Básquetbox
Poco después del mediodía, Romualdo se detuvo calladamente en la puerta abierta de la oficina del ingeniero Zaragoza. El umbral enmarcaba su fuerte y tatemado cuerpo, vestía botas y pantalones vaqueros, camisa a cuadros desfajada, su pelo —un greñero— descansaba en sus hombros, su cara semejaba un moreno y tosco Gerónimo en la flor de la vida, cual descendiente de algún apache perdido, atrapado, en esa región entre Coahuila y Durango: La Laguna.
—Oiga inge —se dirigió con voz tosca, pero discreta a Zaragoza.
—Sí Ruma, ¿pa que soy bueno? —giró en su silla Zaragoza, dando la espalda a su escritorio.
—Pues fíjese que vengo a ver si está bien que me quede a dormir esta noche en el catre.
—¿Está noche? —pregunto Zaragoza frunciendo el entrecejo—. ¿Está todo bien?
—Es que me andan buscando los Villalongo —explicó Romualdo.
—¿Los Villalongo? —exclamó Zaragoza preocupado—. ¿Pues qué hiciste, Ruma?
—Nada inge, mi mujer me estaba gritando y la tuve que calmar.
—No me digas que le pusiste una golpiza.
—No, inge, nomás le di un puñetazo y se quedó ahí tirada. Ni aguanta nada.
—Pero ¡cómo se te ocurre Ruma! —lo regañó Zaragoza e inquirió—: ¿Y qué tienen que ver los Villalongo? Son los de la gavilla de bandoleros del pueblo, ¿verdad?
—Es que mi vieja es pariente de ellos y ya sabe cómo son —dijo Romualdo con calma—. ¿Cómo la ve?
—Ay Ruma —dijo Zaragoza, pensativo—. Pues ni modo. ¿La dejaste ahí desmayada nomás?
—Pos dejarla, lo que se dice dejarla. no —aclaró Romualdo, y agregó—: Cuando agarré pa ca, vi que mi cuñada iba rumbo a nuestra casa. De seguro le ha de haber ido con el chisme a los Villalongo.
—Ya tienes la llave, nomás deja todo ordenado cuando te levantes en la mañana.
—Si inge, nomás me voy a buscar algo pa comer y me vengo a acomodar después de la salida.
—Órale, suerte. Y ya no le des de catorrazos a tu señora, ¿eh?
—Ta bueno.
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Después de cambiarse en el baño, Santa se aproximó a la troca estacionada detrás de la destartalada canasta de básquetbol, cuyo tablero de desvencijada madera se iban comiendo los años, ubicada al oriente de su contraparte, en el único lado del patio de cemento —que hacía las veces de cancha— que no estaba rodeado por la veranda de los cuartos de trabajo. La Pili y Manuel, recargados en el mueble, platicaban.
—Pos pa mí que el canijo perro se comió una rata muerta —dijo Santa con disgusto—. Le huele a madres el hocico, a puro cadáver. Tírenle una piedra invisible para que se vaya lejos.
Checo llegó en camiseta interior que le hacía resaltar su modesto abdomen, pantalones de oficina, con botas que no le levantaban mucho la estatura, lucía bigote y un copete abultado, salpicado de canas, advirtió:
—Nomás que no los vea el Pichón, ya ves que le tiene fe al can.
—Quihubo, Checo —saludó La Pili con su morena y correosa mano derecha, a la que le faltaba medio índice—, ¿ya se te compuso la muñeca?
—No —respondió sobándose—, ya llevo una semana y todavía no se me acaba de bajar lo hinchado.
—Pos ni modo Checo, seguirás de marcador oficial.
—¿Y ora tú? ¿Qué? —se dirigió Santa al Perrín.
Este venía del campo, con sus pelos relamidos hacia atrás, la aguileña nariz a la vanguardia de su ser, sin rasurar y en camiseta de los Algodoneros del Unión Laguna.
—No pos nada, mi Santa —respondió el Perrín con voz cascada, una sonrisa intentó adornar su rostro acartonado por el sol—: Aquí nomás, listo pa entrarle.
—¿Y la llave? —insistió Santa, el estadístico de la estación, su cuerpo era el de Hitchcock, pero, a diferencia del director de cine, tenía abundante y lacio pelo negro. La otra característica hollywoodense que tenía era su nariz: idéntica a la de Karl Malden, el teniente del programa televisivo Las calles de San Francisco.
—La traen el Pichón o Chemo —contestó el Perrín—. Ya sabes que al Pichón no le gusta que empecemos antes de que él llegue.
—Pos ya tenía rato que debíamos haberles escondido la pelotita en otro cuarto —exclamó el Fazote, un hombrón de uno noventa de estatura, que se acercó rodeando la troca.
El Perrín dijo lo que ya todos sabían:
—Es que el Pichón siempre viene a jugar y abre su cuarto de trabajo. Si guardamos el balón en otro de los cuartos, no vamos a tener llave, y luego, ¿con qué jugamos?
Chemo, el técnico de algodón, quien trabajaba con Palomo, llegó caminando desde el taller mecánico, con su andar entre Charlie Chaplin y vaquero desmontado, la piel curtida por el sol, los pelos, un poco güeros, espolvoreados con las finas partículas que el desierto compartía de manera populista con todo objeto vivo e inerte de la región. Preguntó, sonriendo, en tono de burla:
—Quihubo, rostros, ¿ya dejaron de hacer como que trabajan?
—Ora, Chemo, deja de curártela y abre el cuarto, pa sacar el balón, ¿no? —dijo La Pili.
—Aquí está —dijo Chemo agitando su llavero en la mano mientras se dirigía al cuarto de trabajo de algodón.
Después de que Chemo entró al cuarto, de la puerta abierta de este salió rebotando un balón de básquetbol.
—Vamos a calentar pa empezar a tirar, aunque todavía no llegue el Pichón —se quejó Santa, recogiendo el balón.
Como era costumbre, empezaron a tirar con la idea de encestar, cosa que solo quedaba en buenas intenciones.
El Nachote —casi clon del Fazote, pero más joven y menos feo— y otros más también habían llegado para jugar.
—Ese Manuel, es el único que tiene idea —le dijo Nacho al Máster.
—Mira, mira, mira —dijo el Máster escéptico, con el acento que parían sus mejillas de mastín—. Ese güey no tiene idea, todos se la creen que sí sabe de básquet. Lo único que pasa es que tiene más estilacho, pero es igual de bestia que los demás.
Como Checo iba a ser el marcador oficial, se puso a tratar de meter un poco de orden
para que empezara el juego:
—¡Quihubo, quihubo, quihubo! —gritó y, con más calma, agregó—: Dejen ver quiénes están: el Chapingote, la Pili, Lalo, el Máster, el Perrín, las Abejitas (Gera y Luis), el Nachote, Manuel, Tony, la Cachetada. el Chato, el Santa y el Fazote. ¡Chingao! ¡Ya son catorce!
—Y todavía falta el Pichón —comentó el Chapingote, quien era el qué más sabía de informática en el campo, macizo, de piel cobriza, una pulida calva coronaba su ser—, ya se está tardando, ya ves que es bien picado.
—¡A tirar! ¡Orale! ¡Reta los cinco primeros que la fallen! —ordenó Checo.
Sin mediar más palabra, todos los que querían jugar hicieron una fila detrás de la línea de tiro libre a esperar su turno para intentar encestar. Los primeros cinco que encestaran formarían el primer equipo, los segundos cinco, el equipo contrario y los terceros cinco, la reta, es decir, los que confrontarían al ganador entre el primer y segundo equipo. Si faltaba o sobraba algún jugador, se harían cambios y ajustes a los equipos por cansancio, lesión o berrinche. Obviamente, todos querían ser los primeros en encestar.
—¡Hijo de su pinche madre! —maldijo Santa al tirar.
—¡Está pisando la raya! —le señaló la Pili al Pichón, que ya había llegado.
El doctor Palomo, el Pichón, el líder de investigación en algodón, era bajo de estatura, correoso y gran corredor de fondo, con todas las canas del mundo y una nariz que en ocasiones representaba a su apellido. Se había incorporado apresuradamente a la fila para tirar, todavía con las botas puestas, para de todas formas fallar. Se fue, pegando brinquitos mientras se quitaba una bota, para ir a cambiarse bajo la sombra de la veranda.
—¡Chingada madre! —mentó el Perrín al fallar.
—¡A que no la echa! —se burlaba el Gera del Fazote.
—¡Ni se moleste en tirar! —ciscó el Perrín a Nacho, mientras este tiraba y fallaba—. ¿No le dije Nacho?
—¡Pinche Perrín, no me hables cuando estoy tirando! —le reclamó Nacho.
—¡Órale, callense! ¡Nomás están distrayendo! —los metió al orden el Pichón.
—Hey, Perrín —le susurró el Nacho, todo descolorido de los hombros, a la Pili—, se me hace que mejor escogemos equipos, ya llevamos cinco minutos tirándole a la canasta y nadie la ha echado.
—Razón de más pa no escoger mi Nachín —aconsejó el Perrín.
—¡Uno, uno! —gritó agradecido Checo, y comentó con nadie—: Vaya, hasta que alguien la echó, por fin empezaron a calentarse, y eso que el sol está en su punto, como para freír un huevo en la cancha.
—¡Dos! —dijo Gera, levantando con seguridad dos dedos al momento de encestar, pelando los dientes que descansaban en la enorme hamaca de su sonrisa techada por su bien cuidado bigote.
—Ande, váyase a la cola y deje de estar averiguando —le recomendó Tony a la Cachetada, quien, siempre inquieto, parecía buscapiés.
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—¡Ay, gente! Por fin —dijo aliviado el Pichón, después de ser el décimo en encestar, dirigiéndose a Checo—: ¿Ya anotaste los equipos?
—Sí, doctor Pich… digo Palomo —respondió Checo mostrando un papelito en el que había anotado los nombres de cada integrante de los dos equipos—. En el primer equipo quedaron Manuel, La Pili, El Gera, El Santa y el Nachote y en el segundo el Pichón, el Perrín, Luis, el Máster y el Fazote.
La reta —todos ya sentados donde mejor se acomodaban a la sombra de la veranda— la formaron el Chapingote, Lalo, Tony, la Cachetada y el Chato.
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«No está tan peor nuestro equipillo», pensó Manuel y procedió a organizarlos:
—Nacho, tú agárrate al Faz, pues están del mismo vuelo. Tú, Gera, a Luis. —«Pues están igual de minúsculos», pensó—. Yo me cuido al Pichón. Del Máster ni se apuren, él y el Santa se neutralizan solos.
—¡Órale, ya dejen de averiguar! ¡No se vale ponerse de acuerdo cabrones! —gritó el Máster.
—¡Sale pues! ¡Ándale Checo! ¿Listo? —confirmó Nacho.
—¡Sin faules! —advirtió, en vano, Santa.
—¡Que conste en el acta! —remató Luis, desde el inframundo de su chaparrez, misma que compensaba con su ágil y delgado ser.
—Ya parece…—se interrumpio a sí mismo Checo.
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—¡Faul! ¡Faul! ¡Faul! —gritó el Máster.
—¡Cómo será chillón! ¿Cuál? —se quejó la Pili.
—¡Si se oyó el manotazo hasta Torreón! —reclamó el Máster tratando de recoger el balón.
—¡No, no, no! —se encabritó la Pili—¡Yo solo le tiré el manotazo al balón!
—¡Al balón! —dijo con sarcasmo el Máster, apuntando a su antebrazo—: ¿Y esto rojo qué es?
—¡Sí fue faul, no te dejes Máster! —se la curaba la Cachetada parado detrás de la canasta, tratando de calentarlos.
—¡Lo que pasa es que usted es bien chillón! —protestó la Pili.
—¡Ya párenle de averiguar y echen el balón pa ca! —los conminó el Pichón.
—¡Es que me fauleó La Pili! —por enésima vez se quejó el Máster.
—¡Usted nomás está marque y marque faules, apenas lo rocé! —volvió a alegar la Pili.
—¡Que fue faul, hasta acá se oyó el chingadazo, no te dejes Máster! —dijo Lalo desde la sombra de la veranda, sentado en unos sacos de algodón, con las manos entrelazadas descansando sobre su panza de mariachi.
—¡Hey, ustedes ni se metan que ni están jugando! —se dirigió el Máster a Lalo.
—¡Ni sangre le salió! —continuó la Pili con su diatriba—. ¡Ya saben que aquí hasta que no corra la sangre no hay faul!
«¡Ya empezaron a marcar faules!» pensó Checo, frustrado.
Todos presenciaban la tragedia griega que se llevaba a cabo entre el Máster y la Pili, cosa de lo más natural en este tipo de encuentros.
—No, si yo lo vi que fue faul —dijo Santa.
—¿Cuál vio?, si está usted aquí paradote en este lado de la cancha —lo criticó Luis.
—Pos yo lo vi —insistió Santa.
—Mejor bájese a defender para apoyar a su equipo y deje de estar de cazagoles.
—Lo que pasa es que es nuestra estrategia —explicó Santa—, así yo los pongo nerviosos…
—¡Pero por lo feo que está! —se burló Luis y lo espoleó—: ¡Ándele, bájese a ayudarle a los suyos!
—¡Ese Santa, hasta que te vimos bajar! ¡Un aplauso al Santa! —gritó la Cachetada.
—¡Pero si fue faul! —seguía insistiendo el Máster.
—¡Ya, dales la bola! —le ordenó Checo a la Pili.
Mientras esperaban que la Pili soltara el balón, Manuel agarró a Santa del brazo para conferenciar:
—Mira Santa, tienes que bajar, nos estás dejando un huecote, pues tienes la anchura de dos de nosotros. Por ahí se nos están colando para anotar.
¡Pos yo les estoy mandando pase tras pase y nada que anotan! —se quejó Santa—. Es frustrante, después de todo el esfuerzo que hago y, ¡nada! Ya le eché cuatro pases al Nacho cuando estaba solito y no anota nada el cabrón. ¡Pinche Nacho, sin idea!
Mientras tanto, en el centro de la cancha, terminaba el drama:
¡Mire Máster, ahí está su faul, sáquele y deje de estar alegando! —exclamó la Pili, enojado, tirándole el balón al de manera que rebotara para atinarle a los sagrados güevos del Máster.
El Máster, ya se sabía el tiro y metió las manos a tiempo para protegerse y apuntar, acusador:
—¡Fue faul Pili, no te hagas!
Al lado de la cancha Tony le dijo a la Cachetada:
—Ya se calentó La Pili, orita lo hacemos enojar más.
Los dos empezaron a gritar animadamente:
—¡Be-so! ¡Be-so! ¡Be-so!
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«Pinche Nacho, otra vez la falló», maldijo Santa tras aventarle el balón. «Lo que tiene de grandote lo tiene de menso. Total, el chiste es correr un poco y quemar llanta», se consoló.
Manuel trataba inútilmente de poner orden en sus tropas:
—¡Ponte abajo, Nacho! ¡Abajo!
—¡Me están cuidando dos, uno de ustedes debe estar libre! —caminaba hacia atrás Nacho, lejos de ponerse abajo.
—¡Tírele, tírele! ¡Eso, buena! —se animó Gera, cuando Santa tomó la iniciativa de correr para encestar.
—¿Cómo vamos Checo? —indagó el Pichón.
— Trrreinta y trrreees.
—¿Apenas tres-tres? —dijo Santa jadeando con las manos en las rodillas y agregó —: ¡Si ya llevamos como media hora jugando!
—¡Ya les vamos a cobrar por tiempo, cabrones! —gritó Lalo.
—¡A ver si ya empiezan a jugar! —le hizo segunda la Cachetada, otro con cachetes de mastín, delimitados por un bigote rubio que hacía cascadas en las comisuras de sus labios, que no ocultaban sus dientes de roedor, rechoncho, con peinado estilo mullet.
Tony, muy quitado de la pena, les comentó:
—Que sigan así, orita que entremos a jugar vamos a agarrar a los ganadores bien cansados. El sol está a todo mecate y el cemento les ha de estar empollando las patotas.
—¡Esos mis lakers de cuarta! ¡A ver si es cierto que aguantan la calor lagunera! —se burló el Chapingote.
Un tiro hacia la canasta del Nachote, pasó volando como a dos metros de la canasta y fue a perderse más allá de las trocas hasta el cobertizo en el que se encontraban los tractores. Mientras esperaban a Gera, que lo fue a buscar, el Nachote, empapado de sudor, se detuvo junto a Checo:
—Ora que me acuerdo, cuando tomé la clase de fisiología vegetal, nos enseñaron que el calor más fuerte no es merito al mediodía, sino unas dos o tres horas después.
¡Ora si que me enseñó ingeniero! —contestó con sarcasmo Checo. —¡Si nosotros aprendimos eso sin necesidad de ir a la facultad de agronomía! Nomás es cuestión de que pase más rato trabajando en el campo.
Un segundo después de reanudarse el juego:
—¡Fuera, fuera! —marcó el Máster. —¡Estás pisando la raya!
—¿Quién, yo? —preguntó inocentemente la Pili mientras arrastraba el pie discretamente hacia dentro de la cancha.
—¡Fuera, fuera, fuera! —gritaron los otros cuatro compañeros del Máster.
—¡Cuanto pinche árbitro pues, tengan su pinche balón! —azotó la Pili el balón contra el piso, en dirección al Perrín, pero este se cubrió como defensa de fútbol en tiro libre directo y también logró proteger su unidad reproductiva.
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—¡Faul del doc! ¡Faul del doc! —exclamó Gera.
—¿Cuál faul! —preguntó como si nada Palomo.
—No se haga —dijo molesto Gera—, bien que me encajó el codo.
—No, no, y no —ametralló Palomo—, yo ni siquiera te vi, tú entraste corriendo cuando yo me di la vuelta.
—¡No se haga doc! —se entrometió la Pili y añadió—: Bien que sabe atizar codazos y, además, como está usted bien huesudo, ¡pues duele más!
—¡Ese Pichón, eres un faul andando! —gritó el Santa.
—¡Faul por definición! —se rió el Nachote.
—¡Velociraptor! —remató la Pili, haciendo que todos se rieran.
Tony le comentaba al Chapingote, mientras descansaban sobre una paca de alfalfa henificada:
—Bueno, no es que el Pichón sea faulero; lo que pasa es que ya no ve muy bien y tiene que ubicar a los del otro equipo a punta de codazos.
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Checo, emocionado, hizo una nueva anotación en su papelito:
—¡Eres el único, Abejita! —sonrió y, le informó a la reta—: Ya lleva seis canastas él solito, y eso que es una madrecita.
—¡Parece que estás jugando en la alameda de Torreón! —lo animó Tony.
—¿Cómo va, Checo? —preguntó Palomo.
—Ochenta y nueve.
—¿Favor?
—Los que llevan nueve.
—¡Ya, en serio! —reclamó Palomo.
—¡Ustedes, hombre!
—¡No es cierto Checo —se quejó Manuel, el ceño fruncido, enfatizando la abundancia de su barba—, vamos nueve-nueve, no contaste la que yo metí, llevo dos!
—¡Aquí está señor, aquí las voy anotando! —Checo apuntó con el lápiz al papelito que llevaba en la mano.
—¡Nos estás transando! —lo regañó Gera.
—¡Lo que pasa es que ya les afectó el sol y la corredera! —se entrometió la Cachetada.
—¡Sí, es cierto, vamos ocho-nueve! —concluyó el Pichón.
—¡Hey! —los calló a todos Lalo—. Checo es el que va marcando, no retoben. Síganle jugando, porque se hace tarde, pero cánsense pa que les ganemos fácil.
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—¡Faul, faul de Santa! —se quejó el Fazote.
—¡Ora yo! —se paró Santa en seco, disgustado, cruzando los brazos.
—No te hagas, bien que me agarraste los brazos por detrás cuando estaba brincando por la bola —dijo el Fazote.
—¡Ora sí que me salió bueno este cabrón! —respingó Santa.
Manuel se acercó a Checo:
— ¿Cómo vamos?
—Diez-diez… ¡Sube a doce!
—¡Sube a tu abuelita! —exclamó el Perrín, y añadió—: ¡Ganan el juego los primeros que lleguen a once!
—¡A ver si acaban hoy! —vociferó Tony, el único jugador de ojos grises, bigote casi a la Hitler, aunque era un alma de dios, y sólido cuerpo de pera.
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—¡Eso, eso Abejita! —lo animó El Perrín — ¡Buena!
—¿Cómo es posible que estando tan grandote te haya anotado el chaparrito? —regañó el Máster al Fazote.
—Es que por más que me agaché para alcanzarlo, no lo pude contener —se rió el Fazote.
—No, ¡pos con esa barrigona está fatal que te agaches! —reviró el Máster.
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—¿Quién tiene agua? —preguntó Santa, y añadió—: Está durísimo el sol.
—Oiga doc —le dijo Manuel al Pichón—, ya se le empezaron a hacer sus salinas en la frente, échese un traguito de agua.
—No, gracias, al ratito me echo mi cheve —respondió el Pichón.
—¡Mi cheve! Si no se va a echar menos de ocho. —dijo la Cachetada, y añadió—: Parece que no los conociera uno.
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El primer equipo obtuvo la codiciada victoria, los diez jugadores del primer juego se metieron bajo la sombra, jadeando. Algunos tomaron agua del garrafón que había al lado del baño. El nuevo equipo calentaba tirando a la canasta, mientras los ganadores intentaban recobrar el aliento.
—¡Esos que ganaron! ¡Órale, ya! ¡Aquí está su reta para bajarles lo tiraceite! —desafió la Cachetada.
—Sale pues. íralos. ya están cansados y deshidratados, la reta se los va a poner parejos —comentó Checo.
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—¡Voltéate Chapi… güey! —Se frustró Lalo.
La pelota fue a dar hasta la canaleta de riego al lado del cobertizo. Y, como si el director de una orquesta les hubiera dado la entrada con su batuta, todos al unísono le gritaron al Chapingote:
—¡Muerto!
—¡Pues cómo la echas, individuo! —contratacó el Chapingote a Lalo—. ¿De cuándo acá tan bueno?
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—¡Fuera, fuera! —señaló el Nachote. Tomó el balón y lo aventó, frustrado, fuera de la cancha.
Tony se echó a correr por el balón:
—¡No se mande, inge! Ya casi pierde el balón en la viña.
—¡Ya sáquele hombre! —se quejaba la Pili, impaciente.
— Tranquilitos rostros —explicaba Tony con el balón entre el antebrazo y el costado—. Si les estoy dando chanza a estos de que agarren aire; miren cómo andan todos bofos. Nadie les mandó echarse una hora en el primer juego.
—¡Ya sácale, Tony! —hizo segunda Gera.
—Ora pues —le envió un pase perfecto al Chato, que se había escabullido cerca de la canasta por detrás de todos.
—¡Chato! —lo alentó el Chapingote—: ¡Tírale, tírale, que aquí la remato!
—¡Pos ni que fueras el Jordan! —se burló el Master, y corrigió—: Bueno, eso sí, con lo pelochas que estás, sí que te pareces, eso ni negarlo.
El Chato realizó su clásico tiro, desdoblando el codo derecho, el rostro en estado de pura concentración, las cejas enarcadas, haciendo segunda a sus bigotes de Pedro Armendáriz. La canasta fue perfecta, sin tocar el aro.
—¡Buena Chato! —gritó la Cachetada.
—¡Esa vale tres puntos Chato! —agregó el Máster.
—¡De a cartón! —terció el Perrín.
«¡Jijos!» pensó Tony, «con esa canasta ya ganamos espiritualmente, no le hace que perdamos.»
La pasmosa anotación inspiró a todos.
—¡Vámonos, vámonos! —Manuel dirigió a su escuadrón al fondo de la cancha enemiga, alistándose para arrojar el balón.
El Nachote se puso en excelente posición y se dio maña para apenas atraparlo con la punta de los dedos tras un sorprendente salto.
¡Te llegan por atrás! —le advirtió el Gera.
Al escucharlo, el Nachote se hizo a un lado en el momento en que el Chapingote se abalanzaba sobre él y tiró con una actitud de «a ver qué pasa». Encestó.
—¡Mucho mi Nacho! —celebró Gera.
—¡Eso! —se unió la Pili.
«Hasta que la metió el Nacho, después de como quince tiros», concluyó Santa, para después preocuparse:
¡Hey, ya bájale, ni que hubieras ganado el pleyoff! —gritó Santa, mientras Nacho continuaba celebrando por todos los rincones del universo.
Habiendo notado esto, Tony le dijo discretamente a Lalo:
—Pásame el balón, orita que todavía está celebrando el Nachote.
—¡Hey, volteénse, buzos! —advirtió Manuel.
Era demasiado tarde, Tony había encestado.
—¡Chingao! —gritó frustrado el Santa, y añadió—: ¡Pinche Nacho, por andar celebrando!
——————————
¡Checo! ¿Cómo va? —preguntó Manuel
—Seises.
—Ya se cansaron —dijo la Cachetada, alentando a su equipo—. Están bien cansadotes, ¡orita nos los fregamos!
—Nomás con que todos nos bajemos a defender —señaló Tony.
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—¡Eres el único Santa! —gritó Checo, mientras la Pili sonreía y chocaba la palma de su mano con la de Manuel.
«¡Charros! Ya metió tres seguidas el Santa, lo están dejando solo», se preocupó Lalo y se quejó con la Cachetada:
—¿Pos no que ya estaban asoleados? —exclamó Lalo, levantando los brazos al cielo en desesperación, y concluyó—: ¡Nos estamos confiando, creyendo que el Santa no corre nada!
—Ándale Chapis, ponte a marcarlo —instruyó Tony al Chapingote.
—No te apures, Tony. Santa se llamaba.
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—¡Ay carajo, faul, faul! —rugió la Pili, pegando un brinco y agitando el brazo—. ¿A ver las uñas? ¿Chapis, Chato, Lalo? Ándele, si ahí trae mi pellejo, ¡ya córteselas! ¡Señores, es fául! ¡Aquí Lalo trae mi moronga en sus uñas!
—No fue adrede Pili —se medio disculpó Lalo, quitándose el pellejo que tenía atorado bajo la uña de su índice, para, acto seguido, ofrecérselo, sonriendo, a la Pili.
—No te apures Lalito —la Pili se secó el sudor de la frente con la parte desfajada de la camiseta y agregó—: Luego me pongo a mano.
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—Ora si se les está acabando el aceite, se van a desbielar. A ver si ya acaban —opinó el Pichón acercándose a Checo para preguntar—: ¿Cómo van?
—Nueve a ocho, todavía van ganando los de Manuel.
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—¡Viola! —exclamó la Cachetada.
—¿Cuál viola? —reviró el Nachote.
—¿Cómo que cuál! ¡Ya lleva cinco pasos con el balón! —respondió la Cachetada, mientras daba saltos tratando de quitarle el balón al Nachote, quien lo levantaba como a medio metro fuera del alcance del chaparro.
—¡Llevaba dos pasos y un brinco! —se sonreía el Nachote sin soltar el balón.
—No, si mañana mismo le traigo su computadora personal pa que aprenda a contar —le picó las costillas con los pulgares al Nachote, cosa que hizo que este soltara la pelota.
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—¡Ande, ande! —reclamó Gera con su calma chicha, cuando lo faulearon.
La pelota fue a dar a los pies del Máster.
—Bueno, sáquenle —jadeó Lalo, tranquilizado por el cansancio.
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—¿Otro faul? —expresó el Fazote aburrido, y concluyó, dirigiéndose a Nacho—: Si anotaran canastas como hacen faules, ya los habrían contratado en la NBA.
—¿Y ora qué pasó pues? —preguntó el Perrín, fajándose la camiseta mientras salía del baño.
—Le acaban de componer la cara a Manuel —explicó Luis—. Ya se puso bien serio. Por lo menos ya se ahorró lo de la cirugía plástica.
—Hombre, de veras que le debería agradecer a Lalo en lugar de reclamarle —dijo el Máster, curándosela, y anunció—: ¡Ya quedaste guapo Manuel!
Manuel se sonrió, negando con la cabeza mientras miraba hacia el suelo, donde una gota de su propia sangre de inmediato dejó una mancha seca sobre el cemento.
Mientras observaba la acción, Checo empezó un soliloquio:
—Ay, veinte años de jugar todos los martes y jueves en la tarde y todavía no aprenden a jugar. Lo bueno es que todos estamos en el mismo nivel de ignorancia y avejentamiento. Se me hace que a estas alturas ya no nos compusimos. —se dirigió a Palomo—. ¿Recuerda cuando…
Inesperadamente, Ruma apareció por el extremo oriente de la cancha, a paso veloz, con una cara que sugería que las contracciones de su colon iban a triunfar en su empeño antes de que el hombre llegara a la ansiada meta del baño.
Checo, quien era uno de los que sabía todo lo que pasaba en la estación, le dio el lápiz y el papelito con las canastas anotadas al Pichón:
—Anótele usted doctor —ahí le encargo.
Con el índice le indicó al Ruma que se acercara a la puerta de uno de los cuartos de trabajo que rodeaban la cancha. El Perrín, quien pescaba todo al vuelo, pidió que lo sustituyeran —entró Gera por él— y de inmediato se metió al cuarto de trabajo de calabacita y salió con un traje tyvek —de los que usaba en el campo para protegerse al asperjar plaguicida en las parcelas de los experimentos de hortalizas—, además de unas botas de hule y una máscara antigás.
Los que habían perdido el primer juego: el Pichón, Luis, el Máster y el Fazote, además de unos dos o tres espectadores espontáneos, dejaron de prestar atención al circo romano de la cancha. Fascinados, observaron a Checo, al Perrín y a Ruma. Este se quitaba sus botas de volada para de inmediato ponerse el tyvek, las botas de hule y la máscara —ayudado por Checo y el Perrín— con lo que quedó en calidad de extraterrestre en traje espacial listo para aniquilar a la raza humana.
Para fortuna de Ruma, ese día casi terminaba el periodo de fumigación —con fosfano, un químico nada amigable— del cuarto de trabajo de semillas, mismo que se encontraba sellado por todos lados, hasta las ventanas, con plástico negro. Un imponente letrero en la puerta prohibía el paso a dicho cuarto, a menos que uno quisiera morir.
No había necesidad de palabras, los tres protagonistas entendían todo lo que tenían que hacer. Checo se aseguró de que todo Ruma estuviera bien protegido. El Perrín abrió la puerta del cuarto de trabajo de semillas con su llave y se apartó rápidamente —para que Ruma, ahora un vil extraterrestre, se pudiera deslizar por la puerta entreabierta— tras lo cual le volvió a echar llave de inmediato.
—¡Sigan jugando! ¡No paren! —apremiaron nerviosos el Perrín y Checo.
El juego continuó, pues los equipos en la cancha ya querían que se terminara el encuentro para recuperarse de la sudada con unas cervezas.
—¡Faul! —gritó el Chato, doblándose, pues le habían acomodado un codazo en el estómago.
Todos voltearon a ver al Chato, sorprendidos, ya que él nunca marcaba faul. Algo no estaba bien en el universo.
Unos segundos después se escuchó como se aproximaban dos vehículos a gran velocidad que derraparon en la grava suelta al frenar para detenerse junto a la cancha. La atención de todos viró hacia las dos sendas trocas negras que resplandecían bajo el sol implacable de la tarde. De ellas se apearon cuatro hombres, todos de botas vaqueras negras, vestidos de pantalón de mezclilla, camisa a cuadros, anteojos oscuros y sombrero tejano. Dos de ellos portaban pistola al cinturón, los otros dos llevaban pequeñas metralletas al hombro.
Eran los Villalongo.
El Nachote y el Fazote, los jugadores de mayor envergadura de esa deportiva tarde, levantaron las manos como si los estuvieran asaltando.
Todos se quedaron inmóviles mientras los hombres armados empezaron a tratar de abrir los cuartos o mirar por las ventanas para inspeccionarlos.
Uno de ellos caminó tranquilamente hacia los deportistas, no sin antes indicar al Nachote y al Fazote:
—Bajen las manos, no es necesario —y, dirigiéndose a todos, explicó—: Disculpen, estamos buscando al Ruma, ¿no lo han visto? Vimos que estaba corriendo para este rumbo.
—No, no lo hemos visto —respondió el Pichón, que era uno de los investigadores más antiguos de la estación agrícola experimental, por lo tanto, la persona de mayor autoridad en ese momento, y declaró—: Ustedes no deberían estar aquí, pues nos encontramos en terreno federal. ¿Cómo los dejaron entrar?
—No se preocupe Don —dijo el de los Villalongo—: Nomás que encontremos a Ruma, nos vamos.
Checo vio cómo uno de los hombres con metralleta se acercaba a la puerta del cuarto de trabajo sellado, en el que habían ocultado a Ruma.
—¡Hey! —advirtió—: ¡No abran esa puerta, el cuarto está lleno de veneno, pues lo estamos fumigando!
Con esto, el hombre se detuvo y retrocedió con temor.
El Perrín, secundó a Checo:
—Si lo abren, nos van a fumigar a todos. Es fosfano, un gas muy peligroso.
El de los Villalongo, con la cabeza les dio a entender a sus hombres que dejaran esa puerta en paz.
—¿Seguros que no vieron a Ruma?
—No —respondió la Cachetada, todos estábamos concentrados en el partido. Tal vez se dirigió al hoyo.
—¿Al hoyo?
—Sí —terció el Chato y aclaró—: La cerca que rodea a la estación está abierta un poco más allá del cuarto de secado, da la impresión de que está cerrada, pero uno puede abrirla y salir por ahí sin que se de cuenta Oliverio, el guardia de la caseta de la entrada.
—¡Ah, cabrón! —se sorprendió el Santa, sonriendo. Pero de inmediato se calló.
Detrás del líder de los Villalongo, los jugadores vieron llegar Esteban —a quien nadie se atrevía a llamar de frente por su apodo: “Tebanote”—, escoba en mano, uno de los encargados de la limpieza. Esteban era lo que se dice un gigante gentil: uno noventa y cinco de estatura, corpulento, bíceps tan gruesos como los muslos del Nachote —quién siempre se jactaba que se le habían puesto bien buenos cuando practicaba zapateado en la universidad— y espaldas que el mismo Atlas envidiaría. Lo único que no cuadraba con su físico era su voz de soprano con ronquera, pero nadie se había aventurado jamás a burlarse ante él al respecto.
—¿Qué pasó mi Quique? ¿qué andan haciendo por aquí? —dijo Esteban al de los Villalongo con su característica voz.
—¿Esteban? —volteó Quique, algo apenado con el hecho de que su infantil apelativo fuera exhibido ante todos los presentes—: Nada, nomás andamos buscando al Ruma.
—Qué, ¿le volvió a pegar a Flor?
—Sí, la dejó sin sentido en el suelo.
—Ay, Ruma —dijo decepcionado—. Y ella, ¿está bien?
—Sí, nomás fue el golpe, no pasó a mayores.
—Oye, ustedes no deberían meterse aquí, está requete prohibido. Miren, si yo veo al Ruma, yo mismo se los llevo, pero tampoco me lo vayan a maltratar mucho, ya saben que es mi compadre.
—¡No está aquí! —sentenció uno de los hombres armados.
Quique, frustrado, echó un resoplido, para dirigirse a sus hombres:
—¡Vámonos! ¡Seguro se escapó por el mentao hoyo! —se lamentó, para dirigirse a Esteban—: Ahí te encargo al Ruma, si lo ves, por favor.
—No tengas cuidado Quique, y ya váyanse, porque la cosa se va a poner mal si siguen aquí. Les pueden echar a la tropa.
—Nos vemos Esteban.
—Se me van por la sombrita.
Una vez que los Villalongo dejaron el lugar, todos los presentes se desengarrotaron y les volvió la sangre al cuerpo. El Perrín se apresuró a sacar a Ruma de su encierro, aún estaba consciente. Lo desvistieron de inmediato, el hombre estaba hecho un guiñapo. Esteban, sin sorprenderse, caminó lentamente hacia Ruma y le dijo:
—Compa, véngase conmigo, vamos con los Villalongo, no me le voy a despegar y veré que le den un castigo justo.
Ruma, como condenado, pero sintiendo que iba a estar seguro con su compadre al lado, asintió. Mientras se vestía, le dio las gracias a Checo y al Perrín. Partieron.
Cuando los compadres desaparecieron tras la esquina de la edificación, el Máster preguntó:
—¿Quién necesita una cheve para el susto?
Todos levantaron la mano y empezaron a pasar el sombrero con la finalidad de enviar a Chemo al expendio, a la entrada de Matamoros, por un par de cartones de cerveza —veinte botellas por cartón— para curarse los nervios, nomás para empezar.
—¡Órale, a seguirle! —invitó Manuel.
—¡No! —dijo tajante el Pichón, dirigiéndose a la sombra donde, como era costumbre después de jugar, todos se sentaban para lamerse las heridas y refrescarse, ayudados por el helado y preciado brebaje, y proclamó—: El jueves nos desquitamos.
Nadie retobó.
José de Jesús Márquez Ortiz(Culiacán, Sinaloa, 1962).
Creció en Texcoco, Estado de México. Estudió y trabajó en el área de investigación de cultivo y mejoramiento de alfalfa hasta 1998 en México y Estados Unidos. Amo de casa y cuidador de niño con capacidades diferentes hasta 2001. Analista de datos de investigación gerontológica y de mercadotecnia en Kansas City hasta 2007. Empezó a traducir del inglés al español desde los 13 años, ayudando a su madre. Actualmente lleva 14 años ganándose el sustento como traductor de software y documentación para sistemas de salud en una empresa de Kansas City. Escribe cuando puede, para compartir sus “rollos” con familia y amigos. La mayoría de sus publicaciones son científicas. Escritor en ciernes. Su objetivo es compartir sus escritos a un nivel literario. Totalmente empírico en lo que se refiere a ser padre de familia, tocar el piano y la guitarra, y hornear pan con harina de trigo cultivado en Kansas, aunque también en ocasiones ha llegado a hacer tortillas de maíz con sus hijas.