El surgimiento de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey
Introducción
Al pie del Cerro de la Silla y durante casi todo el siglo xx, la ciudad de Monterrey se movió al ritmo del silbato de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey. En este trabajo se presentarán los aspectos socioculturales que dieron pie a la creación de esta empresa. La historia y la gente regiomontanas han sido fundamentales para este estudio sin perder de vista la situación sociopolítica y la económica del país. Se analizarán las influencias de los políticos y los hombres de negocios al igual que los movimientos socioculturales de la época. Estos aspectos nutrieron la Fundidora de manera análoga al carbón proveniente de las minas del norte de México.
Aspectos socioculturales
La Fundidora inició sus labores en los albores del nuevo siglo, el día 5 de mayo de 1900. Sin embargo, empezó como parte de un proceso de industrialización iniciado en 1854 con el establecimiento de una industria textil, La Fama, en el municipio de Santa Catarina. Decir que Monterrey se “movía” al ritmo del silbato de la Fundidora no es gratuito, puesto que las horas del cambio de turno y la terminación del día estaban marcadas por su silbido. Empero, todos los ruidos de la Fundidora callaron el 8 de mayo de 1986.
La influencia de la Fundidora no fue solo a través del sonido de su silbato. Al ocupar mano de obra de todos los niveles, su impacto se sintió en varios estados atrayendo a su población. También, surgieron muchas pequeñas empresas que prestaron sus servicios a la naciente acería. Javier Rojas Sandoval (1997) informa que el personal que laboraba en la Fundidora la bautizó “Maestranza”, es un nombre que evoca el taller de fabricación y reparación de piezas de artillería. La Real Academia Española (rae) indica que la noción de “maestranza” se vincula a los talleres donde se llevan a cabo tareas de reparación o mantenimiento. Curiosamente, el conjunto de los trabajadores dedicados a este oficio también se llamaba “Maestranza”.
El marco legal que le faltaba a la infraestructura fue proporcionado por el gobernador Lázaro Garza Ayala, al emitir en 1887 la primera Ley Protectora de la Industria. También se necesitaban concesiones para establecer fundiciones, las exenciones y las facilidades en los permisos y las tarifas de importación. Muchas fueron proporcionadas por Bernardo Reyes. Finalmente, se actualizó la Ley de vagos y maleantes en 1851. Esto proporcionó un tejido racionalizado según Nuncio (1997: 96).
Las autoridades federales tenían el respaldo de la ley promulgada el 30 de mayo de 1893 (Ley de exención de impuestos). Respaldándose en esta, el gobierno otorgaba por cinco años franquicias y concesiones a las empresas que garantizaban una inversión de capitales en el desarrollo de la industria del país. La vigencia de las franquicias no excedía diez años y el capital de la empresa beneficiada era de 250,000 pesos mínimo. Por el capital invertido, las franquicias y las concesiones contaban con la disminución de impuestos federales directos por diez años y la importación de maquinaria, aparatos, herramientas y materiales para construcción (Contreras y Gámez, 2004: 93).
Con la expansión fabril de la ciudad de Monterrey, se adquirió la experiencia laboral por el obrero regiomontano en las plantas textiles, las fundiciones de plomo argentífero, la planta cervecera y las otras dos fundiciones. Ya se contaba con el funcionamiento de grandes empresas como la Compañía Minera Fundidora y Afinadora Monterrey, la Compañía Metalúrgica Peñoles, la Compañía de la Gran Fundidora Nacional Mexicana y, posteriormente, American Smelting and Refining Company. Los trabajadores se formaban poco a poco y empezaban a laborar en la Fundidora, donde la producción empezaba a ser masificada (Contreras y Gámez, 2004: 93).
Para cumplir con las demandas del desarrollo industrial, se trajo también personal técnico de Europa y Estados Unidos con el fin de capacitar al personal nacional en el proceso de producción de hierro y acero. La junta directiva, por su parte, llamó a algunos de sus miembros a ocupar puestos directivos y administrativos. Al igual que los obreros, los directivos no tenían conocimiento de lo que era la fundición y refinación del hierro y el acero. Esta situación provocó serios problemas en la operación de la planta, sobre todo durante los primeros años (Contreras y Gámez, 2004: 93).
En la Ciudad de México las cosas no fueron tan fáciles, el secretario de Hacienda (José Yves Limantour) no quiso conceder privilegios a una compañía que consideraba “minera accesoriamente”. Sin embargo, los buenos oficios y contactos de los socios de la compañía, Antonio Basagoiti y León Signoret, residentes de la capital, consiguieron una exención de impuestos por 20 años. Lo que significaba diez años adicionales a los otorgados por la Ley de Fomento Industrial de 1893. Tampoco se otorgaron exenciones y franquicias a otras compañías que hubieran competido con la Fundidora Monterrey (Contreras y Gámez, 2004: 103).
El general Bernardo Reyes
Además de su capacidad como militar, el general Bernardo Reyes tuvo la suficiente sensibilidad política para entender que junto con el trabajo de gobernar venía la responsabilidad de elaborar y establecer una infraestructura administrativa sólida para soportar el peso de la naciente industria, dejando en manos de las empresas locales y foráneas el desarrollo científico y tecnológico. El desarrollo industrial de Monterrey no sólo requirió de apoyos fiscales, sino también de técnicos que sus gobernantes le facilitaron.
Bernardo Reyes gobernó Nuevo León en dos mandatos: el primero, de 1885 a 1887, y el segundo, de 1889 a 1909. Durante sus mandatos, la vida en la ciudad de Monterrey se trasformó: se impulsaron la industria y la educación; se inauguró una línea de tranvía de Zaragoza a Topo Chico; se construyeron el Palacio de Gobierno, la Penitenciaría y el sistema de agua y drenaje de la ciudad; se definieron los límites con los estados vecinos de Tamaulipas y Coahuila, así como los de los municipios internos del estado de Nuevo León. Estos límites representaban un problema por más de 50 años. Además, el 19 de junio de 1895, se emitió el decreto que estipulaba la aplicación en todo el territorio nacional del sistema métrico decimal en las pesas y medidas. El sistema usado hasta entonces tenía sus orígenes en el medioevo español (Ciencia uanl, 2003).
En Los orígenes de la industrialización en Monterrey (2001), Isidro Vizcaya explica que uno de los aspectos que más ayudaron a la formación de una conciencia industrial y fabril en Monterrey fueron las exposiciones industriales llevadas a cabo en la década de los ochenta del siglo xix. El autor marca algunos puntos de importancia: se pone de manifiesto el desarrollo de los talleres y las artesanías; se evidencia el contacto de los obreros regios con las artes mecánicas que fueron retomadas en el siguiente periodo por la gran industria (es importante mencionar aquí que si bien los obreros no estaban totalmente adiestrados, sí tenían cierto grado de contacto con las herramientas y diversos equipos); y por último, los fabricantes locales se vieron motivados a participar en otras exposiciones fuera del territorio mexicano, como fue el caso de Nueva Orleáns (1884-1885), la Feria internacional de París (1889) y la Feria y la exposición internacional de San Antonio (1889) (Vizcaya, 2001).
Así, poco a poco Nuevo León comenzó a distinguirse de los demás estados de la república por la mano firme de su gobernante Bernardo Reyes quien continuó con la obra de sus antecesores. Se procedía sin precipitación y se creaba un ambiente de seguridad lo cual provocó la creación de industrias. Al llegar capital de todas partes y el establecimiento de numerosas fábricas, se abrieron nuevas oportunidades laborales y empresariales en la región (Roel, 1973).
Pero el gran sinodal lo constituye sin duda la exposición de Chicago en 1893; según el historiador John Fiske, el año de 1893 sería recordado largo tiempo por la Gran Feria Universal de Chicago, en la celebración del descubrimiento de América. Esta exposición se haría notable sobre todas las anteriores (Londres 1851 y 1862, París 1867, Viena 1873, Filadelfia 1876 y París 1878 (Ciencia uanl, 2003).
Empresarios regiomontanos y el contexto socioeconómico de la región
Un aspecto fundamental de la historia empresarial, industrial y comercial de la ciudad de Monterrey tiene que ver con su ubicación en el norte de México, particularmente por su posición centro-oriental, debajo del estado norteamericano de Texas. El norte mexicano resultó una prolongación regional del mercado estadounidense, peculiaridad estratégica que se da a mediados del siglo xix y que abre la posibilidad de un contacto directo con la economía. En 1870, Monterrey ingresaba con plenitud en la segunda revolución industrial (Cerutti, 2006).
La posición central en un área fronteriza permitió a la ciudad de Monterrey abrirse a un capitalismo que finalmente le confirió un protagonismo en el escenario global de la periferia. La frontera cercana permitió al empresariado local un acceso a diversos mercados, del cual Monterrey y sus comerciantes saldrían especialmente beneficiados (Isidro Vizcaya, 2001).
Las familias empresariales regiomontanas surgieron durante la segunda mitad del siglo xix, demostrando una gran capacidad de adaptación y perdurabilidad que ya en el siglo xx les confirió característica de liderazgo a escala nacional. Una de las características predominantes de esta permanencia en la burguesía regional ha sido el mantenimiento de las redes familiares. Algunos de los apellidos de aquella primera época son: Prieto, Rivero, Berardi, Belden, Armendáriz, Maiz, Mendirichaga, Milmo, Hernández, Shnaider, Shmid, Buchard, Bremer, Cram, Langstroth, Hass, Robertson, Strozzi, Ferriño, Ferrara, Brandi y Price.
Estas familias desarrollaron lazos comerciales con las empresas de los Estados Unidos. En su momento, este fenómeno se observó también en el norte de Italia y el País Vasco con respecto de las economías avanzadas del noroeste europeo (Ciencia uanl, 2003).
Los industriales de primera y segunda generación
Como pudimos constatar en las secciones anteriores, los primeros empresarios regiomontanos importaron tecnología, mano de obra calificada y dinero. Así, iniciaron su desempeño industrial con el establecimiento de La Fama y concluyeron con la primera colada de la Fundidora en 1903. La industria regiomontana es obra de dos generaciones que se sucedieron sin que ocurriera un rompimiento, cada una aportó las modalidades propias de su entorno histórico (Fuentes, 1976: 57, 59 y 60).
En su momento, el ingeniero Fernando García Roel describe al empresario de primera generación como un individuo de mucha inteligencia, audacia y capacidad, aunque sin preparación académica. Al referirse al empresario de segunda generación, lo describe como una persona con preparación académica formal que además incluye en su quehacer diario la impronta de una serie de preocupaciones sociales. En la empresa regiomontana, no se dio el rompimiento entre la primera y segunda generación, sino que, sin ser calca de la anterior, la segunda generación actuó como una generación de relevo. Estos empresarios jóvenes vivieron en los tiempos de la Revolución mexicana y se adaptaron a ellos.
Como ejemplo de los industriales de primera generación figuran don José Calderón, don Isaac Garza, don Vicente Ferrara y don Adolfo Prieto. Un cambio generacional ocurre cuando la nueva generación adopta una jerarquía de valores distinta de la que implementó la generación anterior. Como lo indica de manera acertada Fuentes, no es extraño que cada generación adopte su propio esquema axiológico y su modo de ver el mundo (Fuentes, 1976: 62-63). En este sentido, y como dato importante, el relevo generacional regio se produce bajo la circunstancia de haber vivido en un círculo de ideas fronterizas y tiempos cambiantes (Fuentes, 1976: 58-59). Como ejemplo, podemos mencionar a don Eugenio Garza Sada y su hermano Roberto Garza Sada que además de contar con una preparación académica y técnica contaban con una sobresaliente capacidad intelectual.
El positivismo en México
Desde el principio de su mandato, el general Porfirio Díaz fue partidario de la educación laica. Para establecerla, creó un sistema de educación oficial en el cual la base filosófica era la educación científica que se deducía del positivismo de Augusto Comte. Con esta intención, se incluyeron en los programas educativos teorías “escandalosas” para la época, como el evolucionismo de Darwin y de Herbert Spencer, teorías que lastimaron la sensibilidad de algunas personas. Sin embargo, con la anuencia del régimen, se logró establecer un sistema paralelo de educación que fue manejado principalmente por jesuitas. El objetivo primordial fue el de educar a las futuras clases dirigentes de acuerdo a los principios de la moral cristiana.
Las diferencias en cuanto a la interpretación del mundo trajeron otro problema insoluble: la diferencia entre clases sociales. Esta no sólo estaba determinada por los ingresos, el estilo de vida y las costumbres, sino también por la ideología. Esto ocasionó que las clases media y alta se convirtieran en conservadoras en términos ideológicos y políticos, pero liberales por conveniencia económica. Así, el régimen porfirista era ideológicamente liberal, pero conservador y represivo en la práctica social. El problema consistía en la falta de un proyecto de nación claro que permitiera crear un modelo educativo sólido y generalizable. Los pocos avances se dieron con la creación de las escuelas normales, lo cual consistió precisamente en establecer las normas educativas generales que permitieran la formación pedagógica de los maestros.
Después del triunfo de la República en México, la derrota de los agresores franceses y el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, el presidente Benito Juárez llamó a Gabino Barreda a quien le encomendó la tarea de reestructurar la educación del país. Parte de esta reestructuración estuvo representada por la creación de la Escuela Nacional Preparatoria. Como respuesta a la petición presidencial, Barreda introdujo las doctrinas positivistas del filósofo francés Augusto Comte, hecho que en sí mismo representó un punto cardinal en el desarrollo de México y se convirtió en pauta educativa del Estado mexicano.
La adaptación de la doctrina positivista en México fue un trabajo difícil y no faltaron ataques ni detractores. Desde su inicio, Gabino Barreda modificó las premisas básicas de Comte. Según el intelectual mexicano Justo Sierra, el positivismo fue un instrumento al servicio de la “burguesía mexicana” en un momento en que la situación creada por la dictadura de Porfirio Díaz conducía implacablemente al deterioro y la caducidad de doctrinas que en su momento parecían la respuesta a todos los problemas nacionales (Zea, 2002).
Todo régimen político suele fincar su legitimidad en una idea o una ideología. El porfiriato no fue la excepción. Desde los primeros meses en el poder, en 1877, Porfirio Díaz fundamentó su gobierno en una filosofía apartada del liberalismo puro, propugnado por los hombres de la Reforma liberal de 1857. Así, se proponía la abolición de los fueros e inmunidades del clero y de la milicia, la desamortización de los bienes raíces de la Iglesia católica, la destrucción del monopolio que la Iglesia ejercía en la educación y la consolidación de la igualdad política y social ante la ley de todos los ciudadanos mexicanos. En pocas palabras, una secularización del país (Krause y Zerón-Medina, 1993).
El vehículo de difusión de esta nueva propuesta ideológica, de corte positivista, fue un efímero periódico llamado, paradójicamente, La Libertad, fundado por un grupo de jóvenes entre los que se encontraban, entre otros, Justo y Santiago Sierra, Francisco G. Cosmes, Telésforo García y Jorge Hammenken. El nombre del periódico resulta paradójico ya que en realidad su objetivo limitaba la libertad: “Declaramos no comprender la libertad si no es realizada dentro del orden, y somos por eso conservadores; ni el orden si no es el impulso normal hacia el progreso, y somos por tanto liberales”. Formados en la Escuela Nacional Preparatoria (fundada en 1867 por Gabino Barreda), estos jóvenes creían aplicable a la realidad mexicana la doctrina positivista de las tres etapas de la humanidad: la teológica, la metafísica y la positiva. México, país religioso en su origen y metafísico en tiempos de la Reforma de 1857, podía tener acceso a una etapa “positiva” a costa de sacrificar el fanatismo religioso y la libertad. A la postre, la tríada de valores será la divisa de don Porfirio: orden, paz y progreso. Además del positivismo comtiano, los porfiristas utilizaron las teorías evolucionistas de Herbert Spencer y algunos elementos de darwinismo social. Así, Sierra –ideólogo del régimen– pudo sostener que México había conocido tres etapas de evolución a partir de un pasado indígena y colonial casi inerte: “la Independencia, que dio vida a nuestra personalidad nacional; la Reforma, que dio vida a nuestra personalidad social; y la paz (la paz porfiriana), que dio vida a nuestra personalidad internacional” (Krause y Zerón-Medina, 1993).
La filosofía y la espiritualidad del país han impregnado la mentalidad de los regiomontanos. En el ámbito educativo, la filosofía y el manejo de la política, el liberalismo y el conservadurismo se han enfrentado a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en la organización de la Fundidora, un régimen estricto y una jerarquía bien definida han sido características de esta gran empresa.
Los ferrocarriles en México
El periodo comprendido entre finales del siglo xix y principios del xx se caracteriza por la construcción a gran escala de la red ferroviaria en México y este cambio ha tenido un impacto fundamental en el desarrollo de la Fundidora. En 1876 se contaba con 650 kilómetros de vía, y para 1911 la longitud de la red ferroviaria era de 24,000 kilómetros. En este periodo se consideró que la comunicación era un factor indispensable para el crecimiento del país, y los ferrocarriles fueron determinantes para lograr este objetivo, sobre todo entre las principales ciudades de México, es decir, aquellas que se veían beneficiadas por las políticas de estímulo de inversiones. Así, México se convirtió, junto con Argentina y Uruguay, en un país cuya vía férrea llegaba a las regiones más importantes del país (Vázquez, 1999).
Entre 1880 y 1910 la red ferroviaria mexicana experimentó un crecimiento sorprendente: de 1,074 km de vías que había en el primer año, la cifra aumentó en los siguientes 20 años a 19,280 km. La construcción de estos tendidos de vías se realizó básicamente con capital extranjero, alguna aportación de empresarios nacionales y el apoyo del gobierno federal y los gobiernos estatales, a través de subvenciones y franquicias. Vale comentar que durante los primeros cinco años el tendido de vías se quintuplicó para posteriormente continuar a un ritmo menor (Cardoso, 1990: 439).
Entre 1876 y 1910 la economía mexicana se abrió a la inversión extranjera. Bajo este influjo capitalista comenzaron a cobrar vigor las inversiones, atrayendo sobre todo a inversionistas ingleses y estadounidenses, provocando un auge en la construcción y la operación de los ferrocarriles. Fue gracias a este influjo de capital que se aceleró el desarrollo de la industria. Al finiquitar las viejas deudas, se abrieron nuevamente las puertas de la Banca Europea. Por la política liberal que no ponía un límite a las concesiones del capital externo y la falta de regulación fomentaron un gran número de inversiones directas, no solo en las vías férreas, sino también en los energéticos y la industria manufacturera. En esta última, también se invirtió capital mexicano (Paz, 2000: 10).
Los esfuerzos por atraer inversionistas para la construcción de una red ferroviaria comenzaron a tener fruto en el periodo del general Manuel González (1880-1884). Justo Sierra opinaba al respecto:
Es innegable que la inmigración de capitales, necesidad suprema de los países nuevos, tiende a acelerarse. El abastecimiento de útiles e instrumentos destinados a la producción industrial más considerable hoy; ayer era raquítico y mezquino; es de presumirse, en vista del crecimiento de nuestras necesidades, de la plétora de la industria de maquinaria entre nuestros vecinos (los Estados Unidos) y la áspera competencia que se inicia entre ella y la europea en los mercados hispanoamericanos, que ese abastecimiento superará mañana a nuestras aptitudes productoras cuyo aumento tiende a ser más lento. Asciende a algunos millones de libras esterlinas el capital extranjero en las industrias de trasporte invertido (sic). La falta de vías naturales de comunicación es causa de la importancia capital que tiene en nuestro territorio esta industria, con cuyo establecimiento soñaron cerca de medio siglo nuestros gobiernos: es el eje de todo progreso material mexicano (citado en Paz, 2000: 28).
Como los ferrocarriles se construyeron de una manera acelerada, las fallas fueron muchas. A ese respecto opina Pablo Macedo:
Los cuatro años posteriores correspondientes a la administración presidencial del señor general don Manuel González, fueron de una actividad casi febril en la materia que nos ocupa. La política de esa administración así como la de las posteriores del señor general Díaz hasta 1891, consistió en otorgar liberalmente, casi con prodigalidad, concesiones de ferrocarriles con subvención a todo el que las pedía, sin tasas ni medida, y pudiera decirse también que sin orden ni concierto […] y aunque ella no dejó de ocasionar algunas veces dificultades hacendarias de consideración […] aun los espíritus más meticulosos tienen que sentirse inclinados no solo á absolver, sino a aplaudir a estos gobernantes, que tuvieron la ciega y absoluta confianza en que el crecimiento del país recibiría, con la construcción de ferrocarriles, un impulso de tal suerte considerable, que bastaría para que el tesoro público, cuyo recursos son el obligado reflejo de las fuerzas económicas del país, pudieran soportar las pesadas cargas y los grandes compromisos que sobre él se echaban (citado en Paz, 2000: 28).
Una de las consecuencias de la construcción de las líneas férreas fue la resurrección económica del país, y con ella un auge en las finanzas públicas. Desgraciadamente, esa coyuntura no se aprovechó con un presupuesto debidamente equilibrado (Paz, 2000: 28).
La era ferrocarrilera se caracterizó también por una racha de corrupción prematura, que contrastaba de manera dramática con la parsimonia del primer periodo del general Díaz. Escaseaban entonces las oportunidades, pero se multiplicaron rápidamente con la llegada de la locomotora, y las mejoras materiales daban amplio margen para el medro recíproco:
El soborno era un secreto a voces, la compraventa de progreso legitimaba las combinaciones de los intermediarios, y el medro alcanzó tales proporciones que el autor de un libro de escándalo titulado Manuel González y su gobierno no dudaba de lo que decía al declarar que casi no ha habido alto funcionario ni empleado superior que pudiendo robar no robase… y la opinión se admira de que el funcionario no robe. La negación del delito, que es un deber en todas partes, ha llegado a ser allí una virtud extraordinaria (Roeder, en Paz, 2000: 28).
Como ya se comentó, la operación de los ferrocarriles y el tendido de las vías férreas se encargó a empresarios extranjeros. Veamos ahora en la opinión de Pablo Macedo cómo estaba la política gubernamental:
En aquellos años, se comentaba que las concesiones de ferrocarriles, de la década comprendida entre los años de 1880 a 1890, pueden contarse por centenares; que en ellas no se cuidó que un sistema uniforme y bien definido en todas líneas, pues fueron autorizadas vías de anchuras variables desde 60 centímetros hasta un metro 49.5 centímetros, hubo concesiones sin subvención y con ella, subvenciones en dinero en efectivo, en vales de tierras nacionales, en bonos del seis por ciento, que se emitían a tipos diferentes, y en certificados admisibles en pago de los derechos de importación; a alguna empresa se otorgó, en la forma de garantía de intereses sobre un capital determinado por kilómetros de vía, el derecho de recibir una suma fija durante un cierto número de años; y así sucesivamente (citado en Paz, 2000: 51).
Cuando el daño causado ya era irreparable, en 1891, se estableció la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, que se ocupó de los correos, teléfonos, telégrafos, ferrocarriles, obras portuarias, carreteras, ríos, lagos y también de las obras de utilidad social y de los monumentos públicos, como por ejemplo el desagüe del Valle de México (Paz, 2000: 51).
Para Macedo, “la nueva Secretaría comenzó a poner más orden y a ser menos liberal en cuanto a ferrocarriles; pudiendo decirse que hacia 1892, este espíritu que pudiera llamarse restrictivo, por contraste con el que venía dominando desde 1890, adquirió notable incremento con el sistema de severa previsión” (citado en Paz, 2000: 51).
Es importante mencionar que en los días 8, 13 y 14 de septiembre de 1880, se otorgaron las concesiones del Ferrocarril Central Mexicano que correría entre las ciudades de México y Ciudad Juárez; del Ferrocarril Nacional Mexicano que lo haría de la Ciudad de México a Nuevo Laredo, y del Ferrocarril Internacional Mexicano que cubriría la ruta Durango-Piedras Negras, que junto con el ferrocarril de Sonora en la ruta Guaymas-Nogales, integraba las conexiones con la frontera norte. En 1908 se fusionan los ferrocarriles Central, Internacional y Nacional para formar los Ferrocarriles Nacionales de México (stfrm).
En cuanto al desarrollo del ferrocarril en la ciudad de Monterrey, al analizar la posición geográfica de esta ciudad, nos percatamos de su ubicación privilegiada. A 200 kilómetros de la frontera con los Estados Unidos, es la ciudad norteña más próxima a este país, manteniendo también una relativa cercanía con la cuenca carbonífera del estado de Coahuila. En cuanto a líneas de comunicación, en 1890, Monterrey fue conectado con Torreón por el Ferrocarril Mexicano Internacional (la línea Piedras Negras-Torreón). En 1891, se concluyó la vía a Tampico y en 1903, la línea directa a Torreón a través de Saltillo. En 1905, Monterrey se comunicó con el puerto de Matamoros, quedando así la capital de Nuevo León como una de las ciudades mejor comunicadas de la República Mexicana (Fuentes, 1976: 46-47).
Así, Monterrey se convirtió en la ciudad más cercana a los Estados Unidos, los habitantes de la ciudad de Saltillo tenían que pasar por ella para llegar a Laredo, o seguir la larga ruta de Piedras Negras, Coahuila. Asimismo, la ciudad de Chihuahua quedó aproximadamente a 400 km de la frontera norte y Hermosillo a 300 km (Fuentes, 1976: 48).
A principios del siglo xix, Veracruz perdió sus privilegios portuarios y el comercio marítimo fue monopolizado por los puertos de Soto la Marina y San Gregorio (Matamoros) facilitando el comercio de ultramar a Monterrey.
Durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1889), al ser bloqueados los puertos sudistas por la Armada de la Unión, las mercancías salían o entraban desde Europa a través de los puertos antes mencionados. Es decir, todo se manejaba en la ciudad neutral más próxima: Monterrey. Durante esos años, el contrabando fue una de las actividades florecientes y el dinero generado del comercio lícito o ilícito propició los medios económicos necesarios para la industrialización (Fuentes, 1976: 46-47).
Las minas mexicanas
En sus inicios la Fundidora se alimentaba del mineral de hierro extraído de una mina ubicada en la parte norte del estado de Nuevo León, aproximadamente a cien kilómetros de la ciudad de Monterrey, en el municipio de Lampazos de Naranjo. En algunos registros, la mina fue nombrada Piedra Imán y en otros Mina Golondrinas.
El nombre “Imán” se le dio porque su fuerte magnetismo alteraba a las brújulas, el mineral tenía aproximadamente 70% de magnetita. La mina se explotaba a través de ocho entradas o túneles, con una longitud total de 70 kilómetros. La mina se explotó por casi un siglo, tiempo en el cual el mineral se bajaba por teleférico hasta los vagones que posteriormente lo llevarían a la Fundidora de Monterrey. En la parte baja de lo que fue un pueblo de mineros, aún se encuentran los restos de un vagón de ferrocarril. Se puede apreciar que fue en su momento un espacio ejecutivo con todo lo necesario para trabajar, viajar y descansar (Ordaz, 2006).
En el Primer Informe Anual (31 de enero de 1902) de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey también se mencionan otras minas de esta empresa. La compañía era propietaria de los grandes criaderos de fierro localizados en el Cerro del Carrizal, en las cercanías de Lampazos, Nuevo León. De acuerdo con los diferentes títulos de propiedad, estos se registraban con sus extensiones medidas en hectáreas: Anillo de Hierro con una extensión de 230 hectáreas; Piedra Imán con 100 hectáreas; La Chueca, también con 100 hectáreas; Cinco de Mayo con 50 hectáreas; Monterrey con 35 hectáreas, que en conjunto formaban una propiedad de 550 hectáreas. En el mismo documento, se mencionan los trámites de varias denuncias registradas en el Cerro del Carrizal, esperando tener en poco tiempo los títulos correspondientes (no se hace mención de los nombres de las otras minas) (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).
Como dato adicional, pero no por ello menos importante, se hace notar que las minas están conectadas al Ferrocarril Nacional Mexicano, en la estación Golondrinas, por medio de un ramal construido por la propia compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).
En este sentido, se contemplaba que para los primeros tiempos de operación todo el mineral de hierro necesario sería extraído de las minas Anillo de Hierro y Piedra Imán que entraron en operación al quedar terminadas las instalaciones de las dos líneas de cable del sistema “Bleichart”. Estas tenían una capacidad diaria de transportar 600 toneladas del mineral de hierro a los carros del ferrocarril. En cuanto a las minas La Cueva y Cinco de Mayo, su explotación se dejó para otro tiempo ya que se encontraban alejadas de la estación de ferrocarril de la compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 36-38).
En cuanto a otros yacimientos del mineral de hierro, en el mismo informe se menciona que la compañía adquirió otras propiedades mineras de fierro localizadas en Monclova, en el estado de Coahuila, con la ventaja de que las propiedades se encontraban cerca del Ferrocarril Internacional Mexicano. Así, el abastecimiento del mineral de hierro fue provisto por dos vías del ferrocarril: el Nacional Mexicano y el Internacional. En el informe se menciona que además de las propiedades antes mencionadas, se adquirieron posteriormente los derechos de participación en otras propiedades cercanas a la ciudad de Monclova, las cuales se encontraban conectadas con los Ferrocarriles Mineral de Monterrey y del Golfo. Estos derechos se adquirieron como otra fuente de suministro para la compañía. Se menciona también la compra de importantes yacimientos de ferro manganeso, mineral de suma importancia en el proceso de fabricación de hierro o acero (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).
Los predios mineros iniciales de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero estaban formados por tres grupos al comenzar sus operaciones, a saber: el grupo Golondrinas, el grupo de Monclova y el grupo de Barroterán. En los dos primeros se encontraban los minerales de fierro y en el de Barroterán el carbón. También tenían propiedades mineras de fierro en el estado de Coahuila, cerca de la ciudad de Monclova, llamadas “María N° 1”, “María N° 2”, “El Cambio” y “Las Alazanas”, que proporcionaban material muy limpio. En estas propiedades y las de Carrizales, se efectuaron estudios para determinar los medios más convenientes de extracción del mineral de fierro. Concluyeron que el sistema de ferrocarril de vía angosta se podía emplear en ambos emplazamientos y que era superior al de cable. Además, se reportaron beneficios económicos (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).
Otro elemento importante para la operación exitosa de la planta era el suministro de combustible. Se veía con temor la dependencia a las pocas compañías dedicadas a la explotación del carbón natural. Por tal motivo, se hicieron las gestiones para adquirir algunos yacimientos y de preferencia cercanos. Después de efectuar los reconocimientos y estudios pertinentes, se adquirieron las propiedades de San Enrique y la Merced, localizadas en los distritos de Colombia e Hidalgo, así como la de Barroterán en el estado de Coahuila. Se comenta que su adquisición era de casi pleno dominio y a bajo costo. De tal modo que los requerimientos de combustible quedaron resueltos por algún tiempo. También fue importante la calidad, la abundancia y las diferentes clases de carbón para la generación de gas y la fabricación de coque o coke (Archivo Histórico de Fundidora, Primer Informe, 1902: 38).
Posteriormente se adquirió otra propiedad en cuyos terrenos se encontraban yacimientos de fierro, la cual se localizaba en el distrito de La Ventura, en el estado de Coahuila. El fundo en cuestión tenía una extensión de diez hectáreas y se llamaba La Rabiosa. Se menciona en el reporte que el depósito de mineral era grande y de muy buena calidad (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).
En los terrenos de San Felipe, también propiedad de la compañía, se encontró un extenso manto de carbón mineral dotado de un tiro de exploración. Además de contar con toda la maquinaria requerida, fue conectado por un ramal de la vía al Ferrocarril Internacional Mexicano que llegaba a San Felipe. El carbón extraído de esa mina se empleó como combustible en las diferentes dependencias de la compañía y los remanentes fueron puestos a la venta (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).
A los finales de 1902, se formó en la ciudad de Monterrey una “Compañía Anónima” cuya finalidad era explotar las minas de carbón, de bastante importancia, ubicadas en Múzquiz, en el estado de Coahuila. La Fundidora decidió participar y comprar acciones de dicha compañía (Archivo Histórico de Fundidora, Segundo Informe, 1903: 57).
En los primeros años del siglo xx, la compañía también mantuvo contrato con algunas empresas que le suministraban las materias primas para su operación. Entre ellas, aparecen Río Grande Coal Company (1909), carbón; Compañía Carbonífera de Río Escondido, S. A. (1910), carbón de gas; Compañía Carbonífera Agujita y Anexas, S. A. (1911), coque; Mexican Coal & Coke Co. (1911), coque; Compañía Mexicana de Petróleo “El Águila” (1912), gas oil; Compañía Carbonífera de Sabinas, S. A. (1917), coque; Central Iron & Coal Co. (1919), coque; y Texpata Pipe Line (1926), aceite (Los Hornos Altos de Fundidora, 2003: 13).
Conclusión
El espíritu emprendedor, el potencial financiero, la riqueza mineral de las tierras norteñas, la creatividad de la gente regiomontana y los aspectos socioculturales de la época propiciaron la creación de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey. A pesar de las dificultades, su impacto industrial y su oferta de trabajo han marcado la región de Monterrey. Los vestigios de esta industria aún permanecen en su lugar como espacios reservados para el turismo y el esparcimiento. Estos recuerdan los tiempos de innovación y emprendimiento a las nuevas generaciones que solo pueden adivinar una parte del impacto que esta industria regiomontana contribuyó al desarrollo de la región.
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Ambrosio Sánchez Albíztegui nació en Durango, Durango, el 14 de julio de 1948. Diez años después, su familia se trasladó a Jalapa, Veracruz. Allí estudió la primaria, la secundaria y el bachillerato. En 1966, llegó a Monterrey para estudiar en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey. Recibió el título de Ingeniero Mecánico Electricista en 1971. Recibió una beca para estudiar una maestría en Ingeniería Mecánica con espacialidad en Ingeniería de control y recibió el título en 1977. En 2001, recibió una beca para estudiar un doctorado en Estudios Humanísticos con especialidad en Ciencia y Cultura. Durante 30 años, impartió clases de índole científica y humanística.