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Las fronteras difusas entre los espacios simbólicos en La cresta de Ilión (2002),
de Cristina Rivera Garza
The blurred frontiers between symbolic spaces in Rivera Garza’s
La cresta de Ilión (2022)
Natalie Navallez Yáñez
Universidad de Sonora
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Resumen: Siguiendo la propuesta fenomenológica de Martin Heidegger se busca dar una interpretación a la forma de conceptualizar el espacio en la novela La cresta de Ilión (2002), de la escritora tamaulipeca Cristina Rivera Garza. La aparición intradiegética de la también escritora Amparo Dávila, es un recurso creativo que invita a repensar las fronteras existentes entre el mundo real y el mundo ficcional. En este sentido, es posible hablar de la coexistencia de un espacio real y uno posible, así como del momento de su yuxtaposición: la ficcionalización del encuentro de dos escritoras dentro de un espacio simbólico.
Palabras clave: espacio simbólico, ficción y realidad, frontera de género.
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Abstract: Following the phenomenological proposal of Martin Heidegger, this article objective is to give an interpretation to the way of conceptualizing space in the novel La cresta de Ilión (2002), by Cristina Rivera Garza. The intradiegetic appearance of the also female writer Amparo Dávila, is a creative resource that invites us to rethink the frontiers between the real world and the fictional one. In this sense, is possible to explain the coexistence of reality and possibility, as well as the moment of their juxtaposition: the fictionalization of the encounter of two female writers within a symbolic space.
Keywords: symbolic space, fiction and reality, gender frontier.
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Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia.
Alejandra Pizarnik
Sabemos desde Heidegger que la psique humana percibe el espacio circundante más allá de su materialidad. En contraste con el positivismo de la modernidad, que encuentra fundamento cartesiano, y que divide el mundo en sustancias pensantes y sustancias extensas (cuerpo-objeto), Heidegger plantea que el ser-en-el mundo es habitar el espacio del mismo modo que es estar habitado por él. Esta espacialidad, radicalmente fenomenológica y deíctica (ser-en, ser-ahí) es, para el filósofo alemán, la condición a priori del existente: Es más relevante para la consciencia humana saber dónde se está que saber quién se es.
En el breve ensayo “En el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cercanía” extraído de Esferas I, el filósofo Peter Sloterdijk aborda el problema epistemológico cartesiano que presupone un sujeto cognoscente con soberanía sobre un objeto cognoscible. Si el pensamiento es la única evidencia de la existencia, se está obviando que todo sujeto se encuentra siempre, de alguna manera, circunstanciado. Así pues, “También el conocimiento es sólo un modo originario de estancia en la amplitud del mundo, abierto mediante un prudente cuidado e inquietud por él” (310).
Ejemplo de lo anterior es la famosa máxima aforística que reza “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida” (y otra menos amable que afirma que “los invitados, al igual que el pescado, después de tres días apestan”), evidencia de que estar implica, incluye, un fuerte sentido de pertenencia o de expulsión. La relación que los seres humanos guardamos con el espacio está siempre mediada por tensiones e inquietudes relacionadas con nuestro estar en el mundo, y con nuestro estar en el mundo con los Otros habitantes de él. En consecuencia, no solo somos contenidos por el espacio y por su gente, también somos sus contenedores.
Esta forma de comprender el espacio nos permite explorar en literatura las características intersubjetivas y ontológicas que coinciden con nuestro sentido de orientación en el mundo, así como muestran nuestra relación con los Otros en determinadas posiciones territoriales que se constituyen de límites y extensiones. Así pues, todo espacio, físico o existencial, está atravesado por fronteras, ya sean materiales o simbólicas.
Para la autora tamaulipeca Cristina Rivera Garza, por ejemplo, su relación con la frontera México-USA “es una relación larga, es una relación íntima, es una relación que marca todo lo que hago, lo que digo, lo que siento, y sobre todo lo que escribo” (Martin 96). Evidencia de lo anterior es La cresta de Ilión, novela que aquí nos ocupa, donde se puede percibir en los personajes esta relación primigenia con el espacio, aun cuando el lugar de los hechos narrados permanece indeterminado, es decir, no es ninguna ciudad conocida, sino una especie de limbo junto al mar.
En La cresta de Ilión se narra en primera persona los acontecimientos que experimenta un médico, el personaje narrador, que una noche lluviosa recibe una visita inesperada. La visitante, que dice llamarse Amparo Dávila, llegó para quedarse, inmediatamente seguida por otra mujer, que es a quien esperaba el médico y a quien llama La Traicionada, en virtud de la relación que guarda con él y de pasados acontecimientos. Él es, por supuesto, el Traidor. Las dos mujeres se instalan en casa del médico sin invitación mediante, trastornándolo todo con su fantasmagórica presencia. La Traicionada, al parecer, viene gravemente enferma a causa de una misteriosa epidemia, y Amparo Dávila se dedica inmediata y diligentemente a velar por su recuperación.
Estos eventos, que solo pueden describirse como una invasión al hábitat del médico, puesto que es así como él lo percibe, arrojan las primeras claves sobre la configuración del espacio físico-simbólico que da escenario, pero también sentido, a la interacción entre los personajes. La casa se encuentra en medio de la nada, en un territorio que a su vez es periférico y cuya única referencia con el mundo es el océano. Un espacio grisáceo, solitario, aislado, tal como el estado de alma en el que se encuentra el personaje. Observemos el siguiente paralelismo, justo al principio de la novela:
Dudé en abrir. Por un largo rato me debatí entre cerrar el libro que estaba leyendo o seguir sentado en mi sillón, frente a la chimenea encendida, con actitud de que nada pasaba. Al final, su insistencia me ganó. Abrí la puerta. La observé. Y la dejé entrar.
El clima, ciertamente, había empeorado mucho y de manera muy rápida en esos días. De repente, sin avisos, el otoño se movió por la costa como por su propia casa[1]. (Rivera Garza 13)
La llegada de Amparo, análoga a la llegada del otoño sobre la costa, su forma desproblematizada de conducirse por el espacio, suspendiendo las lógicas y los códigos sociales, así como la actitud del médico ante tales circunstancias —atrapado en la paradoja entre la perturbación y la aceptación—, asientan la atmosfera de lo insólito que predomina a lo largo de la trama. Asimismo, al sumarse la llegada de la Traicionada, el par de visitas invasoras sugieren la segunda pista del recurso literario de la intertextualidad para cualquiera que haya leído “El huésped” (siendo la primera pista el nombre Amparo Dávila). Todo lo anterior pone en marcha la acción de un conjunto de fronteras porosas, permeables, cuyos efectos se manifiestan entre los personajes, pero también —y más importante— entre el texto literario y la realidad extratextual. La casi desfachatez con la que Amparo toma posesión del espacio no solo muestra su disposición para asentarse, su sola presencia tiene el poder de transformarlo:
Sus ojos eran enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un efecto de expansión a su alrededor. Muy pronto tuve la oportunidad de confirmar esta primera intuición: los cuartos crecían bajo su mirada; los pasillos se alargaban; los closets se volvían horizontes infinitos; el vestíbulo estrecho, paradójicamente renuente a la bienvenida, se abrió por completo. Y ésa fue, quiero creer, la segunda razón por la que la dejé entrar en mi casa: el poder expansivo de su mirada. (14)
Lo que hace sumamente interesante a La cresta de Ilión es su constitución estilística. Se nos presenta con rasgos de novela negra —pistas, desapariciones y misterios— que no alcanzan nunca a tener la relevancia de la resolución. Tras esta apariencia de criptograma hay una claridad en la voluntad de estilo donde el atractivo es la construcción de las atmosferas, la aprehensión del instante y la estética del lenguaje. Tiempo, espacio y estilo. Dicha estética coincide con una dimensión filosófico-reflexiva sobre asuntos permanentemente irresolutos. Elementos todos que contribuyen a la cristalización de una poética de la incertidumbre que puede permanecer en el lector incluso después de finalizar la lectura.
Los aspectos que más llaman la atención de la crítica se centran en las posibilidades de clasificación genérica (a saber, lo insólito, lo fantástico, lo inusual, la novela corta), en la relación textual e intertextual con la escritora zacatecana Amparo Dávila, y en el universo del género (masculino y/o femenino). La crítica ha convenido, no sin sustento textual, que el personaje masculino del médico es en realidad mujer[2]; y tiene sentido, puesto que es un argumento que le da resolución a lógica ficcional. Sin embargo, encuentro que ninguna resolución posible es relevante, y que en su búsqueda se corre el riesgo de pasar por alto que el énfasis del discurso parece estar recargado en el espacio de la problematización.
La indeterminación genérica y discursiva de La cresta de Ilión (2002) también muestra en su factura la relación con la escritora zacatecana Amparo Dávila, como señala Carmen Alemany,
el fantástico de Amparo Dávila se escudó en unos parámetros que no eran los usuales en su época —al menos el que estaban escribiendo los[3] autores— y logró configurar un discurso en cierta medida nuevo, y muy actual . . . en el que primó algo tan en boga en la época actual como lo es la hibridez discursiva (fantástico, terror, extraño, lo siniestro), más que la genérica. (36)
Por otra parte, si bien es posible dar un orden y sentido lógico a los eventos indeterminados, como demostró hábilmente Gabriela Mercado en el artículo “Dialogo con Amparo Dávila y resolución de problemas de género en La cresta de Ilion, de Cristina Rivera Garza”; me parece que al insistir en dicho orden estaríamos perdiendo el espíritu reflexivo al que invita la indeterminación.
Con relación a la intertextualidad, Mercado sostiene que “Aunque el estilo de la novela es sencillo, la manera en que está construida dificulta su interpretación. No basta una lectura para aprehender todos los significados y motivos que en ella existen; es necesario conocer la obra de Dávila para dilucidar las relaciones transtextuales entre ambos textos” (46). En su planteamiento, Mercado organiza los elementos dados de tal suerte que la final la mayoría de los acontecimientos narrados se interpretan como la enfermedad mental de una interna del hospital —al parecer psiquiátrico— cuyo estado de locura es consecuencia de la disforia de género que padece. Visto así, no hay médico, ni Amparo Dávila, ni Traicionada que existan fuera de los delirios de un personaje cuyo rasgo más relevante es su sexo:
Conforme avanza la lectura, comienzan a aparecer ciertas marcas que le restan credibilidad a todo lo que afirma y que, al final, permiten una lectura en la que su problemática es el resultado de trastornos de la identidad sexual. Y no solamente porque comienza a aparecer en la historia un cierto ambiente de misterio y fantasía, sino también porque surgen contradicciones y ciertas ambigüedades recurrentes. (47)
En contraste con dicha lectura, que ciertamente el texto permite, me parece que el estilo de la novela es de una complejidad exquisita, y que la interpretación en términos de organización no es necesaria. Mi apuesta por la ambigüedad no es solamente una arbitrariedad del gusto. Debo insistir en que, en el discurrir de la trama, la anécdota no es más importante que la impronta de la divagación. Entiendo la tentación de ordenar los elementos difusos para dar claridad a un supuesto mensaje que la autora busca comunicar, sin embargo, también hay mensaje —casi siempre con sentido filosófico— en el resquemor de la duda.
Aunado a lo anterior, y en relación con la lectura de género que propone Mercado, me parece que centrarse en desenmarañar los recursos que se invierten en ocultar el género “verdadero” del personaje nos impide notar lo que está a plena vista: su masculinidad. El personaje que discurre por la trama es varón. Está construido, dimensionado, configurado a partir de su autoimagen, y esta imagen de sí mismo es masculina. Si es un delirio o no, aunque perfectamente posible, no resta relevancia al hecho de que la novela entera transcurre en ese orden de cosas.
El personaje del doctor es tanto misógino como misántropo. El repelús que le produce la idea, implantada por Amparo Dávila, de ser en realidad una mujer, tiene que ver con una postura falocéntrica de superioridad frente al que percibe como sexo débil; sin embargo, no se compara con el desprecio que le producen sus pares, ya sean sus “superiores” (como el director del hospital), o sus “inferiores” (como sus pacientes). La urdimbre narrativa incorpora siempre la aprehensión del espacio físico en términos cualitativos —términos de sus atributos ontológicos— para representar el estar en el mundo del personaje y su relación con los Otros:
Gracias a mi trabajo en el Hospital Municipal yo pasaba poco tiempo en casa. Digo gracias ahora, y esto parecería indicar que me gustaba mi trabajo. La verdad es todo lo contrario . . . Cuando cruzaba la puerta principal y me internaba poco a poco en aquel marasmo de olores nauseabundos y gritos desmesurados, no hacía otra cosa que odiarme a mí mismo. Caminaba lentamente, con la vista en la punta de los zapatos que avanzaban por el camino recto que conducía a las oficinas administrativas . . . Cuando finalmente abría la puerta del cuarto húmedo, frío y sin ventana alguna, al que pomposamente llamaba mi consultorio, mi odio era tal que sólo pensaba en recetar veneno a los pacientes. No me interesaba curarlos. Actuaba con la firme convicción de que lo mejor que podía hacer era contribuir a su muerte para así ahorrarles el duro trance de una estancia larga en este sitio. (Rivera Garza 26-27)
De entre las relaciones intersubjetivas que constituyen la trama, la más problemática es la que sostiene el doctor con las mujeres que habitan su espacio. Esto es un rasgo distintivo de la masculinidad. El trabajo, por terrible que sea, nunca es más terrible que estar en casa con esas “criaturas tan incomprensibles” y “misteriosas” como son las mujeres bajo la lógica masculina. La paranoia y la compasión —ya la una, ya la otra, ya las dos— que Amparo y la Traicionada despiertan en el personaje, solo pueden ser consecuencia de su cortedad de visión y de su nula intención de establecer un vínculo personal con ellas que no sea propulsado por su deseo sexual. Lo mismo ocurre, o más bien, esto es lo que representa la imposibilidad del personaje para entender el lenguaje con el que sus inquilinas se comunican y al que él no tiene acceso; imposibilidad que le produce la aprehensión y la angustia de la ininteligibilidad. No importa cuán hostil sea su ambiente laboral, no es peor que estar en casa. Nada de lo anterior es extraño y, aunque parezca insólito, no es ajeno a la realidad.
En su historia con la Traicionada se dejan ver los efectos de la infatuación que se transforma en abulia toda vez que se someten a la cotidianidad y a la cercanía, así como al natural transcurrir del tiempo —y demás “rarezas inexplicables” (31). La consumación de la traición consiste, claro está, en haber dejado de “imaginarla”, justo en el umbral donde la alternativa es recibirla en su espacio, integrarla a él, conocerla, hacerla tan real como tangible:
Antes de que se convirtiera en la Mujer de Todos los Días, es decir, cuando todavía era únicamente la Mujer del Jueves, yo la amaba de maneras para mí desconocidas. La imaginaba, sobre todo. La imaginaba en todo instante. La imaginaba incluso cuando estaba frente a mí. No conozco, hasta el momento, mejor definición del amor. Todo eso sufrió una radical transformación cuando su afán imperialista la llevó a dominar los otros días. Algo extraño; algo inexplicable; algo silencioso aconteció entre los dos. Y precisamente en ese paréntesis, dentro de esa rareza inexplicable, llegó el día del que me resentiría todos los demás días de mi vida. (58-59)
También a Amparo la imagina no bien llega a su casa. La mirada masculina del médico proyecta sobre sus inquilinas y sobre sus compañeras de trabajo los productos de su activa imaginación: plácidas y absurdas; contrariadas y rutinarias; sofisticadas y ordinarias; astutas, enérgicas, dedicadas y competitivas; Urracas, Falsas y Verdaderas.
Una de las primeras llamadas de atención que nos hace el texto es el de la voz masculina cuando sabemos, como lectores, que la autora es mujer. Conforme avanza la narración, la intuición primera de que este hecho es solo un recurso narrativo, se va modificando con lo que, parece, es una intencionalidad de sentido.
Repetidamente la voz narrativa se dirige a un interlocutor plural, como si hablara ante una audiencia. En casi todos los casos es posible afirmar que la voz es la del médico: “Pero me engañaría, y trataría de engañarlos a ustedes, no cabe duda, si solo menciono la tormenta cansina, larguísima, que acompaño su aparición” (Rivera Garza 14). Un poco más adelante confiesa a su público: “La deseé. Los hombres, estoy seguro, me entenderán sin necesidad de otro comentario. A las mujeres les digo que esto sucede con frecuencia y sin patrón estable. También les advierto que esto no se puede producir artificialmente: tanto ustedes como nosotros estamos desarmados cuando se lleva a cabo” (14-15).
Pero, hay ocasiones, en las que la voz parece provenir de otra instancia de enunciación, como el momento en el que se produce un cambio en el entendimiento del personaje, y se autopercibe femenina o andrógino. Observemos en las siguientes líneas el desplazamiento que ocurre en la consciencia género desde la instancia enunciativa, que queda de manifiesto por el paralelismo en la sintaxis:
Supongo que los hombres lo saben y no necesito añadir más. A las mujeres les digo que esto pasa más frecuentemente de lo que se imaginan. (16)
Supongo que las mujeres han entendido. A los hombres, básteles saber que esto ocurre más frecuentemente de lo que pensamos. (101)
Este desplazamiento ocurre en el punto más crítico de su conflicto, el momento en el que reflexiona sobre las posibles consecuencias de ser una mujer que se autopercibe como hombre, y pone de manifiesto lo que puede ser el sentido último de la reflexión de la autora sobre la condición humana frente el género asignado al nacer. Reflexión que no tiene más consecuencia que la incertidumbre producida por la mismedad (por el “todo lo Mismo”), que diluye los intentos de identidades individuales frente a lo trascendental:
Pensé ahí que, después de todo, si por alguna casualidad de la desgracia yo era en realidad una mujer, nada cambiaría. No tenía por qué volverme ni más dulce ni más cruel . . . Ni más serena ni más cercana. Ni más maternal ni más autoritaria. Nada. Todo podría seguir siendo igual. Todo era un burdo espejo de lo Mismo . . . El silencio bañó mis palabras y, con ellas, las sensaciones que las ponían de pie; tras ellas, las emociones que les daban valor. El silencio me dijo más de mi nueva condición que cualquier discurso de mi Emisaria. Y entonces, sumido en la materia viscosa de las cosas indecibles, retrocedí. Y retrocedí. (Rivera Garza 100-101)
El personaje descubre que no hay diferencia sustancial entre ser hombre o mujer. Una realidad tan cierta para unos como para otras que solo estas últimas insisten en reconocer. En presencia de la absoluta totalidad del océano el personaje masculino se encuentra de frente con la serendipia de un conocimiento fundamental ante cuya inmensidad solo es posible el retroceso y el silencio. Aquí cabe la reflexión de Paul Ricoeur sobre el hombre como el intermediario de sí mismo entre la trascendencia y la nada en los términos paradójicos dictados por la consciencia de su propia finitud: “El hombre esta tan destinado a la racionalidad ilimitada, a la totalidad y la beatitud como obcecado por una perspectiva, arrojado a la muerte y encadenado al deseo” (23).
La última frontera trascendida por el texto de Cristina Rivera Garza es una que, hasta donde me alcanza la memoria y la experiencia, no tiene precedentes en el universo literario, o tal vez es un recurso muy poco usual. Tiene que ver con las instancias discursivas y las funciones de recepción y emisión de un mensaje determinado. Hasta hoy he tenido noticia de consciencia autoral (el autor se dirige al lector); del autor implícito y del lector implícito, ambos dentro del nivel diegético ficcional; de narradores que se dirigen a una audiencia; de personajes que son conscientes de ser personajes; ciertamente, las vanguardias dejaron poca tela de donde cortar en este sentido, y la narratología lo ha desglosado con suficiencia.
Sin embargo, en La cresta de Ilión, la comunicación que se establece entre las instancias discursivas que pueden ser activas en el contexto del circuito comunicativo, es decir, portadoras de voz (autor, narrador, personajes) ocurre sin la necesidad de interpelación directa. La Amparo Dávila ficcional establece comunicación con su autora Cristina Rivera Garza, y lo hace a la vista del lector y a costa de la tranquilidad de su personaje masculino. Amparo le habla a Cristina, traspasando la frontera textual que existe entre el personaje ficcional y su autora real, revelando el secreto que se oculta detrás —acaso afuera— del personaje masculino. La autora se autoimplica sin denotarse, y se autorevela sin participar de la diégesis, todo lo cual ocurre en el momento que detona el conflicto del personaje:
—¿Sabes? —mencionó como a la distraída—. Yo sé tu secreto.
Como se había hecho una costumbre en nuestras pocas conversaciones, su comentario me obligó a soltar una carcajada breve pero rotunda. Lo hice no sólo porque la mujer decía conocer mi secreto, sino, sobre todo, y de manera por demás escandalosa, porque presumía que sólo se trataba de uno.
—¿Ah, sí? —pregunté a mi vez, seguramente con las mejillas encendidas por el calor de la chimenea, el licor y su absurdo comentario.
—Sí —aseveró. Luego se arrastró de manera gatuna sobre la alfombra, moviendo los hombros lenta, sensualmente, hasta que llegó al descansabrazos derecho de mi sillón. Una vez ahí, se montó en él, de nuevo como una gata, y me acarició la oreja. Acercó sus labios olorosos a anís a mi rostro y dijo:
—Yo sé que tú eres mujer —sonrió cuando por fin guardó silencio y, sin más, regresó a su puesto frente a la chimenea.
Me abstuve de toda reacción. La observé, totalmente estupefacto. (Rivera Garza 55-56)
La parálisis del doctor poco o nada tiene que ver con el hecho de ser un personaje que se auto-percibe masculino. Más paralizado estaría si supiera, si se enterara, de que Amparo no se dirige a él, sino a la mano que blande la pluma. El personaje, que es además el narrador de su propia historia, es despojado del protagonismo y exiliado de su propia consciencia.
Las posibles dudas sobre esta lectura se despejan cuando Cristina habla de sus intenciones, políticas y estilísticas, de implicarse a sí misma en sus obras literarias. En entrevista para Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies, sostiene:
Esto que yo he llamado auto-etnografía que es una incorporación no sólo del “yo” como parte de las narraciones sino una incorporación central del cuerpo, del cuerpo propio, . . . que puede ser muy normal para antropólogos, para etnógrafos, que es la regla para los periodistas, es realmente algo que hemos visto tomar un lugar cada vez más prominente en medios literarios. La literatura . . . Ha sido un medio bastante conservador en términos de todavía vivir con esta ilusión del escritor genial que escribe a solas. (Martin 98)
En La cresta de Ilión lo anterior cobra sentido si consideramos los motivos por los cuales la autora decidió incorporar en el universo ficcional de la novela a la escritora Amparo Dávila. En la presentación virtual del libro[4], Fernanda Ampuero le pregunta a Cristina por su proceso creativo y de escritura, en respuesta a ello, la autora menciona algunos elementos determinantes, entre los cuales estuvo un reencuentro inesperado con la escritora zacatecana. Un amigo suyo le envió algunos libros cuando estaba escribiendo justamente La cresta de Ilión (antes de saber, incluso, que se iba a titular así). Entre aquellos libros, venía uno de cuentos de Amparo Dávila. Según comenta Cristina, le da mucha relevancia a los eventos que ocurren mientras está escribiendo un libro. Para ella, si algo sucede es porque el libro lo está convidando. A Dávila “la había leído, la había olvidado, y aquí estaba de regreso”. Luego entonces, para la autora, es La cresta de Ilión quien extendió su invitación a Amparo Dávila.
Lo anterior tiene una transcripción de carácter ficcional en el texto que, más que insólita, está apelando a otro lenguaje distinto del cotidiano. Un lenguaje literario. Aparece de la nada una visitante que puede expandirse por el espacio, que viene huyendo de una epidemia de desaparición (de olvido). Una entidad que puede desdoblarse en muchas versiones de sí misma, y que tiene una mirada con la facultad de inquietar y transformar los espacios que ocupa, así como la habilidad de reconocer a otra escritora viendo a través de su masculino personaje. Una Emisaria capaz de reconocer el hueso ilión, de nombre olvidado y localizado en la pelvis, que es “el área más eficaz para determinar el sexo de un individuo” (158). Por cada libro de Amparo una Emisaria, que cada vez que se lea, las rescatará del olvido, de la desaparición.
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Obras citadas
Alemany, Carmen. “El legado de Amparo Dávila en las narradoras mexicanas actuales”. Revista de investigación sobre lo fantástico, Vol. IX, n.º 1, 2021, pp. 33-52 DOI: https://doi.org/10.5565/rev/brumal.763.
Martín, Joshua D. “Cruzando fronteras: Una entrevista con Cristina Rivera Garza”. Project Muse, Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies, Volumen 21, 2017, pp. 95-101. Disponible en https://muse.jhu.edu/article/692026/figure/fig02 Consultado 20 de julio de 2022.
Mercado, Gabriela. “Dialogo con Amparo Dávila y resolución de problemas de género en La cresta de Ilion de Cristina Rivera Garza.”, Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey, vol., no. 22, 2007, pp.45-75.
“Presentación ‘La cresta de Ilión’ con Cristina Rivera Garza y María Fernanda Ampuero”. YouTube, Editorial Tránsito, Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=BNPx0wMT-Uo&ab_channel=EditorialTr%C3%A1nsito. Consultado 20 de julio de 2022.
Ricoeur, Paul. Finitud y culpabilidad. Editorial Trotta S.A., 2004.
Rivera Garza, Cristina. La cresta de Ilión. México, Tusquets, 2014.
Sloterdijk, Peter. “En el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cercanía”. Esferas I: Burbujas, Ediciones Siruela S.A., 2017.
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Las cursivas son mías. ↑
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En el presente artículo se visita “El legado de Amparo Dávila en las narradoras mexicanas actuales”, de Carmen Alemany, como ejemplo de una lectura sobre la intertextualidad. En relación con la lectura que problematiza el género (masculino/femenino) del personaje principal se incluye “Dialogo con Amparo Dávila y resolución de problemas de género en La cresta de Ilion, de Cristina Rivera Garza”, de Gabriela Mercado. ↑
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Cursivas en el original. ↑
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Disponible en YouTube con el título “Presentación La cresta de Ilión con Cristina Rivera Garza y María Fernanda Ampuero”. ↑
Milenial temprana, nacida en Hermosillo, Sonora, Natalie Navallez ha dedicado gran parte de su vida profesional al estudio de la Literatura. En el año 2022 obtuvo el grado de Maestra en Literaturas Hispánicas por la UNISON y actualmente se encuentra cursando el Doctorado en Humanidades en la misma institución. Ha incursionado en la investigación y la crítica literarias, y se decanta con particular interés por la literatura de escritoras contemporáneas.