San Diego, 8 de julio de 2019
Es la hormiga feroz, viajera y solidaria
que teje el mundo con el empuje de sus patas.
Es la hormiguita bimilimétrica que anteayer
dejó la Amazonía para hacerse un hueco
a patadas y dentelladas por las grietas y caminos
de varias islas y cuatro continentes.
En los artículos científicos y en las noticias de los diarios
la llaman la terrible hormiga invasora,
la belicosa hormiga argentina,
la humilde Linepithema.
En nuestra casa, son las hormiguitas que viven en el cañón
y que pululan por las esquinas del baño y la cocina.
Un grupo de investigadores japoneses afirma
que la enormidad de su población
sólo es comparable a la de las sociedades humanas
y que su propagación por el planeta está ligada
a las rutas incontables de nuestra especie.
Se sabe que forman megacolonias de miles de kilómetros
(ya atan las costas de California, Nueva Zelanda,
Japón y el Mediterráneo con su ordenado bullicio
y los recios hilos de su trillonario tránsito).
También se sabe que hay muy poca variación genética
entre grupos diferentes y que, a diferencia de otras hormigas,
raramente atacan a miembros de otras colonias de su misma especie.
Con estos intercambian residencias y comparten caminos,
protegen al pulgón y chupan su dulce ligamaza.
A las hormigas de otras especies las expulsan a dentelladas.
Los anarquistas del principio del pasado siglo
las verían como un modelo de mutualismo,
trabajo solidario y acción revolucionaria.
Otros hablarían de su éxito al aprovechar ciertas ventajas
evolutivas dentro de un mundo globalizado
definido por la competencia feroz entre todos los seres.
Pero no busquéis aquí, amigos, símbolos ni modelos de nada.
Aquí solo encontrareis lo irreductible, lo inefable, lo pasmoso:
hormigas tan solo,
mínimas hormigas,
las voraces y humildes linepithemas:
pequeños insectos de cuerpo trillonésimo
que tejen y empujan
la esfera viva del mundo
con sus ínfimas querencias
y su inquieto caminar.
Un día aparecieron algunas en la cocina,
entre la cafetera y los botes de legumbres.
Tras un breve debate (en el que la higiene venció
a la hospitalidad y al respeto por la vida) decidimos
comprar unos cebos con un líquido transparente
—límpido y venenoso rocío de miel—
que las atraería por millares, se les pegaría a las patas
y acabaría con sus nidos.
Efectivamente, después de unas semanas
abandonaron la ruta de las legumbres
y aparecieron en el baño de arriba, junto al váter.
Recuerdo haber limpiado algunas docenas de cadáveres
que Alba dejó en su descuidado caminar de dos años.
Belén me comentó que en una página web
un usuario de los cebos narraba su experiencia
con el producto en forma de extensa crónica de guerra.
Repetimos el proceso —el debate, el cebo, el acarreo—
y, una vez más, se fueron y volvieron
por otra ruta que quizá era la misma.
Desde entonces las ignoramos.
Esta mañana una transitaba por el lavabo
mientras me lavaba los dientes.
Hace una semana otra recorría la rodilla de Luna.
Junto a la puerta de la calle
brotan a borbotones desde una grieta en el suelo.
Daniel Ares-López nació en el Barrio del Puente de la ciudad de Lugo (España) en 1978. Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de Compostela-Lugo (España). Desde el año 2006, vive y trabaja en Estados Unidos. Se doctoró en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Wisconsin-Madison y actualmente es profesor en el Departamento de Español y Portugués de San Diego State University en San Diego (California).
El cuaderno mundano (de próxima aparición) es su primer libro de poesía y el primer volumen de un proyectado ciclo de eco-poesía y escritura creativa ambiental.