Vicente Alfonso (Torreón, México) es autor de la novela Huesos de San Lorenzo (Tusquets, 2015), Partitura para una mujer muerta (Mondadori, 2009) y el libro de cuentos Cantar las noches (UACM, 2012). El libro que ahora nos ocupa fue distinguido con el premio Bellas Artes de crónica literaria “Carlos Montemayor”. Un premio justo para un libro que rastrea los pasos de la novela Guerra en el paraíso de Montemayor publicada en 1991 donde relata el conflicto en Guerrero de 1971 al 74 durante la guerrilla lidereada por Lucio Cabañas, el fundador del Partido de los Pobres (PDLP). Las crónicas de Alfonso relatan la espinosa situación que se vive en esta región “donde todo se pudre más rápido” (57) controlada por el crimen organizado. Alfonso y su familia vivieron en Guerrero y experimentaron de primera mano lidiar con balaceras y organizar la vida cuando la violencia salta en cada esquina. El autor relata desde los conflictos por remover la basura y la contaminación de lixiviados (el líquido peligroso que mezcla residuos orgánicos e inorgánicos) hasta el desbordamiento de cuerpos en la SEMEFO, escribe que allí llegaron los cadáveres de un crematorio que estafaba a sus clientes dándoles arena con cenizas.
Cada crónica es un recorrido por un territorio bronco donde se debaten grupos como “los Ardillos”, “los Rojos” y donde las carreteras están plagadas de retenes en veces establecidos por militares y en otras por grupos de autodefensas. Caminos extraños donde de pronto aparece un convoy de Ferraris y Lamborhinis. La brújula es el libro de Montemayor que Alfonso sigue a lo largo de su libro, se pregunta: ¿cómo construyó Montemayor esa novela sin ser un reportero de investigación? En cada crónica, Alfonso, nos ofrece detalles de cómo se ejerció la represión en ese estado durante la guerrilla, por ejemplo, deshaciéndose de los cadáveres arrojándolos al mar en costales con piedras. El libro recoge también anécdotas más livianas como la historia de que García Márquez iba rumbo a Acapulco cuando pensó en escribir Cien años de soledad. Nos dice que algunos piensan que Macondo puede estar basado en Chilpancingo, donde en una carretera recuerdan todavía “a un bigotón de acento extraño y que tomaba notas mientras espantaba con su sombrero las mariposas amarillas que aquí abundaban en verano” (47).
La realidad de Guerrero es por demás trágica, desde padres que tienen que buscar a sus hijos víctimas de las desapariciones; dice un padre desolado por su hijo asesinado: “Veníamos por un título, nos vamos con un acta de defunción” (55). Las cifras que nos ofrece son espeluznantes: 26 mil cadáveres sin reclamar en las morgues y más de 40 mil desaparecidos y 1,275 fosas en todo el país. Fosas clandestinas donde madres buscan a sus familiares clavando varillas en la tierra para “romper bolsa” y encontrar restos humanos. Las crónicas nos presentan un estado de derecho fallido donde “nadie sabe de bien a bien quién gobierna Chilpancingo” (89). Pero se pregunta ¿cómo reestablecer el tejido social en estas zonas donde hay tanta pobreza? Sin duda es por medio de la educación y eliminar los juegos de simulación y por supuesto también con información de primera mano como lo hace este libro donde lentamente va educando a sus lectores en la compleja situación en Tierra Caliente. Por ejemplo, nos explica la diferencia entre la “policía comunitaria” y las “autodefensas” donde las primeras están respaldadas por la ley y las segundas operan en la ilegalidad.
Las crónicas también mencionan a los periodistas asesinados a lo largo del país, como Miroslava Breach, Javier Valdez y Cecilio Pineda y el creciente ambiente hostil que hace cada día más difícil el trabajo de los reporteros que caminan por una línea invisible y que añade una ola de misterio e incertidumbre a su trabajo. A la luz de los recientes asesinatos de Lourdes Maldonado y el fotógrafo Margarito Martínez, ambos de Tijuana, el libro es un recordatorio de la peligrosa y heroica labor de los periodistas que se adentran en territorios escabrosos para mantener informada a la opinión pública.
Las crónicas regresan al libro de Montemayor y las dificultades para escribir el libro que puede ser leído como una crónica pero que el escritor chihuahuense la disfrazó de novela para proteger sus fuentes. Describe una comida con otros escritores norteños como Víctor Hugo Rascón Banda, Ignacio Solares, José Vicente Anaya, entre otros, Carlos Montemayor mencionó que estaba convencido que moriría en ese territorio: “yo por lo menos estaba seguro que me mataban, incluso hubo un momento en un poblado lejísimos, por la sierra de Tecpan, en que incluso hasta me enconchaba porque estaba esperando el disparo”. (106).
Vicente Alfonso también evoca otros libros importantes sobre Guerrero, por ejemplo, las crónicas de Ricardo Garibay en Acapulco donde entrevista a guerrilleros presos y los profundos contrastes entre los turistas bronceados de sol y los pobres quemados o tatemados por el crimen. Se dice que después de la publicación de su libro, Garibay no volvió a pisar Guerrero. También menciona la novela Guerra de guerrillas de Marxitania Ortega y el ensayo Los 43 de Iguala de Sergio González Rodríguez, entre otros. Alfonso también recuerda sobre el paso de la escritora Patricia Highsmith que recorrió el estado en busca de experiencias para sus relatos, de los cuales escribió: “En la plaza” y “El coche” que están ambientados en Taxco. Ella decía “las cosas no siempre son lógicas en México” (143).
A la orilla de la carretera (crónicas desde Chilpancingo) nos ofrece un cuadro de la situación imperante en este estado y las trapacerías del crimen. Alfonso nos explica que “Guerrero es el líder en la producción continental y tercer lugar mundial de goma de opio” (135) y en efecto, los campesinos prefieren plantar amapola que maíz porque es más rentable. El autor nos muestra que las montañas de Guerrero son tierra de nadie sumidos en una vorágine de pobreza y violencia que se siente hasta nuestros días, como dice en su crónica “Guerrero es una bola rayada” refiriéndose al proceso de hendir con una navaja el bulbo de la amapola para extraer la goma de opio, dice; “tras la sangría no les queda ningún beneficio, nomás las heridas” (140).
Martín Camps es profesor de la University of the Pacific en Stockton, California, donde es también Director de Estudios Latinoamericanos. Sus dos últimas ediciones de ensayos son La sonrisa afilada: Enrique Serna ante la crítica (UNAM, 2017) y Transpacific Literary and Cultural Connections: Latin American Influence over Asia (Palgrave, 2020). También ha publicado cinco libros de poesía, entre los que se encuentran Extinción de los atardeceres y Los días baldíos. También es autor de la novela Horas de oficina.