Giovana Suárez Ortiz
Universidad de San Buenaventura (Bogotá).
Resumen
A través del análisis de textos publicados en revistas, diarios locales y de circulación nacional en Colombia durante los años veinte del siglo pasado, este artículo muestra el modo en que se le asignó a las mujeres el espacio privado como único lugar de acción posible. A pesar de esa asignación y de su respectiva asociación con categorías como cuidadora-madre-virtuosa se muestra, también, que la aceptación por parte de las mujeres a tal confinamiento sirvió, paradójicamente, para que ellas llevaran a cabo acciones concretas (resistencias activas) en el espacio público.
Palabras clave: mujeres, años veinte, beneficencia social, ascética femenina.
Abstract
Through the analysis of texts in both locally and nationally published magazines and newspapers during the 1920s in Colombia, this article shows how women were assigned the private sphere as their only possible space of action. Despite this imposition and the correspondent models of conduct that came with this —as care-givers, mothers and virtuous, Mary-like women—, the acceptance of this reclusion to the private sphere by Colombian women paradoxically served them to carry out concrete actions (active resistances) within the public spheres.
Keywords: women, 1920s, social welfare, asceticism of femininity.
[…] las mujeres supieron apoderarse
de los espacios que se les dejaba o se les confiaba,
y desarrollar su influencia hasta
las puertas mismas del poder
(Perrot 1993).
Introducción
Uno de los debates contemporáneos en torno a las relaciones de género es la oposición público/privado. Esta oposición debe entenderse en el marco de la discusión acerca de la correspondencia o no de cada una de sus partes con la dicotomía de géneros hombre/mujer. A pesar de que había una esencialización del discurso sobre las mujeres que las confinaba a lugares considerados “privados” como el hogar, en los años veinte del siglo XX las mujeres colombianas transitaron de la esfera privada hacia la esfera pública para intervenir en la producción de conocimiento (un conocimiento en torno a la pobreza y a la salud, en el que ellas asumieron el papel de “misioneras sociales”) y extendieron su campo de acción más allá de las paredes de sus casas al asumir la misión de evangelizar, higienizar y disciplinar a las familias. Desde fuentes escritas para y por las mujeres colombianas durante el periodo de 1919-1934 este escrito muestra que la beneficencia social en Colombia fue la condición necesaria para que algunas mujeres definieran su lugar en el espacio privado y transitaran de allí al espacio público, todo ello a la luz de las siguientes preguntas: ¿cómo se construyó el modo de ser mujeres cuidadoras-madres-virtuosas dentro del discurso de la beneficencia social en Colombia? ¿Por qué el lugar de las mujeres en la beneficencia social fue la condición de posibilidad para que ellas transitaran entre lo público y lo privado?
El 15 de mayo de 1891 el papa León XIII informó sobre la situación de las clases trabajadoras en el mundo a través de la encíclica Rerum Novarum: “[…] la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda (XIII 1891)”. La Rerum Novarum afirmaba que los socialistas fomentaban el odio entre las clases menos favorecidas y la clase capitalista, y que el resultado de ese odio era el exterminio de la propiedad privada y la violencia excesiva contra los poseedores de bienes (XIII 1891); así, además de oponerse al socialismo apoyaba la propiedad privada. Como contracara de este rechazo y de la evidente consolidación de la fuerza obrera, León XIII comprometió a la Iglesia con el apoyo a los obreros para que fundaran organizaciones conjuntas con el fin de reclamar unas condiciones laborales y salariales dignas, y frenar la consolidación de grupos obreros que estuvieran en contra de sus patronos.
Esta preocupación del mundo católico no era nueva: a mediados del siglo XIX habían surgido iniciativas católicas para este fin, como la Acción Católica Social,[1] asociación de laicos fundada en Europa, que a pesar de los esfuerzos que el mismo León XIII, hizo para integrar asociaciones de este tipo desde 1882 con su encíclica sobre la situación española Cum Multa,[2] carecía de unidad institucional. Para mostrar su compromiso con la fuerza obrera en el mundo y combatir la influencia del socialismo en Latinoamérica la Iglesia católica envía a Colombia en 1910 al padre jesuita José María Campoamor,[3] quien no tardó en darse cuenta, de que el catolicismo no debía preocuparse por la influencia del socialismo en Colombia, al menos en el caso de Bogotá, debido a que la escasa industrialización hacía que el sector obrero fuera aún pequeño, todavía lejos de las formas de organización que alcanzarían en los años veinte (Botero Londoño y Alberto 1994, 14). En lugar de asociaciones obreras, el grueso de la población productiva era artesana.[4]
A la llegada de Campoamor a Colombia ya existían instituciones de beneficencia que ayudaban a la población empobrecida de algunas de las grandes urbes, pero no se habían instituido aún asociaciones de Acción Católica en Bogotá.[5] En aquel entonces en Colombia la beneficencia se practicaba de dos modos distintos: caridad y filantropía. De un lado, estaban Las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul,[6] en su mayoría extranjeras, que hicieron honor a su nombre a través de una actividad anónima y directa de ayuda a las personas empobrecidas en nombre de la Iglesia. De otro lado, se encontraban los hombres ilustres de la Asociación de San Vicente de Paúl; ellos practicaron la beneficencia a través de la filantropía, actividad de “personas que daban dinero o algún tipo de ayuda para el socorro de los necesitados, pero sin que esa ayuda diese lugar a ninguna participación directa de las actividades que económicamente se apoyaban” (Castro, 2007, pág. 159).[7]
Los miembros de la Asociación de San Vicente de Paúl acogieron a Campoamor, quien no tenía intenciones de convertirse en filántropo. Su interés estaba centrado en solidificar la caridad. Su tarea, conforme a su condición de miembro de la Iglesia católica, consistió en ayudar a las personas empobrecidas, en ser director espiritual de los feligreses y en ofrecerles dirección moral.
De acuerdo con estos objetivos, Campoamor fundó en 1913 el Círculo de Obreros y, en 1915, su filial femenina Las Marías; dos instituciones que tuvieron como finalidad mejorar las condiciones de vida de la clase obrera de las ciudades (especialmente en Bogotá) —Círculo de Obreros— y ayudar a las niñas huérfanas y empobrecidas que llegaban del campo a la ciudad —Las Marías—. En síntesis, ambas instituciones promovieron un modelo de vida acorde con el cristianismo que consistió tanto en la promoción de una vida donde no hubiera lugar para los vicios y las malas costumbres, como en la adquisición de buenos hábitos de higiene, de ahorro y de fidelidad religiosa (Londoño y Restrepo 1995, 15-16). Tanto Las Marías como el Círculo de Obreros ofrecieron un trato especial a las mujeres para, entre otras razones, salvaguardar la virtud femenina e instruir y apoyar a aquellas que no tenían a quien acudir (De Zuleta 1996, 423).
El interés de Campoamor por la caridad y no por la filantropía puede explicar por qué la mayoría de los recursos con los que se financiaron estas fundaciones salieron de las apreciables donaciones de 97 mujeres acomodadas que posteriormente fueron conocidas como las Benefactoras.[8] María Teresa Vargas[9] y la señora Julia Restrepo de Ortiz, iniciaron las donaciones[10] con las que Campoamor fundó parte de la obra con los obreros y niños empobrecidos de la capital colombiana. Cuenta el sacerdote jesuita Manuel Briceño que —Julia Restrepo de Ortiz—, al ver a Campoamor recorrer las calles le dijo “Padre, su Reverencia necesita alimentar a estos niños, y yo deseo secundar en cuanto pueda el bien que está haciendo” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 25). Estas mujeres hicieron caridad no solo con su dinero, sino con su tiempo y ello, como se verá, en el marco de la iteración del discurso mariano.
El mencionado discurso, el marianismo, debe entenderse como una forma de constitución de la subjetividad femenina en la segunda década de la Colombia del siglo pasado. Constitución de subjetividad, o mejor, un modo de elaborar y construir un cuerpo femenino, no solo dependiente de unas creencias concretas sobre lo que era ser mujer, sino de la promoción de las mismas en discursos de diverso orden que podían salir del púlpito, de la escuela, de la familia, entre otros espacios sociales; un discurso que tuvo como modelo de mujer a la virgen María, y que como se muestra a continuación sirvió de guía a las Benefactoras.
Estas mujeres que ayudaron a Campoamor tuvieron tareas concretas asociadas con el cuidado,[11] tanto en el Círculo de Obreros como en Las Marías. La extensión de esta actividad fue la educación pues no en pocas ocasiones dictaron clases en las instituciones nombradas, como lo testimonia el relato de una integrante de Las Marías:
Yo tengo por ahí un retrato de todas: de la señora Sofía, la señora Amalia, la señora Nina que había sido la hija del presidente Reyes y todas fueron colaboradoras de aquí. Y las hijas también. Había una hija muy querida de la señora Sofía. Y ella daba clases de religión. Y en casa María Teresa había muchas profesoras, otras de sociedad, otras enseñaban modistería (Londoño y Restrepo 1995, 87).
Las Benefactoras no solo promovieron la formación y el desarrollo de las capacidades intelectuales, morales y afectivas; su actividad docente se extendió a las labores manuales y, como si fuera poco, llevaron a cabo labores administrativas[12] que iban desde la contabilidad[13] hasta la redacción de informes. Paralelamente a la beneficencia y en general a esas actividades del cuidado que llevaban a cabo en Las Marías, el grupo de las Benefactoras, dio visibilidad a su trabajo a través de artículos publicados en diferentes medios de la época. Estos llegaron incluso a tomar la forma de libros que se publicarían años más tarde contando la experiencia del trabajo en Las Marías, El padre Campoamor y su obra el Círculo de obreros de María Casas Fajardo es uno de estos.
En lo que sigue, las diversas fuentes que nos dan acceso a la labor de las Benefactoras, además de los documentos que ellas mismas produjeron, servirá para mostrar cómo algunas mujeres de la clase social alta colombiana ayudaron a difundir unos modos de ser mujer a partir de principios promovidos por el catolicismo —marianismo— y gracias al soporte institucional de la Iglesia. El análisis también visibilizará que sus acciones posibilitaron que ellas transitaran del espacio privado al espacio público.
Este escenario nos muestra a mujeres diferenciadas por su condición económica: las mujeres de clase social alta, entre las que se cuenta el grupo de las Benefactoras, y algunas mujeres empobrecidas que llegaron a instituciones como Las Marías. Estas últimas, además de alojamiento y comida, recibían instrucción religiosa, moral e intelectual y fuentes de empleo. No obstante, ambos tipos de mujeres compartían la imposibilidad de alcanzar una formación superior,[14] o de desempeñar una función diferente a la hogareña, su función social y política estaba clara: el cuidado de la casa y los hijos.
Estos elementos definitorios de su condición de mujeres se convirtieron en la vía de acceso a la vida fuera del hogar. Por ejemplo, ya para 1933 aparece en Civilización revista de ideas y de cultura[15] el artículo “La misión de la mujer moderna”, allí se nombra a la señora Carmen Archila “dama bogotana” como la mujer moderna colombiana por excelencia, una mujer que cumple con su “deber caritativo”. Enfermera graduada de la Cruz Roja Nacional y administradora de la Gota de Leche, designada por la sección de Protección Infantil del Departamento de Higiene. Sin embargo, este acceso a lo público había empezado a conquistarse tiempo atrás, cuando mujeres privilegiadas encontraron en la ayuda a personas empobrecidas una vía de acceso a otros mundos. Esta salida no es el efecto de confrontar su rol tradicional; todo lo contrario, como lo recuerda Ruskin: “En la filantropía, gestión privada de lo social, las mujeres ocupan un sitio privilegiado; “El Ángel de la casa” es también “la buena mujer que redime a los caídos”, esta actividad es una extensión de las tareas domésticas” (Perrot 1993, 462).
Parte de las restricciones sufridas por las mujeres estaba asociada con el modo en que se las encasillaba en su condición de cuidadoras. El Senador colombiano Arturo Hernández en una presentación en contra del proyecto de Ley “Fernández de Soto sobre los derechos de la mujer”, además de dar razones mostrando que las obligaciones de las mujeres estaban limitadas al hogar, puso sobre ellas todo el peso del buen funcionamiento de éste: “Y si durante la vida conyugal se llega a procedimientos diferentes de los que indican armonía y la buena marcha de los hogares, es culpa de la misma mujer que no tuvo el talento y el tacto para escoger un marido” (El proyecto sobre derecho de la mujer fracasó ayer en el Senado de manera oprobiosa. Hoy será la clausura del Senado. Los senadores Barberi y Arturo Hernández atacarón el proyecto con las razones más estrafalarias. Se desintegró el quorum 1928, 2).
El Vaticano hacía lo propio en relación con la limitación de las actividades de las mujeres y su naturalización en el hogar: “[…] hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la prosperidad de la familia” (XIII 1891, 31). Asociada con el Estado, la Iglesia reforzó este modo de ser mujeres: los feligreses no solo recibieron la difusión de estos modos de ser a través de los diarios religiosos locales, revistas y diarios no religiosos de circulación nacional, sino también a través del culto.
La educación que recibían las mujeres tanto en sus casas como en los limitados espacios de formación donde tenían acceso, fue otro medio de difusión de la imagen de mujer cuidadora; una educación con un importante componente religioso. Luego de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), se emitieron en Colombia una serie de leyes que tenían el fin de organizar la administración pública en el país. Dentro de esas leyes está la ley 39 de 1903 reglamentada por el decreto 491 de 1904, la cual estipulaba que la educación en el país debía estar regida por los cánones de la religión católica y que la educación primaria debería ser gratuita pero no obligatoria. El artículo 12 de la constitución nacional de entonces lo confirma (promulgada en 1886 e inmediatamente seguida de la firma de un Concordato):
[…] la educación e instrucción pública en universidades, colegios y escuelas deberá organizarse y dirigirse en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica. En esos centros será obligatoria la enseñanza religiosa y la observancia de las correspondientes prácticas piadosas. […] el artículo 3 otorga a los obispos el derecho a inspeccionar y elegir los textos de religión y moral. (González González 1939).
El púlpito y la legislación no fueron los únicos medios para promover la figura de la mujer en el hogar, publicaciones hechas por mujeres como el Tratado sobre economía doméstica para el uso de las madres de familia i de las amas de casa de María Josefa Acevedo de Gómez contribuyeron también. En el capítulo I titulado “de la economía del tiempo” se afirma:
Las mujeres para quienes escribo, tienen el deber de oír la misa en el templo más inmediato, de enseñar a los suyos la religión del Evangelio, de presidir las oraciones diarias con que una familia cristiana debe comenzar y concluir el día, de confesarse y comulgar cuando lo manda la iglesia, y de consagrarse de resto al exacto cumplimiento de los deberes de su estado (Acevedo de Gómez 1848, 10).
Como si no fuera suficiente, en la publicidad de la época o en las secciones de la prensa dirigidas al público femenino se encuentran imágenes de mujeres dándole de comer a sus bebes, o frases como: “¡Cuanto agrada la joven siempre que posea el carácter dulce y mortificado! Es el mejor adorno, la más grande, más sublime, la más bella prenda a que podemos aspirar” (Treelles 1931, 803), “Ensalzad un poco la virtud, la maternidad, los deberes de la mujer. Tal vez de tanto machacar sobre estos puntos se logre persuadir a las cabezas de pájaro de las señoritas de hoy” (Miau 1932, 930). No es extraño que un artículo de la revista Hogar muestre la fuerte influencia del discurso católico en las publicaciones de circulación nacional dirigidas al público femenino. En otro artículo del 14 de febrero de 1926 titulado “La caridad”, de la sección “La educación de los hijos” en la misma revista Hogar, Madame Daudet dice que la caridad es una actitud constitutiva de la mujer: Actitud que “[…] como la religión; no es un conocimiento aparte, no se hace una hora de caridad semanal, ni aun cinco minutos diarios, es necesario que en toda oración se manifieste, ya en la actitud generosa, ya en un ligero sacrificio […] en un silencio” (Daudet 1926, 2). Las mujeres desde el hogar, en sus espacios propios deben no solo impartir la caridad con el ejercicio constante y cotidiano, como lo expresa la autora del artículo citado, si no, hacer de esta un aprendizaje que los hijos deben recibir de ella:
[…] Una jovencita de quince o dieciséis años, puede y debe acompañar a su madre, en sus visitas a los pobres. Debe ver por sus propios ojos la desnudez de ciertos hogares, darse cuenta de la miseria increíble de los desheredados de la suerte, ponerse en contacto con las penas y los sacrificios de los demás, a fin de llegar a ser más compasiva, más indulgente, más generosa (Daudet 1926, 2).
Son incontables los ejemplos que muestran la imagen de las mujeres atadas a lo doméstico que circula uniformemente por ámbitos tan disímiles como las instituciones del Estado, la Iglesia, los medios impresos y los centros de enseñanza y el hogar. No parece difícil probar que la figura de la mujer cuidadora llegaba a manos de las mujeres. Ir a misa era una práctica ampliamente extendida, la enseñanza, poca o mucha, igualmente fue recibida por las mujeres, bien por educación formal, bien por los centros de beneficencia. Además, al menos en lo que se refiere a artículos como el citado, se evidencia a qué público van dirigidos: a las mujeres de la clase alta colombiana. No solo por la referencia de la visita a las personas empobrecidas sino también porque en esas revistas se ofrecen productos de consumo exclusivo, se promociona la ropa que se debe usar según la estación del año, se invita a que ellas tomen clases de conducción[16] en las secciones publicitarias. La recurrencia al tema de la generosidad de las mujeres en la educación como medio para ser una persona misericordiosa, y sus actividades en el hogar como su único lugar posible de accionar, afianzó los modos de ser caritativa. La conjunción de espacios consolidó una imagen de mujer cuidadora asociada a la caridad, al hogar, a sus hijos y a su marido. Las mujeres que esperaba tener el país, como apareció citado en el artículo “El civismo en la mujer” de la Revista Femenina de Barranquilla:
La mujer como madre, es la llamada a inculcar en el corazón de sus hijos el amor por la patria, el respeto que deben todos en todos los actos cívicos, el valor por su defensa. […] es deber de la madre enseñar a balbucear la oración cotidiana para pedir a Dios el pan de cada día y también añadirá alguna jaculatoria como esta: “Amo a mi patria”, “Dios mío protege a Colombia (X 1931, 873).
No parece probable en cambio que ese tipo de textos llegaran a las mujeres empobrecidas, o al menos no como un objeto de consumo directo. Los salarios de las mujeres que habían ingresado al mundo laboral en el periodo del que se está hablando eran bajos y, es evidente que dichas promociones no iban dirigidas a ellas. Además, el promedio de salario para los obreros en la industria en 1920, apenas alcanzaba la suma de $1,25 (el día) en el sector urbano y $1.16 en el sector agrícola.[17] Y dado que muchas de las protestas femeninas en el mundo fabril a comienzos de los años veinte se debieron, por lo general, a que ganaban menos que los hombres, se puede inferir que los costos de las revistas dirigidas al público femenino, como los periódicos con secciones para las mujeres —Cromos de 1920-1930 $0,15 centavos, El Espectador en 1924 $5 centavos, Letras y Encajes en 1932 $0,20— podían resultar excesivos (Vega Cantor 2004, 16).
A pesar de ello, basta recordar el lugar que el Estado le dio a la Iglesia tanto en el orden escolar como en la orientación de la moral ciudadana. De este modo, el Estado se convirtió en uno de los garantes de la difusión de la imagen de la mujer cuidadora, y tal imagen no tuvo problemas para aparecer con regularidad en los diarios y/o revistas de circulación nacional[18] .
Toda la información que recibían las mujeres acomodadas por revistas y otros medios era transmitida a muchas mujeres empobrecidas a través de las “visitas domiciliarias”, una de las formas en que se encarnó la caridad en Colombia: “atención directa, cuyo objetivo era conocer la situación real de una familia específica, para poder de esta forma determinar de la manera más exacta posible sus necesidades y el tipo de asistencia que se debía brindar” (Castro C 2009, 243). En el caso de las Benefactoras, apoyadas por Campoamor, se afianzó el discurso de cuidadora-madre-virtuosa por medio de aquellas visitas: “Su Reverencia [el Padre Campoamor] había insinuado a algunas de ellas cómo convenía visitar a las familias de los niños y enterarse de las necesidades morales. Las señoras podían penetrar hasta donde no es posible que pueda llegar un sacerdote (Casas Fajardo 1995, 50).
A pesar de sus disimiles lugares sociales, las Benefactoras y las mujeres beneficiadas —en adelante Las Marías— tuvieron acceso a un mismo discurso: la mujer cuidadora. Como se evidenció —en las citas de los periódicos, revistas, proyectos de ley, etc.— ser cuidadora se cultivó y se difundió como modelo. La fijación en temas en torno a lo doméstico, a la organización del hogar, la caridad y el cuidado de los otros estaba más allá de las clases sociales.
De allí que resulte razonable afirmar que a las mujeres, sin importar su clase social, se les pidió que desarrollaran valores como la caridad, el sacrificio, la castidad, el decoro femenino entre otros. Y más allá de todo eso, se exigió a las mujeres que ellas misma fueran las que se regularan para alcanzar esos valores. Las mujeres quedaban, así, como las responsables de hacer de sí mismas “unas buenas mujeres”, “unas buenas cristianas” y, por ende, unas buena marianas. Por eso, aunque la clase social a la que se pertenecía determinaba el acceso a los discursos sobre “cómo ser mujer”, estos, más allá de las clases se condensaban en una ascética de la feminidad: el discurso de mujer casta, obediente, humilde, piadosa y caritativa transcendió las clases para encontrar diferentes formas de aceptación entre buena parte de las mujeres colombianas. Así, el marianismo como una matriz transclasista[19] reducía a las mujeres al papel de cuidadoras-madres-virtuosas.
El reglamento de la comunidad semiconventual Las Marías, titulado “Nuestro modo de ser”, es un buen ejemplo de esta ascética femenina que definió los modos de ser de las mujeres en Colombia durante los años veinte. El reglamento es más que una lista de las acciones que se pueden o no se pueden hacer. El título evidencia que las mujeres de Las Marías tenían que alcanzar una condición concreta. La cual queda definida en los 21 puntos del reglamento organizados en 8 grupos. Exceptuando el primero y el último de estos grupos, ellos se redactaron en conformidad con las llamadas virtudes femeninas, las cuales definirían la “naturaleza” de Las Marías.[20] Una naturaleza que estaba sustentada en las virtudes marianas: las mujeres que ingresaban a esta fundación debían ser discretas, calladas y respetuosas, pero, sobre todo, íntegras y católicas.
El segundo grupo del reglamento (Pobreza), cuando se ocupa del trabajo en lugar de hablar de las actividades que realizan las miembros de esta organización resalta la pobreza de las obreras y subraya la importancia de un tipo definido de apariencia, en concreto del vestido, que debe mostrar su función y señalar que son trabajadoras, sin excesos de adornos, pues “[…] no sólo consume(n) la riqueza, aparta(n) el corazón de la vida cristiana y modesta” (Restrepo Mejía 1914, 86). Reforzando lo anterior el reglamento continua afirmando: […] nos gloriamos del honrado trabajo, y así lo manifestamos en nuestro vestido, que ha de tener las características de la clase obrera, realzados por el aseo, la modestia, y el perfecto arreglo sin admitir ni conatos de vanidad o lujos (Londoño y Restrepo 1995, 34).
No es el recato lo que importa señalar acá, sino el énfasis en el vestuario. María Betulia recuerda que a Campoamor no le gustaba que las mujeres usaran escotes: “Eso que le viera a uno una manga corta, mejor dicho, la manga corta no se usaba […] nada de escotes. Eso tenía uno que usar los vestidos largos” (Londoño y Restrepo 1995, 95). Hay versiones correspondientes de esta asociación del vestido y la correcta forma de ser mujer dirigidas a mujeres de la clase alta. Buena parte de las revistas consultadas[21] cuentan con una sección de moda, en la que se hace referencia al papel del vestido en la construcción de lo femenino. La Revista Hogar de 1926 en su sección “La mujer y la moda” dice:
Toda mujer que sigue las indicaciones de su modisto, viste con elegancia; la que se guía por su sola inspiración, suele equivocarse lamentablemente. […] guardando la diferencia, el modisto puede compararse al doctor que, conociendo nuestra naturaleza, ordena el régimen a seguir para conservar y lucir con todo su esplendor su belleza (Claire 1926, 10).
La comparación entre el modisto y el médico indica la importancia que se le otorga al vestuario de la mujer. Ella requiere orientación al respecto y el modisto es la persona capacitada para dar las repuestas acertadas y rápidas a los problemas de la apariencia, él trabaja con cuerpos, esculpe la forma adecuada de estos a través de la ropa. Esta preocupación por el vestuario elevada a una condición definitoria del ser mujer como parte de la ascética femenina, no se limita a una cuestión de clase social. Caso concreto de esto, aunque de signo contrario, es el artículo “La ropa interior” de 1926: “La mujer elegante cuida principalmente su ropa interior; muchas veces poseerá vestidos sencillísimos, y, no obstante, su feminidad se impondrá gracias al lujoso tocador” (La ropa interior. 1926, 9).
Podrían seguirse listando citas de este tipo,[22] que coinciden en afirmar la importancia que se le da al trabajo que la mujer hace a diario en la selección y porte de su vestuario. Y si bien este tema de la moda está atravesado por una cuestión de clase social —como puede verse en las citas, el valor que se le otorga al vestuario es diferente según el sector social al que se dirija el comentario—, usar el vestido como preocupación definitoria de la mujer es común a todas ellas. En el Obrero católico una autora, describiendo “Las jóvenes que hoy hacen falta”, asegura que: “Necesitamos jóvenes cuyo ideal no sea arrastrar por las calles la cola del vestido o mostrar impúdicas desnudeces […] Jóvenes que vistan con elegante decencia y repudien las modas necias y grotescas. Necesitamos jóvenes bondadosas, afables, […] puras y modestas […]” (Marden 1932, 4).
Hay una necesidad de promover un comportamiento pudoroso y recatado en el vestuario, se les pide a las mujeres que no usen ropa sensual y provocativa. La cita evidencia cómo el vestuario es la expresión de las mujeres en la sociedad colombiana de los años veinte, “connota el lugar que ocupan los sujetos en una cultura, si entendemos la cultura como la serie de aquellos códigos o sistemas de significación, entre los que se encuentra el vestido” (Rendón Domínguez 2004, 103). También en torno al vestido, el punto 10 del reglamento (del grupo Castidad) se ocupa de la moderación que deben tener Las Marías a la hora de vestir: […] conservamos la castidad con nuestro recato, y con la modestia de nuestro vestido, desconfiando de nosotras mismas para evitar todas las ocasiones y peligros, y confiando en la gracia de Dios que no nos ha de faltar […] (Londoño y Restrepo 1995, 34-35).
Estas citas muestran que ser recatada es la condición suficiente para conservar la castidad y que las condiciones necesarias de esa castidad son ser modestas a la hora de vestir; sin embargo, de esta acción (que es ejecutada por un ser humano) hay que desconfiar y solo dios puede iluminar a las mujeres que desconfíen de sus acciones. A través de los discursos de aquella época la castidad buscaba promover entre las mujeres una idea que se describe bien en la revista Civilización, cuando en la sección Temas femeninos a cargo de Doña Julia Amador de Castillo, se advierte que:
[…] el noviazgo es el enemigo del amor, porque estraga el corazón en juegos vanos, en disipaciones malsanas, y le imposibilita para la verdadera condición de la suerte. “Vírgenes, guardad cuidadosamente nuestro primer amor para vuestro primer marido.” Yo me permito cambiar un poco de fórmula, y os digo: “No tengáis novio nunca, hasta que estéis seguras de estar verdaderamente enamoradas y en cuanto estéis seguras de vuestro amor casaos con él (Martínez Sierra 1931, 27).
De nuevo, al igual que en el reglamento de Las Marías, la tarea recae sobre las mujeres. Ellas, al igual que cuando eligen el vestuario, deben velar por su virtud, buscar lo que les conviene y decidir el momento propicio, pero siempre en el marco de unas virtudes previamente definidas.
Esta exigencia de autocontrol se repite, aun cuando sus capacidades son desbordadas debido a su “imperfección” constitutiva. En el punto 18 (del grupo Piedad) se observa cómo la tarea vuelve a ser de las mujeres: “Si hemos de vencer nuestra debilidad, necesitamos del auxilio de Dios, que lo hemos de conseguir por la oración y por la frecuente recepción de los sacramentos” (Casas Fajardo 1995, 35). La piedad tiene una cara positiva, es decir, es una virtud activa de la ascética femenina. Ello debido a que las mujeres, gracias a esta virtud, pueden adquirir lo que les falta, pueden superar sus carencias, pero todo en el marco del catolicismo. Y si la piedad alberga una ambigüedad entre la incapacidad natural de las mujeres y las actividades que estas pueden llevar a cabo para alcanzar su naturaleza, mucho más presente está dicha ambigüedad en el caso de la mansedumbre y de la humildad. Sobre la primera, el punto 19 del reglamento de Las Marías dice:
[…] fomentar la mansedumbre de corazón que nos enseña Jesucristo, y que se manifiesta en la cortesanía, en esa bondad y dulzura tan contraria a la volubilidad de nuestro genio, y a ese mal humor más o menos acentuado que es tan común en el género humano […] Más moscas se casan con una gota de miel que con una vasija de vinagre (Casas Fajardo 1995, 36).
Mientras que en el punto 20, a propósito de la humildad, se afirma: “[…] Si nuestro corazón está enseñoreado por la vanidad y por la soberbia, cegamos, y nunca salimos de nuestra pequeñez y miseria; pero si hay en nosotras humildad, miraremos como un beneficio de Dios que nos adviertan nuestros defectos” (Casas Fajardo 1995, 36). Si bien es cierto que la palabra mansedumbre implica un grado de pasividad, no es menos cierto que en la cita se les pide a las mujeres fomentar una actitud que contradice no solo su “temperamento propio” si no la tendencia humana a la irascibilidad. La ascética femenina se confirma también desde el punto de vista de la mansedumbre, debido a que para ser mansa algo tienen que vencer las mujeres sobre sí mismas. Por su parte, en lo que se refiere a la humildad, y de nuevo en torno al tema de la apariencia física un texto publicado en el diario El amigo del pueblo del departamento del Huila el 17 de julio de 1932 dice:
Es fea cuando habla demasiado. Fea cuando ríe por ostentación. Más fea cuando se ocupa de asuntos políticos. Muchísimo más fea cuando se ocupa de criticar las vidas ajenas. Horrible cuando en la calle no observa la modestia que debe darle realce a su dignidad. Más horrible, cuando es presuntuosa y está creída que ella vale más que las demás. Espantable cuando descuida sus quehaceres domésticos para cuidar como de un ídolo, su belleza, sin acordarse de que la vida es un sueño y un apostolado (Cuando una mujer es fea 1932, 2).
Aquí la humildad les recuerda a las mujeres no descuidar sus tareas más propias (las que tienen que hacerse en el hogar) por ocuparse excesivamente de su belleza o, peor aún, asuntos que no le competen. Como lo dice el reglamento de Las Marías, la humildad consiste en saber escuchar lo que otros tienen que decir sobre la conducta propia. La ascética femenina les hablaba a mujeres sin distinción de clase social; las virtudes exigidas a las mujeres aparecen tanto en el reglamento de Las Marías como en las revistas de moda. Ese modo de ser mujer implicó, por un lado, que ellas tuvieran la fuerza para construirse por sí mismas bajo el ideal de mujer que se promovía, pero, por otro lado, dicho ideal no les daba más opciones que ser mujeres casadas.
Ser mujeres casadas. Hacia allí apuntaba la ascética femenina y, a pesar de que hay cierto grado de actividad de las mujeres para alcanzar el ideal propuesto, pues sin obtener la fuerza suficiente ellas no llegarían a tener control sobre su vida, todos los esfuerzos se limitaban a la búsqueda y conservación de un marido. En este punto coinciden incluso los intelectuales. En 1920 en los debates sobre “Los problemas de la raza en Colombia”,[23] se insistió en la necesidad del matrimonio femenino, no solamente como una cuestión relevante para cada mujer, sino ya como un problema social de amplio margen:
Quizás en un vicio educativo resida también nuestra poca nupcialidad. Acostumbrados como estamos a hacer de la mujer el blanco y el juguete de nuestros instintos sexuales, cada uno procura su perdición sin medir sus consecuencias. Sin ley ni instituciones de índole moral que la protejan, la mujer no tiene entre nosotros más defensa que su mismo hogar. Faltando éste, el medio ambiente que la rodea constituye un peligro (Muñoz Rojas 2011, 250).
El medio y estar sola constituían un riesgo, por eso las mujeres debían hacerse lo suficientemente fuertes para evitar sucumbir ante los peligros a los que se exponían fuera de casa. Peligros que menguaban con el matrimonio, institución que les brindaba un refugio y un respaldo. Pero ¿qué pasaba con aquellas que no podían casarse, que eran demasiado pobres para esperar por la llegada de un buen hombre, para mantenerse a sí mismas, para fortalecerse en las virtudes cristianas, para procurar mínimamente conservar su belleza? ¿No sería el medio demasiado hostil para ellas, no estarían condenadas por la precariedad de su vida, la escasez de sus recursos, la falta de educación? Esta pregunta ilumina el sentido al que apunta un proyecto como el de Las Marías y muestra que allí no solo se ayudaba a solucionar los problemas económicos en que se podían encontrar las mujeres más empobrecidas, ni solo se buscaba promover una actividad que le permitía a las mujeres acomodadas realizar labores del cuidado por fuera de su hogar.
No sería exagerado decir, aun cuando no aparece siquiera en el reglamento de Las Marías, que el matrimonio fue uno de los ejes de esta filial del Círculo de Obreros. Y esto no solamente desde el punto de vista de las beneficiarias del equipo de Campoamor, sino desde las Benefactoras mismas. Para estas últimas, parte de los resultados alcanzados se resumían en lograr que las personas empobrecidas que allí llegaban pudieran “salir del pecado”, y para ello ofrecían su ayuda como mediadoras:
Hace cinco años lo recordamos muy bien, llegaron al sitio de nuestro trabajo dos señoras; con mucho interés nos exhortaron a dejar la mala vida y nos ofrecieron ayudarnos con lo que fuera necesario para salvar nuestras almas y dignificarnos por medio del matrimonio […] Ahora estamos todos resueltos a seguir sus consejos, y queremos que ellas vuelvan a visitarnos…” (Casas Fajardo 1995, 53).
Las diversas acciones en torno a la beneficencia entendida como caridad que llevaban a cabo mujeres de la clase alta colombiana como María Casas (Mujer soltera, colaboradora de Campoamor desde el inicio de sus obras), es una muestra de cómo durante la década de los años veinte este tipo de mujeres alcanzaron un lugar importante en la sociedad: llegar a las casas de las personas empobrecidas a decirles cómo debían tratar la comida, educar a sus hijos, comportarse con sus parejas, etc.
La difusión de este modo de ser mujer lleva inserto, además, un discurso higienista que contribuyó a cambiar las costumbres de muchos de los obreros que llegaban a la capital colombiana. La asistencia que prestaban aquellas mujeres contribuyó a la construcción de “un mejor país” y no fue reconocida durante los debates en torno a la raza, ni en la literatura reciente. Como se ha podido verificar en las fuentes consultadas, cuando se habla de las visitas domiciliarias, se dice que fueron inicialmente coordinadas por algunos hombres laicos de la clase alta colombiana que hacían parte de la Sociedad de San Vicente de Paúl y por algunas de las Hermanas de la Caridad, y gradualmente, gracias a la intervención del padre Campoamor, esta actividad pasó a ser mayoritariamente de mujeres laicas acomodadas, al menos en lo que se refiere a Bogotá, y lentamente se fue extendiendo a otras ciudades del país. La apropiación de las labores de beneficencia por parte de mujeres como las Benefactoras hizo que el discurso divulgado por la Iglesia, al ser respaldado por el Estado produjera adhesión incondicional: la mujer en el hogar que extiende sus actividades de cuidado a la calle afianza un modo de ser mujer.[24] En suma, si la acción caritativa es el obrar de todo buen cristiano, en Colombia en los años veinte fue algo que les competía sobre todo a las mujeres, ellas debían ir a dar su caridad a los “desheredados de suerte”;[25] la caridad y el sacrificio estarían de la mano, más aún, constituía parte del modo de ser ejemplar que toda mujer debía procurar alcanzar, parte de la virtuosidad de las mujeres.
Como se dijo líneas atrás, las labores de beneficencia de las mujeres acomodadas las acercaron a un mundo ajeno a su propio hogar. También fueron —para personas de otras clases sociales— la posibilidad de conocer el mundo de aquellas mujeres y recibir una ayuda en muchas ocasiones beneficiosa. A la inversa, el contacto directo, regular y cotidiano con problemas de higiene y pobreza, les dio a las Benefactoras acceso a datos empíricos concretos que fueron la posibilidad de producir conocimiento; un conocimiento que, por lo que se sabe hasta ahora, o no fue utilizado en esferas distintas de la caridad, o si lo fue, las productoras de este saber han sido invisibilizadas; la acción de los hombres de la época no las contó. Lo que sí se sabe, no solo por el testimonio de María Casas, es que este saber de las mujeres alcanzó alguna difusión más allá del círculo de Campoamor: las mujeres de clase social alta dieron conferencias,[26] escribieron algunos manuales, publicaron artículos en la prensa nacional. Además de una ampliación del circuito del hogar, la beneficencia dio a las mujeres la oportunidad de acumular y sistematizar, así solo fuera incipientemente, un saber que, si bien se asociaba a su condición de cuidadora, no se limitaba ni a su familia en particular, ni a su vida privada en general.
Tanto por el nivel de publicidad que alcanzaron sus trabajos,[27] pero sobre todo por su labor regular en las actividades de caridad, las mujeres tuvieron un fuerte impacto en el proceso de “regularización”, de “homogenización”, de “modernización” si se quiere de buena parte de las familias colombianas urbanas: ellas introdujeron en muchos hogares, sin duda también en el suyo propio, prácticas higiénicas, de salubridad, incluso de vestuario, tema central para los intelectuales de la época.[28] El médico Jorge Bejarano en su conferencia dictada en el Teatro Municipal de Bogotá el 11 de septiembre de 1936 titulada “Influencia del vestido y del zapato en la personalidad y salud del individuo” afirmó que:
El obrero o la sirvienta que visten con decencia, está absolutamente demostrado que no vuelven a entrar a la chichería, porque ya ese vestido les da cierto nivel social y cierta personalidad bien distintas del medio que predomina en la taberna donde se expende el licor que ha perseguido por tanto tiempo a nuestras razas del altiplano (Bejarano 1936, 9).
Ni en los textos revisados de Bejarano ni de otros médicos e intelectuales de la época se reconoce la tarea desempeñada por las mujeres en la acumulación de información y la propagación de prácticas higiénicas en el hogar. A pesar de ello, todos coinciden en que esas prácticas son imprescindibles para el buen desarrollo de la sociedad colombiana, pero no mencionan, ni siquiera sugieren, que las mujeres desempeñen actividades en este campo.
Conclusiones
La falta de reconocimiento es, como su nombre lo indica, la omisión de algo que se hizo, pero no una ausencia de ello. Ya se sabe cómo, al menos en lo que se refiere a la caridad, mujeres como las Benefactoras no solo intervinieron sino que desempeñaron un papel central en la promoción de prácticas higiénicas modernas en espacios donde los hombres no tuvieron acceso. Esto les dio a las mujeres que practicaban la caridad acceso a información y a conocimientos que los hombres, si lo tuvieron, fue apenas desde la teoría y solo lo ejecutaron en debates públicos.
El conjunto de actividades prácticas e intelectuales que desempeñaron las Benefactoras a través de la caridad permite apreciar aspectos del modo en que su trabajo se ajustó a los principales objetivos de los políticos colombianos. Procurar cambios en el vestido, fomentar el matrimonio y las formas de trabajo femenino —de mujeres de clases desfavorecidas— que las alejaran de la prostitución, significaba contribuir en la construcción del tipo de ciudadanos que se querían para el país no solo en lo que se refiere a esas mujeres, sino en tanto ellas se convertirían en las madres y esposas, es decir, en las productoras y cuidadoras de otros tantos ciudadanos.
En la mayoría de los artículos escritos por y para las mujeres en los diarios de circulación nacional, en el discurso católico y en el reglamento de Las Marías del periodo estudiado, hay una similitud en la difusión del discurso, es decir que, aunque la ascesis femenina les exigía a las mujeres llevar un trabajo sobre sí mismas para hacerse buenas cristianas, buenas esposas, buenas seguidoras de dios y promotoras de la caridad cristiana, en el matrimonio se jugaba la formación de las mujeres.
Allí ellas lograban refugiarse de los peligros del mundo exterior, pero no por ello perdían las exigencias de la ascética de la feminidad. En el caso de Las Marías tampoco parecía posible vivir por fuera del matrimonio, o se casaban con un obrero, o se casaban con dios. En este último caso Las Marías dedicaban su vida entera a hacer obras de caridad y a trabajar en pro de las fundaciones, su vida era una especie de vida semiconventual: “Religiosas sin hábito y sin votos” (Casas Fajardo 1995, 80). En el primer caso, la vida estaba en función de la familia. Respecto de la ascética femenina la única diferencia entre estas mujeres consiste en que las de la clase social alta no se ven ante la disyuntiva de Las Marías: estando casadas podían extender su labor caritativa a las personas empobrecidas. En cualquier caso, Marías y Benefactoras estaban obligadas a actuar dentro de los parámetros de la Iglesia católica.
Los discursos cultivaron y difundieron cómo ser cuidadora-madre-virtuosa, un modelo que se caracterizó por ir más allá de las clases sociales y se construyó sobre la base de un estereotipo de mujer tradicional. La prensa respondió a esos intereses con páginas de servicios que cubrían desde la alimentación y la moda, hasta la belleza y la decoración del hogar. Y esa construcción y difusión fue también la posibilidad de acción de algunas de las mujeres de la clase social alta en Colombia durante los años veinte. Aquellas actividades aprendidas en el hogar que las definieron, les posibilitaron ampliar su territorio de acción hasta el espacio público, dónde se convirtieron en agentes activos de la transformación y la modernización de la vida familiar en Colombia. Aunque se naturalizó al hogar como el lugar de las mujeres, a pesar de las exigencias de la ascética femenina, a pesar de que no se les consideró completas sino a través del matrimonio, hubo mujeres como las Benefactoras que, gracias a la aceptación pasiva de su condición femenina, pudieron no solo diseminar este modo de ser mujer en mujeres obreras, sino ampliar su rango de acción más allá del hogar y se convirtieron tanto en productoras de conocimiento como en agentes del cambio social.
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Para combatir la extensión de las vicisitudes políticas y para procurar “el bienestar material de la clase obrera” se crea en Colombia la Acción Católica en 1913 (Colombia, 1913, pág. 3). ↑
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(XIII, XIII, Encíclica Rerum Novarum sobre la situación de los obreros 1891) ↑
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José María Álvarez Campoamor (1875-1946). ↑
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“Esta división de la fuerza obrera, claramente visible hacia la década de 1910, coincidió con la sustitución gradual de los artesanos como líderes del movimiento laboral colombiano por obreros ligados a la producción industrial, los sistemas de transporte y la producción de Café” (Sowel 2006, 17). ↑
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En 1910 el Papa Pío X envió una carta a los “VENERABLES HERMANOS Bernardo, arzobispo de Bogotá, y a sus Sufragáneos; diciendo que: “Al implantar entre vosotros […] la acción católica social, os hacéis, Venerables Hermanos, patronos de una causa insigne, a saber, la causa de aquellos a quienes oprime la adversa fortuna y de quienes, por divino consejo, estáis constituidos en padres y ayudadores (Fernández, 1915, pág. VIII). ↑
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“Orden religiosa francesa dedicada a servir a la comunidad, especialmente a los pobres” (Castro C, 1990, pág. 78). ↑
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“La filantropía es una palabra poco utilizada entre nosotros, en ese período, por lo menos, y que aparece realmente en contadas ocasiones en los escritos sobre la atención a la población “desvalida”, a diferencia de caridad, palabra que es mencionada de manera permanente. Es notable también que el concepto de caridad no haya recibido nunca adjetivos peyorativos, y que más bien siempre recibiera valoraciones positivas y fuera una acción recomendada, digna de gentes socialmente respetables preocupadas por el bien de sus semejantes” (Castro, 2007, pág. 161). ↑
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La lista completa de las Benefactoras puede encontrarse en el libro Diez historias de vida “Las Marías” (Londoño y Restrepo 1995, 14). ↑
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“[…] de parte del mundo femenino, apareció una mujer, como la describe el libro de los Proverbios, cuyo nombre quedará indeleblemente unido al Círculo de obreros, la señorita María Teresa Vargas y con ella otras nobles damas” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 35). ↑
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En el catolicismo en Latinoamérica las mujeres han estado siempre presentes, mujeres blancas, indígenas, negras esclavizadas, mulatas o mestizas. Aunque diferenciadas no solo por su raza sino por su clase social, todas tuvieron algo el común: estaban bajo el dominio de los varones. Sin embargo, desde aquel lugar fueron agentes de difusión de la doctrina católica, recibieron el discurso, lo transformaron y lo difundieron (Bidegaín, 2009, pág. 11). ↑
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Las actividades vinculadas con el arreglo de la ropa, cuidar de la familia —hijos, ancianos— de la casa, preparación de alimentos todo dentro del ámbito privado. Según el discurso que operaba en la época estas actividades eran propias de las mujeres. ↑
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Desde el siglo XVI las monjas de los conventos en Colombia tenían organizada una economía importante y compleja (De Zuleta 1996, 436). ↑
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“[…] la Caja de ahorros del Círculo de Obreros, se había iniciado en forma de ensayo un poco antes. La señorita María Teresa Vargas, en meses anteriores hacía esta prueba, recibiendo las cuotas del ahorro a las sirvientas los domingos y a las señoras los lunes, y llevaba la contabilidad. Este dinero ingresó como cuota inicial a la Caja el día de la fundación” (S. J. Briceño Jáuregui 1997, 51). ↑
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“El ingreso de la mujer a la Universidad Nacional” artículo del periódico El Tiempo 2 de dic/1927 el nuevo ministro de Instrucción y Salubridad Públicas José Vicente Huertas entregó al Congreso el memorial que algunas señoritas le enviaron solicitando una “reforma en el sentido de permitir el ingreso de la mujer en los establecimientos oficiales de enseñanza secundaria y profesional”. ↑
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Publicación quincenal barranquillera. ↑
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Patricia Londoño en “Publicaciones periódicas dirigidas a la mujer en Colombia 1858-1930 muestra que desde finales del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX los periódicos para las mujeres tenían entre sus finalidades educar y generar entretención a las damas de las clases altas colombinas con artículos y textos literarios de autores extranjeros y nacionales (Londoño P. , 1995, pág. 9). ↑
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En El Espectador en el artículo “La pavorosa situación de los obreros bogotanos” apartado “Once pesos por metro cúbico de aire” aparece cuánto paga un obrero por una habitación en Bogotá: “[…] tenemos que el promedio del cubaje por persona en el Paseo Bolívar es de 3-9 mc; el de número de personas por habitación de 6, y el precio del arriendo por metro cúbico, de $0,11; en las Cruces son de 8,18 mc, 5 y $0,72 […]” (Dussán Canais 1922, 1). ↑
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“Y la prensa ¿por qué no habría de ejercer su influencia poderosa en la cristiana educación de los obreros? El periódico breve, la hoja volante, los pequeños folletos deberían producirse sin intermisión y difundirse sin tregua en los hogares, talleres, gremios, escuelas, congregaciones, etc.” (Restrepo Mejía 1914, XXIV). ↑
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Llamo matriz —núcleo— transclasista al discurso mariano que decía que las mujeres debían ser cuidadoras-madres-virtuosas y que llegó a las mujeres colombianas independientemente de su clase social, creo hábitos y valores específicos con el fin de afianzar la idea de que solo se podía ser mujer si se era madre cuidadora de los suyos. ↑
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Objetivo y presentación de la filial (puntos 1-3), Pobreza (4-9), Castidad (10-13), Obediencia (14-17), Piedad (18), Mansedumbre (19), Humildad (20), Gobierno (21). ↑
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Revista Civilización: ideas y cultura: —Temas femeninos— (Barranquilla-Colombia), Letras y Encajes —La Moda—. Revista femenina al servicio de la cultura (Medellín), Argos: la revista del hogar —Página femenina— (Bucaramanga), Hogar: suplemento dominical del Espectador (Bogotá), Letras, pedagogía, ciencia, literatura y arte (Sincelejo), Letras: literatura, crítica, buen humor —Página femenina— (Barranquilla), Familia cristiana —Lecturas del Hogar— (Medellín) Máscaras (Bogotá), La nación (Barranquilla y Bogotá), Mundo al día —La moda al día— (Bogotá), La Prensa (Barranquilla), Cromos —Elegancias— (Bogotá), Femeninas (Pereira), Colombia la revista de las damas (Bogotá), Revista Femenina. Órgano de la sociedad de damas de la buena prensa —mensual— (Bucaramanga), El amigo del pueblo (Íquira-Huila), Semanario el Carmen (Ibagué-Tolima), Ideales órgano de interés y literatura (Antioquia), Colombia deportiva (Medellín), Obrero católico semanario de Acción social —Femeninas— (Medellín), El Colombiano diario de la mañana —Elegancias— (Antioquia), Revista Bogotá (Bogotá), Revista Universidad (Bogotá), Revista Sábado (Medellín). ↑
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“[…] toda mujer que desee ir bien vestida debe poner cuidado en la elección de los adornos y en el corte de sus vestidos […]” (Conchita 1931, 768). ↑
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El 12 de octubre de 1920, en el marco de la entonces llamada Fiesta de la Raza, salió a la luz un volumen bajo el título de Los problemas de la raza en Colombia. El libro compilaba una serie de conferencias dictadas por intelectuales y médicos colombianos. Las conferencias habían sido organizadas por la Asamblea de Estudiantes, con el fin de someter a discusión la tesis del doctor Miguel Jiménez López, según la cual la población colombiana atravesaba un proceso de ‘degeneración’ a causa de la influencia negativa del medio ambiente en la zona tropical y de los ‘vicios’ o deterioro biológico heredado de los ancestros (Muñoz Rojas, 2011, pág. 11). ↑
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En el departamento de Antioquia entre 1910 y1930 se fundaron 109 fundaciones de beneficencia con apoyo de la Iglesia católica (Arango de Restrepo 2004). En Barranquilla estaba La gota de leche. Estas fundaciones en su mayoría tenían el apoyo de mujeres laicas acomodadas. ↑
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“No basta para socorrer a los pobres enseñarles el catecismo y darles la limosna material. Es preciso ponerse en comunicación con ellos, tratarlos con cariño, inspirarles confianza, que vean en los de arriba un verdadero cariño de hermanos, un sincero deseo de trabajar por elevar el nivel moral e intelectual en que se encuentran, para redimirlos de la miseria y de la degradación” (Casas Fajardo 1995, 50). ↑
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En el IV Congreso Internacional femenino celebrado en Bogotá “las delegadas Susana (Antioquia) y Virginia Camacho Moya (Boyacá) creían que la mujer tenía la responsabilidad de participar en las campañas en favor de la higiene social y del progreso nacional” (Camacho 1931). ↑
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“El Savoir-vivre o código del buen tono extractado de los más autorizados maestros y adaptado a nuestro país con reglas y observaciones originales por una dama colombiana apareció en 1913. Su autora, anónima, retomó usos y maneras de la hidalguía española, […] un vademécum del hombre de mundo, de la gran señora, de la muchacha casadera, de la madre de familia, del joven que entra en sociedad, del rico, del pobre […] Es una guía de cómo comportarse para ambos sexos, que cubre niñez, primera comunión, boda, saludos, recibos, bailes” (Londoño Vega 2017). ↑
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“Sin tener en cuenta la repugnancia natural, se encargaron voluntariamente del aseo personal de los niños, llevando a cabo ellas mismas esta difícil tarea…Distribuían los vestiditos de baño y las toallas necesarias; luego empezaba la lucha, […]” (Casas Fajardo 1995, 48-55). ↑
Giovana Suárez Ortiz nacida en Armenia- Quindío (Colombia) Doctora en Filosofía -Universidad de Leipzig-Alemania. Mis áreas de interés son la presencia de las feminidades en el campo del saber, los feminismos contemporáneos, la filosofía feminista de la diferencia, la Violencia contra las mujeres por razones de género VcM, la filosofía del lenguaje y la filosofía política en sus relaciones con los estudios de género. Es directora de los programas de Filosofía de la Universidad San Buenaventura sede Bogotá Colombia.