ISSN 2692-3912

Los espacios y la reescritura desacralizada de obras literarias españolas en La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo

 

Raquel Villalobos-Lara
Universidad Andrés Bello
villalobos.raquel@gmail.com

Resumen

Este ensayo tiene como objetivo analizar e interpretar la diégesis sobre la cual está construida la obra de Fernando Vallejos, La virgen de los sicarios. Este análisis parte del supuesto de que esta obra se construye a partir de las siguientes oposiciones narratológicas de los espacios: ciudad de arriba y ciudad de abajo; espacio exterior y espacio interior. Más aún estas operan sobre la base de las reescrituras procedentes de la tradición española, tales como Las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique y la Familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela las que aparecen transfiguradas mediante la carnavalización en la obra de Vallejo.

Palabras clave: Reescrituras; Literatura española y colombiana; Tremendismo; Narcotremendismo

 

Abstract

This essay aims to analyze and interpret the diegesis composition of Fernando Vallejos’ La virgen de los sicarios (Our Lady of the Assassins). Part of this work is based on the assumption that this essay is constructed on the following opposing narratologies: uptown and downtown; interior and exterior spaces. These operate within a base of rewriting from the Spanish literary tradition, such as Las Coplas a la muerte de su padre (Coplas on the Death of his Father), by Jorge Manrique, La Familia de Pascual Duarte (The Family of Pascual Duarte) by Camilo José Cela, and are as well altered by the carnivalesque characteristic of Vallejo’s work.

Keywords: Rewriting; Spanish and Colombian Literature; Tremendism; Narcotremendism.

 

 

 

A la memoria de mi maestro, don Eduardo Godoy,
cuya última conversación versó sobre los narcocorridos.

Introducción

La Virgen de los Sicarios (1994) del colombiano Fernando Vallejo muestra una imagen descarnada de Medellín y ha sido considerada como la iniciadora del boom de la narcoliteratura (Vásquez Mejías). Desde su publicación ha sido objeto de variados estudios que abordan desde la violencia del lenguaje, como proyección de la violencia callejera, hostil y permanente (Torres), hasta la disciplinada dedicada a su estudio, la “violentología” (Von Der Walde 222). Es una novela en la que impera el clima velado de una guerra disimulada (Ospina; Salazar; Camacho) y las descripciones de sus escenas son propias de los infiernos dantescos (Fernández), puesto que el mundo descrito y vivido desde su normalidad es el propio infierno (Onell). Se trata de una obra donde impera la desacralización (Jaramillo; Camacho) y en la que el autor, maldito y transgresor (Diaz), fusiona lo demoníaco con lo sagrado, logrando instalarlo en la reproducción del espectáculo melodramático (Hoyos).

Frente a este panorama de los estudios ya realizados sobre la novela de Vallejo, este ensayo pretende contribuir a la discusión desde la reescritura que la novela colombiana realiza de obras literarias españolas, tales como las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique y el tremendismo presente en la Familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela. Para efectos de este ensayo, la reescritura la entenderé como un diálogo voluntario, que se realiza exprofeso y que establece una dependencia entre dos textos: el original y el texto con el cual dialoga. Este último complejiza la relación con su modelo original, al incluir y variar elementos constitutivos del primero, pero en el caso que se analizará, el resultado tiende a la desacralización y carnavalización del modelo, es decir, elimina su carácter sagrado para degradarlo hasta reducir al mínimo sus cualidades.

 

Desacralización y reescritura de las obras literarias españolas

El narrador de esta novela se ha convertido en un verdadero cronista de la ciudad que describe la vida y las costumbres de sus habitantes. Critica, cuestiona y provoca con la experiencia de un hombre maduro que regresa después de treinta años a esta ciudad en la que impera la violencia como un nuevo orden social.  En extenso, la novela de Vallejo nos presenta un espacio literario y social dominado por categorías subvertidas, que rigen tanto el hacer y quehacer de la vida de los habitantes de Medellín, como también la propia estética narcoliteraria impuesta en la novela. La desacralización toma cuerpo y forma a través de la carnavalización: profana los rituales católicos y litúrgicos; los antivalores más bajos salen a la luz y se normalizan en el diario vivir. Además, une lo sagrado y lo profano en un acto religioso y piadoso al unísono.

El narrador protagonista, Fernando, recorre las calles de una ciudad que ya no le pertenece- según sus palabras- pues él es un extraño en su país; la pobreza, los asesinatos y la muerte adquieren el estatus de leiv motiv en la obra y se constituyen en la cotidianeidad del vivir. Con un lenguaje arrogante y soberbio, el narrador interpela al lector, aludiendo a que este no sabe nada, por lo tanto, él deberá explicarle todo. En este sentido, el narrador, Fernando, se convierte en el guía y los lectores en los turistas que lo acompañan en el tour por la violencia y por la ciudad. Sin embargo, pese a que el narrador se convierte en un guía, este siempre se reconoce como un extranjero en su país. Por lo tanto, este guía tendrá más bien un rol limitado en el recorrido por la ciudad, porque los verdaderos guías son los jóvenes sicarios, Andrés y Wilmar.

La obra tiene como su epicentro geográfico la ciudad de Medellín. En este escenario se establece desde ya una relación directa con la tradición literaria española. La denominación de la ‘falda de la ciudad’ de Medellín, como “Manrique Oriental” (107), hace recordar lo que el poeta español del siglo XV, Jorge Manrique, escribía en su elegía a su padre: la fugacidad de la vida a través del tópico Ubi Sunt. ¿Dónde están …? Se pregunta por quienes la muerte a invitado a danzar. El tópico medieval de la Danza de la Muerte que aparece en las Coplas de Manrique confirma que la muerte es una instancia democratizadora: todos, sin excepción, son llamados a danzar. Del mismo modo, Vallejo enumera a varios personajes para que integren esta danza y lo hace de la misma forma que en el poema medieval: “Basuqueros, buseros, mendigos, policías, ladrones, médicos y abogados, evangélicos y católicos, niños y niñas, hombres y mujeres, públicas y privadas, de todo probó el Ángel, todos fueron cayendo fulminados por la mano bendita, por la espada de fuego” (103).

La muerte es inminente y la fugacidad de la vida aparece en ambas obras. Sin embargo, la nueva lectura que impone Vallejo de la obra de Manrique, lo separa considerable de la elegía escrita al padre del soldado: Vallejo ríe, desacraliza y profana esta imagen de la fugacidad de la vida, pues a él no le inquieta: “…me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar” (39). En un ambiente como Medellín, la muerte ya se vuelve una cotidianidad: existen carteles que prohíben tirar cadáveres y al saludo tradicional ‘Hola ¿cómo estás?’, le sigue “Yo ya te hacía muerto” (106).

Entonces, para seguir viviendo hay que avivarse. Así lo señala Jorge Manrique en el inicio de las Coplas a la muerte de su padre: “Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte / contemplando/ cómo se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando […]” (Godoy 37). Pareciera ser una máxima obvia: avivarse para vivir. Obviedad que pierde todo sentido en una sociedad que está en permanente agonía y en la que se ha vuelto normal convivir y danzar con la muerte.

La ubicación geográfica y espacial adquiere una nueva resignificación a la luz de la reescritura que establece con obras españolas con las que dialoga. Así se evidencia en los espacios y sus denominaciones y la situación en la que se ubican la ciudad de arriba y la de abajo, los espacios interiores y los exteriores.

 

Ciudad arriba y ciudad abajo; espacios exteriores e interiores

La configuración de los espacios en la novela se evidencia en la distribución de la ciudad de Medellín: la ciudad de arriba y la ciudad de abajo. Bajo la denominación de un mismo nombre, se encuentran en la obra dos ciudades muy diferentes:

la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero. La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar. Quiero decir bajan los que quedan vivos, porque la mayoría allá arriba, allá mismo, tan cerquita de las nubes y del cielo, antes de que alcancen a bajar en su propio matadero los matan. (82)

El narrador denomina a la ciudad de abajo Medellín y la de arriba, Medallo[1]. Contrariamente, los barrios altos (desde el punto de vista geográfico) son los barrios más bajos (socialmente hablando), como por ejemplo Aranjuez: “un barrio alto pero muy bajo: alto en la montaña y bajo en mi consideración social” (43). Ni siquiera estar cerca del cielo da certeza ni posibilidad de acercarse a la divinidad, pero si así fuera, es preciso recordar que Dios, en este mundo carnavalesco, es el mayor gestor de la maldad de la tierra.

El narrador se mantiene en la ciudad de abajo, salvo en la escena cuando sube a ver a la madre de Alexis, después de ser asesinado. Así describe la miseria que ve a su alrededor: “Vi al subir los “graneros”, esas tienduchas donde venden yucas y plátanos, enrejados ¿para que no les fueran a robar la miseria? Vi las canchas de fútbol voladas sobre los rodaderos. Vi el laberinto de las calles y las empinadas escaleras. Vi abajo la otra ciudad, en el valle rumorosa” (86). La ciudad de arriba es la ciudad infernal. Cuando Fernando sube al infierno, el autor subvierte el tópico del descenso a los infiernos de Dante. Pues acá, el infierno está arriba, cerca del cielo, cerca de Dios y, por lo tanto, lo que hace Fernando es ascender al infierno.

Existe una evidente relación con Dante y su Divina Comedia (Fernández). Vallejo, a través de motivos escatológicos, ha logrado crear una interesante estética en donde la muerte y el odio se transforman en los entes principales de la acción. La ciudad descompuesta y degradada de Medellín responde al también carácter escatológico planteado por Dante en el capítulo del Infierno. En el dintel de la entrada al Infierno (Canto III) está escrito:

Por mí se va la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se llega al lugar en donde moran los que no tienen salvación; la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo a la Divina Potestad, la Suprema Sabiduría y el primer Amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza! (Canto III).

Cabe preguntarse, entonces, ¿no sería esta la inscripción más apropiada que debería estar también en la puerta del infierno de Medellín, en Manrique? Pues así lo describe Fernando: “En Manrique (y lo digo por mis lectores japoneses y servo-cróatas) es donde se acaba Medellín y donde empiezan las comunas o viceversa. Es como quien dice la puerta del infierno aunque no se sepa si es de entrada o de salida, si el infierno es el que está p’allá o el que está p’acá, subiendo o bajando” (108).

Emulando el río por el que navega Caronte, que lleva y cruza las almas a sus respectivos círculos, en la novela de Vallejo se menciona al Cauca. Es el río más importante de Colombia y tiene una simbología que va de acuerdo con la temática del narcotráfico: felizmente (y eso lo hace saber el narrador) tiene una ‘u’ en medio de ‘Ca – ca’. Felizmente, porque de lo contrario sería, escatológicamente hablando, el río de los excrementos y las deposiciones. Asimismo, el río también podría tener otra lectura a la luz de las Coplas de Jorge Manrique: la imagen de un río que va a dar a la mar, que es el morir, pero en la imagen del Colombia adquiera otro cariz, para nada épico: “[…] el Cauca sigue fluyendo, fluyendo, fluyendo hacia el ancho mar que es el gran vertedero de desagües […] Lo estoy pensando en versos de arte mayor, en alejandrinos de catorce sílabas que me salen tan bien” (35-36). Jorge Manrique escribió su recordada elegía en sextillas de pie quebrado, octosilábicas. Vallejo intenta utilizar esta compleja versificación para dar a conocer las muertes acaecidas como consecuencias del ambiente narco.

El narrador habla del Cauca a propósito de la imposibilidad de subir a los barrios sin escoltas porque lo matan o lo ‘bajan’:

Y bajado el fierro le bajan los pantalones, el reloj, los tenis, la billetera y los calzoncillos si tiene o trusa. Y si opone resistencia porque éste es un país libre y democrático y aquí lo primero es el respeto a los derechos humanos, con su mismo fierro lo mandan a la otra ribera: a cruzar en pelota la laguna en la barca de Caronte. Usted verá si sube (31).

Otra irónica paradoja que responde al mundo al revés que impera en aquella sociedad: el respeto a los derechos humanos. En la sociedad en decadencia que nos presenta Vallejo, la barca de Caronte, que cruza el Cauca, está en una profunda degradación y desacralización.

Siguiendo los nueve círculos del Infierno de la Divina Comedia, pareciera que Fernando está siempre en el segundo círculo del Infierno, bajo el yugo de Minos, el cual impone como castigo perpetuo mantenerse errantes a aquellos que están en este círculo. Fernando y los sicarios son transeúntes que insoslayablemente están deambulando por la ciudad / infierno.

El eje de análisis en cuestión, arriba – abajo, también es posible aplicarlo en los espacios en los que se mueve Fernando: el apartamento y la calle. Dicotomías opuestas que también están en correlación con el arriba y el abajo. Desde las alturas de su departamento el narrador contempla la ciudad “como si fuera un dios. Cuando desciende a la calle, sin embargo, se mezcla con la multitud y readquiere su cuerpo” (Corbatta 697). Cuando está en la calle y con los pies en la tierra, vuelve a las prácticas cotidianas de la acción.

Mirar o situarse en lo alto, en una especie de atalaya, es un recurso que permite una cierta distancia, tal como lo utilizó el escritor español Mateo Alemán en su obra Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana (1604). El Guzmán es un personaje de bajeza moral que sigue la senda de los pícaros. Él ve, desde su metafórica atalaya, los vicios y la cruda e irremediable maldad humana. El situarse en la altura y mirar hacia abajo, le permiten describir el mundo hostil del pueblo y de los que habitan en él desde una posición de superioridad. El narrador de esta novela pícara posee una visión ácida y crítica de la sociedad, provocando, además, un desolador vacío en el lector sin dejar opción alguna de redención de los sujetos. Lo mismo sucede en la obra de Vallejo. Ni Fernando, ni los sicarios, tienen alguna opción. Situándose arriba o abajo, el único camino es la muerte, esa la única alternativa que se ofrece como futuro y, paradojalmente, como opción de vida.

Siguiendo con Guzmán de Alfarache es posible establecer un diálogo en torno a la visión pesimista que igualmente existe en la novela colombiana. Así describe el pícaro Guzmán el mundo que lo rodea, imagen que se proyecta perfectamente casi 400 años después en la obra de Vallejo: “Todo anda suelto, todo a priesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón y la araña para la culebra, que hallándola descuidada se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz la aprieta fuertemente, no apartándose de ella hasta que con su ponzoña la mata” (Cap. IV; I parte; Libro II). El narrador lo confirma: “Colombia es un serpentario. Aquí se arrastran venganza casadas desde generaciones […]” (35); y “a las serpientes venenosas hay que quebrarles la cabeza: o ellas o uno, así lo dispuso mi Dios…” (50).

Frente a los espacios de la dicotomía arriba – abajo aparecen los espacios exteriores e interiores. El primero es el espacio público que está plagado de muertes, de asesinatos, de ruidos provenientes de los íconos de los mass media y de las balas que zumban constantemente hasta crear una atmósfera incomprensible. Frente al espacio exterior, se encuentra el espacio interior, en el que aparentemente se anida cierta paz. Cuando el espacio interior de su departamento es invadido por la casetera, Fernando no encuentra más remedio que tirarla por el balcón. Simbólicamente lanza el ruido al exterior, porque el ruido tradicionalmente les corresponde a los espacios exteriores. Fernando trata imperiosamente de seguir este supuesto orden. Sin embargo, el ruido finalmente lo invade y termina expulsándolo metafóricamente al exterior, “el televisor de Alexis me acabó de echar a la calle” (23).

Su espacio interior (tanto físico como espiritual) termina siendo invadido por el ruido estridente del exterior: “Brisa no entraba porque brisa no había, pero sí la música, el estrépito, del hippie de al lado y sus compinches, los mamarrachos” (25). A pesar de todo, a ratos su apartamento logra convertirse en un espacio atemporal, una especie de isla en medio de la ciudad: “En lo alto de mi edificio, en las noches, mi apartamento es una isla oscura en un mar de luces” (31). Los espacios interiores de los recintos que componen la urbe aparecen recurrentemente en la obra: el interior de los taxis, los cuartos/ dormitorios, las iglesias y, como no, la morgue.

En el interior de los taxis el narrador exige a los choferes bajar el volumen de la música, de lo contrario son asesinados. Su placer es viajar en silencio entre medio del ruido: “¡Qué delicia viajar entre el ruido en el silencio! El suave ruido de afuera entraba por una ventanilla del taxi y salía por la otra purificado de agresiones personales, como filtrado por el silencio” (50). Detesta el ruido, porque “es la quemazón de las almas” (57). La música no es admitida, pues interrumpe incluso a la muerte, ejemplo de ello es cuando el ángel exterminador asesina al guardia del mausoleo-discoteca, aquél que custodiaba la casetera que tocaba los vallenatos. No obstante, la principal justificación para darle muerte no fue la música, sino que por haberlo mirado sin ninguna intención. Sea cual fuese el caso, esa mirada también invadió su íntimo espacio, su espacio interior. Es también en un cuarto, en un espacio cerrado, donde conoce e inicia las relaciones con su amante: “el cuarto de las mariposas” (10). No es casual utilizar esta denominación: el uso de las mariposas proviene el concepto eufemístico mariposón, palabra despectiva para individualizar al homosexual.

El interior de las iglesias, por su parte, otorga una aparente pasividad. A estas recurre para encontrar “paz, silencio en la penumbra” (52). Pero, en este mundo al revés, son las iglesias el lugar preferido por los delincuentes, ahí se encuentran amparados en la paz del lugar que les permite fumar marihuana, comercializar drogas, armas y tranzar sus delitos amparados bajo la atenta mirada del Señor Caído y María Auxiliadora. Si se comparan con el nombre de estas imágenes propias de la cristiandad, los sicarios caen y son auxiliados por estas manos santas.

Otro espacio interior en el que la calma impera es la morgue. En efecto, en el espacio de los muertos se encuentra la verdadera calma, ahí nadie entra a violarla ni a alterarla. Esta tranquilidad y serenidad llega incluso a la voz del propio narrador, puesto que es el único momento que Fernando narra en tercera persona, distanciándose del relato porque “necesita ser narrado” (Isola 294), al contrario de lo que sucede en el resto de la novela.

 

Narcotremendismo: Camilo José Cela y Fernando Vallejo

“Es que la sangre parece como el abono de tu vida…

Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza como son fuego, y con fuego grabas conmigo morirá”

(Cap. 15. La Familia de Pascual Duarte)

La aplicación del tremendismo a la realidad del narcotráfico colombiano ya ha sido estudiada ampliamente por Camacho, por lo tanto, me limitaré a establecer un diálogo entre una de las obras más representativa del tremendismo español La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela y La Virgen de los sicarios.

Para el crítico José Ortega la corriente del tremendismo pudo nacer a la luz de las circunstancias históricas literarias de la postguerra civil española. Se trataba de una época en el que el ambiente general estaba muy familiarizado con las tragedias, los horrores y la brutalidad de la vida española. Un ambiente crudo que se ve expuesto de una manera exagerada e irracional, en donde la muerte, trágica y despiadada, impera en ese nuevo orden social y moral de la postguerra. En consecuencia, los receptores y lectores de este periodo fueron los “idóneos para absorber relatos sangrientos, y Cela se los proporcionó” (Ortega 27).

El tremendismo, señala Camacho, permitió abordar los horrores y “la podredumbre física y moral de una sociedad que seguía mostrando a sus muertos como un botín de guerra” (211). El tremendismo describió a una sociedad desquiciada, ahí los muertos eran el resultado de la violencia gratuita. Situación que no dista de lo que sucede en las descripciones de las innumerables muertes en la obra colombiana.

En el contexto del tremendismo y la narcoliteratura, las relaciones hipertextuales y el diálogo entre Cela y Vallejo son evidentes: Cela narra la brutalidad experimentada durante la Guerra Civil Española en un ambiente que, por las circunstancias vividas durante este período, era posible desarrollar. Vallejo, por su parte, crea una novela que se genera también a consecuencia del conflicto social del narcotráfico y de las muertes igualmente injustificadas. En consecuencia, frente al tremendismo español, es factible hablar de narcotremendismo (Camacho) para referirse a la literatura que indaga las complejas formas del narcotráfico.

El ambiente tremendista en la novela de Cela se evidencia por “el reflejo de la violencia de la que habían sido testigos los personajes de la novela en los inmediatos años de la Guerra Civil” (Ortega 2). El narrador protagonista de la novela española, Pascual Duarte, describe de esta manera el escenario tremendista: “Se mata sin pensar, bien probado lo tengo; a veces, sin querer. Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre la navaja, y con ella bien abierta se llega, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo […] Sobre la cama está echado el muerto, el que va a ser el muerto” (Cap. 12). La anterior cita bien podría corresponder al escenario en el que se mueve Fernando en Colombia, casi medio siglo después.

Para entender la obra de Cela se debe poner especial atención a los paratextos de la novela, ya que estos son los que colaboran en la construcción de la interpretación de la obra. Su protagonista, Pascual Duarte, narra desde un presente el pasado con el propósito de justificar su estado actual: está detenido y condenado a muerte por haber asesinado a un patricio, dato que se explicita exclusivamente en el epígrafe de la novela. Aparentemente es un detalle, ya que solo se le menciona en esta ocasión y en una oración. El protagonista no está condenado por todas las otras muertes directas en las que estuvo involucrado. ¿Cómo se explica aquello? Simple, más vale la muerte de un patricio que todas las de la plebe.

En el primer capítulo de la obra española, Pascual Duarte describe la situación vivida con su mascota, la Chispa, una perra perdiguera. Un día cualquiera, la conducta de su mascota cambió. Ya no se comportaba como era su naturaleza, su mirada tierna y fiel había cambiado a una mirada inquisidora. Esto le provocó una pesadumbre, pues esta misma mirada le recordaba la recriminación que había recibido de las mujeres (su madre, su mujer, Lola, y su hermana, Rosario) que lo culparon por la muerte de su hijo Pascualillo, hecho narrado posteriormente en el capítulo X:

La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría […] un temblor recorrió todo mi cuerpo […] La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas […] Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra (Cap. 1).

Por su parte, Fernando también siente la mirada inocente, pero en este caso, de un perro: “El perro me miraba. La mirada implorante de ojos dulces, inocentes, me acompañarán mientras viva, hasta el supremo instante en la que Muerte, compasiva, decida borrármela” (77). Frente a la mirada del perro, Pascual es violento, en cambio Fernando siente compasión cuando los animales son las víctimas. Las únicas almas que parecieran irse al cielo son los perros. Cuando encuentra a un perro moribundo en la quebrada y luego de dispararle, para que no sufriera, reflexiona: “[el perro] cuya almita limpia y pura se fue elevando, elevando rumbo al cielo de los perros que es al que no entraré yo porque soy parte de la porquería humana” (77). Esta es la sentencia de Fernando: los únicos que merecen su respeto son los animales; no los humanos.

La mirada del cuerpo inerte es un tema recurrente en la obra de Vallejo. A propósito de los muertos a los que se les quedan los ojos abiertos, el narrador nombra al poeta Antonio Machado “el profundo” (41) y explica que, aunque uno vea ojos, no son ojos porque el muerto ya no puede ver. Por misericordia, a uno intentó cerrarle los ojos, no obstante, se le volvían a abrir como a los muñecos. Los versos de Machado a los que hace alusión son los que pertenecen a Proverbios y Cantares CLXI: “El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas. / Es ojo porque te ve” (CLXI); y “Los ojos porque suspiras / sábelo bien / los ojos en que te miras / son ojos porque te ven” (XL).

Hay una simpatía en la obra de Vallejo hacia los animales, especialmente hacia los caballos de Medellín. Fernando se exaspera cuando ve a un carretillero que es tirado por su caballo: “Los caballos no tienen por qué trabajar, el trabajo lo hizo Dios para el hombre, hijueputa” (75). Y por el disparo de Alexis, el caballo fue libre porque su dueño cayó muerto. De esta manera Fernando reconoce el aprecio por los animales: “[…] los animales son el amor de mi vida, son mi prójimo, no tengo otro, y su sufrimiento es mi sufrimiento y no lo puedo resistir” (75).

En cambio, en el tremendismo puro, la relación con los animales es cruel y despiadada. Tremendistamente actúo Pascual contra la yegua que descabalgó a su mujer y provocó la muerte de su hijo. Pascual no dudó en hacerle pagar a la yegua la muerte de su hijo: “[…] Me eché sobre ella y la clavé; la clavé lo menos veinte veces…Tenía la piel dura […] Cuando de allí salí saqué el brazo dolido; la sangre me llegaba hasta el codo. El animalito no dijo ni pío; se limitaba a respirar más hondo y más de prisa, como cuando la echaban al macho” (Cap. 9).

El tremendismo de Cela nos presenta a personajes inhumanos e indiferentes frente a las desgracias y el dolor ajeno; el narcotremendismo de Vallejo también, aunque las muertes derivadas de los asesinatos cometidos por el propio Pascual van aumentando progresivamente en crueldad. Así termina la escena cuando inquiere a su esposa, Lola, por un hijo que no es suyo: “Estaba muerta, con la cabeza caída sobre el pecho y el pelo sobre la cara…Quedó un momento en equilibrio, sentada sobre estaba, para caer al pronto contra el suelo de la cocina, todo de guijarrillos muy pisados…” (Cap. 15).

Asimismo, describe la muerte del Estirao, sobrenombre del personaje Paco López, quien deshonró a su hermana y dejó preñada a su esposa, Lola: “Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte … La carne del pecho hacía el mismo ruido que si estuviera en el asado… Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza –sin fuerza- para un lado…” (Cap. 16).

Y el asesinato contra su propia madre lo narra de esta manera: “Fue el momento mismo en que pude clavarle la hoja en la garganta… La sangre corría como desbocada y me golpeó la cara. Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos” (Cap. 19). El sacrificio del cordero. De ahí el título de la obra, La Familia de Pascual Duarte: solo se pude llamar familia por los lazos sanguíneos entre sus integrantes; la muerte de Jesús coincide con el sacrificio de los corderos pascuales; la muerte de la madre se expone como sacrificio o también cabe preguntarse si el propio Pascual se sacrifica en el mundo tremendista.

Las muertes siempre están presentes en el acontecer de Pascual Duarte y en la narcoliteratura. Cuando nació su hermano menor, Mario, su padre estaba encerrado porque había sido mordido por un perro contagiado con rabia.  Cuando fueron a sacarlo lo encontraron

arrimado contra el suelo y con un miedo en la cara que mismo parecía haber entrado en los infiernos. A mí me asustó un tanto que mi madre en vez de llorar, como esperaba, se riese, y no tuve más remedio que ahogar las lágrimas que quisieron asomarme cuando vi el cadáver, que tenía los ojos abiertos y llenos de sangre y la boca entreabierta con la lengua morada medio fuera (Cap. 4).

En la obra tremendista el ser humano aparece degradado hasta la animalización. Caso extremo que no se identifica con las descripciones explícitas de las muertes que ocurren en la cotidianidad de la obra de Vallejo. No obstante, el ambiente sigue siendo de pesadumbre y ruindad humana. La nula humanidad entre ambas obras queda patente en la idea del nulo concepto positivo de la maternidad. Vallejo describe con frialdad cuando un taxista, herido de muerte, choca con un poste llevándose a su paso a una “señora embarazada y con sus dos niñitos, la cual ya no tuvo más, truncándose así la que prometía ser una larga carrera de maternidad” (48).

El diálogo con la obra de Cela queda patente: aquí también se truncan la maternidad de su propia madre, de su hermana y de su esposa. La madre de Pascual nunca cumplió con su rol maternal.  Así se describe la corta vida del hermano menor de Pascual, Mario, que “tonto había nacido, tonto había de morir” (Cap. 4). Tenía 10 años, se arrastraba por el suelo como culebra y hacia ruidos cono rata. En sus últimos días, le salió un sarpullido en el trasero que le dejó las carnes vivas y, como si fuese poco, le devoró las orejas un guarro. Pasaba sus días por el suelo y comiendo lo que le tiraban. Su vida termina cuando el amante de su madre le da una patada por haberlo mordido. Después de esta escena “la criatura se quedó tirada todo lo larga que era y mi madre – le aseguro que me asusté en aquel momento que la vi tan ruin – no lo cogía y se reía haciéndole coro al señor Rafael” (Cap. 4).  Lo que se esperaría de una madre, queda degrada en la obra tremendista. Solo existe un haz de ilusión positivo cuando su hermana recoge del suelo al pequeño Mario, “aquel día me pareció más hermosa que nunca […]” (Cap. 4), decía Pascual. Acto seguido, la madre retoma su rol y lo acunó en su regazo “y le estuvo lamiendo la herida toda la noche, como una perra parida a los cachorros” (Cap. 4).  Este es el único momento de esperanza, cuando la humanidad sale a flote y permitió, en el caso del personaje tremendista, sonreír en el último instante antes de su muerte.

En ambas obras, pareciera que los pobres no tiene cabida ni mucho menos oportunidad de seguir existiendo, se procura que no se sigan reproduciendo, por eso la animadversión hacia las parturientas. Pascual Duarte señala: “¿Estar siempre pariendo por parir, criando estiércol?” (Cap. 15). Precisamente, esta es la justificación que tiene Fernando para apoyar el asesinato de las mujeres embarazadas: “estas putas perras paridas que pululan por todas partes con sus impúdicas barrigas en la impunidad más monstruosa” (64). Para Fernando, la única razón para dejar preñada a las mujeres es con el fin de tener un hijo que pueda vengar al padre.

En consecuencia, Fernando anula a las mujeres en una posible relación y sostiene que “la relación carnal con las mujeres es el pecado de la bestialidad” (18), por eso prefiere la relación homosexual, ya que, por un lado, evitaría la reproducción de la especie, pero por el otro, lo dejaría sin descendencia para vengar su muerte. Las mujeres (o más bien, su rol maternal) son repudiadas en ambas novelas. Basta recordar el primer encuentro sexual entre Pascual y Lola: fue en la sepultura, sobre la tierra aún blanda en la que habían enterrado recién a su hermano.

Los niños tampoco tienen lugar ni en el tremendismo ni en el narcotremendismo; para terminar con la delincuencia es preciso exterminar la niñez: Mario muere después de la patada; mueren también los dos hijos de Pascual, uno abortado y el otro, Pascualillo, a los pocos meses de vida. En la novela de Vallejo, los niños tampoco logran sobrevivir por mucho tiempo y los que sí lo hacen, ya a los doce años son considerados viejos, quedándoles “tan poquito de vida…” (28).

Finalmente, la sangre tiñe y se escurre en cada escena de la obra española. Frente a los crímenes cometidos por Pascual, su esposa le recrimina: “Es que la sangre parece como el abono de tu vida” (Cap. 15). Sentencia que pareciera ser el grito de batalla del narcotremendismo de Vallejo. El sicario vive para asesinar; la sangre vertida se transforma en el acicate que permite las acciones cotidianas del diario vivir. El morir y el matar, sin importar a quién (sean estos niños, mujeres, taxistas, delincuentes, policías, sicarios, etc.), se convierten en el hilo conductor de la diégesis de la novela.  Matar y morir gratuitamente es la bandera de lucha de estos “héroes revesados” (Salinas).

En la novela colombiana se describe “Parir y pedir, matar y morar, tal su miserable sino” (84); y la española el narrador confiesa: “Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no aguantamos el mirar; nos duele la conciencia, pero ¡no importa!, ¡más vale que duela! Nos escuecen los ojos, que se llenan de un agua venenosa cuando miramos fuerte […]” (Cap. 19).

Una y otra, hablan de la degradación con cruda irreverencia. ¿Por qué se llegó a esto?  Tratando de responder a esta pregunta, Pascual Duarte inicia su novela, cual confesión, con la siguiente justificación: “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo” (Cap. 1). Es decir, el sujeto no es malo solo por su naturaleza, sino que responde a lo que sociedad hizo de él. En cambio, en la novela colombiana, el narrador sentencia al sujeto por el solo hecho de haber nacido, sin la oportunidad de redimirse: “Aquí nadie es inocente, cerdos. Lo matamos por chichipato, por bazofia, por basura, por existir” (28). En resumen, paradojalmente la muerte es la justificación su existencia.

 

Aparente cierre (o para seguir discutiendo)

El autor, Fernando Vallejo, baja del pedestal a las figuras canónicas para vestirlos y travestirlos con otros ropajes. Este procedimiento le permite ser coherente con la descomposición del lugar. Como en un carnaval, subvierte los órdenes y entroniza al sicario como el verdadero rey que gobierna la ciudad, un monarca que es custodiado por su séquito y por sus damas de honor: la muerte y la violencia.

La novela se convierte en un desafío permanente al lector desde el principio hasta el final. El autor provoca al receptor puesto que intencionalmente establece relaciones y diálogos con otras obras literarias de las que se nutre y desacraliza constantemente. El narrador pretende que el lector despeje las incógnitas de estas relaciones, para eso necesita que esté atento y activo. Incluso pretende que, nosotros, los lectores nos pongamos de su lado, seamos sus cómplices o sus camaradas.  Esta obra no es para el receptor pasivo, ese que se limita a contemplar sentado en un cómodo sillón el devenir del relato. No, la obra ataca y ‘dispara’ con sus hipertextos y obliga a que el lector interprete y esté atento para esquivar ‘las balas’, metafórica y simbólicamente hablando, claro está.

 

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[1] Es importante advertir que el mismo narrador expone una degeneración del lenguaje: Medellín, Medallo y Metrallo (46). Por extensión a ‘Metrallo’ se propone la expresión ‘metralla’. Esta última es definida por el DRAE como la “munición menuda con que se cargan las piezas de artillería, proyectiles y bombas, y actualmente otros explosivos; el conjunto de cosas inútiles o desechadas; conjunto de pedazos menudos de hierro colocado que saltan fuera de los moldes al hacer los lingotes” [https://dle.rae.es/?id=P81LtAD]. Así es, la ciudad está integrada por personas ya cosificadas, inútiles y por individuos desechados y desechables. Y en este contexto, son las municiones las que alimentan las armas de estos personajes también desplazados e inservibles.

 

 

Raquel Villalobos Lara. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánica, Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Doctora en Literatura Chilena e Hispanoamericana de la U. de Chile (becaria Conicyt). Profesora asociada de Literatura en el Departamento de Castellano de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. Imparte docencia en pregrado y postgrado en diversas universidades en los cursos de lenguaje y didáctica del lenguaje, metodología, seminario y guía de tesis de pre y posgrado. Responsable del proyecto de investigación en torno al libro, la lectura y/o escritura del Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio del Gobierno de Chile., folio 537370. Ha participado en diversos congresos nacionales e internacionales sobre sus temáticas en estudio. Actualmente, sus líneas de investigación son innovación y estrategias interculturales en el área de lenguaje.