El deseo es una lámpara que no alumbra (Selección)
Juventud,
cinta de celuloide erosionado.
Aurora Luque
De tanto tallarlos, se me han gastado los dientes
primero descubrí que morderme los labios me tranquilizaba en los días de lluvia
(en ese tiempo no conocía el café pero sí la tristeza,
viajaba en camión todos los días y vagaba en el centro de una ciudad
que de mucho andar terminé por perder)
luego comencé a tallarme los dientes en la tarde,
al amanecer, a todas horas
contra lo que esperaba,
mientras más intentaba calmar mi ansiedad menos lo conseguía
y más adelgazaba por dentro
lo intenté todo: matar moscas, subir cuestas, fumar más, fumar menos,
amar a la gente, salir de casa, odiar a la gente, encerrarme en casa
imaginaba que me iba lejos, que alcanzaba el nirvana,
que las plantas no crecían,
que el invierno era una sola estación intensa con un sol desolado a veces oscuro
casi siempre oscuramente desolador
después de mucho volví a soñar grandes cuervos metálicos
hurgando el cielo, rasgándolo, trazando círculos
en las corrientes templadas de mi ansiedad que se tornaba cada día más profunda
se me comenzó a caer el pelo, se me dobló la espalda,
se me volvió más turbia la vista
fui a ver al odontólogo,
que llamó dermatofagia a mi manía de comerme los pellejos de la boca
y me recetó una guarda de plástico que no usé
porque ya me había acostumbrado a devorarme a mí mismo
y aún así pensaba que era absolutamente dichoso:
hay algo placentero en el dolor permanente,
el dolor que se vuelve parte de nosotros, un fantasma nuestro,
un parásito al que necesitamos para existir
años más tarde me fui de la ciudad
y aunque jamás regresé tampoco dejé de tallarme los dientes
quizá para recordarla cada vez que me asomo al espejo y veo mis incisivos
tan gastados como el color de esas viejas y melodramáticas películas
que todavía frecuento con una tórrida mezcla de placer y rechazo.
***
De noche también me visitan el dolor de cuello,
la inflamación y la artrosis en los cartílagos y las vértebras
que con los años se me han curvado más,
articulaciones del vacío, planetas en colisión,
supernovas enanas blancas soles que irradian dolor
hacia la cabeza ojos la espalda
la cadera anquilosada cuerpo roto
vencido expuesto
a torbellinos huracanes tormentas de fuego
o la mano de dios iluminando el cielo, anunciando la lluvia,
el relámpago en el hemisferio derecho
a punto de explotar pájaros mariposas nocturnas
y yo quiero salir de mí mismo por la puerta del cuerpo
y decir amor espanto tristeza olvido,
todas esas palabras en fin que vertebran mi dolor
y no me dejan dormir, cerrar los ojos,
imaginar el paraíso perdido.
***
El dolor es una estrella en expansión
juega a salir de sí mismo todos los días,
casi siempre por la noche, en la cama,
cuando recuerdo a la gente que me visita en la oficina
pero también los trabajos aplazados,
las gráficas que debo revisar
el dolor entonces tiene vida propia,
se estira liga infinita estallido que da lugar
a un sistema lleno de planetas
que recorren mi cuello y mi espalda sin cesar dando vueltas
en el espacio exterior de mi cabeza
a menudo llena de asteroides cometas polvo
en medio de la cefalea cervicogénica
según la llama mi terapeuta siempre sonriente
o agujero negro según yo región infinita llena de universo
donde también existe una concentración [de masa]
elevada densa como para generar un campo gravitatorio capaz de suspender
piedras moscas veleros nubes incluso este poema
pero jamás el dolor que llega hasta la muela
de mi hemisferio derecho
luz del primer estallido de la infancia del mundo
—mi mundo.
***
Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas.
Augusto Monterroso
El vuelo metafísico de una mosca y sus saltos por el escritorio:
qué maravilla del equilibrismo,
qué verticalidad su ascenso siempre meditado hacia el techo
la mosca da vueltas si se queda atrapada en la cortina o detrás de la ventana:
un mínimo torrente y su sistema de vuelo es capaz de cambiar el destino,
mover planetas o escribir los versos más tristes esta noche
cuando la mosca recibe el fogonazo de la computadora
o el aire le da de lleno en los élitros transparentes,
veo de inmediato cómo se arroja a la corriente más cercana
y desafía las leyes de gravedad que me atan a la silla
entonces se posa sobre los estantes,
frota maniáticamente sus patas llenas
de terminaciones nerviosas,
y se ríe de mí.
***
Yo escribo los guarismos que me dicta la mosca
cuando se posa en el teclado:
descubro islas litorales finas líneas en fuga saltando de dos en dos por el acantilado
de la pantalla blanca el cursor titilando la mosca hilando filigrana
en su mediovuelo a ras del estanque con lotos
caballito del diablo driblando en la superficie muerta
entre la niebla del verso impostado partido en su curva
trazando una espiral en mi oreja su música callada
hago una pausa, escucho a la mosca que dice
no desesperes ni reniegues de tus altos vuelos
pues más fuerte es el golpe en tanto más te elevas pero más placentero
también el viaje la caída el azoro la desmemoria
el frío cuando tu cabeza rebota en el pavimento
por último escribo cuestas ríos aldeas
versos ebrios de Li Po: la estilográfica
el puntero subiendo
bajando el pincel jardines palacios
puentes que cruzo dejando la infancia
el viento helado en el rostro: este cuaderno de tan nevado oscuro.
***
Me niego a decir la palabra noche por pudor
para no decir muerte socavón caja
no la digo para no sentirme melancólico
ni repetir lo que el invierno me revela en sus misterios,
mucho menos para evitar una letanía que me lleve a ella para siempre
tampoco se me ocurre imaginarla para evitar los paréntesis
siempre necesarios cuando se trata de evitar las nubes que dificultan el vuelo
verla, ni pensarlo porque la noche es como una isla
pero más grande y sin agua
en cualquier caso, evito escribirla leerla
hacerla sonar profunda inmanente taza de café para escribir versos
cuando la escucho,
la envío a otra noche para que no salga jamás de su agujero
si viene en forma de lluvia, la seco
si se me pone enfrente, la tacho
y si se me ocurre sentirla, le recuerdo a la muy oscura
que siempre habrá más metafísica en el vuelo de una mosca.
Ignacio Ruiz-Pérez (1976) es autor de los ensayos Lecturas y diversiones (2008) y Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra (2009 y 2011). En 2010 coeditó Independencias, revoluciones y revelaciones: doscientos años de literatura mexicana, y en 2018 dio a conocer la Antología del ensayo moderno en Chiapas. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el IX Premio Mesoamericano de Poesía “Luis Cardoza y Aragón” por Notas manuscritas llenas de incógnitas (2014), el XIV Premio Internacional de Poesía “León Felipe” por Libro de la ceniza (2016) y el Premio Nacional de Poesía de la UAS por El deseo es una lámpara que no alumbra (2020). Su obra ha sido recientemente traducida al inglés por Deep Vellum.