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El baile de los retornados

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El baile de los retornados

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La vida solo es un instante y participar en el baile, aunque sea unos minutos, vale la pena. Henos aquí, al fin… después de un día de camino, después de dos meses de gestiones universitarias para hacer trabajo de campo, después de esperar dos años a que terminara una pandemia y después de encontrar el momento para que el crimen organizado parara sus balaceras y pudiéramos cruzar la frontera a Guatemala. Carla Zamora y yo estamos aquí: en Nueva Generación Maya, aldea q’anjob’al, municipio de Barillas, Huehuetenango. Miramos el baile. Otra vez en espera, pero en esta ocasión gustosas: por contemplación. Observamos a los muchachos con trajes planchadísimos y a las chicas envueltas en huipiles bordados y el enredo atando con fajas coloridas. Bailan. Ellos y sus familias giran en un vals levógiro,

vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba.

Verónica Ruiz Lagier, quien nos acompañó en ocasiones anteriores, dijo en otro momento que este baile grupal y ordenado le sugería la idea de una comunidad ancestral coordinada de pasos como resultado de la lógica mesoamericana maya. A mí me parece más un reducto de los valses decimonónicos, e imagino a los campesinos de los Cuchumatanes de entonces, asomados por las ventanas durante las fiestas de las fincas cafetaleras del Soconusco —a donde migraban cada año—, atentos, con la ilusión de imitar los pasos cadenciosos.

¡Qué triste es la marimba indígena guatemalteca! ¿Se han fijado en los nombres de sus tonadas?: “Noche de Luna entre ruinas”, “Lágrimas de Thelma”, “El tiempo todo lo borra”, “Porque todos nos vamos a morir”, “Vamos a morir sin llevar nada”.

Vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba.

¿Y qué se puede esperar de un pueblo que lo perdió todo a fines del siglo XX?, ¿qué tuvo en su contra al ejército de su propio país, que los arrasó, los violó, los mató, los quemó, los desapareció, los expulsó de sus tierras, incendió sus casas, los acribilló, los enterró en tumbas clandestinas?, ¿los pulverizó?

  Desde este sitio —rincón del salón de baile—, al lado de la bocina que arroja notas melancólicas, vemos en medio de un montón de gente a Marichuy, de 10 años. En esta rotación hipnótica pendular de pasos, los asistentes celebran la fundación de su aldea. Marichuy, piel morena, cuerpo espigado, disfruta con sus amiguitas. A veces la perdemos de vista entre los cuerpos acompasados y eso nos preocupa. Nos la encargó su madre, quien por usos y costumbres no debe entrar al salón porque siendo esposa del animador de la palabra —el catequista—, don Ramiro, no puede estar de fiesta. Toda la familia de Marichuy se quedó afuera, en la feria, atendiendo un puesto de papas a la francesa. Menos Ofelia, la nuera de don Ramiro, quién maneja un tuc-tuc y anda repartiendo gente para todos lados.

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Hace rato, cuando Carla y yo nos detuvimos al ver el trampolín, siendo las únicas foráneas del lugar, algunos nos creyeron encargadas de los juegos mecánicos y eso hizo que una parvada de niños nos siguiera. Marichuy nos presumía de la mano, orgullosa. Los juegos de la feria eran ínfimos: apenas el mencionado brincolín desgastado, una rueda de la fortuna minúscula y un gusano para párvulos con piezas quebradas. No importa, ¡esta es La fiesta del pueblo! Las mujeres se entretienen con los merolicos que venden cobijas, ropa y ollas; los hombres en atorar monedas que lanzan a una charola flotante sobre una tinaja de agua, a cambio de una lata de refresco como premio; la gente pasea entre puestos de papas a la francesa, aguas frescas, hamburguesas y juguetes, o se encamina a ver la final del torneo de básquet bol o permanece en el baile…

Vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba.

La primera vez que pisamos Nueva Generación Maya, Marichuy se compadeció de nosotras. Habíamos llegado desde San Cristóbal de Las Casas sin que nadie nos esperara y sin conocer la aldea; apenas con la remota idea de que en el lugar había un hotel llamado Tikal, donde podríamos hospedarnos. No había tal o no como teníamos en mente; no como las cabañas cómodas de Tziscao, donde pernoctamos una noche antes. Ahí pudimos aminorar el susto de encontrar dos camionetas Frontier con hombres armados del narco, quienes nos echaron las luces cuando nos vieron conducir sobre la Carretera Fronteriza. Después de evaluar la posibilidad de continuar el viaje, llegamos a la aldea el 9 de junio de 2021, dejando atrás Nuevo San Juan Chamula y luego de cruzar la frontera a Guatemala por caminos de extravío.

Arribamos montadas en la caja de una camioneta Toyota de redilas que atravesó el Río Azul, una parte de los Cuchumatanes y un tramo de la Franja Transversal del Norte. Esa primera vez viajamos de pie, brinca que brinca, por veredas de terracería que nos llevaron por caseríos dispersos, ocultos en la maleza de la selva, mientras el viento nos daba en la cara y algunos ramales amenazaban con golpearnos las mejillas. Pasamos por viviendas donde la gente nos saludaba con la mano desde sus puertas y cuyos dinteles de las casas exhibían banderas de Estados Unidos con el fin de señalar que ahí se podía encontrar quién lo llevara a uno a la frontera norte, a través de México. Era una ruta alterna -intrincada- para entrar furtivamente a Chiapas. Descendimos a nuestro destino después de cuatro horas de sube y baja, de que las tres menstruáramos de repente con tanto zangoloteo y de que nos invadiera un hambre desesperada.

Nueva Generación Maya era una aldea calurosa, jamás pisada por el chofer que nos llevó. (El chofer solía viajar siempre “para arriba”, “para el norte”, jamás hacía el sur. Trabajaba como “pollero”, cruzando gente de Guatemala a México. Justo, durante el recorrido, en la caja de la camioneta habíamos conocido a una chica con atuendo q’anjob’al y dientes incrustados con oro, que había ido a Chiapas a dejar a su hermano para que lo llevaran de indocumentado a Estados Unidos. Con su historia confirmé lo que dicen algunos migrantólogos: que las gentes de esta zona, qa’anjobá’ales, chujes y mames, recurren a los polleros para llegar a Cancún, Playa del Carmen, Tabasco, Ciudad de México, Monterrey… donde se hacen pasar por mayas tojolabales). El chofer se despidió y nos deseó buena suerte, no sin antes tomarnos la foto del recuerdo. Dijo que a lo mejor alguna vez volvería a esta aldea. Tal vez cuando fuera la fiesta.

Vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba.

El hotel Tikal no se parecía nada a lo que habíamos supuesto con el anuncio de Facebook. Decía que se trataba del mejor hospedaje de la aldea más grande de Barillas. Ya in situ era una cosa distinta a la que sugería la foto. El hotel era un edificio en obra negra con camas improvisadas de madera, cobijas sucias, sin ventilación y sin baño, sólo una letrina para ocho cuartos. En las esquinas de las habitaciones quedaban desechos digestivos humanos. Salimos del lugar sin rumbo y sin ánimo; sin conocer a nadie y sin comida. El “recepcionista” que nos recibió, estaba tan alcoholizado, que no se dio cuenta cuándo dejamos las cosas y salimos a buscar otro sitio —al menos, un sitio para comer.

  Cabe decir que nadie nos vendió un taco; no había un solo puesto de alimentos porque nadie llega de turista a curiosear de la nada. El sol nos pagaba en la cara y los tuc tuc nos pitaban el claxon sin que pudiéramos decirles a dónde llevarnos. Las personas nos miraban con curiosidad detrás de los cercos vivos de sus solares, pero no se acercaban. Recorrimos un par de veces un camino despejado, ancho y largo, sin encontrarle forma al asentamiento, (¿dónde quedaba el mercado?). Después supimos que estuvimos caminando sobre la pista de avionetas, que es el eje articulador de la aldea. Supimos también, días más tarde, que en esa pista descendieron en 1995 los más vulnerables (ancianos, enfermos y mujeres embarazadas), que retornaban después de diez años del refugio en México. Luego nos enteramos que no todos llegaron por aire a la selva: el grueso de los pobladores volvió por tierra, cruzó la frontera Chiapas-Huehuetenango desde Comitán y La Mesilla, para tener que pasar por la ciudad de Guatemala en caravana y que los periodistas mostraran al mundo el retorno ordenado de los mayas. Lo que sí arribó por esa pista, fue la ayuda humanitaria enviada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y el material para instalar los bodegones que sirvieron de albergue, antes de que hubiera nada, solo el ruido de los arroyos bajando de los cerros, los sonidos de la selva y la tierra chiclosa, todavía por domesticar para construir las primeras casas. Una de las primeras construcciones fue este salón de eventos, que es ahora un salón de baile:

Vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba.

Cuando tocamos la puerta en casa de Marichuy, su madre nos dijo que no tenía nada para compartirnos, pero la niña —que vio la palidez de nuestra insolación— nos llevó unas frutas que arrancó de un árbol y nos las repartió. Tal vez ese gesto condujo a Angelina, esposa del catequista, a decidirse por darnos de comer. Después nos ofreció una casa enorme para dormir; la casa más grande del pueblo, deshabitada, recién terminada, hecha de material y ¡hasta con jaguares sobre las columnas del portón principal! (La casa construida por el hijo que se fue “al norte” y quién sabe cuándo vuelva para habitarla). Doña Angelina nos dio comida cada día, nos prestó cobijas, nos recibió cada tarde para tomar café y charlar de la vida. Marichuy se volvió nuestra guía, nos acompañó en los primeros recorridos por la aldea y nos tradujo lo que no entendíamos. Al paso de la semana, Doña Angelina nos dio santo y seña de cómo ella y su familia llegaron aquí. Nos contó sus recuerdos, cuando de niña llegaron unos soldados a decirles que abandonaran la aldea porque detrás de ellos venía un destacamento dispuesto a matarlos a todos. Nos dijo cómo tuvo que huir con su familia entre las balaceras; ocultarse sobre un árbol y caminar por las noches hasta llegar a Chiapas.

  A Marichuy la guerra le queda muy lejos: Nueva Generación Maya se fundó dieciocho años antes de que ella naciera. La parte más sangrienta y dolorosa de la ofensiva, ejecutada bajo la política de “tierra arrasada”, fue hace cuarenta años. Todos esos eventos están en una nebulosa de la que sus padres a veces hablan. Casi no, porque les entristece. Pero algo, sin duda, sobrevive en la memoria colectiva, tanto, que aún sin conocer detalles, las canciones que Marichuy inventa son sumamente trágicas (historia de niñas abandonadas, de mujeres maltratadas, de bebés que mueren de hambre, de personas asesinadas, de esposos borrachos y madres enfermas):

Los pájaros de la selva

yo me grito por comida,

mi papá no ha trajido nada,

y los pájaros pequeños nacidos,

ellos lloraban por comida.

Sus papás y sus madres murieron por otra gente,

mi papá y mi mamá se fueron por los soldados.

Ellos se fueron, yo me lloro más triste,

y vino una señorita: ¿y por qué no te vienes?

¿Quién te dijo?, ¿qué te criste?, digo.

Yo no puedo ir, ¿porque dices?

Si mi madre ya se fue por los soldados, dijo mi hermana,

Y mi hermana me cuenta un cuento:

“Diles, por favor, lleva a mi hermana contigo”.

“Bueno”, dijo una señora, y me llevo con mi hermana más grande,

y dijo, como debía, ¿tomas leche conmigo?

Sí, respondí.

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El viaje de retorno a Guatemala fue tan triste como cuando huyeron a México. “Más todavía —dijo Magdalena, la promotora de salud de la aldea—, cuando se fue todo lo que nos acompañó en ese tiempo: las cámaras de televisión, los periodistas, la ayuda internacional, los miembros de las organizaciones no gubernamentales, los sacerdotes; cuando nos quedamos aquí, entre la humedad, sin luz, sin camino; viviendo en los bodegones…”.

Casi todos los que aquí habitan —los sobrevivientes que aquí bailan— pasaron por un éxodo rizomático en el que a veces se encontraron entre sí, arrojados por la mala vida, en las mismas condiciones y en distintos caminos: huyendo en las veredas de la frontera, en campamentos clandestinos ocultos en la maleza, en ranchos donde los recibieron a cambio de trabajar la milpa de baldío, en grupos de formación comunitaria organizados por sacerdotes de la teología de la liberación, en cursos de capacitación como promotores de salud o educación. A veces en lugares donde trabajaron haciéndose pasar por mexicanos: construyendo carreteras, como albañiles, como diableros en los mercados; en silencio, sin decir nunca quiénes eran. Otras ocasiones se reconocieron mientras huían despavoridos del ejército guatemalteco —que cruzaba a México para aterrorizarlos con ataques sorpresivos— y también huyendo del ejército mexicano, que les cercaba los campamentos para evitar que rebasaran la zona de contención y, cuando pudo, los atacó y los llevó a la fuerza hasta Campeche dejando atrás las champas ardiendo en llamas.

Seguramente, por distintas veredas, los aquí presentes alguna vez se encontraron con Lucía (mujer q’anjob’al pequeñita y sonriente). Lucía, siendo niña, salió expulsada de su aldea, Nuevo Progreso, para experimentar un camino errante doloroso por Xoxlac, Yalanwitz, Río Azul y Comitán, hasta el retorno. Desde sitios como estos, la gente de Nueva Generación Maya retornó a una tierra distinta de la que había sido arrancada. No creo que algún día imaginaran que tendrían un baile como éste, al que asisten retornados de otras partes, al que llegan vendedores que se trasladan desde Chiapas con sus puestos de frituras y antojitos. Un baile que siguen por Facebook más de dos mil personas desde Estados Unidos, de donde llegan las remesas para organizar esta fiesta.

Vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba..

Aquí están reunidos, bailando: Don Alonso, miembro de la comisión que buscó estas tierras y negoció el regreso (ahora al frente del Consejo Comunitario de Desarrollo Urbano y Rural); la promotora de salud, quien hoy en día labora en una asociación civil de orientación sexual; los promotores de educación, actuales maestros de la primaria; Lucía; algún exguerrillero que perdió una extremidad cuando estuvo en combate; el anmab don Arturo, interprete del tzolkin; la hija del catequista; nosotras, que intentamos, fallidamente, de hacer una investigación para escribir un libro que pasó por muchos problemas antes de que llegáramos al baile (una pandemia mundial, gestiones extraordinarias en la universidad, cruzar una frontera dominada por el naco). Para que esto no volviera a pasarnos, el anmab nos quitó las malas vibras frente al fuego del altar circular maya y nos rameó para ver si podía desatarnos la inspiración frente a la Cruz de Caravaca. Por eso estamos aquí, viendo el baile, cuidando a la niña que nos adoptó; esperamos el momento de integrarnos al círculo y rodear toda la noche.

Sólo hemos venido tres días. Lo suficiente para pasar la noche envueltas en tonadas melancolías, a final de cuentas felices. Cuando esto termine, Ofelia nos llevara de regreso a la casa de los jaguares en su tuc tuc.

—¡Mira —dice Carla—, ya van a transmitir por Facebook el video del baile, vamos!

Tímidas, pero ilusionadas, nos integramos pausadamente al candor de los pasos.

Vuelta y vuelta,

                        todo el salón,

                                                   al contra compás de la marimba.

 

Llegando a Nueva Generación Maya
Puestos de feria sobre la pista de avionetas.
Juego de feria: “atinar con monedas a la charola”.
En camino a la fiesta en conmemoración del retorno, Carla Zamora y Enriqueta Lerma

Enriqueta Lerma Rodríguez se define como etnógrafa de corazón. Socióloga de formación y antropóloga por vocación, ha realizado investigación en los pueblos yaquis de Sonora, así como entre acatecos, q’anjobales, mames, tsótsiles y chujes de la frontera Chiapas-Guatemala. Es autora de tres libros: El nido heredado. Estudio etnográfico sobre cosmovisión, espacio y ciclo ritual de la Tribu Yaqui (IPN, 2014), Los otros creyentes. Territorio y tepraxis de la Iglesia liberadora en la Región Fronteriza de Chiapas (UNAM, 2019) y Los reptilianos y otras creencias en tiempos del covid-19. Una etnografía escrita en Chipas (2021); además, ha publicado una treintena de artículos académicos. En 2012 obtuvo de la Medalla Alfonso Caso al Mérito Universitario por la UNAM y el Premio Gonzalo Aguirre Beltrán por parte de la Universidad Veracruzana y el CIESAS Sureste. Es fundadora del Laboratorio de Etnografía del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur del UNAM, donde se desempeña como investigadora. Obtuvo un diplomado con mención honorífica en la SOGEM. En cuanto a crónica narrativa, ha sido colaboradora de Artes de México y del Suplemento Cultural Laberinto Milenio.

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