Dios no existe
A Otto Campbell
In memorian
Esta crónica que narro aquí constituye una serie de peripecias, manipulaciones y denuncias que ocurrieron hace algunos años. Las circunstancias, los hechos, los detalles y los efectos siguen aún latientes en mi memoria, como si hubiesen ocurrido ayer mismo. Nunca he dudado en anteponer el afecto de un lugar al cariño de una persona. Pero he sentido un sentimiento cruzado hacia Ciudad Juárez y mi hermandad y profunda admiración hacia Otto Campbell, maestro y muralista mexicano. La ciudad y Otto Campbell se complementan de cierta manera. La urbe fronteriza, asociada con los peores estereotipos que surgen del hampa, la mala vida y el exceso nocturno, posee la fuerza de un caballo indómito que empataba con las emociones del artista.
Ambos, ciudad y persona, tutelaron en mí valores y sensibilidades como la amistad, la solidaridad, la resistencia y la capacidad de asombro que aún sigo ejercitando. Esta crónica la escribí en tres tiempos. El de 2010 es fundamental porque albergué la esperanza de enviarla a las revistas, suplementos culturales o antologías que trataran de ofrecer visiones críticas y de denuncia sobre la frontera. En el 2014 añadí algunos aspectos que consideré relevantes y le imprimí a la crónica el tono de la oralidad para ser leída, hace una década exactamente, en un homenaje que la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez organizó para conmemorar el natalicio del pintor, fallecido en 1998. Con el de 2024, la crónica sigue siendo fiel a los hechos y he tratado de evitar diferentes versiones y la dispersión de un tema delicado que tiene que ver con la intolerancia y la censura. Aquí se narra entonces, para que nadie olvide este suceso lamentable ocurrido en 1994, la movilización y manifestación de un grupo de profesores universitarios y ciudadanos ofendidos por la desaparición del extenso mural titulado La catrina, de Otto Francisco Campbell Gutiérrez, ubicado en la calle Francisco Villa y avenida 16 de septiembre.
Andando sobre mis pasos, reconstuyo las emociones que atravesaron entonces mi corazón. Descubro y me sorprendo que la tienda de deportes de mi tío Arnulfo, referencia obligada de la avenida Lerdo y calle Abraham González, es ahora una especie de consultorio esotérico, cueva de videntes y adivinadores, embaucadores y brujos profesionales. Los espacios urbanos que dieron sentido a los sucesos que narro se han transfigurado radicalmente. Bagdad, Kabul, Puerto Príncipe y Ciudad Juárez, son ciudades con enormes diferencias, sin embargo, ofrecen en su aspecto exterior, desquiciantes similitudes. Si las comparo visualmente me resultaría sumamente difícil distinguir unas de las otras. Ciudad Juárez ha sido definida, según una famosa activista social mexicana, de origen judío, como una catástrofe humana.
La ciudad vivió una crisis profunda y tocó fondo hace más de una década en medio de una espiral de violencia demencial. Empezando por las estadísticas: miles de ejecutados, huérfanos, familiares de víctimas, desaparecidos y quizás, seguramente, de cuerpos sepultados en fosas clandestinas. Todas las víctimas multiplicadas por el horror. Este afán por narrar el pasado es pretender frenar la fugacidad del tiempo o intentar detener, con un acto de magia, la descomposición de un cadáver. Quizás debamos recordar que los fantasmas de nuestros muertos y sus familiares no descansarán jamás y que, para exorcizarlos o conjurarlos, haga falta contratar los servicios de alguna extraña sacerdotisa o, tal vez, de un hechicero.
En este doloroso trance o intento de memoria se me van sucediendo las imágenes de la devastación. Intento describir algunas que, demasiado tristes para mí, dan cuenta de esta visión apocalíptica. Por ejemplo, aspectos que uno difícilmente podría imaginar que ocurrirían. Estos sucesos representan para mí, en el ámbito emocional, la forma de una caída.
Ya entrado en el camino de mi andanza, por la calle Abraham González, me resulta sorprendente, y hasta revelador, la aparición de una señal: la colindancia inimaginable de la sobria y solitaria casona de la masonería juarense, con un muy concurrido centro evangélico; el otrora elegante Casino Juárez, símbolo de orgullo de la pujanza social fronteriza, hundido en sus ruinas; la antigua Cruz Roja Internacional, albergando una maltrecha y desfalleciente escuela de enfermería; unos pasos más adelante, observo que el tradicional y muy visitado restaurante La Sevillana, es ahora un pequeño hotelucho donde trabajan prostitutas de condición miserable, -¡pásale, pásale mi güerito, de aquí vas a salir bien relajado!-, me ruega una de esas trabajadoras; la siempre atractiva dulcería de la avenida Juárez y Callejón Unión, ahora convertida en un local de estrambóticos tatuajes; en la misma avenida, y enseguida del Templo Bautista, conviviendo el mismo espacio, está la casa de adoración de la Santa Muerte; la portentosa y monumental tienda departamental de Woolworth, convertida ahora en un decrépito galpón, abandonado, habitado en silencio por entes espectrales, malvivientes, drogadictos, prostitutas, perros sarnosos buscando algún desecho entre montañas de basura; y, a los pies del enorme almacén, ocupando la banqueta, numerosas familias de indigentes disputándose la limosna de los peatones” -¡eh, padrinito, por lo que más quieras, regálanos una monedita, por el amor de Dios!-.
Más adelante, por la misma avenida Juárez, el lujoso restaurante Florida, de la calle Mejía, es ahora, en medio de la miseria, una ostentosa casa de apuestas; da pena y tristeza ver el estado en que se encuentran las antiguamente prósperas, alegres y bulliciosas tiendas de artesanías mexicanas, oscuras y abandonadas. Dueler ser testigo de la desesperanza que se refleja en el rostro de esos hombres, vendiendo viejos y apolillados chalecos de piel por unos cuantos pesos, cintos descoloridos de exóticas pieles y resecas botas vaqueras, más tiesas que una momia, quebradas por el paso del tiempo, a cambio de obtener un billete verde de baja denominación. El único negocio vivo que pude ver en esa avenida y que sigue en pie viendo impávido el pasar los días, es el conocido y visitado Kentucky Bar.
Las visiones aquí narradas tienen una profunda y estrecha relación con la realidad que hoy nos circunda. Me atrevo a pensar que esta crónica, bien podría ser patrocinada generosamente por el corporativo embotellador de la frontera Coca Cola, ya que desde entonces ha presumido, públicamente, su incondicional apoyo a la cultura de esta ciudad. Por lo menos así lo dejaron plasmado con toda desfachatez en la parte más alta del ignominioso muro de marras.
Pude leer recientemente, para mi sorpresa, que se le entregó un reconocimiento internacional a una “valerosa” periodista extranjera por haber elaborado un blog que hablaba de la situación actual de la ciudad. En él registraban, entre otras joyas, entrevistas a “hombres notables” de la frontera. En una de ellas, resaltaba el perfil de un importante empresario refresquero, quien, a decir de la periodista, se encuentra retirado del ámbito empresarial. Aunque seguía dirigiendo planes estratégicos para la ciudad (sic). Y declaraba con firmeza que la inseguridad era consecuencia de lo que no hacíamos y que le daba mucho coraje la injusticia, la pobreza y, sobre todo, el cinismo de los políticos.
Una mañana sabatina del invierno de 1994, de las que uno quiere saborear desde temprana hora, caminando por el centro de la ciudad, me percaté con asombro e indigación que el gigantesco, bello y colorido mural, titulado “La Catrina”, había sido removido de la pared gigantesca. Especialmente, después de haber asistido, como era mi costumbre, a los cursos libres de filosofía que impartía Federico Ferro Gay en el tercer piso de la torre de rectoría, amante de la poesía de Giacomo Leopardi y quien, además, ponía en lo más alto del espíritu humano a Dante. Mientras me dirigía al restaurante La sevillana, pude percatarme de que el mural había sido borrado por completo. Pues justo al llegar al cruce de las avenidas 16 de septiembre y Francisco Villa, pude constatar, con profunda indignación, que el histórico y bello mural había sido borrado de un brochazo, y su vista sustituida por un enorme muro café, coronado por un vano y ridículo anuncio rojo con letras blancas que decía Coca Cola, que tenía al pie del mismo una advertencia, más bien una amenaza en letras mayúsculas, con la sentencia de ¡PROHIBIDO ANUNCIAR! Cuánta prepotencia y cinismo había allí en esa sola acción.
Ese mural, enorme, bello, colorido, bien logrado, único en su grandeza evocativa y de una factura artística incuestionable, que medía aproximadamente ocho metros de altura por veinte de longitud, de dimensiones elogiosas en una ciudad como la nuestra y que era resultado de un esfuerzo colectivo importante, había sido borrado bajo la complicidad de la noche. El mural había desaparecido. Creo que esta fue una de las primeras y más impactantes desapariciones forzadas que en esta frontera se han registrado, sin saber, como siempre ocurre en estos casos, qué criminal o criminales asestaron tamaño crimen a la cultura juarense.
Por la noche asistí, un tanto desconsolado, al bar Palmiras de la avenida Juárez, a tomar unos tragos y rumiar un poco el coraje que me produjo la afrenta. Era este un barecito reluciente, pegado al puente internacional Santa Fe, al que asistían regularmente personajes del mundo de la “cultura”, a saber: escritores trasnochados, poetas trashumantes, pintores rocambolescos, periodistas de pacotilla, catedráticos del afán y artistas de medio pelo. Fui a ese lugar, entre otras cosas, para convencer a algunos de mis amigos de lo necesario que resultaría hacer algo al respecto. Por lo menos, creí necesario levantar la voz por el atentado que contra la cultura de la ciudad se había ejecutado. Me pareció que era obligada una acción por lo menos ruidosa y que se enterara la comunidad y no quedarnos allí de brazos cruzados.
Se me ocurrió con el coraje encima, proponerles a mis camaradas que debíamos salir a la calle esa misma noche y realizar un placazo al estilo cholo, es decir, hacer una pinta de protesta sobre el propio muro. Convencí sólo a algunos, a los entusiastas de siempre, a Jaime, a Antonio, a Roque y a uno sobre el que tenía yo algunas dudas, a Hugo. Otros, sin más, prefirieron refugiarse en la comodidad de su cobardía, aunque hablaran apasionadamente de las revoluciones internacionales proletarias.
El plan era sencillo: salir del bar, caminar unas cuantas cuadras al cruce de las calles donde se encontraba el muro, hacer las pintas y ser detenidos por la policía. Al día siguiente, ser entrevistados desde la cárcel municipal y denunciar en todos los medios el agravio. Hacer un escándalo periodístico parecía ser una buena estrategia. De esta manera todos conocerían la causa de nuestra legítima indignación.
Salimos del bar envalentonados, como si nos hubiésemos propuesto tomar el poder. Parecíamos gallardos pistoleros del viejo oeste, con nuestros botes de pintura spray como armas en las bolsas de las chamarras. Caminábamos poseídos por el delirio de la épica nocturna, enardecidos. Contagiados por la certeza de hacer pública nuestra protesta, nos lanzamos decididos; después, sabríamos que contábamos con más voluntad que inteligencia. Nos enfilamos por la avenida Juárez; doblamos en la 16 de Septiembre, hacia oriente, ligeramente hacia la izquierda, justo donde se encuentra el Museo de la Ex Aduana Fronteriza. Unos pasos más, y, finalmente, habíamos llegado a la avenida Francisco Villa. Nos colocarnos delante del muro. En ese punto, justo a la media noche, comenzó nuestra divertida aventura.
Fue un reto excitante encontramos ante el enorme muro de color café, parecía como que si nos venía encima, pero también nos invitaba a mancillar su ofensiva pulcritud con toda nuestra indignación. Allí, donde hoy, en medio de tanta miseria y desempleo, la desesperación y el hambre, se erigen coronando su burla: el Centro Joyero de Ciudad Juárez.
En ese momento, deslicé mi mano derecha con una agilidad desconocida para mí. Pude pintar el signo de un gran moño negro, seguido de la leyenda “Luto Cultural” y rematar en el extremo inferior derecho, a manera de pie de foto, la famosa frase del mural de Diego Rivera Dios no existe. Al cabo y qué, me dije, sintiéndome más tranquilo, nos acompañaba el hijo mayor de quien presidía en ese momento el Movimiento Familiar Cristiano de la ciudad.
Habiendo realizado la pinta, corrimos hacia el Monumento a Juárez. Fuimos rápidamente detectados y alcanzados por las patrullas municipales y de inmediato subidos a ellas por la fuerza. Primero fue Antonio y Roque; después, Hugo y yo. Jaime, como habíamos acordado, con su cámara fotográfica y su compañera Graciela, jugaron un papel importante en el improvisado plan, pues impidieron con su presencia que fuéramos maltratados por los municipales tomando algunas fotografías de nuestra detención.
Terminamos, por fin, aquella aventura como queríamos: encerrados en una pequeña y húmeda celda municipal. Teníamos buen ánimo, sonrientes y emocionados, detrás de las frías rejas, sacrificando con desvelo el cuerpo, por la nota periodística que saldría al día siguiente en los principales medios impresos de la ciudad. Saboreaba yo anticipadamente la gloriosa victoria. Antonio y Roque jugaron toda la noche a la rayuela con unas monedas que sacaron de sus bolsillos; Hugo, como era ya su costumbre, recostado sobre la plancha de concreto que hacía de camastro, se envolvió en su gabán y comenzó a roncar como un oso pardo; yo, brincando, aterido, caminando de pared a pared, como animal de circo, encerrado, con un frio de los mil demonios que calaba los huesos, frotando mis manos, pensando obsesivamente, como habíamos planeado, las respuestas de la entrevista que haría nuestro amigo Willivaldo a la mañana siguiente. Era, desde luego, grande nuestra expectativa y también era grande nuestra emoción. Estábamos allí, sin lugar a duda, en el camino de la gloria.
Otto Francisco Campbell Gutiérrez, nuestro gran amigo, muralista mexicano, nacido en Cuchillo Parado, Chihuahua, el día 2 de abril de 1929 y muerto en Ciudad Juárez el 1º de abril de 1998. Maestro fundador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y creador de su escudo y lema, alimentó siempre con mucho entusiasmo y pasión, la búsqueda del espíritu a través del arte y el conocimiento por sobre todas las cosas. Pugnó todos los días, con firmeza, por alcanzar ese estadio del desarrollo humano.
Después de muchos años e intentos, Otto Campbell logró concretar una unión en la hechura de un mural de dimensiones monumentales. Su propósito, llevar a los cholos de los barrios marginales de la página roja a la página editorial. En una alianza que se antojaba imposible, los jóvenes líderes de las pandillas del Barrio Sixteen, “el Ronco”, “el Diablo” y otros, a través de la agrupación de la Sociedad de la Esquina y el programa Brigadas por la Paz, con el apoyo del municipio y el patrocinio de la embotelladora de la frontera, pudieron concretar esa noble y anhelada aspiración. Todos ellos en conjunto fueron coautores materiales de la enorme pieza de arte del pueblo y para el pueblo.
La representación artística y temática de la obra, su equilibrado contenido social, confrontó a los personajes de la historia, a los ciudadanos de a pie de esta devastada ciudad fronteriza, a sus aspiraciones de ser y de estar representados, con el poder económico, con el poder político y con el poder del clero. Poderes que emanan de la misma fuente. Que tienen el mismo origen y la misma vocación. No soportaron estos mandarines de la ciudad, caciques de todo, acomplejados, las representaciones pictóricas de indígenas tarahumaras famélicos con sus hijos muertos de hambre en sus brazos y detrás de ellos, tan sólo imaginémoslo, asomándose socarronamente un sumo sacerdote sonriente, de gafas negras, con su mitra de obispo coronada por el signo de pesos bordada en oro. Ese fue para ellos el terrible agravio, el oprobioso signo del mural.
Desde la perspectiva de sus infamias, la historia no puede, ni debe permitir que se difunda una verdad tan poco conveniente para el ejercicio de su control. Podrán los poderosos perfectamente convivir con la prostitución eterna de su iglesia y de sus corruptos poderes terrenales, pero no toleran que nadie, de ninguna manera, lo mencione y mucho menos que lo denuncie o lo represente a través de una monumental obra de arte público.
El mural era, en todos sus órdenes, excepcional. Un objeto artístico de gran valor referencial: del lado izquierdo de la hermosa Catrina que coronaba el centro del mural, se representaban los personajes de la historia mexicana. Del lado derecho, con respecto de quien veía la obra, asistían los jóvenes cholos de los barrios con sus morras, sus atuendos y su dramática realidad cotidiana. El mural, su factura estética, su contenido crítico y sus dimensiones, no tenían precedentes en la historia de esta ciudad fronteriza.
Recuerdo que la gente le gustaba bastante. Uno podía fácilmente confirmar in situ que les producía emoción y alegría. Que se sentían identificados con su contenido, sus personajes, su policromía, incluso su mensaje. Pero, claro, como sospechamos siempre en el norte, todo esto resultaba demasiado bueno para ser verdad y mantenerse vivo. Llegó, entonces, ese mal día en que los poderes se confabularon para decidir su desaparición. En el nombre de sabrá qué perverso Dios, los poderes de la iglesia y el dinero, por medio de un simple gesto del representante del cielo en esta árida tierra, bastaron para embarrarnos en la cara su horrenda uniformidad monocromática y sus mensajes de idolatría comercial.
—Eso—habría dicho don Manuel, el obispo de la Sodoma mexicana, el de los lentes negros en el mural—, es una ofensa imperdonable al espíritu de Cristo. No podemos permitirlo—.
—No te preocupes, Manuel, contestaría seguramente don Miguelito—, enseguida lo mando desaparecer, para eso es el poder, para ejercerse—.
Amos y señores de lo que debe y no decirse, de lo que debe y no expresarse, de lo que debe y no públicamente representarse, decidieron, al amparo de la noche, como vulgares delincuentes, porque lo son, la desaparición del mural. Dueños de todo, imponen a los demás, por medio de una mentalidad inquisitorial, su atroz intolerancia, como si fuesen portentosos dioses.
De un brochazo pudieron acabar con la alegría de un pueblo y una ciudad. Y, créanme, no exagero, nos arrojaron en la cara su enorme desprecio. Son ellos quienes en su testarudez y obstinación han pretendido uniformar los criterios valorativos en todos los órdenes del vivir y, además, advertirle al pueblo, con su infinita arrogancia, con sus soberana prepotencia, cuáles son los signos que deben prevalecer.
—Es una ofensa al espíritu de Cristo, Miguel, el edificio es tuyo. — No lo permitas, por el amor de Dios—.
Me pregunto, casi intrigado, pero también con mucho morbo, ¿cómo habrá sido la orden? ¿En qué sentido? ¿En qué tono? ¿Desde qué altura? Pufff…
—¡Bórralo, ya! ¡Desaparécelo!—, habría sentenciado don Manuel.
Los tiempos vienen y van. La memoria se agota de tanto recordar. Asidero de algo que ya se fue. El mural ya no está allí. Crónicas del porvenir. Todo transcurre en una aparente normalidad. Algunas veces los pueblos olvidan las ideas que los hombres comprometidos les regalan. Apenas ayer nos regocijábamos con la colorida estampa en el muro y hoy nadie la recuerda, ni siquiera los meseros del restaurante de enfrente que fueron testigos de su elaboración. ¿Qué significaba, entonces, nuestra celebrada muerte catrina? Esa muerte elegante, cachonda, con sus exuberantes piernas encarnecidas y sus plumíferos atuendos, abrazando a los personajes de la historia, a los cholos de los barrios, a la comunidad.
Hoy, los personajes en disputa, don Manuel y Otto estarán sentenciados por sus excesos en el infinito dolor del infierno o sentados quizás a la mesa de Dios, disputándose a codazos y arañazos los pocos espacios disponibles, bebiendo ojalá el repugnante refresco de cola. Y, como telón de fondo, personajes inmóviles contemplando la escena: Benito Juárez, algún revolucionario villista, un chinaco, los obispos malhadados, los indígenas famélicos, engarrotados en su proverbial sufrimiento. Ejércitos de tierra inmemorial abrazados por la ecuménica muerte catrina, vestidos, desvestidos, travestidos, disfrazados todos.
La muerte de José Guadalupe Posada, el Muralismo Mexicano, la Historia, los personajes, el arte, la calle, el pueblo, el torrente robusto de la vida, las estampas que se suceden, lo que acontece, lo que se olvida, los empeños del ayer, las preguntas, la idea de que todo lo perdido vuelve en diferentes y extrañas representaciones. Me pregunto si dolerá tanto que nos recuerden el pasado. La vida para morir, el arte para resucitar. Crónicas, desde las tumbas, tal vez.
III. El colofón
Con el frío calándome los huesos, la desesperación del encierro, la impaciente llegada del amanecer, el tintineo de la monedas taladrándome el oído, el apacible pero aborrecible ronquido del niño Dios que dormía a mi lado y la espera del periodista, hacían que no recordara que era domingo, y que ese día, lamentablemente, ni Dios trabaja.
Nuestro glorioso plan sucumbía en su último tramo. Nuestro amigo, el periodista, no llegaría jamás a la cita pactada y la entrevista nunca se concretó. Salimos esa mañana algo aturdidos, cansados, hambrientos, sin ningún cargo penal, riéndonos unos
de otros, burlándonos de la proeza. Y como establece el viejo, pero no menos sabio refrán popular, allí se rompió una taza y cada quien debió caminar hacia su casa. Posteriormente, intentamos fundar un comité cultural denominado “La Catrina”, pero el empeño tampoco cuajó. Todo se fue deslizando en el recuerdo intenso de ese peculiar día.
El improvisado plan, alimentado por el entusiasmo espontáneo de la denuncia pública, de la protesta social, de la acción encaminada al logro de lo anhelado, de la experiencia del encierro, de la profunda indignación que nos laceraba, de la ira contenida en el alma, de la risa desbordada, de la intensa emoción, sucumbió en el olvido colectivo.
Recuerdo que uno experimentaba frente al mural una especie de catarsis, la profunda sensación de que había allí ocurrido algo auténtico, profundo y revelador. Ver y experimentar ese mural era como recibir gozosamente una especie de alimento espiritual necesario para seguir adelante en este árido transcurrir de la vida fronteriza.
Tuvimos la seguridad de que nuestra acción de denuncia
era absolutamente necesaria, por salud emocional, para recreación o, por lo menos, para alimentar nuestro entusiasmo. Creímos que encarnábamos la indignación de muchos. El plan no era malo, tampoco nuestra denuncia, que estuvo bien articulada, con un propósito bastante claro. Nuestras acciones, muy concretas. Pero, ¿qué pasó, entonces?
Como todo en esta muy olvidada y seca ciudad de la frontera, los poderes fácticos decidieron encubrir, trastocar y borrar el rostro de la verdad popular, la voz del pueblo, la representación de un trozo de la historia y de la vida en nuestra frontera. Sigo creyendo que es válido exhibir a los que decidieron desaparecer el enorme y colorido mural. ¿Ilusionistas magistrales? No, qué va ser, más bien burdos y vulgares criminales, abusivos e intolerantes censores religiosos. Farsantes que sustituyen y trochan la voluntad popular. Que se asumen como si fuesen amos y señores.
Y es que para mí, y lo digo sin afán de controvertir, está todo muy claro. Por todos lados por donde lo mire: Dios no existe.
José Luis Chávez Viguera nació en la Ciudad de México. Es profesor jubilado de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Impartió clases en el área de Ciencias Sociales durante más de 35 años en las asignaturas de Sociología de la Cultura, Sociología del Cine, Investigación Documental, Teoría del Conocimiento, Historia de América Latina, entre otras. Caminante afecto de la ciudad y empedernido soñador de un mundo justo e incluyente.