Cuando los calzones de Marisol tocaron el suelo, Javier se acordó de su hijo Raúl. Era tarde, de seguro estaba dormido en casa o, conociéndolo, estaría viendo alguna película a escondidas en su cuarto. “Mejor me voy…”, pensó añorando la paz del hogar que todavía sentía cercano, pero se quedó viendo las piernas afiladas de la muchacha —blancas bajo la luz que ardía encima del colchón— y no pudo moverse. Ella se dio cuenta de su mirada y le sonrió, “ya casi corazón, no te desesperes”, le dijo mientras acomodaba la cama, con una voz delgada que a él le gustó. Después Marisol le dio la espalda e inclinó su cuerpo hacia adelante y Javier pudo sentir el latigazo de los nervios subiéndole por el pantalón. Hinchándoselo.
Se frotó las manos entumidas. Desde donde estaba percibía el aroma a sudor, mal disfrazado por un perfume barato. Se preguntó cuántos hombres habían estado con ella esa misma noche, antes de que él se adentrara en su mundo. ¿Uno? ¿Dos? Quizás ninguno, en cuyo caso el hedor no venía de ella sino del cuarto mismo.
—¿Cuántos años tienes? —le soltó, cuando vio que la muchacha se tendía desnuda en el colchón matrimonial.
Marisol le sonrió de nuevo y abrió las piernas un poco, como si midiera al hombre que se inflamaba frente a ella.
—Los que tú quieras, mi vida —zanjó.
Pero no fue suficiente la respuesta. Javier estaba tenso, con los pies listos para irse. Abrió la boca para preguntar de nuevo pero ella se le adelantó.
—Todavía me aceptan en primaria, mi amor. Es lo que te importa, ¿no?
“Es una chamaquita”, rumió, pero no dijo nada. La muchacha golpeó el colchón con suavidad, indicando el espacio que le correspondía a Javier en su lecho. Él se acercó con cuidado a la cama, tanteando cada uno de sus pasos pues temía que las piernas empezaran a temblarle. Marisol se hizo a un lado y dejó que se acostara y él se acomodó en el colchón: los resortes se le encajaban en la espalda y no lo dejaban hallar su lugar. “Qué estás haciendo, Javier”, se preguntó de nuevo. Pero la mano de la muchacha abordó su pierna y empezó a recorrerla con sus dedos de arriba abajo, desde la bragueta hasta la rodilla.
Javier la dejó tocarlo. Sentía en aquel contacto un cosquilleo familiar. Los dedos pequeños en su pantalón le recordaban su propio cuarto y su propia cama. Otros dedos también pequeños. Pero no pensaba en su mujer. No. Porque hacía rato que ella no lo acariciaba así: con qué trabajo la inclinaba a veces en el cuarto matrimonial para tener relaciones, siempre renegando; apenas terminaban, rápido y mal, y ella corría de vuelta a la cocina, se servía un trago y se sentaba en la sala a ver la televisión. Por la tarde la había dejado así, viendo la tele y pidiéndole dinero.
Marisol le desabrochó el pantalón y Javier se sobresaltó, pero el dulce tacto de aquellos deditos lo hizo sentir cómodo. Sintió que su cuerpo empezaba a liberarse de la tensión aunque todavía estaba indeciso. Necesitaba despejarse.
—¿De dónde eres, chiquilla? —ella notó en su voz que estaba más tranquilo. Su risita bajó como un ratón por el estómago de Javier.
—Vaya que andas preguntón, ¿verdad mi amor? —carraspeó— Soy de aquí cerquita, de Tonaya. Antes vivía con una hermana, pero ya no está conmigo —“Tonaya”, susurró Javier. Aquel pueblo le traía recuerdos y nombres—. Me llamo Marisol —terminó ella, como en un suspiro.
—Ya lo sé. Me lo dijo el hombre que me trajo.
Ella se encogió de hombros. Después, con suavidad, empezó a subir la camiseta de Javier, dejando al aire su panza cubierta de pelo.
—Tú cómo te llamas, papito —dijo, mientras empezaba a besarlo.
Javier se estremeció. “Papito”, aquella palabra le punzó en los oídos y trajo de regreso las imágenes de su casa. Sintió repulsión. Tomó a Marisol por los hombros —era la primera vez que la tocaba— y le dijo con severidad.
—No me digas así —a pesar de la dureza de su voz, Marisol no pareció asustarse; en cambio miraba su rostro con mucha atención, pero él no le dio importancia—. Dime Javier, así me llamo.
Ella asintió y durante unos minutos siguió acariciando su pecho sin decir nada. Javier miró su cuerpo pequeño: los pelitos negros dibujaban camino que se hundía hacia el centro de las piernas. Aspiró con fuerza: la habitación ya no olía a sudor, sólo quedaba el aroma de ella que lavaba sus pulmones. Puso su mano en la espalda baja de Marisol, tímidamente. Ella besó su pecho, “agárrame tú también, Javiercito, no te muerdo…”, le dijo. Javier empezó a mover los dedos torpemente, dibujando círculos medrosos en la piel nueva.
Miró el cabello negro de Marisol y después miró la puerta del cuarto. Nunca se hubiera imaginado que se atrevería a estar ahí. Pensó en el hombre que lo había llevado. Se encontraron en el burdel unos meses atrás y, desde entonces, el tipo le procuraba un buen número de mujeres, cada una más bella que la anterior; sin embargo, Javier nunca quedaba satisfecho. Había algo que faltaba y que ninguna de aquellas mujeres podía entregarle.
El otro, quizás por orgullo profesional —o porque Javier pagaba rápido y bien—, se le acercó un día para decirle, sin rodeos: “Aquí en el bule no las vas a encontrar, carnalito, pero el día que quieras te llevo a donde está lo bueno”. Al principio Javier se hizo el ofendido, pero el otro lo calmó. “Tú sabes qué quieres. En todo caso, si te la piensas dos veces, ya sabes dónde encontrarme”. Y durante las próximas semanas Javier estuvo cavilando su propuesta, diciéndose que aquella puerta no podía cruzarla. Siguió yendo a su trabajo, viviendo las tardes con su familia, pensando en todo lo que significaba tomar una decisión así. Y por las noches, el recuerdo lejano de la piel joven volvía a sus manos y le provocaba una fiebre que no lograba aliviar.
Eventualmente, sucumbió. No habían pasado dos meses cuando tomó el teléfono y llamó al hombre para decirle que sí, que quería ir adonde estaba lo bueno.
Bajó la mano y acarició la nalguita de Marisol —era la primera vez que la acariciaba—, que sentía húmeda y suave como una fruta tierna. Pensó en las palabras que aquel mismo hombre le había dicho unas horas antes. “Te va a gustar, carnal: está chiquita pero ya tiene todo bien acomodado. Además es muy discreta, como todas”, vaticinó; luego le dio unas palmadas en el hombro y las instrucciones para llegar al cuarto. “Ya tiene todo bien acomodado”, repitió Javier. Le había mentido, por supuesto, porque aunque las curvas de Marisol se marcaban con precisión, era evidente que les faltaba crecer, amujerarse. Su lengua y sus dedos, en cambio, lo hacían temblar sin dificultad y le recordaban por qué estaba en ese lugar.
Se descubrió pensando que estaba feliz de estar ahí, hasta que los movimientos de la muchacha se detuvieron.
—Javier. Ja-vier. Sí, yo a ti te conozco, Javier. Eres doctor, ¿no?
De un solo impulso, Javier se levantó del colchón. Se quedó viendo a la muchacha: los ojos abiertos como si por primera vez vieran el mundo. Quiso preguntar algo pero de nuevo ella se adelantó.
—No te asustes, mi amor, no te asustes. No es nada malo —la voz de Marisol aleteaba como una mariposa bajo la luz tenue del cuarto—. Soy hermana de Érika, la que trabajó contigo hace tiempo. ¿La recuerdas? —se hincó en la cama y por un instante Javier imaginó que suplicaba— Al principio te me hiciste conocido, ahora que escuché tu nombre supe que eras tú.
Marisol. Tonaya. Érika. Los nombres bailaron un momento en su cabeza hasta que empezaron a embonar. Érika, la chiquilla que había entrado a trabajar a su casa hacía tres años para ayudar con los quehaceres. Siempre llevaba la falda corta de su secundaria. Javier habló con ella varias veces y en una de sus charlas supo de donde venía: un pueblito llamado Tonaya. Pero ¿tenía una hermana? ¿Le había dicho alguna vez que tenía una hermana? Sí, claro que se lo dijo, y la imagen le pegó en la frente: un par de meses antes de irse, Érika había llegado a casa con una niña. Era su hermana, se lo dijo entonces. Y se llamaba Marisol.
Asustado, se apresuró para acomodarse los pantalones y fajarse la camisa: estaba resuelto a marcharse sin mirar atrás, pero Marisol lo atrapó del brazo.
—¡Mi amor! ¡Mi vida! ¡No te vayas! —su voz alterada conmovió a Javier y lo aterrizó de nuevo en la habitación— No te vayas a ir, papito… perdón, Javier. Javiercito hermoso. Me pegan si el cliente se me va tan pronto —le dijo o le mintió, pero él siguió escuchando—. Si quieres no más platica conmigo, aunque sea una hora y ya te vas. Ándale chiquito, nos queda mucha noche —le acarició el brazo de arriba abajo. Aunque vacilaba, Javier se tranquilizó. Quizás la niña tenía razón: quizás no había prisa. Lentamente volvió a sentarse en la cama; ella se hizo más pequeña en su costado y se acurrucó. En todo momento su mano diminuta lo tocaba.
—Me quedo un rato para que no te pase nada —la consoló.
Estuvieron callados varios minutos, escuchando los autos que pasaban por la calle y los ladridos de los perros. Un par de hombres pasaron cantando y sus voces vinieron y se fueron más allá de la ventana. La mano de Marisol se deslizó nuevamente hasta su pantalón y él se puso tenso —“mejor lárgate, Javier”—, pero la muchacha lo acarició con una suavidad tan exacta que acabó por serenarse. Miró la manita que jugueteaba con el cierre del pantalón y pensó en Érika: también sus manos eran pequeñas y suaves y le hacían cosquillas cuando lo tocaban.
—Y dónde… —se detuvo, tratando de esconder toda emoción—, ¿dónde está tu hermana?
Marisol ahogó una sonrisa.
—Dando las nalgas, Javiercito, dónde más. Pero Érika ya está grande y se la llevaron a la capital —recargó su cabeza en el brazo de Javier—. A veces me habla y me quiere llevar para allá, pero aquí tengo mi novio y todo. No me quiero ir.
Javier pensó en el cuerpo de Érika, paseando pequeño por toda su casa. Ella le había contado que era huérfana. Que su mamá se fue con un novio a los Estados Unidos y que no conocía al papá. Por eso estaba con él, porque era bueno y lo quería como un padre de veras. Sólo que más. Y Javier le creyó y le dijo después de un tiempo que él también la quería como una hija de veras. Sólo que más. Se lo decía en las mañanas, antes de salir de casa. Se lo decía cuando hablaban en la cocina. Se lo decía cuando la encontraba platicando con su hijo, porque se llevaban tan bien como dos hermanos y, aunque Érika le llevaba unos años, parecían de la edad. Se lo dijo tanto tiempo y con tanta frecuencia que no se dio cuenta del día en que se lo empezó a decir al oído. En voz muy baja.
Javier advirtió que Marisol había desabrochado su pantalón, sintió que metía la manita adentro de su trusa. Hizo ademán de quitarla.
—Espérat… —alcanzó a pronunciar.
—No te inquietes, amorcito, es para que platiques a gusto —advirtió ella mientras colocaba la mano de Javier en su seno, con dulzura. Entonces Marisol cerró los ojos y suspiró, como si estuviera transportándose a otra parte—. Qué bonita era tu casa Javiercito. Me acuerdo del jardín de la entrada, donde me quedé yo algunas veces, esperando a Érika para irnos juntas. No sé si sepas pero nomás nos teníamos la una a la otra en todo el mundo. Ay, cómo nos encantaba tu casa. Yo siempre he dicho que cuando sea grande quiero tener una igual. ¿No te da risa? Una casa así de grande como la tuya, y me la voy a comprar, te lo juro, así tenga que armarla con el sudor de mis nalgas.
Javier sonrió por primera vez en toda la noche y se le despejó la idea de irse. Acarició el cabello de Marisol y con su ayuda se quitó él también toda la ropa. Ella le dio un beso tierno en la mejilla y le susurró el amor directamente al corazón. Javier hubiera querido sentirse mal por lo que estaba pasando, pero no halló cómo. Cerró los ojos, dejándose conducir por aquella voz que le hablaba de mundos maravillosos.
—Te quería mucho mi hermana. Tenía una foto tuya en su bolsa y ¡uy!, la de cosas que me contaba. Le dolió mucho que la corrieran, y más porque ya sin dinero no tuvimos pa dónde hacernos —Javier pensó con tristeza en las últimas imágenes que guardaba de Érika. Su mujer la había sacado a la calle como una perra—. Lo bueno fue que un amigo nos consiguió este trabajo. Nos salvó a las dos, la verdad. Y aunque Érika quería que yo siguiera en la escuela, pues yo quise dinero. Todos…
Javier ya no la escuchaba. En cambio pensó en la primera vez que Érika se acostó en su colchón, aquella sensación inigualable que nunca se le había borrado. Sus nalgas pequeñas, exactas, sus senos que aún no se llenaban del todo. Y aquella vez entró en ella sin malestar; no le importaron ni su edad, ni su mujer, ni su hijo Raúl. Nada. Entró en ella y empezó a vivirla y las pocas veces que estuvo dentro supo que amaba estar vivo y ahí. Aquello duró poco pero se labró en su alma. Por eso le dolió que su mujer la corriera. Por eso acudió a los burdeles, para recordar la sensación punzante de vergüenza que le correteaba en las venas cuando estaba con ella. Pero no era lo mismo: ninguna mujer pudo hacer la magia de aquella muchachita.
—…y te voy a confesar algo —continuó Marisol, jovial—: hay otro motivo para que me acuerde de ti. Y es que nos gustaba tanto tu hijo. ¡Ay! Tan guapo, mi Raulito. Por eso te reconocí: te quería pa suegro —y empezó a reírse.
Entonces Javier sintió que la sangre le mordía el pecho y, sin poder contenerse, empujó a Marisol al otro lado del colchón. Ella soltó un pequeño chillido por la sorpresa. Luego Javier la miró a los ojos y le gritó, con una ira que pesaba varios años.
—¡No me hables de mi hijo! ¡Nunca! ¿Entiendes?
Marisol, aunque asustada, se quedó viendo sus rasgos con curiosidad y comprendió. Se acercó dócilmente a su lado, gateando como un animalito. Dejó ver una sonrisa nerviosa.
—Pero tú estás más guapo, papito. ¡No te enojes! ¡Ay, perdón! ¡Me gustas tú! ¡Sólo me gustas tú, papito!
Aquella palabra le taladró la memoria. Javier recordó a Érika diciéndole papito en su cama y de nuevo sintió ira. “Papito, papito, papito”, las imágenes empezaron a mordisquear su memoria. Recordó el día en que regresó a casa con su mujer y encontraron a Érika en el cuarto de Raúl, haciéndole cosas a su hijo que sólo debía hacerle a él. Por eso no la defendió. Cuando su mujer la tomó de los cabellos y la arrastró por toda la casa, no metió las manos. Ni siquiera intercedió cuando la sacó a rastras y la tiró a la calle todavía encuerada. No. Javier no metió las manos.
—Todas las viejas son iguales, hasta chiquillas son igual de cabronas —gruñó, mientras empezaba a vestirse.
Marisol se rio de nuevo: esta vez su risa sonaba descarada, vulgar.
—Uy, papito, si yo te contara —se sentó en la cama y se cruzó de brazos, burlona—. Aunque no me creas yo ya sé exactamente lo que vas a hacer. Mira: vas a llegar a tu casa luego vas a meter el carro luego vas a entrar calladito para que no te escuchen luego irás a la cama con tu mujer y entonces te vas a dormir. Y escúchame bien, cabroncito, porque de mí te vas a acordar: antes de que cante el gallo, me negarás tres veces. Y lo peor es que si te hubieras quedado hubieras hecho lo mismito: lo-mis-mi-to —dijo la niña y estalló en una carcajada grotesca.
Javier la miró con tanto odio como conocía pero no pudo defenderse. Se puso el pantalón y pensó en su mujer, desparramada en la cama: su cuerpo apestoso a alcohol barato lo hacía rabiar. Se puso la camisa y pensó en Érika y en su hijo, que retozaron a sus espaldas. Su amado Raulito, su hijo hijo de la chingada. Se puso los zapatos y pensó en el hombre que le llamaría luego, para ofrecerle sus servicios otra vez, para siempre. Se levantó de la cama y caminó hacia la puerta y entonces pensó en Marisol. Y no dejó de pensar que todo lo que había dicho era cierto.
Tomó el picaporte. Se quedó helado.
“Me negarás tres veces”, la voz de la niña entraba como agujas en todo su cuerpo. Escuchó a Marisol que tarareaba una canción de banda recostada sobre las sábanas. Pensó en cómo le hubiera gustado entrar en Érika una vez más. Pero ya estaría grande y bien formada, como todas las mujeres que había hallado desde entonces. Y así no la quería. Lo que quería era entrar en aquella niña que se había burlado de él desde la cama. Quería tomarla y que lo llamara Javier, mi amor, papito, o como fuera. Quería aprovechar aquella revancha atrasada que le mandaba el destino. La deseaba más de lo que había deseado a nadie, y eso ya no iba a cambiar.
Todavía tenía la mano en la puerta cuando escuchó la voz infantil de Marisol, llamándolo desde las sábanas.
—Apagas la luz antes de venirte, papito —ordenó la chiquilla.
Y súbitamente el cuarto quedó a oscuras.
Hiram Ruvalcaba. (Zapotlán el Grande, 1988) Narrador, atlista, profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en letras hispánicas por la Universidad de Guadalajara e ingeniero ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay, así como del Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), y Padres sin hijos (2021), así como las traducciones Kwaidan. Extrañas narraciones del Japón antiguo (2018) y El romance de la Vía Láctea (2017), ambas del autor Lafcadio Hearn.