ISSN 2692-3912

The Disney Affair

 

The Disney Affair

.

Si Yaja no se hubiera metido en una pelea con Pepe Grillo y el Pato Donald, hubiéramos tenido una estancia tranquila y amena en el Disneyland Hotel. Eso sí, ni hablar de diversión, porque Yaja estuvo decidida a evitar divertirse desde el principio.

  La boda de Yaja y Joselo se había cancelado por culpa del veganismo. Bueno, no exactamente. Lo que pasó fue que la hermana de Joselo se volvió vegana de un día para otro y estuvo presionando para que cambiaran el menú de la recepción. Yaja creía que lo hacía para molestarla, porque la odiaba, pero Joselo, conciliador, dijo que podían invertir en un par de platillos veganos que estuvieran disponibles para los invitados que los prefirieran. Yaja no quiso involucrarse. Error. Joselo acompañó a su hermana a una degustación y terminó enredándose con la chef, que además de vegana, resultó una ecoterrorista radical encubierta que encima de acostarse con Joselo, lo reclutó para su organización.

La hermana de Joselo volvió a comer carne en cuanto él y la chef pasaron a la clandestinidad. Era ridículo. Todo. El breve paso de la excuñada por una supuesta vida más sana y ética sin cargos de conciencia sobre el mundo animal. Joselo volviéndose antisistema. Joselo, alguien que no sabía hacer otra cosa que comprar tonterías por Amazon, que organizaba su año según las fechas del festival Coachella, que se había comprometido con Yaja haciendo una versión muy modesta de un video viral. Todo resultaba una ridiculez.

Principalmente, porque la chef era una mujercita menuda con aires monjiles, muy antipática, y era increíble que pasara de abrazar lechuguitas directo a las armas.

Después de eso dejé de dudar de la sabiduría de los dichos populares, porque era cierto, una tenía que cuidarse de las aguas mansas.

  Yaja estaba devastada. Así que yo, como dama de honor y mejor amiga, gestioné las cancelaciones. Instruí a una cuadrilla de amigas, primas y vecinas para llamar a cada persona del país que hubiera recibido una invitación y revisé contratos, porcentajes y cláusulas con los proveedores. Recuperé el sesenta por ciento de los adelantos y depósitos. También devolví los regalos y mientras estaba en esos menesteres, me encontré con la información de la luna de miel. Los papás de Joselo les habían regalado una semana en el Disney’s Grand Californian Hotel & Spa. Un verdadero sueño hecho realidad. Cuando llamé para preguntar por las políticas de cancelación me explicaron que no había tales, simplemente se perderían los privilegios del todo incluido. Por ocho días. Para dos personas.

  Sobre mi cadáver.

  Hablé con Yaja, la convencí de que pasar la fecha de la boda encerrada en la habitación de su adolescencia mientras su mamá despotricaba en contra Joselo con sus tías sería terrible y patético, que podíamos aprovechar lo que el destino nos ponía adelante para por fin irnos a ese viaje solas que nunca lográbamos cuadrar en las agendas y que, como Joselo había renunciado a sus posesiones capitalistas, podíamos usar el dinero recuperado de la banda, el Dj, el jardín y todo lo demás, para pasar la mejor semana de nuestras vidas. Quizás en una de las vueltas más cerradas del Splash Mountain, bañadas con toda esa agua de California, el anillo de compromiso se le saldría del dedo. Yaja tenía una hinchazón crónica en el anular desde que vimos el video donde Joselo se despedía de ella y de su familia.

Estoy segura de que cuando Joselo anunció que había encontrado lo mismo el amor que una misión a la cual entregar su existencia, el anillo empezó a encarnársele.

  Tampoco era que hubiera mucha prisa por sacarlo porque a quién se lo iba a devolver. Por lo que sabíamos, Joselo estaba en alguna recóndita montaña preparando el ataque definitivo contra los carnívoros del mundo, alimentándose solo de zanahorias cultivadas por él de modo sustentable, seguramente fertilizadas con sus propios desechos orgánicos.

  Preparé un playlist de tres horas con lo mejor de las bandas sonoras de Disney y vacié encima de Yaja una montaña de dulces y frituras para cruzar la frontera. Pensando en ella, excluí de la selección las canciones que pudieran remitirle algún mensaje ecológico, como Ciclo sin fin y Busca lo más vital, pero incluí algunas de las joyas infravaloradas como Mundo perfecto de Las locuras del emperador y Cuán lejos voy, de Moana.

  En retrospectiva, no sé cómo no se me ocurrió que Yaja iba descendiendo en una espiral de odio y desestabilidad mental, porque no me dirigió la palabra durante el tiempo que estuvimos haciendo la fila: se quedó sentada como la peor copiloto de la historia, sepultada por los Reese’s miniatura, los pulparindos, las picafresas, los bombones con caramelo, las galletas de nieve, los Ruffles y los Cheetos, cantando Let It Go una y otra vez.

  Mi amiga, esa agua mansa.

De veras, cómo no lo vi venir. Porque tampoco se me ocurrió que algo oscuro empañaba el viaje cuando el migra nos mandó a segunda revisión. O cuando no podíamos dar con un estacionamiento para dejar el coche la semana completa. O cuando por fin lo encontramos y trataron de cobrarnos en riñones en lugar de dólares.

Y es que, aunque solo eran tres horas y media en carretera para llegar a Anaheim desde Calexico, se trataba de un viaje de descanso y relajación, por lo que, como guía espiritual de Yaja y administradora de la aventura, hice el primer gasto importante de la pequeña fortuna que representaba las ilusiones rotas de mi amiga y volamos menos de una hora, como si fuéramos estrellas de cine.

  —Compramos estos boletos con el reembolso de la barra libre —dije para tratar de animarla.

  Yaja cerró la ventanilla, se cubrió los ojos con el antifaz para dormir y se hundió en el asiento por respuesta.

  Debí intuir lo que se avecinaba cuando la única sobrecargo del avioncito me negó una mimosa alegando lo breve del recorrido, pero en ese punto me pareció un contratiempo insignificante en comparación con las maravillas que nos esperaban al aterrizar.

Error.

Aterrizamos en Santa Ana, en el aeropuerto John Wayne.

Qué nombre más desafortunado. John Wayne, el del western, era un mastodonte misógino, homofóbico y racista; y el otro John Wayne, un payaso asesino de niños.

Dejé a Yaja esperando el equipaje y fui a consultar las salidas a Anaheim.

No había.

Una ciudad del Área Metropolitana de Los Ángeles, la segunda área metropolitana más grande de Estados Unidos, una ciudad que anuncia como su único atractivo turístico su cercanía con Disneyland, no tenía forma de hacer llegar a los vacacionistas del aeropuerto a Disney. Sentí que me daba un vahído.

  Con mi precario inglés de escuela de monjas pedí hablar con el gerente de la aerolínea, con el encargado del sitio de taxis, con el mismísimo Terminator aunque ya no fuera gobernador. Todas mis exigencias fueron ignoradas. Me urgía quejarme y llamé al hotel. Entonces supe que debí haber coordinado el viaje con ellos para que enviaran un mickytransporte por nosotras. Estábamos a nuestra suerte, pero por la educación sentimental de nuestra niñez, si de mí dependía, por supuesto que íbamos a prevalecer. Regresé con Yaja y la encontré en el lugar exacto donde la había dejado, recargada en su maleta, mirando a la nada con una expresión de estar en coma. Mi maleta se había perdido. No me exalté. Lo tomé con filosofía y me dirigí a la fila de reclamaciones donde comprobé que el mundo es un pañuelo, que a cada acción corresponde una reacción, que el karma se equilibra y que todo ying tiene su yang.

  La fila era larga y el sur de California está prácticamente poblado por latinos y migrantes, así que cuando la mujer detrás de mí, mezclando inglés y español de forma indistinta me dijo que le parecía conocida y que le recordaba a alguien, solo por hacer algo, conversé con ella. Era la prima segunda de una tía política de mi mamá a la que yo no había visto nunca, pero la mujer, que se empeñaba en que la llamara tía Cata, no cabía de emoción por haberme encontrado. Me habló de la infancia de mi madre, de mis abuelos, de la vida de la tía política desconocida y terminó ofreciéndose a llevarnos a Disney. Era un tramo de cuarenta minutos y le quedaba de camino.

La abracé con cariño sincero.

En la camioneta de la tía Cata iban sus dos hijos expresidiarios, una anciana que olía raro conectada a un tanque de oxígeno y tres niños que no obedecían a ninguno de los pasajeros.

  Disculpé la condición de Yaja sugiriendo que tenía un problema con la bebida. No se inmutó.

La tía me anotó su número telefónico en un papel y me hizo prometer que la llamaría antes de volver a México. Lo dijo así, México, como si Mexicali estuviera en Yucatán. Supongo que así de lejana deben sentir su tierra los migrantes que nunca regresan a ella. Uno de los expresidiarios, con tatuajes de lágrimas en los pómulos, se bajó para despedirse y me masajeó el trasero.

Nos dejaron en las puertas del cielo.

El hotel era un portento de arquitectura. Estilo rústico, con lámparas Tiffany y motivos de las historias clásicas desarrolladas en bosques. Bambi, Bernardo y Bianca, Chip y Dale, Winnie Poh. Yo estaba maravillada y no me dejé amedrentar por el destino cuando nos explicaron que debido a un problema de traducción, creyeron que como ya no había boda, no seguiríamos el itinerario del paquete nupcial. Nos cancelaron las citas en el spa, las cenas con los príncipes y princesas en la azotea y nos cambiaron la Luxury Majestic Suite, por una habitación estándar en el Disneyland Hotel.

Un botones sin gracia nos trasladó al hotel vecino en un carrito de golf y nos dio unos pases para el buffet del desayuno.

El Disneyland Hotel no era tan elegante como el que habíamos dejado, pero era icónico, con miles de referencias al universo moderno de Disney y solo del lobby al elevador conté veinticinco siluetas de Mickey Mouse ocultas en el mobiliario.

En la habitación traté de no desanimarme cuando vi que la decoración era de los Avengers. Nos tiramos en las camas gemelas. Le dije a Yaja que habíamos sobrevivido a lo peor y que en adelante, la semana sería inolvidable.

Ya estaba dormida.

Le quité los tenis y le revisé el dedo del anillo. La piel alrededor estaba blanda y roja. Húmeda. Debía dolerle.

  Apagué las lamparitas con forma del martillo de Thor convencida de haberlo logrado. Convencida de que, pese a los inconvenientes, mi amiga y yo estábamos cumpliendo un sueño.

Tuve pesadillas por dormir en la cara de Thanos.

  Nos levantamos tempranísimo. Yaja me prestó ropa porque yo me había quedado con lo puesto. Era sábado, un día de mucho ajetreo y nosotras teníamos boletos para desayunar y un pase ejecutivo a todas las atracciones. Convencí a Yaja de que se maquillara. En el fondo guardaba la esperanza de que conociera a algún extranjero y recuperara el brillo en la mirada. Salimos del cuarto y nos encontramos a Pocahontas en el pasillo. Creí que iba a orinarme encima. Me firmó la libreta de autógrafos y Yaja nos hizo una foto donde salimos desenfocadas y fuera de cuadro. Luego yo les tomé una donde Yaja parece cargar ella sola con toda la culpa de la colonización. No me importó, Pocahontas significaba el mejor de los augurios: Yaja y yo descubriríamos colores en el viento, escucharíamos a los lobos aullar a la luna azul.

  Error.

El restaurante estaba cerrado al público. Los empleados preparaban la barra de ensaladas para un evento privado. Yaja se chupaba el dedo perjudicado en silencio, asumo que por el dolor, pero aquello le daba un aspecto oligofrénico. Detrás de la cuerda de terciopelo rojo de los postes unifila, uno de los niños perdidos de Peter Pan, el del disfraz de mapache, nos explicó que igual los boletos que nos habían dado eran válidos para puro café con pan. Que si queríamos desayunar de verdad tendríamos que pagar una diferencia de setenta dólares cada una y que nos convenía más comer en algún lugar del parque. Sentí que se me reventaban las venas de la esclerótica. Entre las mesas, Pepe Grillo y el Pato Donald, jugueteaban, tal vez cantaban acerca de darse silbiditos.

  Suspiré y antes de que pudiera volverme a Yaja para decidir qué hacer. Yaja corrió y se lanzó contra el Pato Donald, tacleándolo.

  La botarga rebotó en el suelo y quedó tendida de tal manera que necesitaba ayuda para levantarse. El niño perdido hizo llamadas, evidentemente a los elementos de seguridad y Pepe Grillo intentó enfrentar a Yaja, que estaba enardecida. Donald movía sus patitas en el aire en un esfuerzo inútil por incorporarse. Creo que lo que detonó la crisis de Yaja fue ver tanto verde en la barra de ensaladas, porque tomó el contenedor de la lechuga y azotó con él al pobre grillo, que perdió su sombrero de copa alta en la trifulca. Después, Yaja saltó sobre la barra y tomando las verduras con las manos, fue arrojándolas hacia las personas que la miraban aterradas. Parecía un gorila dando grandes pasos sobre el mueble apoyada en sus cuatro extremidades. Yo creí que me iba volver loca intentando contener a los guardias de seguridad que se veían muy inclinados a usar la fuerza letal, pero no por eso, sino porque en Disney no hay nada que rompa el encanto, no hay forma de saber si alguien a quien te topas es un simple turista o un miembro de la familia Disney, como les dicen a los empleados.

El acabose llegó cuando una despreocupada Ariel con vestido novia, salió de la cocina del restaurante con unas charolas. Yaja empezó a gruñir en cuanto la vio.

  Ariel, perspicaz, escapó hacia la Main Street.

  Y empezó la persecución.

Vi la escultura de Walt Disney dándole la mano a Mickey Mouse, pasé entre Minnie y Pluto y atropellé a unos niñitos muy güeros en mi carrera.

  Frente al castillo de La Cenicienta, Yaja secuestró uno de los carruajes tirados por corceles. Los azuzó como si estuviera en el Viejo Oeste. Avanzó y dio una vuelta innecesaria a la glorieta del castillo de la Bella Durmiente. Por estar alardeando, arrolló un puesto de churros, uno de orejas de ratón y a otros dos ambulantes. No sé cómo no se le desbocaron los caballos.

  El carruaje de Yaja condujo a Fantasyland.

  Yo ya había sido alcanzada por dos policías del parque y veía la estela de destrucción que Yaja dejaba a su paso desde el taxi de Roger Rabbit, que es como están caracterizadas las pequeñas patrullas. Ariel había desaparecido y Yaja huía de la ley. Afuera de una tienda de regalos se aglomeraba tanta gente por culpa de unos príncipes encantadores que Yaja se vio obligada a detener el carruaje y bajar.

  Pensé que ahí acabaría el trafagoso episodio. Sorpresa: no. Yaja corrió, atravesó el carrusel del Rey Arturo y surcó por encima de las tazas de la fiesta de té, rumbo a Tomorrowland. Para eso, las princesas que estaban en Fantasyland, tal vez alertadas por Ariel, dejaron sus puestos y fueron tras Yaja a pie, sorteando el paso por donde los taxis de Roger Rabbit no podían cruzar. Mis policías y yo cortamos por la ruta de los desfiles y vimos a Aurora, Mulán, Rapunzel y Jasmín, rodeando a Yaja cerca de donde Buzz Lightyear enfrenta al Malvado Emperador Zurg. Recordé que los miembros del elenco que representan a los personajes suelen ser atletas de alto rendimiento.

  Los visitantes pensaban que era una representación. Yaja aprovechó que empezaron a pedir fotos y autógrafos a las princesas para escabullirse hasta el Astro Orbitor, que estaba fuera de servicio, pero en cuya escalinata, Jessy, la vaquera de Toy Story, abría su show cantando Cuando ella me amaba. Yaja pareció llenarse de un odio ancestral al escuchar las primeras estrofas y empezó a correr de nuevo. Era como si no fuera a detenerse nunca.

  Se dirigió a Adventureland. Las princesas se quedaron atrás, con todo y que seguramente eran gimnastas o velocistas, los vestuarios, el público y la misma distribución del entorno, les impedían explayarse.

  Yo había pasado de explicar a los policías que Yaja estaba teniendo un colapso por causas de extrema angustia emocional a tratar de evitar que la lastimaran gritando que mi amiga estaba nuts, mad, crazy, lunatic. Pero, de hecho, no creía en absoluto que Yaja estuviera mal de la cabeza, si Yaja necesitaba hacer parkour en Disney como terapia, tenía mi apoyo y mi solidaridad.

  Estuvimos a punto de cercarla enfrente de la tienda de recuerdos de Indiana Jones y yo hice lo que haría cualquier amiga, metí el freno de mano haciendo derrapar el vehículo, que fue a estrellarse lentamente contra una barrera de contención.

  Me bajé balbuceando sorrys e intenté alcanzar a Yaja.

Se me unieron Tiana, Blancanieves y Ariel, vestida de civil.

  Más atrás, se iba conformando una barricada discreta de elementos de seguridad decididos a no permitir que Yaja volviera a escaparse.

  La perdimos en la selva. Me organicé con las princesas y nos dividimos. Tiana y Blancanieves revisarían las áreas restringidas, donde había buenos escondites, y Ariel y yo nos treparíamos a la casa del árbol de Tarzán, que gracias al cielo estaba en mantenimiento, sin visitantes. Buscamos durante unos minutos que me parecieron horas. Ya ni siquiera pensaba en cómo sería estar paseando en las atracciones como alguien normal. Lo único que me importaba era localizar a Yaja antes de que se convirtiera en material para Preso en el extranjero.

  Ariel era una joven agradable y centrada, no le guardaba rencor a Yaja. Se mantenía en contacto con el jefe de la policía del parque por medio de un radio de última tecnología instalado en su reloj de mano. Lo tranquilizaba. Decía que no había salidas de esa zona y que en cualquier momento daríamos con la prófuga. El hombre replicaba que cada vez era más difícil mantener la emergencia en secreto, que, si no encontrábamos pronto a Yaja, iban a tener que evacuar y hacer pública la situación.

  Una de las princesas gritó.

Creí que Yaja había hecho una locura. Es decir, otra, una irremediable.

Ariel y yo seguimos los gritos. Lo que nos encontramos era como estar en una de las películas más absurdas del estudio Disney en los años ochenta, como Los ojos del bosque o El abismo negro, aunque nosotras estuviéramos en un escenario selvático.

  Joselo sostenía a Blancanieves, ya sin peluca y con el vestido rasgado, del cuello. Tiana estaba tendida entre unos arbustos tropicales. Después supimos que desmayada, pero en ese momento nos asustamos muchísimo. No podía ser, Joselo, el exnovio y exprometido de Yaja, su casi marido, aplicándole una llave a Blancanieves.

La chef surgió de entre las ramas cargando lo que parecía ser una bomba que le doblaba el tamaño.

  Los dos se veían muy demacrados, bien dicen que la falta de proteína animal provoca anemia.

  La chef nos ordenó grabar lo que estaba a punto de ocurrir. Yo saqué mi celular y recé para que no fueran a decapitar a Blancanieves como hacían en los videos de ISIS.

  Joselo no me reconoció o fingió no hacerlo. Escuchaba a su chef con verdadera devoción.

  La chef soltó una perorata sobre el significado de Disneyland en la cultura, de los abusos cometidos por los ejecutivos del parque en nombre del capitalismo feroz. Habló del mercantilismo cultural, del imperialismo de los empresarios. Habló del daño sistemático al medio ambiente, de las especies endémicas de California afectadas en pro del consumo, de los patitos que vivían en los lagos interiores y que eran aplastados sin miramientos por el público que avanzaba hacia las atracciones hipnotizado, idiotizado, incapaz de atender lo que ocurría a su alrededor.

  Dijo que estaban ahí para hacer un llamado a la conciencia, que la sociedad no les había dejado otra opción.

  Ariel, que transmitía la escena a los guardias por medio del reloj, esperaba indicaciones.

  Joselo empujó a Blancanieves dejándola caer en una pequeña zanja y se unió a la chef, que hacía algo en el dispositivo.

  Si alguien iba a actuar, tenía que ser rápido.

  Ariel y yo nos miramos. Yo seguía grabando. Entonces, en lo que algún comentarista de noticias denominaría como un giro insólito de las circunstancias, escuchamos un crujido en el techo. Yo creí que era Tarzán. Volteamos y en lo más alto de la casa del árbol, desde la punta de la cumbrera, Yaja se deslizó por una liana usándola como tirolesa y fue a dar encima de Joselo, no sin antes patear a la chef con un impulso surgido de aquel aborrecimiento primigenio que había ido reuniendo a lo largo de su recorrido por el parque.

  Ariel dio la señal y los agentes y comisarios nos detuvieron a todos para dar paso a la brigada antiexplosivos.

  Tiana y Blancanieves fueron llevadas a la enfermería. Los policías a los que provoqué la colisión esposaron a la chef desquiciada y a Joselo. A Yaja la sometieron entre seis elementos y se la llevaron envuelta en una manta. A mí me pareció excesivo y procuré grabarlo con el celular.

  El complejo de Disney Town funciona como una pequeña ciudad autónoma, con sus reglas internas y su propio sistema de justicia. Según lo que se resolviera luego de la investigación privada, se decidía si se involucraba o no a los Rangers de California o incluso a la Patrulla Fronteriza.

  Ariel me consiguió una reunión con Joselo. El pobre había bajado tanto de peso que parecía sobreviviente de alguna guerra. Tenía ictericia en la piel y los labios resecos, con llagas y sangre.

El subterráneo en el que se encuentran las oficinas administrativas de la Disney Company contrasta por completo con la magia de la villa de Mickey. No hay color y la iluminación me hizo pensar más en las celdas de la KGB que en las de la CIA. En general, a pesar de que la limpieza era impecable, era como estar en una bodega de Walmart abandonada.

Abandonada, no solo vacía.

Primero Joselo se negó a hablar y estuvo insistiendo en que no sabía quién era. Según él, haciéndose el que no me conocía. Luego de un rato confesó que su célula estuvo planeando boicotear el desfile de Acción de Gracias de Macy’s y que también se sopesó actuar en el Big Bay Boom del 4 de julio en San Diego, pero que había sido idea de la chef perpetrar el ataque en la fecha de su viaje de bodas, como una declaración, como una manera de hacerlo cortar lazos con su vida pasada, al tiempo que asestaban un golpe a uno de los lugares más viciados y representativos del modo de vida norteamericano que existían.

  Negocié la información con el jefe de seguridad y resultó que la chef estaba en la lista de los más buscados por el FBI.

Hubiéramos podido ingresar a protección de testigos.

Acordamos que Yaja y yo saldríamos indemnes a cambio de nuestros testimonios en la corte. Eso, además, nos permitiría conservar las visas. También firmaríamos acuerdos de confidencialidad para mantener fuera del escrutinio público el conato de violación a la integridad de la marca Disney y el suelo estadounidense.

Se estuvo hablando de negarnos el ingreso a los parques temáticos del mundo pero saqué la carta del abuso de fuerza contra la heroína del caso y hasta logré que nos dieran fastpass para nuestra siguiente visita.

  Al salir de las oficinas, Yaja era otra vez ella misma, la Yaja de siempre. No, aún mejor, la Yaja de antes de Joselo. Me mostró su mano libre, sin anillo, el dedo todavía inflamado pero listo para sanar.

  Era la hora del desfile nocturno.

  Yaja y yo nos abrazamos, agotadas y orgullosas, apoyándonos la una en la otra para ver los fuegos artificiales y admirar la procesión de carros iluminados por más de un millón y medio de luces led y fibra óptica.

  Ahí estaba, por fin, el ambiente mágico hecho de música, alegría y polvos de hada que el espíritu de mi infancia deseaba tanto.

Sonreí a mi amiga y tarareamos quedito Bibidi-bababidi-bu.

.

.


Elma Correa (Mexicali, México) es narradora. Escribe cuento y crónica. Coordina un encuentro internacional de escritores en Baja California y gestiona @habitaciones_propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana, Maestra en Estudios Socioculturales y Doctora en Sociedad, Espacio y Poder. Escribió Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018), Mentiras que no te conté (UDG, 2021) con el que recibió el XX Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola, Llorar de fiesta (BUAP, 2022), La novia del león (Nitro/Press, 2024) y Lo simple (INBAL, 2024) Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí Amparo Dávila 2022.

 

Fotografía por @Sarel Patiño