Cuando empezó el gran domingo, nadie vaticinó que duraría toda una vida.
El gran domingo comenzó apenas como un asueto hiperbólico, alargado por una fiesta nacional o por alguna conmemoración desconocida. El tiempo todavía conservaba su antiguo significado.
Cuando empezó el gran domingo, todos nos orientábamos en las horas con facilidad, apegados aún a la costumbre inocente de los días breves.
El gran domingo fue creciendo, al principio, sin que nadie lo advirtiera, y cuando las palabras “día” y “semana” se volvieron insuficientes alguien confirmó, asomándose a la calle, que los edificios más próximos parecían deshabitados y desprovistos de profundidad, tan planos como un dibujo elaborado por un principiante. Mientras el tiempo se dilataba, el espacio se reducía.
Cuando empezó el gran domingo, la extensión del mundo era inobjetable y del norte asomaban toscos nubarrones que teñían de gris los restos del sábado anterior, abandonados en las esquinas.
El gran domingo estaba hecho de periódicos acumulados y abuelos durmiendo la siesta, como cualquier domingo, pero al cabo de algunas horas los insectos cruzaban las habitaciones y propagaban un temor visionario. Nadie cerraba entonces las cortinas ni soltaba la mano de sus hijos.
Cuando empezó el gran domingo, pedir la hora o darle señas a un peatón extraviado eran actividades inofensivas.
El gran domingo fue obligándonos a trazar las partes del tiempo en papeles fortuitos, luego en hojas de cuaderno y al fin en pliegos cada vez más extendidos. El oeste del gran domingo era la promesa rutinariamente postergada de un crepúsculo sereno y vacío, que contrastaba en la realidad con la multiplicación inevitable de ropa sucia, cubiertos usados y minutos largos como kilómetros.
Cuando empezó el gran domingo, los mapas de las horas no existían, y los que se trazaron después registraron esa ignorancia original bajo el signo de una piedra que no sabe hacer preguntas.
El gran domingo terminó abruptamente, sin que supiéramos cómo. Mientras anochecía, pusimos orden en las cocinas y secamos los restos de cerveza con el papel de los mapas, tachándolos de inservibles más por superstición que por sensatez.
Cuando llegó el final, nadie atinó a decir que no sólo había terminado el gran domingo, sino la vida entera que, de saberlo, nos habría servido para medirlo.
Luis Vicente de Aguinaga es poeta, ensayista y traductor mexicano nacido en 1971. Es doctor en letras románicas por la Universidad Paul Valéry de Montpellier y profesor titular del Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado once libros de investigación literaria, crítica y ensayo, entre los cuales figuran De la intimidad (2016) y La luz dentro del ojo (2018). Es, además, autor de trece poemarios, el más reciente de los cuales, Qué fue de mí, apareció en 2017.