ISSN 2692-3912

Miradas femeninas y masculinas: representación y significación de la violencia a través de Aquello que nos resta

Miradas femeninas y masculinas: representación y significación de la violencia a través de Aquello que nos resta

Galicia García Plancarte

Universidad de Sonora

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Resumen

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Liliana Pedroza Castillo (Chihuahua, México, 1976) escritora mexicana contemporánea, cuenta con una amplia producción literaria, como narradora—Aquello que nos resta y Vida en otra parte (ambos de 2009)—, ensayista—Andamos huyendo Elena (2007)—e investigadora—Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017 (2018)—. Su más reciente compilación A golpe de linterna (2020), se ha convertido en una fuente obligada de consulta sobre narrativa breve escrita por mujeres en México. Su faceta como narradora, concretamente en los cuentos que conforman Aquello que nos resta, será lo que compete a este análisis. En esta obra la soledad, el desamparo y la violencia aparecen como ejes temáticos predominantes, y de estos, el último resulta particularmente llamativo, ya que existe una marcada diferencia en las formas de representación de la violencia en todos los relatos, por lo que el presente análisis pretende examinarlas para identificar su posible función y significación dentro de la totalidad del texto.

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Palabras clave: Violencia, Mirada femenina, Literatura del Norte de México, Escritoras mexicanas

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Femenine and masculine gazes: Representation and meaning of violence through Aquello que nos resta

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Abstract

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Liliana Pedroza Castillo (Chihuahua, Mexico, 1976), a contemporary Mexican writer, has an extensive literary production in different genres: as a narrator—Aquello que nos resta y Vida en otra parte (ambos de 2009)—, essayist—Andamos huyendo Elena (2007)—and researcher—Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017 (2018)—. Her most recent compilation A golpe de linterna (2020), has become a source of consult on short narrative written by women in Mexico. Her facet as a narrator, specifically her short stories in Aquello que nos resta, will be what this analysis concerns itself with. In this work, loneliness, helplessness, and violence appear as predominant thematic axes, and of these, the latter is particularly striking, since there is a marked difference in the forms of representation of violence in all the stories, therefore the present analysis aims to examine them to identify their possible function and meaning within the totality of the text.

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Keywords: Violence, female gaze, Northern Mexican Literature, Mexican female writers

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Liliana Pedroza Castillo (Chihuahua, 1976) es una escritora contemporánea del norte de México, que cuenta con una variada producción. Como narradora tiene en su haber con dos cuentarios propios, Aquello que nos resta y Vida en otra parte (ambos de 2009), además de varios cuentos incluidos en distintas antologías como, por ejemplo, Diáspora: narrativa breve en español de Estados Unidos (2017), Las musas perpetúan lo efímero (2017) Maneras de escribir y ser / no ser madre (2021)[1]. Es también ensayista e investigadora, con publicaciones donde destacan obras como Andamos huyendo Elena (2007), El sol sobre los ojos. Conversaciones sobre el norte literario (2014) e Historia secreta del cuento mexicano: 1910-2017 (2018). Su más reciente compilación, A golpe de linterna, publicada en tres volúmenes en 2020 y que agrupa cuentos de poco más de noventa escritoras mexicanas, se ha vuelto rápidamente una fuente de consulta obligada para los estudios sobre narrativa breve escrita por mujeres. Si bien la labor académica de Liliana Pedroza la ha convertido en un referente importante para la historiografía literaria mexicana actual, es su faceta como narradora la que aquí interesa, concretamente el presente estudio se centra en el análisis del cuentario Aquello que nos resta. En esta obra aparecen tres ejes temáticos dominantes a lo largo de cada uno de los relatos que la componen: la soledad, el desamparo y la violencia. De estos tres, el último resulta particularmente llamativo, puesto que existe una marcada diferencia en su representación entre los primeros y los últimos cuentos, por lo que el presente análisis examina las formas de la violencia en cada uno de ellos y su posible significación dentro del cuentario en general.

El fenómeno de la violencia, especialmente en los siglos XX y XXI, ha sido estudiado desde muchas y distintas perspectivas, en el reciente estudio Fenomenología de la violencia: una perspectiva desde México, por ejemplo, se presentan sucintamente aproximaciones a ésta que van desde lo antropológico hasta lo literario, entre otras. Ya sea antropológica, sociológica, filosófica e incluso metafísicamente, la necesidad de entender el porqué de la manifestación de la violencia en la experiencia humana es una preocupación constante en muchas disciplinas, mientras que, por su parte, el arte en los siglos ya señalados explora sus distintas causas y consecuencias de forma vivencial, tanto en lo individual como en lo colectivo, así como su posible significancia social.

A sabiendas de que son múltiples los acercamientos posibles para explicar la violencia, para cumplir con los propósitos declarados con anterioridad, se tomarán en consideración aquellas explicaciones sobre la violencia que han tenido mayor influencia en la manera en que se entiende hoy en día este fenómeno. Así pues, las teorías propuestas por Georges Bataille, Pierre Bourdieu, Judith Butler, Laura Mulvey, entre otros, servirán, para explicar la forma cambiante de la violencia a través de los seis relatos de Liliana Pedroza, desde su expresión “natural” como un fenómeno simbólico[2], apenas percibido y nunca cuestionado, hasta la representación de la violencia como un acto que va más allá del binarismo de las relaciones de poder para convertirse en la manifestación afectiva de las propias dinámicas internas de la violencia, así como la manera en que la mirada femenina moldeará la configuración de su significado.

En el caso de Aquello que nos resta, pareciera que la intención de los relatos es la de mostrar y enfrentar la violencia, especialmente aquella que por su cotidianeidad aparece casi soterrada, en la sociedad mexicana contemporánea, para, de alguna manera tratar, si no de posicionarse por sobre ella, por lo menos reconocerla y traerla a primer plano con el fin de reflexionar sobre los procesos sociales actuales que nos llevan colectivamente a pretender su inexistencia o su relación con los actos de extrema violencia, desde los cometidos por el crimen organizado hasta los feminicidios, in crescendo que suceden a lo largo y ancho del país desde hace más de dos décadas. Para esto, la autora se vale del contraste entre las miradas masculinas y femeninas (male gaze/female gaze) a través de las cuáles las distintas voces narrativas construyen sus relatos y explican su realidad.

La obra está compuesta por seis cuentos: “Visión de Laura”, “El espectador”, “Subterráneos”, “Marina”, “La herida más profunda” y “Aquello que nos resta”, siendo este último el que da título al libro. Además de los ejes temáticos, en diferentes gradaciones, que se mencionaron con anterioridad, estos relatos también comparten una estructura discursiva similar: en todos ellos se utilizan voces intradiegéticas en primera persona que narran una anécdota vivencial personal, en una especie de confesión infructuosa, puesto que si bien la mayoría reconoce y admite su actuar violento, no hay en su discurso indicativos de contrición, sincera o no, que permitan examinar los cuentos desde esta perspectiva, toda vez que tampoco hay señas de algún interlocutor directo de lo narrado.

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1.La mirada masculina como representación de la violencia simbólica.

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La distribución composicional de Aquello que nos resta, parece obedecer a un orden intencional cuyo propósito es dar cuenta de las formas en que la violencia simbólica se encuentra presente en la sociedad mexicana contemporánea. Del total de cuentos, los primeros cuatro utilizan voces narrativas masculinas, mientras que en los dos últimos son femeninas. Este aparente predominio de estas voces intradiegéticas masculinas puede explicarse con la caracterización que hace Bourdieu de las relaciones de poder y la violencia como parte de un sistema social binario construido a partir de la diferenciación sexuada de los cuerpos, y los roles de género masculinos y femeninos que las personas deben cumplir en dicho sistema, donde serán los hombres quienes dicho sistema coloque en la posición de poder (dominante) sobre mujeres e infantes (dominados):

El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya: es la división sexual del trabajo, distribución muy estricta de las actividades asignadas a cada uno de los dos sexos, de su espacio, su momento, sus instrumentos; es la estructura del espacio, con la oposición entre el lugar de reunión o el mercado, reservados a los hombres, y la casa, reservada a las mujeres, o, en el interior de ésta, entre la parte masculina, como del hogar, y la parte femenina, como el establo, el agua y los vegetales; es la estructura del tiempo, jornada, año agrario, o ciclo de vida, con los momentos de ruptura, masculinos, y los largos periodos de gestación, femeninos. (Bourdieu 22)

Es decir, si se toman los cuentos como un microcosmos de la cultura mexicana contemporánea, que sigue siendo marcadamente patriarcal y machista en pleno siglo XXI, tendría sentido que sean las voces masculinas, quienes predominen sobre de las voces femeninas, en una especie de reproducción del contexto extradiegético del libro. Sin embargo, conforme avanzan los relatos, es posible ver un trastrocamiento de esta relación de poder. Se produce una trasgresión entre dominantes-dominados que tiene como producto una insatisfacción inescapable expresada por las voces masculinas, especialmente en “Visión de Laura” y “El espectador”.

En el caso de estos dos cuentos, dicho incumplimiento ocurre en tanto que los personajes femeninos, representados en primera instancia como la parte dominada de esta dinámica, ya que “Existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto que objetos acogedores, atractivos, disponibles” (Bourdieu 86), ejercen actos volitivos que se oponen a la voluntad y deseos de los personajes masculinos, que, hasta dichos momentos álgidos, se han construido en la narración como los sujetos dominantes.

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La memoria como estrategia de control de la mirada masculina.

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Ahora bien, esta negación de la satisfacción del deseo masculino puede definirse como el único acto violento cometido por los personajes femeninos, cuya importancia puede pasar desapercibida, ya que las formas de violencia que suceden en los cuentos aludidos, apenas son reconocidas por sus narradores como actos violentos, porque ocurren en el ámbito de lo privado y son, también, expresiones de sus roles masculinos. En este sentido Elena Azaola, dice que hay un tipo de violencia:

… que continuamente se ejerce en contra de los niños, las mujeres y los ancianos, como si se tratara de una violencia natural que, por ocurrir dentro de la familia, en el espacio privado, nadie pudiera objetar. … muestra asimismo, de la violencia institucionalizada …y, también, de una especia de violencia estructural ….

Dentro de este contexto, es como si hubiese formas de violencia que serían públicamente reconocidas y sancionadas y formas de violencia que serían más o menos aceptadas, toleradas o soslayadas. Es como si sólo pudieran identificarse, reconocerse, ciertos tipos de violencia, mientras que otros permanecerían ocultos o pasaran inadvertidos, formando parte de los comportamientos que comúnmente no se sancionan ni de manera formal ni informal. (119)

Tal es el caso de la violencia representada en “Visión de Laura”. Antes de pasar a su análisis es importante mencionar su estructura: dividida en nueve partes, los números impares, hasta la séptima sección, corresponden a la adolescencia del narrador, cuando ocurre su relación con Laura, mientras que las partes pares, describirán el pasado más inmediato del narrador, un hombre entrado en sus treinta años, divorciado, estudiante de posgrado. La última sección del cuento realiza un salto temporal marcado por la transgresión de Laura cuando el narrador tenía dieciocho años al presente de la enunciación cuando este tiene treinta y cinco años y acaba de ver de nuevo a Laura.

En este cuento, el narrador a duras penas parece ser capaz de reconocer la violencia que ejerce sobre Laura y los otros personajes femeninos con los que se relaciona, justamente por su apariencia de cotidianeidad. Soterrada como está, es difícil percibir en primera instancia en qué consiste la violencia más reprensible en el cuento, que abre con la descripción del último momento en que el narrador vio a Laura: “Es preciso traer a la memoria la imagen de Laura. De la última tarde que la vi con su vestido verde vaporoso y su cabello castaño oscuro atado con una cinta rosa. Ella tenía catorce años, yo cumpliría dieciocho ese verano. La seguí de lejos hasta el Museo de Arte en una excursión obligatoria de la escuela.” (Pedroza 9) si bien la diferencia de edad entre el narrador y su objeto de deseo representa una fijación pedófila, la primera parte de la narración, que alterna entre el pasado y el presente de la enunciación[3], el narrador se construye a sí mismo como un sujeto inocente en apariencia, que se aleja de la niña:

Por las formas de su cuerpo, apenas sugeridas sobre los pliegues de su ropa, parecía una niña. Sólo parecía. Hacía un par de años que ya no lo era … Le gustaba la luz. Tanto como a mí me gustaba ella. La aceché de lejos mientras seguía mirando con los ojos entreabiertos y se dejaba llevar por los reflejos brillantes de la ventana … Cerré los ojos como el obturador de una cámara fotográfica para retener la imagen. Quería guardarla dentro de mí como se guardan las cosas que uno sabe ya no volverán. Cuando los hube abierto, Laura ya no estaba. Salí de la penumbra del museo y caminé a casa con la cabeza baja, vencido por el sol de la tarde. Ese mismo año, me marché de Puebla para iniciar mis estudios universitarios. (9-10)

La atracción que siente el narrador por Laura se convierte en un patrón en sus relaciones posteriores, específicamente en la relación amorosa que tiene con Alejandra, una mesera de veinte años a la que le lleva quince años. Aunque el personaje es capaz de tener relaciones con mujeres más cercanas a él en edad—su exmujer, las compañeras de posgrado Ana y Patricia—, en Alejandra, de quién dice “…me gustaba. Confieso que más que Ana o que Patricia con quienes entablé una relación casi simultánea. Amaba y deseaba el cuerpo blanco y delgado de Alejandra, sus pechos diminutos como de adolescente.” (10), ve la posibilidad de recrear a su gusto la relación fallida con Laura, sin embargo, al concebirse como un sujeto dominante, condenará la relación al fracaso mediante la escalada de violencia psicológica y física con la que busca someterla:

…Solía acompañarla a tomar el autobús rumbo a su trabajo y esperaba por la noche su regreso. Caminábamos varias cuadras hasta nuestro edificio. No me agradaba que hablara con las vecinas mientras yo no estaba y más de una vez tuve que prohibírselo. Era por su bien, le aclaré …Los problemas comenzaron cuando dejó de llamarme durante las tardes mientras estaba en el restaurante. Pretextó el regaño de su jefe, los clientes, no poder descuidar su puesto. Insistí. Algunas semanas me llamó cada tanto de su trabajo, nerviosa por alguna posible reprimenda, y colgaba rápido. … Luego dejó de llamar. Traté de justificarla pensando que ella no entendía, no era capaz de darse cuenta de que yo no soportaba que se fuera durante horas, que me abandonara la tarde entera y llegara a casa como si nada hubiera ocurrido. Pero yo tenía clara esa sensación punzante de rechazo y la maldecía hasta el momento de encontrarla en la parada de autobús. Entonces la insultaba al llegar a la casa, apretaba sus brazos con rabia hasta que llorara, hasta implorar que la soltara, que sintiera de alguna manera mi dolor. Noté que al poco tiempo se volvió esquiva y temerosa. Hubo ocasiones en que se ausentó por días, semanas enteras. La llamaba a casa de sus padres hasta que contestara. En esos momentos yo era capaz de suplicar. Aullaba de dolor junto al teléfono, hundía los dedos junto a mi cuello hasta lastimarme y laceraba mis antebrazos con una navaja de afeitar. Eso funcionaba para tenerla de regreso. (11-12)

La violencia que ejerce sobre Alejandra será resultado de la incapacidad del narrador para gestionar las relaciones de carácter sexual que tiene con Ana y Patricia, a quiénes le resulta imposible dominar puesto que ellas, de alguna manera, trastocan su rol de “subordinación erotizada”, como explica Bourdieu:

Si la relación sexual aparece como una relación social de dominaciones porque se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo, y lo femenino, pasivo, y ese principio crea, organiza, expresa y dirige deseo, el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erótica, y el deseo femenino como deseo de dominación masculina, como subordinación erotizada, o incluso en su límite, reconocimiento erotizado de la dominación. (35)

Son ellas las que inician la relación sexual con el narrador, actuando en primera instancia como dominantes a ojos de este, quién al describir su relación con ambas mujeres usa frases como “Me puse nervioso” (14), “noté en Ana un gusto por provocarme con sus escotes” (14), “Patricia era una mujer imprevisible” (16), ), “su juego me perturbaba y me sentía molesto” (17), dejando entrever que no le agrada ser el sujeto dominado, mientras que su relación con Alejandra la describe como una de total control, “era dócil, complaciente con mi necesidad de compañía” (10) “aceptaba cualquier cosa dicha por mí” (16). Cuando Alejandra abandona al narrador debido a la violencia doméstica que ha sufrido, este admite sin remordimiento alguno: “estallé en furia e impotencia que vertí en mi relación con Ana y Patricia. Busqué pretextos para pelear con ellas y lastimarlas. las golpeé como única forma de que sintieran mi rencor de antaño por su repetida indiferencia a lo largo de esos meses.” (18). Esta admisión casi casual del narrador es producto de esa “violencia natural” a la que se refiere Azaola, de ahí que, aunque extradiegéticamente pueda resultar chocante su admisión de culpa, en realidad no está admitiendo culpa alguna, puesto que sus actos de violencia son productos de un sistema que los aprueba, o por lo menos normaliza, mientras ocurran en la esfera de lo privado y tengan como propósito la restitución del orden dominante-dominado.

Esta violencia soterrada, que se descubre a través de la falta de conciencia sobre los propios actos en el narrador, adquiere un matiz más reprensible en las secciones dedicadas a Laura, ya que conforme la voz anónima rememora su juventud, describe cómo logró concretizar su deseo:

Una tarde nos quedamos solos en el sillón de la sala mirando la televisión…Del otro lado del sofá, extendí mi brazo y comencé a acariciar el suyo. No tuvo gesto alguno de desaprobación. Hacía como si no pasara nada o simplemente me ignoraba. Pasé hasta su hombro y su omóplato mientras registraba su actitud. Me acerqué para alcanzar su pecho en el que inicié primero con sigilo. Sentí casi imperceptible un pequeño sobresalto. Cerró los ojos, contuvo la respiración y se dejó hacer… (14-15)

Pero según reconstruye su pasado, se descubre además como una relación incestuosa, en la que el narrador, contrario a la propuesta de Bataille[4], no da señal alguna de conciencia de la prohibición ni angustia ante la trasgresión: “A partir de ese día comenzamos a buscar el momento de quedarnos a solas. De echar a la calle a los hermanos más pequeños en el momento de la tarde en que no había ninguna persona mayor. Aprendí rápido el camino para acariciarla y ser cada vez más osado. El juego consistía en hacer creer a los demás que mirábamos la televisión” (15). Laura, hermana menor y objeto del deseo sexual del narrador, solamente se niega a este con la llegada de la menstruación: “Me di cuenta de que durante esos días me rehuía, dejaba de hablarme, no le interesaba sentarse frente a la televisión, sino que salía con sus amigas o se encerraba en el cuarto a estudiar. Yo esperaba con impaciencia que regresara a nuestros juegos.” (19), situación que, sumando a la llegada de las lluvias que obliga a la familia a quedarse en casa, creará en él un impulso por poseerla sexualmente. Si bien el incesto[5] y la pedofilia son actos reconocidos socialmente como violentos, a pesar de que suelen ocurrir dentro del espacio doméstico, el narrador no los identifica como tales ni se ve a sí mismo como victimario, desde su perspectiva los únicos actos de violencia son cometidos por Laura cuando se niega a él, quien asume entonces el rol de víctima, especialmente la noche en que intentó tener relaciones sexuales con ella:

Me acerqué para sentir sus exhalaciones y levanté su bata de dormir. Ella despertó de un sobresalto y silenció su sorpresa. De entre las sombras pude distinguir sus ojos desmesurados y sentí su cuerpo tenso en alerta. Yo estaba excitado y noté en ella el anuncio húmedo de su sexo. La toqué con impaciencia. Amaba a Laura y me amaba a mí a través de Laura. Atraje hacia ella mi miembro enhiesto, separé sus muslos para entrar a esa concavidad que ya me pertenecía. Me adelanté a la sensación y traté de calmar mi respiración agitada cada vez con menos control. Laura puso su mano en su entrepierna y me dio un “no”, seco, rotundo; me empujó con su mano libre y se levantó de la cama. Advertí su temblor mientras buscaba en la oscuridad sus pantuflas. Esa noche, como las siguientes, se fue a dormir al cuarto de mis padres y no me volvió a dirigir la palabra más que lo necesario. (23)

En ese “No” de Laura se rompe la ilusión que el narrador tenía sobre ella, deja de ser objeto de deseo y consumación de placer masculino para ejercer, mediante una palabra, su propia voluntad. Al negársele como objeto de deseo y romper la dinámica establecida, Laura inicia un acto peripateico[6] que trastoca la noción del rol del sujeto dominado en las relaciones de poder, convirtiendo así al sujeto masculino en el dominado en vez del dominante.

Ante la incapacidad de aceptar el cambio en la dinámica, el narrador se aleja e intenta recuperar la posición de dominante, y la narración se convierte en la herramienta mediante la cual intenta recuperar el control; sin embargo, en la reconstrucción de los hechos a partir de la memoria, así como desde el presente de la enunciación, cuando el personaje ha regresado a Puebla a buscar a Laura porque se ha quedado solo, perdiendo incluso el departamento que rentaba con Alejandra para irse a vivir en una casa de huéspedes, se hace evidente el patetismo en el que se encuentra al expresar una emocionalidad —“Yo gritaba que me dejaran en paz. Volteaba la mesa con un empellón y me tiraba sobre la cama. no sabía cómo controlar mi histeria, el deseo de lo que no se tiene” (22)—, que según la teoría de Bourdieu, “Se entiende que, desde esa perspectiva, que vincula sexualidad y poder, la peor humillación para un hombre consista en verse convertido en mujer…, especialmente a través de la humillación sexual, las chanzas sobre su virilidad, las acusaciones de homosexualidad, etc., o, más sencillamente, la necesidad de comportarse como si fueran mujeres…” (36).

Laura no es la niña de catorce años que recuerda, ahora es una mujer adulta con hijos, cuya imagen, vista de lejos, arruina la ilusión que tiene de sí mismo el narrador: Ante la realidad, la mirada masculina no es suficiente para reestablecer la posición dominante en la que el narrador creía estar, por lo que prefiere quedarse entonces con la visión de Laura, doblemente inalcanzable, en tanto que es una visión de ella después de habérsele negado:

Cuando la recuerdo repaso su imagen con el dolor entero. … Pienso en ella y siento que un espacio dentro de mí se desintegra, como si pequeñas fisuras de vidrio me recorrieran y me hicieran daño. Retengo en la memoria la sensación húmeda del pozo de su cuerpo. El momento de sus ojos enteramente abiertos llenos de asombro. A Laura con su vestido verde vaporoso detenida frente a la ventana del museo. Laura lejana. Laura sirena recién salida del lienzo. Laura, Laura. (24)

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La búsqueda de la dominancia masculina mediante la mirada.

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La cuestión de la dominancia masculina se repite en el segundo cuento, “El espectador”, dónde de nuevo la voz narrativa masculina construye la diégesis, desde una subjetividad obviamente guiada por una intención de asertividad, en la representación de su relación con una mujer que, como Laura, no tiene voz propia en el relato. Si la violencia en “Visión de Laura” tiene como trasfondo la prohibición del incesto, así como la transgresión de la violencia privada a los espacios públicos, en el segundo relato se presentan también situaciones, aunque con diferentes matices, que quebrantan lo socialmente permitido en las relaciones de pareja.

El título del cuento alude al rol del narrador, quién asiste como espectador a una obra de teatro donde conoce a Claudia, actriz con la que iniciará una relación de amantes. La naturaleza de ésta pasará de encuentros sexuales casuales entre ambos personajes, a la inclusión de terceras personas en los mismos, a instancias del narrador anónimo quién ejercerá una violencia paulatina y metódica sobre Claudia.

Estructuralmente la narración es lineal, iniciando desde el momento que el personaje principal acude al teatro con su novia, Alicia, por primera vez—“Llegamos quince minutos antes de la función como nos había recomendado Arturo. El lugar me resultó extraño, me pareció que no era un teatro común, las butacas muy cerca del escenario formaban un semicírculo. Imaginé el espacio para los actores como una pequeña isla rodeada de tiburones, que éramos nosotros”(26)—, pasando por el desarrollo de su relación con la actriz de la obra, para cerrar con el fin de esta; sin embargo, detrás de esta sencillez se esconde un paralelismo clave entre lo narrado y la obra representada por la actriz y el propósito de la violencia como motivo último de la representación teatral: “EL ARGUMENTO ERA SENCILLO: cuatro personajes en una ciudad ocupada por la guerra, no importa cuál, ni dónde —siempre hay guerras en algún sitio y en cualquier época— en donde sólo hay dos clases de habitantes, los dominadores y los dominados. “el tema es el poder y sus formas”, me explicó Arturo. Él era actor y me había dado un par de boletos para verlo en la sala sor Juana” (25).

Esa primera ida al teatro, especialmente la reacción del público ante la escena de sexo representada, será el detonante del voyerismo del personaje principal:

Entró su amante, o al menos eso supuse por la conversación del inicio. Discutieron de algo a lo que no presté atención, luego la besó con violencia mientras le apretaba fuerte los senos y metía su mano en la entrepierna. Alicia se estremeció, pero no volteé a verla. Me sentí incómodo por haberla llevado y exponerla a ver aquello. Pensaba todo esto cuando los actores estaban a medio vestir. No sé cuándo él le quitó la ropa, mientras la frotaba inexperto o furioso, o si ella ayudó a desvestirse y luego lo ayudó a él. Estábamos tan cerca que percibí el olor de sus cuerpos, el calor acidulado que expedían a causa de los reflectores tan próximos. Alicia buscó mi mano. Me sentí con el deber de sacarla de allí, de no obligarla a ver eso que Arturo llamaba teatro… Le dije a Alicia que nos fuéramos, ella se levantó con un movimiento inseguro … Un momento después yo la seguí. Los actores ya estaban bajo una postura sexual … En ese momento desvié la mirada y advertí de reojo, entre la penumbra, a una espectadora sentada frente a nosotros que observaba atenta la obra y que inconscientemente separaba sus piernas, antes cruzadas, y las abría como si estuviera a la espera de un hombre que la poseyera como el actor lo hacía en escena. (25-26).

El sobresalto de Alicia, suscita la actitud protectora del narrador, y el supuesto rechazo del mismo hacia lo representado parecen corresponderse con la dinámica de prohibición-transgresión de Bataille, quien señala que “La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social” (69), por lo tanto, participar como observadores de una escena sexual es una acción que, desde el contexto socio-cultural de la pareja Alicia-Narrador, es inapropiado, al estar en el teatro cometen un acto transgresivo que debe solucionarse mediante el alejamiento. Sin embargo, el narrador descubre un doble goce en este acción, no solamente de ser observador de la escena sino del poder que tiene su mirada, en la oscuridad del teatro, sobre el resto de la audiencia:

Abandonamos el teatro y llevé a Alicia a su casa, el trayecto me pareció largo …. Entré al departamento sin encender las luces, me senté en el sillón junto a la ventana y encendí un cigarro. La escena de la espectadora descruzando las piernas me volvió a la mente: era una mujer robusta, echada para atrás en el asiento, con su mirada atenta y —añadí al recuerdo— lasciva. Reconstruí la escena del pie en el aire que tocaba el suelo de nuevo, las manos abiertas puestas sobre los muslos, las rodillas a la misma altura separándose con naturalidad, dejando la tela del vestido extendida, sin un pliegue. Me masturbé pensando en ella.

El viernes siguiente decidí volver a la sala sor Juana para mirar el resto de la obra… Entré ya comenzada la función, con las luces del público apagadas para no ser visto, y me senté en un rincón … Di un vistazo a la sala, las primeras filas se distinguían claramente por los reflectores del centro. No había nada interesante qué ver. Volví a la obra, él comenzaba a acariciar a la actriz con firmeza y le quitaba la falda y la blusa —las mismas de la vez anterior— hasta dejarla en ropa íntima. el tipo se había bajado los pantalones y la penetraba. Volteé como acto mecánico a la primera fila, una joven mujer tomaba a su pareja mientras él intentaba protegerla con un abrazo. Los dos tenían el rostro de asombro y angustia, pero miraban la escena hipnotizados. Vi que algún otro asistente desvió discretamente la mirada al suelo… Luego me percaté que al lado mío, dos butacas a mi izquierda, una joven solitaria tallaba con insistencia la palma de su mano en el descansabrazos. Ella miraba a la actriz y yo, acostumbrado a la oscuridad de la sala, pude percibir su respiración ligeramente agitada. Los gritos de la actriz me hicieron volver la atención al escenario, momentos después veía de reojo la mano ahora quieta de la joven espectadora y sus labios entreabiertos. (27-29).

Cuando el narrador describe la puesta en escena, su mirada pasa como fragmentada por el cuerpo de los actores, ve las piernas de la actriz, las nalgas del actor, pero es como si carecieran de significado. Donde radicará el goce voyerístico del narrador será en observar las reacciones físicas del público, eróticas o de aversión, que la oscuridad el teatro vuelve íntimas. De acuerdo con Bataille, “La prohibición nos aparece directamente, mediante el descubrimiento furtivo —parcial para empezar— del territorio vedado. Nada es al principio más misterioso. Somos admitidos al conocimiento de un placer cuya noción está entremezclada de misterio, el cual expresa la prohibición que determina el placer, al tiempo que lo condena.” (113-114), al convertirse en el espectador de la audiencia, el narrador descubre el placer que el acto de observar le produce.

A partir de este momento el protagonista abandonará a su novia, Alicia, ejemplo de mujer sumisa y virginal, para dar rienda suelta a sus deseos, entre los cuales destaca su tendencia voyeurística, ante la imposibilidad de goce que la relación con ella supone:

No es que no quisiera a Alicia, pero comenzaba a aburrirme. Sentía que era parte de un álbum familiar viviente, ella y yo sentados en el mismo lugar y diciendo las mismas cosas una semana tras otra. Alicia era feliz con eso, lo previsible le era cómodo y le daba tranquilidad. salir con ella —pensé el último domingo mientras le sonreía con ternura—, debía ser parecido a tener un perro al que había que sacar dos veces por día y que estuviera convenientemente echado a un lado del sofá para acariciarle el lomo mientras se mira la tele. (30)

El narrador regresará en repetidas ocasiones al teatro antes de entablar la relación ya mencionada con la actriz, y mediante estos momentos se descubren en el cuento otras escenas de la obra:

Habituado a la sala, me desplacé con confianza entre las butacas y elegí un lugar distinto al de las otras ocasiones. La representación me fue familiar, la mujer vestida de manera provocativa, el hombre que la veja con violencia, los jadeos, los gritos, los insultos, el llanto. Nada me era nuevo, todo se repetía con cierta exactitud que me sorprendía satisfactoriamente. Un oscuro breve daba lugar a la siguiente escena. el centro de la sala ahora desierto. el mismo actor y otro más que le acompañaba, Arturo… Discute con él, aunque en realidad es como si tuviera pensamientos en voz alta, habla sobre la guerra que padecen y de algún modo la justifica. Arturo —su personaje— da unas cuantas indicaciones y se va. El espacio da la sensación de un campo devastado y de un momento a otro es invadido por los adversarios que irrumpen en donde está el hombre de inicio. El enemigo ahora es quien violenta al actor, lo golpea, lo escupe, lo humilla, lo insulta; al final lo obliga a tomar la misma postura en la que él violentó a la mujer en la primera escena y lo penetra repetidas veces. La gente de la sala se estremece, la veo cerrar los ojos, contener el aire, apretar su puño en el pantalón, tomar de la mano al compañero, asustarse. Las reacciones son casi siempre las mismas en cada función. Luego descubrí que lo que me atraía era buscar ese gesto de quien disfruta el acto violento de poseer al otro. De la perversidad como forma auténtica de placer que en estos días en que he estado solo me ha dado por pensar. (31)

La mirada masculina crea una dinámica de dominación, involuntaria en el caso del público, entre asistentes y el narrador, sin embargo, el placer que obtiene de dicha relación pierde poco a poco su efecto, por un lado debido a la conciencia de la prohibición que se trasgrede y por otro porque conocer fuera del teatro a la actriz principal de la obra en una fiesta en casa de Arturo, lo que le permitirá trasladar el goce erótico de lo prohibido a otro plano más personal, por lo que en su relato, el espectador alternará en remorar los encuentros con la actriz así como sus idas al teatro.

Me saludó, pero en su voz no registré el tono nasal que le oí en escena. “es la voz de Ana, mi personaje”, me dijo cuando se lo comenté para iniciar conversación, pero yo no sabía distinguir entre ella y la mujer semidesnuda y jadeante de las noches anteriores… Intercambié algunas frases con ella —Claudia Rojas, recordaba— y luego la extravié entre el tumulto para más tarde verla charlar con otros invitados durante las siguientes horas de la fiesta.

Me gusta estar en la esquina de la sala, entre los asientos al final de la fila. Las butacas van en ascenso conforme se aleja del escenario y desde aquí se puede mirar con cierta omnipresencia. Veo sobre todo la cara y el tronco de los actores. Sale Claudia a escena y cuando se recuesta me detengo en el resquicio de su falda como si fuera un pasillo breve y oscuro hacia su sexo. Me demoro sobre todo en sus gestos —no me importa la historia o los diálogos que de sobra sé—, en la mano y el codo apoyados sobre la colcha, las piernas levemente separadas, la boca entreabierta a punto de decir algo y luego los movimientos de resistencia cuando él la violenta para después ceder a los deseos del otro. (31-34)

Como admite en su relato, el espectador es incapaz de distinguir entre la actriz y el personaje, de la misma manera que le resulta difícil creer que los actos sexuales en la obra sean fingidos, descubrimiento que, además, lo coloca a él como el objeto observado por los actores, sometido involuntariamente a la misma dinámica que él busca recrear cada semana como espectador de la audiencia.

Le pregunté cómo podía realizar esas escenas frente a un público. “Ernesto no me penetra”, dijo, “hacemos la ilusión de un acto sexual en escena, nada más.” “Para qué”, insistí. “Para que personas como tú se respondan por sí mismos, no importa cuántas veces tengan que asistir a la función.” la voz de Claudia, que no era nasal como la de su personaje y que me pareció frágil en un inicio, se endureció, incluso me pareció retadora. Me quedé en silencio sin hacer movimiento. Claudia entonces hizo un guiño travieso para romper la atmósfera incómoda que mediaba entre nosotros. “Antes de cada función, suelo ver al público por la pierna del teatro”, se justificó, “pero de tu presencia me percato después que salgo a escena. te he visto varias veces en la sala. He hablado de ti con mis compañeros después de la función, e incluso hemos elucubrado alguna historia siniestra para divertirnos, pero ni Arturo ni Ernesto saben que se trata de ti. Te reconocí en la función después de la fiesta”. Me quedé sin excusa o pretexto por decir… “es la primera vez que nos pasa, es decir, es la primera vez que nos percatamos de un espectador asiduo, aunque eso no debería ser extraño.” “Voy para mirar al público”, la interrumpí con voz seca. “Para mirar al espectador que le place el dolor o la lujuria. la reacción ante lo perverso como forma genuina de vida. la ternura o la perversión son los únicos extremos genuinos que existen y casi no creo en la ternura, lo demás son patéticas formas civilizadas de supervivencia” … Claudia permaneció en silencio mientras le hablaba … La deseaba, pero la hice a un lado con un ademán de desprecio. “no voy a verte a ti en el teatro”, le dije, no recuerdo si grité o sólo levanté un poco la voz. “Voy a ver lo que hay detrás de ti, tú sola no me sirves de nada.” Claudia tomó su bolsa y se fue. (35-36).

A partir de esta conversación, en la que ambos personajes se expresan como podría corresponderle socialmente debido a su género (él grita, ella calla y se aleja), Claudia trastocará dicha expectativa al tomar la iniciativa, consiguiendo su número para invitarlo a una cita, para iniciar una relación con él. En esa primera cita, será ella la que actúe como el dominante “…quise abrazarla por instinto cuando me acerqué, pero mis manos en los bolsillos del pantalón detuvieron el impulso. Ella, sin embargo, me besó en los labios al saludarme. Me tomó del brazo, subimos a un taxi y me llevó a un bar por Reforma.” (36). Sin embargo, en ese lugar, se descubre que la dominancia de Claudia es predominantemente performativa y no inherente a ella, ya que, si bien se enfrasca en una relación sexual con un desconocido frente al narrador, el fin de dicho acto es incitar a este a la acción:

“Te voy a dar un ejemplo”, logré escuchar entre el ruido de fondo, “para que notes la diferencia entre el teatro y esto que ves.” No supe reaccionar cuando Claudia ya estaba en la mesa de al lado y hablaba al oído con un tipo al que enseguida empezó a besar, primero despacio, luego con estrépito y comenzó a acariciar su miembro por encima del pantalón. Claudia abrió su abrigo, bajó la cremallera del hombre y lo montó sentado sobre su silla. Claudia fue penetrada por el tipo mientras subía y bajaba con vaivenes a veces rápidos y otros lentos. Las manos de ella sobre los hombros arrugaron la camisa del hombre que jadeaba. Claudia se levantó antes de que el hombre eyaculara. La gente cercana aplaudía. Ella regresó a mí con el cabello en desorden y el pecho agitado. La saqué inmediatamente del lugar, la jalaba del brazo mientras caminamos durante algunas cuadras y entramos a un motel. La poseí de la misma manera violenta en que la vi en escena. Sus gritos de placer eran distintos, la voz que recordaba del teatro era otra, esa voz nasal que detestaba pero que me era necesaria para volver a pensar en el personaje, la mujer que conocía. “Grita como Ana”, le dije, pero Claudia pareció no escuchar, ella se dedicaba a arañar mi espalda mientras yo empujaba mi miembro con fuerza. (38)

Es evidente, que el narrador es un voyerista cuya fantasía es reproducir la escena de la obra que originalmente despertó en él dicha parafilia. Después de esa noche en el motel, el rompimiento de la dinámica de dominación masculina termina, y el narrador admitirá abiertamente su participación como instigador en los actos violentos, sobre todo en el plano sexual, a los que someterá a Claudia con un doble propósito, por un lado, volver al orden “natural” de la dinámica dominante-dominado, y por otro cumplir su fantasía:

…la llevaba a moteles baratos de la colonia Roma con habitaciones parecidas al decorado del sor Juana… nunca se lo dije a Claudia, pero supongo que ella lo intuía porque alguna vez llevó su ropa de trabajo y se colocó sobre el colchón igual que al inicio de la obra. Nuestros encuentros en sí mismos tenían algo de violencia y cada vez introducíamos alguna variante. Claudia se dejaba golpear sin hacer ningún ruido de dolor, al contrario, la veía sonreír mientras me clavaba las uñas en el dorso de mi brazo cerca de la axila … Alguna vez en un encuentro con ella contraté a un muchacho para que le hiciera el amor enfrente de mí y comparar sus reacciones … (38-39)

En contraposición a la novia del narrador, Claudia es un personaje que representado como participante dispuesta para cumplir las perversiones sexuales el narrador, que pueden describirse así toda vez que éste índica en su discurso la intención de violentarla para lograr su satisfacción:

Un día pensé hacerla sollozar como a su personaje. Vejarla de tal manera que lloriqueara humillada, pero Claudia no era así, ella lloraba porque era una indicación de su personaje, nada más. En algunas de nuestras variaciones pagué a jóvenes estudiantes como espectadores en el cuartucho de un hotel. Escudriñaba sus caras mientras poseía a Claudia, pero no encontré en ellos ningún aspaviento que me atrajera o excitara. Entonces la conducía para poseerla en callejones oscuros semidesiertos buscando a ese otro que observara. Me provocaba placer tropezar con el rostro de algún transeúnte aterrado con la escena, pero que no podía dejar de mirarnos. Lastimaba a Claudia más de la cuenta pero ella no se quejaba. las marcas en su cuerpo las cubría con maquillaje o con una bufanda, rastros que dejé más de una vez con mis dedos sobre su cuello hasta dejarla brevemente sin respiración. Alguna vez la vi yacer semiinconsciente por la asfixia. (40)

Como voyeurista, el impulso del narrador es reproducir su rol de sujeto dominante, mediante la mirada. Su exhibicionismo no significa que quiera ser objeto de la mirada de otros, sino realizar un acto doble de dominación masculina, sobre Claudia y el otro. Como explica Laura Mulvey, “el placer de mirar se ha escindido entre activo / masculino y pasivo / femenino. La mirada determinante del varón proyecta su fantasía sobre la figura femenina, a la que talla a su medida y conveniencia. En su tradicional papel de objeto de exhibición, las mujeres son contempladas y mostradas simultáneamente con una apariencia codificada para producir un impacto visual y erótico … La mujer expuesta como objeto sexual … significa el deseo masculino, soporta su mirada y actúa para él.” (370). El problema radica en que Claudia participa de manera voluntaria en todos estos actos, por lo que el narrador empieza a aburrirse en la relación, lo que busca es recrear la escena del teatro en que Ana es sometida sexualmente. Para lograr su fantasía, en el encuentro final de los amantes, después de semanas de no verse, el narrador declara “Llegué con otra mujer que había pagado, pero no para ella, resolví dejar de ser espectador en esa ocasión” (40); en la oscuridad de la habitación de hotel, el narrador, después de acariciar a Claudia para excitarla, la rechaza y la cambia por la otra. La intencionalidad de este acto, aunado a la oscuridad que no le permite a Claudia tomar el puesto de espectadora, termina por cumplir el cometido del narrador:

oí un sollozo, Claudia en la oscuridad del rincón lloraba quedo. Sonreí, hice a un lado a la desconocida y atraje a la actriz que se resistió al principio. Me coloqué encima de ella y forcejeamos un rato hasta que finalmente se dejó hacer. Comenzó a llorar de la misma forma que en la obra mientras la golpeaba y gritó con la voz nasal de su personaje. Me di cuenta de que repetíamos el primer cuadro de la obra. Yo, el amante, la obligaba a mi solo placer… Me levanté de la cama y ordené a la mujer que había pagado que se recostara enseguida de Claudia y la acariciara. Claudia tomó una posición fetal y la mujer repasaba su mano por sus muslos con un aire al principio maternal en el que luego advertí lujuria. Me vestí y me fui. (41)

Una vez saciada su fantasía, la relación con la actriz acaba y el narrador vuelca su pulsión a su anterior objeto de deseo, Alicia, rondando por su casa, esperando verla pero sin atreverse a acercarse a las ventanas o la puerta; sin embargo, el reconocimiento que ella ya no le pertenece, lo lleva al súbito entendimiento del significado de la obra y su identificación con el personaje del hombre que violenta Ana-Claudia—conexión que ha ido develando paulatinamente en su discurso— no le permitirán encontrar el goce en observar a su antigua novia.

Una tarde la vi salir con otro hombre. Ella lo tomaba del brazo con cierta confianza. la encontré linda con su vestido de pequeñas flores rojas que suele ponerse sólo en ocasiones especiales y su cabello suelto peinado con esmero. Al verla alejarse sobre la calle Morelos, recordé el final de la obra de teatro. El protagonista, vencido, está dentro de una fosa vertical que le llega a los hombros. No importa el diálogo, ni siquiera porque son las últimas palabras antes del oscuro total. Lo que importa es su cuerpo vivo cubierto, su cuerpo inmóvil, como el mío en aquella ocasión frente a la casa de Alicia; y su cabeza, que paletada tras paletada, sepulta el enemigo. (41-42)Cabe recordar que el tema de la obra era el poder y sus formas, entre las que se incluyen la representación escénica de violencia física y sexual, así como el dominio de la obra sobre su audiencia, que les obliga a cometer una transgresión simbólica al ser espectadores de dicha violencia. Si la mirada se convierte en instrumento de violencia, la puesta en escena implica también que los objetos-sujetos dominados por quién observa, pueden a su vez convertirse en dominantes de estos, siendo la comprensión de este fenómeno la que al final de cuentas convertirá la mirada masculina del narrador, y su intención de dominancia sobre los cuerpos de otros, de nueva cuenta en una herramienta infructuosa. Tal como en “Visión de Laura” en “El espectador” la voz narrativa masculina no logra la reafirmación de la imagen propia como sujeto dominante, evidenciando de nuevo el patetismo soterrado de los protagonistas, incapaces de realizarse en su virilidad.

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La virilidad como hubris: la destrucción de la mirada masculina

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Si en los dos primeros relatos está presente de forma latente, la pérdida de la virilidad como resultado de la relación que establecen los narradores con sus objetos de deseo, por lo que se utiliza fallidamente la mirada masculina como forma de autovalidación, en “Subterráneos” se presenta un ejercicio de representación viril in extremis, que tendrá un resultado negativo, al igual que sus antecesores, en el afán reivindicativo de la voz masculina. A diferencia de los anteriores, en este cuento no existen personajes femeninos que sean objetos de deseo del narrador ni que trastoquen en algún punto la dinámica, poniendo en jaque la noción propia de sujeto dominante de los narradores.

En esta historia, solamente aparecen tres personajes masculinos en un viaje de exploración al espacio subterráneo y liminal bajo la ciudad. El viaje, que acabará en tragedia, puede entenderse como resultado de la hubris masculina que se ha venido configurando desde “Visión de Laura”, y que en “Subterráneos” llega a su apoteosis. La hubris masculina será entendida por lo tanto como una representación de virilidad, “incluso en su aspecto ético, es decir, en cuanto que esencia del vir, virtus, pundonor (nif), principio de la conservación y del aumento del honor, sigue siendo indisociable, por lo menos tácitamente, de la virilidad física, a través especialmente de las demostraciones de fuerza sexual -desfloracion de la novia, abundante progenie masculina, etc..-. que se esperan del hombre que es verdaderamente hombre.” (Bourdieu 24)

Para el narrador y su compañero, el viaje que planean es una especie de rito de paso para afirmar su virilidad, que “tiene que ser revalidada por los otros hombres en su verdad como violencia actual o potencial, y certificada por el reconocimiento de la pertenencia al grupo de los “hombres auténticos” (Bourdieu 70). Los personajes, amigos desde la adolescencia, han pasado seis meses planeando su excursión a los conductos pluviales de la ciudad[7], actividad que culminará las primeras aventuras de su juventud, en las que descubrieron “…un gusto inexplicable por los terraplenes que encontramos en nuestros recorridos en bicicleta y lo que sucedía en ellos” (45).

El propósito de la expedición se deja entrever en el recuento de la amistad entre el narrador y David: fueron amigos en la secundaria, disfrutaban de encontrar lugares abandonados para pasar largas horas, alejados de las miradas de sus compañeros, pretendiendo ser lo que quisieran ya que a esa edad no cumplían perfomativamente con los signos de masculinidad de sus pares: “Durante los años escolares que coincidimos no fuimos del grupo seleccionado de futbol. Éramos malos atletas pero, en compensación, mucho mejores estudiantes” (45). Según Pierre Bourdieu, la virilidad ya sea “entendida como capacidad reproductora, sexual y social, pero también como aptitud para el combate para ejercicio de la violencia (en la venganza sobre todo), es fundamentalmente una carga” (68), por lo que ante la falta de proeza física los jóvenes amigos buscan en estos lugares solitarios la posibilidad de escape de dicha carga. El narrador y David continuaron su amistad en la preparatoria, pero con el paso del tiempo sus expediciones se volvieron esporádicas, debido al deseo del narrador por convertirse en adulto, y por lo tanto en un hombre: “Tanto a él como a mí nos gustaban los sitios solitarios. Allí hablábamos de nuestras cosas, Era yo quien rehuía los temas pasados en afán por entrar en la vida adulta” (47). Con la entrada a la universidad, los amigos se separaron, y a pesar de la intención discursiva de convertirse en adulto, el narrador indica que pasados un par de años, sigue sintiendo el impulso que lo hizo participar en su exploraciones urbanas, por lo que es posible inferir que en cuanto a su autopercepción, sigue sin estar a la altura de sus compañeros, por lo que buscará de nuevo al posibilidad de auto realizarse mediante la expedición que la propone David: “Hacía más de un año yo divagaba con la idea de viajar al sureste del país para recorrer las aguas interiores de un río subterráneo. Después de leer en el periódico la nota del reciente descubrimiento de un nuevo río bajo tierra, probablemente el más extenso que existiera, se despertó aún más mi interés”. (47)

Para ambos personajes, acometer esta empresa significa convertirse por fin en hombres, por lo que su preparación no consistirá solamente en la planeación y reconocimiento del terreno, sino en mejorar su físico:

Por ello mejoré mi condición física sobre todo a nado. llevaba una bitácora sobre mi resistencia Comencé a nadar una hora diaria y rápidamente fui aumentando el tiempo. se aceleró de manera tal mi inquietud que al cabo de algunos meses iba a la alberca olímpica por la mañana y por la tarde. Comencé a perder horas de clase.

David por su parte hacía ejercicios de elasticidad y de largo alcance como saltos sobre el vacío o piruetas sobre muros. Era bastante ágil. intentaba enseñarme pero yo aprendía sin mucho rigor, pese a que tal habilidad podría servirme para mi propio desafío del que nada le había contado. (48)

Esta actitud concuerda con la siguiente propuesta de Bourdieu sobre lo que es ser un hombre en un contexto social de dominación masculina: “… el hombre «realmente hombre» es el que se siente obligado a estar a la altura de la posibilidad que se le ofrece de incrementar su honor buscando la gloria la distinción en la esfera pública” (68-69). Esta gloria, imaginada por lo personajes, consumirá poco a poco su vida. La fascinación de David por el recorrido se domina su vida “Una semana antes del día señalado, las conversaciones de David se construían a partir de frases como la adaptación del hombre ante la continua modificación del paisaje urbano y el estado inalterable de la fugacidad. a mí sólo me parecía que deliraba, pero presté atención cuando habló de los expedicionarios modernos en que nos habíamos convertido. en la nueva cartografía que estábamos por descubrir” (49), mientras que el narrador menciona un momento de prolepsis que no reconoce como tal:

…el día se acercaba y comencé a tener el mismo sueño durante varias noches en el que recorría un espacio vacío. Una especie de vértigo me alteraba. David intentó tranquilizarme, me sugirió acompañarlo a correr durante las noches siguientes. Al principio lo hacíamos a una velocidad normal. Poco a poco, David fue aumentando la celeridad y el tramo recorrido. “no pienses en nada más que en el movimiento de tus piernas y tus manos,” me dijo, “en cómo tus pies se posan brevemente sobre el suelo.” De manera paulatina comencé a borrar el paisaje de la ciudad universitaria, en el recorrido veloz, me concentré sólo en la agitación de mi cuerpo y percibí que el camino ni siquiera era una línea continua. No existía el camino, sólo estaba yo y el cielo oscuro, despejado; a mis lados podía sentir extenderse un territorio sin límites, igual que en mi sueño. Seguí corriendo en un estado hipnótico, como si mi cerebro estuviera sedado. David me alcanzó, tomó mi brazo y mi hombro con fuerza y me detuvo. (49)

Ninguno de los dos tiene porqué reconocer o intuir el destino que les espera, después de todo han cumplido con lo que creen necesario, como hombres, para completar su expedición con éxito y dar el paso final a la adultez. El único problema que parece preocupar al narrador es la aparición de Julián, invitado y preparado por David como un tercer integrante de la expedición. La oposición del narrador a su presencia es de poca intensidad, ya que David lo persuade rápidamente argumentando la seguridad de todos al ser tres exploradores en vez de dos.

Llegado el día de la expedición habrá más señales en la narración que anticipen la muerte de los personajes—“ese sábado desperté otra vez inquieto” (50), “revisamos el interior de la única mochila que llevaríamos, abandonamos lo que no era indispensable” (51), “el agua con barro que escurría por el suelo ni siquiera cubría nuestro calzado” (52), “a menudo topábamos con un falso camino” (53)—pero que ellos mismos decidirán ignorar hasta que sea demasiado tarde.

Hacia el final de “Subterráneos” el narrador y Julián descubren que David los ha abandonado mientras descansaban después de horas de dar tumbos en la oscuridad:

…David parecía no estar cansado. Me pidió el plano de ruta y dijo que haría una pequeña excursión a los alrededores para ubicar el trayecto. Me quedé dormido por no sé cuánto tiempo. Tuve otra vez el sueño sobre el espacio oscuro sin bordes … desperté de aquella oscuridad para pertenecer a otra. Por un momento no tuve una idea clara de si estaba aún soñando o no. Sentí el cuerpo entumido por estar en la misma posición y la humedad del ambiente me calaba en los huesos. Julián aún dormía y David no estaba cerca. Me levanté … recorrí a tientas los alrededores y dije bajo, después en alto, el nombre de David que no respondía. Julián despertó con mis llamados. Me acerqué a él y tropecé con la mochila que en el último tramo cargó David. la había dejado cerca de nosotros … decidimos esperar un poco antes de comenzar a buscarlo por los conductos…oía casi imperceptible una lluvia quizá ligera en un sector lejano de donde estábamos. No me preocupé porque en esos meses las lluvias suelen ser cortas y escasas. en un momento más dejaría de oírla. Lo que no lograba escuchar eran los pasos de David. esperamos en un lapso que me pareció largo. Nos alertó primero el chillido, luego el recorrido que nos constató la presencia de decenas de ratas corriendo de sur a norte … pudimos sentirlas pasar abrazados de nuestras rodillas, hechos ovillo. algo ocurría del otro lado. Propuse a Julián que camináramos en la misma dirección que los roedores. la precipitación del agua se oía más cercana y fuerte. Era momento de salir, no importaba por qué vertedero. (54-55)

Es apenas en este momento que el narrador admite, en el relato, más no de viva voz, su temor ante la situación: “el cambio de circunstancias me turbó un poco, me sentía desorientado … Julián empezó a desesperarse. Yo también pero no lo dije” (55). Demostrar miedo, o duda frente al otro, no es una posibilidad, lo que crea una situación paradójica, ya que, si la expedición era la demostración de su virilidad, en evidente fracaso de la misma, el narrador logra posicionarse como viril, al no externar sus preocupaciones. Como indica Bourdieu “el miedo a perder la estima o la admiración del grupo, de “perder la cara» delante de los «colegas, y de verse relegado a la categoría típicamente femenina de los «débiles», los «alfeñiques», las «mujercitas», los “mariquitas», etc.” (70) es una forma de valentía, que permite por fin a los sujetos, acceder al privilegio masculino de la virilidad. Al respecto Bourdieu señal que “El privilegio masculino no deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y la contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad” (68). Este privilegio será la perdición de Julián y el narrador (incluso también de David, que ha dejado atrás a sus compañeros en un acto de egoísmo desesperado por cumplir con su fantasía de conquistador). “Subterráneos” concluye con la crecida violenta del agua, ante cuya fuerza las ilusiones de proeza física del narrador, se desmoronan:

…La lluvia golpeaba con fuerza arriba de nosotros y se filtraba en grandes cantidades. El agua en un momento alcanzó nuestra cintura… tomé la mochila y al poco rato comencé a sentirla con más peso, la corriente había alcanzado altura hasta la mitad de mi espalda. La solté creyendo que no era indispensable. Sólo saqué de ahí la soga con la que nos sujetaríamos para ascender. Finalmente adiviné por el sonido más claro de los autos una salida. Como Julián no podía sostenerse bien en pie, fui yo quien lo cargó en hombros para que abriera la boca de metal. Hicimos varios intentos pero no lograba desprender la tapa metálica. El amigo de David estaba pesado, por lo que no pude cargarlo por mucho tiempo. Probé sin conseguirlo, yo subido a él. El agua iba en ascenso, le dije que sería mejor buscar otra salida… de pronto dejamos de caminar para ser arrastrados por la corriente. (56-57)

El narrador continuará por unos breves instantes más aferrándose a la posibilidad de escape, pero su situación pronto lo obliga a reconocer la inutilidad de sus esfuerzos. Esta revelación, que recuerda a la anagnórisis de la tragedia griega, lo llevará a cometer el único acto sobre el que puede tener control, abandonarse a la corriente:

Allí estaba, indefenso ante aquellos corredores oscuros que nos habían derrotado. Su minotauro parecía cobrar por fin su tributo en una contienda mal jugada por nosotros. El agua llegaba en oleadas, chocaba contra el muro y se devolvía buscando territorio dónde expandirse, avanzando como un animal nocturno. Yo, su presa, luchaba contra el cansancio de mi cuerpo adormecido y sólo lograba ligeros movimientos para mantenerme a flote. Traté de calmarme pensando en el río subterráneo a donde iría cuando todo esto pasara. En la línea luminosa que refractaba el color esmeralda en el fondo de las aguas donde habían estado los exploradores. Cerré los ojos para atraer con fuerza la imagen, evitar la sensación de la corriente en ascenso y la de mi cabeza que ya topaba contra el techo. Mis respiraciones se tornaron agitadas y no pude concentrarme. Afuera, la lluvia se convirtió en un sonido monocorde cada vez más lejano porque, vencido, solté la cuerda que nos ayudaría a salir a la superficie. Y relajé los músculos de mi cuerpo para abandonarme en lo profundo del lecho acuoso de aquel laberinto. (58)

El abandono final del narrador, para que lo arrastre el agua acumulada y desaparecer bajo la ciudad puede interpretarse como una metáfora de violencia en su estado puro, que contiene tanto la capacidad de destrucción como la de creación, al menos en el caso particular de este relato, el abandonarse a la corriente es un acto violento de autodestrucción consciente, que se instaura como la máxima expresión de la hubris masculina.

Este acto final del narrador hará posible la aparición de una voz masculina distinta a las que le preceden, en el cuento “Marina”, cuyo narrador no realizará los actos performativos de virilidad que se esperarían de él, enmarcado como está por la violencia simbólica de su contexto social. Si a los otros narradores los define obsesión por construirse como sujetos dominantes, y por lo tanto viriles según un “locus operativo” (Butler 296) poco estable, el sino del último protagonista masculino en Aquello que nos resta, es la soledad, ya no la pulsión de poder.

En este relato, la violencia es el fenómeno de trasfondo de la historia, pero no la motivación del personaje. Esta ocurre como un evento anterior a la enunciación y ajeno a la voz narrativa: un accidente de auto que acabará repentinamente con la vida de Marina y trastornará la vida de su madre y su hermano, Emilia y Antonio. La muerte extradiegética de la joven guiará también el devenir del narrador, quien nunca la conoció, pero por su amistad con su hermano se verá directamente afectado.

ME MUDÉ A LA CASA de la calle Colombia a finales de enero por petición de Antonio más que por necesidad, como se empeñaron en decir algunas personas en los pasillos de la escuela… Por su parte, mi amigo Antonio, a dos meses del accidente en su familia, decidió llevarse a su madre a Zacatecas, donde él radicaba, para no dejarla sola. Con la pérdida de Marina percibí alterarse, en ellos, el equilibrio de los días. la modificación de su propio orden los hacía desplazarse desorientados, casi sonámbulos. Antonio tenía ratos lúcidos, me hacía suponer que le ayudaba el ser joven, y tener proyectada su vida en otro sitio, con otra gente. La madre, en cambio, probablemente miró a su alrededor y no vio a nadie. (58)

El narrador es un personaje observador, pero su mirada masculina no funciona como un medio de dominio, sino de un atisbo de comprensión del otro, por ejemplo, cuando recibe las llaves de la casa que Antonio y su madre abandonan, la descripción de la escena se apoya fuertemente en lo visual:

…ni siquiera se ocupó de llevarme o de darme indicaciones precisas sobre el funcionamiento de su casa. Fue a buscarme al departamento de madrugada y me entregó el juego en la puerta. Apenas pude reaccionar cuando él ya había dado media vuelta. Parecía[8] estar huyendo. Supongo que lo hacía. Vi a su madre, Emilia, dentro del viejo chevrolet verde, sentada en el asiento delantero, sosteniendo un bolso grande entre sus piernas. La miré y sentí tristeza. Soñoliento y sorprendido en ropa interior, sólo pude alzar el brazo en señal de saludo detrás de la puerta mosquitera. Emilia hizo una leve inclinación con la cabeza y siguió mirando hacia el parabrisas, retraída. (60)

La mirada del narrador abre la puerta a la posibilidad el conocimiento del otro, así como de él mismo, mientras que su presencia casa magnificará su propia sensación de abandono y soledad: Procuraba pasar el menor tiempo en esa vivienda, había algo que me hacía sentir incómodo. No bienvenido. Era curioso, estaba allí para ahuyentar algún probable ladrón y yo mismo me sentía robando algo, tal vez el espacio en esa casa o el cauce cotidiano después de los acontecimientos recientes (60-61)

Conforme avanza el relato, es posible observar que la soledad del personaje es producto de su infancia, caracterizada por una errancia constante:

El recuerdo constante que tengo de mi familia son las mudanzas. En tan sólo dos años nos mudamos cinco veces. Asistí, por lo menos, a seis escuelas distintas para cursar la educación elemental. De niño aprendí a hacer maletas con sólo lo justo y a tener que desprenderme de lo que para mi madre no era indispensable. Pero para mí, todas las cosas guardaban un sitio necesario dentro del mundo de fantasía que me albergaba en ese trayecto de una casa a otra. “allá compramos otro igual, no te preocupes”, decía, y yo abandonaba algún juguete con la nostalgia de las cosas que ya no se recuperan, porque sabía de antemano que la esperanza que me daba mi madre era falsa. (62)

El desarraigo infantil, culmina con la mudanza a Chihuahua, donde el narrador y su familia llegaron diez años antes de los acontecimientos relatados; sin embargo, se descubre después que la razón por la cual el personaje acepta la oferta de Antonio, es su negativa a dejar la universidad para mudarse con su familia a Sonora. Resultado de sus circunstancias, el protagonista se describe como un ser solitario, permanentemente fuera de lugar.

La soledad que experimenta el narrador le permitirá observar a las mujeres con las que llega a convivir, en especial Emilia, fuera del binomio dominante-dominado tan patente en “Visión de Laura” y “El espectador”. La madre Antonio llegará sorpresivamente una noche a su casa, y por una semana, ambos personajes solitarios establecerán una rutina silenciosa ante la cuál el narrador se muestra ambivalente:

…sólo coincidíamos a la hora de la cena, en la que apenas intercambiábamos palabra. La casa estaba limpia y dejó de sentirse deshabitada como cuando me encontraba solo. Por las noches, poco después de que apagaba la luz de mi cuarto al terminar la tarea, escuchaba el sollozo de Emilia tras la puerta de su habitación… Emilia parecía[9] un fantasma que procuraba el orden de la casa. No sabía si sentirme huésped o intruso. La imagen más cálida que guardo de ella es mirándola regar sus plantas y el único árbol del jardín del traspatio…Cuando arreglaba sus plantas parecía que la tristeza iba a reposar a otro sitio de la casa. (64)

Cuando Emilia regresa a Zacatecas, será Julia la vecina quien se hará cargo del jardín, y aunque coinciden rara vez, es mediante ella que el narrador se entera que el jardín era de Marina. El cuento utiliza la mirada masculina de su personaje para jugar con la posibilidad de crear una conexión con la madre de Antonio, a partir de la experiencia compartida del dolor ocasionado por la pérdida y la soledad que dicha emoción produce en los personajes; no obstante, el narrador se reconoce incapaz de comprenderla:

Yo no entendía el dolor de Emilia. Comprendía tan sólo el mío, porque supongo que uno no es capaz de compartir la tristeza con nadie, aun cuando el otro se encuentre bajo las mismas circunstancias. La prueba era que Antonio se había sobrepuesto con el paso de las semanas y tomado el mando de la situación, estableciendo las cosas prácticas en un caso como la muerte de Marina … Cómo, entonces, cavilaba, se puede entender el dolor de alguien. Yo, por mi parte, había pasado por algo similar poco antes. En tan sólo seis meses cuatro miembros de mi familia materna, incluida mi abuela, habían fallecido… Primero fue el deceso de sus dos hermanos, luego la abuela; escasos meses más tarde, fallecía su hermana… Yo estaba desbordado con la reciente noticia…Arreglé mis asuntos del trabajo para viajar a Sonora y verla, pero finalmente desistí. (66)

En contraste con Antonio, que asume una actitud de mando con su madre, para hacer frente a la pérdida, el narrador se muestra debilitado por sus propias emociones, que lo llevan al extremo de la inacción. Este aspecto “negativo” de su condición de hombre emocional da oportunidad para que la figura femenina no sea configurada por el narrador a partir de su condición de objeto de placer masculino.

En “Marina” empieza a trazarse la posibilidad de una dinámica social distinta, entre hombres y mujeres heterosexuales; sin embargo, esta posibilidad no se concreta exitosamente, ya que el narrador, paralizado por el descubrimiento de su fragilidad emocional, es incapaz de enunciar lo que verdaderamente piensa: “no tenía idea de lo que haría apenas terminara la carrera. Me encontraba perdido, impreciso … Sentía no tener en realidad futuro sino un largo aquí y ahora, que podría irme a cualquier lado sin importarme demasiado el lugar” (70). Cuando la madre de Antonio regresa al hogar pasados unos meses con la intención de no regresar a Zacatecas, mediante la interacción diaria entre ella y el narrador, se evidencia el cambio de perspectiva en la mirada masculina, que no expresa deseo sexual: “Emilia tenía una suave expresión alegre pese a que sus ojos daban la impresión de estar siempre a punto del llanto. Era como si sobrellevara una situación agridulce todo el tiempo” (71).

El punto de inflexión en el relato ocurre a partir de la tormenta que arrasa el jardín, deshojando la jacaranda del patio, sembrada por Marina:

En cuestión de minutos, el árbol ya no tenía más flores. Todas habían quedado en el charco del jardín que dejaba la lluvia como rastro. La tempestad arrancó la belleza azul violácea que había nacido como milagro, de la misma manera que el accidente le había arrancado a Marina. Pude entonces imaginar a la muchacha aquella tarde de comienzos de invierno, salir por la ventana del auto accidentado. Marina con vidrios de ventana rota. Marina de piel blanca y ríos rojos de sangre en su cuerpo. Marina de cabellera encendida sobre la autopista que atraviesa el desierto. Marina sin aliento, exhalando los vapores del asfalto del sol al mediodía. Marina con sus ojos pasmadamente abiertos como dos peces verdes ahogados entre las dunas. Marina arrancada de raíz como un jazmín marchito. Marina llorando por no salvar sus plantas. Marina asistiendo al entierro de una de sus flores (72).

Emilia y el narrador, impotentes ante la tempestad no pueden hacer otra cosa que observar sus efectos destructivos. Curiosamente, como resultado de la desolación provocada por este violento fenómeno natural Emilia, volverá a ocupar su puesto de sujeto dominante dentro de su espacio doméstico, oponiéndose a los deseos de Antonio, invirtiendo el orden de poder, al desalojar al narrador, asumiendo así en ese espacio doméstico el rol dominante:

Emilia me pidió que dejara la casa. Quería vivir sola. Lo dijo sin mirarme, sosteniendo la vista en los muebles mientras atravesaba la sala rumbo a la cocina. Desde la puerta principal la vi de espaldas empequeñecida, frágil y no acerté a decir nada. No volvimos a hablar. Al día siguiente comencé a buscar un sitio dónde vivir. Tuve una sensación extraña, de acento amargo en la boca, abandonar a Emilia y su árbol sin flores. su invernadero y su mutismo. La imaginé tras su fortaleza hecha a fuerza de silencio, paredes altas donde crecerían las enredaderas y no habría lugar para desiertos ni autopistas, donde Marina giraría para siempre con sus veintitrés años. (73)

A diferencia de las formas de sumisión femenina en los otros cuentos, Emilia no utiliza el silencio como arma defensiva, ella inicia y termina las conversaciones con el protagonista, dejándolo en la incertidumbre respecto a su posición en la relación de convivencia que mantienen. La última imagen de Emilia mantiene viva la posibilidad futura de un cambio en la mirada masculina, al describirla como una fortaleza, no un objeto de goce o deseo, a la que le resulta imposible acceder, en el sentido de comprenderla, pero que por lo menos indica una opción distinta a la representadas en los primeros relatos.

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2.La mirada femenina: otra forma de hacer frente a la violencia.

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Las formas en que se representa la violencia mediante el filtro de la mirada masculina en los cuentos analizados hasta este momento pueden identificarse aspectos de la violencia simbólica, delimitada por un sistema social de dominación masculina, que atraviesa de forma transversal todo el cuentario. En mayor o menor medida los narradores en “Visión de Laura”, “El espectador” y “Subterráneos” son personajes que ejercen violencia sobre otras personas, especialmente mujeres, sin dejo de reconocimiento sobre lo reprensible de sus acciones.  En su configuración discursiva, admiten libremente su comportamiento porque la violencia, un acto de dominancia, se encuentra normalizado como símbolo de virilidad en el contexto social. 

Si la violencia simbólica es inherente a la condición humana social, como sugiere Bourdieu, ni las acciones, ni el discurso de los narradores en los cuentos mencionados—con énfasis en los tres primeros—, contravienen el orden natural de su existencia, de ahí que, en apariencia, no haya un cambio en la visión de mundo de los mismos al finalizar sus relatos; sin embargo, el desenlace de estas historias parece concordar con la perspectiva de Bataille sobre el potencial fallido del discurso para superar la violencia producto de la trasgresión y reestablecer el orden .

Ahora bien, la cuestión de la dominancia masculina y su relación con la violencia simbólica puede problematizarse en tanto que parece partir del supuesto que género y sexo son lo mismo, y que además los roles sociales, y las expresiones sexuadas estos son estáticas. Judith Butler, en este sentido, señala que,

el género no es, de ninguna manera, una identidad estable; tampoco el locus operativo de donde procederían los diferentes actos; más bien, es una identidad débilmente constituida en el tiempo; una identidad instituida por una repetición estilizada de actos. Más aún, el género, al ser instituido por la estilización del cuerpo, debe ser entendido como la manera mundana en que los gestos corporales, los movimientos y las normas de todo tipo, constituyen la ilusión de un yo generizado permanentemente. (Actos… 296-297).

Al ser una ilusión, es posible que ocurra el rompimiento con el sistema de dominancia masculina, configurado en el caso de los cuentos de Aquello que nos resta, mediante la mirada masculina. Fenómeno que ocurre en “La herida más profunda” y el último relato, cuyo título, como se ha dicho al inicio, es el que da nombre al cuentario.

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La experiencia de la violencia a través de la mirada femenina.

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La primera diferencia que salta la vista en los últimos dos cuentos es que sus voces narrativas son femeninas. Después de cuatro historias donde apenas se les concede la voz, en estos cuentos serán las narradoras quienes representen la violencia a través de su mirada, como víctimas de esta, al mismo tiempo que su discurso, especialmente en “Aquello que nos resta” será exitoso ahí donde las voces masculinas fallaron: reflexionarán sobre la violencia. La anécdota principal en “La herida más profunda” es el acompañamiento que brinda la protagonista, a su amiga Leticia a raíz del feminicidio de Rebeca, su hermana.

En el cuento se entrelazan dos tipologías de violencia, la simbólica y la sistémica, cuyos límites definitorios se vuelven borrosos hacia el final del relato. Por un lado, en el relato de Nora, aparecen cuatro dinámicas de pareja que recrean en distintos matices los conflictos de dominancia que ya se han analizado en los otros relatos. Desde la violencia sutil entre Guillermo y Leticia, así como entre ella y Mauricio, pasando por la violencia “invertida” de Gabriela y Eduardo[10], hasta llegar a las últimas consecuencias de esta, representada por Rebeca y su exesposo, en todas ellas se configuran los aspectos violentos implícitos en la relación dominante-dominado que ya se ha representado. Por otra parte, la violencia sistémica se explicita mediante los procesos jurídicos y burocráticos por los que tiene que atravesar Leticia, para poder hacerse cargo de los restos de su hermana.

Una particularidad interesante del texto, en contraste con los cuentos anteriores, es que la violencia, vista a través de la mirada femenina se presenta como un fenómeno omnipresente, ocurre tanto en la esfera íntima como en la pública, toda vez que “todo, en la génesis del hábito femenino y en las condiciones sociales de su actualización, contribuye a hacer de la experiencia femenina del cuerpo el límite de la experiencia universal del cuerpo-para-otro, incesantemente expuesta a la objetividad operada por la mirada y el discurso de los otros” (Bourdieu 83), de esta manera el cuento abre con Nora y su llegada a la escena del crimen, por petición de Leticia, en una escena que mezcla lo cotidiana con lo extraordinario:

ACTIVÉ EL PARABRISAS cuando el coche de al lado empañó el vidrio… La larga fila en la calle no avanzaba, pese al semáforo en verde. Llevaba ahí más de veinte minutos o al menos eso me pareció. … Me recargué sobre el volante y sentí el cansancio del día mientras pasaba mi mano por el cuello húmedo. Mi mano tomó el color del tinte del pelo. Lo teñía cuando Leticia llamó por teléfono, estaba a medio hacer, frente al espejo, con los guantes manchados mezclando con la escobilla. Colgué y me dirigí al baño apresurada … comencé a quitarme la pintura del cabello… Me hice una coleta y partí. En el trayecto volvía la voz de mi amiga como un eco … Di varias vueltas por la colonia antes de encontrar la dirección, paré cuando vi el número del edificio, 311 de la calle Hortensias… El portón estaba abierto, por lo que no tuve que hacer sonar el timbre … Remonté los peldaños de dos en dos, casi de puntas. En la segunda planta advertí a Leticia en el quicio de la puerta. Sus ojos debían estar enrojecidos, hinchados detrás de sus lentes oscuros. Me volteó a ver con un cabeceo lento, como en las películas cuando detienen de a poco un movimiento, pensé, o como si a ella le causara hastío cambiar de posición. No nos saludamos porque una voz la llamó desde dentro y se decidió por fin a entrar. Quise alcanzarla pero sentí un mareo y me recargué en la pared del pasillo. Una mujer mayor —una de los tantos vecinos detrás de sus puertas, supuse— salió para auxiliarme, preferí sentarme en uno de los peldaños. Al cabo de un rato tuve que moverme cuando los forenses me lo pidieron para sacar el cuerpo del inmueble. “Lo más triste es que nadie oyó nada para ayudarla”, comenzó a contarme la vieja al oído desde donde pude percibir el hedor metálico de su boca, alejé un poco el rostro de ella. (75-76)

A pesar de la brutalidad del feminicidio, en que intentaron quemar su cadáver, el cuerpo de Rebeca pasó por lo menos dos días sin ser descubierto, fue la vieja quien por el olor llamó a la policía, y Leticia se encuentra ahí para cerciorarse que las autoridades no se hayan llevado algún objeto de valor.

Guillermo me vio entrar y se interpuso[11] en el camino hacia la sala … “Al parecer quienes estuvieron aquí no se llevaron nada, sólo estamos verificando que la policía tampoco”, explicó cuando me acerqué a saludarlo. Alcancé a ver una de las paredes ahumadas, los muebles en desorden, algunos objetos en el suelo. Me llevé las manos al rostro al sobresaltarme por el ruido. Leticia, que recorría la casa, había tirado sin querer una silla del comedor deshecha en parte por el fuego… Tuve una especie de pudor, sentía que estorbaba en aquella escena. “No fue buena idea que vinieras”, profirió Guillermo casi en tono de reproche. “Es que tú no contestabas el celular. Alguien tenía que acompañarme”, se escuchó la voz de Leticia perceptiblemente alterada desde una de las habitaciones, increpándolo … “Es mejor que me retire, no quiero molestar”, comenté para justificar mi partida. “No, también te necesito”, apareció Leticia y alcanzó mi mano de la que pude percibir su cuerpo tembloroso. Sus rasgos habían envejecido en cuestión de unas horas. Se había quitado las gafas y pude ver que efectivamente tenía los ojos hinchados y la expresión del horror la había transfigurado. Nos abrazamos… Guillermo hizo una mueca de incomodidad, recogió los objetos de valor que Leticia había vaciado en una bolsa negra de plástico y nos dijo que ya era momento de irnos. (76)

La presencia de Nora molesta a Guillermo, como si esta pudiera suplantarlo en su rol de hombre protector, en la interacción de la pareja se intuye una tensión latente. Esta no es la única pareja en conflicto, la relación de la narradora, así como la de Gabriela, su compañera de trabajo, se describen en pugna partir de una desequilibro entre sus roles de género. Ahora bien, para comprender el origen de esta subversión de roles es necesario recordar que si bien, que “…there is not necessarily an essential difference between male and female. The ‘difference’ lies in the gender roles society has shaped for each. These roles are both imposed on the individual from the outside and assumed by the collective body of society” (Goddard 26), la manera en que los individuos acepten dichos roles mediante la reproducción de los atributos expresivos y performativos de sus géneros explica el por qué mientras la relación de Nora con Mauricio fracasa, la violenta relación de Gabriela y Eduardo se mantiene.

Entre Mauricio y yo se rompió la comunicación en el momento en que él comenzó a entablar su propio monólogo. “Un melodrama”, me corrigió una compañera de la oficina a quien le había contado sobre mi ruptura. A él le gustaba figurar en las historias de lágrimas y amores imposibles, pero como no había razones para lo uno ni lo otro, había que inventarlas, me explicaba experta. Yo entendía muy poco esas cosas. Aun así, reflexioné, se suponía que era yo quien debía llorar hasta el cansancio, gritar o dar un portazo en la puerta del baño por lo menos y él irme a buscar y consolarme del otro lado, regalarme flores o chocolates. Pero a mí francamente no me salían esos papeles. Además, habíamos invertido los roles. ¿Se iba para que fuera detrás de él? ¿Gritaba para que yo fuera a calmarlo? Yo sólo quedaba estática ante esas escenas. ¿Cuándo habíamos comenzado a actuar como la pareja que no éramos? ¿Dónde estaba mi guión porque creo había perdido mi parte? (80)

Cómo explica Judith Butler, “…si los atributos de género no son expresivos sino performativos, entonces estos atributos realmente determinan la identidad que se afirma que manifiestan o revelan” (El género en disputa 274). En el caso de la relación amorosa de la narradora, la inversión de roles es problemática porque una de las dos partes no entiende la performatividad que le corresponde, en cambio en la inversión de roles que podría atribuirse a la relación de Gabriela y Eduardo no es tal. A pesar de que Gabriela es la victimaria[12], sus ataques violentos, motivados por el despecho y los celos, se normalizan por los demás personajes; al siguiente día que Nora acompañó a Leticia, se entera en el trabajo de la más reciente agresión:

“Gabriela no vino a trabajar desde ayer”, comentó alguien desde otro escritorio. “La detuvieron por intentar atropellar a Eduardo”, explicó … Me imaginé a Gabriela, esperando que Eduardo saliera de casa o de cualquier bar que ambos frecuentaban, arrancar el auto sin luces y golpearlo con el cofre. “Eduardo esquivó el coche”, dijo una, “pero supo que se trataba de ella, de quién más, desde ayer por la mañana la detuvieron porque había levantado cargo contra ella”. “Pero él ni se imagina lo que le espera cuando Gabriela salga de allí”, dijo otro. Los comentarios corrían como apuestas. Esperaban ansiosos que nuestra compañera apareciera para que contara su versión de los hechos y su próximo ataque (82-83).

Ni la normalidad de esta situación laboral, logra restaurar un sentido de paz en la cotidianeidad de Nora, en la que la muerte de Rebeca se ha ido entreverando con sus experiencias diarias, especialmente en aquellas instancias que giran en torno a su relación con Mauricio:

…yo tampoco quería estar sola, llegar a casa y sentir el olor de Mauricio —indicio de que había estado allí, confundido esta vez con el hedor que retenía de Rebeca en su departamento— y mirar cómo el lugar se iba quedando sin objetos, las pertenencias de Mauricio que se iba llevando… Sin embargo siempre me tropezaba con algo de él, un rastrillo, un cepillo de dientes, varias camisas. Me había dicho casi a gritos que se iba porque quería ser libre pero posponía su mudanza definitiva. “También aquí hay demasiados cadáveres”, me dije apenas entré. Y recordé a Rebeca, que la había visto tan poco porque ella había permanecido durante muchos años en el extranjero. La imaginé sujeta a esa silla ahumada, sin vida sobre esa camilla donde la trasladaron, tapada como si la muerte no tuviera rostro (79).

La narradora convierte a Rebeca en una especie de reflejo distorsionado de sus propias experiencias, a través del cual observará la violencia a su alrededor, en especial de su expresión sistémica, que en un lapso de días logrará deshumanizar a la mujer asesinada: “llamé a Leticia que estaba en el ministerio público realizando trámites para liberar a su hermana. Como si Rebeca fuera la criminal, pensé sin decírselo a mi amiga” (80), “¿Qué decían los periódicos ahora? ‘Directora de teatro muere en escena turbulenta’, se sospecharía de su ex marido, su hijo lloraría consternado porque uno no imagina que le llegue la muerte así…” (81), “acompañé a Leticia a la funeraria. Me sorprendió ver demasiada … Habían llegado sólo para tener detalles de su deceso, que alguien les contara cómo estaba cuando la encontraron…, si tenía un amante y el ex esposo había tomado venganza o si se prostituía y uno de sus clientes enojado la había lastimado hasta matarla” (85), “La policía comenzará las investigaciones pero no pasará nada, como siempre, … Argumentaron que se había tratado de un robo, pero fueron ellos los que se llevaron los objetos de valor” (86).

Aunque no lo verbalice, el funeral de Rebeca, es el parteaguas a partir del cual Nora logra escapar de su propia relación de violencia, simbólica en este caso, a la que Mauricio la ha tenido sometida por meses. Se niega a hablar con ella para buscar una solución o terminar definitivamente, pero entra a su casa bajo el pretexto de recoger sus cosas, asegurándose de dejar algún signo de su presencia, continuando su dominio emocional de Nora mediante la incertidumbre provocada.

Comencé a ordenar un poco y volví a dar con las camisas de Mauricio. Fue cuando decidí. Junté todas sus pertenencias. Hurgué en cada sitio para que no quedara nada de él y las coloqué en un par de cajas que dejé en la sala, cerca de la puerta principal. Tomé para mí unos cuantos cambios de ropa y le pedí a mi hermana que me dejara estar con ella unos días. En una de las cajas había una nota en la que le pedía a Mauricio dejara las llaves dentro del buzón, que no volviera si no era para hablar. “Demasiados cadáveres en esta casa”, me dije. Salí pensando que en unos días el olor de Mauricio también desaparecería. (87)

El enfrentamiento con la muerte, mueve a Nora a actuar con una intencionalidad que, si bien no logra colocarla por encima de su rol performativo como cuerpo generizado para lograr la liberarse de la violencia, es un guiño en todo caso al epígrafe del cuento:

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Si el hombre no era más que la serie de sus actos,

me daba cuenta,

nunca estaría definido antes de su muerte:

uno sólo, el último de sus actos

podía aniquilar su existencia anterior,

contradecir toda su vida. (75)[13]

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A veces me pregunto si todavía existimos: De la mirada femenina a la voz violentada.

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“Aquello que nos resta”, es el último relato del libro, Como tal, en este se conjugan los tres ejes temáticos que se listaron al principio del presente estudio: la soledad, el desamparo y la violencia. Expresados todos a partir de la experiencia vivencial de Irene, aunque supeditados los dos primeros al último. Anecdóticamente, el cuento es un recorrido, más o menos asíncrono, del fracaso amoroso de la relación entre Irene y Cecilia.

El relato abre con el encuentro final de la pareja en un bar de Ciudad Juárez, Chihuahua, “… una cantina de mala muerte en el centro de la ciudad al que a Cecilia le gustaba ir con sus compañeros de trabajo” (89), la narradora y su expareja de se han citado ahí para saldar las últimas cuentas de la vivienda que solían compartir. Irene y Cecilia, se conocieron en Guanajuato, y después de un corto cortejo se fueron a vivir juntas. La primera era una estudiante universitaria, mientras que la segunda fungía como profesora adjunta en la escuela de Humanidades de la misma institución. Cuando la segunda recibió una oferta para trabajar como antropóloga física en Ciudad Juárez, y ante la posibilidad de un mejor sueldo, ambas se mudaron. Irene abandonó sus estudios y empezó a trabajar durante el día en una tienda de autoservicio, mientras que Cecilia se dedicó de lleno a su trabajo.

El trasfondo de la historia parece simple, pero, como en el resto de los cuentos ya examinados, en este también se descubre que el devenir de los personajes se encuentra marcado por la violencia, misma que forma parte del día a día de los habitantes de la urbe, tanto en la esfera privada y como la pública, permeando en todos los aspectos a la ciudad. Ya sea que ocurra en las relaciones interpersonales cotidianas—“Me insultaban o tomaban la mercancía con furia mientras yo los miraba con indiferencia” (97)—, que exista en la mente de los personajes como posibilidad—“dormía sobre el capote de su auto para que no se lo robaran” (96)—, que sea vista como una eventualidad de la vida citadina—“indigentes, borrachos que mueren en las calles o en accidentes de tráfico. Eso es rutina” (100)—, al grado incluso de normalizar, a ojos de sus habitantes, la desaparición y feminicidios en Ciudad Juárez —“quizá eran tantos carteles puestos en tantos lados que la gente ya no los miraba. La ciudad parecía coleccionar retratos de mujeres perdidas” (101)—, la violencia en “Aquello que nos resta” es de una omnipresencia apabullante.

La mirada de Irene, que estudiaba artes visuales antes de mudarse con Cecilia a Chihuahua, acerca a sus lectores al mundo violento y grotesco de Ciudad Juárez.:

…recorría el centro buscando sitios dónde filmar cuando reuniera dinero para los materiales. Quería encontrar la fragmentación visual de aquella realidad que se me presentaba. Había vendido mi cámara y mi computadora por dinero para el viaje, por eso traté de no desesperarme por aplazar lo mío, no poder registrar esa ciudad aglomerada con señales de tránsito y grandes anuncios comerciales con su publicidad en inglés, las calles grasientas con basura de días, las esquinas con marcas antiguas y nuevas de ríos de orines, prostitutas diurnas y borrachos macilentos mezclados con la gente que va al mercado a comprar fruta. Si algo me atraía de Juárez …, es que me parecía una ciudad con poco pudor que se mostraba sin escándalos ni mojigaterías. Su impudicia no me resultaba obscena, al contrario. Cada vez me acercaba más para ver a detalle el rostro ajado de mujer trasnochada que veía en Juárez, de humores fétidos como de muerte. Niveles de degradación que no me atreví a categorizar. Al final de cuentas, todos intentábamos sobrevivir nada más (91-92).

Aunque haya tenido que vender su cámara para poder subsistir, su mirada es el obturador a través el cuál se recrea la ciudad. Se produce de esta forma una distancia paradójica, aunque momentánea, entre ella, la ciudad y la mirada lectora extradiegética.

La mirada fotográfica tiene algo de paradójico que encontramos también algunas veces en la vida: el otro día, en el café, un adolescente, solo, reseguía con la vista toda la sala; a veces su mirada se posaba en mí; tenía yo entonces la certeza de que me miraba sin que por ello estuviese seguro de que me viese… Diríase que la Fotografía separa la atención de la percepción, y que sólo muestra la primera, a pesar de ser imposible sin la segunda; se trata … de una noesis sin noema, de un acto de pensamiento sin pensamiento, de un apuntar en blanco (Barthes 188-190).

Si en sus paseos, Irene mira sin ver a su alrededor, sin percibir en estas primeras excursiones por la ciudad a la violencia palpitante detrás de esa degradación que menciona, conforme habite el espacio y transcurra el relato, la violencia empezará a filtrarse en esos recorridos, acortando la distancia creada entre Irene como observadora y la ciudad como objeto observado:

Camino al trabajo, presté más atención a los anuncios en el interior del microbús con rostros de mujeres. Hojas en blanco y negro que decían más o menos lo mismo: la edad, la complexión, algún dato particular para su reconocimiento. Y las palabras Se busca o Desaparecida. quizá eran tantos carteles puestos en tantos lados que la gente ya no los miraba. la ciudad parecía coleccionar retratos de mujeres perdidas. Podía verme en ellas, nuestros rasgos generales eran parecidos. Cabello largo, oscuro, ojos castaños, boca grande, alrededor de los veinte años. (101)

La identificación de Irene con las muertas de Juárez, víctimas anónimas de la violencia sistémica, que ha permitido la recurrencia y normalización de los crímenes, así como de la simbólica a la que su condición de sujetos femeninos las somete, sucede en un momento clave del relato: Cecilia ha violentado por primera vez a Irene, quemando su ropa.

La narración confirma a lo que las pistas discursivas en este aludían—“El horario de Cecilia era diurno, pero si la solicitaban por la noche debía ir. Pasaba con frecuencia.” (91)”, “Dejaba la bolsa y los zapatos junto a la puerta de entrada y subía las escaleras directo a bañarse para disimular … el tufillo a formol penetrado en la ropa y el cuerpo” (94)—, el nuevo puesto de Cecilia es como antropóloga en el depósito de cadáveres municipal. Cecilia, cuyo comportamiento se ha ido volviendo más errático (parecer vivir en un estado semipermanente de alcoholismo y alternar entre comportarse taciturna, efusiva, atenta o lejana), habla con Irene sobre su trabajo en la morgue de la ciudad. Este lugar es dónde la violencia pierde su sentido abstracto, y se manifiesta de (en) cuerpo (s) presente (s).

Una noche Cecilia me habló por primera vez de su trabajo. De los cuerpos que recibían en el anfiteatro … “La sala en su mayoría la ocupan indigentes, borrachos que mueren en las calles o en accidentes de tráfico. Eso es rutina. La cosa es cuando llega ella”, y se refirió a ella como si yo supiera de quién se trataba, pero no me atreví a interrumpirla. “Me perturba el momento en que me llaman y me dicen que tienen otro asunto y la veo otra vez allí, quieta, tendida sobre la mesa con su piel amarilla, sus brazos y su vientre amoratados, la sangre seca en su sexo y sus muslos, la línea honda de estrangulamiento y el rostro retratado de la angustia. Con el olor fétido me llega la imagen, sin saber por qué, de una playa con cientos de muertos escupidos por el mar … es más fuerte el de su cuerpo descompuesto al abrirla y pierdo la imagen de las gaviotas atravesando el cielo de invierno al mirar sus órganos azules y comenzar a vaciarla”… se llevó el pulgar a la boca, raspaba el esmalte con los dientes. “Al principio pensé que eran varias mujeres que llegaban cada tres o cuatro noches, con diferentes marcas en el cuerpo y variantes de muerte. Asfixia, sobre todo, o estrangulamiento. Pero es la misma, Irene, es la misma mujer. Reconozco su rostro. A veces llega con parte de su cuerpo calcinado o con cortes hondos en las piernas. La han encontrando en algún vertedero o en un terreno baldío. Detallo sus marcas. Escribo la historia violenta de su cuerpo. Mientras, veo que la abren a destajo e introducen la mano para arrancarle las entrañas” (99-100).

Si hasta este momento la mirada femenina ha observado de soslayo a la violencia, en el anfiteatro municipal es imposible desviar la mirada. La violencia, palabras más, palabras menos, dice Bataille en El Erotismo, no necesita explicarse a sí misma, simplemente existe. En las muertas de Juárez, que a los ojos de Cecilia son todas una[14], son el símbolo corporizado del frenesí violento humano.

Después de la noche mencionada, las agresiones de Cecilia alcanzan un punto álgido, en un ataque verbal y físico donde Irene sobrevive a ser asfixiada, “Respiré a bocanadas para recuperar el aire. Al exhalar hacía un silbido agudo y fuerte que no reconocía como mío” (104). De acuerdo con William Pawlett“…most theories of violence fail to explore the unpredictable, volatile, internal dynamics of violence” (1), en este sentido, la pulsión violenta detrás del comportamiento de Cecilia, por ejemplo, parece a momentos tener como único fin el de la existencia de la violencia misma, ante la falta de indicadores discursivos que pudieran asentar el goce sádico del personaje.

Aunque se podría decir que este personaje reproduce los estereotipos performativos del hombre violento y abusador, en plena espiral descendente[15], la naturaleza de su relación lésbica, dificulta la descripción de esas acciones violentas como un simple trastocamiento de los roles de género, ya que la subversión de su representación radica más bien en que ni ella ni Irene reproducen performativamente los roles de género comúnmente asociados con la noción de “ser hombre/ser mujer”. Como explica Judith Butler, “Identificarse con un género bajo los regímenes contemporáneos de poder implica identificarse con una serie de normas realizables y no realizables y cuyo poder y rango precede las identificaciones mediante las cuales se intenta insistentemente aproximarse a ellas. Esto de “ser hombre” o “ser mujer” son cuestiones internamente inestables (Cuerpos, 186), de ahí que no se caracterice aquí el comportamiento de ambas partiendo de estas cuestiones, como sí se hizo en el análisis de los cuentos que anteceden a “Aquello que nos resta”.

De igual manera, a diferencia de los cuatro primeros relatos, el discurso narrativo pone de manifiesto de forma casi inmediata la violencia que experimenta Irene. En el encuentro del bar Victoria, se atisba la relación víctima-victimaria de ambas, que Irene develará en el resto del relato.

Le había pedido a Teresa que me acompañara a mi encuentro con Cecilia … Teresa aplastó mi mano para que dejara de sonar, contra la barra, el juego de llaves que traía conmigo. “no te pongas nerviosa. arreglas eso pronto y nos vamos.” una hora más tarde llegó … Me saludó artificialmente amable… pidió un trago y de inmediato sacó de su bolso los recibos de agua, luz, teléfono, alquiler, con la seriedad de una cita de negocios … disentí de pagar algunas cosas porque yo llevaba casi un mes sin vivir en casa. “Eso no importa, querida, tenías derecho a vivir allí y no lo usaste. todo se paga a la mitad.” Hizo hincapié en la última frase, pero se con tuvo de levantar la voz para no perder los estribos frente a su amigo. “Yo no sé qué te hice para que en este último tiempo me trataras así”, añadió con un cambio brusco de actitud, a punto de llorar. Osvaldo la tomó del hombro para tranquilizarla y ella recuperó la compostura casi de inmediato (89-90).

El nerviosismo de la narradora, la necesidad de compañía para sentirse más segura ante la posibilidad latente de una agresión, contrastan con la ira de Cecilia, apenas disimulada y, en especial, su actuar fingido de víctima ante Octavio, cuya compañía, dicho sea de paso, refuerza, como mirada masculina, el acto performativo de Cecilia como mujer inocente y sufriente, a la que han abandonado. Solamente Irene, por su experiencia como víctima de Cecilia, es capaz de distinguir los mecanismos de control que utiliza su expareja: “Yo la miré desconcertada, volteé a mi otro costado para cerciorarme que Teresa era testigo, pero ella lidiaba con un borracho que se le había acercado. Descubrí que Cecilia era una gran manipuladora, tan hábil que no supe cómo desenmascararla” (90). El relato de Irene, entonces, es el intento por desenmascarar a su agresora.

La palabra, es el instrumento que le permite, revelar a un tiempo la “verdadera” cara de Cecilia como agresora —“‘¿Qué haces, puta?’, me dijo gritando” (98), “Cecilia me sujetó fuerte” (99), “Me preguntó con rabia contenida” (103), “me tomó del cabello y empezó a tirar de un lado al otro” (104), “Me alcanzó con la cuerda que colocó en mi cuello y tiró de ella” (104), “Enterró sus uñas en un costado de mi espalda” (106)—, así como las formas en que Cecilia utiliza el lenguaje ya sea para justificar la violencia de sus actos —“No se disculpó pero trató de justificarse diciendo con voz suave que había tenido un día difícil en el trabajo” (99), “‘Perdóname…, perdóname, no lo vuelvo a hacer’, me suplicó Cecilia poniéndose de rodillas junto a mí y acariciándome el cabello” (104), “se disculpó por hacerme daño. ‘Me volvió loca pensar que esa mujer podía ser tu amante.’” (105)—, como para atraer y controlar de nuevo a Irene—“Con un tono dulce que no le conocía insistió, suplicó, aplicó el chantaje” (106). La narración de Irene ejemplifica a lo que Judith Butler se refiere como “el poder del lenguaje”, la capacidad de la palabra por develar y encubrir al mismo tiempo:

El poder del lenguaje para trabajar sobre los cuerpos es al mismo tiempo la causa de la opresión sexual y la vía que se abre más allá de esa opresión. El lenguaje no funciona de forma mágica e inexorable: «Hay una plasticidad de lo real respecto del lenguaje: el lenguaje tiene una acción plástica sobre lo real».” El lenguaje acepta y cambia su poder para actuar sobre lo real mediante actos locutorios que, al repetirse se transforman en prácticas afianzadas y, con el tiempo, en instituciones (El género 233).

Irene se vale de este doble filo del lenguaje, explicitar tanto su condición de víctima como para “construir”, alternando su voz con el silencio, su escape de la dinámica de dominancia en la que había estado, mas no de la violencia que la rodea. Cierra su relato volviendo al lugar de inicio, al presente de su enunciación. “Teresa y yo salimos del bar Victoria … mi tacón cedió ante el desnivel de la banqueta y se dobló mi tobillo. Me detuve en la pared agrietada de una tienda de abarrotes para reincorporarme y vi de reojo que mi mano cubría una fotocopia mal hecha de otra joven mujer desaparecida.” (107)

Si, como dice Kevin Goddard, “the gaze is determinative of social relations not only because we are necessary participants in social roles, which are essentially power relations, but more importantly because we are at heart essentialists—believing that there is a “natural” us, either masked or unmasked, with which we must face the world…” (28), tanto la mirada femenina como la masculina estarán invariablemente sujetas a la carga simbólica que su clasificación genérica conlleva, por lo que su capacidad para observar, representar y enfrentar en dado caso las distintas formas de violencia se verá opacada, por el binarismo implícito que las convierte de alguna manera en reflejo una de la otra “what determines me, at the most profound level, in the visible, is the gaze that is outside. It is through the gaze that I enter light and it is from the gaze that I receive its effects.” (Lacan 105).

Será el lenguaje, aún con su duplicidad, la herramienta con el potencial para enfrentar a la violencia, aún si dicho encuentro no resulta en la emancipación: “Eso es lo que nos resta, pensé decirle algún día a Cecilia, esta ciudad de fantasmas, con la muerte repetida delante nuestro en todas las esquinas con el rostro de alguien. No somos y no seremos más que esta inercia violenta, esta tristeza anunciada en dos idiomas, esta urbe quimérica con nostalgia de mar, náufragos milenarios, empeñada en extinguirse A veces me pregunto si todavía existimos o sólo flotamos en este territorio de nadie.” (107)

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Bibliografía

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  1. Estos son ejemplos de antologías internacionales, los relatos de Pedroza aparecen también en antologías nacionales como Antología lados B: narrativa de alto riesgo 2014: mujeres (2014) de Nitropress o Cuentistas de Tierra Adentro 2007-2017 (2017) y Desierto en escarlata: cuentos criminales de Ciudad Juárez (2018), siendo además compiladora de estas dos últimas.

  2. “La violencia simbólica se sirve del automatismo del hábito. Se inscribe en las convicciones, en los modos de percepción y de conducta. A su vez, la violencia se naturaliza. Mantiene el orden de dominación vigente sin ningún tipo de esfuerzo físico o material.” (Han 12).

  3. La estructura del cuento se divide en nueve partes, los números impares, hasta la séptima sección, corresponden a la adolescencia del narrador, cuando ocurre su relación con Laura, mientras que las partes pares, describirán el pasado más inmediato del narrador, un hombre entrado en sus treinta años, divorciado, estudiante de posgrado. La última sección del cuento realiza un salto temporal marcado por la transgresión de Laura cuando el narrador tenía dieciocho años al presente de la enunciación cuando este tiene treinta y cinco años y acaba de ver de nuevo a Laura.

  4. La verdad de las prohibiciones es la clave de nuestra actitud humana. Debemos y podemos saber exactamente que las prohibiciones no nos vienen impuestas desde fuera. Esto nos aparece así en la angustia, en el momento en que transgredimos la prohibición, sobre todo en el momento suspendido en que esa prohibición aún surte efecto, en el momento mismo en que, sin embargo, cedemos al impulso al cual se oponía. Si observamos la prohibición, si estamos sometidos a ella, dejamos de tener conciencia de ella misma. Pero experimentamos, en el momento de la transgresión, la angustia sin la cual no existiría lo prohibido: es la experiencia del pecado.

  5. Según Bataille, verdad universal, a pesar de la dificultad de encontrar un motivo único por el cuál lo sea. Véase el “Estudio IV. El enigma del incesto” en Erotismos.

  6. Tal como lo plantea Aristóteles en la tragedia griega, con la diferencia que no será el héroe quién cometa el acto que habrá de desencadenar el acontecimiento trágico. (Bataille 42-43)

  7. “Cada fin de semana nos encontrábamos en un terreno escampado al sur de la ciudad, cerca de la antigua estación de tren ya clausurada. Hacíamos largas caminatas contabilizando las embocaduras de acero por la avenida industrial, buscando posibles ramificaciones, formas de descenso, obstáculos en el trayecto. Nos alternábamos para realizar pequeñas pruebas sobre lo que nos enfrentaríamos.” (Pedroza 43)

  8. El énfasis es propio.

  9. Énfasis propio.

  10. Gabriela, compañera de la protagonista, acaba de terminar el compromiso con Eduardo después de años de relación, solo para descubrir que este inició una relación con otra a los días, lo que desencadena una serie de ataques violentos cometidos por Gabriela.

  11. Énfasis propio.

  12. “Una tarde, después de la oficina, nos contó que fue a buscarlo a casa de sus padres y lo golpeó apenas le abrió la puerta. Eduardo llevaba marcas profundas de arañazos en su cara. Gabriela comenzó a vigilar sus horarios y sus rutas. Tocaba a su puerta de madrugada, le dejó notas, llamó desde distintos teléfonos. Sin respuesta, una noche rompió la ventana del auto de Eduardo con un bate de béisbol” (82).

  13. Cita la novela de Crímenes imperceptibles (2003) de Guillermo Martínez.

  14. Cabe destacar que es en este pasaje dónde por primera vez se menciona el nombre de la narradora, reforzando la conexión simbólica entre ella, víctima individualizada, y ella, la víctima generalizada del sistema patriarcal. Tomando en cuenta las distintas teorías con las que se ha tratado de explicar la ocurrencia repetitiva de estos feminicidios en Ciudad Juárez, podría aventurarse que al perder su individualidad adquieren una función distinta en el sistema de dominancia masculina- “Medusa and women like her—not owned by the patriarchy—are ideal victims. Destroying them does not challenge male property rights and does not damage those women who serve patriarchal society. Sacrifice of Medusa-women enables the male communal expression of anger and violence that female eros and power provoke” (Bowers 225), de ahí que en términos de violencia sistémica se perpetúen los feminicidios al tiempo que se delega su castigo.

  15. “Bebía whisky en grandes cantidades sin emborracharse” (94), “Llegaba a casa más tarde de lo habitual con aliento a alcohol y las mandíbulas rígidas por la cocaína. Compraba botellas de whisky que vaciaba a una velocidad inusitada para mí” (95), “Cecilia bebía hasta perder el control. Más de una vez extravió su bolsa con las llaves del auto dentro y amenazó a la gente de todo el lugar para recuperarlas. Armaba tal escándalo que los sitios terminaban con balacera y huíamos con la cabeza gacha.” (96)


    Dra. Galicia García Plancarte, Profesora Investigadora de Tiempo Completo desde 2017 en el Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora. Sus líneas de investigación son: Análisis del proceso literario hispanoamericano, Estudios de hermenéutica literaria, Literatura e identidad y Literaturas nacionales.  Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Los retos de la historiografía actual: el caso de la literatura hispanoamericana entre los siglos XX y XXI” publicado en Connotas. Revista de crítica y teoría literarias, n.º 25 (2022) y “La educación como leitmotiv en Simplezas de Laura Méndez de Cuenca” publicado en Siglo XIX, vol. 28 (2022).