ISSN 2692-3912

El golpe maestro

El golpe maestro

Richard, que pintaba bosques, seres celestiales, sílfides y escenas crepusculares, mató a su padre durante un paseo por el campo; a Francisco una enfermedad, nunca claramente diagnosticada, y de la que se sabe le producía un ruido constante en la cabeza que devino en sordera, trastocó su obra hasta alcanzar grados expresionistas no intuidos en sus pinturas anteriores; Vincent creó su cuadro-vorágine-oído interno La noche estrellada siete meses después de haberse cortado el lóbulo de su oreja izquierda, tras una supuesta riña con Paul Gauguin; Martín creó casi a escondidas durante 33 años en un manicomio y en papeles de desperdicio una obra de túneles, caballos, jinetes y vías ferroviarias, después de su llegada como migrante a un Estados Unidos en declive económico; en Leonora colapsaron las estructuras emocionales, en periodo de guerra, su estómago se convirtió en símil de una ciudad y posteriormente en cuadros que se antojan un montaje alquímico y mitológico de su pensamiento.

  Y en ese laberíntico itinerario, incluidos la alteración o intento de corrección a la casi siempre espantosa monotonía, y el empeño por abatir tales o cuáles circunstancias históricas o sociales dentro del perímetro de la existencia artística individual, ¿en qué momento fisiológico, o por cuál trastorno, aparte del mental, digamos, del hígado, o a partir de qué desarreglo, digamos, del sistema digestivo, naufraga la razón y surge victoriosa la locura?

  ¿Qué órgano interno del cuerpo humano participará preeminentemente en esa ciega elección de instantes que es a veces el arte?

  En agosto de 1843, el pintor inglés Richard Dadd asestó cuchilladas a su padre (hay quienes dicen que fueron hachazos). Pasó más de 40 años en manicomios. Saber que Dadd sufrió un desplome psíquico durante un viaje por el Nilo, en donde consumió opio a raudales y fue supuestamente obnubilado por el dios Osiris, no basta para adentrarse en la alucinante y orgásmica maraña visual de su obra mayor The Fairy Teller’s Master Stroke (El golpe maestro del narrador de cuentos de hadas), un hervidero de duendes, elfos, flores descomunales, ramajes. Acaso, más ilustrativo sería, sobre todo para los detractores del misterio en el arte, algún dato sobre el funcionamiento del laberinto de su oído, como en el caso de Francisco de Goya y Lucientes.

  Poco se sabrá de las diligencias o contenciones sexuales de Vincent van Gogh, en un estricto sentido de actividad genito-muscular, que hayan incidido en su decisión de obsequiar su lóbulo mutilado a una prostituta.

  Del mexicano Martín Ramírez lejos se está de indagar sus condiciones fisiológicas en el tiempo en que creó su obra, puesto que, casi de golpe, en los últimos años el mito ya acaparó su condición mental y social como explicaciones únicas de todo su tunelerío.

   Quizá la “locura” no pueda recordarse a sí misma, o mirarse de frente, como la muerte. Ni tampoco la mente sea solo el sitio desde donde brotan y se reparten dislocamientos y la realización de monstruosidades y prodigios artísticos. He sabido de un caso en que un golpe en una rodilla desató una gran habilidad escultórica.

   En Memorias de abajo, Leonora Carrington narra los casi seis meses que se le mantuvo confinada, en 1940, en una clínica en Santander. Bien conocidos son los “supuestos” motivos que sirven de simiente a su extravío o huida interior: la detención de su amante Max Ernst y el envío de éste a un campo de concentración. En marco de guerra europea que amenaza con expandirse hacia España, Leonora cree encontrar en ese país el territorio propicio para detener el avance nazi. Aquí la artista se convierte, en mente y cuerpo, en el único conducto posible de poner un cese a la guerra. Una trama muy propia en su cruce con mitos ancestrales o lo que podría ser una nightmare, vasta en horrores y sufrimiento psíquico y físico.

  A la trama de la mente, habría que agregar la propia del cuerpo, tan fascinante como la primera, aunque difícilmente se les pueda disociar. “Me pasé veinticuatro horas provocándome vómitos”, narra Leonora, y: “mi estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad”. Y más adelante: “En medio de la confusión política y un calor tórrido, tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo”. “La disentería que más tarde sufrí no fue otra cosa que la enfermedad de Madrid que tomaba forma en mi aparato intestinal.”

  No hay quizá en el ámbito del arte final más feliz de la locura que el ocurrido a Leonora Carrington, como no hay en su obra cuadro alguno que estampe de manera encarnada los horrores padecidos en ese periodo; hay, sí, reflejos de su imaginación cual sombras desprendibles.

  Nadie cuenta con suficiente memoria como para narrar su propia locura.

  Y el arte quizá sea una ciega elección de instantes de la mente y de la mano, o una expresión vidente de algún órgano interno.

"Todo México", óleo sobre tela, 200 x 150 cm
“Todo México”, óleo sobre tela, 200 x 150 cm
"Paisaje de San Fernando, Tamaulipas", óleo sobre madera, 110 x 264 cm.
“Paisaje de San Fernando, Tamaulipas”, óleo sobre madera, 110 x 264 cm.