Era desde la ventana de la cocina donde Martha podía percibir todo lo bueno y todo lo malo que sucedía en el mundo. Se encontraba lavando una cazuela donde había guardado los restos del menudo que había recalentado en el microondas para el almuerzo de Vicente —su marido—, y. aún quedaban más trastos por lavar. En eso estaba, cuando Lerae entró a la casa, por la puerta de enfrente, como bólido —directo hacia el baño— con una velocidad tal, que, entre el portazo de la puerta de malla de alambre del frente de la casa y el azotón de la puerta del baño, sólo transcurrieron un par de segundos.
—¡Sí llegooooooo! —gritó Lerae, produciendo su propio efecto Doppler.
«¿Y esta que se traerá?», pensó Martha, cuando instintivamente dejó la cazuela y se dirigió a la puerta de la entrada. A través de la malla mosquitera pudo ver a Chupi, vestido en pañal y botas vaqueras, sentadito en el pasto, dándole de golpes a una de las Barbies, descabezadas de Lerae, con un mazo de madera de juguete, absorbiendo, como cactácea, el sol de ese día de verano en Las Cruces, Nuevo México, en medio del desierto Chihuahuense, exactamente a setenta kilómetros al norte de la frontera con México.
* * *
Llevaban dos años ya de vivir en las Cruces. Vicente había obtenido una beca del gobierno de México para realizar sus estudios de posgrado en fisiología vegetal en el cultivo de algodón. Se habían instalado en una casita del married student housing, que proporcionaba la universidad estatal de Nuevo México a un costo bastante razonable que incluía sala, cocina, baño y dos minúsculas recámaras. Una recámara para Martha y Vicente y la otra para los escuincles: Marthita, Lerae y Chupi. La quietud de las noches atiborradas de estrellas eran una perenne invitación a todo tipo de ovnis —como en el legendario Roswell, a unas horas hacia el oriente de Las Cruces—, que solo era quebrantada por el ruido de los frenos de aire y los escapes de los trailers, que pasaban a unos cientos de metros de la casa, rumbo al noroeste, en este particular tramo de la carretera interestatal número diez.
* * *
Martha se sentó en el diminuto escalón de la entrada para echarle un ojo a Chupi en lo que Lerae salía del baño. Inesperadamente, con el rabillo del ojo, Martha advirtió una silueta que se perfilaba en la esquina de la cuadra. Era un hombre menudo, delgado y calvo, pero de gran y tupido bigote. Súbitamente, Martha asoció esa figura con la de un Billy The Kid fantasmal que venía a fajarse en un duelo bajo el sol desértico, como los habían llevado a cabo unos cien años atrás en ese mismo terreno. El hombre llevaba un paso apresurado y parecía venir hablando consigo mismo. Un instante después, apareció detrás del hombre un niño —un pequeño clon del hombre— cuyo lloriqueo Martha percibió. De repente, el hombre se volteó y le gritó unas palabras ininteligibles al niño. Este se detuvo al instante y se regresó corriendo de donde venía, aullando. Martha por fin reconoció a Majmud —pakistaní, el papá de Hadid, quien era el niño que se había regresado a su casa llorando—. Su intuición la hizo conectar en su mente que algo debió haber pasado entre Lerae y Hadid, quienes eran compañeros en el kindergarten. Hadid y Lerae tenían la costumbre de saltar la pequeña barda que demarcaba el límite entre los jardines traseros de la casa de Lerae y la de Hadid, para ponerse a jugar. En innumerables ocasiones, Martha, desde su ventana, había visto platicar a Vicente y a Majmud mientras ambos hacían labores de jardinería.
Martha era buenísima para leer lo que la gente traía atascado por dentro, para ella era obvio que este día, mientras esperaba a Lerae a que saliera del baño, Majmud cargaba consigo un humor de perros. Al acercarse a Martha, Majmud comenzó a exclamar con un inglés entrecortado:
—¡Su hija pegarle en las pelotas a mi hijo! ¡Su hija pegarle en las pelotas!
Martha, en respuesta —colocando sus dedos en su barbilla y labios, como en reflexión— se tragó una de las carcajadas más grandes que pudo haberse echado en la cara de Majmud. Pero, al momento de pasarse por la garganta la última gota de la carcajada ahogada, también puso en alerta todos sus sentidos para hacer uso de cualquier tipo de defensa que llegara a exigir la situación. Se levantó del escalón, lo cual hizo que Majmud se detuviera en seco y guardara silencio. Ella era alta, fornida de dimensiones redondas pero fuertes, mexicana norteña, de la más buena ralea de los Pico de Saltillo, un mujerón, entrona pues’n, llevaba el cabello sujeto con un paliacate, vestía de camiseta blanca y pantalones de mezclilla, además de zapatos tenis. Miró a Majmud en detalle y notó que este tenía un abdomen de contrabandista de sandías: todo plano hasta llegar a una protuberancia alegórica a dicho fruto que se desbordaba sobre el cinturón que sujetaba contra la gravedad sus pantalones de gabardina.
Sin pensarlo mucho, Martha, aplicó la utilísima enseñanza que había adquirido de su amiga Maruca, cuando ésta le metía freno a cualquier gringo que se le quería subir al cuello en el supermercado o en alguna oficina administrativa de la universidad:
—Wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait, wait —espetó.
Sí, la palabra wait, espere, dicha trece veces como ametralladora. Este ardid era mágico —que abracadabra ni que las hilachas—, los gringos se quedaban pasmados y no se les hacía tan fácil querer joder a una mexicana, sobre todo en el área fronteriza; claro para pronunciar trece veces la palabra a una velocidad relampagueante había que comerse —o sea, no pronunciar— la letra «t», para que la lengua no se atorara.
La técnica funcionó pues Majmud, sorprendido, continuó guardando silencio. Martha respiró profundo y, también con un inglés entrecortado, preguntó:
—¿Qué decir usted Lerae hacer a Hadid?
En un tono un poco más calmado, Majmud reiteró:
—Su hija patear Hadid en pelotas.
—Un momento, espere aquí —contestó Martha, y tomó al Chupi en brazos para entrar a la casa y dirigirse a la puerta cerrada del baño, tras la cual aún se encontraba Lerae, en una situación por demás silenciosa.
—¡Lerae, abre por favor! —gritó Martha, mientras tocaba la puerta del baño, después de haber puesto al Chupi en la cuna.
—No me vas a regañar, ¿verdad? —dijo Lerae en el baño, con un tono muy dulce.
—No escuincla —contestó Martha pensativa—. Pero tenemos que hablar, sal por favor.
Lerae reconoció ese tono de sinceridad que sólo ella sabía detectar en su madre, abrió la puerta. Sentadas en la orilla de la bañera y Martha le dijo:
—Ahí afuera está, Majmud, el papá de Hadid dice que le pegaste a Hadid en los güevitos, ¿es cierto? —inquirió Martha.
Lerae comenzó a llorar, y con un aullido típico Leraesco, a la vez que se le saltaban las lágrimas, contestó:
—Síííííí —sollozó, incontrolable.
—Pero a ver, dime, ¿por qué le pegaste? ¿Te hizo algo? —le preguntó Martha mientras cortaba unos cuantos cuadritos del papel de baño para limpiarle las lágrimas y los mocos a Lerae, quien respondió:
—Es que me pegó en la cara con una de mis Barbies descabezadas —explicó Lerae.
—¿Y así nomás te pegó sin más ni más? ¿Sin decirte ni agua va? –insistió Martha.
—Bueno, no —abundó Lerae—. Es que estábamos jugando a la casita y yo le dije que esta vez le tocaba a él hacerse cargo de nuestra hija, la Barbie, mientras yo me iba a trabajar a la universidad. Él dijo que no, que el que se tenía que ir a trabajar a la universidad era él, porque él era el hombre de la casa y porque las mujeres eran unas tontas que no sabían nada de universidades y que sólo entendían las cosas a golpes Yo le dije que no, que las mujeres no eran tontas. Pero, que, sí lo eran, entonces que me explicara por qué él dejaba que una mujer, Mrs. Moore, le diera clases a él en el kindergarten. Entonces, Hadid dijo que no importaba, que las mujeres eran tontas y que lo mejor que podían hacer era limpiar la casa y que lo hicieran bien, si no, se merecían unos golpes. Yo le dije, «No lo son». Y él dijo, «Sí lo son». Y empezamos a decir «Sí» y «No» y «Sí» y «No». Hadid se iba enojando cada vez más y fue entonces cuando me pegó en la cara con la Barbie que yo le había puesto en la mano. Mira, aquí me pegó —dijo Lerae, mostrándole el pómulo derecho que se veía enrojecido—. Ahí fue cuando me acordé de ti y le pegué justo en medio de las piernas. Se tiró al piso llorando y fue cuando yo me vine corriendo a la casa, porque me di cuenta de que tenía ganas de hacer del uno.
Martha se tragó otra carcajada, pero inmediatamente se puso pensativa y muy seria.
* * *
Había sido hace poco tiempo, era uno de esos domingos que invitan a la siesta inducida por esa calma chicha del atardecer la víspera de la semana de trabajo que está por venir. Se acercaba la noche. Martha se encontraba lavando una taza de Chupi para darle un poco de jugo de naranja antes de ponerlo a dormir en su cuna. Aún no había encendido la luz, era suficiente la que quedaba antes de extinguirse el día. En ese momento, Martha sintió que algo no estaba bien, miró hacia afuera por la ventana de la cocina. Notó cierta actividad en la iluminada recámara de los vecinos. Por alguna razón, la ventana de la recámara no tenía totalmente corridas las cortinas. Majmud, caminaba de un lado a otro de la habitación mientras su esposa, Aiza, se mantenía inmóvil en una posición sumisa, cabizbaja. De repente Majmud levantó el brazo y le asestó un tremendo golpe a la cabeza de su mujer. Ella no se movió ni un ápice. Él, con el revés de su mano, le asestó otro bofetón. Martha cerró los ojos, sin creer lo que veía. Salió rápidamente de la cocina para buscar a Vicente, quien estaba tomando una siesta en la sala.
—¡Vicente, ven a ver, el vecino está golpeando a su esposa, tenemos que hacer algo! —exclamó Martha, desesperada.
—Pero, ¿cómo? ¿Majmud? Pero si es de lo más tranquilo —respondió Vicente.
Martha lo tomó del brazo y lo hizo que viera por la ventana de la cocina. En efecto, la golpiza continuaba.
—Tenemos que llamar a la policía Vicente, si no, ¡la va a matar! —dijo Martha, mientras descolgaba el auricular del viejo teléfono de pared de la cocina.
Vicente se quedó pensativo unos segundos y dijo:
—No, si llamamos a la policía, entonces le va a ir mucho peor a ella. No creo que sea lo más indicado ahora, lo siento —señaló—. Mira, parece que ya terminó el castigo.
La luz de la habitación se había apagado. Todo estaba en calma. Martha estaba desolada, quería hacer algo, se sentía impotente.
—¡Pero cómo castigo! ¡No creo que haya ninguna razón para que alguien se merezca semejante castigo! ¡Esto es un abuso! ¡Es un desgraciado machista hijo de su chingada madre! ¡Tenemos que hacer algo Vicente! ¡Haz algo! —gritó Martha indignada.
Vicente recordó cómo le gustaba que llegaran visitas inesperadas a su casa cuando su madre se encontraba en el acto de regañarlo. Así que decidió ir de improviso a la casa de Majmud pretextando una herramienta perdida. Nomás para asegurarse de que las cosas estuvieran bien, o por lo menos no tan peor. Vicente se fue y regresó. Le dijo a Martha que Majmud tenía el rostro endurecido cuando abrió la puerta, pero que inmediatamente le había cambiado cuando vio que era Vicente. «Buscaron» una pequeña pala de Vicente que pudieron haber dejado los niños en el césped de Majmud. Vicente agregó que, al entrar a la casa de Majmud, observó que Hadid estaba viendo la televisión, y que Aiza le había ofrecido una taza de té, misma que Vicente rechazó con amabilidad. Ella tenía el rostro algo cubierto con una mascada, pero no se veía alterada.
—La próxima vez voy a llamar a la policía Vicente —dijo Martha, nada convencida.
—Está bien, de acuerdo —replicó Vicente.
* * *
—¿Cuándo me escuchaste decir que a los niños hay que patearlos entre las piernas Lerae? —preguntó Martha.
Lerae, un poco más tranquila, aclaró:
—La otra noche Má. Maruca y Víctor estaban en la casa. Yo no podía dormir y me puse a escucharlos a ustedes desde el pasillo. Tu dijiste que el día que mi papá te golpeara tú le ibas a dar una buena patada entre las piernas y que con eso le ibas a dar una buena lección. Además, dijiste que nos ibas a enseñar a Marthita y a mí que eso era lo mínimo que teníamos que hacer cuando un hombre nos pegara. Entonces todos se rieron. Por eso me acordé de ti.
Martha, enternecida, expresó:
—Lerae, eso está bien para cuando estés sola y la situación sea desesperada. Pero, para eso me tienes a mí ahora. Soy tu madre y mi deber es protegerte. Lo que debiste hacer fue venir a decirme que Hadid te pegó y yo me hubiera hecho cargo. Ese es mi trabajo y el de tu papá también. ¿De acuerdo? —y agregó—: ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?
Lerae se quedó un poco pensativa:
—¿Pedir disculpas?
—Sí —confirmó Martha—. Pero sólo si Hadid se disculpa también. ¿Y qué más?
—¿Lavar los platos durante una semana? —dijo Lerae con pesadumbre.
—Muy bien m’hija —dijo Martha, dándole unas palmaditas a Lerae en la espalda, y añadió—: pero primero vamos a hablar con Majmud para que le expliques lo que me has dicho. ¿Okey?
—Okey —contestó Lerae.
En ese preciso momento tocaban a la puerta, era Majmud. Salieron. Lerae, en inglés mucho mejor que el de Martha y Majmud, explicó a Majmud todo lo que había sucedido. Majmud concluyó:
—Esto no ser correcto.
Martha, un tanto sorprendida, y otro tanto no, envió a Lerae hacia adentro de la casa y le preguntó a Majmud,
—¿Qué quiere decir? —inquirió Martha, sintiendo que algo se le estaba encendiendo en el ánimo.
—No ser correcto que las niñas pegar a los niños —afirmó Majmud.
Martha empezó a calcular la fuerza y la distancia necesarias para pegarle en la entrepierna a Majmud, porque se estaba vislumbrando la posibilidad de tener que hacerlo.
—Hadid no tener que disculpar con su niña. No haber razón para eso. Ella tener que disculpar con Hadid, es lo correcto —concluyó Majmud, con su inglés de Tarzán.
Martha, también tarzanesca, le soltó otros trece wait:
—Yo sentirlo, pero Lerae no pedir disculpas a Hadid hasta que Hadid disculpar con Lerae. El pegar primero, sin razón. Los dos disculpar uno con otro. Eso sí es lo correcto —dijo Martha.
Majmud se estaba irritando más cuando explicó:
—No ser así en Pakistán, mujer debe respetar siempre al hombre.
—Nosotros no estar en Pakistán, estar en Estados Unidos —reviró Martha—. Mujer poder llamar policía si hombre pega. En México, de donde yo ser, a mujer no tocar ni con rosa pétalo. Hombre que pegar mujer ser cobarde; muy, muy malo. Mujer devolver golpe, es bueno.
Majmud empezó a temblar de ira, pero nada podía hacer; sabía que no estaba en Pakistán y corría el riesgo de ser arrestado si llegaba a tocar a Martha.
—Hombre que pegar mujer ser cobarde —repitió Martha, con su mejor inglés entrecortado, serena, con la frente en alto y sus ojos fijos en los centelleantes ojos de Majmud—. Si Hadid pedir disculpa, Lerae disculpar también —ofreció.
Lo que menos esperaba Martha es que Majmud cayera de rodillas para quedar finalmente boca abajo —a los pies de ella— en perfecta posición de decúbito prono, con el rostro sumido en el césped. El hombre no se movía, ni siquiera para respirar. Martha se agachó de inmediato y sacudió un poco con la mano a Majmud —como si quisiera despertarlo— sin obtener respuesta alguna. Preocupada, apretó sus dedos contra la yugular en el cuello de Majmud y no encontró ningún pulso. Rápidamente volteó el cuerpo inerte mientras gritaba:
—¡Lerae, Lerae! ¡Llama al 911 y diles que tenemos una urgencia, creo que se le paró el corazón!
Martha confiaba en la habilidad de Lerae con el teléfono, pues la nena en varias ocasiones había provocado que la factura del teléfono incluyera cargos inesperados y exorbitantes cuando respondía a las invitaciones de comerciales de televisión para aprovechar la oferta de adquirir desde un juguete hasta una piscina desarmable.
Dado que Martha de vez en cuando cuidaba niños de parejas que trabajaban, había tenido que tomar un curso de primeros auxilios. Así que, una vez que se cercioró de que no había ningún indicio de actividad cardiorrespiratoria, comenzó a bombear el pecho de Majmud con ambas manos —una sobre la otra con los dedos entrelazados— al ritmo de los Bee Gees:
—Ah, ah, ah, ah, staying alive, staying alive —cantaba como le habían sugerido en la clase de primeros auxilios.
Tras contar treinta compresiones, llegó el momento de dar dos respiraciones de boca a boca. Martha sujetó la nariz de Mahmud, tomó aire y, al intentar expeler su aliento —conectando sus bocas— para regalárselo al hombre, el aparato digestivo del menudo cascarrabias reaccionó y vomitó un poco en los heroicos labios de Martha, quien, asqueada, instintivamente colocó a Majmud de costado para que no se ahogara y, mientras lo sostenía con una mano, con la otra se quitó el paliacate que traía amarrado en la cabeza con el fin de limpiarse un poco y también al pakistaní. Juntó toda su fuerza de voluntad para darle las dos respiraciones y volvió a iniciar las compresiones. Lerae, parada en el escalón de la entrada de la casa, comentaba al margen, en inglés perfecto:
—Yuk! That is so gross!
A lo lejos, se comenzó a escuchar el aullido de una sirena, cosa que reconfortó a Martha y le hizo no cejar en su esfuerzo por hacer que le circulara la sangre a su paciente. Los paramédicos arribaron segundos después de la tercera tanda de respiración boca a boca. Martha se hizo hacia atrás para dejar que los paramédicos se hicieran cargo, a la vez que exclamaba:
—I think is a heart attack!
Un tanto aliviada por la llegada de los paramédicos, Martha dio unos pasos más hacia atrás y se recostó sobre el césped para descansar un poco, cerrando los ojos. En ese momento, se acordó de la vez que su tío Leonardo, neurólogo, le había contado de la ocasión en que a él le tocó reanimar a un paciente durante un turno de guardia en sus tiempos de internado y como quedó agotado, tanto así que hasta perdió un kilo de peso por el esfuerzo. Al abrir los ojos, el rostro de uno de los paramédicos observaba a Martha expectante, por lo que Martha profirió:
—I am fine! I don’t need help! I decline your services, please leave me alone!
Era el mejor inglés que había pronunciado en su vida, pues quería dejar bien claro que no le prestaran ningún servicio de urgencias, ya que sabía de sobra el enorme gasto que conllevaría aceptar hasta un hisopo en esa situación. Cerró los ojos otra vez por un momento y los volvió a abrir al sentirse un poco más calmada. Descubrió las figuras recortadas contra el cielo de tres zopilotes que volaban en círculos. Riéndose apaciblemente, les susurró:
—Espérense desgraciados, todavía no me muero.
Minutos más tarde, los paramédicos habían estabilizado a Majmud —quien todavía permanecía inconsciente— y lo estaban colocando en una camilla para llevarlo en la ambulancia al hospital. Fue ahí cuando llegó Aiza, quien apenas tuvo tiempo para subirse en la ambulancia para acompañar a Majmud mientras Martha intentaba relatarle lo que había pasado con su marido. Después, Lerae le explicó a Martha que ella había ido rápidamente a avisarle a Hadid y a Aiza que Majmud estaba en problemas. Aiza había dejado a Hadid con otra vecina. Con el estrés de la resucitación y mientras se recuperaba, a Martha se le había olvidado por completo avisar a la familia de Majmud.
Mientras el ulular de la ambulancia se perdía en las calles de Las Cruces rumbo al hospital. Martha ni siquiera sospechaba que, días después, Vicente, Lerae y ella visitarían a Majmud en su casa, quien se mostraría muy agradecido con ella y hasta le pediría disculpas por su conducta, además de hacer que Hadid se disculpara con Lerae. Ignoraba también que, semanas después, Martha encontraría un paquete, sin porte, en el buzón de su casa. El paquete contendría un chal pakistaní exquisitamente bordado, acompañado de una nota en inglés. En esta, Aiza agradecería profusamente a Lerae y a Martha no solo haber salvado la vida de Majmud, sino haber gestado en él un transformación un tanto radical en cuanto a su actitud (cosa que sucedió no tanto por bondad inherente al corazón de su marido, sino, fortuitamente, por cierta combinación entre el cambio conductual que en ocasiones presentan quienes han tenido un roce con la muerte y la advertencia de los médicos de que —si Majmud quería seguir con vida— evitara tanto hacer corajes como situaciones violentas). «Nuestra cultura es muy dura con las mujeres», expresaría la nota de Aiza, «y cualquier cambio positivo, aunque sea en la vida de una sola mujer, siempre es bien recibido».
Esa misma tarde, tras los acontecimientos del día —cuando la calma había vuelto al hogar, mientras esperaban que Maruca pasara a dejar a Marthita a casa después de trabajar en un proyecto de la escuela, y Vicente todavía se encontraba tomando datos de temperaturas de doseles de plantas de algodón en la estación experimental de la universidad—, Lerae se encontraba en la cocina lavando los platos, parada en un banquito. A espaldas de ella, Martha se había recargado, cruzada de brazos, en el marco de la puerta —en silencio— para contemplarla. Lerae había comenzado a cantar suavemente mientras lavaba.
Diariamente —a pesar de estar consciente del estereotipo de la abnegada madre mexicana, que, por su experiencia con amigas de otros países, ahora se le había revelado como algo universal—, Martha dudaba de su propia capacidad como madre, y cargaba con distintos grados de culpa según los eventos del día. Se cuestionaba que no tenía todas las respuestas, lamentaba darse cuenta de que en ocasiones actuaba exactamente como su propia madre lo había hecho con ella cuando era joven —cosa que se había jurado no hacer— y se frustraba con la incertidumbre e improvisación, así como con el aprendizaje sobre la marcha, inherentes a la crianza de sus hijos. Aún recargada en el marco de la puerta, sin pensarlo, se dio una leve palmada en la espalda. Por hoy, se perdonaría. Sutilmente, sonrió.
José de Jesús Márquez Ortiz (Culiacán, Sinaloa, 1962). Creció en Texcoco, Estado de México. Estudió y trabajó en el área de investigación de cultivo y mejoramiento de alfalfa hasta 1998 en México y Estados Unidos. Amo de casa y cuidador de niño con capacidades diferentes hasta 2001. Analista de datos de investigación gerontológica y de mercadotecnia en Kansas City hasta 2007. Empezó a traducir del inglés al español desde los 13 años, ayudando a su madre. Actualmente lleva 14 años ganándose el sustento como traductor de software y documentación para sistemas de salud en una empresa de Kansas City. Escribe cuando puede, para compartir sus “rollos” con familia y amigos. La mayoría de sus publicaciones son científicas. Escritor en ciernes. Su objetivo es compartir sus escritos a un nivel literario. Totalmente empírico en lo que se refiere a ser padre de familia, tocar el piano y la guitarra, y hornear pan con harina de trigo cultivado en Kansas, aunque también en ocasiones ha llegado a hacer tortillas de maíz con sus hijas.