ISSN 2692-3912

Adiós a Eduardo Lizalde (1929-2022)

 

La obligación moral de despedirse de un autor mayor en líneas breves y apresuradas arroja invariablemente a quien la cumple —también al lector— a la experiencia pura y dura de la insatisfacción, vecina del pecado: quedamos siempre en falta ante el dios mudo que nos espía, como en el verso de Pellicer.

Sirva esa melancólica nota como excusa anticipada de las faltas —hermenéuticas, de información, incluso emotivas— que agobian a ésta, mi despedida del poeta mayor que persiste en ser Eduardo Lizalde, aun después de su muerte el pasado 25 de mayo.

Poeta estricto, si no es que escaso, aunque su escasez se haya construido sobre la denegación de su obra anterior a Cada cosa es Babel (1966), Lizalde participa del escogido grupo de autores —inscritos a su vez en la más ancha tradición de la poesía mexicana moderna— que, antes que al poema o al libro, concibieron al verso como unidad expresiva primordial, linaje sin descendencia donde convive con sus admirados Salvador Díaz Mirón, José Gorostiza, Juan José Arreola y Rubén Bonifaz Nuño, aunque el altar más alto se lo haya puesto a López Velarde (“Yo, tu entenado más fiel”).

Frente a la estrecha visión que identifica a esa estirpe con el esteticismo y la renuncia emocional, Lizalde llevó la contra. Hizo de la elegida primacía del verso una estrategia doble de autocontención y de autocrítica, a la vez que el recurso eficiente —tan gongorino como gorosticiano— para erigir sobre un fundamento firme y vigilado con escrúpulo la imponente arquitectura sonora de sus poemas. Y cuando digo eso, pienso, sin excepción, en todos los suyos, porque no hay en Lizalde ninguno que no esté hecho para ser dicho y oído, para ejecutarse con el instrumento de la voz y dirigirse al sentido del ritmo (que no es sólo auditivo). En suma, para gozarse verbalmente y con el cuerpo.

Por un efecto cercano al milagro, la fidelidad de Lizalde al verso visto como unidad viva, antes que obstaculizar su potente vigor expresivo o imponer una parda uniformidad a su obra, fungió en su caso como la herramienta magnífica para producir la variedad de estilos y registros que conviven en su obra, multiformidad voluptuosa que no cesa de intrigar a sus críticos de distintas generaciones —de Marco Antonio Campos a Nacho Helguera, de Luis Vicente de Aguinaga a Mayco Osiris Ruiz— y fascina a sus lectores.

También atraído por ese asunto, Jenaro Talens, uno de los pocos críticos extranjeros que ha estudiado la obra eduardiana, elaboró una de las explicaciones más convincentes al señalar que “los diferentes movimientos de una escritura que avanza en espiral, no en círculo” se corresponden con la construcción “no [de] un sujeto estable (que suele ser el que subyace a tanta literatura del yo), sino [de] un sujeto cambiante en continuo proceso de constitución”, atravesado, además, por la nítida conciencia sobre “la aventura de autoconocimiento en que consiste escribir” (prólogo a El vino que no acaba. Antología poética (1966-2011), Vaso roto, 2012), nuevo paralelo con Ramón.

@Pascual Borzelli Iglesias

Si bien se ve, justo de esa pasmosa proeza reconstitutiva —vivificante para la tradición, destructiva para la materia— se inscribe la imagen que compendia la trayectoria de siete décadas de Lizalde, tomada de las Metamorfosis de Ovidio y puesta como epígrafe de Algaida, el último de sus poemas mayores: “In nova fert animus mutatas dicere formas/ corpora” (“El ánimo mueve a decir las formas mudadas a nuevos cuerpos”, en traducción de Bonifaz Nuño).

La imagen es diáfana: los poemas y los cuerpos son vida cristalizada en formas. Muda el tiempo a la vida, la destruye, pero sólo mientras es forma se manifiesta y llega a persistir, aunque al final todo —cuerpos, poemas, mundo, “esta ensordecedora obra de nadie”— se acabe, como martillea el pesimismo radical del poeta, cuyo ácido se cuela incluso hacia el rabelesiano Tabernarios y eróticos (Vuelta, 1989), conjunto al fin nostálgico y de celebración abismal.

Más abundante fue la obra en prosa de Lizalde, formada por la novela Siglo de un día (Vuelta, 1993); el libro de cuentos La cámara (UNAM, 1960), medio siglo más tarde aumentado en el Almanaque de cuentos y ficciones (ERA, 2020); la colección de poemas en prosa de título y aspiración borgesianos Manuel de flora fantástica (Cal y Arena, 1997); la sostenida producción de artículos periodísticos, columnas y reseñas, antologada por él mismo en Tablero de divagaciones (FCE, 1999, 2 tomos), y por la apasionada producción radial, televisiva y crítica con que acompañó durante décadas su afición por la música de concierto y la ópera, compilada la parte escrita por Édgar Ceballos en La ópera hoy, la ópera ayer, la ópera siempre (Escenología–CNCA, 2003). Y claro,  su Autobiografía de un fracaso, cuya brevedad compensa su resabiado rigor.

Con todo y sus excelencias, la prosa de Lizalde no equipara su altura con la lograda en su obra poética, eso nadie lo negará, por mucho que hoy resulte simpático y aleccionador recordar que, al publicarse por primera vez el cuento “La cámara”, en 1956, Antonio Acevedo Escobedo haya dicho de él que por “[sus] elementos, tan reales y trágicos por sí mismos, pudo ser una obra maestra”; y que al editarse en 1960 el libro que lo incluye y al que da título, José Emilio Pacheco, desde las páginas de la Revista Mexicana de Literatura, haya suscrito este entusiasta dictamen: “Por lo que se desprende de estas páginas, será la narración el verdadero camino de Lizalde. Si el libro carece de unidad en su temática y su técnica, contiene un cuento, ‘La cámara’, que es digno de figurar en las antologías mexicanas (…) (y que) no es hiperbólico calificar de magnífico” (núms. 16-18, octubre – diciembre de 1960, pp. 83-84).

También mucho más que este rápido apunte merece la persistente —y casi siempre de resultados felices— dedicación traductora de Eduardo Lizalde, a la que se entregó intentando siempre “no consumar glosas o abusar del estilo paródico o parafrástico”, y más bien procurando “conseguir traducciones leales, con presencia verbal y digno decoro rítmico en nuestra lengua” (“Nota del autor” a Baja traición, crestomatía de poemas traducidos, La Cabra–Conarte, 2009). Lo que viene a decir que las hizo con idéntico empeño riguroso al puesto en hacer sus poemas, lo cual nos autoriza a considerar sus traslados de Dante, Bocaccio, Ronsard, Du Bellay, Buffon, Benn, Joyce, Blake, Pessoa, Reis, Caeiro, Shakespeare, Rilke y Hölderlin (sobre versiones literales de Hilda Rivera), Valéry, Salgari, Lautréamont, Nerval, Gautier, Victor Hugo, Fournier, Baudelaire y Leopardi como una insospechada ampliación de su obra poética.

Ya concluyo. Desde que leí por primera vez “El viaje”, poema incluido en Bitácora del sedentario del que nadie habla, no he podido olvidarlo ni evitar ver en él una cifra de las ideas vitales y literarias de Eduardo Lizalde, suerte de credo laico en el que organizó sus avistamientos esenciales sobre la tradición, la vida y la muerte y aun sobre la condición del poeta como viajero. Hoy, al morir el autor admirado, la pieza adquiere una resonancia insospechada:

 

Sólo escribo para mi sucesor
—y él sólo puede oírme, sólo y solo—.
Y parto sólo de mí,
como la nave que es su propia materia,
su propio constructor.
Parto hacia mí y de mí,
para que otro prosiga el viaje
que no puedo empezar,
aunque parezca terminado (…)

 

No hay ruta entre esos puertos de partida y arribo
ni consabidas escalas, ni referencia alguna celestial.

 

El puerto, el buque, el muelle, la partida,
soy yo, somos nosotros:
divinas bestias pensantes, bestias enloquecidas
que han iniciado un viaje sin destino.

 

Al fin, cierro este adiós a Eduardo Lizalde con un apunte que comporta el señalamiento de una tarea colectiva. Celebrado de manera unánime —tras las partidas sucesivas de Paz en 1998, Sabines en 1999, Pacheco y Deniz en 2014— como el poeta mexicano vivo más importante, no hay, sin embargo, disponible en librerías una edición de la Nueva memoria del tigre (1949-2000) (FCE, 2005), la cual además de agotada está incompleta, pues falta por añadirle la producción de la primera década del milenio, última en la que produjo poemas y a la que pertenece el imponente y (hoy lo sabemos) testamentario Algaida (2004), cuya segunda edición (CNCA, 2009) salió agobiada de errores garrafales. Así las cosas, si deseamos deveras que las generaciones actuales y futuras lean a Lizalde más allá de las estrechas, reiterativas y al fin deformantes selecciones que circulan en internet; si deseamos deveras librarlo del “síndrome López Velarde”, limitando su prestigio a las fronteras de México, conviene ponerse ahora mismo a disponer su legado en ediciones cuidadas y accesibles de sus libros y su obra entera. Larga vida a Eduardo Lizalde.

Guanajuato, Gto., 29 de mayo de 2022

 

 

Carlos Ulises Mata nació en León, Guanajuato, en 1970. En 2001 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas con su libro La poesía de Eduardo Lizalde. Ensayos suyos han aparecido en las revistas Biblioteca de MéxicoCríticaNexosConfabularioLaberinto y en los libros colectivos dedicados a Gabriel Zaid, José Lezama Lima y Eduardo Lizalde. En 2014 editó y anotó El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta, y en 2017, la poesía reunida de Margarita Villaseñor.