ISSN 2692-3912

A capella

A capella

La oficina, atiborrada de quietud a la hora de la comida, permitió que Vito escuchara la quebradiza voz de Polo, de la que pudo entresacar la melodía del aria de Handel.

Lascia ch’io pianga   (Déjame llorar

mia cruda sorte  mi cruda suerte

e che sospiri    y que suspire por

la libertà.     la libertad.)

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Se detuvo en seco a la entrada del cubículo de su compañero de trabajo, quien, con los ojos cerrados, perdido en el universo de sus auriculares, continuaba cantando, sin haberse percatado de la presencia de Vito. Este, sin pensarlo, unió su voz a la de Polo.

Al llegar a un punto en que el aria requería emitir una nota altísima, Polo, sorprendido, se dio cuenta de que Vito le acompañaba. Giró en su silla y se puso de pie, sin dejar de cantar, mirando a Polo fijamente a los ojos —cual bailaora de flamenco— y, sin vacilar, los dos improvisados sopranos llegaron juntos al melancólico final de la melodía.

Fue amor a la primera oída.

Después de un efusivo abrazo y las caravanas de rigor ante un invisible público en la también invisible Scala de Milán, Polo propuso:

—¡Patanela!

—¿Qué es eso?

—Tu nomás déjate querer…

Contentos, pero a la vez desgastados por la emoción del descubrimiento y el esfuerzo de sus diafragmas, caminaron las dos cuadras que separaban el departamento de tecnología informática —donde laboraban— del modesto restaurante que preparaba los mejores chiles en nogada de Guadalajara en septiembre: Patanela.

Mientras comían, Polo explicó que su padre, Fernando Rodríguez, era profesor de canto en la Universidad de Guadalajara. La ópera fue el telón de fondo de su niñez. Animado por su padre, estudió canto, pero lo abandonó al rendirse ante la abrumadora evidencia de que no era para él: en eventos familiares le pedían que cantara para amenizar. Lo hacía de buena gana, pero, casi siempre, se le escapaba al menos un terrible gallo que provocaba la risa de los presentes. En vano se obsesionó tratando de controlar el resquebrajamiento de su voz. Aunque fue triste dejar el canto, al cambiar su meta artística por otra, digamos, virtual —computación—, la depresión que sentía por su problema desapareció. De vez en cuando cantaba, como en esta ocasión en que Vito lo había descubierto: in fraganti.

Vito a su vez contó que nació y creció en Baggiovara, un pueblo perdido en el norte de Italia, no muy lejos de la ciudad de Bolonia. Su padre, Giovanni Costa, ingeniero mecánico, era fanático de la ópera. Vito empezó a escuchar ópera desde que era un blastocisto en el vientre de su madre, Martina. Lo mismo pasó con su hermana menor, Constanza. Vito se cansó de la ópera. Empezó a escuchar diferentes grupos de rock, entre otros: Metallica, The Who, The Beatles. Esto no contrarió a su padre, quien al final declaraba: la musica è musica. Estudió informática en la Università di Bologna. Giros inesperados de la vida —mujeres— lo trasplantaron a Zapopan. La ópera le recordaba los días de irresponsabilidad de su niñez en los que jugaba al calcio con sus amigos en la calle. Por eso le había sido tan grato descubrir a Polo cantando el aria ante el público invisible de su cubículo.

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Sus compañeros de trabajo los bautizaron como “Los Carusos”, ya que —de forma espontánea— cantaban arias en la cola del café o en el puesto de tamales de Doña Chaga, ubicado cerca de la entrada de la empresa en la que trabajaban. El común denominador de la ópera provocó que entre Los Carusos germinara una intensa camaradería. Cuando el tiempo lo permitía, iban a la casa de Polo —donde vivía con sus padres—, ya que en ella había una abundante colección de música de ópera en discos de vinilo. Se sentaban en un sillón del estudio, cerveza en mano, en un estado de zen con los sonidos que la aguja del brazo de la tornamesa enviaba a los amplificadores de la exquisita consola Telefunken que el profe Fernando pudo comprarle a un inmigrante alemán que necesitaba dinero para regresar a su tierra.

En ocasiones escuchaban rock o una que otra canción, desde Juan Gabriel hasta Paquita la del barrio, incluso reguetón, por no dejar, como bocadillos de jengibre encurtido para limpiar el paladar entre bocados de sushi operístico. Si se hacía tarde, Vito se quedaba a dormir en el sillón de la sala; otras veces, Polo lo llevaba a su casa en el “Ferrari”, un carro que en realidad era un Renault R4 que parecía un zapato de bebé, de los que llamaban “gelatineras” en Guadalajara. El auto, casi de juguete, estaba en buenas condiciones por los cuidados extremos del profe Fernando al primer coche que se había podido comprar. El vehículo le quedaba a la medida a Polo, quien era delgado, moreno, de cabello rizado y bajo de estatura, como bailarín de ballet.

Si se presentaba una ópera u opereta en el Teatro Degollado, Polo y Vito invitaban a sus respectivas parejas a cenar para después dirigirse —ensardinados en el “Ferrari”— a disfrutar del bel canto. Durante la ópera Madama Butterfly, de Puccini, los cuatro se quedaron dormidos al carecer del aguante de Cio-Cio-San, la trágica protagonista, quien espera en vela toda la noche a que al Teniente Pinkerton —recién llegado de Estados Unidos— por fin le diera la maldita gana de ir a visitarla para conocer al niño que le había fabricado a ella años atrás. Dejaron sola a Cio-Cio-San, parada, mirando con ansia hacia la bahía, acompañada de su hijito —quien se duerme al instante— y de un coro a boca cerrada, Coro a bocca chiusa, un murmullo, que —tras una cena en la que todos se habían atracado de birria— constituyó la combinación ideal para caer en una inconsciencia fulminante.

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Vito fue reclutado de inmediato para la visita a Bolonia, poco después incluyeron a Polo, ya que él era el que se encargaba de supervisar el sistema de codificación, coordinado con el departamento de contabilidad, para el cobro de servicios a los diferentes clientes de la organización. Los Carusos no podían estar más contentos. Polo, quién solo había salido de México para ir a El Paso, Texas, a la boda de un compañero de la universidad, iba a viajar medio mundo para conocer el terruño de Vito.

Durante el vuelo trasatlántico, Polo, algo mortificado, confesó:

—Vito.

—Sí, dime.

—Sabes que te tengo buena fe y pienso que a estas alturas nos tenemos una gran confianza.

—Sí, podemos hablar de todo.

—Es que te quiero decir algo, y estoy casi seguro de que no lo vas a tomar a mal.

—Dime nomás, forza su!

—Ya ves que te llamamos Vito. Pero ese no es tu nombre, ¿cierto?

—Así es, me llamo Enzo.

—Y, según entiendo, te llaman Vito porque, de alguna manera tu seguridad y forma de expresarte, así como tu origen, les recuerda a Vito Corleone, El Padrino.

—Sí, eso me han dicho.

—Pero eso es puro cuento —Polo bajó la mirada.

—¿Cuento? —Vito enarcó las cejas.

—Lo que pasa es que, como estás alto, delgado y un poco narigón, y, para ser franco, tienes piernas de araña patona, te llaman Vito debido a Vitola, que fue una actriz cómica mexicana larguirucha y narigona muy popular en los años cincuenta del siglo pasado.

—¿Me parezco a ella?

—Pues sí, tienes un ligero aire de Vitola.

—Polo, eres un encanto —se rio Vito—. ¡Yo ya sabía eso!

—¿En serio? —Polo se enderezó en su asiento.

—Sí, una vez estaba en el baño, en el trono, y López y Landa hablaban de mí mientras orinaban. Noté que me decían “Vitolo”, cosa que no me sonó a Vito Corleone. Después de buscar en línea, me di cuenta del origen de mi apodo. El otro día en el centro, vi mi reflejo en un aparador y comencé a reírme, porque sí que me parezco a Vitola.

—Y yo que me sentía tan jodido llamándote Vito. Bueno, ¡qué alivio! —resopló Polo—. Entonces, ¿no te molesta que te llamen así?

—Al contrario, me siento aceptado y adoptado por México.

—¡Pinche Vito! Vamos a tener que celebrar la puntada con un buen vino.

—Gracias por decírmelo, güey, eres el primero que me ha dicho la verdad. Como decía tu fallecido abuelito, Chabelo, ¡órale, cuate!

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Esa Boloñesa noche del sábado 23 de junio, una oncena de mexicanos provenientes de Guadalajara hablaban con un entusiasmo desbordado en el vestíbulo del hotel tras haber pasado el día aprendiendo estrategias de informática. La efusividad del grupo asombraba incluso a los italianos —¡!— que pasaban rumbo a los elevadores.

Tras la agotadora jornada, el líder del equipo, uno de los directivos de la empresa de Guadalajara, les dio la sorpresa de que, al día siguiente, todo estaba arreglado para visitar Florencia —a menos de dos horas de Bolonia— con la idea ir de disfrutar de la famosa celebración de San Juan Bautista, con toda la cosa: desfile, la final de calcio storico (una mezcla de fútbol, rugby y lucha libre) y fuegos artificiales.

—Va a haber mucha gente —advirtió y añadió—: como Acapulco en semana santa. Pero será una experiencia única, ¡una chulada!

Solo Polo parecía no estar tan entusiasmado como los demás. Landa le preguntó:

—Entonces, ¿qué vas a hacer, Carusillo?

—Para ser sincero, me fascinaría ir a Florencia. Pero Vito quedó de venir pasar por mí en la mañana para ir a conocer a su familia en Baggiovaro —suspiró—. Quiero y no quiero dejarlo plantado.

—Pues le podrías inventar algo, ¿no?

—No sé, no se me hace justo. Estoy casi seguro de que ya le ha dicho a su familia que voy a visitarlos mañana y, pues, es mi Pavarotti desnutrido. Ni modo. Total, en una de esas volteretas imprevistas, tal vez pueda venir en otra ocasión, al cabo que ya me sé el camino.

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A la mañana siguiente, mientras los tapatíos esperaban frente al hotel el transporte que los llevaría a Florencia. Vito llegó en un Fiat verde claro para recoger a Polo. En cuanto salió del pequeño vehículo, casi quitándoselo como un saco, lo primero que dijo fue:

  —¡Este es mi Ferrari! —y se soltó una carcajada.

  Algunos que conocían el Ferrari del papá de Polo también rieron.

  La pesadumbre de Polo —se iba a perder el viaje a Florencia— se expresó de súbito con una aria de Leoncavallo, excelente para el caso:

  Ridi pagliaccio,    (Ríe payaso

sul tuo amore infranto!  de tu amor destrozado)

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Y Vito de inmediato unió la voz a la de su amico.

Cantaron sin parar mientras hacían caravanas de despedida para subir al auto y alejarse entre el aplauso de quienes pronto partirían a Florencia.

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Una hora más tarde, cruzaron la reja para entrar a la propiedad de los Giovanni y Martina, los padres de Vito, quienes los recibieron en la cocina, donde Doña Martina —atareada— le dio a Polo una calurosa bienvenida, con un beso bien plantado en cada mejilla. La doña los conminó a salir al jardín en el que —idílicamente, como en película europea— había dispuesta una gran mesa a la sombra de dos generosos robles. En ella estaban ya sentados parientes y amigos.

Zozo! —exclamaban todos al saludar y abrazar a Vito al ir presentando a Polo alrededor de la mesa.

Polo, maravillado, quedó envuelto en el parloteo de los presentes. «Parecen mexicanos», pensó. Cuando hubo oportunidad, le preguntó a Vito, el por qué lo llamaban Zozo.

—Es como Polo, para Leopoldo: Zozo para Enzo.

—Pues a me suena a zonzo, que, la verdad, de repente tienes tus momentos —se rio Polo.

—Zonza, tu abuelita —reviró Vito—. ¿Quieres vino? —ofreció y gritó hacia la cocina—: Constanza, la bottiglia, per favore!

Una joven de piel aceitunada se acercó a ellos con una botella de vino tinto en las manos.

—Mi hermana, Constanza —dijo Vito, mientras servía el vino en los vasos.

Piacere —respondió Constanza sonriente, ofreciendo su mano a la vez que adelantaba su rostro hacia el de Polo.

—Mucho gusto —atinó a decir Polo al estrechar su mano, sorprendido con el dulzor de esos ojos negros de los que emanaba una sencillez indescifrable.

El corazón del tapatío empezó a proyectar en su mente escenas de amor, compromiso, matrimonio, senectud y muerte con Constanza y él como protagonistas. Pero, las luces de su teatro personal se encendieron de súbito cuando apareció Roberto —enorme, de cabello dorado y ojos de un tono idéntico a las aguas de la gruta de Capri—, el prometido de Constanza, para saludar a Vito y conocer a Polo. «¡Eres un bestia, Polo!», pensó. «Claro que Constanza iba a tener novio, no te iba a estar esperando a que llegaras hoy, ¡güey!».

—Roberto se dedica a cultivar trigo —alcanzó a escuchar Polo de los labios de Vito, mientras estrechaba la callosa mano del inesperado Adonis—. Él y Constanza se conocen desde que iban al jardín de niños.

Polo sonrió con cortesía y se guardó en lo más recóndito de su pecho las ganas de despachar a Roberto a Plutón:

Piacere.

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Doña Martina se lució con la comida, lo más notable para Polo fueron los tortellini en caldo —típicos de la región— y un cordero asado que por un rato hizo que traicionara su fiel amor a la birria y a las tortas ahogadas de Guadalajara.

A pesar de todo, Polo se animó a platicar con Constanza y Roberto mediante señas, inglés y un híbrido de español-italiano. Ella era maestra en una escuela Montessori y había aprendido inglés en Londres mediante una beca Erasmus. A su vez, Polo, trató de explicar cómo la ópera había generado una fuerte complicidad entre Vito y él.

—¿Vito? —preguntó Constanza.

—Ah, io “explicare” —se aventuró a decir Polo.

—¿Explicare? Che cosa significa?

—Perdón, explain, explain!

Spegiare!

  Y le contó, como pudo, el asunto de Vito, Don Corleone y Vitola. Comprobó que su relato no fue tan malo cuando ella y Roberto se empezaron a reír.

Durante la sobremesa, mientras disfrutaban de los postres —pinza bolognesa y cannoli— llegó Don Pietro, el padrino de Zozo, hombre de unos setenta años con una elegancia y dignidad a cuestas que a todos imbuía de respeto.

  Giovanni le había avisado a Don Pietro que su ahijado iba a estar de visita el domingo y que iba a enviar Vito a saludarlo antes de que este regresara a México. A lo que Don Pietro respondió que prefería pasar a la casa de los Costa, así también recogería algunos de los famosos cannoli de Martina para llevárselos a Bianca, su esposa enferma.

  Inesperadamente, Don Pietro y Polo, con la ayuda de Vito y Constanza, entablaron una sabrosa conversación.

  —¿Conoces a Benito Juárez? —indagó Don Pietro.

  —Por supuesto, fue el primer presidente indio de México: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.

  —¿Sabías que el papá de Benito Mussolini lo nombró así en honor a Juárez?

  —¿Qué? No, ni idea. ¿En serio? —se sorprendió Polo—. ¡Qué irónico!

  Como a eso de las cuatro de la tarde, Don Pietro y Polo se echaron hacia atrás en los respaldos de sus sillas, exhaustos de hablar de mariachis, charros, El ladrón de bicicletas, Marcello Mastroianni y Sofía Loren, Don Camilo y Peppone, la ópera, Raffaella Carrá y, por supuesto, de sus frustraciones futbolísticas: Don Pietro con el Bologna FC y el penal fallido de Baggio; Polo con El Atlas y la maldición del “no era penal” del México contra Holanda.

  Complacido, Don Pietro tomó el paquete de cannoli que le había preparado Doña Martina y procedió a retirarse.

  —Molto piacere —se despidió de Polo con un discreto abrazo.

  Vito acompañó a su padrino al auto y al regresar, le comentó a su padre:

  —Don Pietro sugirió que Polo y yo andassimo a fare un giro.

  Giovanni no pudo evitar levantar las cejas y acertó a contestar:

  —No es mala idea, pero tienen que irse ya, para que no se les haga tarde.

  Vito y Polo comenzaron a despedirse. Para consolarse, ya que nunca más la volvería a ver, Polo se guardó en el corazón los últimos dos besos de Constanza y trató de imprimir en su ser el ligero abrazo que se dieron antes de partir.

  Al arrancar el Fiat, a Polo le llamó la atención que Vito se dirigiera por un rumbo diferente por el que habían llegado a la casa de los Costa. Tal vez se trataba del giro que Vito le había comentado a su padre.

  —¿Por aquí también podemos volver a Bolonia? —preguntó Polo.

  —No, tranquilo.

  —¿Maranello? —inquirió Polo, al ver que Vito salía de la carretera hacia el destino que indicaba el letrero que acababa de leer—. ¿Y eso con qué se come?

  —Tu nomás déjate querer… —contestó Vito sonriente, su mirada, enigmática.

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Todos llegaron al hotel al dar la medianoche. Los que habían ido a la fiesta de Florencia venían muy alegres, tanto por la experiencia como por la ingestión del alcohol de rigor durante la celebración.

  —¿Cómo te fue con Vito? —le preguntó Landa a Polo mientras caminaban por el vestíbulo del hotel.

  —Bastante bien, fue una experiencia extremadamente italiana, su familia se portó muy bien conmigo.

  —Nosotros nos lo pasamos a toda madre. Había muchísima gente y un ambientazo. El partido de calcio estuvo brutal, muy entretenido y los fuegos artificiales fueron la cereza en el pastel. Había un montón de chicas guapísimas, no solo italianas, sino turistas de todas partes, aunque no me animé a “echarle los perros” a ninguna. ¿Así que nomás fuiste a comer con la familia de Vito?

  —Pues sí. Qué bueno que les fue bien en Florencia, me da gusto por ustedes. Después de comer fuimos a dar la vuelta en el “Ferrari” de Vito y el tiempo se pasó volando, de tal forma que fue hasta las once que emprendimos el regreso.

  —Así que, ¿nomás se fueron a vagar en el Fiat de Vito?

  —“Ferrari”, por favor —dijo Polo, con un dejo de broma injertado de misterio.

  —Ah, qué Polito —bostezó Landa—. Tá bueno, pues: Ferrari. Buenas noches.

  Tras esto, Landa entró a su habitación. Unas puertas más allá, Polo entró a la suya. Se recostó en la cama un momento con las manos entrelazadas bajo la nuca, incrédulo, pocas veces se había sentido tan feliz.

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Con los años, Constanza había domado la cocina en la que esa tarde de sábado se afanaba en medio del aroma de tortellini en caldo —uno de los platillos favoritos de Polo— que invadía todos los rincones de la modesta casa ubicada en Tonalá. Inmóvil, mientras miraba —sin mirar— la naturaleza viva de jacarandas enmarcadas por la ventana de la cocina, hacía un pequeño inventario de esta inesperada etapa de su vida: la idea original había sido estar solo un par de semanas, un mes cuando mucho, en Zapopan, con Zozo, para tratar de distraerse un poco de la tragedia de Roberto: el accidente con el tractor. No contaba con enamorarse de México y, con el tiempo, también de Polo, se casaron ante un juez nomás, sin aspavientos. Después llegaron Nando y María y luego…

Vio la hora en el reloj del microondas, usó su diafragma para proyectar su voz sin gritar:

—Polo, ya es hora di rimuoverli el iPad a Nando.

—Sí mi regina —respondió Polo, sentándose al lado de su hijo en el sofá.

Nando, absorto, contemplaba una imagen en la pantalla del iPad y, para ganar más tiempo con el aparato, se la mostró a Polo.

—¿Y esta foto, Pa? ¿Qué estaban haciendo mi tío Vito y tú? Se ven muy contentos, y el carro en el que están recargados está muy bonito.

Polo, al ver la imagen, sonrió y empezó a entonar a Verdi:

Godiamo, la tazza, la tazza e il cantico,    (Disfrutemos, el vino y los cantos

la notte abbella e il riso;        y las risas embellecen la noche;

in questo, in questo paradiso ne scopra il nuovo dì  y que el nuevo día nos devolverá al

paraíso)

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—¡Ma, papá ya empezó a cantar otra vez! —entró Nando, de malas, a la cocina—. Le mostré esta foto de mi tío Vito y él recargados en un carro levantando una botella en alto.

Al mirar la foto, Constanza no pudo evitar dirigirse a la sala, para unir su voz a la de Polo. María despertó en su cuna. Sin dejar de cantar, Constanza fue a su cuarto por ella.

Nando, levantó los brazos al cielo, frustrado. Sonó el timbre de la puerta. Polo, sin dejar de cantar fue a abrirla. Eran Vito y Adriana, su prometida, maestra de música en el Montessori en el que trabajaba Constanza. De inmediato se adhirieron a las voces de Constanza y Polo. El espontáneo cuarteto terminó de cantar, sus integrantes hicieron las caravanas de rigor al público que constaba de un niño de ocho años sentado frente a ellos en el sofá de la sala con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido. Tras los saludos, Vito exclamó:

—¡Tortellini!

Tomó de la mano a Adriana, para dirigirse con ella a la cocina. Constanza —con María en brazos— y Polo se sentaron a cada lado de Nando.

Siamo andati a fare un giro —ya no me acordaba, dijo Polo.

—¿Qué? —preguntó Nando.

—A dar la vuelta, fuimos a dar la vuelta.

—No te endiendo, Pa.

—¿Sabes que es un Ferrari? —preguntó Polo.

—¿El carrito de juguete que me regaló mi abuelito Nino?

—Ese, mero, nomás que en el que nos estamos recargando en la foto es de a deveras. Los Ferrari son autos deportivos carísimos. Los fabrican muy cerca de Baggiovara. ¿En Maranello? —se preguntó y sentenció—: No cualquiera puede comprarse un Ferrari.

—Entonces, ¿el carro de la foto es el Ferrari de mi tío Vito?

—No, pero únicamente ese día, varios Ferraris fueron nuestros, les dimos vueltas y vueltas, giro e giro, en una autopista en la que los prueban en Maranello. Se nos hizo de noche, pero encendieron el alumbrado de la pista y continuamos conduciendo los Ferraris. Al final bebimos champán, como campeones y, no podía faltar la tazza e il cantico. Poco antes de la medianoche, como en La Cenicienta, terminó la inesperada aventura, en vez de que la carroza y los caballos volvieran a ser una calabaza y ratones, los Ferraris se transformaron en el pequeño Fiat de tu abuelo Giovanni. Nuestro hado madrino, el encargado de la magia, fue Don Pietro, el padrino de tu tío Vito. Pero, todavía así, el argüende de los Ferraris fue lo de menos.

—¿Por qué?

—Porque ese día, gracias a tu tío Vito, conocí a tu madre.

—Y por palabras como esas —añadió Constanza, sentándose en las piernas de Polo, un brazo alrededor de su cuello, otro sosteniendo a María—, aquí me tienes como zonza, todavía enamorada de tu… ¿cómo se dice? —titubeó— ¡chingado padre!

Lo besó.

 


José de Jesús Márquez Ortiz(Culiacán, Sinaloa, 1962).

Creció en Texcoco, Estado de México. Estudió y trabajó en el área de investigación de cultivo y mejoramiento de alfalfa hasta 1998 en México y Estados Unidos. Amo de casa y cuidador de niño con capacidades diferentes hasta 2001. Analista de datos de investigación gerontológica y de mercadotecnia en Kansas City hasta 2007. Empezó a traducir del inglés al español desde los 13 años, ayudando a su madre. Actualmente lleva 14 años ganándose el sustento como traductor de software y documentación para sistemas de salud en una empresa de Kansas City. Escribe cuando puede, para compartir sus “rollos” con familia y amigos. La mayoría de sus publicaciones son científicas. Escritor en ciernes. Su objetivo es compartir sus escritos a un nivel literario. Totalmente empírico en lo que se refiere a ser padre de familia, tocar el piano y la guitarra, y hornear pan con harina de trigo cultivado en Kansas, aunque también en ocasiones ha llegado a hacer tortillas de maíz con sus hijas.