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El género femenino como síntoma epistolar en Gertrudis Gómez de Avellaneda

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El género femenino como síntoma epistolar en Gertrudis Gómez de Avellaneda.

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Rosa María Burrola Encinas

Universidad de Sonora

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Resumen

El objetivo de este artículo es examinar el Epistolario amoroso de Gertrudis Gómez Avellaneda, escritora decimonónica nacida en Cuba pero emigrada a España donde desarrolló su obra. Para este fin nos centraremos en el carácter ambiguo, inestable e insumiso que presenta el discurso femenino en su correspondencia. Rasgos que proponemos explicar como el producto de una compleja interacción entre género, clase social, condición política y el complejo contexto literario e histórico que le tocó vivir a la autora.

Uno de los principales aspectos que interesa desarrollar es el trabajoso proceso que Avellaneda enfrentó para negociar su participación en el campo de las letras y conquistar un lugar para su propia expresividad.

Palabras claves: Epistolario, Gertrudis Gómez de Avellaneda, género, literatura cubana, literatura siglo xix.

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Abstract

The objective of this article is to examine the Epistolario amoroso by Gertrudis Gómez Avellaneda, a nineteenth-century writer born in Cuba who migrated to Spain emigrated to Spain where she developed her work. To this end we will focus on the ambiguous, unstable and unsubmissive character that the feminine discourse presents in this correspondence. Traits that we propose to explain as the product of a complex interaction between gender, social class, political condition, and the complex literary and historical context that the author had to live in. One of the main aspects that interests to develop is the laborious process that Avellaneda faced to negotiate her participation in the field of letters and conquer a place for his own expressiveness.

Keywords: Epistolary, Gertrudis Gómez de Avellaneda, gender, Cuban literature, nineteenth century literature.

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Es preciso ocuparme de V.; se lo he ofrecido; y pues no puedo dormir

esta noche, quiero escribir; de V. Me ocupo al escribir de mí, pues sólo por

V. consentiría en hacerlo. (“Cuadernillo de la autobiografía”,

Gertrudis Gómez de Avellaneda)

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Género y nación

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Mucha tinta ha corrido en la actualidad tratando de examinar y legitimar las formas alternativas de configuración histórica con la que diversos grupos han tratado de explicar y representar su realidad inmediata. Dentro de estas formas podemos ubicar a los epistolarios como escrituras emparentadas con las historias de vida, memorias, testimonios y autobiografías, entre otros tipos discursivos utilizados por sujetos que no se sienten autorizados para el uso de los grandes géneros históricos, literarios o científicos.

Sin intenciones de irrumpir en los ecos de la discusión escenificada en décadas anteriores alrededor de las propuestas de la crítica literaria latinoamericana por un lado y, por el otro, de esos abigarrados campos denominados estudios poscoloniales y subalternos[1], es que acudiremos a algunos conceptos acuñados por estas amplias y, en muchos casos, afines propuestas para examinar el discurso epistolar de Gertrudis Gómez de Avellaneda como ejemplo de autorrepresentación de posiciones marginales. Por este motivo y con el propósito de afinar nuestra exposición, no desdeñaremos argumentos emitidos desde perspectivas distintas y hasta encontradas, pues entendemos que, a pesar de las diferencias que puedan presentar, todas poseen una aspiración común: “conceptualizar el otro y lo otro —marginalidad, descentramiento, heterogeneidad, diferencia, subalternidad, hibridez—”[2]. Conviene agregar que en lo que se refiere a los temas que pretendemos analizar en este estudio, estos proyectos teóricos presentan valiosas y múltiples convergencias en el estudio de sectores históricamente segregados tal como podemos entender que ha sucedido con las mujeres.

Conviene también traer de nuevo aquí la explicación de la configuración de lo nacional como espacio conflictivo en el que se expresan dicotomías estructurales; será de especial utilidad para analizar la expresión epistolar de una mujer que sólo de manera problemática se inserta en los discursos hispanoamericanos totalizadores del siglo XIX.

Hacia el cuestionamiento del espacio nacional como una suma homogénea es precisamente que se orienta el concepto de heterogeneidad propuesto en los trabajos de Cornejo Polar en los años setenta. Inicialmente esta noción se encaminaba a examinar en el área andina la existencia de sistemas culturales diferenciados lo cual, afirma Mabel Moraña: “revela a la nación como totalidad contradictoria y fragmentada, atravesada por formas comunicacionales, modos de producción económica y cultural y agendas políticas que contradicen la utopía liberal de la unificación nacionalista”[3]. Por su parte, los estudios subalternos explicaban la condición diferente ostentada por los grupos excluidos como un estado de subordinación relacionada con clase, raza, género o de alguna otra condición similar, lo cual, por principio, los definía fundamentalmente como agentes pasivos[4].

Este universo conceptual sucintamente bosquejado puede parecer un tanto binarista o simplificador, sin embargo, se ha visto enriquecido con matizaciones que permiten hilar más fino alrededor de este antagonismo. En efecto, la introducción de conceptualizaciones como los espacios entre-medio[5] de Homi Bhabha o de sujeto migrante[6] de Antonio Cornejo Polar, o sujeto nómade de Rosi Braidotti quien apunta hacia obras literarias escritas por grupos minoritarios que escriben desde la diversidad sexo-genérica y racial, o desde alguna otra condición de desigualdad y diferencia. Para esta filósofa Braidotti, esta condición originó una nueva concepción del sujeto como un ser difuso y heterogéneo ya que escribe su propia historia a partir de estos rasgos. Esta, al igual que otras aportaciones de la crítica feminista de las últimas décadas, han venido a enriquecer el pensamiento en torno a las identidades intersticiales o fluctuantes, como es el caso precisamente Avellaneda. A partir de algunas de estas conceptualizaciones que acabamos de ejemplificar es que podemos atender los campos de negociación que construye el epistolario que ahora nos ocupa.

Acorde a la tendencia a revalorizar los discursos que hasta ahora habían estado relegados, la crítica feminista, se ha encaminado también hacia el estudio de los discursos marginales para lo que ha emprendido la reconstrucción de la historia de la literatura escrita por mujeres. Para esta tarea se ha visto en la necesidad de remontarse a los orígenes, por lo que en una especie de empresa arqueológica ha ido a la búsqueda de textos que habían quedado fuera de la institucionalidad tales como memorias, autobiografías, diarios, cartas, testimonios y otros géneros reputados menores a los que acuden frecuentemente los grupos apartados de la biblioteca. Aquí es donde cobra sentido el estudio de la obra epistolar de Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuya obra canónica (novela, poesía y teatro) ha sido aceptada, aunque con reticencias en muchos momentos, en las historias literarias. En este punto debemos apresurarnos a observar junto a Mónica Burguera López que:

A lo largo de las últimas décadas, de la mano fundamentalmente de la crítica literaria feminista, la revisión de la vida y la obra de Gómez de Avellaneda (1814-1873) ha superado algunas de las dicotomías básicas a través de las cuales su incorporación a los cánones literarios tradicionales había resultado particularmente problemática, tanto desde el punto de vista de su nacionalidad, especialmente su cubanidad, como, sobre todo, desde el punto de vista de su sexo, eje central de la proyección de su identidad públicas[7].

En general, para las teorías que hemos citado antes se presenta como un imperativo indagar las distintas formas en la que se han representado los individuos que de alguna manera han sido marginados y que transitan por los territorios nacionales; sean estos criollos, mestizos, mulatos, negros, indios, mujeres o quienes detentan alguna identidad genérica no canónica. La irrupción de estos sujetos en los estudios sociales y humanísticos ha venido a cuestionar tanto las metodologías y teorías como las formas de representación tradicionales o hegemónicas. Bajo estos presupuestos se ha vuelto insostenible el concepto de nación ligado a las narrativas predominantes que han tendido a volver invisible las agencias femeninas en la historia y en la cultura hispanoamericana. Con frecuencia los grupos considerados silenciados han encontrado en las formas testimoniales un recurso adecuado para contar su historia a la vez que para desmontar las narrativas hegemónicas.

Indudablemente la irrupción de los relatos articulados por sujetos que de distintas maneras se ubican en la otredad, han contribuido a reconfigurar las metáforas sobre los cuerpos nacionales, sobre todo, cuando temas relacionados con la sexualidad femenina se entrecruza con el acceso al poder y al saber, privilegios de los que las mujeres de una o de otra forma antes habían estado apartadas. Así, con la incorporación de la escritura femenina como objeto privilegiado de las nuevas perspectivas de análisis, se registran dramáticos cambios en las narrativas oficiales.

En consideración a los anteriores supuestos, la propuesta de lectura de esta colección de cartas no desatenderá aquello de carácter testimonial que sea posible atribuirle, para esto, enseguida examinaremos algunas características que esta obra comparte con el género testimonial para de esta manera resaltar el carácter heterogéneo y el proceso de mediación que ha sufrido el texto por instancias ajenas a la autora. Un aspecto este último que ha determinado la forma en la que ha llegado hasta nosotros. Pretendemos ir a la búsqueda de los lugares y formas desde los que este “otro” relato se adscribe a las narrativas fundacionales hispanoamericanas y de las maneras en las que ha abierto fisuras en las memorias y discursos oficiales.

Ahora bien, si consideramos que la correspondencia amorosa de Gertrudis Gómez de Avellaneda no cabe en las definiciones más rígidas de testimonio centradas en el carácter etnográfico, oral y estrictamente marginal que se le atribuye al género, resulta una sorpresa el constatar la exactitud con la que encajan las características de este epistolario con la definición de testimonio que ofrece John Berverley, considerada canónica por los especialistas en el tema. Este crítico, en “Anatomía del testimonio” explica que la naturaleza de este género escapa de las categorizaciones normativas, especialmente entre aquellas que distinguen lo literario de lo no literario, destaca que se trata de una narración en primera persona articulada por un narrador que es a la vez protagonista de su propio relato y, agrega:

Su unidad narrativa suele ser una ‘vida’ o una vivencia particularmente significativa (situación laboral, militancia política, encarcelamiento, etc.). La situación del narrador en el testimonio siempre involucra cierta urgencia o necesidad de comunicación que surge de una experiencia vivencial de represión, pobreza, explotación, marginalización, crimen, lucha. […] Su punto de vista es desde abajo. A veces su producción obedece a fines políticos muy precisos. Pero aun cuando no tiene una intención política explícita, su naturaleza como género siempre implica un reto al statu quo de una sociedad dada[8].

Si reflexionamos en función de las condiciones de enunciación y en el carácter mediado con el que han llegado hasta nosotros el epistolario de Avellaneda, podemos pensarlo como producto de una mujer que sólo puede emitir sus discursos desde una posición en la que el acceso pleno a la república de las letras le está permitido sólo de una manera marginal o, por lo menos, sumamente acotado debido a su condición sexual. A esta característica podemos añadir el carácter emergente del discurso epistolar que articula la cubana, ya que se le puede considerar como una propuesta escritural alternativa a los valores y prácticas dominantes en un momento muy concreto de la cultura hispanoamericana.

El concepto de la subjetividad como resultado de un complejo interaccionar de relaciones entre el individuo y la sociedad o entre el yo y el otro, ha sido analizada por Benveniste en su relación con el ejercicio del lenguaje para concluir que “no hay otro testimonio objetivo de la identidad de un sujeto que el que así da a él mismo sobre sí mismo”[9]. Justamente la idea de un relato articulado desde un yo femenino, en tanto se enfoca en una experiencia vivida desde la alteridad respecto a los “grandes metarrelatos”, de un discurso que interpela los límites entre lo literario y lo no literario, lo público y lo privado, y de la condición mediante la cual ha llegado a nosotros como discurso impreso y que lo constituye como un texto intervenido por un otro, son algunas de las características que nos permiten hablar rasgos testimoniales y subordinados de estas cartas.

Para evitar repetir una larga discusión ya efectuada por la crítica alrededor del tema, queremos asentar que de ninguna manera pretendemos obviar lo discutible que puede resultar incluir en la literatura testimonial o el adjudicar carácter subalterno a un texto cuya autora firmó una serie de otras obras aceptadas en el canon de la literatura y que gozó de un amplio acceso a la institucionalidad literaria. Sin embargo, no podemos dejar de señalar lo alejado de la intención de Avellaneda en constituir su relato en un alegato público sobre las limitaciones que como mujer sufrió en un medio literario dominado por valores masculinos: no obstante, resulta innegable que Avellaneda acude a géneros como a la carta para construir y justificar su trayectoria como escritora. Un tema que resulta innecesario o con connotaciones diferentes cuando se trata de varones, pues ellos no enfrentan los mismos problema para insertarse en la república de las letras.

De alguna manera, al centrarnos en esta correspondencia, hacemos eco de la tendencia actual de privilegiar el estudio de aquellos relatos discrepantes, en el entendimiento de América Latina como un espacio en el que la diferencia está presente constitutivamente. La naturaleza insumisa del caso que ahora nos ocupa toma una doble vertiente. Por un lado tenemos el carácter subyacente que dentro del canon ha mantenido el género epistolar y, por el otro, podemos señalar que esta condición se acentúa debido a la introducción de la problemática sexo-genérica.

Quizás no sería demasiado aventurado afirmar que la inestabilidad formal, así como la maleabilidad asociada al género epistolar, toma tintes particulares en los discursos hispanoamericanos pues frecuentemente se asocian a la índole contradictoria en la región. Condición que se manifiesta de múltiples maneras y de las cuales resulta de especial interés destacar que el yo que puede hablar en estos relatos se constituye a menudo en un sujeto descentrado e inestable, según se verá más detalladamente en las páginas siguientes.

Otro de los puntos importantes para el análisis de la correspondencia de Gómez de Avellaneda es el papel que esta escritora guardó en la sociedad en la que su biografía se gesta. Es este lugar equívoco que tan bien delinea su biografía y la escenificación discursiva que de ella se hace en su correspondencia. No obstante, el esforzarnos por comprender su configuración más como sujeto intersticial que como una mujer situada en la absoluta otredad, creemos que puede aprehender mejor el lugar que su epistolario construye para ella como sujeto autobiográfico. De alguna manera, podemos pensar que guarda semejanzas con aquella noble hindú, motivo de reflexión de Spivak en su canónica disertación: “¿Puede hablar el subalterno?”. Es precisamente este lugar que no es completamente el de un sujeto sin ninguna posibilidad de hacer escuchar su voz como definen los estudios subalternos al motivo de su reflexión, sino más bien s el que la misma Avellaneda construye para el personaje principal en su novela Sab y que tan bien ha examinado Doris Sommer en su estudio: “Sab c’est moi”, el tipo de conceptualización que puede aclarar el sentido de un discurso autobiográfico como el de Avellaneda, a través de la identificación de ésta con su personaje: “El oscuro esclavo representa a la novelista privilegiada porque ambos desahogan sus pasiones a través de la escritura y porque sus desbordamientos literarios desestabilizan el sistema retórico que los construye y constriñe”[10].

Aun cuando, efectivamente, puede resultar discutible situar a Avellaneda como sujeto subalterno dada su extracción de clase y su acceso a la cultura y altos círculos intelectuales, es importante tomar en cuenta que una buena parte de la bibliografía que se ocupa de esta autora la estudia bajo la perspectiva de su condición femenina, por lo tanto, le atribuye un acceso relativo o marginal a estos círculos. En este sentido, quizás sea más productivo examinar el discurso epistolar de esta mujer como el producto de una compleja interacción entre género, clase social, condición política y el complejo momento histórico que le tocó vivir; la observación de este entramado nos ayudará a entender más nítidamente la problemática que su texto presenta.

En este contexto revela su utilidad la categoría de heterogeneidad como característica estructural de las sociedades hispanoamericanas, en donde los procesos de modernización hicieron converger en un mismo espacio y tiempo histórico fuerzas contradictorias y hasta opuestas. Se engendran así discursos en los que se reconocen distintas concepciones del mundo y distintos registros lingüísticos, en lo que junto a Cornejo Polar podríamos entender como los distintos elementos de los sistemas de una sociedad. Esto nos permite entender el discurso epistolar que Gómez de Avellaneda articula como el lugar fronterizo entre espacios socioculturales distintos pero a la vez interactuantes. Así podemos entender la condición mestiza que le presta su origen cubano y el de trasplantada que adquiere cuando vive en Europa.

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De lo privado a lo público: cartas de amor de Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) nació en Camagüey, Cuba, país que abandona a los 18 años para trasladarse a España donde radicará hasta su muerte, sólo volverá a su tierra natal en 1859 para permanecer en ella durante cuatro años. Resulta de interés en esta brevísima semblanza recordar que Avellaneda se distingue por un registro escritural sumamente amplio; cultiva crónica de viajes, lírica, novela, ensayo, teatro, periodismo y algunas modalidades de literatura religiosa. Es también una incansable epistológrafa. Estos géneros a la vez presentan una gran variedad temática y estilística. Fue y sigue siendo una figura polémica. En vida alcanzó gran éxito y reconocimiento literario a la vez que fue objeto de dramáticas exclusiones en el campo institucional de las letras debido a su condición femenina y desterritorializada. Por un lado, el ser una mujer atractiva y poseer el sello del exotismo que le prestara su natal Cuba, contribuyó, según sus críticos, para que las puertas de la literatura española de la época le franqueara sus puertas; pero, por otro lado, estas mismas condiciones propiciaron en el pasado su exclusión del parnaso de las letras cubanas, determinaron la a veces tibia o recelosa recepción de muchas de sus obras e imposibilitaron su acceso pleno a la institucionalidad de las letras españolas, tal como se ejemplifica con el rechazo de su candidatura para ocupar un lugar en la Real Academia de la Lengua.

  El epistolario amoroso de la cubana es quizás una de las obras autobiográficas escrita por una mujer que más atención ha recibido en el ámbito de las letras hispanoamericanas y uno de los pocos ejemplos de su género en su época. La problemática de la construcción de la subjetividad femenina ha sido tratada con sumo acierto por varios críticos y constituye uno de los principales temas en los que se ha centrado el estudio de sus cartas amorosas. Servirán estos estudios como una plataforma para reflexionar en torno a la forma particular que esta problemática toma en el discurso epistolar de la escritora cubana.

  La figura de Avellaneda convoca múltiples desplazamientos y desviaciones. El caso de su polémica adscripción a la literatura cubana se debe, según Carolina Alzate[11], a que su obra desafió los parámetros del imaginario social trazados desde los grupos intelectuales cubanos aglutinados en torno a Del Monte, quienes asignaron a Avellaneda, afirma Mary Louise Pratt: “el lugar de la otredad constitutiva de su proyecto colonizador”[12]. De ninguna manera la vida y la obra de Avellaneda se ajustaron al ideal civilizador propuesto para la mujer por los liberales cubanos. Además, explica Alzate, la distancia que guarda la poeta con el grupo delmontino, reconocido por la historia oficial como el fundador de la nacionalidad cubana, no es sólo literaria sino también política, la desventaja para Avellaneda fue que su proyecto reformista no fue el de los vencedores. Como una especie de terror hacia la agencia femenina es como describe Pratt el rechazo que la institucionalidad literaria cubana mostró hacia Avellaneda durante largos años, pues la diferencia encarnada con especial intensidad en el caso de esta escritora se concibió como una amenaza sobre la cohesión del cuerpo nacional, ya que: “El discurso sobre la mujer es también un discurso sobre la identidad y ciudadanía. Más importante, tal vez, aunque menos obvio, el discurso masculino sobre identidad y ciudadanía es también un discurso sobre el género”[13]. Sobre este aspecto resultan de interés la opinión de Martí sobre Avellaneda que examina y resume Mónica Burguera:

Martí explicaba así su exclusión natural de la literatura cubana (escrita por mujeres). En su conocida comparación con Luisa Pérez de Zambrana, escribió Martí, uno debía preguntase “no solamente cuál es entre las dos la mejor poetisa, sino cuál de ellas es la mejor poetisa americana. Y en esto nos parece que ha de haber vacilación. No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda”. La asunción implícita de que su masculinidad la excluía de su única posible ubicación natural entre las mujeres (poetisas) cubanas demuestra hasta qué punto género y nación eran dos caras de la misma moneda[14].

Es sintomático, sin embargo, que la primera novela antiesclavista y feminista cubana sea Sab (1841) escrita por Gertrudis Gómez de Avellaneda. Se inaugura en las letras nacionales un discurso híbrido que enlaza dos sujetos subalternos en una misma condición: el esclavo y la mujer. Lo que resultó, según Adriana Méndez Rodenas en “una visión más aguda y comprensiva de la nacionalidad cubana del momento”[15]. Ya han sido destacados también los paralelismos y la probable identificación de la autora con Sab, protagonista principal de la novela homónima. Esta analogía permite imaginar a la escritora cubana como un ser situado en la intersección de dos mundos, generando así la ambigüedad cultural, racial, sexual y literaria con la que en su época se trató de explicar la singularidad del discurso y el lugar que ocupó una figura tan polémica como la encarnada por la novelista-poeta.

  El tema de la incursión de Avellaneda en muy variados géneros y registros literarios, así como su participación en los más diversos escenarios públicos de la época y su permanente búsqueda de reconocimiento, a pesar de los no pocos inconvenientes y restricciones que se alzaban ante toda mujer con aspiraciones intelectuales, es un asunto sumamente interesante y revelador del tipo de sujeto epistológrafo que examinamos.

  Avellaneda ha resultado ser una figura especialmente seductora para la crítica literaria: su vida se presenta sobrellevada y experimentada con toda la carga del romanticismo de la época, su fulgurante éxito y posterior olvido, sus múltiples y desafortunados amores, las dificultades que enfrentó debido a su condición femenina, son todos temas que aparecen una y otra vez en los estudios alrededor de la escritora, de tal manera que difícilmente estos acercamientos a su obra se sustraen de la sugestión de establecer paralelismos entre ésta y la biografía, tendencia que llevada a su extremo conduce a Carmen Bravo-Villasante a afirmar que: “todo en ella es autobiográfico”[16]. Así, es común encontrar en la crítica sobre la obra de Avellaneda, referencias a las circunstancias personales que la llevaron a escribir alguna obra, los sucesos particulares que explican algún poema o a analizar como alter ego de la autora muchos de sus personajes. Por ejemplo, Emil Volek, en la “Introducción” a su edición de las cartas de amor de Avellaneda, explica al respecto:

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En la obra de Avellaneda, la literatura y la biografía se solapan intensamente y de muchas maneras… Este solapamiento se hace más patente en su poesía que, en buena parte, parece ser un diario íntimo que nos da pistas sobre las aventuras de su corazón y también –a través de sus numerosas traducciones–imitaciones sobre sus lecturas y su aprendizaje intelectual[17].

Es revelador observar que, a pesar del gran éxito y fama que gozaron en vida tanto ella en su calidad de figura pública como su producción literaria, en la actualidad su obra más reeditada sea, tal vez, sus cartas amorosas. Publicadas póstumamente y al parecer contrariando su explícita voluntad, se han constituido en la principal fuente de su biografía, a la vez que en un apoyo insoslayable para la crítica que se acerca al resto de su producción literaria. Su correspondencia se asume en muchos casos como documentos cuya transparencia y espontaneidad permiten observar a trasluz la vida de la autora y acceder a sus motivaciones e impulsos más secretos. Sin embargo, en las últimas décadas se han publicado varios estudios que, animados por las más recientes teorías y metodologías literarias, se han encaminado a desmontar el intrincado entramado discursivo con el que Avellaneda construye el fascinante personaje que emerge de su correspondencia, mismo que podemos reconocer con el nombre con el que la escritora acostumbraba a firmar muchas de sus cartas: Tula.

Tal como ya asentamos, comúnmente se ha usado la correspondencia de los escritores para explicar las circunstancias o las características de sus obras, pero en el caso de la poeta cubana esta condición toma visos especialmente interesantes, pues en el momento que salieron a la luz sus primeras cartas amorosas su obra no gozaba de mucha atención y esta publicación vino a reavivar el interés por ella. Como una manifestación voyeurística propia de las sociedades modernas en constante búsqueda de modelos de vida privada o como un fenómeno mediático de comercialización de las subjetividades individuales podemos entender la curiosidad que motivó esta correspondencia, calificado por Vicente Llorens como “el epistolario amoroso femenino más apasionado que poseemos en lengua española”[18]. La involuntaria estrategia de mercado promovida por el primer editor de las cartas a Cepeda lo llevó unos años después a una segunda edición aumentada con trece piezas más, estimulado ahora por la posibilidad de alcanzar un rédito económico no vislumbrado antes[19]. El epistolario amoroso de Avellaneda no sólo se ha constituido en un filtro ineludible para interpretar sus novelas y poemas, sino que, en un giro inesperado en la apreciación de su literatura, el resto de sus escritos han pasado en muchos casos a ser utilizados como elementos de análisis de sus cartas de amor.

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Historia de las cartas

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De la correspondencia amorosa de Avellaneda se pueden distinguir claramente dos conjuntos; la dirigida a Ignacio de Cepeda y Alcalde (1816-1906) y la destinada a Antonio Romero Ortiz (1822-1884). De las que ellos dirigieron a Avellaneda sólo habían llegado algunos fragmentos de los borradores de Cepeda, gracias a que el primer editor consideró necesario transcribirlos para validar sus juicios sobre el sentido de la correspondencia. Recientemente ha sido posible conocer un poco más de las cartas del sevillano ya que se encontraron varias copias y, probablemente, algunos originales. Ezama Gil transcribe a manera de ápendice estos nuevos hallazgos en su artículo “Cerrando el círculo: un fragmento del diálogo epistolar entre Gertrudis Gómez de Avellaneda e Ignacio de Cepeda”, en el mismo estudio explica:

En el legado que se conserva en la Academia Sevillana de Buenas Letras figuran arias copias de las cartas de Cepeda (copiadas todas seguidas, unas a continuación de otras, y separadas por líneas), y tres que podrían ser originales (con letra diferente a la de las copias, con tachones y bastantes faltas de ortografía), pero faltan muchas otras y prácticamente todas las correspondientes al periodo madrileño de la relación[20].

De los otros amores de la cubana sólo se conocen algunas misivas que difícilmente pueden considerarse un corpus independiente. Son las dirigidas a Cepeda de las que principal, aunque no exclusivamente, nos ocuparemos. Es la correspondencia más numerosa y la sostenida durante un lapso mayor de tiempo, por lo que en ellas se despliega con mayor amplitud y variedad aquellos temas en donde se puede observar más claramente el proceso de construcción de la subjetividad femenina.

La primera colección dada a conocer son las dirigidas a Cepeda. Se inicia el intercambio epistolar en 1839 y se prolonga hasta 1854, cuando él se casa con María de Córdova y Govantes. Cuando muere Cepeda su esposa cede las cartas para su publicación a Lorenzo Cruz de Fuentes, profesor y amigo del matrimonio. En 1907 aparece este primer epistolario con cuarenta misivas y el “Cuadernillo de la autobiografía” escrito también en forma epistolar aunque dividido por días según el ritmo que marcaba su escritura. Una reedición aumentada del mismo se publica en 1914, el cual en total consta de cincuenta y tres cartas. Las originales no se conocen por lo que no se puede asegurar que ésta sea la totalidad de la correspondencia que sobrevivió, tampoco se puede saber qué tan “editada” ha llegado hasta nosotros. Cruz de la Fuente ordenó, recortó e interpretó la correspondencia según criterios no siempre explícitos, lo que ha originado que alrededor de estas ediciones se haya generado una intensa reflexión crítica encaminada, en muchos casos, a deconstruir el autoritarismo masculino que el editor ejerce sobre el material.

  Romero Ortiz conservó las cartas que Avellaneda le escribió, al igual que otros objetos fueron resguardados en el depósito del Museo del Ejército en Toledo. Ahí fueron descubiertas por José Priego Fernández del Campo. Se encontraron 45 piezas escritas entre marzo de 1853 y febrero de 1854 y las cuales fueron publicadas en 1975 como Cartas inéditas existentes en el Museo del Ejército[21]. Posteriormente han surgido varias ediciones que reproducen total o parcialmente alguno de estos dos primeros epistolarios.

  En este contexto resulta de suma importancia el reciente en el Archivo de la Academia de Buenas Letras de Sevilla de los manuscritos originales de la Autobiografía y algunas cartas de Gertrudis Gómez de Avellaneda a Ignacio de Cepeda, aunque resulta obvio que faltan muchas otras. Es importante anotar, no obstante, que este hallazgo no modifica sino que contribuye a afirmar el análisis que sobre esta relación epistolar se han sostenido los investigadores del tema[22].

El caso de las múltiples ediciones de la correspondencia amorosa de Avellaneda ejemplifica perfectamente el carácter inestable y fragmentario de este subgénero, muestra también el lugar tan poco “canónico” que guardó en las Bellas Letras, ya que sus sucesivas publicaciones implican casi siempre un nuevo ordenamiento, nuevos criterios ortográficos o una nueva perspectiva genérica; las cartas han sido publicadas como autobiografía, como diario de amor y, más recientemente, con el subtítulo de novela epistolar. Así, contrariamente a la fijeza y estabilidad que, por lo general, gozan las obras consideradas consagradas, los editores de la correspondencia amorosa de Avellaneda se han sentido autorizados para modificarlas y asignarles nuevos significados y estatutos genéricos. Al observar la ductibilidad de estos materiales y el tránsito del ámbito privado al público –que implicó la publicación de este epistolario–, surgen preguntas que continuamente se plantean, implícita o explícitamente, en los estudios epistolares: ¿A quién pertenece este material? ¿Al remitente?, ¿al destinatario?, ¿a los herederos de uno u otro?, ¿al editor que decide darlo a conocer?, o ¿a quienes lo adquieren en forma de libro? En el epistolario mismo aflora esta misma interrogante ya que reiteradamente se habla acerca del tema de su posesión y destino. Desde las primeras líneas del “cuadernillo autobiográfico”, Avellaneda advierte a su interlocutor: “Ecsijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que V. en el mundo, tenga noticia de que ha existido”[23], posteriormente, hacia el final del intercambio epistolar, responde a Cepeda: “Respecto a lo que me consultas sobre mis cartas, sólo puedo responderte que no recuerdo esactamente lo que contienen. Ignoro si hay en esas cartas confidenciales cosas, que puedan interesar al público, o si las hay de tal naturaleza, que deban ser reservadas. Cuando nos veamos hablaremos de eso y examinaremos dichos papeles”[24].

Estas últimas declaraciones han dado pie a la especulación sobre la posible aquiescencia de la escritora para la publicación de las cartas que Cepeda tenía en su poder[25], aun cuando en otros momentos de la correspondencia Avellaneda solicita su devolución. Estos pasajes son los que garantizan a los lectores la veracidad y crean la ilusión de autenticidad del epistolario. Revelan también la conciencia que la escritora tenía de la posibilidad de que esos materiales pudieran ser divulgados, eventualidad que al parecer no era una idea que ella tuviera contemplada. Publicar escritos de este tipo equivale a declararse sujeto autobiográfico, lo que en esta época significaba para las mujeres, asegura Noel M. Valis: “invadir el territorio verbal en que operaban los hombres. Hablar o escribir en público exponía a la mujer escritora a la terrible fuerza de la opinión pública, ese lector anónimo que podía destruir fácilmente la reputación de una mujer, su identidad genérica como construcción cultural de la feminidad”[26]. Sin embargo, también se debe considerar que el romanticismo ya había dilatado el espacio para la expresión de la individualidad con toda su carga emocional y pasional, lo cual abría un cierto espacio de expresión para las mujeres[27].

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Romanticismo y subjetividad femenina

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Ya desde finales del siglo XVIII se empezaba a sentir lo que Frederic Jameson llama Ilustración Occidental, y con ella los valores de una sociedad capitalista, según afirma sobre el tema Susan Kirkpatrick en su importante estudio sobre las románticas:

Las formas sociales y modos de pensamiento que así surgían engendraron de hecho, un nuevo concepto del yo, un nuevo tipo de subjetividad […] En el nivel del lenguaje, el proceso revolucionario dio lugar a nuevos modos de representación, complejamente interaccionados, tanto del yo como de la diferenciación sexual en el discurso liberal, en la novelística y en la literatura romántica[28].

En este momento es útil recordar que en esta época la actividad humana se reorganizó para dar lugar a dos campos diferenciados: por un lado, la esfera pública de la producción y la política donde reinaban los aspectos más racionalistas y materialistas de la vida y, por el otro, la privada, donde primaban las relaciones familiares y amorosas y en donde la intimidad se despliega como una sutil gradación[29]. Se fomentó con esta escisión la idea de que el individuo poseía, más allá de su exterioridad, un mundo interior protegido en las profundidades de su ser donde residían sus fantasías y pasiones más profundas y, por lo tanto, las más adecuadas para mostrar el verdadero yo de cada individuo. Esta nueva reestructuración de la vida trajo consigo la profundización de la desigualdad; mujeres, niños y esclavos se ubicaban en la domesticidad de la esfera privada, donde, se presumía, la expresión de las emociones encuentra su conveniente y necesario confinamiento y causa. La nueva expresión de la individualidad, la exploración de la autoconciencia y la reivindicación del ejercicio del libre albedrío, trajeron como consecuencia la urgente necesidad de definir los límites del decoro, de lo permitido y, sobre todo, afirma Leonor Arfuch, de las nuevas modalidades y tonos de los sentimientos.

Aunque, explica Kirkpatrick, la teoría liberal no hizo diferenciaciones del yo como sujeto racional entre hombres y mujeres, en tanto no sometidos por naturaleza a ninguna autoridad social, los grandes pensadores de la época defendieron la índole inferior biológica, física, moral e intelectual de la mujer. Enfatizaron la supuesta incapacidad para controlar sus pasiones y su subjetividad. De tal manera que la reproducción se erigía como la tarea primordial de la mujer, por lo que su lugar en la sociedad debía reflejar y encauzar las características que la naturaleza le asignó en la distribución de las aptitudes y funciones humanas. Rousseau, el más ardiente defensor de la libertad natural del individuo, afirma la misma estudiosa, presentaba a la mujer: “completamente limitada a los deberes y los placeres de la maternidad, al bienestar físico y moral de la familia” y, agrega la autora, este deber “se convirtió en el ideal femenino aceptado”[30]. Virginia Wolf llamó “ángel del hogar” a este ideal ya convertido en un estereotipo femenino en el siglo XIX, de tal manera que, mientras los hombres estaban llamados a realizar las grandes obras de la humanidad y eran dominados por sus pasiones sexuales, las mujeres debían velar y circunscribir sus esfuerzos y deseos al círculo doméstico, por lo que la ternura maternal era el sentimiento que las caracterizaba.

Esta redistribución de los reinos de la racionalidad y la sexualidad (pasión poco sublime y edificante) asociadas al hombre y el reino de los sentimientos y de la subjetividad a la mujer, dotó a ésta de un ámbito, aunque restringido, muy bien delimitado y altamente prestigiado. La revalorización de la vida privada y la familia como pilar de la nueva sociedad consustancial a los nuevos tiempos, encumbró las esferas de los sentimientos y de la subjetividad y les aseguró un lugar dentro de las representaciones artísticas.

Las primeras producciones denominadas románticas, aparecidas ya a finales del siglo XVIII europeo, fueron la expresión burguesa por excelencia que introdujeron el sentimiento como objetivo central. Pero antes de avanzar en la exposición de esta tendencia y su influencia en la modulación y expresión de la subjetividad en Avellaneda, es necesario hacer un pequeño paréntesis para recordar brevemente la discusión alrededor del retraso y diferencia con el que este movimiento se introdujo en España y en Hispanoamérica. Países en los que el desarrollo pleno del yo, al estilo de otros países europeos, no detentó las mismas condiciones, por lo que tuvo que convivir con diversas tendencias que se resistían a abandonar el panorama cultural. En el caso de Hispanoamérica el romanticismo se convirtió principalmente en expresión de las ansias de independencia social y nacional, más que una búsqueda e indagación sobre las formas de manifestación de la individualidad.

Para entender la singular apropiación que del romanticismo desarrolló nuestra escritora, resulta también imprescindible referirnos a la llamada “naturaleza mestiza” de Avellaneda. Nacida en Cuba en una familia de clase alta, tuvo acceso a lecturas y a una educación que, aunque principalmente autodidacta y por lo mismo con ciertas deficiencias, se caracterizó por una apertura que no gozaron con la misma facilidad sus contemporáneos españoles. La mayor parte de su producción literaria la desarrolló ya viviendo en España, país que en muchos aspectos presentaba una situación especialmente estrecha para una criolla de la aristocracia isleña, tal como la misma Avellaneda expresa:

Decían que yo era atea y la prueba que daban era que leía las obras de Ruseaux [sic], y que me habían visto comer con manteca un viernes. Decían que yo era la causa de todos los disgustos de mamá con su marido y la que la aconsejaba no darle gusto. La educación que se da en Cuba a las señoritas difiera tanto de la que se las da en Galicia, que una mujer, aun de la clase media, creería degradarse en mi país ejercitándose en cosas, que en Galicia miran las más encopetadas como una obligación de su secso[31].

Sin embargo, es importante tener en cuenta que para el momento de su arribo a España, se había dejado atrás el largo periodo de letargo que significó el antiguo régimen y el romanticismo había irrumpido en el panorama cultural, encontrándose en plena ebullición editorial y política.

Ahora bien, aunque la construcción de la subjetividad que el romanticismo ofrecía era teóricamente la misma para hombres y mujeres, pues los paradigmas del yo se presentaban como verdades universales asexuadas, sin embargo, asegura Kirkpatrick:

[…] las formas en las que la literatura romántica caracterizaba y libidinizaba el sujeto poético estaba profundamente en conflicto con la norma dominante de la condición doméstica de la mujer. La rebelión prometeica, impulsada por el deseo nunca satisfecho, era lo opuesto del ideal femenino abnegado, complaciente, carente de pasión, mientras que el culto del solitario a su asilamiento y a su diferencia contradice el compromiso del ángel doméstico con la interrelación familiar[32].

El espacio que el romanticismo despejó para que las escritoras desplegaran su intelecto, aunque estrecho, fue aprovechado en aquellos resquicios que autorizaban el ejercicio de la experiencia personal y el lenguaje cotidiano. Dueñas del imperio de los sentimientos y depositarias del ideal civilizado que le confería su naturaleza no pasional y por lo tanto moralmente recta, se proclamaron “sujetos románticos privilegiados”[33].

No obstante, el desbrozamiento de un campo propicio para la escritura femenina no fue tarea carente de contradicciones y dificultades pues, según el pensamiento que se ha venido explicando, el sujeto discursivo se creía fundamentalmente masculino, definido por un genio racional y creativo. Por el contrario, la imagen de la mujer seguía fuertemente asociada a la irracionalidad de la naturaleza y a la expresión instintiva de su emotividad en conexión estrecha con las pulsiones dictadas por su naturaleza biológica, por lo tanto se argumentaba su incapacidad para manejar el flujo de las pasiones y de la violencia que implica la representación de las realidades humanas y sociales. Las escritoras podían esgrimir su autoridad en el campo de los sentimientos gracias al estereotipo que las imaginaba como guardianas del hogar, pero ese mismo argumento las imposibilitaba para asumir las formas del deseo del yo prometeico del romanticismo. Este fue, según Kirkpatrick, “un problema fundamental para toda mujer escritora que se situara dentro del discurso romántico. Las soluciones a este problema constituyen una tradición romántica específicamente femenina”[34].

  La sociedad burguesa vigilaba celosamente que no se traspasaran los límites impuestos en la nueva organización de espacios y sensibilidades, la escisión pública-privada, sentimiento-razón, naturaleza-cultura, hombre-mujer, garantizaba el control de los cuerpos y las emociones, de tal forma que cualquier dislocamiento de estas esferas amenazaban con desbordar las pasiones y los límites de la tolerancia institucional.

Es en este panorama que las escritoras del siglo XIX tuvieron que negociar su participación en el campo de las letras y conquistar un lugar para su propia expresividad. Gertrudis Gómez de Avellaneda no se conformó con esos espacios escriturales domésticos y sentimentales cedidos por el romanticismo para la expresión de la feminidad. Ni el amor expresado en su poesía es casto y carente de pasión y erotismo, ni su obra dramática y narrativa esquivó los temas históricos y sociales. Tampoco su lenguaje fue el de la cotidianidad y el de la suavidad de los sentimientos, sino que creó una literatura versátil y sofisticada para su época, siempre signada por una marcada voluntad de igualar o superar el virtuosismo formal y los tonos vigorosos de las grandes figuras líricas de su tiempo. No hay que olvidar que Avellaneda incluso supo alternar en los altos círculos literarios y políticos.

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Autobiografía en las epístolas amorosas

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La narración que las cartas enhebran traza un recorrido espacio-temporal que habla de una infancia idílica en la natal Cuba, años de juventud entre Galicia y Sevilla y madurez en Madrid. En el cuadernillo-carta autobiográfica se manifiesta la voluntad explícita de trazar en ese orden su recorrido vital, en el resto de la correspondencia amorosa esa trayectoria sólo es posible en el obstinado empeño de los editores para dotar de coherencia a un material que por su propia naturaleza se caracteriza por la ruptura y la fragmentariedad propia de los tiempos y los accidentes de una correspondencia sostenida durante años. Obviando el acomodo que de ella han hecho sus múltiples compiladores nos encontramos que las geografías, los destinos, direcciones postales, salones, teatros y alcobas donde se sucede el acontecer consignado en las cartas, va trazando un mapa de las preocupaciones y desplazamientos punteados en los múltiples domicilios que Avellaneda consigna en su correspondencia. Registran estas letras una extraña ausencia de cotidianeidad, deshabitada de objetos familiares fuera de los utilizados para la misma escritura de las cartas como papel y pluma, así como de acontecimientos triviales o de rutinas familiares, salvo los pormenores de las frecuentes dolencias físicas o de las rápidas y escuetas referencias a las circunstancias que impidieron a la autora ir a buscar su correspondencia. El diario acontecer doméstico queda casi desterrado de este discurso ocupado más bien en consignar los estados del corazón, los proyectos literarios o reseñar la agenda social y cultural de la protagonista. Aquí la intimidad que se desvela es la del corazón, la del cuerpo y del alma. La intimidad construye más espacios simbólicos que altares domésticos.

El develamiento del sí y la articulación del ejercicio de la escritura y de la lectura buscan el ámbito más resguardado de la casa: la habitación y, aún más, se ejercitan en el lecho, en ese espacio en el que el cuerpo se abandona y en el que se supone las barreras del individuo sufren un transitorio desplazamiento. La privacidad de la alcoba, la expresión de la emotividad en comunión con el estado del cuerpo parece capaz de rozar aquello que toma la forma en la imposible comunicación del “yo” más recóndito, del secreto. Precisamente las horas de desvelo que buscan el refugio de la alcoba, cuando el alma parece divagar libre de los diarios menesteres, se constituye en el principal escenario de la escritura de estas cartas amorosas. Ese espacio se erige frecuentemente en el altar en el que la autora articula su confesión en el cuadernillo autobiográfico. Amparadas en la noche, surgidas en lo oculto, la escritura de las cartas amorosas reclama un único destinatario, por lo que sólo después de la desaparición de sus protagonistas principales podrán ver la luz pública. El secreto celosamente guardado y exigido queda así develado. El transito desde la intimidad, donde las cartas fueron engendradas, permite con su edición observar el poroso umbral que separa el ámbito público del reino privado donde la feminidad habita.

En efecto, a pesar de ser una escritura íntima, donde la principal protagonista es la pasión, son capaces estas letras de trazar la rutilante trayectoria pública, la agenda de los deberes sociales y culturales que trae consigo la inclusión de Avellaneda en las altas esferas de la vida palaciega. Proyectan así, junto con el trasiego de su correspondencia y de los encuentros y desencuentros con el amado, la vida en que se empeñaba la sociedad de la época:

Acabo de llegar a casa y de saber que estubo V. Puede figurarse cuánto habré sentido no estar para recibir su visita, que tanto me hubiera sido más grata cuanto era menos esperado, pero me tentó el mal espíritu seguramente a ir esta noche al Teatro. Uno de mis hermanitos me ha dicho que lo vio a V. Allá pero no lo creo, porque si fuese cierto que estubo en la Opera, ¿por qué no darme el gusto de subir al palco a saludarme, y además, cómo no lo hubiese visto yo a V.? […] A otro cosa, ¿irá V. Al baile esta noche?[35].

El develamiento de la intimidad de las pasiones tempestuosas, de las ambiciones literarias, de los males del cuerpo, trazan una subjetividad en la que la itinerancia y los nombres múltiples con los que el personaje se nombra y se enmascara, confluyen para conformar una identidad que convoca al otro para poner en sentido su propia vida. Sin embargo, los episodios biográficos que la autora elige contar, los otros que calla y el punto de vista desde el que efectúa estas operaciones, no tienen el fin único de seducir al hombre a quien dirige sus cartas. Las estrategias ficcionales que estos mecanismos despliegan no sólo se encaminan a erigir una imagen cautivadora de sí misma, sino que también construyen y explican su trayectoria como escritora, por lo que no es raro que también exista en este discurso epistolar la figura del autoencomio y, con ella, la justificación de comportamientos y actos, fin y objetivo de muchas autobiografías masculinas.

Es un lugar común más o menos frecuente en los estudios autobiográficos y espistolográficos señalar la escritura de cartas como una plataforma de ensayo y aprendizaje escritural femenino, al ser un género socialmente aceptado como propio y adecuado para este sexo. Así opina también Alicia Salomone “es posible concluir que la escritura de las cartas y la propia Autobiografía de Gómez de Avellaneda, representan un paso primero esencial en la puesta en escena de un yo que se revela, al mismo tiempo, privado y público, íntimo y autorial”[36]. La correspondencia constituía en muchos casos la única forma de escritura que las mujeres ejercitarían. Se consideraba el epistolar un género ligado a la intimidad de los espacios propios de las mujeres, como el más apto para la expresión de sus delicadas emociones y para dar rienda suelta a su tendencia instintiva de agradar. En otros casos fue alguna modalidad cercana al epistolar como la crónica de viajes, concebida como una manera de comunicar las experiencias durante alguna travesía a un destinatario específico, el tipo de escritura que sirvió para iniciar en el campo de las letras a algunas mujeres. Así se han entendido también las crónicas en forma de cartas que Avellaneda escribió en 1838 para su prima Eloísa de Arteaga y Loynaz y que abarcan desde que salió de Cuba hasta su llegada a Sevilla. Así se han asumido también las cartas de amor que dirigió a Cepeda; sobre todo las primeras que fueron escritas cuando aún la poeta era muy joven. Tanto las de viaje como las primeras cartas de amor fueron escritas cuando Avellaneda no había publicado ninguna obra. Tanto las cartas de amor como la crónica de viaje fueron editadas póstumamente.

El epistolario amoroso de Avellaneda se sitúa en el vértice mismo de lo público y lo privado. Esto es así, no sólo por el mismo motivo que toda escritura autobiográfica implica un espacio ambiguo entre los dos ámbitos y por el paso de la esfera íntima de una correspondencia compartida entre dos hacia el mercado editorial y, con ello, a la esfera pública de la institución literaria; sino también porque este epistolario se constituye en el espacio en el que la escritora se funda, asimila y reflexiona acerca de sí misma en relación con su problemática inserción en estos dos campos. La carta de amor escrita por mujeres será, asegura Pages-Rangel “la más natural –la más cercana al sentimiento, a la intimidad y al cuerpo, la más alejada de los órdenes de la razón y de la acción– […] La autenticidad y espontaneidad de la carta se suponen garantizadas precisamente por la conexión con la no sintaxis del cuerpo que habla y se sobreimpone a la lógica, masculina de la razón[37]. En este sentido, podemos afirmar que la carta de amor se inscribe en el ámbito del lenguaje presimbólico, considerado a menudo como el propio de la identidad femenina en autoconstrucción.

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El lenguaje del cuerpo y de la pasión

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Ya también la crítica se ha ocupado de resaltar la conexión entre el discurso indisciplinado a la razón masculina y las enfermedades del cuerpo que continuamente sufre la escritora. Tal como podemos constatar en las siguientes palabras en las que atribuye al malestar físico la exaltación de los sentimientos con los que se dirige a su amado en los párrafos anteriores a esta cita: “No haga V. Caso: tube jaqueca a media noche y creo que me ha dejado algo de calentura; ¿no es verdad? Mi cabeza no está en su ser natural”[38]. Enfermedad, feminidad y lenguaje incontrolado aparecen asociados en estas cartas para apuntar hacia el cuerpo como la contranarrativa de resistencia de la que habla Spavik, casi como el lugar mismo desde donde se enuncia el discurso.

  No se puede obviar la relación que en el romanticismo se ha establecido entre enfermedad y poesía romántica, se resalta así al sujeto romántico y todos los males asociados a este, pero también, como señala Ezama Gil, la relación entre enfermedad y mujer resulta casi un lugar común para la época ya que de esta manera se resalta su fragilidad. De tal modo que:

según los parámetros que para el género femenino establece la Medicina decimonónica, y luego asimilan la Literatura, el Arte y la sociabilidad. Además de los padecimientos puramente físicos, las patologías más comunes en Tula son las que se derivan de su condición de poeta (que cabe definir en términos de tedio, spleen o ennui) y de su temperamento nervioso. (648)

Las poetas, dice Mary Louise Pratt, no tenían un lugar definido: “Avellaneda lo llamaba la libertad; pero tal vez acertaríamos más en denominarlo un espacio de deseo in-subordinado”[39]. Aunque Pratt propone este lugar para el caso de la poesía de Avellaneda, creo que puede muy bien ampliarse para toda su producción.

Para “corregir” la fragmentariedad y la ilegibilidad que adquieren estas cartas al desplazarse de su original circuito privado de lectura, se somete a un proceso de contextualización en la que una voluntad ajena al autor o autora organiza las piezas y les confiere una secuencia narrativa por principio extraña al material. Ya se han mencionado las múltiples y diversas formas en las que las cartas de amor de Avellaneda se han editado. Su propósito original de seducción y expresión del deseo femenino se ha opacado, afirma Pages-Rangel, para pasar a convertirse en un instrumento mediante el cual se podrá acceder a las claves interpretativas de la obra pública de la escritora[40].

Así, por la necesidad de rearticular su imagen y su obra pública para ubicarla sin ambigüedades en la historia de las letras, explica Pagés-Rangel, se someten sus cartas a un proceso de desautorización y desposeimiento que la convierte de escritora y sujeto deseante en receptora silenciosa y objeto de escrutinio. Muchas cartas no señalan fecha ni lugar, ni firma y tampoco presentan matasellos, pues frecuentemente eran llevadas y traídas por un criado, de tal forma, que son éstos algunos signos externos de resistencia que las cartas presentan para su estabilización, por lo que, para organizar el corpus, sus editores tienen que acudir a criterios como “los grados de pasión” que exhiben, como en el caso de Cruz de Fuentes, o “permitir que se junten los textos […] dejando al lector la invitación de seguir sus propias pistas y ensayar y juzgar con su propio orden, según su propio concepto de conexión o pasión”[41] en el de Emil Volek.

Para su primer editor, el objetivo primordial que cumple la edición de las cartas de Avellaneda es re-descubrir su identidad sexual, confundida por los lectores de su época. Hay que recordar que la obra de Avellaneda fue alternativamente vilipendiada o elogiada mediante el cuestionamiento alrededor del sexo de la autora, ya que no se podía concebir que de pluma de mujer surgieran tan diversas y vigorosas letras. Avellaneda tenía conciencia de este lugar ambiguo y contradictorio, de la imagen deforme y monstruosa que se le deparaba a cualquier mujer que se atreviera a irrumpir en la República de las Letras. La inteligibilidad que su cuerpo y, con ella, su escritura producían –en el ambiente literario en la que ella aspiraba a ocupar un glorioso lugar–, seguramente fue un motivo suficiente para que ella deseara desterrar esa temible figuración del pensamiento de su amado Cepeda.

En este sentido es sumamente interesante observar la manera en la que la escritora instaura un triple movimiento en sus cartas para forjar una imagen de sí misma como escritora, conciliar esa imagen con el ideal romántico que ella admira y adscribe y adecuar esa imagen que implica una vertiente pública y masculinizada a la imagen que ella supone puede seducir a Cepeda. Esta imagen de sí misma gestada en el refugio de la intimidad habla del fuerte impulso de la autora por conciliar la singularidad que siente en peligro de ser avasallada por la sociedad y, al mismo tiempo, el deseo de ser aceptada por esa sociedad. Por lo que podemos interpretar el discurso de autoconstrucción ejercido y gestado en la intimidad de su alcoba como el entramado social a través del que todo individuo se inscribe y se crea.

Como es natural, la lectura que se ha hecho de esta correspondencia ha privilegiado precisamente el análisis del doble sojuzgamiento sufrido por la autora: primero por la autoridad masculina que coartó la expresión de sus sentimientos y de su inclusión plena en la institución literaria, después por la abusiva edición al que se sometió sus cartas amorosas.

El paso del ámbito privado al público de estos textos funda una paradoja ya que, por un lado, su carácter originalmente íntimo es lo que garantiza el interés documental y la atracción voyeurística que puede despertar en el lector, pero por el otro, conlleva un fuerte poder trasgresor propio del discurso del deseo femenino, por lo que el editor se ve obligado a equilibrar esa fuerza desestabilizadora para garantizar un tránsito apacible de la intimidad a su divulgación. No es el editor el único que se ha inquietado ante la lectura del borrascoso discurso de la cubana. Cepeda, el amado corresponsal de Avellaneda también trata de imponer su autoridad masculina para normar el discurso de la pasión, exigiendo cartas más cortas y que hablen sólo de “cosas” y no de realidades íntimas y subjetivas, pues afirma que ese lenguaje lo perturba y lo distrae de sus estudios. Pero Avellaneda no frena su lenguaje y su imaginación erótica ni en las cartas ni en su poesía, no huye siquiera de la imagen delirante de la mujer en conjunción con fuerzas oscuras que tanto teme la razón republicana, tal como se puede ver en el siguiente fragmento del poema titulado “La venganza”:

¡Venid! ¡venid! Del enemigo bárbaro

beber anhelo la abundante hiel.

¡No más insomnes velarán mis párpados,

si a ése los cierra mi furor cruel!

¡Dadle a mis labios, que se agitan ávidos,

sangre humeante sin cesar, corred!

¡Trague, devore sus raudales rápidos,

jamás saciada, mi ferviente sed!

Hagan mis dientes con crujidos ásperos

Pedazos mil su corazón infiel,

Y dormiré, cual en suntuoso tálamo,

En su caliente, ensangrentada piel

Al retratar tan plácidas imágenes,

Siento de gozo el corazón latir […][42].

El epistolario dirigido a Cepeda, en este sentido, va totalmente en contra del ideal femenino, pues los deseos insatisfechos y las pasiones tempestuosas que expresan son propias de un yo prometeico masculino. Avellaneda resignifica el espacio privado de la carta de amor por medio de una serie de materiales tomados de la tradición literaria. La conciliación del alma superior romántica, y el alma sensible femenina: “Y puesto que se trataba de algo sin precedentes en la literatura en lengua española acude para ello a modelos foráneos, concretamente a la Corinne de Madame de Staël (Corinne ou l’Italie)[43], personaje que reunía no sólo el ingenio creativo, sino la belleza capaz de conquistar a los hombres”[44]. Se ha señalado también la resemantización que hace de Confesiones de Rousseau y de otros escritores como Saint-Preux, George Sand, de la poesía de José María Heredia, José de Espronceda, Lord Byron, para conformar una imagen de sí misma a partir de los materiales que le prestaban estos modelos[45]. Encontró Avellaneda en ellos personajes femeninos con los que se podía identificar en cuanto a las dificultades y limitaciones sociales a las que se enfrentó debido a su sexo, creaciones como Corinne dotadas de una gran feminidad, belleza y talento en las que podía reconocerse, dio también con un lenguaje que le permitía articular su propia biografía y expresar su inconformidad ante la perspectiva de una vida mezquina y un discurso confesional e inalienado respecto a un mundo corrupto y falso, según sus opiniones.

Siguiendo esta idea, podemos afirmar que Avellaneda utilizaría la protección que le ofrece un género autorizado para el uso femenino, como un espacio de construcción y exploración de su identidad como sujeto y como escritora, antes de emprender la construcción de realidades exteriores y objetivas como las que representa en sus novelas, ensayos y obras dramáticas. Lo epistolar, por principio, se presenta como un espacio no problemático para el desahogo del tierno corazón femenino. Sin embargo, bajo la pluma de Avellaneda se convierte en el territorio de negociación de su escritura y de los conflictos internos que se producían en su desencuentro con la sociedad, así lo testimonia en su carta del 13 de julio: “Juzgada por la sociedad, que no me comprehende, y cansada de un género de vida, que acaso me ridiculiza; superior e inferior a mi secso, me encuentro estrangera en el mundo y aislada en la naturaleza”[46].

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Una subjetividad insoburdinada  

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Ayudada por el mito del yo irreductible en lucha contra un mundo estrecho alimentado por Rousseau y la mayoría de los autógrafos masculinos, la cubana construye de esta manera a lo largo del epistolario un discurso dinámico, lleno de altibajos, contradicciones, atravesado por múltiples tensiones y dotado de un tono polémico y fuertemente pasional, vacilante entre el uso del V. y del tú, de las protestas de amistad y de amor, de arrepentimientos y de reproches, de ironía y humildad, del que quita y del que da:

De anoche acá V. ha decaído tanto en mi opinión que… (por qué no he de decirlo todo?) que casi temo aumentar con el nombre de V. la lista de mis desengaños. Yo perderé, si así fuera, yo perderé una ilusión, una última ilusión que me ha lisonjeado algunos días; pero V. perderá más: sí. Porque, ¿dónde hallará V. otra amiga como yo?, no puede saber, cuán puro, cuán desinteresado, cuán tierno es el afecto que me inspira. Pero, ¿a dónde voy a parar?; yo me contradigo! —No, caro Cepeda, no perderá V. mi amistad mientras ella tenga para V. algún valor[47].

Un discurso que juega con un lenguaje que aparenta obedecer el llamado a la prudencia de la autoridad, representada por Cepeda, quien intenta frenar el “lenguaje de la imaginación” usado por Avellaneda por considerarlo peligroso. Avellaneda, en contraposición, lo llama “lenguaje del corazón” y, podemos observar, se insubordina subrepticiamente a las exigencias de la voz masculina:

Cuando se pasee V. por los campos a la claridad de la luna, cuando escuche el murmullo de un arroyo, el soplo ligero de la brisa, el canto de un ruiseñor, cuando persiva el aroma de la flores… entonces piense V. en su amiga; porque todos esos objetos son tiernos y melancólicos como mi corazón. Perdón! No he olvidado nuestro convenio, y contendré mi pluma[48].

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El epígrafe que encabeza este estudio da cuenta ya de una serie de interesantes características que presenta la correspondencia amorosa de Avellaneda. En primer lugar, instaura la ambivalencia que caracterizará al epistolario: un yo tratando de construirse en un acto de autoconciencia y de seducción dirigido a un tú. Este complejo movimiento evidencia no sólo la imposibilidad de establecer fronteras entre la propia imagen, la imagen del otro y la que se quiere reflejar; sino también traza un límite no muy claro entre autobiografía, epístola y confesión. La culpa y la confesión se mezclan continuamente con la insubordinación discursiva de quien se niega a someter su discurso a los parámetros exigidos por la voz masculina. Ya desde el autorretrato que propone de sí misma en el cuadernillo, se cuela esta identidad femenina compleja, fragmentada, oscilante entre lo que la sociedad espera de una mujer y lo que la escritora aspira para sí alentada por el ideal romántico que quiere encarnar:

En cuanto a mi prima, era como yo, una mezcla de profundidad y ligereza, de tristeza y alegría, de entusiasmo y desaliento: Como yo, reunía la debilidad de muger y la frivolidad de niña con la elevación y profundidad de sentimientos, que sólo son propios de los caracteres fuertes y varoniles[49].

Para enfrentar la dualidad no resuelta del deber ser frente al querer ser, explica Brígida Pastor, Avellaneda se presenta con una serie de máscaras frente a Cepeda, propone en el texto un yo hecho jirones capaz sólo de unificarse bajo la mirada amorosa del destinatario. Se cruza el yo público de la escritora en ciernes o ya consagrada con el yo privado de la niña, la amante y la viuda. La culpa y la confesión se mezclan constantemente con la pasión irrefrenable para producir un discurso que quiere reflejar las contradicciones en las que se debate la protagonista y autora de las cartas:

La confesión se me ha escapado, y no la borraré. Allí va: temo amarte; ah, sí; lo temo mucho, y sin embargo no puedo renunciar a verte: no puedo. ¿Cómo tres o cuatro días han producido en mí un trastorno como éste? Me creía incapaz de amar de amor: la misma amistad era tibia y lánguida en mi alma abatida. Cómo es que tres decías han rejuvenecido mi corazón y… perdona, amigo mío; yo digo desatinos. No; soy tu hermana; esto me basta; esto es sólo que deseo[50].

De acuerdo a esta naturaleza ambigua y contradictoria escenificada en las cartas, la inconstancia es otro gran tema del epistolario –reiteradamente se queja de ser o de temer ser acusada de veleidosa por Cepeda–, sirva como ejemplo estas palabras tomadas de la posdata del “Cuadernillo de la autobiografía”:

He leído ésta y casi siento tentaciones de quemarla. Prescindiendo de lo mal coordinada, mal escrita, etc., ¿Devo dársela a V.? No lo sé: acaso no. Ciertamente, no tengo de qué avergonzarme delante de Dios, ni delante de los hombres. Mi alma y mi conducta han sido igualmente puras. Pero tantas vacilaciones, tantas ligerezas, tanta inconstancia ¿no deven hacer concebir a aquél a quien se las confieso, un concepto muy desventajoso de mi corazón y de mi carácter?[51].

Este tópico se desplaza hacia otros ámbitos de su obra. “El porqué de la inconstancia”, se llama un celebrado poema suyo en el que responde a otro de José María Heredia titulado “Inconstancia”. Este tópico es motivo de reflexión también en su primer drama Leoncia (1840) y en la novela Dos mugeres (1842). En estas obras Avellaneda defiende la inconstancia como una característica propia y necesaria tanto para el hombre como para la mujer. Asocia la inconstancia al deseo: “No es, flaqueza en nosotros, /Sí indicio de altos destinos, /Que aquellos bienes divinos /Nos sirvan de eterno imán”[52].

La defensa de la mujer inconstante afirma Evelyn Picon Garfield[53], forma parte del ideario de Avellaneda. La ambivalencia de la mujer ante el matrimonio la podemos ver como una característica que ella se atribuye y disculpa en su epistolario, es entendida innata a la naturaleza, al igual que el deseo, la esperanza y muchos otros atributos que son compartidos por hombres y mujeres. Avellaneda asume como un valor propio la inconstancia y lo convierte en un poder aprovechado para insubordinarse contra la imagen estereotipada y fija que le exige la sociedad. Así la vemos en su “cuadernillo” mudar de parecer en múltiples ocasiones en las que se creyó enamorada o dispuesta a casarse, así la vemos también cambiar de parecer cuando en su discurso epistolar amoroso modifica del tono de reproche al de disculpa, o el de súplica al de exigencia, o cuando jura amistad e inmediatamente la transforma en amor o viceversa. La ambivalencia, pues, lleva su discurso de un extremo a otro, aspecto que su primer editor, Cruz de la Fuentes, tratará de combatir.

Así pues, el epistolario instaura un movimiento oscilante y contradictorio, lleno de concesiones y rupturas, por lo que desde este punto de vista ha sido entendido por algunas críticas como un fracaso en tanto no logra articular un contradiscurso que se oponga coherentemente al ideal de la mujer sustentado por el liberalismo decimonónico[54], argumentando que más bien expresa las contradicciones irresolubles del sujeto femenino intelectual de la época y con ella el de la autobiografía femenina del periodo. Por el contrario, creemos que si enfocamos estas cartas desde el punto de vista de la gestación de la expresividad, autorreflexión y creatividad femenina, más allá de las frustraciones, fracasos y limitaciones amorosas y profesionales que arrastró en su vida Avellaneda, el epistolario se presenta como punto crucial y luminoso en el que se anudan y desanudan no sólo buena parte de los conflictos de la cubana, sino de una problemática central de todo un periodo de las letras y las sociedades españolas e hispanoamericanas. En este sentido, se presenta como una escritura compleja y llena de vitalidad, capaz de expresar la finitud de la existencia humana, a la vez que se proyecta como modelo de un mundo. Probablemente el epistolario sea lo más actual del legado literario de Avellaneda y la luz capaz de inspirar nuevas y renovadas formas de leer el resto de su obra.

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  1. Para resumir esta discusión transcribimos la siguiente reseña que de esta problemática ofrecen Santiago-Gómez y Eduardo Mendieta alrededor de la polémica estudios poscoloniales y estudios latinoamericanos y que a nuestro ver ilustra la discusión entre éstos últimos y en general los estudios culturales: “cuando Patricia Seed dio inicio al primer round de la discusión con la publicación de su reseña “Colonial and Poscolonial Discourse” en 1991, ya el terreno se encontraba abonado para ello. En ese texto, Seed resaltaba las nuevas perspectivas que ofrecen las teorías de Said, Bhabha y Spivak para un replanteamiento de los estudios coloniales hispanoamericanos. No obstante, y como lo anotaron también los críticos más acerbos del poscolonialismo (cfr. Ahmad 1992), uno de los puntos en discusión era justamente el uso de un instrumentario teórico decididamente “occidental” –como el postestructuralismo– para examinar el pasado cultural de las ex-colonias europeas. Desde este punto de vista, el crítico literario Hernán Vidal afirmaba que tal uso desconoce olímpicamente el modo en que el pensamiento latinoamericano mismo, y particularmente las teorías de la liberación y la dependencia, han desarrollado categorías pertinentes al estudio de su propia realidad cultural.”. (“Introducción: la translocalización discursiva de ‘Latinoamérica’ en tiempos de la globalización”, en Santiago Castro-Gómez Eduardo Mendieta (coords.), Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en Debate, Porrúa-University of San Francisco, México, 1998, pp. 21-22).

  2. Nelly Richard, “Intersectando Latinoamérica con el latinoamericanismo: discurso académico y crítica cultural”, Revista Iberoamericana, V. LXIII, no 180,1997, p. 359.

  3. Mabel Moraña, “El boom del subalterno”, Santiago Castro-Gómez Eduardo Mendieta (coords.), Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en Debate, Porrúa-University of San Francisco, México, 1998, p. 234.

  4. La subalternidad, según el resumen de este concepto que ofrece Ileana Rodríguez: “se constituye así en un lugar epistemológico presentado como límite, negación, enigma. En el Caribe, Sylvia Wynter lo piensa como el nec-plus-ultra (el más allá epistemológico que Foucault llama umbral), el propter-nos (identificación ‘altruista’ y principio de solidaridades basadas en la apariencia física y, por tanto, ligada al concepto de ‘raza’) y el ‘entendimiento subjetivo’ que elimina toda posibilidad de comunicación (Wynter 1995: 5-57) […] “Límite” es el lugar donde la historia deja de ser tematizada como acontecimiento (lugar de las épicas desarrollistas agenciadas por los ciudadanos, la modernización y el Estado hegemónico) y empieza a ser ontos: “ser” y ‘estar’ como lugares filosóficos, lugares culturales” […] “Así concebidos, el lugar del subalterno o de la subalternidad conduce hoy al estudio de la historia en términos de formación de legalidades. La subalternidad se discute ahora a través de los significados de los conceptos de ciudadanías, hegemonías, subordinaciones, sociedad civil, espacio público y gobernabilidades”. (“Hegemonía y dominio: subalternidad, un significado flotante” en Santiago Castro-Gómez Eduardo Mendieta (coords.), Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en Debate, Porrúa-University of San Francisco, México, 1998, p. 106 y p. 109).

  5. Homi Bhabha afirma: “Entre-medio (in-between) de la cultura, en el punto de su articulación de la identidad o diferenciación, aparece la cuestión de la significación”. (El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 157).

  6. Respecto a este concepto explica Cornejo Polar: “Mi hipótesis primaria tiene que ver con el supuesto que el discurso migrante es radicalmente descentrado, en cuanto se construye alrededor de ejes varios y asimétricos, de alguna manera incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico. Acoge no menos de dos experiencias de vida que la migración, contra lo que se supone en el uso de la categoría de mestizaje, y en cierto sentido en el del concepto de transculturación, no intenta sintetizar en un espacio de resolución armónica; imagino –al contrario– que el allá y el aquí, que son también el ayer y el hoy, refuerzan su aptitud enunciativa y pueden tramar narrativas bifrontes y –hasta si se quiere, exagerando las cosas– esquizofrénicas. Contra ciertas tendencias que quieren ver en la migración la celebración casi apoteósica de la desterritorialización (García Canclini, 1990), considero que el desplazamiento migratorio duplica (o más) el territorio del sujeto y le ofrece o lo condena a hablar desde más de un lugar. Es un discurso doble o múltiplemente situado.” (“Una heterogeneidad no dialéctica: Sujeto y discurso migrantes en el Perú moderno”, Revista Iberoamericana vol. LXII, 176-177 (1996), p. 841).

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  7. “Una vida en los extremos. Género y nación en Gertrudis Gómez de Avellaneda. Una perspectiva bibliográfica”, Ayer, 2017, p. 106.

  8. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año XIII, 25 (1987), p. 9.

  9. Problema de Lingüística General II, Siglo XXI, México, 1977, p. 183.

  10. En Ficciones fundacionales: las novelas nacionales de América Latina, FCE, Colombia, 2004.p. 158.

  11. “La Avellaneda en Cuba. Los espacios imaginarios de la historia literaria”, Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales, 17 (2001), p. 133.

  12. “La poética de la per-versión…”, art. cit., p. 30.

  13. Mary Louise Pratt, “Género y ciudadanía: Las mujeres en diálogo con la nación”, en González-Stephan, Beatriz (comp.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Venezuela, 1995, p. 273.

  14. Art. cit. 132

  15. Adriana Méndez Ródenas, “Mujer, nación y otredad en Gertrudis Gómez de Avellaneda”, Cuba en su imagen: Historia e identidad en la literatura cubana, Editorial Verbum, Madrid, 2002, p. 14.

  16. Citada en “Introducción. La vida: una novela epistolar romántica, y más (hacia la subjetividad romántica femenina)”, en Gertrudis Gómez de Avellaneda, Tu amante ultrajada no puede ser tu amiga: cartas de amor, novela epistolar, Fundamentos, Madrid, p. 21.

  17. Ibid., p. 23.

  18. El romanticismo español, Juan March y Castalia, Madrid, 1979, p. 574.

  19. Así explica Cruz de la Fuentes en el prólogo a la segunda edición: “Ajena por completa a nosotros toda idea de lucro cuando en 1907 sacábamos a luz por vez primera los hasta entonces ocultos documentos literarios de la más insigne poetisa española, no cuidamos de trompetear su aparición por medio de los grandes rotativos, seguros, como estábamos, de que habían de ser acogidos con admiración y aplauso de los hombres doctos; pues ellos venían a satisfacer la natural curiosidad de conocer hasta lo más recóndito del pensamiento de la inspirada Tula, y colocar, pudiéramos decir, la última piedra en el monumento, que la posteridad ha levantado a su memoria. Pero el éxito superó, al cálculo; el libro se impuso por la novedad, por la extrañeza que al mundo literario produjo la no sospechada existencia de aquella autobiografía y de aquellas cartas amorosas, llenas de pasión y de fuego, cual las pudiera haber escrito la mismísima Safo, y reveladoras de un estado de conciencia y de sentimientos ignorados hasta entonces…”, (en Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, Autobiografía y cartas (Hasta ahora inéditas) de la ilustre poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda, Lorenzo Cruz de Fuentes (pról. y necrología), Imprenta Helénica, Madrid, 1914, p. 7-8).

  20. Ezama Gil, Ángeles, “Cerrando el círculo: un fragmento del diálogo epistolar entre Gertrudis Gómez de Avellaneda e Ignacio de Cepeda”, Romanticismi. La Rivista del CRIER, 2016-2017, p. 113.

  21. Véase Rosario Rexach, “Un nuevo epistolario amoroso de la Avellaneda”, en Antonio Vilanova (coord.), Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Promociones y Publicaciones Universitarias, Barcelona, vol. 2, (1992), p. 1421-1422 y Emil Volek, op. cit., pp. 32-33.

  22. Véase Ángeles Ezama Gil, “Cerrando el círculo…” Art. cit.

  23. Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, Autobiografía y cartas (Hasta ahora inéditas) de la ilustre poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda, Lorenzo Cruz de Fuentes (pról. y necrología), Imprenta Helénica, Madrid, 1914 p. 60. (En adelante citaré esta edición para todas las cartas y se respeta la peculiar ortografía de Avellaneda que la misma consigna).

  24. Ibid., p. 277.

  25. Véase Brígida Pastor, El discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda: Identidad femenina y otredad, Universidad de Alicante, España, 2002, p. 52.

  26. “La autobiografía como insulto”, Anthropos, 125, 1991, p. 36.

  27. Puede resultar pertinente hacer notar que Avellaneda se refería a quienes hacían eco o comentaban algún suceso de su vida como “opinión pública” o “publico” lo que acentúa el carácter performativo de su relato, tal como se puede comprobar en la siguiente cita del “Cuadernillo de la autobiografía”: “El público que sabía la rotura de mi casamiento y no los disgustos posteriores, que hubiera entre Escalada y mi abuelo, no dejó de declarar, que mi abuelo salía de casa altamente indignado conmigo.” (p. 75.)

  28. Las románticas. Escritoras y subjetividad en España, 1835–1850, Cátedra, España, 1991.pp. 13-14.

  29. Leonor Arfuch define la intimidad que surge en esta época ligada a la esfera privada ya separada de la esfera de producción, como una zona incipiente, de obligada exploración, donde despunta la nueva subjetividad moderna (“Cronotopías de la intimidad”, en Leonor Arfuch (comp.), Pensar este tiempo, espacios, afectos, pertenencias, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 241.)

  30. Ibid., p. 17.

  31. Ibid., p. 85.

  32. Op. cit., p. 33.

  33. Alzate Carolina, Desviación y verdad: la re-escritura en Arenas y la Avellaneda, Society of Spanish American Studies, Boulder, 1999.

  34. Ibid., p. 37.

  35. Ibid., p.121.

  36. “Escenografías autoriales en la escritura epistolar de Gertrudis Gómez de Avellaneda, 1839-1840”,  Revista de Estudios Hispánicos, 50, 2016, p. 88

  37. Roxana Pages-Rangel, “Para una sociología del escándalo: la edición y publicación de las cartas privadas de Gertrudis Gómez de Avellaneda”, Revista Hispánica Moderna, 1 (1997), p. 26.

  38. Ibid., p. 112.

  39. “Poética de la per-versión…”, art. cit., p. 37.

  40. Art. cit., p. 24-25.

  41. Op. cit., p. 47.

  42. Gertrudis Gómez de Avellaneda, Poesías Líricas, t. I, Imprenta Aurelio Miranda, La Habana, 1914, pp. 133-134. En adelante citaré esta edición para los poemas de Avellaneda.

  43. Este es también la tesis que sostiene sobre el epistolario Susan Kirkpatrick en su estudio ya citado Las románticas. Escritoras y subjetividad en España.

  44. Dolores Fuentes Gutiérrez, “Las mujeres y las cartas: otra manera de novelar el yo. Gertrudis Gómez de Avellaneda y Carmen Riera (Cuestión de amor propio)”, en Marina Villalba Álvarez (coord.), Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX: I Congreso de Narrativa Española (en lengua Castellana, Ediciones de la Universidad Castilla-La Mancha, España, 2002.

  45. Véase Susan Kirkpatrick, op. cit. y Carolina Alzate, op. cit.

  46. Ibid., p. 59.

  47. Ibid., pp. 71-72.

  48. Ibid., p. 106.

  49. Ibid., p. 66.

  50. Ibid., p. 209-210.

  51. Ibid., p. 94.

  52. Ibid., p. 150.

  53. Poder y sexualidad: el discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rodopi, Atlanta, 1993, p. 106.

  54. Véase Brígida Pastor, op. cit. Y Susan Kirkpatrick, op. cit.


    Rosa María Burrola Encinas, profesora investigadora en el Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora.  Ha colaborado en distintas publicaciones especializadas con artículos y capítulos de libros sobre literatura hispanoamericana de los siglos XIX y XX. Doctorado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid y Maestría en Literatura Iberoamericana por la Universidad Autónoma de México.

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