El llanto de mis oídos
Hace algún tiempo, cuando aún gozaba de las bondades del sueño y el descanso, podía sentir que mis oídos lloraban; no es que me llovieran sus lágrimas, o que percibiera los espasmos que suele causar el llanto, no; sé que mis oídos lloraban porque mi corazón sentía el quebranto y la congoja que hacían evidente dicho llorar. Tomé conciencia de esta profunda tristeza de mis oídos gracias a una pesadilla que me atacaba todas las noches; pesadilla que desencadenó una serie de acontecimientos que voy a relatar, para que en el análisis sobre mi estado mental los tengan en cuenta.
Una oreja muy nítida y de vivo color de más o menos mi estatura en medio de la oscuridad. Cierta luz, que no sé decir de dónde vendría, iluminaba todo el lóbulo hasta la cima del antitrago, delineaba con sutileza el antehélix y sus dos ramas, superior e inferior, y hacía notar, apenas, la parte superior del hélix. Todo lo demás era penumbra, y más aún el orificio auditivo externo que era negro, negro, negro. Yo adelantaba mi cabeza a ese agujero de espanto, y cuánto más me acercaba mi tormento era mayor, por cuanto tenía la certeza de que ese pozo contenía en su fondo todo el sufrimiento del universo. En ese momento sentía la poderosa fuerza de atracción que aquel agujero ejercía sobre mí. No, no una atracción en el sentido de que algo me gusta y me atrae, sino más bien la atracción que ejerce un imán sobre un clavo; era tan fuerte, que por más que echara el cuerpo hacia atrás, por más que me resistiera apoyando una mano en la concha y en el trago la otra, terminaba siendo absorbido. Aquel agujero pues, me tragaba, y yo caía irremisiblemente en él, muerto de congoja; pero nunca llegaba al fondo, porque en el instante que mi cabeza traspasaba lo negro, abría los ojos y me encontraba de espaldas mirando al techo de mi habitación.
Tiene que haber una razón, pensaba yo, para que mis oídos lloren así. Y estaba en lo cierto. Una noche, cansado de acongojarme por ellos sin culpa que lo mereciera, opté por quedarme despierto y dejar que descansara mi corazón. No tengo memoria de la hora, pero eran pasadas las doce sin duda cuando escuché sobrecogido una extraña melodía; era el sonido lejano y débil de una flauta, dulce, muy dulce, extremadamente dulce; las notas melodiosas y alargadas oprimían mi corazón a la vez que lo deleitaban, le daban gozo en extremo y lo comprimían en la misma medida; parecía el himno de un demonio ejecutado magistralmente por un ángel. Era insoportable, esta pieza no ha sido hecha para los oídos humanos, me decía en medio de un insufrible deleite; al borde de la locura, a punto de perder el sentido, me arrojé contra la ventana para ver de dónde provenía aquel sonido desquiciante; la mortecina luz de los faroles a lo largo de la vereda acrecentó mis angustias, el viento barría la calle llevando las hojas al sur, las deliciosas y lacerantes notas vendrían pues del norte. Hacia allá miré desesperado hasta donde pude, y perdí el conocimiento.
A partir de entonces decidí no eludir más las pastillas que tomaba para dormir, no las arrojaría más por el inodoro. De sólo pensar en oír de nuevo aquella flauta entraba en pánico. Sin embargo, ese sonido, esto es lo esencial, era la explicación que estaba buscando: Mis oídos escuchaban aquel delicioso martirio y lloraban, sufrían, y yo percibía ese sufrimiento. Bueno, es preferible, pensaba, sentir… digamos… de carambola antes que directamente aquellas siniestras notas. Esta mezcla de martirio y placer, de contento y pesar, esta integración musical perfecta del bien y del mal, llegaba a mi corazón atenuada por el sufrir de mis oídos mientras dormía, a través de la pesadilla. Era pues, soportable.
Pero, ¿No tendría que acabarse esta tortura?, ¿No habría más desdichados por culpa de aquellas notas? Por otro lado, ¿Quién hacía esto?, ¿Quién era aquel ejecutante sin alma capaz de soportar tan lacerante placer si el oyente no alcanzaba consiente siquiera unos minutos? Me propuse averiguarlo y acabar con este peligro. Un alma más sensible que la mía, que las hay miles en el mundo, sucumbiría sin más. Alguien podría morir… si acaso no habría muertos ya. No sería complicado evadirme, mi ventana dista dos metros del suelo.
Durante tres días guardé las píldoras que me daban para estabilizar mis emociones, las iba a necesitar para apaciguar la congoja cuando me acercara a la fuente de aquella música; y en las noches de esos días tomé obediente las pastillas para dormir, no hubiese podido soportar despierto una noche más. Aguardé impaciente a que dieran las doce, tragué de golpe las tres píldoras y me descolgué sin dificultad por la ventana hacia la calle. Permanecí pegado a la pared unos minutos hasta que comenzó la melodía.
¿Qué puede haber inspirado está mordaz ambrosía?, me preguntaba sobrecogido mientras trataba de orientarme por el musical martirio a través de las calles desiertas; las ráfagas de viento me desorientaban por momentos, pero mi progreso era siempre hacia el norte. A cada metro recorrido, a cada cuadra superada, a cada esquina conquistada subía el volumen de la maldita tonada; estaba entonces en el rumbo correcto. Resiste, repetía en mi cabeza luchando contra el deseo de volverme. No sé por cuanto tiempo estuve andando por calles y avenidas, atravesando parques y jardines, hasta que lo sentí tan fuerte que consideré que estaba casi en el lugar, era cuestión de unos metros más. Arribé doliente a la puerta de un edificio que abarcaba casi una cuadra entera, la flauta silbaba del otro lado, di la vuelta a la gran fachada y me encontré de golpe frente a las rejas que circundaban un cementerio. Esta era pues la fuente de aquella compunción que estaba a punto de aniquilarme. Demasiado alto, gemí poniendo mis manos y apoyando mi cabeza en los gruesos fierros; caminé como un ebrio tambaleante a todo lo largo hasta la reja que hacía de entrada, estaba asegurada con una gruesa cadena y un enorme candado, no había nada que hacer. Me tapé los oídos con las manos y desanduve el camino casi sin conciencia de lo que hacía. Ya en mi habitación, acurrucado en el rincón más alejado de la ventana, aguardé, sumido en un gozoso quebranto, la salida del sol que apagó la flauta y me devolvió la paz.
El cementerio está cerrado en las noches por supuesto, pero durante el día cualquier cristiano puede ingresar libremente, como es natural. Esto en primer lugar. En segundo, y más importante aún, aquella delicia espeluznante no daba señales de vida en horas vespertinas, estaría pues protegido y tendría todas las facilidades, sería sencillo.
No tenía idea en realidad, debo ser sincero, de qué era lo que sería sencillo, pero algo había ahí dentro y yo lo encontraría, tenía esa certeza. Tendría que tener mucho cuidado para salir de aquí a la luz del día.
Temprano, ejercicio; luego baño, desayuno y limpieza. Durante la mañana conversación con un grupo de tontos, y finalmente hablar y hablar mientras uno de blanco escucha, con cara de conocerte por dentro ni más ni menos. A medio día almuerzo, lavado del servicio, pastillas, y la siesta de tres a cinco quieras o no quieras. Ese era el momento, mientras todos, excepto los de gris, dormían la siesta.
Era una tarde encapotada, deprimente y de mucho viento cuando volví a deslizarme hacia la calle, los de gris estaban adormitados por la reciente comida, es el único momento que tienen para descansar, así que no me sintieron siquiera. Hice casi el mismo camino de aquella noche pero está vez pidiendo orientación a la gente; no había martirio, gracias a Dios, que pudiera guiarme y no conozco realmente la ciudad. Ingresé al cementerio con la adrenalina al tope.
Por el camino había trazado una estrategia, era simple: Preguntaría al enterrador por algún profesor de flauta; si yo escuchaba a tanta distancia, tanto más él, que estaba ahí mismo, en la fuente misma de “aquello”. Debo reconocer, y en esto pongo como atenuante el estado en que me encontraba, que esa estrategia no era del todo inteligente porque, ¿Cómo no premunir que quien habitara en aquel recinto, y pernoctara, sobre todo, tendría que estar necesariamente sordo? Afortunadamente no hizo falta estratagema alguna, ya que los acontecimientos devinieron, como se verá, de manera muy distinta de la que yo esperaba.
Caminando entre las tumbas vi una que me llamó la atención por lo triste y abandonada que se veía: El pasto que la rodeaba, amarillo y polvoriento, suplicaba riego; las vasijas para las flores estaban sucias y cubiertas por el moho; tenía delante una figura que me daba la espalda, era un ángel representado por un niño regordete cubierto en sus partes pudendas por un pañal. Rodee la tumba para verla por delante, esa figura me intrigaba sobremanera. Un escalofrío remeció todo mi cuerpo cuando vi que tenía entre las manos una flauta que aplicaba, dulcemente, sobre sus labios que soplaban inflando los cachetes. Tenía los ojos inexpresivos, lisos, ni iris ni pupila, como los ojos blancos de algunos ciegos. Eres tú, le dije, demonio malvado. Alargando el brazo tomé la flauta y tiré, estaba pegada a sus manos, no cedía, logré moverla un poco, empecé a forcejear gritando, dámela, se soltó más y se me ocurrió hacerla rotar, al hacerlo el moho y la herrumbre se hicieron polvo y aflojó; estaba dispuesto a dejar mi vida en el intento, pero el infame se resistía. ¡Dámela!, grité repetidas veces con furia llamando la atención de algunos transeúntes que se fueron acercando alarmados y con clara intención de cogerme. En ese momento hubo un instante de luz, por una fracción de segundo las nubes dejaron pasar un rayo de sol que fue suficiente para iluminar aquellos ojos tornándolos terribles, siniestros, diabólicos. Con un último esfuerzo tire con toda mi alma profiriendo un grito desesperado, las manos del diablo saltaron en pedazos por los aires y yo caí de espaldas contra el suelo con la flauta entre mis dedos, la estreche contra mi pecho, me puse de pie como pude, corrí tan veloz como nunca en mi vida y me alejé triunfante y aterrado de aquel lugar.
Cuando llegué al pie de mi ventana me estaban esperando los de gris, en realidad me andaban buscando desde que salí. Me aprehendieron con violencia, me llevaron a las duchas y me tuvieron bajo el agua helada durante horas, me golpearon, me jalonearon, me acostaron, me levantaron y me volvieron a golpear, pero no pudieron separar mis dedos para quitarme la flauta; no la solté, y no la soltaré jamás. Por fin se cansaron y me dejaron en mi habitación. Colocaron unos barrotes en mi ventana; me da igual, ya no necesito salir, tengo la flauta y es lo que importa.
Ni la pesadilla ni la melodía maldita han vuelto más, mis oídos ya no lloran. Pero ha surgido un nuevo problema: El diablo quiere la flauta, ya no puedo darme el lujo de dormir; porque a la hora del sueño, cuando las luces se apagan en este lugar, aquellos diabólicos ojos se encienden y se quedan suspendidos en medio de mi habitación, mirándome fijamente.
Jorge Manuel Ramírez Cabrera nació en el encantador pueblo de Abancay, Apurímac, Perú. Es el tercero de seis hermanos. Creció en un hogar donde la literatura estaba presente gracias al impulso de sus padres, convirtiendo a todos en apasionados lectores desde jóvenes. Además, realizó sus estudios secundarios en Arequipa y posteriormente obtuvo su licenciatura en Contabilidad en una renombrada universidad de la ciudad. Aunque se formó profesionalmente en finanzas, su verdadera pasión siempre fue la literatura. Fue profundamente influenciado por las obras de maestros como Quiroga, Chéjov y Borges, que moldearon su enfoque y estilo en la escritura. Actualmente prepara su primer libro de cuentos.