inexacta que describe la poeta, son las modas que nos dicta una globalización que nos mantiene ciegos ante la incertidumbre generada por nuestra indiferencia hacia la injusticia; una humanidad que se ha convertido en una red y no en una estructura, en donde la velocidad del progreso no nos tranquiliza y, de vez en vez, acaba por excluirnos, como lo señala el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman. Esas semillas que han caído de golpe en el surco, apretadas, sin poder ver la luz del movimiento en el poema “Los himnos del ciego”, somos los hombres que ni somos ni perecemos, pero sí erramos. La poeta tiene el poder de hablarnos de un dolor místico y de un dolor humano desde una desnudez única: la de su palabra trabajada en el subsuelo de los días, en la penumbra de las horas. Desde la profundidad de este poema filosófico, la irrepetible Enriqueta Ochoa nos describe como: un hambriento rebaño, un espantado coro de hombres que se estrella, cito: “contra los acantilados de la incomprensión y el poder”.

  La visión del poeta es lo que muere hasta el final, no así su esperanza. “La palabra: ese cuerpo hacia todo, la palabra: esos ojos abiertos”, dice Roberto Juarroz, y justamente la palabra de Ochoa en este poema es una realidad expansiva: un cuerpo hacia todo, porque la mirada del ciego no es otra cosa que esa palabra mirando el devenir de la humanidad y por ello en “Los himnos del ciego” se entienden ojos por lenguaje, mirada por incertidumbre y ausencia de dios, y ausencia de dios por condición humana. Este poema es un signo de nuestro tiempo y es un fruto de la urgencia, un reclamo desde la desnudez.

Reparemos en la ecuación de la imagen que Ochoa ejecuta, es decir, esta manera de traducir en el verso las magnitudes que interfieren en el fenómeno poético de este canto-quemadura:

 “el que canta es un ciego que se quemó de ver”
 “mirada ciega, potencia de una luz encanecida”
 “sobre la más alta roca del amor he llorado esta noche”
 “un estallido de todas las suturas del espacio”
 “toda borrasca de pasión es ala de torturas”
 “el tiempo adquiere un rojo morado de locura”
 “sólo el que ama palpa el centro radiante de las cosas”
 “anoche, leña mi cuerpo, chisporroteaba, ardía”

Leer a Enriqueta Ochoa, además de una intensa experiencia vital, ha sido siempre una prueba irrefutable de lo que Marguerite Duras dice: “Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que uno escribe”.

 


Claudia Berrueto (Saltillo, 1978) es Licenciada en Letras españolas por la Universidad Autónoma de Coahuila. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones, en el área de poesía de Jóvenes creadores. Premio Nacional de Poesía Tijuana 2009 y Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2016. Ha publicado Polvo doméstico, Costilla flotante y Sesgo, este último, reeditado en Venezuela y Ecuador en 2021 en una coedición del Centro Editorial La Castalia y línea imaginaria Ediciones y por Cinosargo Ediciones, sello editorial chileno con sede en México, en 2022. De 2018 a 2021perteneció al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente es presidenta de la corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana en Arteaga, Coahuila.

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