A salvo en casa
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Absorto ve un horizonte desolador, la incertidumbre es un umbral espeso que se interpone en su memoria, duda en cruzar la sólida cerca de palos sucios, al fondo su casa de campo en ruinas. Un torrente de preguntas le asalta: “¿Qué es esto? ¿Me habré equivocado?”
Aquí vivió con María, su rubia esposa. La dejó embarazada antes de firmar el contrato. Incrédulo, saca otro cigarrillo de su mochila. Aspira profundo, lo disfruta, su mirada fija en el contorno gris. Se decide, explora sigiloso por los terrenos. Busca pistas y recuerdos.
Llegó oculto para encontrarse a sí mismo, sin saber en realidad si es y pertenece a éste lugar. No reconoce del todo por olvido o sin razón la luz interna de los cerrojos, a los campos por donde corrió junto a ella. Allá, un columpio caído, en el otro, cuelgan trozos de sogas. Las tierras fértiles que abandonó, las cubren montículos de hojas muertas, sueños de los esqueletos en pie, un nido al menos quizá dos con alfileres entre ellos, le dan la espalda.
Va a paso lento con sus delirios, al preguntarles por los ausentes, callan sus sombras. Espacio lleno de ojos abiertos entre las noches con estrellas sin brillo, pobladas de cuervos que vuelan entre nubes de vacíos. Mecen su memoria como un péndulo estático en un reloj de pared en medio de una roca oculta entre atardeceres y el roció.
Se acerca con cautela al granero en tapias, escudriña, por experiencia sospecha una trampa del enemigo. Una granja en abandono es un camuflaje, lo recuerda bien. Le silva dos tres veces a su amada. Escucha ruidos extraños. No hay luces, la obscuridad se mezcla con las pausas de murmullos lejanos color sepia. El “María” desesperado se pierde en el vacío.
Prepara el rescate a oscuras, cara pintada y arma en mano, patea el “se vende”. Pecho a tierra se arrastra a la principal. Hace una señal de inicio de combate a las sombras que lo siguen, dos al flanco derecho, uno por la izquierda, todo en silencio, avanza cojeando. De pie, en posición de asalto a un lado de la puerta, ve junto a su hombro un adorno, el hogar de los abuelos, número y calle. Revisa con su lámpara, respira hondo, está en casa y a salvo.
Le da la bienvenida en la sala una rata gorda, explota en pedazos por las expansivas 357 mágnum, cuatro, cinco más salpican con bazofia la oscuridad de la cocina. El resto huye al campo, tras ellas, su risa siniestra. Pone más balas para abatir al pelotón, cree, lo persiguen.
Detecta un extraño brillo por la cornisa de las ventanas. Se tira al piso, apunta hacia al cielo, la amenaza viene por los aires. Inmóvil un instante, abre fuego. En zigzag como serpiente de inmediato para no ser blanco fijo. Lo han encontrado. Busca su arsenal a tientas. El sudor del estrés diluye el añejo olor a pay de manzanas. Una madeja de telarañas cubre el tesoro de los violines de la cajita musical, regalo de aniversario al celebrar que eran el uno para el otro y por siempre. Al roce de su mano al protegerse, desata el canto de los dioses en sincronía con el destello de las luciérnagas que confundió con luces de bengala.
Un golpe esparce la partitura rota, entre astillas color caoba. Otro símbolo de aquella promesa de amor que, echó por la borda, al tomar los remos disfrazado de héroe inmaculado.
La pesadez del silencio avala su victoria. ¡No! la que entre los abismos reales tejió entresueños, en sus insomnios de noches inciertas en otros países; nunca la alcanzó en el fondo. Llegó el viento arrogante de ayer y le ordena, irás a otro frente, a donde van las tortugas a desovar en playas que no conoces, transcritas en el rollo mil doscientos de un escrito en papiro que se deshizo, en un siglo desconocido, junto a la sangre de quienes lo guardaron en un cesto tejido de luz; recuerdos estériles en una casa apolillada y vidrios rotos.
Abre otra puerta, entre el canto de los grillos y rechinidos, fluye el balanceo de la cuerda de un gato negro colgado en el tejado, sus cuencas, rincón de ecos, últimos maullidos de su querida Mimí, unidos con la serenidad de la luna. Llena de sonrisas, le da los ramos marchitos sobre la almohada rota, donde soñaron juntos un proyecto de vida. La carta de quien no le espera, es raíz y tallo seco. Las semillas de sus palabras florecieron en los días de su aventura militar; el amor o dolor quedó junto a la madera carcomida del marco, donde se recarga.
Las líneas agonizaron lentas, sus cenizas, esferas de polvo, rodaron al ritmo de las campanadas, al bostezo ocho de cada mañana. Bendecidas por el de la sotana negra, el mismo que le dio la venia divina cuando se hincó para ir, a imponer armado, valores que no práctica.
Levanta una nube de polvo al ver su foto de soldado ojo azul, corpulento y orgulloso boina verde. Sobre su cristal, ella con lápiz labial dibujó un payaso sonrisa triste que llora. En otra, María abraza un bebé, le dispara. Suspira satisfecho, liberado el sector de enemigos y fantasmas, descansa. Las botas sobre la mesa de centro. Abre las fundas de las armas largas, desliza lento sobre el reluciente acero sus dedos. Revisa mecanismos, las carga. Saca mapas, ubica escuelas, iglesias y centros comerciales. Recuerda rutinas y horarios, enciende otro cigarro, diseña el plan de ataque. Marca al celular de María, escucha la voz de un niño. Le cuelga. Listo, corta cartucho. La cannabis lo duerme. Sueña tranquilo con otra masacre, en pro de la libertad y la seguridad amenazada de su nación. Al mínimo ruido, apunta. Cabecea.
Humberto Salas Benavides. (Hidalgo del Parral, Chih., 1954). Inquieto, irreverente, curioso y aspirante a trotar Chihuahua, a México, Latinoamérica. No me intimida el desafío o reto de la naturaleza de donde provenga. Tallerista en narrativa que intenta escribir una vasta experiencia de vida, más la que experimento al día, por observación o en forma indirecta. Publicaciones en Cuadernos Fronterizos – UACJ.