ISSN 2692-3912

Dos poemas de Mercedes Luna

 

dos actos a color

 

1

con paso matemático estético

           rosa

cruzar la avenida de la playa

con una seguridad antiséptica

 

detener el tráfico azul

sonreír agradeciendo con la cabeza

 

el brillo de las palmeras y bugambilias

como calca sobre las gafas

 

atender las instrucciones

caminando dentro de la línea amarilla de seguridad

            mientras el cuerpo se deshace

            como vómito por dentro

 

2

se parecía a ellos

él se parecía a ellos

había en su cara un tono azul

            no creyó que fuera sola al mar

 

ella vio cuatro llaves doradas en su mano

            como los recepcionistas

 

una mujer viajando sola a la playa

no

            no le creía eso

            lo dejaba por otro

 

ella pensó en una frase

decirla bastaría

al pronunciarla mataría al cangrejo verde

de la incredulidad

él hablaba

 

hablaba

como los recepcionistas

 

disimulaba

como los recepcionistas

 

ella apoyó sus ojos en la alfombra dócil

            en sus tonalidades malvas

            de una limpieza enferma

 

no quiso decir aquella frase roja

para convencerlo

 

contuvo las palabras

cuidó cada una de sus letras

            las mismas que hacían del bombeo de su sangre

                    una sacudida

                    un dolor de brazo

                    y la tenían temblando en tardes amarillas

 

no las pronunció

temió que él las convirtiera en otra cosa

 

 

domador/el amo

 

Un hombre y una mujer usan su estómago por años. Una noche, en los labios del hombre hay gotas de aceite, un aceite que resbaló por la garganta hacia el estómago después de beberlo en una copa de cristal. Así tres veces o cuatro, después de beberlo en una taza de café, en un plato rojo.

 

Con el estómago descompuesto, finge que duerme sobre la cama.

 

El aceite raspa con su suavidad el interior. Se convierte en gajos, en gajos borrosos, tanto, que pesa más. Tanto, que hay certeza en lo difuso.

 

El aceite le hincha el vientre, se expande por sus venas. El hombre es ahora carne pesada.

 

El aceite da vueltas en su estómago, se engrandece, llega a su traquea, ahí aguarda, intenta abrir su garganta. El hombre se vuelve de lado, las manos del aceite dentro de la garganta intentan abrirse paso. El hombre apoya su codo sobre la cama, traga saliva, respira, se sienta, aprieta la quijada, suda. Apoya sobre la cama ambas manos, inclina la cabeza como una gaviota que busca en la arena. Hay una duda en su postura. Levantarse o no. Una duda por odiar lo que se bebe, asquearse de lo que se bebe.

 

El pulso del aceite intenta abrirse paso de nuevo. Queda atrapado entre la garganta y el estómago. El aceite enloquece, golpea el tímpano, el cráneo, el estómago. Un mareo sacude la visión del hombre como un golpe lateral de auto, lo invade la náusea, el sudor, el vértigo y vomita frente a sus pies. Se limpia la boca.

 

El hombre vuelve a recostarse de lado, siempre de lado mirando al piso o cerrando los ojos. Una mujer recostada en su cama, finge que no escuchó, no le quitará ese momento de dignidad.

 

Ella toca su espalda, toca el sudor. El hombre toma la mano de la mujer, envuelve con ella su cintura como una manta.

 

La náusea vuelve al hombre. Cierra sus ojos. Respira lento. Respira para que el mareo pase. Aprieta la mano de la mujer. Respira. Dice algo sobre el desprecio. La mujer siente como a su silencio le arrancan los ojos.

 

La náusea hace una pausa, se apiada. El hombre se vuelve hacia el rostro de la mujer. Ambos sellan sus ojos. Quedan frente a frente como dos avergonzados. La mujer lo rodea con los brazos. El hombre, busca los labios de ella, torpemente.

 

Como halcón que alimenta a su cría, el hombre deposita dentro de la boca de mujer el sabor del aceite.

 

Durante el beso, ella siente lo que la duda hace. Cómo golpea el vientre, el pecho, los ojos. Cómo sacude el mareo su respiración, su cabeza.

 

El hombre y la mujer sobre la cama, una cama que crece a medida del mareo; se apartan, hierven de frío. La náusea-fierro les atraviesa el estómago. El aceite explota en sus vientres, busca la traquea, golpea sus cabezas, oídos, ojos; ahora les quema el pecho, la nuca, la espalda; agrieta sus gargantas. Ambos intentan dejar la cama. Con brazos sofocados se incorporan.

 

El aceite quiebra sus rodillas, sus cuellos. Ahora son sombras que acarician el suelo. El cuerpo del hombre se dobla, su faringe hinchada se abre, su vientre se contrae : vomita. Arroja pulpos amarillos que se extienden sobre el suelo. La mujer se apoya en la cama, temblando lo mira como vaso de agua en medio de una mesa amplísima, inalcanzable. El pecho de ella se rasga por olas saladas que estallan dentro.

 

El aceite que sale de la boca del hombre se expande sobre el piso, sobre cosas que creía olvidadas.

 

Dos veces no bastan para devolver el estómago. No hay palabras para definir el desprecio. Mejor el vómito, el vómito tres veces, cinco, más. Mejor caer con los ojos plenos de amapolas de mar, derramando aceite por los ojos, oídos y boca.

 

Un último estremecimiento agita al hombre, abre su labios : asoman de su boca pescados grises transparentes. Uno tras otro los vomita. El hombre cae.

 

Ella se le acerca y alcanza su mano, procura no resbalar entre las olas suaves de aceite que rodean a los pescados, al hombre, a ella misma. El aceite va y viene, envuelve los tobillos de la mujer, mueve los brazos y piernas desfallecidos del hombre. Ella tiembla al aproximarse al cuerpo. También cae. Sus cabellos gotean. Otra vez sujeta la mano de él y, como a un último dios caído, lo abraza.

 

El aceite es ahora una forma enorme que se levanta del suelo, se encumbra. Camina mundanamente. Reconoce el lugar. La mujer cierra los ojos, de sus pestañas cae algo amargo y se aferra al cuerpo de hombre.

 

El aceite se abalanza, con manos deformes, arroja a los cuerpos unidos sobre la cama inmensa.

 

Vigila al hombre y a la mujer mientras atrapa a pescados, moluscos y los devora.

 

El aceite los ronda, camina lento. Mira el cuerpo brillante que abraza la mujer. Lo observa. La observa.

 

Se acerca a ellos, se inclina sobre ellos. Husmea y toca, suavemente, el hombro marchito de la mujer.

 

 

Mercedes Luna Fuentes (Monclova, Coahuila, 1969) Su libro Elogio a la incomodidad (Colección Siglo XX Escritores Coahuilenses UAdeC, 2011), “se cuenta entre los libros más extraños, fuertes y fascinantes de la reciente poesía hispaonamericana”, según palabras del poeta Raúl Zurita. Es también autora de los libros yo/carnicero (Icocult, Conaculta, 2008) y La mejor forma de usar un rifle (SEC-Conaculta, 2105). Ha participado en distintos suplementos culturales y festivales nacionales e internacionales. Ha sido jefa de cultura a nivel federal y consejera editorial del Grupo Reforma. En 2017 publicó con la poeta Lyn Coffin el libro de poemas Rifles and reception lines, en inglés y español. También en 2017, recibió la Presea Arte y Cultura otorgada por el gobierno de Monclova, su ciudad natal, y el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en Poesía entregado en 2018, por su libro La habitación higiénica, publicado por Mantis Editores en 2019. Ha publicado en Nexos, Milenio y Este país.