ISSN 2692-3912

Novelas chilenas en torno a lo narco: ¿Narcoliteratura o coartada?

 
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Resumen

En el último tiempo las novelas policiales en Chile han tomado gran relevancia, sobre todo en sagas de famosos detectives. Estos son los casos de La sangre no es agua (2019) de Boris Quercia y Demonio (2021) de Roberto Ampuero, pero en estas novelas no solo se visibiliza el género policial sino que sus temáticas giran en torno a lo narco. Es por esto que la siguiente investigación busca identificar y comprobar si estas corresponden a la tipología de la narcoliteratura o si el uso de la temática descrita es el incentivo para una denuncia referente al marco cultural, político o social chileno.

            Palabras claves: Narcoliteratura, novela policial, Chile, revuelta social, migración.

 

Abstract

In recent times, police novels in Chile have taken on great relevance, especially in sagas of famous detectives. These are the cases of La sangre no es agua (2019) by Boris Quercia and Demonio (2021) by Roberto Ampuero, but in these novels not only is the police genre visible, also their themes revolve around the narco. This is why the following research seeks to identify and verify if these correspond to the typology of narco-literature or if the use of the described subject matter is the incentive for a denunciation concerning Chile’s cultural, political or social framework.

            Keywords: Narcoliterature, Police Novel, Chile, Social Revolt, Migration.

 

 

 

Introducción

El género policial en Chile ha tomado gran relevancia tras las sagas de famosos detectives, así como de célebres escritores que comenzaron a desarrollar un potente mundo literario ligado a la vertiente negra. En los últimos años del género policial, esto ha permitido reconocer la obra de escritores como Ramón Díaz Eterovic, Poli Délano, Roberto Bolaño, Roberto Ampuero, Marco Antonio de la Parra, Luis Sepúlveda, entre otros. Ante lo anterior, los protagonistas de sus novelas, mayormente detectives, permiten plantear una mirada crítica hacia la sociedad chilena, ya sea mediante la violencia o ciertas características que posibilitan reconocer temáticas tales como: poder, impunidad, dinero. De esta manera, junto a ello, las descripciones de lo urbano que rodea los escenarios de sus personajes, dan cuenta de una marginalidad con base en los códigos éticos de la sociedad que los rodea. Sobre todo en las novelas post-dictatoriales, las cuales focalizan su crítica en el ámbito político y el papel de las instituciones en el ámbito social (Memoria Chilena, 2021).

            De acuerdo a lo anterior, la novela que da inicio a la historia de detectives más reconocidas en este ámbito es La ciudad está triste (1987) de Ramón Díaz Eterovic, tras la participación del autor en la generación del ochenta, “[n]o es de sorprender que el elemento determinante frente al cual se ubican varios textos de Díaz Eterovic y los de gran parte de su generación literaria consista en el carácter hegemónico del discurso social de la dictadura militar chilena (1973-1990)” (García-Corales y Pino, 2002: 31). En consecuencia, su argumento trata principalmente de la desaparición de la hermana de Beatriz, por lo que el detective Heredia se ve inmerso en un enigma que no solo concibe un razonamiento deductivo, más bien, devela una violencia social en su resolución.

            Por ello, los escenarios políticos chilenos en las novelas recientes no temen dar cuenta de la relación con el periodo dictatorial del país. Tal es el caso de las trilogías de Boris Quercia y Roberto Ampuero, de modo que los detectives de ambas transitan entre paisajes violentos y cargados de críticas nacionales. Así pues, el/la lector/a chileno/a reconoce en sus pasajes una realidad de origen político. Es por esto que en la presente investigación, hemos escogido las novelas La sangre no es agua (2019) de Boris Quercia y Demonio (2021) de Roberto Ampuero, siendo ambas las recientes entregas de los detectives Santiago Quiñones y Cayetano Brulé.

             Asimismo, ambas novelas no solo responden a las características del género policiaco planteado en Chile, sino que también dan el paso para visibilizar la temática de lo narco. Para contextualizar, novelas como Hijo de traficante (2015) de Carlos Leiva y Matadero Franklin (2018) de Simón Soto, refieren a una cultura de lo narco en el que la conformación de mafias y relaciones familiares, “constituyen relatos contemporáneos que abordan de manera más o menos directa el narcotráfico y la violencia” (D’Ottone, 2021). Cabe destacar que esta narconarrativa nacional es aún objeto de estudio reciente para la crítica, por esta razón, la investigación que ha estado centrada en la literatura mexicana y colombiana, se abre paso a problematizar el tema con relación a otros contextos nacionales específicos.

            Es debido a ello que buscaremos comprobar si las novelas de Quercia y Ampuero corresponden al marco de una narcoliteratura, la que puede ser entendida según lo postulado por Santos, Vásquez y Urgelles (2021) como: “un género literario que reúne un corpus de textos ficcionales que abordan la problemática del narcotráfico como industria: desde la producción hasta el consumo” (17); o bien, si estos relatos utilizan esta temática para denunciar alguna situación en el país en las áreas culturales, políticas y sociales. Para llevarlo a cabo, se analizarán ambas obras en apartados separados. Se considerarán, a su vez, entrevistas de los autores, como material de apoyo y antecedentes relevantes para la comprensión de las novelas, así como otros artículos y textos de interés.

 

  1. La sangre no es agua: La situación migrante en Chile. Los crímenes de odio y la justicia en el país

La sangre no es agua (2019) es la última entrega de la trilogía de novelas de Boris Quercia que giran en torno al detective Santiago Quiñones. Este relato profundiza en una nueva serie de asesinatos y crímenes, los cuales desembocan en el asesinato y descuartizamiento de Angélica por parte de su marido, el detective García. Pero mucho antes de que estos sucesos tengan lugar, Quiñones se ve involucrado en otras investigaciones paralelas, las cuales se desarrollan principalmente en las ciudades de Santiago, la capital, y Valparaíso.

            Uno de los casos investigados es el asesinato del hijo del dueño de un restaurante chino, cuyo padre antes había sido apresado y encarcelado por tráfico de drogas. Lo narco se hace presente desde las primeras páginas, puesto que Santiago Quiñones descubre, gracias a la actitud sospechosa de otro personaje, el Cojito, que el restaurante seguía siendo utilizado para traficar cocaína:

—Despacio y con cuidado— le digo, dándole permiso para que muestre lo que sea que tiene en los bolsillos. Lentamente saca un puñado de empanaditas hechas en papel de cuaderno de matemáticas: el distintivo del chino, hojas de cuaderno dobladas como un origami. O sea que es cierto, siguen traficando. El Cojito extiende la mano como quien entrega un puñado de dulces a un niño en halloween. Yo estiro la mía y caen sobre la palma los wantancitos de coca. (Quercia, 2019: 41)

Dada la situación de Quiñones dentro de la Policía de Investigaciones (PDI) y su propia adicción creciente, aunque negada, hacia las drogas; se contenta con robar la cocaína y abandonar el cadáver del joven chino. Es a partir de esta situación, que la vida del detective corre peligro a medida que avanza la trama, pues se le exige que devuelva la droga robada, pero que Quiñones ya ha consumido.

            Es esta misma adicción que lo pone en aprietos inclusive dentro de su trabajo, como el momento en que van a tomar muestras de orina y de la cual logra deshacerse por un golpe de suerte, o el desmayo que sufre mientras realizaba una investigación en solitario tras esnifar un poco de cocaína. Las drogas forman parte de la vida del detective, tanto por los crímenes que debe investigar como en su vida privada. Ello puede evidenciarse desde la entrega anterior, Perro Muerto (2016), cuando estuvo a punto de caer en una trampa junto con Angélica, su amante. Quiñones se vio inmerso en un complot creado por otros policías para poder arrestarlo drogado, mientras él mismo investigaba lo ocurrido con su colega Jiménez tras su muerte:

—¿De dónde sacaste esto?— pregunto indicándole la coca.

—Me la dieron tus amigos de Valparaíso— responde ella.

Comienza a latir fuerte mi corazón.

—¿Qué amigos?—digo sospechando que se refiere a los de Asuntos Internos.

—A los que les contaste de nosotros. No te pudiste aguantar, ¿ah?

Nos siguieron después de la misa entonces. ¿La habrán seguido a ella ahora?

—Me dijeron que era un regalo, para que lo pasáramos rico— dice riéndose y se mordisquea los labios como para calentarme.

A mí la cabeza me empieza a funcionar a mil por hora. Caí redondito. Me tienen drogado hasta las cachas con la evidencia de los robos a los decomisos.

Voy hasta la ventana. En la calle hay un Fiat Punto gris estacionado frente a la puerta del edificio. Deben ser ellos. Esperan que salgamos, nos caen encima, nos pillan con la merca, nos hacen exámenes de sangre y listo. Nos cargan a Jiménez y a mí por los decomisos, se salvan de polvo y paja. (109-10)

Tal y como corrobora Vásquez Mejías (2021), “[e]n La sangre tampoco es el narcotráfico el responsable de los crímenes” (123). El tráfico de drogas que se realizaba en el restaurante chino pasa muy pronto segundo plano al descubrirse el verdadero motivo del asesinato del joven, el cual no era por un ajuste de cuentas en relación con la venta de cocaína, sino porque el cocinero del lugar sentía celos de él por una de las camareras. Esta misma trifulca es la que le da a García una excusa para engañar a Quiñones, y así evitar ser encarcelado luego de asesinar a su esposa, furioso tras conocer su infidelidad.

            Lo narco, en cambio, podría visualizarse como la puerta por la que se adentra Quiñones hacia su nefasto final, pero también se presentaría como una excusa para realizar diversas críticas a realidades que surgen en Chile, visibilizándolas. Es en medio de este giro de subtramas, como el romance de Quiñones y una joven migrante venezolana, Evelyn Serrano, que es posible desentrañar estas denuncias: pues tal como menciona Vásquez Mejías (2021) respecto a las denuncias al sistema neoliberal dentro de las novelas de Quercia, “[l]a incompetencia de las autoridades, la falta de oportunidades, la escasez de dinero, la ausencia de garantías básicas y el abuso por parte de los poderosos, propicia también la emergencia de delitos de todo tipo” (122). Y una de ellas, quizás la más importante, tiene relación con la segunda investigación en la que se ve involucrado el detective Quiñones: bajo el cargo de García, debía dar con las mentes detrás de “Chile Limpio”, un grupo que buscaba que “la mugre, los vicios, la delincuencia, el desorden, la prostitución, la lepra, las malas costumbres y las supersticiones ensucien la patria pura” (Quercia, 2019: 53).

            El primer asesinato causado por este grupo, en el cual el proxeneta colombiano Jeremías Coraza es la víctima al cortar su garganta por una trampa de hilo curado, llega a primera plana de los periódicos como un crimen racista. Su fallecimiento, no obstante, puede ser tildado de accidental, puesto que el sitio en el que el hilo había sido colocado, en una escalera de una galería muy concurrida, podría haber cobrado la vida de cualquiera. El segundo crimen es aún más premeditado: a partir del envío de comida envenenada a un cité donde vivían inmigrantes centroamericanos, “Chile limpio” buscaba acabar con todos los inmigrantes, hacer del país un lugar supuestamente mejor al cometer tales asesinatos, los cuales esta vez cobran la vida de niños, víctimas de este crimen de odio:

Al final del camino se descorre la última cortina de este teatrito macabro: sobre el suelo inmundo hay dos niños acurrucados como si fueran chanchitos de tierra y un poco más allá se ve un hombre, seguramente el padre, con el torso negro desnudo. Tiene el pelo cortado al ras, con dibujos de fantasía de color amarillo, y también debe bordear los treinta años. Está sentado en una silla con las piernas abiertas, los brazos cruzados sobre el estómago y el cuerpo doblado. No se mueve. Veo un charco pequeño de vómito entre sus piernas, desde su boca aún cae una gota de saliva espesa. Todos fueron envenenados. “Como ratones entraron a Chile, como ratones los exterminaremos”, decía el papel que enviaron estos desgraciados. (Quercia, 2019: 70)

Este homicidio deja a tres miembros de una familia muertos y a la joven madre, Azucena, sin esperanzas debido al daño que la harina envenenada había hecho en su cuerpo. Sus últimas palabras son una súplica para que sus hijos no coman el alimento, sin saber que ellos ya habían perdido la vida. Son casos de los que se espera resolución, pero al no encontrar a los culpables en una primera instancia, la justicia chilena, a cargo de la PDI, encuentra a otras personas que sirvan como chivo expiatorio para apaciguar a la población y a los medios.

            Esta clara denuncia, sobre todo social y cultural, muestra no solo la dura y difícil situación en la que viven los inmigrantes, muchas veces sin los debidos papeles al día, sino que también la pobreza que los rodea y que los lleva a aceptar una ayuda supuestamente benéfica que termina arrebatando su vida. El odio parece un claro recordatorio de cómo aún muchas personas en el país no aceptan el multiculturalismo y a la gente de otras naciones que han elegido, por un motivo u otro, a Chile como su nuevo hogar. Podría incluso relacionarse con lo postulado por Tijoux y Córdoba (2015) sobre la situación de los migrantes en Chile, en lo que podría denominarse un caso criminal cometido por el racismo y odio extremo:

Chile los atrae debido a una condición económica y política divulgada como exitosa, que lo sitúa como país seguro (y cercano), logrando que estos hombres y mujeres vengan a insertarse —cuando lo logran— principalmente en nichos laborales precarios. Sin embargo la sociedad chilena reacciona negativamente a sus presencias, las instituciones los ignoran y los medios de comunicación publican constantemente su peligro, difundiendo estereotipos basados en mitos que estarían interrumpiendo las rutinas de la normalidad nacional.

Los inmigrantes parecen entonces constituir la excepción construida por una política racializada que entiende a la “raza”, como un sistema de diferenciaciones hechas en su nombre. Es así como la inmigración deviene pura palabra no sujeta a su propio sentido, pues no contiene a todos los inmigrantes y señala únicamente a quienes ha armado para odiar, criticar y evaluar constantemente en razón de una “raza”, clase, color y sexo, que deja ver una ‘otredad’ negada. (7-8)

Es por ello por lo que Quiñones intenta atrapar a los verdaderos asesinos, incluso pensando en golpearlos, aunque ello le lleve a cometer un error y darle una paliza a un grupo de jóvenes católicos que sí intentaban ayudar y cuya fachada los criminales utilizaron para entregar el alimento envenenado. Es como remarca Vásquez Mejías (2021), pues “Quiñones sabe que la justicia no es dada por las instituciones, por eso cree en tomarla por sus propias manos. En La sangre, quiere asesinar él mismo a los homicidas de inmigrantes. Así, no se mueve por ambición o por deseos de poder, sino que desobedece a sus superiores con tal de defender a los más vulnerables” (117).

            Esta mezcla cultural se muestra en la novela de Quercia desde el operativo para atrapar a Coraza, de cómo la capital chilena ha florecido entre “los colombianos, los haitianos, los peruanos, los venezolanos. Por ahí distingo a uno que otro compatriota por el acento y confirmo que de a poco los recién llegados se han ido tomando las calles que los chilenos habían desechado. Uno se olvida, pero años atrás, el único negro que se veía en Chile era el que aparecía en ese aviso comercial de papel higiénico” (Quercia, 2019: 22-3). Y es que lo relativo a los migrantes no es casualidad, pues como el propio Quercia confirma en una entrevista a Javier García del diario La Tercera (2019), tanto lo relativo a la inmigración como la eutanasia “[s]on temas que me interesan. El cambio producido en la ciudad por la migración lo puedo ver en el paso de las tres novelas como si fueran capas geológicas” (García, 2019). En esta novela, lo migrante es central en muchas maneras, pero por sobre todo en lo relativo al crimen antes mencionado. Por ello, también en la entrevista no sólo menciona sus propias raíces y su familia, sino las situaciones que pueden generarse a partir de la violencia y el odio, y que ilustra en su escrito:

Hoy veo con preocupación cómo ciertas fuerzas políticas se aprovechan de la migración para cargarla con males que son endémicos del país, y así aglutinar a sus huestes mal informadas, frustradas y sobreconectadas, o sea fácilmente manipulables. Es cosa de tiempo para que aparezcan quienes crean que la solución es la violencia. Yo vengo de una familia de migrantes, mis abuelos llegaron con la esperanza de encontrar una mejor vida a un país que les abría los brazos. La historia de América es una historia de migración y así se construyen las grandes naciones. (García, 2019)

A modo de síntesis, lo narco en La sangre no es agua de Boris Quercia es utilizado como una excusa o incluso coartada, no solo como punto inicial de la novela y posterior sentencia del detective, sino que también para realizar claras críticas a situaciones sociales, culturales y económicas del país. En el caso analizado, específicamente se relaciona con la situación migrante, a partir de un crimen descarnado que realiza el grupo “Chile limpio” y en cuya investigación Quiñones se ve involucrado.

 

  1. Las incidencias de lo narco en la revuelta social de Roberto Ampuero

Demonio (2021) es la octava entrega que compone la saga del detective privado Cayetano Brulé, en esta ocasión, nos encontramos con un par de asesinatos que a simple vista parecieran ser un ajuste de cuentas. Sin embargo, lo que llama la atención del protagonista es que la víctima es un chileno que se encuentra viviendo clandestinamente en su propio país. Esto y el contexto de la pasada revuelta social originada en octubre del 2019 serán los indicios para la investigación que enmarcará las esferas políticas, económicas y sociales de un Chile fragmentado.

            De esta manera, el autor entreteje dos espacios notorios en su novela, por una parte, destaca los espacios comunes de Santiago y Valparaíso que fueron los principales centros de acopio y devastación social. Para ello, recrea imaginarios populares en la quema de iglesias, bailes, manifestaciones, represiones policiales, etc. Por otra parte, añade la mirada hacia y desde las instituciones a partir de la amenaza del narcotráfico. No obstante, será el tema de lo narco la posibilidad para desmantelar un sistema político chileno que ya no puede sustentar las demandas de su pueblo. Asimismo, la presunta amenaza del narco funciona como una alegoría del temor que corresponde a la forma en que ciertos manifestantes se plantean como enemigos del sistema político:

La noche anterior había sido terrorífica. Manifestaciones multitudinarias en numerosas ciudades del país, saqueos e incendios de supermercados, asaltos a bancos y farmacias, destrucción de monumentos. En la capital habían estado a punto de derribar el del general Baquedano. Por un lado, la ciudadanía marchaba indignada en las calles, y por otro, vándalos, narcos y anarquistas se infiltraban entre la gente diseminando la violencia mientras el gobierno se paralizaba y la oposición moderada guardaba silencio, desconcertada. (Ampuero, 2021: 35)

A partir de lo anterior, la novela se enmarca en lo policial negro por la denuncia social que acompaña los espacios de criminalización de la revuelta. También, debido a que su protagonista, “es un ser que está en movimiento en el espacio, sin patria ni raíces … carece de un credo político determinado… [en donde] La Habana, Bonn, Valparaíso aparecen como escenarios decadentes de una crisis ideológica” (Balart, 2009: 186). Funciona como thriller al ir desenmascarando los planes de una clandestinidad popular. Lo interesante en este ejercicio es la utilización de lo narco para dar cuenta del contexto del país. Por tanto, ¿Podemos clasificar a la novela como narcoliteratura? Para responder a lo cuestionado tomaremos como principal eje las seis recurrencias de la tipología propuesta por Ingrid Urgelles, Ainhoa Vásquez y Danilo Santos en “La narcoliteratura sí existe: tipología de un género narrativo” (2021). Así, las elecciones narrativas configuran una estructura que podría corresponderse con el género, o bien, hacer uso del tópico para vestir otro tipo de denuncias.

            En primer lugar, la utilización de un narrador autodiegético, “implicaría quitarle fiabilidad a la narración, puesto que el conocimiento de un narrador en primera persona siempre será limitado y relativo” (Urgelles, Vásquez y Santos, 2021: 19). Asimismo, estos tipos de narradores brindan una complejidad en personajes relacionados con el escenario de lo narco. Por su parte, la novela de Ampuero contiene un narrador omnisciente para dar cuenta de las acciones del detective y sus demás personajes. Si bien, no se corresponde con la mirada autodiegética, la omnisciencia es focalizada en torno a la polifonía, lo que provoca que estemos ante un montaje de voces provenientes de extremos políticos diversos:

Notables. En fin, ¡cuántas veces te advertí, Cayetano, que el país era una caldera a punto de estallar! No me creías cuando te dije que el chancho estaba mal pelado, que hay demasiado abuso de los grandes contra los chicos, que la gente estaba harta y un día no iba a aguantar más. Fidel lo predijo: “tarde o temprano el pueblo chileno recuperará las banderas de Allende y marchará por las grandes alamedas”. Y así no más fue. Profético el comandante. (Ampuero, 2021: 119)

Por lo tanto, la narración polifónica sería una estrategia para crear un escenario donde todas las voces tienen el espacio para hablar. Incluso, los personajes funcionan como alegorías en relación con el discurso e ideologías que portan. Por ejemplo, Cayetano sería la voz de la esperanza en el conflicto, aquel que llega hasta las últimas consecuencias sin importar los peligros en los que se vea inmerso; mientras que Margarita, su pareja, representa aquel temor que lo trae de vuelta, “…Vivimos en el sálvese quien pueda; el país que conociste murió y ya no resucitará. ¿Y qué me espera a mí? Únicamente el luto que viste a las viudas inconsolables” (166). De esta forma, la novela no se corresponde con la primera recurrencia, es más, lo narco se visualiza de manera superficial en las voces que se cruzan, a medida que la trama avanza solo ciertos personajes van extremando los detalles de este, como un intento de visibilizar el contrabando, pero del que nadie quiere realmente hacerse cargo.

            En segundo lugar, la novela sí contiene personajes prototípicos de las novelas de narcoliteratura. Primero, entre los victimarios, se alude a la figura de los sicarios: “Supo a quién se refería, pese a que últimamente había ejecuciones a vista y paciencia de los transeúntes, ejecuciones que eran ajustes de cuentas entre narcos que se disputaban los barrios porteños” (16), o bien, “Como faltaba mano de obra, importaron extranjeros dispuestos a trabajar por menos. Y colados llegaron sicarios, secuestradores y narcos” (27). No obstante, lo interesante acá es que los sicarios son solo menciones o entes que sabemos que existen gracias a que un personaje sospecha de ello, pero nunca son comprobados o realmente personificados. Esto puede corresponderse a que el imaginario chileno recabado demuestra una mirada prejuiciosa y distante:

—Desde luego. Obtienen pegas como ‘loro’, ‘mula’ o ‘miliciano’, y pueden llegar a distribuidores. —¿Y no los contratan como sicarios? —Esa ya es una especialidad muy lucrativa pero exclusiva. Ajustan cuentas sin dejar huellas. Los contratan en Colombia y México, principalmente. Vienen, le echan agua al que haya que echarle y vuelven a cruzar la frontera. Procedimiento quirúrgico. (69)

Segundo, es indiscutible el personaje del detective planteado como un héroe que trabaja por voluntad y no necesariamente por dinero. A su vez, se cuenta con ex agentes de instituciones políticas y policiales que permiten desmantelar ciertas incompetencias del sistema nacional. En este sentido, la recurrencia se cumple en parte por la mera presencia de los personajes. Sin embargo, lo narco y su implicancia en la revuelta social, solo pareciera integrarse a una gama más amplia del acontecer político. En última instancia, se evidencia una intertextualidad letrada que, “funcionaría como una especie de notario que certifica lo que ocurre a la vez que se puede analizar también como un traductor de la violencia capaz de interpretar y relatar la descomposición social que ha causado el narcotráfico” (Urgelles, Vásquez y Santos, 2021: 22). En virtud de ello, la mirada de Cayetano nos permite vislumbrar la violencia ejemplificada en los diálogos y el descifrado de símbolos marxistas, históricos y literarios que otros personajes le exponen. Todo aquello en la medida que nos entrega una mirada descriptiva de las ciudades inmersas en el caos, pero que no necesariamente son una consecuencia directa del narcotráfico, sino una parte de ello.

            En tercer lugar, respecto a las topografías como narcozonas es necesario realizar una aclaración con el autor, si consideramos que en la tipología de la narcoliteratura, “… los narradores imponen su propia mitología a las ciudades y espacios, la que coincide plenamente con el imaginario social” (Urgelles, Vásquez y Santos, 2021: 23), esta se cumpliría. Ahora, en una entrevista Ampuero afirma su interés por aludir a la verosimilitud de los espacios, “busco que las atmósferas o ambientaciones sean reales, mensurables, como la realidad de cualquier reportaje o testimonio que conformen la base dentro de la cual se muevan estos personajes de ficción” (García y Ampuero, 1998: 158). A partir de lo anterior, en la novela se mencionan lugares reconocibles por el/la lector/a chileno/a, lo que se corresponde con delimitar espacios habituales, pero no coordenadas para configurar una narcozona: “… en la plaza Aníbal Pinto se había producido un estallido delincuencial, y los carabineros no daban abasto para reprimirlo, lamentó; allí donde se comienza incendiando edificios y libros, se terminan quemando a seres humanos, pensó” (Ampuero, 2021: 125).

             Por su parte, acá la narcozona sería un espacio imaginario que conlleva solo acciones para ligar al narcotráfico con la revuelta social, “son territoriales por antonomasia … ocupan espacios para controlar el tráfico de estupefacientes y la prostitución, de modo de imponer su justifica, reclutar jóvenes y buscar contacto con policías y políticos” (48), o, “… ellos disputan noche a noche, palmo a palmo, las calles con otras bandas. Y ahora suministran gratis la droga en lo que llaman la Primera Línea” (140). Estas miradas recogen el reconocimiento de la existencia de lo narco, así como los rumores populares de vincularlos con el caos y la corrupción, pero seguimos ante solo especulaciones de las diversas voces que configuran la novela. En el fondo, se hace hincapié en la posibilidad territorial que mantiene Chile con el contrabando latinoamericano y que no son investigadas a cabalidad por ningún ente de la historia, lo que refuerza la idea de irresolución de lo narco:

Pensó en los narcos y su incesante búsqueda de sustancias para procesar la coca. Por la costa chilena entraba gran parte de esos insumos, con Bolivia como destino final. Colombianos y mexicanos, y cada vez más chilenos, operaban el lucrativo negocio. Se rumoreaba que estos últimos ya estaban en condiciones de hacer ofertas que nadie podía rechazar y que era usual en México: dos maletines de cuero, uno con fajos de dólares, el otro con focos de la familia y la mascota del consultado. (289)

En cuarto lugar, el tiempo de la novela sí puede ser considerado circular a partir de la recurrencia de ralentizar el caso, incluso, muchas cosas no son resueltas o no se dicen. Si bien, se logra impedir el plan clandestino del bando contrario, la marginalización sí se queda con los personajes y el entorno. Además, ya en el desenlace y epílogo se hace mención abrupta del destino de los personajes relacionados con el narco, pero que no representan una salvedad a los temas expuestos de contrabando. Claro está que el autor ocupa el tema para representar bandas que resultan una amenaza para un país, en este caso, las ideologías en pugna de la revuelta social chilena:

Los sujetos que acompañaban a Demonio la noche del atentado fallido -entre ellos dos colombianos y dos venezolanos- fueron condenados a prisión por transportar cocaína y violar la ley de migración. Cuando cumplan la pena, serán deportados. Su objetivo, según confesaron, era mostrar que en el país se enfrentaban dos potentes fuerzas beligerantes. (423)

En quinto lugar, y en consecuencia de lo anterior, los personajes mantienen ascensos y caídas, por un lado, están los que no logran salir del círculo de la violencia, “… tenía un taller de reparación de bicicletas y vivía en la comuna, donde oficiaba de pastor en una iglesia evangélica. Mantenía un ojo atento sobre los narcos, a quienes ubicaba desde niños, desde antes de que las mafias les torcieran el rumbo” (175). Por otro lado, aparentemente es el detective el que sí logra ascender, al menos en sus propios intereses, al involucrarse “… a través de su escaso poder, como cualquiera de nosotros, logra ir acercándose a la verdad por lo menos para entregar el culpable a la policía” (Ampuero y Moody, 1999: 138). En realidad, su vertiente justiciera se ve limitada, pues la novela nos entrega la imagen de un Chile que no tiene las capacidades para solventar lo justo ni el acontecer social, “Y todo aquello en un país que se desmoronaba, que sabía cómo reconstruirse después de cada terremoto y tsunami, pero que resultaba inepto para maniobrar adecuadamente en medio de la tempestad política que lo azotaba” (Ampuero, 2021: 193).

            Por último, bajo la recurrencia del pacto de verosimilitud y considerando que, “la temática se sitúa en un nivel de cercanía con la realidad empírica y ello hace sospechar, o al menos dudar, de una lectura desde la absoluta ficcionalidad de los textos” (Urgelles, Vásquez y Santos, 2021: 28); entonces, la novela sí cumpliría con la premisa, pues menciona lugares claros de la territorialidad de Valparaíso y Santiago. Así como situaciones que son reconocidas por el imaginario chileno de la revuelta: “Ya no creo en querellas, Escorpión. Ahora mandan aquí los narcos, los anarquistas y los vándalos, y los tipejos que te hacen bailar a su antojo en la calle para dejarte pasar” (Ampuero, 2021: 135). En efecto, tras el lanzamiento del libro transmitido en una versión online liderada por el chileno Marco Antonio de la Parra (Penguin Libros 2021), el autor relata que para la construcción de la novela y que, tras la cuarentena absoluta en España, estableció diversas conversaciones con chilenos, chilenas y extranjeros/as residentes en el país para conocer cómo percibían o vivieron el contexto social. De esta manera, alude que no se trata de un juego de ficción como tal, sino que las diversas opiniones y testimonios disponen la realidad de esta, pues los paisajes recogidos son la representación de un país que los otorga.

            Definitivamente, la novela de Roberto Ampuero comparte algunas recurrencias de la tipología de la narcoliteratura, sin embargo, consideramos que no puede ser catalogada como tal; pues se apropia de lo narco tan solo para denunciar el acontecer chileno. Entonces, ocupa personajes prototípicos para ejemplificar la incertidumbre del imaginario popular ante la revuelta. Así, es capaz de plasmar una crítica hacia el país, donde la relación de lo narco sería un puente para desmantelar la ineficacia del sistema. Por su parte, la clandestinidad y las protestas enmarcadas con lo narco alegorizan una amenaza; la cual es ocupada como estrategia en un discurso para homologar al pueblo chileno, que tras decretado el estado de excepción, disfraza todo tipo de manifestación como una guerra al no diferenciar las reales denuncias:

¿Y qué había obtenido de Padrón en Madrid? Que Chile sufría una insurrección híbrida, lo que sabía; que extremistas y narcos se habían adueñado de las protestas ciudadanas, lo que le había revelado la comandante en Valparaíso; que los agentes no dejaban huellas, algo que imaginaba, y que Chile carecía de un aparato efectivo de inteligencia, un secreto a voces. Raya para la suma: cero logros con el animoso Padrón, contacto sugerido por Marcia. ¿No sería el famoso Padrón un informante de una dirigente que nadaba llena de dudas entre las aguas de la legalidad y la clandestinidad? Bien podía serlo, se dijo. En Chile ya todo era posible, había poca gente confiable y el oportunismo campeaba. (262-263)

Aun así, el autor plasma aspectos de la narcocultura. Aunque lo realice de manera superficial o circunstancial, no es menor que sea una parte esencial de los pasajes con los que se encuentra el detective, “Enviando un potente mensaje al funeral popular que suelen organizar los narcos. Financiar exequias fastuosas, verter lágrimas de cocodrilo y anunciar a voz en cuello venganza por el asesinato del fiel camarada es lo único que puede redimirlo” (362). Así como lugares que remiten a México, “—La virgen de narcos y sicarios— dijo Brulé ajustándose el nudo de la corbata—. La iglesia es una réplica de la del barrio de Tepito en Ciudad de México” (366). En este sentido, creemos que se sigue apropiando de estas alegorías para colocar en tela de juicio que sí existen indicios del tema y que no están siendo contemplados por el sistema. Asimismo, la metáfora y apodo del antagonista del detective: Demonio, recrea alianzas o lazos con fuerzas políticas y del narco que son la verdadera amenaza hacia lo cultural e identitario del país y, no precisamente las manifestaciones pacíficas, pues solo se le otorga la mirada a los destrozos, quemas y anarquismo descrito en boca de los diferentes personajes:

Arruinará a unos, lanzará al desempleo a otros, cundirán el pánico y la desesperación: el golpe perfecto, pensó Brulé, y se preguntó cómo saldrían de esa pesadilla y financiarían al mismo tiempo las demandas de la ciudadanía desencantada. ¿Cómo apartar de la protesta ciudadana al narco y a los extremistas? (392)

Finalmente, ante lo expuesto, la novela de Ampuero recrea la incertidumbre del imaginario chileno, en donde sus personajes se definen entre sentirse victoriosos o fracasados. Esto respondería a la división ideológica clara del acontecer político, sobre todo en la separación de la trama al contrastar la violencia de las manifestaciones pacíficas; en relación con eso, lo policial desenmascara a medias una investigación con base en la apropiación de símbolos: las iglesias de Chiloé, las plazas centrales, los tatuajes, etc. Precisamente, porque asemejan la existencia de estos y cómo aquello provoca que el detective reflexione a partir de esa crisis, lo que termina develando una condición humana frágil y, de paso, problematiza aspectos del patrimonio cultural ante los destrozos.

            En síntesis, el autor ocupa una alegoría en torno a lo narco para disfrazar una polifonía chilena marcada por la incertidumbre. Por lo tanto, no se trabaja el narcotráfico como tal, inclusive, la resolución del caso pareciera no retomar los asesinatos ni el hecho de vivir clandestinamente. Si bien trae consigo voces de una extrema izquierda y derecha, quedan ciertas interrogantes respecto a esa representación, tales como: ¿Cuál es el bando que estimula la aparición del narcotráfico? ¿Existe un intento de demonizar o ironizar la mirada política, popular o extranjera referente al tema? Lo planteado toma sentido cuando las menciones hacia el consumo de drogas, el microtráfico o la presencia de narcos solo yacen en especulaciones de terceros. Esto confirma que el narco representa a un enemigo y, aunque la novela tome distancia del género de la narcoliteratura, es allí mismo, en esa distancia, donde radica el imaginario popular e institucional que se tiene del narcotráfico en Chile. Ahora, ¿Por qué demostrarlo a través de la revuelta social? Pensamos que el narrador a través de la polifonía construye el montaje que la prensa chilena no abarcó y que, en esta ocasión, es decisión del/la lector/a quedarse con el bando que se ajuste a su realidad.

 

Consideraciones finales

A modo de cierre, es posible afirmar que las novelas de Boris Quercia y Roberto Ampuero contienen características que podríamos categorizar como narcoliteratura, no obstante, estas son empleadas como una configuración narrativa que posibilita una fuerte denuncia al ámbito social, político y cultural chileno. En otras palabras, lo que interesa en el proyecto de los autores es el escenario referente a la situación de inmigrantes y la división ideológica como consecuencia de la revuelta social. Para ello, lo narco es una excusa que alegoriza imaginarios populares a fin de plasmar la violencia oculta en pasajes policiacos, lo que corresponde al modo en que los autores emplean lo neopolicial ante, “la obsesión por las ciudades; una incidencia recurrente temática de los problemas del Estado como generador del crimen, la corrupción, la arbitrariedad policiaca y el abuso del poder; un sentido del humor negro … y un poco de realismo kafkiano” (Argüelles, 1990: 14).

            De esta manera, el recorrido narrativo por la urbe de Santiago y Valparaíso en las novelas recrea una atmósfera a modo de respuesta ante ámbitos sociales que la realidad nacional no ha podido solventar. En esta ocasión, los detectives van esclareciendo los dilemas de las instituciones a medida que enumeran las temáticas de crímenes, violencia hacia la mujer, corrupción y abusos de poder a gran escala. De manera específica, el narcotráfico que es explícito en ambas novelas, no es el tema central ni es desarrollado como tal para ser la preocupación primaria de sus protagonistas. Más bien, funciona como uno de los temas relevantes que configuran la inquietud de los personajes.

            Sin duda, reconocemos que ambos autores realizan un fuerte acercamiento a la narcoliteratura con la finalidad de ampliar los escenarios de las novelas neopoliciales chilenas, inclusive, proyectamos cómo las figuras de Santiago Quiñones y Cayetano Brulé han sido capaces de originar un giro en sus investigaciones, donde el lumpen y el narcotráfico serán el escenario propicio para desencadenar todas sus acciones. Finalmente, creemos que el rol del/la lector/a yace bajo el reconocimiento de la narcocultura chilena innegable en los pasajes recreados, por tanto, ¿Es este acto el necesario para impulsar el reconocimiento oficial de la narcoliteratura en Chile?

 

Referencias

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Argüelles, Juan Domingo. (1990). “El policiaco mexicano: un género hecho con un autor y terquedad (entrevista con Paco Ignacio Taibo II)”. Tierra Adentro, (49), 13-15.

Balart, Carmen. (2009). “Tres momentos de la novela policial en Chile: de la novela policial a la novela policial negra y al thriller”. Contextos, estudios de humanidades y ciencias sociales, (22), 175-190. http://revistas.umce.cl/index.php/contextos/article/view/413

Córdoba, María Gabriela y Tijoux, María Emilia. (2015). “Racismo en Chile: colonialismo, nacionalismo, capitalismo”. Polis, revista latinoamericana, 14(42), 7-13.

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Leiva, Carlos. (2015). Hijo de traficante. Caronte.

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Soto, Simón. (2018). Matadero Franklin. Planeta.

Urgelles, Ingrid, Vásquez Mejías, Ainhoa. y Santos, Danilo. (2021). “La narcoliteratura sí existe: tipología de un género narrativo”. En Danilo Santos, Ainhoa Vásquez Mejías e Ingrid Urgelles (eds.), Narcotransmisiones neoliberalismo e hiperconsumo en la era del #narcopop (pp. 15-37). El Colegio de Chihuahua.

Vásquez Mejías, Ainhoa. (2021). “Neonarcopolicial chileno. El caso de Boris Quercia”. Dura, Revista de Literatura Policial, (2), 110-127.

 

 

Daniela Andrea Guzmán Gómez es profesora en Lenguaje y comunicación y Licenciada en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispanoamericana. En la actualidad se encuentra impartiendo clases en secundaria y cursando el magíster en estudios culturales y literarios latinoamericanos de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. En el contexto de esta publicación, ha contribuido en el análisis de dos obras de la literatura chilena cuestionando su relación con el narcotráfico y la alegoría política que representan los autores revisados.

 

 

Alessandra Aracelli Francesetti Sierra es Licenciada en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. También egresó en Licenciatura en Educación y se desempeña como profesora de Lengua y Literatura. Actualmente cursa el programa de Magíster en Estudios Literarios y Culturales en la misma universidad.