ISSN 2692-3912

La cueva de ropa

 
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Era un lugar que quedaba lejos de todas partes. La entrada, casi al ras del piso, fue construida por miles de soldados, entre mi cama y las camas de mis hermanas. Para abrir la puerta había que llorar o reír, sino no valía. Esa era nuestra contraseña sagrada de Alí Babá.

Un sábado a la tarde llovía coronitas en el patio. El salpicar era más fuerte que todos los sonidos del mundo. Una por una, desaparecían las canciones de los pajaritos que vivían en el pino de la flaca, las voces de la radio en la cocina y las explosiones de las chapas que se estrellaban en la calle, voladas por el viento.

María Cecilia tenía miedo por la tormenta y sin querer abrió la puerta de la cueva de ropa. Como estábamos aburridos, nos metimos los tres. Para no perdernos, enroscamos una sábana y la usamos como soga. Cada uno tenía que agarrarla fuerte con las manos.

El túnel iba para abajo. En su oscuridad flotaban estrellas infinitesimales. Eran átomos y células —les expliqué a mis hermanas. El suelo también brillaba, porque estaba hecho de pepitas de oro.

Tiempo después, leí Viaje al centro de la Tierra, y supe que todo lo que contaba Axel Lidenbrok era verdad, porque la cueva de ropa también pasaba por bosques de hongos gigantes, también era habitada por dinosaurios y terminaba en el mar.

Pasaron los años y ahora soy grande.

Veo la nada desde mi balcón. Es de noche y llueve. Tengo la pierna en alto contra la baranda, porque me desgarré un gemelo. El viento sopla fuerte igual que en la Provincia; la zanja, crecida, arrastra hojas de paraísos y estrellas federales; el farol de la esquina se apaga.

Esta lluvia y esta noche hacen buena pareja con aquella lluvia y aquella noche. Imagino que tal vez se están mezclando a través del agua y que estas gotas que caen sobre mis manos son en realidad aquellas que caían en el patio de Celina.

Esta negrura que veo desde el balcón tiene forma de cueva. Eso me da cierta esperanza. Para abrir la puerta, primero pruebo llorando, pero tanta agua lava las lágrimas; después pruebo riendo, pero la risa es falsa, y la puerta no me cree.

Decepcionado, entro de nuevo al living y cierro la ventana del balcón. Voy a la cocina, tomo agua y apago la luz.

El sueño me llevará hacia el campito.

Caminaré despacio, porque seré un anciano. Miraré las golondrinas que volverán oscuras hacia el norte. Estaré tan débil y sediento que la sombra de un árbol me aplastará las piernas.

Caeré al piso y me fracturaré la cadera. Escucharé entonces el crujir de las piedras de tosca expuestas al calor del verano y me parecerá que hablan. La muerte me resultará algo imposible, una especie de cuento.

Horizontal sobre la gran esfera, recordaré el nombre de mis seres queridos y pensaré, afiebrado, que sus caras desfilan en la luz.

Hablaré con ellos y les contaré cosas. Pero sólo me devolverán silencio y la charla en realidad será un monólogo lento, entrecortado.

De pronto, el cielo se tornará gris, gris oscuro y después negro y en el horizonte por fin aparecerá la tormenta. Las coronitas que caían en el patio de mi infancia ahora lo harán en el campito. Los pájaros desaparecerán y los brillos se apagarán.

Pasarán varios días y otras personas me encontrarán. Alguien me reconocerá:

—Es Juan Diego Incardona, el escritor de Villa Celina.

Primero comprobarán mi muerte. Después intentarán levantarme. Pero no será fácil. Mis pies estarán semienterrados en un suelo más duro de lo habitual. Ellos no sabrán que ese suelo en realidad está hecho de baldosas rojas y amarillas del patio de mi casa.

Cada vez más gente se acercará para ver mi cadáver. Las personas me rodearán y debatirán cómo hacer para sacarme de allí.

El rigor mortis será tan fuerte que no podrán despegar la mano de mi pecho.

Mis abuelos Giuseppe y Lucía vendrán a buscarme. Yo les preguntaré por mis hermanas y me dirán que ellas me esperan en la cueva de ropa, que para entrar sólo tengo que reír o llorar.

 

Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió la revista El interpretador. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Melancolía I (2015), Las estrellas federales (2016) y cuentos en distintas antologías, diarios y revistas. Actualmente, dicta talleres literarios, coordina un ciclo de cine en el ECuNHi (Espacio Cultural Nuestros Hijos) y realiza actividades en escuelas y bibliotecas populares, en representación de la conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).