Sentada sobre aquella mesa circular, Ciervo
me dio por seguir el llamamiento en la Baross Utca;
era la hora de un saberse cubierta por el tiempo;
saberse un agua de tiempo como el aire;
un tiempo de luz que con su mismo sopor
va prolongando la vida;
ese tiempo fue uniéndose al sonido de campanas;
al griterío del concierto en la esquina donde los gitanos
se habían detenido a cantar y beber.
Escribía sobre la mesa circular
un apunte para un programa de radio
cuando escuché a la gente ir bajando del tranvía.
Aquella mañana había ido por flores
para un cumpleaños
y el florista pensó que yo era
una mujer turca
y le simpaticé.
Desde la mesa circular
veía ahora las flores
relumbrar de cansancio.
Poco a poco ese peso del tiempo
se fue convirtiendo en hastío;
ese cargar con todas las dudas del mundo
sin saber dónde colocarlas;
cómo huir de ellas.
Me levanté y eché a andar contigo, Ciervo.
Ibas a mi lado guiándome, ahora lo sé.
Eras pequeño entonces,
pero mi casa iba creciendo en tu cornamenta.
Con la extrañeza de estar sola en mis pasos
y saber que era una desconocida para todos,
anduve por las calles de Budapest.
Este abrazarme a mi puro estar empezó por ahí,
al mirar una ventana rota en el antiguo barrio judío,
y saber que esa falla y lo que había detrás
me pertenecían.
Lo mismo la sombra de la humedad en las puertas
que, de haber atravesado el umbral,
me habrían llevado a su libertad;
de cualquier manera llegó en la voz de aquel hombre:
le di un saludo perfecto en su idioma
y quiso entonces hablar, hablar, hablar.
Yo le di mis ojos, toda el habla de mis ojos,
toda la concordia de mis ojos,
y supe que lo que había por decir
estaba muy allá de esas palabras;
lo que había por decir
entraba ya a la sinagoga y a su orden desierto.
El abandono caminaba por ahí.
Entonces te sentí descansar a mi lado, en la banca,
sobre el pasillo que conduce al altar.
Nadie, sólo tú y yo, mi Ciervo, en ese sitio
al que tantos no pudieron volver.
Respiré con el mío, otro silencio.
Escuché su dignidad acomodarse
humildemente en el vacío.
Su invocación al perdón se irguió en
la madera y las piedras de lápidas
anónimas.
Avancé contigo hasta llegar al árbol de los nombres;
el árbol de las lágrimas de metal;
de las hojas como cuchillas pequeñas
para cortarse las muñecas
y sangrar en el centro de un jardín.
El olor de la sangre
es otra cosa de la que el tiempo desiste
sin abandonar, sin olvidar.
Ahí lo comprendí mientras carrozas
con miles de muertos marchaban
frente a nosotros en visiones de aire,
pues no había nada
nada,
más que el árbol de los nombres;
tú y yo, y el viento sordo meciendo el sauce
de lágrimas de acero.
Salimos a la noche.
La rueda de la fortuna interrumpió la sonoridad
del río y yo no supe a dónde ir, ni si quería.
Eché a andar y bastaba.
Crucé la calle de bares atestados y mi vaguedad se hizo
más feliz y profunda.
En la misma calle donde una mujer bien vestida,
había querido patear a otra, por pordiosera,
caminaban los turistas;
jóvenes salían de las oficinas a los bares
con alegría y fuerza para escarbar la noche.
Llegué en el tranvía número dos a la estación central,
intricada como el interior de un aparato electrónico
(me dije, “¿qué parte del aparato seré?”).
Bajando caminé por el lado de Pest. Seguía en el escaparate
la corbata rosada en la boutique que no abre jamás.
El zapatero que hace calzado a la medida también había cerrado la puerta.
Me adentré en la Fö Utca. Vi la cúpula del Kyráli.
¿Quién podría imaginar el manantial de paz dentro de esa ruina;
el tiempo de agua entre sus aguas deslizado en la piel hecha raíz,
prolongación del mismo tiempo?
Lo mejor del silencio es la manera en que todo llama
provocándote con su presencia inabarcable.
Por cualquier camino al que me dirigía llegaba al mismo deslumbramiento,
a la misma orfandad;
pero mi corazón era del frío, del viento y la noche;
de la humedad y el sudor.
No hay manera de negarse al llamado cuando se es parte de la perdición
y descubres en ella la vida irradiando.
Lo supe en el momento de trasponer la calle
para entrar al estudio y a mi habitación;
el universo respiraba a través de mí, agotado;
caía sobre la gata de Vania, la vecina
cuando salí del ascensor y abrí la puerta en el portal,Ç
a oscuras, y entré en el espejo de las cosas
que me saludaban sin dejar de mirarme,
incluida la mesita redonda donde, Ciervo,
echaste a dormir
en el centro de una pradera de cobre.
* Fragmento XXVIII perteneciente al libro del mismo título.
Araceli Mancilla (Estado de México, 1964) vive en la ciudad de Oaxaca. Es abogada con posgrado en Cultura Contemporánea. Ha publicado los libros de poesía: Desde la sombra (UNAM, colección El ala del tigre, México, 1999); Al centro de la ínsula (Instituto Oaxaqueño de las Culturas, 2001); A luz más cierta (IOC, 2004); Instantes de la llama (Almadía, Oaxaca, 2005); La mujer del umbral (Mano Santa editores, Guadalajara, 2016), Brazos del tiempo (Universidad Autónoma Metropolitana, 2017), El último río (Ediciones La Maquinucha, IAGO, Oaxaca, 2019); y el libro de ensayo Los astros subterráneos. Mito y poesía en Clara Janés (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2016). Trabajos suyos forman parte de antologías y publicaciones mexicanas y del extranjero. Colabora regularmente como articulista en periódicos y revistas locales y nacionales. Actualmente se dedica a la promoción cultural, a la edición de publicaciones literarias bilingües en lenguas originarias y es consejera y facilitadora docente en el Centro de Estudios Universitario del Pueblo Xhidza (CEUXHIDZA), situado en la población de Santa María Yaviche, Sierra Norte de Oaxaca, donde se imparte una educación de diálogo intercultural.