Si tuviera que definir a la Ciudad de México primero lo haría por lo lacustre, con sus dos temporadas, la de lluvia y la de no lluvia, de seis meses cada una, ya que fue para mí siempre un lugar lacustre y lleno de áreas de vegetación silvestre, minas de arena, pedregales, lagunas de temporal, arroyos y bosques y, sólo después, el área alrededor al Valle del Anáhuac, empezando en el círculo de la ciudad misma y expandiéndose en círculos concéntricos cada vez más amplios, y, sólo después, por el centro, su mezcla de pasado virreinal y realidad moderna, y los restaurantes donde nos llevaban mis dos abuelos, tradicionales y de comida criolla (criolla supongo por virreinal e hispanomexicana, aunque nada más mestizo, más mexicano, que esta comida, tan distinta, por otra parte, a las fritangas), los dos por separado aunque coincidían en buena medida en cuanto a sus gustos.
En los primeros años de primaria, tenía un amigo que vivía en Pedregal. Tengo la idea de que caminábamos—es posible que nos haya acercado en el coche su mamá pero estoy casi seguro que no, que el trayecto entero lo hacíamos a pie, esa era la libertad y la seguridad de la que gozábamos—desde su casa para llegar a un enorme cuerpo de agua que nos llegaba hasta la cintura en la temporada de lluvias. Era, lo pienso ahora, tenía que ser, parte de la antigua cuenca de México, hacia el lago de Chalco y, más allá, de Xochimilco. Eran los humedales, el agua dulce, a diferencia del agua salobre, y recuerdo, lo de siempre y siempre inagotable, una enorme extensión de agua reflejando el cielo y las nubes y al fondo el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. ¡Imagen que me ha conmovido siempre! Con pequeñas redes sacábamos pececillos y renacuajos y volvíamos con ellos en frascos a la casa de mi amigo. Yo también me llevaba estas criaturas a mi casa. Me fascinaba ver la metamorfosis de los renacuajos. Siempre me han encantado las ranas. De niño y adolescente siempre tuve acuario.
Lo lacustre también eran las tiendas de animales y de peces como la que se encontraba sobre la pequeña plaza justo calle arriba del Parque de San Patricio en San Ángel (ahí también compramos los camaleones cornudos que de lacustre no tenían nada, también serían mascota muchos años, con su extraña mezcla entre criatura prehistórica y de ciencia ficción, dragón y caballero medieval, una de mis mascotas preferidas muchos años; los soltábamos—hablo en plural porque otro amigo que vivía en la cerrada de Las Flores también tenía uno—en los predios o lotes baldíos donde había hormigas para luego llevarlos de vuelta a casa), o la pequeña tienda de acuarios y todo lo relacionado con los peces, incluyendo lombriz pequeñísima y larva viva de mosquito, en un local diminuto sobre Av. Revolución justo pasando el mercado de flores. También íbamos a la Merced a buscar ranas, y a ver diferentes criaturas, entre ellas los ajolotes, que me llamaban enormemente la atención, pero nunca tuve uno en casa, en el acuario u otro acuario. Llegamos a pescarlos alguna vez, rastreando las lagunas cerca de las orillas con red de mano en busca de renacuajos y acociles, pero los devolvíamos al agua cuidando no lastimarlos.
De niño, mi abuelo materno nos llevaba a picnics al Parque Nacional El Chico, pasando Pachuca, donde comprábamos pastees y mi mamá los agregaba como un complemento a lo que ya llevaba en la canasta. Le encantaban los mapas, sus instrumentos de ingeniero, todo lo relacionado con el automóvil. Casi llegué a sospechar que anticipaba con entusiasmo algún problema mecánico para aplicar su know how. Era Ingeniero geólogo, así que nos hablaba de la topografía, de las capas y tipo de piedra cuando pasábamos un cerro cercenado por la construcción de la carretera, de las eras geológicas. Mientras los adultos platicaban sobre el mantel puesto en algún sitio agradable de algún prado y bajo un árbol, mis hermanos y yo íbamos a los arroyos, donde nos metíamos hasta las rodillas y procurábamos atrapar renacuajos. Recuerdo el brillo verde eléctrico o azul turquesa de las libélulas.
El rincón nororiente de la casa de mis papás, donde estaba el cobertizo para la leña y el rectángulo de ladrillo para la composta, a un lado de los cuartos de servicio y su baño, comenzaba el terreno enorme de una quinta abandonada años antes de que nosotros llegáramos a vivir ahí. No era la única, pero era la más cercana y la más bella. Tenía una casa de dos pisos que daba a la avenida del otro lado, Calzada de los Leones, así como su reja. A un lado de la casa estaba la alberca que en temporada de lluvias se llenaba y se daba toda clase de vida acuática. El resto de la propiedad, unos dos mil o tres mil metros cuadrados, eran un jardín botánico silvestre, cuyos únicos transgresores, ya que no cultivadores, aquello se daba solo, éramos nosotros. Lo del rifle era un pretexto. Lo que más nos gustaba era hallar y atrapar distintos animales, para después soltarlos. Un hallazgo muy especial, y no difícil, eran las preciosas culebras, que encontrábamos en el pasto, debajo de las rocas, tomando el sol o en el agua de la alberca. Eran de distintas tonalidades de verde, no más grandes que un lápiz, con pequeños ojos negros un poco saltones. Las traíamos, mi hermano yo, a veces junto con otro amigo, enredadas en los dedos o en el bolsillo de la camisa y, a cierta edad, era común que llevara una a la escuela. Era un lugar misterioso, en potencia peligroso por las posibles serpientes o ratas, pero llegamos a sentirlo como nuestra patria chica, por decirlo de algún modo, la otra cara de la moneda de lo que era nuestra propia casa, ordenada al extremo, con los jardines bellos y trabajados, donde lo único silvestre era de lo que también nos encargábamos, o me encargaba, subiendo a las tejas y canelones de los techos de dos aguas para desenraizar los pastos y pequeños árboles que comenzaban a crecer ahí, o llevar en un frasco a los caracoles con mi mamá para que los contara y luego darles yo muerte no recuerdo bien de qué manera. Me pagaba cinco centavos por x, o veinte centavos por y, no recuerdo el pago a mis servicios, a nuestros servicios con respecto a los caracoles, ya que sí recuerdo a mi hermano en esa actividad, pero era un tabulario establecido de antemano. Los mismos caracoles que luego comeríamos en el restaurante francés en la Nápoles donde íbamos con cierta frecuencia. No se me escapó la ironía ni siquiera a esa edad. Tiempo después, mi mamá compraría conchas de caracoles, recuerdo el recipiente tubular transparente, para prepararlos en casa, no sé con qué fin ya que los caracoles ya venían con su propia concha y no nos comíamos las babosas, pero también contaban en nuestro trabajo como exterminadores de pestes, aunque a un menor precio.
La Tasqueña, casa de mis abuelos, era una casa de campo inglesa en un terreno de unos siete mil metros cuadrados cuyo dueño y constructor había partido del país a fines del porfiriato y frente a la revuelta social que se veía venir para volver a Inglaterra. Mi abuelo se la compró a él o a sus herederos en los años veinte. Yo la recuerdo, y fui cada semana hasta los doce años, todavía en despoblado, rodeada por tres lados por campos de maíz y de alfalfa. Había acequias y la parte oriente del Río Churubusco no se había entubado aún y estaba bordeado por grandes eucaliptos. Tlalpan era una avenida amplia pero mucho menos transitada que diez años después, en cuyo camellón central corría el tranvía doble Tlalpan-Centro Histórico de la Ciudad de México. Fue trazada y construida por los mexicas en el siglo XIII, y era una de las tres calzadas que unían el islote México-Tenochtitlán con los, en aquel entonces, pobladores de tierra firme, y solución a como transportar mediante un acueducto el agua potable de los manantiales de Huitzilopochco y Coyoacán. También servía para separar las aguas dulces de las salobres. Sobre la misma entraron los conquistadores españoles por vez primera a la ciudad, dándose ahí el encuentro entre Moctezuma Xocoyotzin y Hernán Cortés, el 8 de noviembre de 1519. Lo más cercano a la casa de mis abuelos era el Club Campestre Churubusco.
Un poco más grande y durante años salíamos de la casa para andar en bicis por toda la zona al occidente de Las Siete Chimeneas, en un extremo el Panteón Jardín, en la parte alta las minas de arena y una que otra presa, así como el inicio del bosque, y del otro extremo Barranca del Muerto, Plateros y el recién inaugurado Aurrera donde comprábamos pingüinos y latas de root beer, me parece con la figura de un oso, para refrescarnos. Yo tenía una bicicleta para la cual había trabajado y ahorrado y que le había comprado a un compañero del colegio. Fue mi primera pertenencia mayor y que yo había adquirido. Estaba casi nueva. Era casi como tener un caballo, tal era mi orgullo, y una combinación ideal para usarla campo a través, para trucos, o para andar en la calle. Tenía un asiento tipo banana, llanta trasera más grande y ancha que la delantera, lisa, frenos de pedal para la trasera y frenos de mano para la delantera, y la delantera era todo lo contrario a lisa, off road, para tener buen agarre. Podía hacer bastantes trucos con ella, levantarme sobre la llanta trasera, recorrer distancias de esa manera, como montarla a toda velocidad y luego aplicar los frenos traseros para patinar, pero lo que más me gustaba era llevarla a esos sitios donde uno tenía que hacerse su propio camino, y cruzar de una parte a otra con uno o dos amigos. Era dorada y plateada y del todo inaceptable, a mi parecer, ponerle calcomanía alguna.
En la preparatoria, nos fuimos de pinta dos o tres veces a la Avenida Observatorio a tomar el camión a Toluca para bajarnos en La Marquesa. En una ocasión, incluso pesqué una pequeña trucha en la presa y nos la prepararon en unos de los puestos de quesadillas, junto con lo demás que almorzamos. Íbamos al Ajusco, a los Dinamos, donde también pescábamos, adrede pocas, y pequeñas ya que las truchas sólo se dan de cierto tamaño en esas aguas, casi sólo para probarlas y por la emoción de pescar, en el río Magdalena que era el mismo que pasaba frente al Altillo y a la casa de mis primos en Coyacán. Los papás de un amigo que vivía en Lomas, nos llevaban a las lagunas de Zempoala. Más grandes, cuando comenzamos a acampar, regresaríamos por nuestra cuenta e iríamos a muchos otros sitios preciosos, la Sierra de las Cruces y la Presa Iturbide rumbo al Centro Ceremonial Otomí y, del otro lado, los pueblos de San Pedro Arriba y San Pedro Abajo, así como a La Marquesa y a Jajalpa y, un poco más grandes, a lugares más remotos como Pucuato Sabaneta y Mata de Pinos en Michoacán o a la Sierra de Puebla; todo esto en la secundaria y en la preparatoria. Un lugar que se volvió de nuestros favoritos y fuimos unas cinco veces a lo largo de esos años, fue al volcán Nevado de Toluca o Xinantécatl (Señor Desnudo). Subíamos hasta la cima, desde donde se veían los alrededores pero también los dos cráteres con sus lagunas, la del Sol y la de la Luna, en su interior. También pescábamos trucha ahí o no pescábamos trucha y comíamos sólo lo que habíamos llevado para alimentarnos. Nunca he pasado fríos como en la madrugada de algunas de aquellas ocasiones, esperando a que el sol librara el labio altísimo del volcán para darnos directamente y calentarnos. Pescamos una vez en el Río Tenancingo, muy cerca del Nevado, y de ahí fuimos a Ixtapan de la Sal a las aguas termales y al calor. Y lo anterior sólo para hablar de las aguas frías y limpias del altiplano mexicano y de los bosques del Estado de México, Puebla y Michoacán. Mata de Pinos, Pucuato, Sabaneta, Zempoala, Río Frío, Laguna del Sol en el volcan Xinantécatl, Zacapoaxtla. Los lugares donde habita la trucha arcoíris siempre son de aguas frías y cristalinas, en bosques de coníferas y otros árboles de clima templado.
La impresión sigue muy fuerte. Era otro día de campo. Tendría más o menos ocho o nueve años. Tomó bastante tiempo llegar ya que estaba en el nororiente de la ciudad, lo cual ya incrementaba la emoción así como la impaciencia. Cuando llegamos era como hacerlo a un sitio que ya no era la ciudad misma. Creo que era donde iban a dar todos los grandes ríos, ahora de aguas negras, el Río Churubusco, el Río de la Piedad, el Río Consulado, y más al norte el Río de los Remedios, para desembocar cada uno en el Gran Canal de Desagüe. Muchos de ellos habían sido entubados y ahora pasaban por debajo de avenidas con su mismo nombre. No sé en qué sitio desde el Gran Canal de Deasgüe y su confluencia con el Río Remedios, desde donde parten otras tres corrientes, entre ellas, el Río Tula, estábamos nosotros aquel día. Tampoco sé en qué punto de la construcción del drenaje profundo realizado entre los años de 1967 y 1975, pero si más o menos el año, 1970, ya que yo tendría unos 10 años, los años de Echeverría.
No sé bien con qué fin nos llevaron ahí. Era una estructura muy grande, con oficinas y distintas áreas de operación. Recuerdo que estábamos parados sobre un piso de parrilla de muchos metros cuadrados y justo encima de las aguas. El líquido potente y profundo parecía correr a escasos metros bajo nosotros aunque la distancia real era mayor. Había barandales a los lados y si uno veía hacia abajo lo único que lo separaba del agua que corría, potente y amenazadora, extraña ya que no se parecía a nada que hubiéramos visto antes, clara y negra, espumosa y café, con basura, y lo que nos separaba de ellas, la cuadrícula de hierro, parecía frágil y de un tejido demasiado abierto. Con decir que nos llegaba la brizna, levísima ¿o imaginada?, y el gesto era taparse la boca con la mano o la camiseta. Pero lo que más nos impresionó eran los cadáveres inflados, sobre todo de perros, aunque sí vimos una vaca, que pasaban por debajo con cierta periodicidad, como en una estrafalaria coreografía. Si en épocas pasadas los ríos y las lagunas del Valle de México habían sido navegables, incluso por un barco de vapor, no eran navegables esas aguas que pasaban por debajo de nosotros, como tampoco nosotros éramos una nave o estábamos suspendidos en una nave; al contrario, la sensación era de gran peligro y caminábamos sobre aquella superficie que nos separaba de ellas como si fuera vidrio.
No recuerdo que fuera tanto el olor que desprendían, o que fuera lo que más nos impresionó. El hedor venía por rachas, venía y se iba, como todo lo demás. Eran las aguas residuales de todo tipo de la ciudad de México y sus ríos y arroyos, entubados o no, que incluían el agua copiosa de las lluvias. Aquello fue mi primera experiencia de lo sublime. No lo sabía a esa edad pero lo sé ahora. ¿Me sirve de algo? No, no lo creo. Rara manera de vivirlo, pero así fue, como también lo fue de una estética muy distante a la de lo bello y armónico, la de lo feo y de lo grotesco, (el brazo del general Obregón, “mi general”, en su monumento en Chimalistac, aportó algo, supongo, pero era más absurdo que grotesco). Volvimos a la escuela casi todo el largo trayecto en silencio, cada quien ensimismado en sus propias cavilaciones. Habíamos conocido lo terrible y le habíamos dado otro rostro a la ciudad.
Años después, ya en la prepa, fuimos a acampar a la presa Endhó, construida en los años 1947-1952 con el fin de contener toda el agua de lluvia que ingresaba al distrito de riego y almacenarla, cuerpo de agua limpia, para el Distrito de Riego 03 de Mixquiahuala y para abrevadero de animales de libre pastoreo, se convertiría por decreto del presidente en recipiente de las aguas negras del Distrito Federal y del área metropolitana. El Río Tula nace así en estas aguas negras. También quisimos pescar ahí. No dábamos con el lugar porque sólo se veía una extensión enorme de verde desde el camino de terracería. Cuando llegaron los vientos, desplazaron en muy poco tiempo las plantas acuáticas a la otra mitad de la enorme presa, abriendo un cuerpo enorme de agua. Creo que todos gritamos ante el espectáculo. No pescamos nada, también hicimos intentos, en el Río Tula, pero ya se notaba algún grado de contaminación, del cual se quejaban los lugareños.
En 2010, para hablar por un momento de fechas mucho más recientes, la presa Endhó, ubicada al sur del Valle del Mezquital, a 20 minutos de donde se encuentran los Atlantes de la cultura Tolteca, recibe alrededor de 3 465 millones de litros de aguas negras diariamente. El hedor es insoportable y sus aguas matan a los animales que abrevan ahí. También existieron las arboledas de ahuejotes en el Valle de México, una especie endémica a los lagos de México.
El agua es más mi medio que la tierra, o eso llegué a sentir en muchos momentos. Las albercas me encantan y son otro de esos sitios memorables de la niñez, alrededor del cual se sitúa lo demás. Pero también el espacio de la regadera, sentado en un rincón y envuelto con la toalla, con sus canceles verdes, también acuáticos. Espacio interior lo más cercano a estar sentado en la rama de un árbol, supongo, así que árbol y alberca se encuentran. Las tinas también siempre me han gustado, pero eran pocas las veces que usaba la tina en el baño de mi hermana. La alberca de la Casa Azul, de Mamá Tití en Cuautla y en Revolcadero, del hotel venido a menos y llena de gardenias en San Fortín de las Flores, con su mesa de billar pandeada, así como la de ping pong, y los colchones, lo cual nos divirtió, y luego estaba la hija de los amigos de mis papás, un poco mayor que yo, y el café y el pan dulce, de agua friísima en Cuernavaca y Villa Guerrero.
Había sido tapada la alberca que estaba en el jardín principal de Las siete chimeneas por el dueño anterior, el señor Charlie Jagou, porque el hijo de sus vecinos se había ahogado y eso los había impresionado mucho. Cuando nosotros vivimos en la casa, aquello funcionaba como aljibe, como reserva de agua. Era extraño levantar una tapadera pesada de hierro y percibir, más que ver, el agua abajo, todo en lo que parecía sólo ser un jardín con césped. Había muchas historias de aparecidos, sobre todo entre las personas que vivían con nosotros como servidumbre. No era poca la ayuda: una cocinera, una muchacha, a veces dos, el chofer, que también era multichambas, y el jardinero, que era de entrada por salida. Siempre supuse que a quien veían era el niño ahogado, pero seguido hablaban de una niña o de una parejita, niño y niña; sólo de adulto supe que eso había sido en la casa de los vecinos.
También íbamos a Tequesquitengo, pero a esquiar. Mi madre de niña iba seguido los fines de semana a una cabaña que había construido mi abuelo. Los adultos jugaban cartas, platicaban, tomaban y comían. Mi mamá se paseaba por el lago en su lancha de remos con su perro Cocky, sobre todo para ir a una resbaladilla de concreto del otro lado que daba al agua. También limpiaba por una tarifa la lobina que pescaban los señores, y jugaba con algunas amistades del pueblo. En una ocasión se trepó en un guayabo y comió mucho fruto que no había madurado. Se enfermó y hasta la fecha no aguanta el olor de la guayaba.
Agua Hedionda en Cuautla era otro de nuestros lugares preferidos.
Los Water Boatman o Hidrómetra, del abrevadero para los caballos en Jajalpa, se volverían presagio del remo en mi último año y meses de preparatoria. También me regresaría al deporte que practiqué tres o cuatro horas diarias de los diez a los trece años, la natación, en el Club Pedregal. Posiblemente era más water spider sobre el skiff, que nadando. Uno de las emociones más memorables para mí es justo sentirse uno con la madera y el metal de aquel artefacto, la sensación de sincronía, de extensión y velocidad, de una capa sobre otra capa, tanto de la mano y el remo, como del esquife y el agua, asunto de contiguidad pero no de indiferenciación excepto por momentos, más de intersticios. Dos de mis compañeros de clase practicaban dicho deporte y uno de ellos, S A, el más cercano en ese momento, me invitó a su club, el Club Alemán. El otro amigo, A G, remaba en el Club España. La casa de remo del club estaba en Xochimilco. La separaba un canal de la plataforma del extremo sur de Cuemanco. La casa club estaba casi en ruinas. Era una construcción de dos pisos y el piso de arriba estaba agujerado y se podía ver hacia la planta de abajo, donde estaban las pesas y algunos de los barcos. Los demás estaban en el hangar, al otro extremo de la pista olímpica de remo y canotaje Cuemanco y su entrada principal. Practiqué y concursé primero, como todo mundo, en el ocho con timonel, en la punta por ser el más novato y más ligero. Luego me concentraría en el esquife y doble skull remo corto. Pero antes había que aprender a remar en un esquife gordo y ancho que habían apodado, si no mal recuerdo, la “madrina”. Por los madrazos, creo, y no por la policía judicial. Era difícil voltearlo, aun cuando uno perdiera los remos, pero aparte de eso los mecanismos, el asiento que se deslizaba, el largo de los remos, eran lo mismo. ¡Remé semanas por los canales del viejo Xochimilco, por las casas, bajo los cipreses, ahuejotes y otros árboles, entre las chinampas! Era una realidad insólita, lo urbano junto con lo laboral y, éste, a su vez, inseparable de lo natural. Veía las actividades en los patios traseros de las casas. Era limpia el agua, incluso me sorprendió lo mismo, con vegetación pero no como para impedir el remo o el transporte de cualquier tipo, que para los habitantes del área seguía siendo principalmente por agua. Veía así, conocía, el Xochimilco más íntimo que el que conocen los turistas, y no por eso me volví habitante, lo cual sería falso y presuntuoso, me miraban pasar, sobre todo los niños de modo abierto, intercambiábamos saludos, a veces una breve conversación, seguido algo que llevara a la risa. Estaban acostumbrados a ver fauna como yo y creo que les parecía gracioso y un poco incomprensible lo que hacíamos. Aunque los mejores entrenadores y algunos de los mejores remeros, sobre todo en las canoas, eran nativos de Xochimilco, así que también era parte de su tradición. Luego me pasé a la pista olímpica, sin dejar de ir a la vieja casa club, ya que ahí me cambiaba, bajaba el esquife, a solas, o el skull, con algún compañero, lo metíamos al agua, cruzábamos los tres metros de aquel canal, desembarcábamos en la plataforma del otro lado y cargábamos el skull por encima de nuestras cabezas, los cinco o siete escalones para subir al nivel de la pista olímpica y luego nos introducíamos en ese amplísimo cuerpo de agua, como alberca fantástica, para entrenar en su extremo sur o en toda su longitud. Nada como esas mañanas, esos amaneceres ahí, en el suroeste del valle de México, seguido visibles los volcanes, el sonido de los remos entrando en el agua, el aire fresco y el lugar límpido y diáfano. El entrenador nos acompañaba desde tierra firme, en el camino lateral, donde también entrenábamos corriendo, en su bici y con el megáfono en mano. Dejábamos los barcos en uno de los muelles en el extremo de los hangares y corríamos o subíamos y bajábamos las escaleras de las gradas. Los entrenamientos eran extremos, de tres o cuatro vueltas completas, y acabábamos exhaustos. Disfrutaba mucho después ir a una heladería en el centro del pueblo o a los licuados de alfalfa. Participé en varias regatas nacionales. En doble skull remo corto obtuvimos cuarto lugar. No hay deporte que he gozado más, pero nunca lo he vuelto a practicar. No hay sensación que se parezca a estar sobre el agua en una embarcación tan ligera y en apariencia frágil, inmersos en el líquido y a la vez no, el poder y el sonido de los remos, el movimiento sobre el banco en sincronía con el leve hundimiento seguido por el aligeramiento de la nave, esquife o skull.
Los árboles han tenido una enorme importancia en mi vida, algo que también inició en mi primera niñez y en mi adolescencia y que, para mí, es inseparable del agua. Los árboles, como ya he mencionado, de la Tasqueña, pero también de la casa grande y vieja en la que crecí, llena de escondites y lugares divertidos, como la torre alta con el tinaco verde o los techos de dos aguas y teja con sus múltiples nichos. Las chimeneas, reales y falsas, que subían al cielo y, más, desde la azotea, y le daban su nombre a la casa. No The House of the Seven Gables, pero sí Las siete chimeneas. Había sitios donde uno podía pasar del techo directo a las ramas de un gran fresno, procurando no cuartear una de las tejas, pero, a veces, aunque uno hiciera todo por impedirlo, se oía y a la vez se sentía algo que cedía, de modo sonoro y táctil y, en un instante, bajo el peso del pie, un fracaso pero también una sensación placentera. También había muchos otros fresnos, un tejocote, una palma ancha que creció con nosotros, varias trepaderas como la frambuesa y el plúmbago, setos de pirocanto, una higuera, un pino y dos oyameles altísimos y más viejos que la casa, de uno colgaba el mecate y la vieja llanta que usábamos para treparnos y también para girar hasta marearnos.
Cuando mi abuelo vendió La Tasqueña al Sindicato de Músicos, especificó en el contrato que se respetaría la casa y los árboles. Pero lo anterior no era obligatorio legalmente y la nueva obra destruyó del todo la anterior, como si nunca hubiese existido. Como ha sido el caso una y otra vez a lo largo de los siglos en México. Mi padre durante años, décadas, no tomaba el paso a desnivel en el cruce de Miguel Ángel de Quevedo y Tlalpan con tal de no ver aquel cambio. Nunca he estado en los interiores, pero el edificio cuadrado y enorme que se ve no tiene gracia alguna. Posiblemente el derrumbamiento de La Tasqueña sea el símbolo más fuerte y doloroso para mí de la ciudad de mi niñez.
Donde estaba la casa y sus jardines, rodeada por tres costados de los sembradíos de alfalfa y maíz que, en mi mente de niño, parecían no tener fin, ahora, que escribo estas memorias, está la Central Camionera, la estación Taxqueña del Metro, un enorme supermercado; en breve, es una de las áreas más transitadas y congestionadas de esa tremenda megalópolis. San Ángel, Tlacopac y Coyoacán en mi niñez seguían siendo pueblos con sus barrios, ni se diga Tlalpan, e ir a Xochimilco era una excursión para un sábado o domingo, lo cual es aún más cierto de Milpa Alta que ya era medio camino a Oaxtepec (y quiera Dios que jamás se conurbe Milpa Alta).
Cuando, de joven, universitario digamos y, después recién casado, le describía a otros los cambios de la Ciudad de México que me había tocado presenciar, me decían que lo que yo platicaba no era posible, eran palabras de un hombre de setenta u ochenta años, y no de veinte o treinta y pocos. Pero es la verdad. Para varios amigos míos muy queridos, también chilangos o capitalinos, más jóvenes que yo pero no por mucho, cinco o diez años, pero también amigos de mi misma edad o cinco años mayores, el que yo describa así la ciudad de mi niñez y adolescencia, que también fue la suya, les extrañaría sobremanera. La mayoría, ya adultos, huyeron del DF en cuanto tuvieron la oportunidad de hacerlo.
El crecimiento desmedido de la ciudad y de la zona metropolitana, la urbanización de las zonas agrícolas y lacustres que aún existían, fue brutal en los setentas y ochentas, sobre todo después de las olimpiadas del ’68 y del mundial del ’70. Lo que cambió de modo violentísimo a la Ciudad de México, equiparable sólo al sismo del ’85, fueron los ejes viales dejados caer sobre la fisonomía del DF por su regente el “professor” Hank González, Gengis Hank, 1976-1982, obviando barrios y pueblos, incluso colonias más recientes, trazando una red de ejes rectos que pretendían ignorar siglos de historia. El Valle de Anáhuac ya no como una conurbación de distintos pueblos y ciudades, incluida la Ciudad de México, sino como una sola mancha urbana. Ese proyecto “modernizador”, que en realidad es expresión de barbarie y de una visión muy corta y seguido filistea, que ha acabado con cuadras enteras de los barrios históricos de tantas de nuestras ciudades. Esas nociones de “progreso” que nos han llevado al borde de tantos abismos.
Habría que tomar en cuenta que la ciudad que me tocó es un poco insólita dadas las casas y las partes del valle en las que viví o más frecuenté, incluido el Centro Histórico, donde mi abuelo materno tenía su oficina, en la calle Dolores en el Barrio Chino, pequeño pero real. Décadas después también dejaría de existir Las siete chimeneas. En su lugar hay un edificio de veinte pisos sobre la lateral del Periférico.
Debo decir que, con todo y el increíble cambio, cada vez que vuelvo a la Ciudad de México, lo que más me emociona y llena de sensaciones gozosas, es esto mismo que amé de niño y preparatoriano: el brillo de la cantera, de la piedra, después de una lluvia; la ahora extraordinaria pero no menos magnífica transparencia; las montañas, y un poco más lejos, los volcanes, que la anidan; su cielo; ciertos olores, ciertos sonidos; sus mercados y restoranes; sus parques y algunas avenidas arboladas; su Zócalo y los edificios circundantes muchas calles a la redonda; la plaza central de cada pueblo que se conurbó; incluso, su caos y, sobre todo, su gente.
En una ocasión, no sé a qué íbamos, de dónde veníamos o hacia dónde nos dirigíamos mi mamá y yo, sí recuerdo que era asunto de matar el tiempo, kill time, concepto extraño si los hay. Nos detuvimos en algún sitio entre la mancha urbana, en aquel espacio enormemente abierto y plano, el lecho del antiguo lago de Texcoco, y los volcanes. ¿Cómo describirlo? Creo que llegamos entre los dos a la frase panteón de árboles. Eran ahuehuetes en su mayoría, algunos de pie, esculturas fantásticas, casi metálicas, de hierro, mineralizadas por las sales y la intemperie, mi memoria los tiene como en parte fosilizados o en proceso de fosilización, quizá porque yo los relacionaba con los dinosaurios. Los demás tumbados y o trozados. Eso parecían, el esqueleto de una enorme criatura mitad árbol mitad dinosaurio, cada vertebra del ancho de una casa, con ramas del grosor de un vocho. Anduve trepándome por aquellos restos un par de horas. Me alejé con tristeza, consciente que dejaba atrás un lugar mágico pero también fúnebre. Pude imaginarme aquellos ahuehuetes enormes con vida, alzándose de la tierra humeda, a un lado de un río o del lago, hacia el cielo del altiplano.
He visto la desaparición, destrucción o muerte de muchos grandes árboles en mi vida, un buen número de ellos en esta autobiografía que escribo y que sólo es sobre mi niñez y adolescencia. Ya adulto, he tenido el proyecto durante décadas de fotografiar los grandes árboles vivos que restan en el país y escribir poemas sobre ellos. Sería el cuaderno de un testigo.
Fragmento de la obra en proceso, Ciudad líquida: una educación sentimental y política, que es una autobiografía sobre mi niñez y adolescencia.
Roberto Ransom Carty es narrador, ensayista y poeta. Es autor de más de una quincena de libros, entre ellos: En esa otra tierra (novela, Alianza, 1991); Historia de dos leones (fábula/capricho, El Aduanero, 1994): A Tale of Two Lions (trad. Jasper Reid, W. W. Norton, 2007); La línea de agua (novela, Joaquín Mortiz, 1999); Desaparecidos, animales y artistas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 1999): Missing Persons, Animals, and Artists, (trad. Dan Shapiro, Swan Isle Press/University of Chicago, 2018); Te guardaré la espalda (novela, Joaquín Mortiz, 2003); Regiones de desemejanza (ensayo (Solar/Conaculta, 2007); Árbol de corazones (poesía, El tucán de Virginia, 2009); Vidas Colapsadas (cuento, El guardagujas/Conaculta, 2012) y La casa desertada: Graham Greene en México (ensayo, Aldus, 2017). Realizó sus estudios de licenciatura en literatura dramática y teatro, letras modernas, en la UNAM y se doctoró en la Universidad de Virginia como becario Fulbright-García Robles en el programa de Teología, Ética y Cultura. Dedicado más de treinta años a la enseñanza, ha sido catedrático en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en la Universidad Autónoma del Estado de México y en la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde actualmente labora.