AGRADECIDAS SEÑAS
University of Texas—Permian Basin (Host)
University of Copenhagen
Wayne State University
Kore University of Enna (Italy)
University of Tromsø (Norway)
Metropolitan State University of Denver
Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH)
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)
Locura y Literatura
La literatura es un delirio. Deleuze lo decía citando a Proust: “El escritor inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Saca a la lengua de los caminos trillados, la hace delirar.” Y es este delirio inmanente al acto creativo, parecido a aquella secuencia de 2001, Odisea en el espacio, donde el primate golpea con frenesí las osamentas de un animal prehistórico. En su cabeza, hiere a la bestia hasta que ésta se derrumba. Esto me lleva a preguntar ¿cuántos locos habrán sido encerrados o desterrados sin que el mundo descifrara sus pensamientos? Oliver Sacks en sus paseos por un pabellón perdido en Brooklyn encontró los mecanismos de comunicación de un par de hermanos que balbuceaban números, iluminando un lenguaje cifrado. De igual forma el escritor revela su lenguaje al mundo, a veces con un costo demasiado alto.
Locura y creación son dos cabos que se unen en muchas historias. El Marqués de Sade, tras una vida licenciosa, pasó sus últimos años en un manicomio, representando teatro con otros locos. Sus obras llamaban la atención del público y cuando algunos se quejaron de que aquellas geniales puestas en escena pertenecieran al autor de Justine, el Marqués fue condenado al silencio, esta vez de por vida. También, desde el confinamiento, los últimos poemas de Beckett son apenas respiros de palabras.
La locura no es un concepto perentorio. Su noción cambia constantemente y está condicionada a los paradigmas sociales y estéticos en turno.
En el Antiguo Testamento, en los mitos griegos o la tragedia, la locura era ocasionada por los dioses. En ésta última, a veces un momento fatal daba paso a la hamartia; a saber, Ágave desmiembra a su hijo debido a sus alucinaciones.
En la comedia, la misma concepción de la ficción es delirante. Aristófanes en Los caballeros, presenta a dos esclavos que deciden contratar a un vendedor de chorizos para sustituir al gobernante corrupto de la ciudad. En Pluto, un hombre honrado secuestra al dios del dinero, un viejo andrajoso y ciego que vaga por las calles. Hay en la comedia aristofánica una realidad alterada que derrumba toda convención social. Desde su nacimiento, este género ha estado cerca de la locura porque la risa es distorsión, como los espejos en el callejón del Gato en Madrid, donde Valle Inclán concibió el esperpento, ese hermano deforme de la comedia.
A veces, el loco era respetado y elegido cuando tenía el don de la clarividencia, así lo demuestran Tiresias o los chamanes prehispánicos. Otras, expulsado de la comunidad como narra Daniel acerca de Nabucodonosor. Esta dicotomía demuestra que socialmente siempre ha habido una frontera entre las locuras funcionales y las perniciosas.
En muchos casos, durante la Edad Media, el alma de los seres humanos era el campo de batalla entre Dios y Satanás. A las locas se les quemaba en una pira. A los locos se les desterraba al bosque; nos los recuerda Edgardo en el Rey Lear. O se les conminaba a las cortes, a la manera de bufones; locos que se hacían los locos, o locos que realmente lo eran. Hubo casos, incluso, en que los bufones eran elegidos entre la galería de seres que poblaba los manicomios.
Durante el siglo XVI fueron encerrados mendigos, locos o lo que se le pareciera. Los más impedidos, tenían permiso de mendigar, siempre a voluntad de los poderosos.
Poco después, el Quijote amalgama locura y sabiduría, se convierte en emblema de la libertad y la imaginación.
A vuelo de pájaro, en vísperas del siglo XIX la Razón se erigía como forma de pensamiento. La locura se encierra y comienza su estudio de forma oficial.
Con los románticos cobra una nueva dimensión: es inducida, se buscan los límites de la mente creativa, muchas veces con psicotrópicos de por medio. No era nuevo, las drogas ya se citaban en las vedas y los aztecas usaban hongos para sus rituales, sin embargo, los románticos las reivindican con excitación. En esta línea, en el siglo XX, la generación Beat es la apoteosis de los románticos: William Bourroughs asesina a su esposa jugando a ser Guillermo Tell, drogado y borracho, en la Colonia Roma, entre muchas desgracias que se sucedieron. Se buscaba provocar locura para que la literatura se manifestara, o postular una bandera de vanguardia, como en el caso de los surrealistas. En cualquier caso, trasgredir es cruzar una frontera. Muchos escritores lo hicieron, abrasaron la locura como un juego fascinante y atractivo; los más osados desafiaron límites y al final, colapsaron.
Foucault dio fe de la continuidad de sentidos entre la obra y la locura. En otras palabras, la locura se nutre de la literatura y viceversa.
Para concluir, hay amables locuras de las que hablaba Horacio; Sócrates y Platón elogiaban los arrebatos de los poetas y los adivinos. Pero también profunda melancolía y enfermedad. En la última carta a su esposo, Virginia Woolf se disculpaba por no poder soportar las voces que escuchaba constantemente, antes de meterse piedras en los bolsillos y sumergirse en un lago, para no regresar jamás. El poeta Jorge Cuesta se emasculó para suicidarse después. A Sartre lo perseguían langostas por las calles de París; Phillip K. Dick se posesionaba de un cristiano del siglo I; Hemingway batallaba con sus fantasmas tras terapias de electrochoques en vísperas de su suicidio. La dramaturga Sarah Kane se colgó con sus agujetas en un baño de hospital… A Cortázar… bueno, a él, a nuestro amigo, solo le retilaba la murta.
Literature and Madness
Literature is delirium. Deleuze postulated it, quoting Proust: “The writer invents within language a new language, to a certain extent a foreign one. Extracts new grammatical or syntatc structures. Takes language off the beaten path, makes it delirious.” And this delirium is immanent to the creative act, akin to the sequence in 2001: A Space Odyssey, where the ape frantically smashes the skeletal remains of a prehistoric animal. In its mind, the primate is hitting the beast until it collapses. This leads to the question: How many of those posessed by madness have been locked up or cast out without the world ever being able to decipher their thoughts? Like the pair of autistic twins mumbling strings of numbers. Oliver Sacks, who observed them, stumbled across a realization that illuminated the mechanism of their communication: in a thought-world of numbers, they where having a numerical conversation, based on generating prime numbers as a form of coded language. In a similar way, writers reveal their own language to the world, sometimes at a great cost.
Madness and creation are two strands that tie together in many stories. The Marquis de Sade, after a licentious life, spent his last years in an insane asylum, putting on theater performances with other inmates. His plays attracted public atention and when complaints started coming that those brilliant productions were staged by the author of Justine, the Marquis was sentenced to silence, this time for life. Also, the last poems that Beckett wrote in confinement were barely wisps of words.
Madness is not a peremptory concept. The notion of madness is constantly changing and is conditioned by the social and aesthetic paradigms of the day.
In the Old Testament, and in the Greek myths and tragedies, madness was caused by deities. In tragedy, sometimes the fatal moment leads to the catastrophic downfall: let’s take for instance Agave, who dismembered her own son, driven by hallucinations induced by a vengeful Dionysus.
In comedy, the very conception of fiction lies in delusion. In The Knights, Aristophanes introduces two slaves who decide to hire a sausage seller to replace the corrupt ruler of the city. In Plutus, an honest man kidnaps the god of wealth who is a ragged and blind old man wandering the streets. In Aristophanic comedy reality is altered and brings down all social conventions. Since its birth, this genre has been linked to madness because laughter is distortion, like the mirrors found in the Callejón del Gato in Madrid, where Valle Inclán conceived the esperpento, the grotesque – that deformed sibling of comedy.
Sometimes, when posessing the gift of clarivoyance, the mad person was respected and treated as a chosen one, as demonstrated by Tiresias of Thebes or the pre-Hispanic shamans. In other instances the result was ostracism, as narrated in the Book of Daniel in relation to Nebuchadenazzar’s madness. This dichotomy shows that there was always a line of demarcation between functional and destructive madness.
During the Middle Ages the human soul was frequently seen as the battleground between God and Satan. Crazy women were burned on a pyre. Crazy men were banished to the woods – as Edgar reminds us in King Lear. Or were summoned to court to serve as buffoons: madmen that pretended to be crazy or crazy men that were actually mad. There was even a practice to choose buffoons from the cast of characters inhabiting insane asylums.
In the 16th century imprisonment was the fate of beggars, the mad, or those who seemed crazy. The most mangled could receive permission to panhandle, always depending on the will of the powerful.
Shortly after, Don Quixote blends madness and wisdom, and becomes the symbol of freedom and imagination.
From a bird’s eye view, at the dawn of the 19th century Reason reigns supreme as the embodiment of thought and Madness is locked away, thus officially commencing the era in which it is formally studied.
With Romanticism madness takes on a new dimension: it is induced, in search of the limits of the creative mind, often by means of psychoactive substances. Nothing new under the sun—psychotropics are mentioned as early as the Vedas, and the Aztecs used mushrooms for their rituals—however, the romantics embraced them anew enthusiastically. In this vein, in the 20th century the Beat generation is the apotheosis of the romantics: William Burroughs, drugged and drunk in Mexico City, murdered his wife during a “William Tell act,” which was one in a long chain of misfortunes. Madness was sought in order to manifest literature or to plant an avant-garde flag, as was the case of the surrealists. In any case, to transgress is to breach a border. Many writers did it: they embraced madness as a fascinating and appealing game, and the most audacious defied boundaries, only to reach disintegration in the end.
Focault attested to the continuity between madness and a work of art. In other words, madness feeds off literature and vice-versa.
In conclusion, there are affable follies of the type found in Horatio’s satires. Of the same sort are the effusions of poets and clarivoyants praised by Socrates and Plato. However, profound melancholy and illness also exist. In her last letter to her husband, Virginia Woolf apologized for being unable to bear the voices she was constantly hearing, then filled her pockets with rocks and walked into a lake, never to return. The poet Jorge Cuesta self-emasculated and commited suicide. Sartre was chased by lobster-like creature down the streets of Paris. Phillip K. Dick was possessed by a Christian from the 1st century AD. Following electroshock sessions, Hemingway battled with his ghosts, right before taking his own life. Playwright Sarah Kane hung herself by her shoelaces in a hospital bathroom… And Cortazar… Well, our friend Cortazar was simply enraptured — in Gliglish.