Al haber nacido y habitado la mayor parte de mi vida en una ciudad donde tiembla con frecuencia, el tema de los terremotos me conmueve particularmente. Escribir sobre eso — la impresión, el miedo, y, en mi caso, la fobia que causan los movimientos telúricos, sean trepidatorios u oscilatorios, nos sorprendan de día, de noche o de madrugada, sin la advertencia de la alarma de la ciudad con su voz masculina de guerra mundial o con su puntual sirena que concede el tiempo justo (a veces) para bajar escaleras y abrir puertas a la calle—, parecería no sólo necesario sino también fácil. Pues lo cierto es que he escrito muy poco sobre mi experiencia con los temblores y prefiero leer lo que otros poetas, ensayistas, cuentistas, novelistas y cronistas han escrito al respecto. Tampoco me niego a ver documentales y películas que reproducen los momentos de terror y posterior desolación que éstos dejan. Entre los poemas que más me han impresionado sobre el tema está Agadir (1961), de Artur Lundkvist.
Quien lo haya leído, recordará sus fuertes imágenes desprendidas del terremoto que el 29 de febrero de 1960 devastó barrios enteros de esa ciudad marroquí, dejando, por lo menos, 15,000 muertos. El poeta sueco, quien vivió en carne propia ese terremoto junto a su esposa, escribió, en cuestión de dos semanas, y bajo el vértigo de los recuerdos más trágicos, un poema largo y extraordinario. En éste, la oscuridad profunda, sin vestigio de luz, es la noche, y también, el miedo a lo desconocido, a la fuerza devastadora de la naturaleza y, detrás de ello, al dolor físico y a la muerte.
En cuanto cesa el terremoto, descrito con inigualable fuerza por Lundkvist, y todo se sume bajo las tinieblas que el poeta equipara a un frío mortal envuelto por un polvo que cierra la garganta, es la aparición de una primera luz, de una segunda, de una tercera, lo que parece devolver la esperanza de vida. ¿Qué luces son esas? ¿De dónde provienen? Las primeras, de faroles llevados por personas que parecen extraviadas; las segundas, luces de una bicicleta “que avanzaba penosamente”, y después, más distantes, las de los faros de un coche. Se encenderá asimismo, tras apagarse y prenderse, la luz detrás de una ventana, pero también emergerán, casi al mismo tiempo, los gritos, y en una habitación vecina del hotel en el que se hospeda el matrimonio Lundkvist, la luz de una vela iluminando a dos viejos que se visten en medio de la destrucción, y en otra: “… una mujer joven, rendida y sola, entre los escombros, encendiendo cerilla tras cerilla”.
Para esas primeras luces, los adjetivos que emplea el poeta, aunque constituyan símbolos de vida, también expresan duda. Son “errantes”, “inseguras”, “vacilantes”, “desparramadas”, “difusas”, y habrá que esperar la luz natural: “Una noche prehistórica, una interminable espera del alba,/ espera de la luz del día, espera del sol, espera del mundo del orden,”. En este poema poderoso el día se nos presenta como la posibilidad de recomenzar aún en medio de la pérdida. Los sobrevivientes, a quienes describe sentados frente al mar en la noche, recibiendo de frente la brisa y soportando réplicas del terremoto pero bajo la bóveda del cielo, ya sin ningún techo que pueda derrumbárseles encima, quedan pasmados, y sólo al amanecer “los grupos se rompían, se movían como una materia en ebullición, arrastrados en diferentes direcciones por los rayos de luz”.
Lo impresionante en Agadir con respecto al tratamiento de la luz es que ésta transita por muy distintas fases. Ya las luces primeras, en medio de la total oscuridad que se instaura en la ciudad tras el terremoto, son no estables, provengan de faro, de linterna, de vela o de cerillo. Y aunque la luz del día, al romper, impulsa a los sobrevivientes a levantarse de entre las piedras para echar a andar, lo harán para buscar a sus heridos, a sus desaparecidos y a sus muertos, así como para comprobar que sus casas se han derrumbado. Lo terrible del poema estriba en que es, justamente, bajo la claridad de la luz, donde se recorre la devastación. Acaso uno de los versos menos duros es el que dice “las ratas dando vueltas, perdidas y blancas a la luz del sol, desvergonzadas,” y en la ciudad destruida donde proclama la ausencia de Dios, se pregunta: “¿Tengo que darle las gracias a Dios por haberme salvado?”
Poema, pues, de la verdad, Agadir no miente sobre lo que sucede y tampoco sobre lo que ve. No calla lo que duele: el sufrimiento de los otros es un permanente sobresalto y un recordatorio de la fragilidad humana. Al momento del terremoto, el poeta cae de la cama (no recuerda si por la fuerza del temblor o porque él se tira al piso), y, con los brazos sobre la cabeza, en la boca del lobo, escucha cómo todo se derrumba a su alrededor. Cree y siente que va a morir: “somos sonámbulos a punto de despertar en el momento de la muerte, justamente cuando caemos en la oscuridad que es igual que la luz,/ cuando la membrana del espejo de nuestra conciencia se rompe y el vacío se funde en el vacío”.
Osadía de fundir la luz y la oscuridad, Agadir se vuelve, en esa parte del libro, reunión de contrarios y texto de anagnórisis, del instante eterno en el que, quien cree que va a morir, experimenta una conversión. El poeta habla entonces de Dios, de un Dios que manifiesta su existencia a través de su poder y, sobre todo, de su voluntad. Un Dios que, en su caso, no se había manifestado nunca así. Tras esa conversión que nace del reconocimiento de la insignificancia del hombre, Lundkvist se abre a la compasión, y lo hace contando historias de otros al momento de la tragedia. Si fueron reales, se las contaron o las imaginó, poco importa; necesita escribir sobre el gato atrapado vivo: “sus llameantes ojos verdes no le servían de nada en este bloque de tinieblas sin el más mínimo rayo de luz”, y que finalmente, tras días y días de espera en el refugio de un armario, logra saltar al exterior cuando se abren las ruinas; sobre la novia de quince años que enviuda el mismo día de su boda; sobre el panadero que gracias a su oficio sobrevive tras nueve jornadas de agónico encierro; sobre el hombre herido que rescatan entre perforadoras, y que cierra con esta imagen: “y en la luz cegadora se agrietaron las tinieblas como una cáscara de huevo”.
Siempre la luz versus las tinieblas, la ciudad de Agadir se convierte aquí en “la ciudad blanca de la vida y de la muerte, vida y muerte unidas en un solo cuerpo”, al igual que la luz de la revelación en el instante más oscuro del terremoto que nos somete.
Poema de piedras, de rosas que no pueden respirar sin aire, de animales que presienten el temblor de tierra, Agadir es, también, poesía de señales ¿y de premonición? Por algo cierra así: “Agadir,/ preparación, advertencia/ de lo que quizá nos espera: la gran aniquilación,/ el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la/ muerte desvaneciéndose en el espacio…”
Los grandes poemas trascienden la experiencia personal del autor, aunque por su naturaleza puedan ser descriptivos, históricos, anecdóticos, y lo consiguen, quizá, porque esa experiencia única, que podría permanecer hecha un nudo, se destraba y se extiende en una larga, casi infinita cuerda, semejante al horizonte en el mar. En eso radica, también, la generosidad del poeta: en su deseo y en su voluntad de expandir imágenes y resonancias que después todos podamos mirar y escuchar.
El mismo día del temblor del 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, salí corriendo de mi departamento de 1937 en la colonia Hipódromo-Condesa, con el pulso acelerado y convencida de que iba a morir junto a mi esposo sin alcanzar la salida a la calle. Fue tal el impacto, que esa misma noche, con una maleta pequeña a rastras, nos fuimos para no volver. Ese día, antes de irnos al sur de la ciudad, caminamos una buena parte de las colonias Roma y Condesa y lo que fuimos viendo, y a quienes fuimos viendo, nos transmitían desolación: todo fue cerrando, no había ni un baño a donde ir a orinar; y a medida que fue oscureciendo, no se encendieron las luces. Cuando nos subimos a uno de los pocos metrobuses que pasaron, en la parada de Sonora, frente a un pelotón de soldados que descendía de un camión, y a unos pasos de un edificio ya en escombros, me sorprendió que fuera casi vacío: nosotros dos, y una familia de tres, con su perro y dos maletas, también huyendo de aquella desolación. Me tomó casi tres años convencerme de que podía dormir otra vez en ese antiguo departamento, al entender que era poco probable que en esas dos o tres noches elegidas se presentara otro temblor de ese calibre. Sé que me atreví, en buena medida, por haber leído Agadir por segunda vez, después de 20 años de no haber abierto ese libro publicado por Seix Barral, con su triste portada, y en la espléndida traducción de Francisco J. Uriz.
La Ciudad de México ahora, en tiempos de la Covid, llegó a lucir, también, desolada, especialmente en los meses de abril y mayo de 2020. Recorrer sus avenidas principales con casi todos los comercios cerrados, los parques y plazas acordonados, el reducido transporte público y los pocos transeúntes, me recordó las horas y los días posteriores a los terremotos más fuertes que ha sufrido la ciudad. Me recordó lo imprevisible. Cada vez que pasaba por un anuncio hecho con grandes letras de plástico sobre avenida Insurgentes, ponía en duda, aunque fuera por unos segundos, su mensaje: “Vivir es increíble”.
Claudia Hdez. de Valle-Arizpe es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM, ha publicado once libros de poesía y tres de ensayo. En 1997 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta por su libro Deshielo. Poemas suyos aparecen en no pocas antologías y han sido traducidos al inglés, neerlandés, francés y chino mandarín, entre otras lenguas. Por Perros muy azules obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada 2010. Ganó el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2015, en poesía, por A salvo de la destrucción. Ha sido Coordinadora Cultural de La Casa del Poeta “Ramón López Velarde” y es miembro activo del Sistema Nacional de Creadores de Arte de su país.