Corregüelas moradas
Cuando cumplí ocho, mamá me compró una Vagabundo, la usé por varios años, a veces nos montábamos tres en ella y recorríamos toda la cuadra hasta que terminaba el pavimento. Me esperaba tejiendo con su aguja de ganchillo, sentada en la silla verde que hasta hace poco seguía en el pórtico. Todo el tiempo me estaba echando un ojo. A la hora de cenar platicábamos o contaba historias.
Había una vez un extraño lugar donde el agua potable se acababa por las tardes. Pero tenía una llave pública y cualquiera llenaba cubetas para llevar a su casa. Ahi vivía una chica, la persona más feliz que se hubiera conocido. Se llamaba Reynalda. A diario la veíamos hablando consigo misma o con quién solo ella sabía, esas charlas le provocaban risotadas. A los hombres lanzaba palabras ofensivas que aprendió escuchando a los vagos de la esquina; solo uno salía librado de insultos, don Fernando el tendero, quien no dudaba en compartirle una fruta o golosina cuando se acercaba a la tienda. Solía corretear a las mujeres, por alguna razón no les repartía insultos, pero intentaba espantarlas.
Era bonita, tenía un diminuto rostro, a pesar de la resequedad que el clima dejó en sus mejillas cambiando unas chapas rosadas por unas manchas marrón, su cabello mal cortado, un fleco disparejo encima de las cejas. Se suponía que era una mujer porque llevaba varios años merodeando, pero su aspecto era más parecido al de una niña. Usaba zapatos azules de plástico, que hacían un ruido peculiar al arrastrar los pies sobre la banqueta, la falda de un tono que alguna vez fue negro alcanzaba a cubrir sus rodillas y un suéter holgado, aunque no hiciera frío.
La llave se encontraba al final de la calle, que bien podría ser el final del mundo, pues más allá de eso solo se avizoraban enormes ramas de un espeso follaje que no dejaba pasar ni la luz, había un túnel tenebroso en el que se dijo, se perdieron varios niños desobedientes. Antes de llegar se encontraba un sendero polvoriento adornado por las campanillas violeta que se enredaban a las piedras del camino. A quien se quedara quieto unos minutos se le trepaban por los pies con sus traviesas ramitas que parecían frágiles, pero podían cortar los dedos si intentaban arrancarlas de tajo. Los dientes de león se balanceaban para atraer a los niños, hipnóticos se adentraban en las pupilas hasta lograr un soplo sobre la efímera silueta, liberándola del tallo y esparciendo destellos tan alto como fuera posible antes de caer con gracia.
Una tarde Reynalda se acercó a otra chica que cargaba su cubeta. Ella confió en que solo pasaría de largo, la miraba de reojo y no le presto mayor atención, se limitaba a escucharla reír. En un descuido, las risas ya estaban muy cerca y entonces cayó dentro de la pileta. Tremendo chapuzón la hizo gritar y a la garganta fueron a parar los dientes de león. La desconsiderada aplaudió contenta por su hazaña, mientras la otra refunfuñaba.
El llanto de mamá interrumpía la historia, yo pensaba que era a propósito para agregar drama. Ahora recuerdo como un rompecabezas esas cosas extrañas que hacía, como encender una vela cada diez de febrero, disque porque se avecinaba el día del amor. O cuando se dio un tiro con una ruca desconocida en una tienda de juguetes solo por decir que me parecía a mi madre, aunque ni al caso, estaba en la creencia de parecerme a mi padre, el pleito no era para tanto. Nos salimos y tuvimos que volver después. No me quiso dar explicación, pero nunca la vi más emperrada. Y eso de que no visitábamos a los abuelos, eran ellos quienes venían a vernos, así que por mucho tiempo no conocí el lugar donde creció. Era muy reservada.
El día que me gradué de la prepa, ya solas, se puso sentimental y quiso terminar la historia de Reynalda. Lo que me dejó perpleja. Ahora siento que la amo y la admiro más que antes.
Estuve molesta por algún tiempo después de que me empujó en la pileta. Pero cuando la barriga le empezó a crecer y todos en el barrio hablaban del abuso y la injusticia cometidos, la perdoné. La criatura quedó en orfandad unas horas después de nacer, destinada a vivir con la única pariente que tenía, la tía anciana que no la podría cuidar. Apoyada por mi familia y la tuya hice todo lo legal para quedarme contigo. Desde entonces pongo un altar sin foto cada febrero por el aniversario de la mujer que te trajo al mundo.
Esas flores moradas que crecen como un bordado sobre la orilla de la banqueta, emergiendo con terquedad entre rendijas, logran asirse a un árbol, trepan inquietas por mostrar su centro encendido como luciérnaga al arribo de la noche, espero que aparezcan, con esmero las trasplanto al pequeño jardín de la casa, guiándolas sobre la pared, me gusta que en pocos días tengamos tupido de campanitas titilando con cualquier vientecillo, porque me recuerdan a Reynalda sonriente, colocando sobre su cabeza una guirnalda de corregüelas.
Liliana Macías. Contador Público de profesión. Originaria de Durango. Radica en Ciudad Juárez, Chihuahua. Ha sido participante de los talleres de Poesía y Narrativa que se imparten en Centro Cívico Smart, donde ha colaborado en dos Antologías.