El dinoparque sueco

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El dinoparque sueco

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Corren rumores sobre los hombres-pez – bebés pez, para ser más precisos. El esperma de un hombre habría encontrado, de manera asombrosa, el camino hasta el desove de un hembra pez. Se dice que un grupo de hombres sin hijos ahora cuida de esas criaturas.

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El trabajo de recordar incluye a todos. Se reúnen en la Torre Óptica de la isla Refshaleøen, uno de los últimos edificios que aún se alzan sobre la superficie del agua. Como una versión danesa del monstruo del Lago Ness, la torre, bañándose, contempla su capital desaparecida: un grupo disperso de picos de edificios altos, donde una vez estuvo la antigua ciudad costera.

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La cámara más alta y todavía seca de la torre está ocupada por una mujer maníaca y su hija rubia, de cabello extremadamente enmarañado y ojos azul violeta. La chica está cansada de su madre, pero es indulgente; no tiene otra opción que estar con ella. Hubiera preferido estar en otro sitio con su padre y su hermana, pero no fue así. Nadie sabe dónde está su hermano mayor. Se dice que la abuela materna de la chica está a salvo con su tío, lo que la madre considera una gracia del cielo.

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La madre nunca se había sentido realmente a gusto en el mundo, hasta que llegó el agua; así que para ella toda la situación era ahora una liberación de todas las elecciones y obligaciones terrenales — y no menos importante, del confuso fenómeno de la amistad. Sin embargo, justo cuando ella creía estar a salvo en la torre, apareció el indio y reclamó su derecho a su amistad. Mojado, jadeante y goteando, había puesto las palmas de las manos sobre la mesa y separó los dedos en dos abanicos.

—Si una persona tiene nueve cosas buenas y un solo punto negro, o uno malo… —levantó el dedo “malo” de la mesa y lo agitó en el aire—, ¿la desecharías por completo?

Él esperaba una respuesta, pero la madre se quedó en blanco. No quería comprometerse ni ser citada una y otra vez más tarde por una declaración desafortunada o impulsiva, así que, en su lugar, dijo:

—Solo deseo cumplir con mi trabajo.

Porque eso, al menos, ella sabía con certeza que era verdad.

—¿Qué trabajo? ¿Crees que vas a empezar una carrera a los 48 años?

Primero ella guardó silencio. No quería cometer hybris. Pero, aun así, dijo:

—De todos modos, es lo único que puedo hacer ahora, y eso es lo que mejor sé hacer: imaginar cosas…

—¿De qué hablas? ¡No haces nada! Estás encerrada en tu propia ilusión del mundo. No como yo — estoy con mis amigos todos los días, todo el tiempo. No como tú. ¡Yo sin mis amigos no soy nada!

—Exactamente — soy una mujer. Solo tengo alianzas, no amistades. Sabes… estoy sentada junto al fuego, amamantando a mi hijo, mientras miro fijamente las llamas, al lado de otra mujer que espera, mi rival que como yo está sola en su monólogo de eternidad. Mientras los hombres — es decir, los amigos — en plena comunidad y diálogo están cazando el jabalí, la carne para el grupo que espera, hambriento, cultivador de la tierra y ansioso, formado por mujeres…

—¡Es mi teoría, la conozco bien —interrumpió él—, no expliques más!

—…pero la biblioteca, es un trabajo enorme.

Nunca le había hablado al indio de La Biblioteca Viva; hoy, supuse, ya era hora.

—¡Paranoia! Eso es lo único que temo por ti, que caigas en la paranoia; pero fuera de eso, no me preocupo por ti, ¡ni un carajo! —dijo mientras apoyaba el pie en el alféizar de la ventana y desaparecía en el mar con un buen chapuzón.

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La madre miró largo rato la cabeza calva y el torso que nadaba en estilo libre. Al final, solo quedaba un pequeño punto luminoso, que desapareció en el horizonte en dirección al aeropuerto. No está nada mal para un hombre de 75 años; eso tenía que reconocérselo. Una persona insoportable. ¿Era él su amigo? La verdad, no lo sabía. Tal vez él fuera fantástico, y ella simplemente carente de talento para la amistad: un ser completamente ingrato, oportunista y destructora de la belleza compartida. Había olvidado preguntarle dónde vivía o con quién vivía. Podría ser que viviera en un avión flotando con un par de sus paranoicas exesposas y todos sus hijos — organizado en una comunidad acuática con otras aeronaves, llena de amigos leales y devotos sobre el tambaleante espejo del mar. Sola aquí en la torre, no existían las definiciones del indio sobre ella. Esto fue un alivio para la madre, pero no para la hija: aquí era la única niña. Esa idea le dio una punzada en el corazón a la madre. La hija echaba de menos alguien con quien jugar, y no era como su madre, que insistía en que la torre era suya y que la había visto primero.

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Respecto a La Biblioteca Viva, uno mismo elegía su obra. La obra podía ser una novela, una colección de poemas, una canción o quizás una pieza musical, si uno tenía talento para eso. Lo más importante era hacerse completamente responsable de la obra, mantenerla viva en la memoria y, si se sentía que uno estaba cerca de morir, la obra debía ser pasada a un nuevo responsable.

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Por supuesto, aún debían tomarse medidas especiales tanto para los viejos como para las criaturas más jóvenes. Se decía que los pequeños niños pez podían sonreír, reír, llorar y gritar; solo las palabras y la cola de pez los diferenciaban de los niños de antaño, en tiempos en que las grandes masas de agua aún no se habían hecho dueñas de todo. Al parecer, ahora los niños pez eran capturados y recogidos por hombres sin hijos, quienes también formaban parte del proyecto común e interior: La Biblioteca Viva.

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La Biblioteca Viva será nuestro timón y ancla en medio de las corrientes de agua. El almacenamiento interno de historias en el archivo común y flotante será nuestra fuerza y motor para seguir construyendo, día tras día, nuevas formas de vida, como seres terrestres en un mundo marítimo. Muchas veces estaremos solos y fríos; y entonces nuestra existencia cobrará sentido a través de la obra que llevamos en la memoria, para preservarla y compartirla.

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La pequeña chica, rubia, con el pelo tremendamente enmarañado, había escuchado a su madre decir aquello al menos mil veces. No a ella, sino a otras personas empapadas y tiritando, que se habían abierto paso trabajosamente por una de las ventanas superiores de la torre después de un largo viaje. Ese tipo de huéspedes solía quedarse solo un día antes de nadar de vuelta al lugar que llamaban su hogar. Antes de eso, habían recitado toda su obra —o partes de ella— en voz alta para la madre, y por lo tanto también para la hija, aunque ella no estaba obligada a escucharla.

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La torre era el corazón mismo de la biblioteca flotante, y de vez en cuando todas las historias debían pasar por ahí para oxigenarse, explicaba la madre, que se consideraba a sí misma la directora de La Biblioteca Viva. Un visitante podía contar su propia historia de vida, la cual la madre recordaba hasta que una nueva persona, goteando y temblando sobre el suelo de la torre, ofrecía guardarla junto a su obra elegida. Después de eso, se liberaba espacio en el cerebro de la madre, pues la historia de vida encontraba un nuevo cuerpo donde quedarse. Pero la hija apostaría a que la madre no olvidaba la historia — solo lo decía. La madre decía tantas cosas, y prácticamente no hacía otra cosa que hablar. Era la hija quien pescaba, freía y salaba los peces. Un día encontró unas algas realmente deliciosas que ahora colgaban a secar por todas partes, en cuerdas tendidas entre las vigas del techo de la torre.

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La niña pez fue quien le ayudó a la hija a encontrar las algas, o más bien, las hierbas marinas. Un huésped inusual había llegado a la torre ese mismo día: uno de los hombres sin hijos. Había traído a la niña pez en una red, ondeando detrás de él en el agua. Ella era sumamente vivaz; chapoteaba y chillaba de alegría en la tina llena de agua donde la habían colocado frente a la estufa de leña. Era la primera vez en su vida que veía el fuego, y mientras su guardián recitaba su obra, era tarea de la hija impedir que la niña pez se lanzara a las llamas por puro entusiasmo. Sus ojos brillaban y se dejaba besar y abrazar voluntariamente por la hija. La hija nunca consiguió el perro que tanto quería, pero esto era aún mejor que un perro.

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Fue la madre quien le preguntó al hombre sin hijos si la hija y la niña pez podrían jugar afuera un rato. La hija apretó la mano de la niña pez y se dejó guiarla. La red que la rodeaba no parecía limitarla; La pequeña cola de pez se movía con agilidad y rapidez, como una anguila en el agua, y las llevaba hacia adelante por el espacio abierto, sobre la explanada cubierta de carretillas elevadoras volcadas. Los rayos del sol atravesaban el agua y dejaban que los bancos de peces proyectaran sombras ondulantes sobre el cemento del fondo. Después de que la hija tomara una gran bocanada de aire, la niña pez la arrastró por el borde del muelle, donde el fondo del canal se veía oscuro y turbio. Bicicletas, barcos y coches decoraban el fondo y parpadeaban a lo lejos debajo ellas. A la hija le dio un escalofrío, y sintió alivio cuando se acercaban al extremo opuesto de la entrada del puerto. Ahora nadaban a lo largo de un sendero y sobre una superficie inclinada cubierta de piedras, donde al final había un grupo de peces un poco más grandes que los demás. Bastante peces grandes, en realidad. ¿Eran pequeños tiburones? La hija se retiró hacia atrás con inseguridad, lo que sólo hizo que la cola de la niña pez batiera con aún mayor frecuencia, ansiosa por acercarse a ese grupo de seres que danzaban en los rayos del sol alrededor de un centro desconocido, al que se turnaban para engancharse o simplemente rozar brevemente para luego continuar sus movimientos circulares en todas direcciones alrededor y cruzándose elegantemente sin una sola colisión. Entonces la hija vio un pequeño brazo y una mano blanca alrededor de un cuello verde en el centro del grupo, y por puro susto soltó a la niña pez, quien enseguida como una flecha se lanzó hacia la esfera viviente y luego, como una pequeña ameba envuelta en la membrana de la red, abrazó y besó a la sirena verde, completamente inmóvil. La hija dejó que la niña pez se sentara un rato con su madre, a quien parecía compartir con muchos niños peces — quizá incluso sus propios hermanos. No se sabía bien. Pero todos amaban la estatua, eso era seguro y cierto.

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Era una niña pequeña dormida la que llevaba en la red de camino a la torre. La hija se quedaba en la superficie y evitaba mirar hacia el inquietante fondo marino, hasta que llegó jadeando a la plaza y a la nave del astillero sobre la cual se había construido la torre. En ese momento oyó la cola de la niña pez chapotear detrás de ella y sintió los pequeños y fuertes brazos alrededor de su cuello. Un brazo pasó cerca de su oído y mejilla, y una mano mojada, al encontrar un agujero en la red, señalaba hacia una grieta en la pared de la nave de astillero.

¿Cuántas veces no había pensado la hija en buscar justo allí para explorar ese espacio que llenaba sus noches de sueños extraños y de sonidos que subían entre gorgoteos y suspiros por las aberturas de los instrumentos ópticos, desde la cámara de la torre hasta la nave inundada de abajo?

Pero nunca rompió la regla de su madre y también le daba miedo entrar en pánico, quedarse atrapada en algún lugar y no poder salir nunca más. La hija negó con la cabeza, tomó la mano pequeña y con decisión le señaló con el dedo la ventana más alta de la torre, por donde la niña pez había llegado ese mismo día, unas horas antes. La mano se soltó y la niña pez se deslizó delante de la hija, mientras flotaban, quedando cara a cara. La niña extendió las manos muy separadas como si tuviera algo invisible entre ellas, para luego ponerlo en la boca y masticarlo y sorberlo como un espagueti muy largo. Finalmente eructó, se acarició la barriga y soltó una sonrisa satisfecha. Luego, se lanzó al agua como una flecha. La hija apenas vio un poco de pelo flotando mientras el último pedazo de la red desaparecía en la grieta del edificio. Se molestó consigo misma, era responsable de la niña pez. Por otro lado, no había duda de que la pequeña podría lograrlo — si su red no se atascaba en algo. Solo quedaba esperar; no podía volver a la torre sin la niña pez.

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Después de un rato, la hija empezó a tener frío. Había bajado un par de veces a mirar dentro de la grieta, pero solo vio oscuridad, cortada por unos pocos rayos finos de luz que entraban por rendijas en los muros del astillero, como estrellas fugaces en la noche. Además, se oían algunos ruidos sordos y rozantes, quizás desde el fondo. ¿Qué estaría tramando la pequeña criatura? Con la idea de comunicarse con la niña desde arriba, la hija trepó por la ventana de la torre. Se oyó un ronquido cerca de la estufa. El hombre sin hijos estaba tumbado de espaldas sobre una piel blanca, con una manta encima, con las piernas desnudas y los pies sobresaliendo. Parecía que se le había caído de la mano una botella de vino tinto; la botella vacía estaba a unos metros. La madre estaba al otro lado de la habitación, sentada en un sillón viejo. Tenía los pies apoyados en el marco de la ventana, estaba vestida y miraba hacia el dinoparque sueco, donde los gigantes bañistas sacaban la cabeza del mar en forma de los edificios más altos de la costa saludando amablemente.

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La hija sabía que su madre permanecería distante e inmóvil durante un buen rato, congelada en su mirada a lo lejos. Sin embargo, un sonido agudo o estridente podría romper su trance; por eso la hija se tensó al máximo para, en absoluto silencio, quitar la tapa metálica bajo la lente del instrumento óptico. Cuando por fin apartó la tapa, tuvo una vista clara de la misma oscuridad húmeda y salpicada de estrellas que acababa de observar por la rendija del muro. Cogió una linterna y movió el haz de luz en círculos sobre la superficie del agua, esperando así poder hacer contacto con la niña en algún lugar allá abajo en la oscuridad.

A los diez minutos, la hija echó una mirada nerviosa hacia el fondo de la sala, pero por suerte la punta del pelo erizado de su madre, visible por encima del respaldo del sillón, indicaba que seguía mirando fijamente al horizonte lejano. A pesar de los movimientos de la luz, no hubo reacción desde el fondo, ni señal de vida — ojalá no le hubiera pasado algo a la niña pez. Al pensar en ello, la hija sintió de inmediato un pinchazo en el corazón, mezclado con el miedo a la ira de los adultos. Cerró los ojos para exorcizar aquel pensamiento, pero cuando algo le pinchó la nariz, apartó rápidamente el objeto — y vio la pequeña mano blanca y cerrada que triunfante emergía del líquido negro. Entre los dedos, asomaban largas y delgadas cañas rojas y verdes. Todo se parecía más que nada al hocico de una rata albina de pantano. La hija le arrancó de inmediato los bigotes y los arrojó al suelo de la torre, y pronto se oyó su grito de entusiasmo, cuando el rostro de la niña pez apareció como una luna brillante en la noche húmeda allá abajo. La niña se rió y se pasó la lengua por los labios. Quizás había roído un agujero en la red, pues había desaparecido — igual que ella misma, y no como la madre, que ahora se había despertado. Con pasos inseguros, se acercó a su hija.

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—¿Pero qué haces? —La madre recogió una planta mojada del suelo y la examinó detenidamente. —¿Popotes?

—Sí, claro, pero creo que también se pueden comer. ¡Ven, ayúdame! —La hija se inclinó hacia el pequeño puño, que otra vez le pasaba plantas, y la madre dio un grito fuerte y se echó atrás. El ronquido junto a la estufa se interrumpió, pero tras un par de gruñidos inquietos, la actividad volvió a su ritmo.

—¿Qué diablos estás haciendo ahí abajo? ¡No deberías estar ahí, ya te lo he dicho!

—Yo ni estoy ahí, pero la neta está cañón controlar a esa sirena. —¡Toma! —

La hija le pasó otro manojo de cañas de espagueti, que la madre intentó organizar lo mejor que pudo, pero se le resbalaban en las manos y no querían quedarse en la pila de cuatro metros que su longitud exigía.

—¿Quizás podríamos colgarlos para que se sequen? ¿Qué tal esa cuerda que encontré el otro día? —sugirió la hija, mientras seguía recibiendo las plantas, que ahora le entregaba constantemente la pequeña mano. El montón pegajoso en el suelo de la torre crecía cada vez más, mientras la madre hacía ruido con la escalera y la cuerda bajo el techo. Al poco tiempo, la sala alargada parecía la preparación de una de aquellas fiestas techno que, hace veinticinco años, hacían saltar y vibrar la torre óptica en la noche. Las hierbas marinas colgaban de todas las cuerdas entre las vigas del techo y brillaban húmedos con los últimos rayos del sol, que pasaban a través de la planta semitransparente y daban un brillo rojo y verde a todo.

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La oscuridad se acercaba, y ya era tarde para que los visitantes de la torre volvieran nadando a casa. La hija estaba emocionada por hacer una fiesta de pijamas con el pequeño ser. Juntos pusieron la tina de la niña pez cerca de la estufa y prepararon un lugar con pieles y mantas para la hija junto a la invitada mojada. La madre y el hombre sin hijos se fueron al fondo de la torre y pusieron una silla cerca del sillón de la madre para mirar juntos hacia Suecia y ver unos pocos puntos de vida en la noche. Ahora había que recitar y repasar una vez más la obra interior.

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La hija posó su mano sobre el borde de la tina, donde tenía la mano de la niña en la suya. Tras una recolección intensa de material vegetal en la nave del astillero debajo de ella, la niña estaba exhausta y pronto cayó en un sueño profundo. La hija, en cambio, permaneció despierta la mitad de la noche; fascinada, observaba el rostro con los ojos cerrados bajo el agua, rodeado de cabellos flotantes. Todavía tenía hierbas alrededor de la boca. Su colita de pez ya no se movía, solo la nariz se asomaba sobre el agua, como una foca con dos ojos negros; varias veces la hija estuvo a punto de agarrarla — era monísima — pero siempre se detenía. La niña pez roncaba ligeramente, y burbujas subían haciendo clics alrededor de la foca cada vez que exhalaba. Al fondo de la torre se oían los murmullos de los adultos, especialmente la voz más profunda del hombre sin hijos, interrumpida de vez en cuando por las risitas y carcajadas de la madre.

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Por la mañana, la hija encontró a su madre sola frente a la vista del parque de dinosaurios sueco. Con el pelo revuelto, la madre dijo que el hombre sin hijos había salido en una misión larga y que, por un par de botellas de vino, le había dejado a ella el cuidado de la niña pez; pero solo por nueve días. Después, volvería para recogerla. La madre le dijo a su hija que le ayudara con la niña pez durante los próximos días, pero eso no hacía falta — la hija estaba muy contenta con la nueva compañía en la torre. De hecho, estaba feliz, y durante los nueve días siguientes solo se separaban cuando dejaba que la niña entrara en algunas de las naves del astillero de la península, donde recolectaba puñados de hierbas marinas. La hija colgaba todo en las cuerdas de la torre para que se secara y estuviera listo para comer; ya no era solo comida de la niña pez — la madre y la hija también disfrutaban las cañas secas de espagueti y en la torre se oía sin pausa el crujido de uno o varios juegos de dientes masticándolas.

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Algo debía haber cambiado en el mundo; había pasado más de una semana desde que alguien mojado entró por la ventana, y la madre empezó a temer por la supervivencia de La biblioteca Viva. También se extrañaba la comida que traían los visitantes, y pronto los tres habitantes de la torre vivían solo de hierbas marinas, agua de lluvia y pescado. Sin embargo, la alegría de la hija por su nueva amiga fue una luz para la madre, aunque eso solo aumentó su melancolía al verla triste el noveno día. Pero al caer el sol, el hombre sin hijos aún no había llegado. Pero eso no parecía preocupar a la niña pez, y las dos durmieron tranquilamente, mano con mano, toda la noche a la luz titilante del hogar. Solo la madre estaba despierta y velaba por las pequeñas, mientras le daba vueltas en la cabeza a algo que había visto durante el día: una grieta entre el suelo y la pared junto a la ventana que daba al país vecino desaparecido. Quizás la grieta siempre había estado ahí, ella no lo sabía, pero la humedad en ella la preocupaba.

Al primer rayo de sol, y mientras el burbujeante ronquido de la tina todavía se oía, la madre se deslizó hasta el otro extremo de la torre y vio que la humedad se había extendido desde la grieta hacia el suelo. Ya no se trataba solo de humedad, sino también de burbujas microscópicas de agua que se empujaban unas a otras sobre la fina línea de la grieta. La madre no le dijo nada de esto a la hija, solo dejó que las dos amigas jugaran, buscaran comida, masticaran algas e hicieran lo que quisieran, mientras ella, inquieta, pasaba el día moviendo trozos de madera, apilándolos en estructuras complicadas y llenas de aire para que se secaran más rápido.

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Tampoco al día siguiente vieron al hombre sin hijos. En cambio, la grieta entre el suelo y la pared había empezado a abrirse por un extremo, y el agua corriente entraba en silencio sobre el suelo. Y así pasaron muchos días, sin rastro del hombre y con más agua. Fue la hija misma quien pronto descubrió la grieta, pero también los pequeños picos de algas rojas y verdes que salían de ella, que ya era tan ancha como una mano. Por fin logró llegar ella sola a las hierbas marinas, sin que la niña pez la asistiera. La hija tiró dentro de la torre todo lo que pudo. Era como su padre, pensó la madre: orientada a soluciones y distante emocionalmente. Fue un milagro que la pequeña niña pez hubiera podido abrirle el corazón. Ahora la hija empezó a hacer nudos en el extremo de todas las cañas de las hierbas marinas. Estas eran largas, por lo menos cinco metros. Quizás eran otra especie mutada. Luego arrastró el montón aplastado hasta el otro extremo de la torre, hacia la niña en la tina junto a la estufa, donde se divertían soplando aire en las cañas, que se expandían en circunferencia y quedaban del grosor de un salchichón. Cuando hicieron un nudo en el extremo de la larga salchicha, la madre pensó que ya solo faltaba un payaso para hacer figuras con globos. Llevaba días sin esperar al hombre sin hijos, y un payaso podía ser igual de bueno. Tal vez mejor.

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No estuvieron más en la parte de la torre que daba al dinoparque sueco. La grieta se había extendido a las paredes cercanas, de modo que el suelo se había soltado y ahora colgaba como una rampa inclinada, envuelta en las aguas profundas debajo. Al mismo tiempo, se había hecho más espacio para las hierbas marinas, que se estiraban con ansias hacia la luz que entraba a la torre. Los tres instrumentos ópticos, instalados en la parte hundida del suelo, se veían espectaculares, emergiendo de la laguna reluciente del bosque en sus posiciones inclinadas. Parecían barcos negros de metal, tal vez barcos de guerra, y una mañana el barco más exterior había desaparecido. Después escucharon un sonido sordo y pesado desde abajo y sintieron una vibración en la torre. El instrumento debía haber encontrado su lugar en el fondo de la nave del astillero.

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Así como las hierbas marinas habían abierto paso a la luz del sol, también había más espacio para la niña pez que encontró su propio oasis en la rampa inclinada, donde todo el día chapoteaba y jugaba feliz, mientras lanzaba hierbas a la hija en la parte seca del suelo. La madre había prohibido a la hija entrar en la zona húmeda, así que la hija dependía otra vez de la ayuda de la niña. Pero como las dos aparentemente tenían un objetivo común e interno, no hubo ningún drama por la restricción de la madre. Lo que más temía la madre era perder a su hija en las profundidades; que cayera por el tobogán mojado y baboso del suelo, se golpeara la cabeza y desapareciera inconsciente en la oscuridad húmeda. Además, había un peligro real de que el peso de la hija forzara el suelo a inclinarse más,
haciendo que la grieta entre el piso y la pared se aproximara cada vez más al rincón de la torre donde se encontraban la estufa de leña y los lugares para dormir. Se encontraban dentro de una lata de sardinas boca abajo, cuya tapa se abría un poco más cada día.

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A pesar de la gravedad de la situación, la madre estaba sola con su miedo. Las dos pequeñas parecían guiadas por un instinto propio, como dos de mil crías de tortuga marina que, sin vacilar y con determinación, corren por la arena y se lanzan a las olas del mar. Ahora, la parte trasera de la torre estaba llena de largas e inchadas cañas de hierbas marinas, desde el suelo hasta el techo. Delante de la pila, la hija estaba sentada como una sastra india, en posición de loto, combinando globo tras globo con hilo, cuerda, tela rasgada, alambre u otro material flexible en un ingenioso sistema. La madre había sido nombrada maestra del agua con la responsabilidad de mantener todas las salchichas marinas constantemente húmedas. No debían secarse bajo ninguna circunstancia, explicó la hija, y la madre pasó los días siguientes regando sin descanso.

Al quinto día, la hija ató el último nudo y la pila de salchichas marinas se había convertido en dos largas barcas. Parecían canoas para dos personas cada una, y eso era lo importante, pensaba la madre, pero todavía no sabía qué había pensado realmente su hija.

—Nos comemos una de las barcas, si es necesario. O simplemente como reserva, si la otra se rompe —explicó la hija.

—Tiene sentido, pero ¿cómo avanzamos o dirigimos? ¿Con cucharas o con nuestras manitas? —preguntó la madre con un escalofrío.

La hija asintió en dirección a la niña pez, que estaba echando agua sobre la estufa de leña crepitante; ésta respondió con un bufido y una breve nube fogosa, que hizo caer a la pequeña de espaldas al agua, riéndose, con la cola de pez en alto, apuntando al cielo. La grieta entre el suelo y la pared de la torre había llegado hasta la estufa, y la rampa viscosa del suelo que bajaba al abismo ahora comenzaba donde estaban sus antiguos lugares para dormir. Las pieles y mantas flotaban como anémonas en la piscina de hierba marina, y los dos últimos instrumentos ópticos se habían hundido desde hacía tiempo hasta el fondo de la nave del astillero junto al primero. El mundo submarino de la niña pez por fin se había fundido con el de los humanos, y ella saludaba con entusiasmo a sus amigas, que estaban apretadas contra la pared, sobre el último trozo de suelo seco y horizontal. La hija le devolvió el saludo a su mejor amiga mientras le contestaba a su madre.

—Tenemos un motorcito por aquí.
—¿Y hasta dónde crees que ese motorcito podría llevarnos? —La madre puso cara de escepticismo.

— Solo hasta un lugar donde podamos conseguir ayuda. Necesitaremos remos — y ojalá también una vela —, quizá en Suecia…

—¡¿Suecia?! ¿Estás loca? ¡Yo no voy a Suecia, ni loca!

—Hay dos barcas, mamá. Puedes hacer lo que quieras.
—Sí, pero tú no puedes —¡y deja de amenazarme! —. La madre respiró hondo, tratando de mantener la calma, y continuó con un tono más suave.

—Escucha, cariño, no tenemos ni idea de qué nos espera en Suecia. ¿De verdad existe? Parece todo tan vacío allá… Además, tengo todos mis contactos en el archivo de la biblioteca aquí en Dinamarca; este trabajo debe continuar, si no, estaremos realmente perdidas.

A lo que la hija, como un pequeño monstruo lógico, respondió:

—Compara la cantidad de luces por la noche en Dinamarca con la de Suecia —¿Digamos dos contra sesenta? —. Todo indica que tus amigos del archivo danés están muertos. ¡Lo siento, mamá! —Tú misma has dicho que guardar historias dentro de uno nos da fuerza y sentido cuando estamos solos y con frío. Te lo he oído decir mil veces, sobre todo a hombres, porque tal vez en el fondo, estás esperando a un hombre —algún hombre imaginario que nunca va a llegar. ¡Entiéndelo ya, mamá! Estás sola y con frío. Nunca vino realmente nadie — y mucho menos alguien que se quedara —, y probablemente no venga nadie por un buen tiempo. Demuestra tu propia filosofía; difunde tu biblioteca viva en Suecia, ¡o quizá en Noruega!

La madre se quedó callada y la hija hizo una pausa. El mapa de Europa en su cabeza todavía tenía huecos, así que preguntó:

—Por cierto, ¿Hay montañas en Suecia?

—Sí, en Suecia hay montañas, y en Noruega también—muchísimas.

—Perfecto, porque tenemos que subir, como a algo alto, para salir del agua.

—Muy bien, pues parece que ya tenemos un plan, ¿no? —¿Le informas a tu amiga? — preguntó la madre y saludó con la mano a la niña pez salpicando en el agua.

—No hace falta —respondió la hija—, ella ya lo sabe.

 


Me llamo Trine Kestner. Nací y crecí en Dinamarca. He producido y vendido cerámica en el pasado. Además, he trabajado con jóvenes con adicciones y como asistente pedagógica con niños. Actualmente, soy estudiante de Lengua y Cultura Españolas y Latinoamericanas en la Universidad de Copenhague. También escribo cuentos para una revista femenina.

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