El loco Leopoldo
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Tiempo atrás, en la ciudad donde las palmas tocan el cielo. El güero, un adolescente buscador de oportunidades, recogía cartón y cobre de la calle para venderlo en las recicladoras. Decía que no le pedía a Dios que le diera, sino que lo pusiera donde hubiera. Era septiembre, iniciaba clases en la escuela secundaria, con nuevos compañeros pudo deshacerse de aquel lamentable apodo el “Güero caga leche” que le pusieron en la primaria, lo soportó por cuatro años. Al inicio de clases requería de libros, al decirle a su papá, Éste le comento que su tía tenía una caja de libros que le había dejado su primo Leopoldo.
Leopoldo era amiguero, incluso uno de sus mejores fue un americano, Tarak Dosela, que conoció en un intercambio estudiantil. Amenizaba las fiestas en el barrio cantando alegre con su guitarra, los vecinos comentaban que era muy estimado por los profesores. Para ese tiempo él ya se había ido a estudiar medicina a la UNAM.
El Güero fue por la caja en cuanto pudo. La tía al entregárselos le dijo que Leopoldo le comentó que los libros ya estaban usados con sus notas, y resueltos algunos ejercicios. Los libros fueron de mucha ayuda, siempre fue adelantado a su clase y con esto recibió el apodo de “Güero sabiondo”. Tenía la motivación de estar usando los libros de su primo, que para él era un ejemplo para seguir. ¡Un médico en la familia!
Dos años después, fue a visitar a su tía, le informó que en el patio estaba Leopoldo, que platicara con él para ver si lo sacaba del marasmo que se encontraba. Estaba barbón y con la mirada hacia el suelo. Lo saludó sin respuesta inmediata, después: “Güerito. ¿qué crees? Dormí con la calaca. Tenía que dormir con la calaca.”
El Güero mejor se retiró. Tiempo después la tía comentó que un hippie lo drogó con LSD y se quedó en el viaje. Lo cierto es que venía mal de la cabeza. La tía buscó por todos los medios como curarlo. Primero lo atendió un doctor en la ciudad, pero no mejoró. Su hermano mayor lo llevó a la capital del estado a un hospital especializado en enfermedades mentales. Su tratamiento fue largo, se decía que no era muy bueno, ya que era base de toques eléctricos. Al regresar se veía más alivianado, aunque repetía y repetía las frases que expresaba. Poco a poco la familia se fue acostumbrando a su condición, pero la gente es canija, le decían “El Loco Leopoldo”. Para el güero no estaba tan loco ya que lo seguían invitando a las fiestes del barrio, ponía su cigarro en la pala de la guitarra y cantaba con voz ronca: No, señor apache, no sea usted tan cruel, yo no quería venir, sabía que me iban a matar. Cierto día el güero lo encontró con rumbo a la zona roja.
—Voy a mi terapia sexual —contesto rápidamente, apresurando su paso.
—¿Y sabe de esto mi tía?
—Sí, ella me da el dinero para pagarle dice que, con esto, ya me voy a curar.
El güero no lo creyó, pero sabía que su tía haría todo para curarlo. Los vecinos del barrio decían a la mamá, que Leopoldo iba acabar con ella, que lo mejor era dejarlo en un hospital y que ahí lo atendieran. Una vez le dijeron a su mamá que había un curandero en un rancho que curaba la loquera. Ella lo contacto, se pusieron de acuerdo y la citó en la madrugada, para esto llamo a un taxista. Leopoldo no sabía, pero algo sospecho. Al llegar no se quiso bajar, le dijo que primero le avisara. Cuando el curandero abrió puerta, se escuchó un grito de Leopoldo: “¡Ese es, ese es, cúrelo, cúrelo!” El curandero un grandulón bien fornido, lo metió a la casa y no hizo caso de suplicas diciéndole que no era el enfermo.
“Eso dicen todos, así dicen todos”. Contestó el curandero, dándole riguroso tratamiento. Dijeron que lo obligó a tomarse un brebaje que sabía a sapos y culebras, luego lo baño con agua fría y le dio de cintarazos.
El tiempo pasó. Su hermano se fue de casa, solo él y su mamá quedaron, el güero siguió visitando a su tía, le dio otra caja de libros. Leopoldo siguió empeorando, sacó todos los muebles de su recámara dormía en el piso y escribía con un cincel en la pared frases incoherentes que según el eran de su inspiración. El güero siguió sus estudios siempre evitando a los hippies que se observaban en la ciudad.
La mamá de Leopoldo murió al poco tiempo y él empezó a deambular por las calles buscándola. Su amigo Tarak se enteró de su triste situación, lo buscó, lo encontró una noche lluviosa yendo por la otra acera de la calle, le gritó: “¡Leopoldo, Leopoldo!” Este lo reconoció, cruzo la calle sin darse cuenta de que una camioneta Chevrolet 59 venía a alta velocidad. Fue atropellado, su amigo quiso ayudarlo, pero murió en sus brazos dicen que sus últimas palabras fueron: “Hola, señor apache”.
Jorge Zayas, originario de Mexicali B.C., entusiasta lector, ingeniero de profesión con 30 años en la industria maquiladora, retirado.
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