Está escrito que se borre
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Surca el cielo un imán en llamas,
una corona, un crisantemo.
Julio Eutiquio Sarabia (Como una piedra roja en la ventana, 2022)
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Se me hacía tarde. Eran las 12.10 y mi minibús salía de Paisano Dr. a las 12.50. La asignatura “El español en los medios de comunicación” era especialmente apetecida por los estudiantes de maestría y, como de costumbre, me había resultado imposible terminar la clase y salir desapercibido. Mientras escuchaba pacientemente la perorata de una joven “desubicada”, esa es la expresión que usaba una y otra vez, por el uso “inconsecuente” de mayúsculas, fundamentalmente en periódicos e Internet, me pedí un Uber. Inasequible al desaliento, ella me siguió a paso ligero hasta la salida de la universidad, para recalcar, una y otra vez, escandalizada, que se estaban “contraviyendo” las reglas ortográficas de la RAE, (al pronunciar este acrónimo, torcía los ojos y me miraba estupefacta) y lo que era increíble, lo que era peor… “que nadie, nadie doctor, parece hacer nada al respecto”.
Creo que apesadumbrado por la gravedad de la denuncia que se me acababa de trasladar, el trayecto hasta el bulevar Oscar Flores, en Ciudad Juárez, se me atragantó. Tuve que esperar a estar cómodamente instalado en el bus que me llevaría a Chihuahua para sentirme mejor. La idea de que mi buen amigo Otto me estaba esperando al final del trayecto, me reconfortaba. La excusa no era otra que la de que íbamos a rematar definitivamente un proyecto literario al que llevábamos dándole vueltas varios meses y merced a él disfrutaríamos de un par de días alejados de nuestras obligaciones.
Octavio Trejo, al que yo conocí como Otto cuando recién egresados coincidimos en Ciudad Juárez para trabajar en El Diario, yo en la sección “El Paso” y él en “Cultura”, seguía siendo y seguirá siendo siempre, para mí, “Otto”, pese a que, definitivamente, hoy se ha ganado el apelativo de Doctor Trejo, prestigioso catedrático de letras en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Para esta ocasión, para este corto fin de semana, me había pertrechado con una pequeña mochila. Había metido en ella un par de mudas de ropa interior, varios pares de calcetines y tres camisas que, a estas alturas del camino, me temía, formarían un amasijo de prendas arrugadas. Coronando el morral, había colocado un libro que Octavio me había recomendado y que, “si me parecía bien”, debía reseñar. El libro, Como una piedra roja en la ventana, recogía el último poemario de Julio Eutiquio Sarabia.
Hemos echado a andar lo que sabemos
con la torpeza de los principiantes.
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A las 5.10 en punto el bus me dejó en la terminal Pistolas Meneses. Otto me esperaba recostado sobre el inmaculado color ónix de su Vocho del 92, equipado, como a él le gustaba recordarme siempre, “con un potente estéreo Grunding”. En su imponente figura, como siempre, deslumbraba una enorme sonrisa y un descomunal sombrero texano.
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Como el dibujo de un bisonte
donde no cabe un alfiler.
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—Tendrás hambre, ¿no? Te veo flaco y mugriento — Fueron sus primeras palabras.
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No me dio tiempo a responder. Mientras me sentaba en el asiento del copiloto oí sus gruñidos al acomodar su exuberante humanidad dentro del escarabajo.
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—Todavía estoy salivando. Al pasar por Juárez, el “olorcito” a carne seca con chile colorado y a machaca con huevo, me ha saturado los senos esfenoidales … ¿Qué te parece si…?
—¡Vamos allá, cabrón! – Absolutamente feliz, me adelanté a su sugerencia.
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… claveles a lo largo del camino.
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Dos horas después y tras haber dado cuenta de una pantagruélica pitanza a base de caldo de oso, puchero de res, burritos, chorizo serrano, calabacitas con queso, carne asada al carbón… -bien aderezado todo esto con un par de botellas Gran Reserva, Medalla Real, de vino tinto chileno del Alto Jahuel- y una vez dejada atrás la etapa inicial de nuestro reencuentro, la imprescindible puesta al día, nos pusimos a divagar. En un momento dado, a contra pelo de rememoraciones, carcajadas y pausados y delictuosos tragos, mi amigo me preguntó sobre el libro de poesía de Sarabia.
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—Lo he leído— le confesé yo—pero, si he de serte sincero te diré que no acabo de encontrar, todavía, el modo de entablar un diálogo fructífero con ese poemario.
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Como si no me hubiese oído, Otto me insistió provocando de modo involuntario un intercambio dialéctico que intentaré transcribir, a continuación, sobre el tema siempre interminable y recurrente de cómo cabe, si es que cabe, interpretarse la poesía.
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Alzando su copa con gesto amistoso, mi amigo me miró con sus negrísimos ojos achispados.
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—¿Estás o no estás trabajando en la reseña? No es que tenga urgencia alguna. Es más bien… curiosidad… Me interesa muuucho — estiró exageradamente el adjetivo indefinido – … saber cómo interpretas tú esa obra…
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—Interpretar… — Instalado en la misma nube desde la que acababa de dispararme mi amigo, pregunté yo a mi vez o, quizá, respondí… — ¿interpretar…? ¿A qué te refieres, Otto? Interpretar ¿para quién? ¿Para el autor, para el reseñista? Si me pongo a ello es porque tú me lo has pedido. Creo que a estas alturas está de más entrar en la sempiterna monserga, en la indiscutible premisa de que los libros de poesía solo interesan, si es que realmente podemos afirmar tal “boutade”, en el momento en el que se publican. Es decir, cuando aparecen y cuando alguien, muy poca gente, por cierto, los lee… Luego, en la mayoría de los casos, como es bien sabido, su recorrido se limitará a pasar a las manos de los eruditos para que ellos, o sea, nosotros, cumplamos con nuestro papel de sepultureros y los enterramos en alguna biblioteca. Solamente aquellos que, excepcionalmente, son sometidos a una disección acorde con nuestra “docta percepción”, pueden considerarse como afortunados… ¿Merece la pena? ¡Ah, efímera fortuna!
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—No seas pendejo – me cortó Otto — ¿A qué viene esta disquisición? Olvídate del “valor” de la poesía y cumple con tu trabajo, cabrón. “Interpreta”, o sea, determina el valor, si lo tiene, del poemario… Destaca, expón sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, los elementos decisivos que lo conforman… Eso es todo.
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—Ya, ya… Perfecto, todo eso que me dices está muy bien… — Con manifiesto desdén e impaciencia encadené sus palabras con un tono de voz manifiestamente burlón y sarcástico – pero no-me-re-ci-tes- bla-bla-bla- el-va-de-mé-cum-a-ca-dé-mi-co: coméntese cuáles son las influencias, inclúyase circuito de referencias que lo inserten convenientemente en una tradición… explíquese el contexto histórico, literario, artístico… bla-bla-bla, Otto, bla-bla-bla…
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—Alto, alto ahí… hermano. No me seas pendejo. ¿Pero de qué me hablas? Nadie te pide que uses ningún vademécum, carajo, te estoy diciendo solamente que utilices algo tan sencillo como la simplificación. ¿En qué consiste el trabajo del reseñista? ¿A qué se enfrenta? No es tan complicado… es más, creo que es algo… yo diría, tedioso, sencillo, casi automático. Tienes, tenemos aquí, por una parte, el lenguaje conceptual, que es el que utilizamos en formas de expresión múltiples, pero directas, y que nos sirve para expresar cuanto podamos imaginar… Y por otra parte, luego, tenemos … ¿Qué tenemos, por otra parte, carajo? Pues, pues… todo lo demás…. La sustancia, lo inefable, lo inconmensurable, lo intuido, es decir… chin-chin… el po-e-ma. El poeta, y ahí está lo que buscas, lo que buscamos, siempre recurre a fórmulas indirectas de expresión. Señálalas, regístralas, muéstralas…
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El ladrillo entre tus manos
no constituye una casa todavía.
Es indispensable la mirada
para que comiencen
a crecer los muros.
También es necesario el hueco
por donde puedan escapar
los monstruos que soñamos.
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—Magnífico— intenté responderle, siguiendo el hilo que acababa de lanzarme —Pero, si nos ponemos a ello tendremos que ser cuidadosos, ¿no? No nos viene mal que, para empezar, como ya hacía Cernuda, nos preguntemos si el poeta nos está ofreciendo la palabra directa de un pensamiento o meras asociaciones imaginativas. Austeridad o redundancia. Mesura o desmesura. O que, a continuación, determinemos… y esto lo digo yo, que no es poeta quien escribe poemas sino quien tiene la intuición y la maestría de entregarnos lo abstracto a través de lo concreto, lo universal a través de lo singular. Aquel que consigue, cuando lo leemos, que seamos capaces de penetrar el muro intangible de lo abstracto, lo universal, aquello que nos permite vislumbrar la “esencia”, esa nebulosa que permanece oculta, y que nosotros, por nosotros mismos somos incapaces de discernir. Este es mi punto, Otto, y en él estoy. No voy a despegar hasta que encuentre esa línea de separación que señala al embaucador, al ocultista, al charlatán… del poeta… El canon está, cada vez, más borroso.
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—Joder, mierda, se me ocurre decirte – de pronto, Otto me observó con mirada de asombro – y no sé si te estás dando cuenta, que esta palabrería tuya, tensión y claroscuro, artificio, esteticismo que se aleja de la vida… no es más que una excusa para cargarte el Barroco. ¿Te das cuenta…?
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—¿El Barroco…? ¿Estás seguro? ¿Por qué? Góngora, que se siente desengañado del mundo que le rodea, aborrece de los sentimientos y de las pasiones mundanas y se refugia en la naturaleza, en un mundo absolutamente exterior, externo, que es para él más real que el universo de los deseos. Y gracias a él nos llega, tangible, desmenuzado, un plano superior, de sensibilidad, en el que las palabras son la única metáfora de la realidad. Yo no reniego, en absoluto, de la representación gongorina del… Pero bueno – corté bruscamente mis reflexiones – ¿Qué tiene esto que ver con lo que acabo de decirte…?
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Como una piedra roja en la ventana
donde no hay ventanas
ni alfileres
ni bisontes
ni pronombres
ni zapatos
sino vasijas fúnebres
que atestiguan la herencia de los muertos.
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–Dale, tienes razón, hermano – concedió Otto – Nos estamos yendo por las nubes. Baja, pues. Bajemos aquí… Aquí mismo, donde estamos. Paladea el vino que tienes en la copa. Abre el libro. Saborea los elementos de la obra que te parecen relevantes. Escoge…Tema, forma. Contexto literario, histórico, social… ¿Qué aporta, que nos ofrece según tu entendimiento, según tu sensibilidad?
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Caminas buscando la piedra que te auxilie
a ras de la boñiga.
A la hora en que tropiezas,
juntamente maldices brizna y bruma.
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—Hay autores —insistí yo tratando de retomar el hilo de la conversación — que, como bien advertía Salinas son crípticos, difíciles de conocer, apartados de cuanto nos rodea, ensimismados. Una especie de ermitaños que se encierran en su jardín con las “abejas de su poesía” y cultivan una miel que es alimento y polen de y para sí mismos…
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No es árido esto que lees
aunque a menudo trastabilles
con las piedras
arrojadas al tanteo.
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—Ahí está, ahí lo tienes… — Otto, estaba empezando a impacientarse y aporreó la mesa con los nudillos. Su copa, a punto de volcarse, salpicó el blanco mantel de papel — Déjate de pendejadas. De la misma forma que, como acabas de decirme, la poesía puede cruzar el mundo contextual y puede renunciar a ser espejo de las circunstancias sociales, políticas e históricas de la contemporaneidad, tú, el transductor puedes, igualmente… no, oh no, no es que puedes, es que debes marcar “lecturas” nuevas, posibles, de acuerdo con tus propias expectativas, con tus paradigmas críticos, literarios, personales… Y si no es el caso, entonces… ¡dale, dale… manifiesta tus reservas o tu desconfianza…! Muestra a carne viva tu desdén, tu menosprecio. Desvela las fórmulas que consideras huecas, ociosas, aquellas que se desvinculen de los paradigmas estéticos que tú profesas…
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No me pregunten si voy
porque ninguna parte estimo la llegada.
No me pregunten si vengo
porque dudo de cualquier salida.
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—Ahora sí, — corroboré yo al fin — Creo que estamos empezando a ponernos de acuerdo. Cualquier discurso crítico, para ser consecuente, y dado que se permite formular juicios acerca del valor de una obra, debería, ¿no te parece?, explicitar los criterios de interpretación y justificar metodológicamente sus juicios.
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¿Habrán visto desde fuera
el vacío al que le hablabas?
¿Habrán observado el camino
por donde aparecen los fantasmas?
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—De todas formas, querido amigo, que no se nos olvide que el crítico contemporáneo — sentenció Otto con un guiño— lo tiene fácil. Hasta hace bien poco, es decir, pongamos hasta el pasado siglo, el discurso crítico evaluaba, ofrecía un veredicto y el veredicto estaba basado en las cualidades estéticas, o en la ausencia de estas, mientras que la crítica posmoderna ha establecido un nuevo criterio, un nuevo paradigma interpretativo que tiene que ver con lo que podemos denominar “la categoría social” o, si lo prefieres, “el gusto social”. ¿Y qué coño es eso del “gusto social”? Pues ni más ni menos que aquel que determinan “los especialistas”, aquel que prescribe como “bueno” o como “malo” cuanto esté de acuerdo con sus “preferencias”, es decir, con nuestro “gusto”.
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De nuevo lanzas una recta,
que es curva entre tú y yo,
porque no sabes si vengo
o sólo voy con una bolsa
donde arracimo los despojos
que deja el mar tras la marea.
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—¡Híjole! — Con un vago gesto intenté corroborar las últimas palabras de mi amigo – Francamente, no sé si te estoy siguiendo, Otto, o te he perdido. Pero te confesaré algo: también yo me he bajado de ese burro. Y ahí me tienes, intentando discernir la naturaleza de mi problema, la reticencia que me paraliza. Cuando se me viene encima la reciente crítica literaria posmoderna me da la impresión de que también yo pertenezco a esa banda y que también yo estoy penetrando en la cueva de Alí Babá. Y me aterro, y me paralizo porque, si algo he terminado aborreciendo, es a los actuales críticos “profesionales”, “oficiales”. ¿Qué diferencia, verdad, con aquello que nos legaron Keats, Coleridge, Eliot…? Permíteme un momento.
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Alargué la mano y abrí mi mochila. Saqué el libro de Sarabia extrayendo de su interior varios folios plegados y manuscritos. Elegí uno de ellos y continué.
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—Aquí tengo algunas anotaciones que podrían servirme de guía para la reseña que me pediste. “Tal como las leyes de la química deben ser establecidas por un químico y las de la astronomía o la fisiología han de ser trazadas por un astrónomo o un fisiólogo, las leyes de la poesía nunca serán justas si no son elaboradas por los poetas” (Vicente Huidobro). Este —afirmé— y no otro, es mi veredicto. El poema, si deslumbra, tendrá un valor polisémico, de chispa, de mecha, capaz de detonar en el lector la experiencia de creador, de vidente, transformándolo en receptor de un diálogo que excede a la palabra y a la intención del propio autor. Me sirve aquí -abrí el libro de Sarabia y leí las siguientes estrofas en la página 39.
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Si quisiera ascender una montaña
tendría que preguntar por el camino.
No se me malinterprete en esta hora:
entiendo la música como misión
pero la brújula es desconocida para mí.
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Dos días más tarde, cómodamente instalado en el bus que me llevaba de regreso a casa, empecé a regurgitar, de forma inopinada y con creciente desasosiego, el intercambio dialéctico que había mantenido con mi amigo Otto. Me di cuenta en seguida que la papilla crítica que había estado ingiriendo año tras año, dentro de la más estricta ortodoxia académica, no servía sino para poner límites a mi intuición y que, en definitiva, me estaba intoxicando. Abrí la ventanilla sobre la que estaba apoyado y sobre la que parecían tamborilear mis pensamientos. Saqué la cabeza y dejé que el aire fresco de la mañana golpease mi rostro. Casi sin esfuerzo se me avino una arcada detrás de otra. Finalmente, con alivio vomité una pasta infecta y obtusa. De forma fulminante, la náusea que me aquejaba, la desazón del historiógrafo, del erudito de la literatura, desapareció. Acto seguido, ligero y fresco, respiré profundamente y saqué de mi mochila el poemario de Sarabia. Lo releí. Lo releí una, dos veces. Con plenitud, con intensidad, con avidez, buceé en cada una de sus páginas. Busqué aquellas palabras que, como dice Paz, “tienen peso, color, sabor y olor”.
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Sabemos por el árbol
que la flor rueda
apenas la roza
el viento.
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Y al hacerlo, volví a darme de bruces con unos versos que antes me habían pasado desapercibidos y que ahora resonaban especialmente en mi interior: “Está escrito que se borre”. Lo supe de inmediato. “El escrito debe de borrarse”. Había iniciado mi reseña. “Borre este escrito”. “Que se borre”. “¡Bórrese!
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La Herradura, Granada (junio de 2023).
Enrique Contreras Martínez. Español (malagueño). Licenciado en Filología Inglesa y Doctor en Filología Española. Ha sido profesor de inglés en centros públicos de enseñanza secundaria. 1988 – 2020 residente en EE.UU. (California y Texas) donde participó activamente en la enseñanza, divulgación y promoción del español. Director de la revista De par en par, publicación con materiales didácticos para la enseñanza del español en Estados Unidos. Asesor lingüístico de la Embajada de España en California y Texas. Profesor adjunto en UTPB (University of Texas of the Permian Basin).
Free-lance articulista en periódicos españoles y estadounidenses. Colaborador de la revista de poesía Litoral y Sapos y culebras, entre otras. En 2018 Ediciones Eón publicó en México Poemas a Clara. Pendiente de publicación una antología de su obra poética Todos los días son pájaros.
Enrique Contreras Martínez.