ISSN 2692-3912

Fernando: Yo soy María Carlota, emperatriz del hielo

 

            Yo soy María Carlota Amalia Victoria Clementina Leopoldina, Emperatriz de México. Yo soy quien, a escondidas, come hielo.

            La Señora Kuchacsevich le dice a mi madre que con él enfría el agua para limpiar mi rostro en las noche de insomnio y, Matilde Doblinger, mi camarera, cómo refresca mi cuello por las tardes. Son piadosas, Maximiliano, ayudan a ocultarlo. Si no, los médicos o mis hermanos, me lo quitarían. Pensar en él produce un vacío parecido al hambre: salivo. El hielo me tranquiliza, cada día aumento las cantidades. Adormece las mejillas con el frío parecido a un beso descuidado, ayuda a tener mi boca helada mas nunca el pecho. Ellas, guardan mi secreto. Se conforman con una gargantilla de diamantes o con vestidos de seda que les muestro sobre mi cama por las mañanas cuando el sol ilumina la habitación. Parecen hijas mías, levantando las telas, las joyas, probándoselas mientras yo hundo mis manos en la bandeja de plata rebosante de hielo troceado y lleno mi boca con él.

            Si tú sintieras sus pedazos, Maximiliano, su voz seca al multiplicarse entre mis dientes y sus dedos delgadísimos que le nacen. Ágilmente trazan en mis encías pequeñas heridas. Así pruebo el sabor de mi sangre. Mi sangre ilustre, con títulos y medallas y tierras y honores y nombres y apellidos largos e imposibles de recordar por los mexicanos. Mi sangre, la que tú querías.

Yo soy María Carlota Amalia Augusta Victoria Clementina Leopoldina de Sajonia Coburgo y Orleans Borbón Dos Sicilias y de Habsburgo Lorena, y digo que un hielo fino flota y cubre todos los días la costa de Miramar, ese mar que contemplábamos, Maximiliano. Yo soy la Emperatriz del Hielo. Yo soy quien decreta que dentro de mi boca, la carne se rinda como el calamar ante el cuchillo, blanda. Separándose de mis colmillos, cediendo ante el hielo. El hielo es como el cristal en que bebimos los mejores vinos en México. El hielo en mi garganta, como vidrio fino de balcones roto por caídas al abismo de cientos de obispos diabólicos de este tiempo y de los futuros.

            Saco a gritos a mi madre, a mis hermanos, a mi cuñada de la habitación, Maximiliano. Espero a estar sola, para meter mis manos a la bandeja y tomo uno o dos o tres y los introduzco en mi boca y los trozos caen en mi garganta como piedras heladas y deliciosas de arroyos mansos y cristalinos de los volcanes de México.

            Con el filo del hielo puedo cortar las manos que izaron la bandera equivocada en el barco Eugenia que me trajo a París. Porque mi bandera, nuestra bandera de México, debe ondear en París, en el mundo, donde sea que se pronuncie tu nombre. Y todavía, Maximiliano, el sonido de su aleteo en el mástil que veló mi sueño, me despierta por las noches y bajo escondida, arrastrándome por los pisos, pegada a las paredes a buscar más hielo.

            Yo soy Carlota Amalia, Princesa de Bélgica, Lorena y Hungría, Archiduquesa de Austria, Condesa de Habsburgo, Virreina consorte del Lombardo­Véneto y Emperatriz de México. Yo soy tu esposa y hay un hombre que nos sueña, Maximiliano, también lo saben las kikapú que amanecen suspendidas en nuestra ventana. Y cuando tengo los ojos de hielo y duermo, yo soy la que lo sueño y veo y escucho: Él detesta a los demonios de la iglesia, ha escrito un libro donde la condena y ha escrito otro libro donde habla también de todas las mujeres que tuviste, y habla de mí. Y me duele y no quiero soñarlo porque dice que estás muerto y por eso siento que tengo el corazón de pañuelos blancos empapados en tu sangre hechos nudo. Y callo su voz con el hielo que me tranquiliza como animal ártico en las noches que despierto y no te encuentro. Y cuando tengo los ojos de hielo y duermo, sueño con él, Maximiliano. Sé que después de escribir el libro contra la iglesia se encerró en su casa como yo en mi camarote de regreso a Europa. Él es liberal, Maximiliano. Rojo como yo. Él nos sueña en mis sueños y escribe sobre nosotros como poseído por agua salada que se desliza en su pluma de centellas azules y rayos cayendo sobre un océano de guirnaldas y diamantes y de brazos suaves y blancos tuyos multiplicados. Lo veo cuando tengo mis ojos de hielo: viste colores amarillos, púrpuras y cristales negros cubren sus ojos. Lo veo, Maximiliano, su cabello es blanco, como la sal. Y estamos tendidos tú y yo en una mesa de plata, con su dedo mueve mis cabellos, acomoda mi corona, te toma los brazos y los deja caer, y abre tus ojos y sólo encuentra cavidades sombrías. Nos examina sobre su mesa como insectos dormidos. Lo sueño con mis ojos de hielo que son tuyos y sé que él nos sueña en nuestro país que ahora tiene hielo en las venas, por tanto dolor y tanto olvido.

            Él dice que has muerto Maximiano, que yo me quedé sola en Miramar. No te conoce, no desobedecerías nuestro deseo. No estoy sola porque llegarás para causarme placer al verte y dolor porque siempre, siempre estás abriendo y cerrando tu recámara contigo dentro. Yo sé que estás ahora mismo en Cuernavaca, de regreso a Miravalle y yo soy la Emperatriz de México, la Reina del Frío, por eso mi madre llena nuestra amada habitación frente al mar, Maximiliano, con pedazos de hielo. Llegan los barcos de Norteamérica cargados con bloques de Boston y los sirvientes ya saben lo que tienen que hacer: traerlo hasta mí. Sea verano o invierno. Y vuelo al hielo, lo muerdo hasta arderme la lengua como si comiera pimentón sobre mi muñeca. Si pudieras ver los barcos que traen a nuestras costas los bloques de hielo. Unos gringos los comercian, ¿recuerdas? Se están haciendo riquísimos. Ellos, los mismos malditos que obligaron a Napoleón III a retirarnos su apoyo, los mismos que provocaron mi regreso a París para hacerle ver que hacía mal en abandonarnos. He llorado consiguiendo ayuda de todos los que creí nos respetaban. Busqué, Maximiliano, en castillos y en salones y audiencias y, nada. Y traté de hallar consuelo en el Rhin, donde alguna vez mi sonrisa escalaba los días por un beso tuyo: Cuando te inclinaste hacia mí y tus delgados labios presionaron los míos, tú y yo en el barco, en nuestra luna de miel. Tan suave fue que mi encía y mi lengua, inflamadas por el deseo, no sospecharon nunca que seríamos tan desdichados.

            ¡Ay Maximiliano!

            Yo soy Carlota, la Emperatriz de las Palomas, la Emperatriz de las Redes, la Reina de los Caballos que te llevan de regreso a mí por ese largo y cuidado camino lleno de flores mexicanas y europeas que tú llamaste “Paseo de la Emperatriz”. Donde por las tardes te veía regresar. Yo que soy tu esposa, quien recibió informes de todo el país mientras tú viajabas y soy yo la misma que recibió el sarape de Saltillo y lo sacó de una caja de madera perfumada y fui yo quien te vio por primera vez con él puesto. Deja que te diga algo al oído: en mi sueño, el mismo muchacho que manejaba el carruaje que lo trajo, chocó años después, ya hecho un hombre, en la esquina de Centenario y Castelar en Saltillo: cargaba bloques de hielo envueltos en sal.

            Yo soy Carlota y esta noche no hay nadie afuera de los ventanales, sólo el mar. Soy la Reina de las Mejores Cartas Escritas a Eugenia de Montijo. Soy la reina de las cartas que describían mi soledad, la impotencia y la corrupción en México, mi amor por México. Soy yo quien escribió las mejores cartas escritas a una traidora, Maximiliano. Soy la reina de los ejércitos que rompen los bloques de hielo para traerlos hasta Miramar. Si pudieras ver: cuelgan suspendidos en redes de plata en nuestra habitación.

            Soy Emperatriz de la Historia Mexicana que dice que tú y yo vamos a gobernar hasta morir de viejos. Soy la Reina de las Carrozas y de los Hospitales, del Cuartel Desolado de Querétaro, soy la Reina de las Palomas, Maximiliano. Soy la Reina de la Sal. Soy, amor mío, quien ponía un poco de ella entre tus sábanas para que tu piel blanquísima y cansada, que no podían tocar mis manos, sintiera sólo un poco mi dolor. Sí, yo soy y yo era Maximiliano, quien apresurada la sacaba de entre mis ropas, y me figura imitando el vuelo de la mariposa ante la fuente: la esparcía como quien acomoda diamantes sobre la mesa. La misma que nos entregaban los comerciantes de Tarécuato, Michoacán. Para que tus codos y rodillas, finamente se rasparan y sintieras el ardor que despierta de improviso a mis labios por las noches. ¿Has notado que la sal es del mismo color de mi vestido de Emperatriz que luce en un cuadro y que yo quisiera destruir?

            Yo soy Carlota, la Reina del Mareo, la Reina de los Médicos, la Emperatriz de los Pilotos que Vuelan de París a México. Yo soy Carlota, Maximiliano, quien reconoce el sonido de los barcos que traen toneladas de hielo del ártico, de las costas de Inglaterra, y escucho el ruido del desembarco. Me ha dicho Matilde que algunos marineros han perdido pedazos de lengua al probarlo, como yo. Que ellos cuentan que en sus viajes han visto ballenas quebrando bloques de hielo y, sientes tristeza, Maximiliano.

            Yo soy Carlota Reina de la Música Clásica, de la Música Maya, de los Tapices. Yo soy Carlota Reina de las Tijeras, de los Cuadros Imperiales. Porque yo, Maximiliano te he visto caminar sobre la nieve, te he visto noche y día, cómo cada una de tus pestañas arrebata los copos del mismo viento y, he visto, cómo tu barba rubia se escarcha. He visto sacudirte la nieve suavemente del traje de coronel mexicano, ensillar el caballo y perderte en lo blanco de mi vestido de Emperatriz.

            Yo soy Carlota, Reina de los Hijos sin Padre, Reina de las Placentas Enterradas en las Raíces de los Nogales de México. Yo soy Emperatriz de las Herencias más Obscenas del Mundo, Maximiliano. Mi corazón te siguió a Cuernavaca y mi corazón, en ese entonces blanco, chupaba del aire mis temores. Nunca me rompiste el corazón, no. Era una paloma ágil y una paloma me ha seguido desde México hasta Miramar, se debió esconder en algún sitio. Fue ella quien al posar sus patitas sobre el hielo que enfriaban los fresas que comería, me lo mostró: con su pico hizo un agujero en él. Primero intermitente, como dudando y luego con una fuerza tal que parecía un caballo nervioso quebrando con sus patas el hielo. Y así, en pedazos, frente a mí, supe lo que sería descansar, sintiendo el quiebre, el ruido dentro de mi boca de esa música helada, sólo mía.

            Maximiliano, Primer Emperador de México, aprendí a imitar el canto de la paloma con los labios más helados que las carrozas en invierno y, al hacerlo, muchos de mis vestidos no resistían una noche sin aparecer manchados de sangre, hechos jirones. Entonces un día, Maximiliano, me tomaron y abrieron mi boca, querían sacar a la paloma, querían ver si la tenía dentro. Decían que los huesos podían herirme la garganta. La abrieron ellos, los doctores. No lograron quitármela. Corrí por el castillo, me escondí en la cocina, fui al cuarto del hielo y al lado de las carnes y jamones y los pescados y frutos de mar, me recosté sobre los bloques de hielo y tomé las tijeras, Maximiliano. Picaba con cuidado y, lo comía.

            Te dije acaso, Maximiliano, que en Querétaro, en el mismo estado donde luchaste, donde dicen te fusilaron en su Cerro de las Campanas, y yo sé que no es así, construyeron años después la primera fábrica de hielo en México. No podía ser de otra forma, tu frialdad hacia mí era tan fértil que se quedaron pedazos de ella. La sembraste en esa tierra y dio frutos extraños cubiertos de aserrín.

            ¿Puedes verlos Maximiliano? ¿Los buques de Frederic Tudor, el magnate que primero vendía hielo del Lago Walden Pond en Massachusetts y luego de Boston y otros glaciares hacia todo el mundo? Llegan cargados a las costas italianas y los marineros con sus bufandas, tan pronto descargan en el puerto se retiran los guantes apresuradamente para tocar las manos de muchachas, sus cuerpos y vestidos. Él Maximiliano, debió ser mi hermano. Nunca se rindió. Tenía fe en el hielo. Si él te hubiera conocido, te habría amado porque amaba las empresas imposibles, como yo.

            Pero no te perdono el que se llevaran a mi hijo, Maximiliano, era mío. Nuestro hijo. El hijo de México destinado a gobernar. Yo sólo quería arrullarlo, tener impregnado en mis manos su olor todos los días de mi vida, tocar su piel. Como la piel de ajolote bellísimo que te daban como remedio para tus enfermedades. ¿Porqué estaba mal que lo dejara andar desnudo en nuestro palacio? ¿Porqué debía vestirlo si no tenía frío? Me tenía a mí para escuchar sus latidos con mi oído. Sí, es cierto, decía que mis joyas estaban heladas. Por eso me quitaba las gargantillas, los aretes, las herencias familiares. Mis anillos de brillantes. Las pulseras de rubíes. Haría todo lo que me dijera, él, niño mío. No así su corazón porque ese era de su madre. Pero su piel, Maximiliano, me pertenecía y sus dientes pequeños con los que mordisqueaba los postres y dulces que disponía traer para él. Sus mejillas tersas, enmieladas por el sol, sonrientes ante los conejos pequeños que personalmente le llevaba a la habitación. Sería terrible que una criatura tan bella, que un hijo mío y tuyo, no caminara desnudo. Cuando lo tomaba entre mis brazos, te juro que lo tocaba con cuidado, como si fuera un colibrí, pero al final él se resistía e iba a esconderse detrás de las cortinas. Yo, Maximiliano, le dije que no tuviera miedo pero no me creyó. Lo quería arrullar por siempre, tocar por siempre el delgado cartílago de sus orejitas, esa suave ingle limpia de sol. ¿Por qué me lo quitaron?

            Yo soy quien ordena a Matilde y a la Señora Kuchacsevich colocar un bloque de hielo frente al ventanal de mi recámara en Miramar, para que el sol le pegue de lleno. El calor que da su luminosidad me entibia el cabello, la piel. Mi amado Maximiliano, aunque no quieras, la frialdad también refracta y produce más que tibieza. Mi pecho y rostro lo sienten: desnuda sobre un sillón cubierto de seda, levanto los brazos, y a veces me pongo de pie y doy vueltas y vueltas mientras el hielo me ilumina y se derrite sobre pieles.

            Me ha dicho Matilde que la Señora Kuchacsevich ha seguido mis órdenes. Fue al puerto. Llegarás por fin. Te presiento si cierro los ojos antes de abrir las puertas de nuestra habitación y el aire frío mueve mis cabellos, Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena, Emperador de México y de América, mi amor. Llegarás. Es una profecía: te veo con tus rizos, tu traje imperial, la corona entre tus manos, cubierto por majestuosas telas y joyas que refulgen casi nada comparadas con tu mirada eterna, abierta, suspendida dentro de un enorme bloque de hielo, el que la Señora Kuchacsevich fue a recibir al puerto. Yo soy Carlota Amalia, y perfumo con vainilla el castillo Miramar sobre el acantilado mientras llegas. Yo soy la Emperatriz que pidió para ti mariposas y ha ordenado que llenen nuestra habitación con ellas para derretir tu hielo.

 

 

 

Mercedes Luna Fuentes (Monclova, Coahuila, 1969) Su libro Elogio a la incomodidad (Colección Siglo XX Escritores Coahuilenses UAdeC, 2011), “se cuenta entre los libros más extraños, fuertes y fascinantes de la reciente poesía hispaonamericana”, según palabras del poeta Raúl Zurita. Es también autora de los libros yo/carnicero (Icocult, Conaculta, 2008) y La mejor forma de usar un rifle (SEC-Conaculta, 2105). Ha participado en distintos suplementos culturales y festivales nacionales e internacionales. Ha sido jefa de cultura a nivel federal y consejera editorial del Grupo Reforma. En 2017 publicó con la poeta Lyn Coffin el libro de poemas Rifles and reception lines, en inglés y español. También en 2017, recibió la Presea Arte y Cultura otorgada por el gobierno de Monclova, su ciudad natal, y el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en Poesía entregado en 2018, por su libro La habitación higiénica, publicado por Mantis Editores en 2019. Ha publicado en Nexos, Milenio y Este país.